El Plan de Dios

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El Plan de Dios
Los dinamismos presentes en nuestro ser más profundo nos impulsan en una
dirección que asume nuestro quehacer en el mundo y lo abre a un horizonte infinito. Los
seres humanos, desde lo más íntimo de nosotros mismos, estamos llamados a responder,
con nuestra propia libertad, al llamado que el Señor nos hace. Dios, sobreabundando de
amor, crea al ser humano para que se relacione familiarmente con Él, para que se
comunique y asocie con otros seres humanos y para que, siendo señor de la creación, dé
gloria y alabanza al Creador.
Resulta bien conocida, por nuestro estudio y reflexión, así como por la propia
experiencia personal, la realidad del pecado original y las consecuentes rupturas que han
quebrado el interior del hombre y su proyección. Sin embargo, aunque por el mal uso de
la libertad humana se frustró -al menos momentáneamente- el designio divino, sabemos
que «el plan de Yahveh subsiste para siempre, los proyectos de su corazón por todas las
edades»1.
Así, por el gran amor de Dios, en el Señor Jesús hemos sido reconciliados,
posibilitados de responder por entero a nuestra vocación. Él «manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre»2, y nos hace ingresar al horizonte de la gracia. El Señor Jesús,
nuestro Reconciliador, es el núcleo del "proyecto misterioso" de Dios-Amor de llevar a su
plenitud la historia humana, de modo «que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en
los cielos y lo que está en la tierra»3.
Obediencia amorosa
Por lo dicho comprenderemos que toda auténtica realización humana pasa por el
cumplimiento de ese Plan -personal y comunitario-, cumplimiento que encontramos
plasmado en los dichos, hechos y vida del Señor Jesús. «Mi alimento es hacer la voluntad
del que me ha enviado y llevar a cabo su obra»4. Para el Señor, la obediencia al Plan del
Padre es lo central. Su obediencia está informada de amor, el mismo que se expresa
también en amor a su Madre (piedad filial) y a nosotros, sus hermanos. Obediencia al
Plan del Padre que, marcada por la dinámica de la alegría-dolor, por el signo de la Cruz,
fructifica en multitud de bienes.
Recorriendo el camino de la Madre
Siguiendo la orientación de una espiritualidad mariano-cristocéntrica, no podemos
dejar de acercarnos a nuestra Madre, María. Ella, ejemplo y guía, intercede por nosotros y
nos pone en sintonía con el Espíritu Santo, por cuya acción y nuestra colaboración vamos
siendo educados y conformados cada vez más plenamente a su Hijo. En Ella
descubrimos cuatro dimensiones de la fidelidad al Plan de Dios: la escucha atenta a los
signos por medio de los cuales Él nos habla, la apertura a la Palabra; la acogida, que nos
lleva a asumir con alegría, prontitud y amor lo que hemos descubierto como parte de su
designio; la coherencia, por la que respondemos con el compromiso de la propia vida
(con nuestros pensamientos, sentimientos y actitudes en sintonía con los del Señor); y
la constancia, que es el mantenernos, en todo momento, en la coherencia.
El recordar el Plan concreto que Dios-Amor tiene para nosotros, el estar atentos a los
signos por medio de los cuales ese Plan se manifiesta, el estar a la escucha del llamado
que el Señor hace a la comunidad a la que pertenecemos, el acoger y responder a la
invitación de ser reconciliadores permanentemente reconciliados en todos los ámbitos de
nuestra sociedad, aquejada de tantos y tan graves y dolorosos males... constituyen
algunos de los puntos de meditación y compromiso que la reflexión sobre el Plan de Dios
nos presenta.
Para meditar
Dios tiene un Plan para nosotros: Is 48,17; Ef 1,3-10; Col 1,15-20.
Espera nuestra libre cooperación: Lc 1,22-25; Lc 1,38.
Puedo confiar en el Plan de Dios: Sal 19(18),8-9; Sal 23(22),1-4; Sal 33(32),1012; Is 40,31; Jer 17,7-8; Mt7,24.
No
puedo
confiar
en
mis
propios
planes: Prov 16,13; Prov 19,21; Prov 20,24; Is 29,15-16; Jer 10,23.
Dios permite pruebas para que fortalezcamos nuestra entrega a Él: Rom 5,25; Stgo 1,2-4; Stgo 1,12; 1Pe1,6-7; 1Pe 4,13-14.
Docilidad al Plan de Dios
El mundo y el Plan de Dios
Con mucha frecuencia, el mundo -a través de los medios de comunicación, de
opiniones generalizadas o hasta de comentarios bien intencionados- suele ofrecernos una
imagen de la religión en la que ésta se reduce a una serie de prácticas externas, y una
caricatura de Dios en la que Él termina siendo presentado como un ser caprichoso y
arbitrario.
Dentro de esta perspectiva distorsionada, el Plan de Dios no pocas veces es
considerado como el proyecto subjetivo y egoísta que esta divinidad tiene para nosotros y
que nos impone como una meta de vida que, de no ser cumplida, merecerá un castigo
terrible. Esta visión mundana a veces prevalece en nosotros y nos presenta a Dios como
un rival o un ser lejano e indiferente, y en esa medida el Plan que tiene para nosotros
aparece como algo opuesto a nuestra propia felicidad o simplemente como una realidad
que nos resulta indiferente por no tener mucho que ver con nosotros.
El Señor Jesús y el Plan del Padre
Sin embargo, la entrega del Señor Jesús por todos los hombres nos revela desde lo
alto de la Cruz el rostro auténtico de Dios, totalmente diferente del que nos pinta el
mundo: un Padre lleno de amor, dispuesto a entregar a su Primogénito para restablecer
con su creatura el vínculo roto por el pecado.
Así, para cumplir el designio de reconciliación del Padre, y de manera totalmente
gratuita y generosa, decide hacerse presente en medio de los hombres, aun a riesgo de
ser recibido con desprecio e ingratitud, para revelarnos de manera personal el proyecto de
vida que ha diseñado para nosotros: el Señor Jesús revela al ser humano cuál es el
camino que tiene que recorrer para ser plenamente hombre.
Un Plan de sabiduría y amor
Basta conocer un poco al Señor Jesús para descubrir que a Él no lo mueven intereses
mezquinos, sino un profundo amor, reflejo y expresión del amor del Padre que el mismo
Jesús nos comunica: «Cual la ternura de un padre para con sus hijos, así de tierno es
Yahveh para quienes le temen»5. Y Dios que nos ama, también nos conoce a cada uno de
manera especial: «Yahveh, tú me sondeas y me conoces; sabes cuándo me siento y
cuándo me levanto, mis pensamientos penetras desde lejos... no está aún en mi lengua la
palabra, y ya tú, Yahveh, la conoces entera»6.
Dios, que conoce nuestros dinamismos fundamentales, nuestras necesidades
interiores más auténticas -incluso aquellas que nosotros mismos no conocemos o que
decodificamos erradamente-, nos ama con un amor y una ternura sin límites. Por eso Él
quiere que seamos felices, y sabe cómo podemos lograrlo. Ése es justamente el Plan de
Dios: aquel proyecto de vida que el Señor ha diseñado para cada uno de nosotros movido por su amor y por el conocimiento perfecto que tiene de cada uno- y que es la
única senda por la que podremos ser plenamente felices.
El ser humano es libre
La principal prueba de que el Plan de Dios es fruto del amor que el Creador tiene por
cada hombre es la libertad. Dios no impone su Plan; se lo revela al ser humano por todos
los medios posibles, pero lo deja en la libertad de poder escoger entre obedecer a sus
dinamismos interiores, aceptando el proyecto de vida que Dios le propone, o rechazarlo,
esclavizándose así a las presiones deshumanizantes del poder, el tener y el placer. El
hombre concreto, cada uno de nosotros, puede escoger libremente. Dios respeta esa
decisión; pero la opción libre no carece de consecuencias: «Te pongo delante vida o
muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia,
amando a Yahveh tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él»7. La opción que tome,
por tanto, marcará la diferencia entre la muerte y la vida.
Libertad y docilidad
El Plan de Dios es, pues, nuestro camino seguro a la vida. Pero, por la dramática
experiencia del pecado, sabemos que haciendo un mal uso de nuestra libertad podemos
elegir la perdición y la muerte. Lo que está en juego no es sólo un momento, es nuestra
felicidad terrena y toda la eternidad. ¿Cómo hacer para no errar, para no optar en contra
de nuestra propia vida?
Aquí es donde surgen la escucha y la docilidad como medios fundamentales para
optar bien. Esta última consiste en la actitud interior que nos permite adherir, tras el
asentimiento de la razón, nuestro sentimiento y nuestra voluntad a aquello que la fe nos
ha revelado como cierto. La docilidad, por tanto, no es lo contrario a la libertad, sino a la
rebeldía sin sentido que surge de ver a Dios como un tirano que pone en riesgo nuestra
libertad. Esta virtud, que supone un nivel de dominio de sí al que se ha llegado por medio
de la práctica de los silencios, prepara a la persona para que pueda encaminar libremente
sus potencias para cooperar con la gracia que el Señor derrama y para remontar, con ella,
todas las barreras interiores y exteriores que impiden adecuar la propia vida al Plan de
Dios.
La docilidad de la Madre
«He aquí la sierva del Señor; hágase en mí según tu palabra»8; «Engrandece mi alma
al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la
humildad de su sierva»9. Tan pronto como aparece en el Nuevo Testamento, la figura de
María nuestra Madre ya nos habla de esa actitud de docilidad y disponibilidad. Si María
obedece no es porque carezca de voluntad o de inteligencia. Por el contrario, su docilidad
es la consecuencia de la fidelidad a sus propios dinamismos interiores, que apuntan hacia
Dios y al Plan de salvación que tiene para Ella. De esta manera, por su docilidad, María
se libera de toda atadura que podría desviarla del proyecto de vida que la plenifica y se
entrega plenamente, siendo consciente de que hay muchas cosas que no comprende y de
que el camino de reconciliación que emprende no estará exento de dolores y
sufrimientos10. En María, la docilidad no se presenta como una actitud pasiva que
simplemente se resigna ante los hechos. Al contrario, es una disposición activa que
domina con firmeza las pasiones interiores para disponerlas y encaminarlas hacia el
encuentro del Plan de Dios. «La fascinante respuesta de María -nos dice Luis Fernando
Figari- brota del corazón de una Mujer libre; es precisamente desde su libertad poseída, y
haciendo ejercicio de esa misma libertad, que María responde: "Sí", "Hágase"»11.
La conclusión es evidente: «La vida de María nos invita a trabajar por la misma senda
de cooperar con la gracia en el ejercicio del silencio que conduce a la virtud, al señorío
sobre sí mismo»12. En esta cooperación generosa con la gracia entronca la virtud de la
docilidad.
Para meditar
Ser dóciles al Plan de Dios: Jer 18,6; Hch 21,13-14; Rom 9,19-20; Ef 5,17.
Confiar en las promesas de Dios: Jn 6,39-40; 2Cor 1,18-22; Stgo 1,12.
Frutos de la docilidad al Plan de Dios: Prov 1,33; Is 48,18; Mt 7,21; 1Jn 2,17.
Jesús
y
María,
modelos
de
docilidad: Mt 6,10; Mc 3,3135; Mc 14,36; Lc 1,38; Jn 4,34; Jn 6,38; Flp 2,8; Heb12,2-4.
1
Sal 33(32),11.
2
Gaudium et spes, 22.
3
Ef 1,10.
4
Jn 4,34; ver Jn 6,38; Flp 2,5-11.
5
Sal 103(102),13.
6
Sal 139(138),1-2.4.
7
Dt 30,19-20.
8
Lc 1,38.
9
Lc 1,46-48.
10
Ver Lc 2,35.
11
Luis Fernando Figari, María, paradigma de unidad, Vida y Espiritualidad, Lima 1992,
p. 11.
12
Allí mismo, p. 15.
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