Reseña Biográfica

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Reseña Biográfica
Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) nació en Sevilla y sus verdaderos
apellidos eran Domínguez Bastida, siendo Bécquer la deformación del apellido
de uno de sus primeros antepasados oriundo de los Países Bajos que se habían
asentado en Andalucía a principios del siglo XVII.
Su padre, el pintor costumbrista y retratista José María Domínguez Insausti quien también había usado el apellido artístico Bécquer- falleció en 1841
dejando en precaria situación económica a la familia y su madre, Joaquina
Bastida Vargas, lo hizo en 1847, por lo que desde entonces él y sus siete
hermanos quedaron bajo el cuidado de sus tías maternas, frecuentado la casa de
su madrina, Manuela Monnehay, que poseía una amplia y selecta biblioteca.
Desde edad temprana, cuando tenía 12 años, dio muestras de su vocación poética, escribiendo sus
primeras poesías en un viejo libro de cuentas de su padre. Tras su fallido intento de hacer carrera como
pintor en su ciudad natal, que había comenzado como aprendiz en 1849, acabó trasladándose a Madrid en
1854 para dedicarse a la literatura después de que el año anterior le hubiesen publicado un soneto en la
revista monárquica madrileña El Trono y la Nobleza. Aunque, tras su llegada a la capital del reino,
comenzó trabajando como escribiente meritorio en la Dirección de Bienes Nacionales antes de ganarse la
vida como periodista, como la mayoría de los escritores de su época. Durante sus comienzos literarios
publicó varias adaptaciones teatrales como Esmeralda (1856) y La Cruz del Valle o escribiendo comedias
como La Novia y el Pantalón (1856) y hasta alguna zarzuela, como La Venta Encantada (1857).
En marzo de1858 cogió una grave enfermedad (sífilis) de la que salió con vida a duras penas dos meses
más tarde y sufragando los gastos de su curación con la publicación de su primera leyenda hindú titulada
El Caudillo de las Manos Rojas en el periódico La Crónica. Al año siguiente emprendió un fallido
proyecto, bajo los auspicios de los Reyes de España, para publicar en fascículos la Historia de los
Templos de España de la que sólo vio la luz el primero de ellos.
Su difícil situación económica pareció mejorar a finales de 1860 cuando se incorporó a la redacción del
recién fundado periódico El Contemporáneo, en el que publicó buena parte de sus Rimas y Leyendas y
también su serie de Cartas desde mi Celda escritas entre mayo y octubre de 1864, durante su retiro en la
hospedería que se había habilitado con las celdas del antiguo y desamortizado monasterio cisterciense de
Veruela que, en sus orígenes medievales, fue filial del imperial monasterio de Fitero.
En 1861 se casó con la hija del médico que
le trataba su enfermedad en Madrid, Casta
Esteban Navarro, natural de Noviercas.
Inicialmente vivieron en Toledo antes de
trasladarse a Madrid, pasando a dirigir el
periódico El Contemporáneo en 1864, pocos
meses antes de ser nombrado censor de
novelas en el Ministerio de la Gobernación.
Aunque en 1865 dejó este periódico y pasó a
ser redactor del diario Los Tiempos, poco
antes de cesar en su puesto de la
administración, de colaborar en
el
semanario El Museo Universal y de dirigir
el único número que se publicó del
periódico satírico Doña Manuela.
En 1866 asumió unos meses la dirección del
semanario El Museo Universal hasta que
recuperó su puesto como censor de novelas.
El matrimonio tuvo tres hijos antes de separarse en 1868, tras el reconocido adulterio de Casta.
Precisamente, el año que publicó sus 79 rimas en la obra titulada Libro de los Gorriones, tras triunfar en
España la Revolución Liberal y, con ello, perder definitivamente su empleo como censor de novelas y
viéndose forzado a refugiarse de las posibles represalias políticas en Toledo con sus hijos.
Allí permaneció exilado hasta que pudo regresar a Madrid, en 1869, colaborando nuevamente en El
Museo Universal antes de dirigir la recién fundada revista ilustrada y apolítica denominada La Ilustración
de Madrid en 1870, poco antes de reconciliarse en septiembre con Casta y de dirigir en el mes de
diciembre la revista teatral El Entreacto, en cuyo primer número publicó su último trabajo literario, que
era la primera parte de Una Tragedia y un Ángel (Historia de una Zarzuela y una Mujer), ya que unos
días más tarde falleció a consecuencia de una pulmonía.
Leyendas Fiteranas de Gustavo Adolfo Bécquer
Tradicionalmente, de la veintena de leyendas que
escribió Gustavo Adolfo Bécquer entre 1858 y
1863, [GARC-1981], se le han atribuido tres que
están basadas en la historia de Fitero, y que
aluden a su estancia en el nuevo balneario que se
había inaugurado en Fitero, en 1846 y que, desde
1973, lleva su nombre:
El Miserere,
La Cueva de la Mora y
La Fe Salva.
Aunque sólo son suyas las dos primeras ya que la tercera fue escrita por Fernando Iglesias, [MONT-1970]
y [BECQ-2004], p. 31, quién, a su vez, la había publicado como recopilada de una supuesta publicación
de Gustavo Adolfo Bécquer en el Almanaque de “El Café Suizo”, revista literaria que había aparecido en
Madrid, en 1865, [IGLE-1923].
Ambas leyendas fiteranas fueron publicadas por Gustavo Adolfo Bécquer en el diario madrileño El
Contemporáneo. Concretamente, El Miserere vio la luz en el número 402, del 17 de abril de 1862 y, por
su parte, La Cueva de la Mora lo hizo en el número 626, del 16 de enero de 1863.
Antecedentes Históricos de la Leyendas Leyendas Fiteranas
Los orígenes de la villa de Fitero están estrechamente ligados a los del primer
monasterio cisterciense de la península ibérica que fue fundado por san Raimundo
de Fitero en 1140, en la entonces ya desierta villa castellana de Niencebas (Alfaro)
que estuvo situada en la falda meridional de Yerga, en el límite norte del actual
término municipal de Fitero.
En 1157, este monasterio de raíces castellanas recibió como donación del rey de
Castilla y León, Alfonso VII el Emperador, el castro de Tudején en cuyo término
de Castellón (actual Barrio Bajo de Fitero), junto a su peña de hitero o frontera con
los reinos vecinos de Pamplona y Aragón, se edificó su primer y sencillo edificio
de Fitero (1152-1247).
En el primer cuarto del siglo XII, la villa de Tudején se despobló definitivamente de modo que, en 1374,
cuando el monasterio de Fitero y su castillo de Tudején se incorporaron definitivamente al reino de
Navarra no quedaban más vecinos en esta localidad que los relacionados con este monasterio.
Acontecimiento histórico que ocurrió casi dos siglos antes de que los cistercienses repoblasen su villa de
Tudején junto al edificio del segundo y majestuoso monasterio que habían construido en Fitero (12471838) y del que aquella villa tomó su nuevo y definitivo nombre, en 1482.
A su vez, los orígenes de la villa de Tudején, cuyo nombre indica que perteneció o fue propiedad de
Tutelius y se remontan, como mínimo, a la época en que los romanos dominaban la península ibérica,
[OLCO-1982] y [MEDR-1987]. Aunque la primera noticia documental de la historia de Tudején que ha
llegado hasta nuestros días es mucho más tardía ya que se trata de un documento fechado en 1073, en el
que se da cuenta del acuerdo por medio del cual el castillo de Tudején retornaba al reino musulmán de
Zaragoza después de haber sido conquistado y de haber permanecido unos meses bajo el dominio del
reino cristiano de Nájera y Pamplona. Situación que se mantuvo hasta que en 1119 este estratégico
castillo del valle del Alhama fue reconquistado por el rey de Aragón y Pamplona, Alfonso I el Batallador.
En líneas generales y salvando
ciertos desenfoques y errores en la
interpretación de algunos de estos
hechos que no se han aclarado hasta
comienzos de este siglo, estas
historias o, mejor dicho, su versión
tradicional había sido publicada y,
por tanto, era de dominio público
desde mediados del siglo XVI o
como muy tarde del XVII.
Resurgiendo
su
estudio
y
publicación a finales del siglo XIX,
como un anexo a la monografía
sobre las propiedades terapéuticas
de las aguas termales que publicó el
entonces médico y director de Baños
de
Fitero,
[LLET-1870].
Precisamente, muy pocos años
después de que Gustavo Adolfo
Bécquer se hospedase en este
balneario y de que, sin duda, llevado
por su conocida curiosidad romántica hacia la historia se interesase por los orígenes tanto del castillo de
Tudején como de los del monasterio de Fitero. Pilares ambos de la Historia de Fitero y sobre los cuales se
inspiró para construir el soporte histórico de sendas leyendas: La Cueva de la Mora y El Miserere,
respectivamente.
Bien es verdad que, en el caso de El Miserere, su fundamento histórico se vio contaminado por la
distorsionada tradición que, más cercana a una leyenda popular que a la propia historia que se deduce de
los documentos en que se basa, erróneamente situaba los orígenes del monasterio de Fitero en la cima de
Yerga, donde este monasterio sí que tuvo una granja desde finales del siglo XII o principios del XIII,
convertida luego en ermita cuyo culto tuvo gran tradición en los pueblos de la comarca, documentada
desde el siglo XVII hasta que se desamortizó en el XIX, y pasó a formar parte de la riojana parroquia de
Autol, pero que nunca fue monasterio y mucho menos el primer asentamiento de los cistercienses de
Fitero, [OLCO-2002].
Del mismo modo que en El Miserere se transmite la interpretación que en el momento en que se escribió
esta leyenda y hasta hace bien poco se hacía del documento más antiguo del monasterio de Fitero, el
soporte histórico de La Cueva de la Mora se basa en el citado documento más antiguo que se conoce
acerca de la historia del castillo de Tudején.
Base Histórica de la Cueva de la Mora
Tras la llegada del Islam al valle del Ebro, en 714, los visigodos católicos que
habitaban en el solar de Fitero, [MEDR-2002], se convirtieron a la nueva religión y
junto con el resto de al-Andalus pasaron a formar parte del Califato de Damasco
(Siria) que posteriormente trasladó su capital a Bagdad (Irak), en 750. El valle del
Alhama formaba parte de la provincia o Emirato de Córdoba que se independizó de
Bagdad poco después, en 756, y con él se pasó a formar parte del nuevo Califato de
Córdoba, en 929, hasta que éste se desmembró en reinos de Taifa y así se integró en el
recién formado reino musulmán de Zaragoza. Tudején permaneció en este reino que
llegó a ser uno de los más prósperos de la península ibérica antes de ser invadido por los
almorávides, en 1110, y verse inmerso en la consiguiente guerra civil entre los
musulmanes hispanos y los más ortodoxos recién llegados del norte de África. Situación
que fue aprovechada por Alfonso I el Batallador para reconquistar el valle del Alhama
para su reino de Aragón y Pamplona en 1119, después de haber estado algo más de 400
años bajo el Islam.
Pero volvamos a marzo de 1072, cuando el castillo de Tudején formaba parte de la frontera del reino
musulmán de Zaragoza con el reino cristiano de Nájera y Pamplona, gobernado por Sancho Garcés IV el
de Peñalén quien se encontraba en visita diplomática en Zaragoza acompañado de los oficiales de su
palacio.
La importancia estratégica de
Tudején se puso de manifiesto
cuando el rey de Pamplona
decidió
cruzar
la,
hasta
entonces, pacífica frontera para
conquistarlo como represalia a
la negativa del rey de Zaragoza,
al-Muqtadir Billah o Abu-Ja’far
el Victorioso por Dios, de
seguir pagando los impuestos o
parias cuyo acuerdo habían
renovado en abril de 1069
(1.000
monedas
de
oro
mensuales, dando 5.000 por
adelantado) y con los que
garantizaba que, no ocurrieran
agresiones como ésta y que el
pamplonés no se aliase con
posibles invasores cristianos de
allende los Pirineos.
La reacción de Abu-Ja’far no se hizo esperar y los musulmanes de
Zaragoza hicieron otro tanto cruzando las Bardenas, que entonces
formaban parte de su frontera natural del noroeste, para conquistar, a su
vez, el fronterizo castillo cristiano de Caparroso y, tras esta importante
acción militar, forzaron las negociaciones de paz que se plasmaron en
el citado acuerdo del 25 de mayo de 1073, por el cual se reintegraron
ambas castillos a sus correspondientes propietarios en el momento
previo a estos incidentes fronterizos y, además, el rey musulmán de
Zaragoza se comprometió a pagar 12.000 mancusos de oro para
garantizar además que el rey de Nájera y Pamplona mediaría ante el rey
de Aragón, su primo Sancho Ramírez V, para que éste cesase sus
hostilidades y se retirase de las tierras que había ocupado en Huesca y
que, en caso de no hacerlo así , cabalgara contra el aragonés con todo
su poder como aliado de Zaragoza, [LACA-1975] y [LACA-1982].
A estos hechos históricos que hablan de
la conquista y reconquista del castillo de
Tudején hay que añadir que la cueva
que Gustavo Adolfo Bécquer menciona
en la leyenda todavía existe en la
vertiente norte del pequeño monte anejo
al que todavía permite contemplar sobre
su cima las ruinas del castillo y a cuyos
pies corría entonces el río Alhama,
sirviéndole de foso natural.
Dicha cueva hoy en día carece de gran
profundidad
quizá
por
haberse
producido algún derrumbamiento que
ha podido cegar el paso a su interior en
el que, aunque es difícil creer que
existiese algún pasadizo que la pudiera
comunicar con el castillo, es más que
probable que en la Edad Media tuviese gran capacidad y que fuese de alguna utilidad. Aunque fuese
como mero almacén climatizado ya que, a mediados del siglo XII, a esta cueva se le denomina en la
documentación del monasterio de Fitero como cueva Mayor y no cabe duda de que debió ser de gran
valor ya que fue objeto principal de dos documentos de donación, uno de Alfonso VII el Emperador
destinado a uno de sus magnates y otro por el que éste, posteriormente, la cede a san Raimundo y su
monasterio de Fitero.
Serafín Olcoz
Fitero, 2005
Bibliografía
[BECQ-2004] Gustavo Adolfo Bécquer, Obras Completas, edición, introducción y notas de Joan Estruch Tobella, Barcelona,
2004.
[GARC-1981] Leyendas Fiteranas, Mugas del Siglo XIX, San Raimundo de Fitero, Manuel García Sesma, Tudela, 1981.
[IGLE-1923] Páginas Desconocidas de Gustavo Adolfo Bécquer, Recopilación de Fernando Iglesias Figueroa, volumen III,
Madrid, 1923.
[LACA-1975] Historia del Reino de Navarra en la Edad Media, José María Lacarra, Pamplona, 1982, pp. 71-72.
[LACA-1982] Dos Tratados de Paz y Alianza entre Sancho el de Peñalén y Moctádir de Zaragoza (1069 y 1073), José María
Lacarra, estudios de Historia de Navarra, Pamplona, 1982.
[LLET-1870] Monografía de los Baños y Aguas Termales de Fitero, Tomás Lletget y Caylá, Barcelona 1870.
[MEDR-1987] Las Instalaciones balnearias romanas en Fitero, Manuel Medrano y María Antonia Díaz, I Congreso General
de Historia de Navarra, 2, Comunicaciones, Príncipe de Viana, 1987.
[MEDR-2000] Los Visigodos en el Solar de Fitero (El Castillo de Tudején), Manuel Medrano, Fitero, 2002.
[MONT-1970] Adiós a Elisa Guillén, Rafael Montesinos, revista Ínsula: Revista de Letras y Ciencias Humanas, número 289,
Madrid, diciembre 1970.
[MONT-1978] Colección Diplomática del Monasterio de Fitero (1140-1210), Cristina Monterde, Zaragoza, 1978.
[OLCO-1982] Hallazgo Arqueológico en los Baños de Fitero, Serafín Olcoz, en Diario de Navarra, 5 de agosto de 1982.
[OLCO-2002] San Raimundo de Fitero, el Monasterio Cisterciense de la Frontera y la Fundación de la Orden Militar de
Calatrava, Serafín Olcoz, Pamplona, 2002.
La Cueva de la Mora
I
Frente al establecimiento de baños de
Fitero, y sobre unas rocas cortadas a pico, a
cuyos pies corre el río Alhama, se ven todavía
los restos abandonados de un castillo árabe,
célebre en los fastos gloriosos de la
reconquista por haber sido teatro de grandes
y memorables hazañas, así por parte de los
que lo defendieron como de los que
valerosamente clavaron sobre sus almenas el
estandarte de la cruz.
De los muros no quedan más que
algunos ruinosos vestigios; las piedras de la
atalaya han caído unas sobre otras al foso y lo
han cegado por completo; en el patio de
armas crecen zarzales y matas de jaramago;
por todas partes adonde se vuelven los ojos no
se ven más que arcos rotos, sillares oscuros y
carcomidos; aquí un lienzo de barbacana,
entre cuyas hendiduras nace la yedra; allí un
torreón que aún se tiene en pie como por
milagro; más allá los postes de argamasa con
las anillas de hierro que sostenían el puente
colgante.
Durante mi estancia en los baños, ya
por hacer ejercicio, que, según me decían, era
conveniente al estado de mi salud, ya
arrastrado por la curiosidad, todas las tardes
tomaba entre aquellos vericuetos el camino
que conduce a las ruinas de la fortaleza árabe
y allí me pasaba las horas y las horas
escarbando el suelo por ver si encontraba
algunas armas, dando golpes en los muros
para observar si sonaba a hueco y sorprender
el escondrijo de un tesoro, y metiéndome por
todos los rincones, con la idea de encontrar la
entrada de alguno de esos subterráneos que es
fama existen en todos los castillos de los
moros.
Mis diligentes pesquisas fueron por
demás infructuosas.
Sin embargo, una tarde en que, ya
desesperanzado de hallar algo nuevo y curioso
en lo alto de la roca sobre la que se asienta el
castillo, renuncié a subir a ella, y limité mi
paseo a las orillas del río que corre a sus pies,
andando, andando a lo largo de la ribera, vi
una especie de boquerón abierto en la peña
viva y medio oculto por frondosos y
espesísimos matorrales. No sin mi poquito de
temor, separé el ramaje que cubría la entrada
de aquello que me pareció cueva formada por
la naturaleza y que, después que anduve
algunos pasos, vi era un subterráneo abierto a
pico. No pudiendo penetrar hasta el fondo,
que se perdía entre las sombras, me limité a
observar cuidadosamente los accidentes de la
bóveda y del piso, que me pareció que se
elevaba formando como unos grandes
peldaños en dirección a la altura en que se
halla el castillo de que ya he hecho mención, y
en cuyas ruinas recordé entonces haber visto
una poterna cegada. Sin duda, había
descubierto uno de esos caminos secretos, tan
comunes en las obras militares de aquella
época, el cual debió servir para hacer salidas
falsas o coger, estando sitiados, el agua del río
que corre allí inmediato.
Para cerciorarme de la verdad que
pudiera haber en mis inducciones, después
que salí de la cueva por donde mismo había
entrado, trabé conversación con un
trabajador que andaba podando unas viñas
en aquellos vericuetos, y al cual me acerqué so
pretexto de pedirle lumbre para encender un
cigarrillo.
Hablamos de varias cosas indiferentes:
de las propiedades medicinales de las aguas de
Fitero, de la cosecha pasada y la por venir, de
las mujeres de Navarra y el cultivo de las
viñas; hablamos, en fin, de todo lo que al buen
hombre se le ocurrió, primero que de la
cueva, objeto de mi curiosidad.
Cuando, por último, la conversación
recayó sobre este punto, le pregunté si sabía
de alguien que hubiese penetrado en ella y
visto su fondo.
-¡Penetrar en la cueva de la Mora! me dijo, como asombrado al oír mi
pregunta-. ¿Quién había de atreverse? ¿No
sabe usted que de esa sima sale todas las
noches un ánima?
-¡Un
ánima!
-exclamé
sonriéndome-. ¿El ánima de quién?
yo,
- El ánima de la hija de un alcaide
moro que anda todavía penando por estos
lugares, y se la ve todas las noches salir
vestida de blanco de esa cueva, y llena en el
río una jarrica de agua.
Por explicación de aquel buen hombre
vine en conocimiento de que acerca del
castillo árabe y del subterráneo que yo
suponía en comunicación con él había alguna
historieta, y como yo soy muy amigo de oír
todas estas tradiciones especialmente de labios
de la gente del pueblo, le supliqué me la
refiriese, lo cual hizo, poco más o menos, en
los mismos términos que yo, a mi vez, voy a
referir.
II
Cuando el castillo, del que ahora sólo
restan algunas informes ruinas, se tenía aún
por los reyes moros, y sus torres, de las que no
ha quedado piedra sobre piedra, dominaban
desde lo alto de la roca en que tienen asiento
todo aquel fertilísimo valle que fecunda el río
Alhama, tuvo lugar junto a la villa de Fitero
una reñida batalla, en la cual cayó herido y
prisionero de los árabes un famoso caballero
cristiano, tan digno de renombre por su
piedad como por su valentía.
Conducido a la fortaleza y cargado de
hierros por sus enemigos, estuvo algunos días
en el fondo de un calabozo luchando entre la
vida y la muerte, hasta que, curado casi
milagrosamente de sus heridas, sus deudos le
rescataron a fuerza de oro.
Volvió el cautivo a su hogar; volvió a
estrechar entre sus brazos a los que le dieron
el ser. Sus hermanos de armas y sus hombres
de guerra se alborozaron al verle, creyendo
llegada la hora de emprender nuevos
combates; Pero el alma del caballero se había
llenado de una profunda melancolía, y ni el
cariño paterno ni los esfuerzos de la amistad
eran parte a disipar su extraña melancolía.
Durante su cautiverio logró ver a la
hija del alcaide moro, de cuya hermosura
tenía noticias por la fama antes de conocerla;
pero que cuando la hubo conocido la encontró
tan superior a la idea que de ella se había
formado, que no pudo resistir a la seducción
de sus encantos y se enamoró perdidamente
de un objeto para él imposible.
Meses y meses pasó el caballero
forjando los proyectos más atrevidos y
absurdos: ora imaginaba un medio de
romper las barreras que lo separaban de
aquella mujer, ora hacía los mayores
esfuerzos por olvidarla, y ya se decidía por
una cosa, ya se mostraba partidario de otra
absolutamente opuesta, hasta que, al fin, un
día reunió a sus hermanos y compañeros de
armas, hizo llamar a sus hombres de guerra
y, después de hacer con el mayor sigilo todos
los aprestos necesarios, cayó de improviso
sobre la fortaleza que guardaba a la
hermosura objeto de su insensato amor.
Al partir a esta expedición, todos
creyeron que sólo movía a su caudillo el afán
de vengarse de cuanto le habían hecho sufrir
arrojándole en el fondo de sus calabozos; pero
después de tomada la fortaleza, no se ocultó a
ninguno la verdadera causa de aquella
arrojada empresa, en que tantos buenos
cristianos habían perecido para contribuir al
logro de una pasión indigna.
El caballero, embriagado en el amor
que, al fin, logró encender en el pecho de la
hermosísima mora, ni hacía caso de los
consejos de sus amigos, ni paraba mientes en
las murmuraciones y las quejas de sus
soldados. Unos y otros clamaban por salir
cuanto antes de aquellos muros, sobre los
cuales era natural que habían de caer
nuevamente los árabes, repuestos del pánico
de la sorpresa.
Y, en efecto, sucedió así: el alcaide
allegó gentes de los lugares comarcanos y una
mañana el vigía que estaba puesto en la
atalaya de la torre bajó a anunciar a los
enamorados amantes que por toda la sierra
que desde aquellas rocas se descubre se veía
bajar tal nublado de guerreros, que bien
podía asegurarse que iba a caer sobre el
castillo la morisma entera.
La hija del alcaide se quedó al oírlo
pálida como la muerte; el caballero pidió sus
armas a grandes voces y todo se puso en
movimiento en la fortaleza. Los soldados
salieron en tumulto de sus cuadras; los jefes
comenzaron a dar órdenes; se bajaron los
rastrillos, se levantó el puente colgante y se
coronaron de ballesteros las almenas.
Algunas horas después comenzó el
asalto.
El castillo podía llamarse con razón
inexpugnable. Solo por sorpresa, como se
apoderaron de él los cristianos, era posible
rendirlo. Resistieron, pues, sus defensores
una, dos y hasta diez embestidas.
Los moros se limitaron, viendo la
inutilidad de sus esfuerzos, a cercarlo
estrechamente para hacer capitular a sus
defensores por hambre.
El hambre comenzó, en efecto, a hacer
estragos horrorosos entre los cristianos; pero
sabiendo que, una vez rendido el castillo, el
precio de la vida de sus defensores era la
cabeza de su jefe, ninguno quiso hacerle
traición, y los mismos que habían reprobado
su conducta juraron perecer en su defensa.
Los moros impacientes, resolvieron dar
un nuevo asalto al mediar la noche. La
embestida fue rabiosa, la defensa desesperada
y el choque horrible. Durante la pelea, el
alcaide, partida la frente de un hachazo cayó
al foso desde lo alto del muro, al que había
logrado subir con la ayuda de una escala, al
mismo tiempo que el caballero recibía un
golpe mortal en la brecha de la barbacana, en
donde unos y otros combatían cuerpo a
cuerpo entre las sombras.
Los cristianos comenzaron a cejar y a
replegarse. En este punto la mora se inclinó
sobre su amante, que yacía en el suelo,
moribundo, y tomándolo en sus brazos con
unas fuerzas que hacían mayores la
desesperación y la idea del peligro, lo arrastró
hasta el patio de armas. Allí tocó a un resorte,
se levantó una piedra como movida de un
impulso sobrenatural y por la boca que dejó
ver al levantarse, desapareció con su preciosa
carga y comenzó a descender hasta llegar al
fondo del subterráneo.
III
Cuando el caballero volvió en sí,
tendió a su alrededor una mirada llena de
extravío, y dijo: -¡Tengo sed! ¡Me muero!
¡Me abraso! - Y en su delirio precursor de la
muerte, de sus labios secos, al pasar por los
cuales silbaba la respiración sólo se oían salir
estas palabras angustiosas: -¡Tengo sed! ¡Me
abraso! ¡Agua! ¡Agua!
La mora sabía que aquel subterráneo
tenía una salida al valle por donde corre el
río. El valle y todas las alturas que lo
coronan estaban llenos de soldados moros,
que, una vez rendida la fortaleza, buscaban
en vano por todas partes al caballero y a su
amada para saciar en ellos su sed de
exterminio. Sin embargo, no vaciló un
instante, y tomando el casco del moribundo,
se deslizó como una sombra por entre los
matorrales que cubrían la boca de la cueva y
bajó a la orilla del río.
Ya había tomado el agua, ya iba a
incorporarse para volver de nuevo al lado de
su amante, cuando silbó una saeta y exhaló un
grito.
Dos guerreros moros que velaban
alrededor de la fortaleza habían disparado sus
arcos en la dirección en que oyeron moverse
las ramas.
La mora, herida de muerte, logró, sin
embargo, arrastrarse a la entrada del
subterráneo y penetrar hasta el fondo, donde
se encontraba el caballero. Éste, al verla
cubierta de sangre y próxima a morir, volvió
en su razón y, conociendo la enormidad del
pecado que tan duramente expiaban, volvió
sus ojos al cielo, tomó el agua que su amante
le ofrecía y, sin acercársela a los labios,
preguntó a la mora: -¿Quieres ser cristiana?
¿Quieres morir en mi religión y, si me salvo,
salvarte conmigo? La mora, que había caído
al suelo desvanecida con la falta de sangre,
hizo un movimiento imperceptible con la
cabeza, sobre la cual derramó el caballero el
agua bautismal invocando el nombre del
Todopoderoso.
Al otro día, el soldado que disparó la
saeta vio un rastro de sangre a la orilla del
río, y siguiéndolo entró en la cueva, donde
encontró los cadáveres del caballero y su
amada, que aún vienen por las noches a vagar
por estos contornos.
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