La invasión argentina - Guerra en el Atlántico Sur

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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
LA INVASION ARGENTINA
El 28 de marzo de 1982 la flota argentina levó anclas y zarpó de Puerto Belgrano con
destino al sur. Hasta el día anterior, las unidades navales había estado cargando
armamento y equipos, noticia que Londres recibió con alarma pero prefirió mantener en
reserva por la simple razón de que en la semana del 16 al 21 de ese mes, buques de la
Argentina y Uruguay habían estado efectuando maniobras conjuntas en alta mar, en el
marco de lo que fue dado en llamar Operación “Cimarrón” y cabía la posibilidad de que
las naves fueran a unirse a ellas.
Lo que ignoraban en el Reino Unido era que en las últimas horas del 27, el submarino
“Santa Fe” había partido desde Mar del Plata llevando a bordo una sección de 13 buzos
tácticos con la misión de desembarcar en cercanías de Stanley y hacer el marcado de las
playas para el desembarco de la infantería de Marina.
El 31 de marzo por la mañana, el gobernador Rex Hunt terminaba de desayunar cuando
a eso de las 10.30 recibió un telegrama urgente desde Inglaterra informándole que un
submarino argentino merodeaba en torno al archipiélago y que posiblemente se dirigiera
a Puerto Stanley.
Muy preocupado, Hunt mandó llamar a Mike Norman y Gary Noott, comandantes de la
guarnición militar, para tratar con ellos el asunto.
Ni bien entraron en el despacho, los uniformaron comprendieron que algo grave estaba
ocurriendo. El gobernador, los puso rápidamente al tanto de las últimas novedades y a
continuación les preguntó que se podía hacer.
Los militares estudiaron la situación y le explicaron que lo más conveniente era
desplegar una red de vigías a lo largo de la costa a efectos de lanzar las alertas
necesarias en caso de producirse un desembarco. La idea era enviar tres marines al
mando del cabo David Carr hacia el faro que dominaba el Cabo Pembroke, quienes
provistos de binoculares, lentes de visión nocturna, fusiles y ametralladoras, deberían
apostarse y vigilar desde allí ya que todo parecía indicar que por ese lugar llegaría al
submarino. Por la tarde se despacharía hacia las colinas de Sapper Hill al cabo Steve
Black, que se había ofrecido voluntariamente para hacer lo propio desde ese punto,
oteando en la obscuridad, mientras la lancha “Forrest” de 86 pies de largo, con seis
marines y su propietario Jack Sollis a bordo, anclaría en la Bahía Cork para vigilar
cualquier movimiento.
Los ingleses suponían que los argentinos llevarían a cabo algún tipo de escaramuza en
alguno de esos sitios porque eran los lugares más factibles para un desembarco aunque
en el fondo, abrigaban la esperanza de que la cosa no pasase de una serie de rumores o
falsos trascendidos y que si los incursores intentaban algo, acabarían por retirarse o
terminarían arrestados y deportados a su país. Grave error del Foreign Office y el
Ministerio de Defensa británico.
La noche pasó en calma, sin que nada ocurriese. En la madrugada los vigías, muy
cansados, se retiraron a sus cuarteles, aliviados y no decepcionados como aseguran
Eddy, Linklater y Gillaman en su libro y sin mayores novedades, los responsables del
gobierno se dispusieron a esperar.
Siguiendo en parte el relato de los mencionados autores, recién a medio día del 1 de
abril, Londres comunicó (muy tarde por cierto), que una considerable fuerza invasora se
dirigía hacia las islas y que, si no alteraba su rumbo, doblaría el Cabo Pembroke al
amanecer.
La noticia puso nervioso a Rex Hunt y es más que seguro que debió maldecir a los
servicios de inteligencia de su país por su absoluta falta de visión al respecto. Una vez
más mandó llamar a Norman y a Noott que en esos momentos (15.00 horas)
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inspeccionaban las oficinas de LADE, e intentó preparar su cabeza para lo que se
avecinaba. Cuando los oficiales entraron en su despacho, los miró fijamente y les dijo
algo que ambos, al ver su rostro, imaginaron de antemano: la cosa era grave y esta vez,
iba en serio.
A esa altura de los acontecimientos la pacífica comunidad malvinense comenzaba a
percibir que algo raro estaba sucediendo.
Pastores medievales casi todos, tenían muy pocas pretensiones de evolucionar y
cambiar su modo de vida. Amaban sus islas y la vida tranquila que llevaban en ellas
desde hacía un siglo y medio cuando sus ancestros se establecieron allí. Estaban
cómodos y eran realmente felices lejos del ruido, la violencia y los males de las grandes
poblaciones. Habían nacido en ese lejano confín, como sus padres, sus abuelos, sus
bisabuelos y en algunos casos sus tatarabuelos y tenían todo lo que deseaban. Además,
eran británicos, se sentían británicos y pensaban como tales y no les importaba si eran
ciudadanos de segunda, tercera o última categoría; solo pretendían vivir en paz,
amparados por las leyes del Reino Unido y disfrutando de un vínculo que les daba
seguridad. El único motivo de angustia que tenían y siempre tuvieron era la vecina
Argentina y la amenaza que esta representaba con sus constantes reclamos territoriales.
Temblaban con solo pensar que Londres los abandonase y dejase a merced del
turbulento país sudamericano.
Si nos ponemos a pensar detenidamente, no resultará difícil comprender ese
sentimiento. La Argentina solo podía ofrecer a los isleños cosas que a ellos les
desagradaban y atemorizaban en extremo como la inestabilidad, la violencia, la
corrupción, el desorden, la burocracia, la inflación, el atraso y una dictadura que gozaba
de la peor reputación a nivel internacional.
El incidente de las Georgias, al que los isleños habían seguido con preocupación, había
vuelto a encender la llama de la incertidumbre porque sabían que los argentinos se
traían algo entre manos y que de seguro, no era nada bueno para ellos. Pese a todo,
algunos kelpers se mantenían escépticos, más que nada por negarse a ver la realidad, y
argumentaban que todo aquello no era más que un nuevo acto de provocación como lo
habían sido los vuelos de Fitzgerald, el Operativo “Cóndor”, las constantes violaciones
del espacio aéreo y la ocupación de las Thule del Sur (islas Sándwich) en 1976.
“Recuerden el aterrizaje del Hércules C-130 aduciendo fallas mecánicas inexistentes”
comentaban los hombres en los pubs de Puerto Stanley mientras bebían cerveza. Sin
embargo, por primera vez, los escépticos estaban equivocados.
Aquella tarde del 1 de abril Mary Hunt, la esposa del gobernador, llegaba de hacer
compras en el supermercado de la capital cuando encontró a su marido, con una
marcada expresión de preocupación, reunido con las máximas autoridades del
archipiélago. Como no esperaba esas visitas, entró repentinamente en el living de la
residencia y se asustó al verlos allí. Le preguntó a Hunt si estaba ocurriendo algo y este
le contestó que más tarde le daría una explicación. Fue una forma elegante de decirle
que en efecto, algo grave estaba aconteciendo y que debía retirarse.
En otro punto de la población, la empleada de la emisora de radio había terminado su
turno y se hallaba de regreso en su hogar cuando fue convocada nuevamente a su puesto
de trabajo en tanto Natalie McPhee, la joven dependiente de la Secretaría de Gobierno,
recibió la orden de recoger el fichero que contenía las direcciones y números telefónicos
de los funcionarios gubernamentales y personalidades prominentes de las islas y
dirigirse con él a la Casa de Gobierno lo más rápidamente posible. La crisis se hacía
cada vez más notoria.
En Puerto Stanley se encontraba Simon Winchester, periodista inglés del “The Sunday
Times”, que había llegado a las islas vía Buenos Aires para cubrir la presencia de los
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chatarreros en las Georgias del Sur. Allí conoció a un joven navegante checo que daba
la vuelta al mundo en su yate y a él se dirigió para pedirle que lo llevase a Puerto Leith.
El eslavo aceptó y le dijo que si el buen tiempo persistía, llegarían a la Isla San Pedro en
cuatro días.
El 1 de abril, por la tarde, salieron ambos a navegar para probar algunos instrumentos de
a bordo y alinear la brújula, sin perder de vista Puerto Stanley. Fueron hasta Bahía York
y al cabo de unas horas regresaron, observando que en el estrecho de Punta Navy, un
grupo de marines instalaba una ametralladora pesada.
Ya de regreso en el Upland Goose, uno de los dos hoteles que funcionaban en la capital
(el otro era el Globe Hotel), Winchester se enteró que el secretario de Gobierno, Dick
Barker, había cancelado la entrevista que le había concedido a Ken Clark, periodista del
“Daily Telegraph”, argumentando que había una reunión de urgencia en la casa del
gobernador. Winchester, intrigado, se preguntó qué era lo que estaba aconteciendo y
enseguida averiguó que la flota argentina avanzaba a toda máquina y que, según noticias
procedentes de Londres, los invasores disponían de la más completa y detallada
información en lo que al archipiélago se refería, especialmente sobre sus defensas, la
cantidad de efectivos apostados, los horarios y costumbres de sus habitantes, la
ubicación de los principales edificios, cantidad de víveres y municiones. Sabían también
donde dormían sus tropas, donde comían, donde entrenaban, cuáles eran sus turnos y
que hacían durante el día, cosa que dejó perplejos a todos, especialmente al gobernador
y sus asistentes.
¿Cómo obtuvieron los argentinos toda aquella información? Nadie lo dudaba; tenía que
haber sido a través de los empleados de Gas del Estado y LADE, cuyas oficinas
contaban con un importante equipo de radio, tan poderoso como para alcanzar Buenos
Aires. Era evidente que había espías en Puerto Stanley y era imperioso neutralizarlos.
En vista de ello, Rex Hunt se apresuró a ordenar la destrucción de los documentos
comprometedores que pudieran caer en manos del enemigo y todo el mundo puso
manos a la obra con celeridad. Se prepararon barriles de petróleo vacíos para incinerar y
se puso en funcionamiento la máquina de picar papeles.
John Fowler corrió a la tesorería para guardar bajo llave los libros y la documentación
contable y administrativa de la colonia. Brian Wells, dependiente del Ministerio de
Relaciones Exteriores, encargado de las comunicaciones y archivista del gobernador,
comenzó a quemar los documentos clasificados y su esposa Christine, secretaria
particular de Hunt, se puso a operar la picadora asistida por cuatro marines de la
tripulación del “Endurance” que se habían quedado en tierra, todo ello a partir de las
17.00 de aquel agitado jueves 1 de abril.
Eddy, Linklater y Gillman cuentan que la esposa del gobernador sintió una fea
sensación al ver los barriles ardiendo pues le recordaban los últimos y siniestros días en
Vietnam. Aquella noche, la mujer y su hijo de 17 años decidieron pernoctar en casa del
secretario Baker, junto a su familia, porque la residencia gubernamental podía resultar
peligrosa en caso de ataque. La cosa pintaba tan fea que el propio chofer comentó sin
reservas que al caer el sol algo malo iba a ocurrir.
Radio Falklands Islands comenzó su programación como todos los días, a las 19.30, con
una movida marcha ejecutada por la Guardia Irlandesa. A esa hora, el 99% de la
población estaba a la escucha porque, además de entretenimiento e información, la
estación constituía un eficaz medio de comunicación a través del cual se transmitían
mensajes, avisos, pedidos, salutaciones y los más variados mensajes.
La programación, además de los servicios informativos de la BBC, notas locales y
comunicados, ofrecía varias horas de música, otro buen motivo para que los
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malvinenses tuvieran sus aparatos de radio encendidos buena parte del día. Su director,
Patrick Watts, nacido en Puerto Stanley, era asistido por el canadiense Mike Smallwood
quien, como dato curioso, había llegado al archipiélago en busca de paz.
Al finalizar la marcha irlandesa titulada The Thundere, Watts informó a los oyentes que
a las 20.15 el gobernador Rex Hunt iba a transmitir una importante comunicación por lo
que se rogaba mantener las radios encendidas.
A partir de ese momento todo pareció un sueño. Alguien dijo alguna vez que lo que
sucedió a continuación fue lo más parecido a La Guerra de los Mundos, aquella célebre
audición con la que Orson Welles aterrorizó a la audiencia norteamericana,
convenciendo a los escuchas de 1938 que la Tierra estaba siendo invadida desde Marte.
La diferencia en este caso fue que esta vez no se trataba de una representación y que el
rol de los marcianos era ocupado por los argentinos.
Por entonces, el total de la población malvinense comprendía que una grave amenaza se
cernía sobre ellos ya que, en esta oportunidad, había claros indicios de que algo real
estaba sucediendo, uno de ellos, el avión del gobernador había sido retirado del
aeropuerto y estacionado junto a la casa de la familia White, en el hipódromo local.
El matrimonio White había acostado temprano a sus hijos para escuchar la radio y
seguir de cerca los acontecimientos. La posteridad les debe uno de los documentos más
valiosos de esta historia ya que tuvieron la acertada idea de grabar el programa
completo. Según Eddy, Linklater y Gillman se trató de la primera invasión telefoneada
de la historia.
Tal como había sido anunciado, a las 20.15 la programación fue interrumpida para dar
paso al mensaje del gobernador.
Hunt comenzó saludando con un seco y solemne “Buenas noches” para continuar
diciendo que tenía algo importante que comunicar.
Empezó por explicar que las relaciones entre los gobiernos de la Argentina y el Reino
Unido no estaban marchando bien, que se intentaba convocar en forma urgente una
reunión de emergencia en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas y que la paz
se hallaba amenazada. Continuó explicando, siempre en el mismo tono, que la reunión
no se había podido fijar para ese día y que los puntos más candentes de las tratativas
habían fracasado debido a la negativa argentina de negociar la “presencia ilegal” de los
chatarreros en las Georgias del Sur.
Lo peor fue cuando anunció que las fuerzas armadas argentinas se disponían a invadir el
archipiélago y que se estaban tomando medidas para proteger a la población, palabras
que, seguramente, cortaron la respiración de más de un desprevenido kelper.
Hunt continuó explicando que la Marina Real ya había sido notificada y convocó
urgentemente a los integrantes del servicio de defensa de las islas, civiles malvinenses
todos, para que se presentasen lo antes posible en el salón de ejercicios. Antes de
finalizar agregó que se iban a apostar guardias armados en los puntos clave de la ciudad,
que las escuelas permanecerían cerradas hasta nuevo aviso, que la radio continuaría
transmitiendo y que si el Consejo de Seguridad no lograba que el gobierno argentino
depusiera su actitud, se declararía el estado de emergencia, posiblemente antes del
amanecer. Sus últimas palabras fueron para aconsejar a la población que mantuviera la
calma, no salir a la calle bajo ningún motivo, no circular por las carreteras, en especial
las que pasaban cerca del aeropuerto y permanecer en sus casas ya que de ese modo se
le ahorrarían dificultades a las autoridades y a las fuerzas defensivas.
Hunt puso especial énfasis en que no se efectuasen demostraciones hostiles ni se
produjeran daños contra las propiedades argentinas en las islas ya que eso daría nuevas
excusas para justificar la invasión. “Que nuestros visitantes vean que somos ciudadanos
responsables, serios y respetuosos de la ley. Por último, se le pido a la gente que se
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mantenga atenta porque en cuanto se tengan noticias se haría un nuevo contacto
radial”.
Un silencio pesado siguió a las palabras del gobernador, interrumpido por Patrick Watts
que desde la estación de radio comunicó que, dada la gravedad de la situación,
continuaría transmitiendo toda la noche aclarando, eso sí, que no se esperasen noticias
cada cinco minutos. Acto seguido pasó el micrófono a Mike Smallwood quien, con
animado tono de voz, intentó bajar la tensión anunciando buena música.
A varias millas de allí, en alta mar, la flota argentina avanzaba implacable a través de
aguas embravecidas, sin modificar su rumbo. En medio de la tormenta que sacudía a las
naves, una figura encapuchada cruzó el puente del “Cabo San Antonio”, nave insignia
del almirante Carlos Büsser, e ingresó en la sala de mando.
Aquel clima feroz no parecía amainar y eso entorpecería las operaciones de desembarco
que se habían planeado para el 1 de abril.
El hombre encapuchado que entró repentinamente en el puente de mando era el teniente
coronel Mohamed Alí Seineldín, jefe del Regimiento de Infantería 25, un oficial de
comandos, veterano de la guerra de Tucumán, que tendría a su cargo la toma del
aeropuerto y el avance en pinza sobre Puerto Stanley.
Después de hacer la venia y solicitar permiso para hablar, Seineldín le dijo a Büsser que
para que el temporal amainase, era necesario invocar a la Santísima Virgen del Rosario,
colocándole su nombre al operativo de ocupación, petición a la que el almirante accedió
inmediatamente.
En tanto, en la capital de las islas, la población entera se hallaba a la expectativa.
Poco después de poner música, la emisora de radio volvió a interrumpir la
programación para comunicar que, a pedido de los radioescuchas, se volvería a pasar
completo el mensaje del gobernador. Lo que realmente ocurría era que sus palabras (las
de Hunt) habían caído como balde de agua fría y los pobladores de Puerto Stanley
comenzaban a experimentar temor.
Los periodistas que se encontraban en el Upland Goose Hotel se hallaban estupefactos
e intuían que algo grave ocurría, más cuando Hunt llamó por teléfono a Winchester y le
pidió que una vez finalizada la transmisión fuese directamente a su residencia.
El periodista partió presurosamente hacia la Casa de Gobierno mientras sus colegas
hacían otro tanto en dirección a la oficina de Correos y Telégrafos para comunicarse con
Londres. Cuando llegó encontró a Hunt en su despacho, sólo y muy pálido, con la
mirada fija en su escritorio. En vista de ello le preguntó que ocurría y como respuesta, la
máxima autoridad tomó una copia del mensaje que tenía sobre su escritorio y
alcanzándosela, le señaló algo que lo preocupó en extremo; había omitido un párrafo en
el que Londres ordenaba el arresto de todos los residentes argentinos.
Winchester leyó la orden y miró al gobernador para decirle que, en su opinión, esa
medida podía resultar contraproducente porque constituía una muy buena excusa para
que los argentinos invadieran. Hunt lo interrumpió explicándole que a esa altura de los
acontecimientos el enemigo no necesitaba ninguna excusa porque ya se encontraban en
camino, listo para atacar y le mostró un telegrama de Londres llegado minutos antes,
que confirmaba esas palabras. Winchester se puso pálido pues comprendió que el
desembarco era inminente.
Poco después la voz del gobernador volvió a salir al aire para informar a la población
que el archipiélago iba a ser invadido y que la fuerza agresora disponía de un
portaaviones, cuatro destructores, cuatro fragatas, un buque de desembarco, un
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submarino y varias embarcaciones menores, finalizando con la promesa de que el
desembarco iba a ser resistido.
En esos momentos, los soldados de la guarnición malvinense se dedicaban a bloquear el
aeropuerto colocando sobre la pista vehículos, tambores de combustible, vigas de hierro
y otros obstáculos mientras en otro sector se acondicionaba el hospital para casos de
emergencia.
El Departamento de obras Públicas, en tanto, organizaba el suministro de alimentos al
tiempo que la población civil tomaba sus propios recaudos. Algunos pobladores
empacaron sus cosas y se alejaron hacia el interior de las islas; otros se dedicaron a
acondicionar los lugares que consideraban más seguros y la gran mayoría se encerró en
sus hogares, permaneciendo despierta toda la noche con sus aparatos de radio
encendidos.
Cuentan Eddy, Linklater y Gillman que la familia McPhee, cuya hija Natalie era
empleada de la Secretaría de Gobierno, decidió meterse en cama temprano pero que,
finalmente, al no poder concertar en sueño, la señora Marjorie se la pasó subiendo y
bajando las escaleras para escuchar la radio en la planta baja. Su hija Natalie, en
cambio, permaneció recostada en su habitación, a obscuras, llorando angustiada
mientras escuchaba las noticias. Estaba muy asustada.
En otro punto de la ciudad, Philip Rozee y Claudette Moseley, novios ambos,
decidieron pasar la noche en el porche de la casa de la segunda, desde la que se
dominaba toda la bahía de Puerto Stanley, sector por donde, se suponía, iba a llegar la
invasión.
Maris Hunt y su hijo Tony, de 17 años, se hallaban en lo de Baker donde Dick y su
esposa Connie, habían acostado a sus dos pequeñas hijas después de explicarles que,
posiblemente, ocurrieran cosas no muy agradables cuando despertasen. Dicen los tres
autores que las niñas no entendieron muy bien lo que se les dijo y que se durmieron
rápidamente.
Connie se acostó vestida en tanto su esposo, junto a la señora de Hunt y su hijo se
quedaron abajo, escuchando la radio.
De los 90 o más malvinenses que componían el cuerpo de defensa civil, solo se
presentaron 12, hecho que provocó, tiempo después, sarcásticos comentarios en cuanto
a que los kelpers eran buenos para pedir ayuda pero no tanto para defenderse.
Los periodistas iban de aquí para allá en busca de información y por esa razón, se
dirigieron primeramente a la Sala de Ejercicios a la que habían sido convocados los
escasos voluntarios civiles. Sin embargo, al llegar, un sargento de gesto adusto los echó
del lugar no muy gentilmente.
A toda prisa se dirigieron a la emisora local donde Patrick Watts los condujo en
automóvil hasta un hermoso chalet de estilo suizo, residencia del director de LADE,
Roberto Gamen. Encontraron a éste y a su antecesor, Héctor Gilobert, que habían
llegado a las islas dos días antes, con aspecto serio, asegurando no saber nada acerca de
una invasión. Por supuesto que nadie les creyó, como tampoco que su presencia era
estrictamente laboral. Para entonces, circulaban por el archipiélago todo tipo de
versiones, muchas de ellas disparatadas.
Según Eddy, Linklater y Gillman, de regreso en el Upland Goose, los periodistas
conectaron Radio Nacional de Argentina para escuchar en ese mismo momento una voz
triunfal que exclamaba que antes del amanecer las Malvinas serían argentinas1.
Cuando Winchester y sus colegas entraban en el hotel, la radio local transmitía el
servicio de noticias internacionales de la BBC según el cual, el Consejo de Seguridad de
las Naciones Unidas había solicitado a Londres y Buenos Aires que evitasen el uso de la
fuerza, palabras que trajeron cierta esperanza a la población; esperanza que se esfumó
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cuando el gobernador Hunt volvió a salir al aire para informar, apesadumbrado, que la
flota invasora mantenía su rumbo y velocidad. Cuando terminó de hablar, se produjo
nuevamente un silencio asfixiante, silencio que se mantuvo durante varios segundos
hasta que la radio volvió a pasar música.
En alta mar, las unidades navales argentinas continuaban su inexorable avance, listas
para entrar en acción. Componían la flota el portaaviones “25 de Mayo”, el buque de
desembarco “Cabo San Antonio”, los destructores “Hércules” y “Santísima Trinidad”,
las corbetas misilísticas “Drummond”, “Grandville” y “Guerrico”, el viejo submarino
“Santa Fe” (S-21) de la Segunda Guerra Mundial, el rompehielos “Almirante Irizar”, los
cargueros civiles “Isla de los Estados” y “Río Carcarañá” y otras embarcaciones de
menor calado.
El almirante Büsser viajaba a bordo del “Cabo San Antonio” como comandante de las
fuerzas de desembarco; el general Osvaldo Jorge García lo hacía en el “Santísima
Trinidad” y el contralmirante Gualter O. Allara, comandante de la flota, en el “25 de
Mayo”.
Cuando Rex Hunt terminó de hablar, Dick Baker, acompañado por una escolta naval,
llegó al Upland Goose Hotel para arrestar a los argentinos y ante la inminencia de las
acciones, los hombres de prensa decidieron ubicarse en una pequeña vivienda que se
alzaba dentro del predio de la Casa de Gobierno donde, suponían, iban a estar a mayor
resguardo en caso de haber pelea. La realidad sería otra muy diferente.
En un estratégico punto que dominaba Bahía York, los infantes de Marina Rodhe
Wilcox y Leslie Milne, ambos escoceses, habían tomado posiciones y aguardaban
expectantes, tendidos sobre las dunas de una playa a la que en clave se denominaba
“Púrpura”. Se suponía que allí se produciría el desembarco, debido a la poca inclinación
del terreno, a la falta de algas, la ausencia de rocas y la tranquilidad de las aguas y por
esa razón, los soldados habían instalado un alambre de púas que apenas cubría un tramo
hasta la playa contigua, más allá de Punta York, lo que de poco y nada serviría en caso
de un asalto.
Los dos marines habían llegado al lugar en una moto, llevando consigo una
ametralladora pesada con 1600 balas que montaron apuntando hacia el mar, después de
cavar una suerte de trinchera. De acuerdo a las instrucciones que habían recibido antes
de partir, cuando las municiones se les terminasen, debían abandonar el lugar
inmediatamente, replegándose con la motocicleta de regreso a Puerto Stanley. Milne
confesaría, mucho tiempo después, que tanto Wilcox como él estaban aterrorizados.
Eddy, Linklater y Gillman cuentan que mientras ambos esperaban agazapados en la
obscuridad, su confianza y buen ánimo comenzó a desaparecer debido a varios factores,
uno de ellos, que los atacantes los superaban 20 a 1 en número, que no se habían
colocado minas en las playas y para colmo, salvo una cantidad muy reducida de kelpers
destinados a la custodia de los principales edificios, los voluntarios malvinenses no se
habían presentado así como tampoco se había podido interrogar a la treintena de
residentes argentinos en cuanto a si tenían algún conocimiento de los planes de invasión
y los lugares de desembarco.
Por su parte, el cabo “Figgy” Duff, al frente de cinco infantes de Marina, se había
atrincherado en el hangar del aeropuerto, listo para acribillar al primer helicóptero que
intentase aterrizar.
Su sección y la de Wilcox debían replegarse hacia la residencia del gobernador junto a
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otras cuatro, de seis hombres cada una, que tenían a su cargo cubrir la retirada. La idea
era que se incorporasen a la defensa de la sede, para ofrecer en ese punto una mayor
resistencia pese a no tratarse de un sitio ideal para hacerlo. La protección interior era
casi nula y se trataba de un blanco extremadamente fácil para un asalto.
El 1 de abril, cerca de las 21.00 hs. el “Santísima Trinidad” inició su aproximación a
las costa malvinense con el objeto de lanzar la primera ola de desembarco. Dieciocho
minutos después, 84 comandos anfibios y buzos tácticos al mando del capitán de
corbeta Guillermo Sánchez Sabarots, abordaron 19 lanchones inflables y se
desprendieron del destructor enfilando hacia la costa en medio de la noche. Cuando la
maniobra se hubo completado, la embarcación regresó hacia la zona de patrullaje que
tenía asignada dejando atrás a los comandos, que remaban atentos a cualquier
movimiento que tuviera lugar en tierra.
Desembarcaron en Mollet Creek cuando los relojes daban las 23.00 y tras permanecer
en el lugar dos horas y media, se dividieron en dos grupos para internarse en el interior
de la isla en pos de sus objetivos. El primero, al mando del propio Sánchez Sabarots,
debía atacar los barracones del Destacamento 8901 de los Royal Marines en Moody
Brook y el segundo, a las del capitán de corbeta Pedro Edgardo Giachino, avanzar por
detrás de Puerto Stanley con la misión de tomar la Casa de Gobierno y apresar a su
titular.
Ajeno a lo que ocurría en Mollet Creek, Rex Hunt fue en busca de su escopeta pues, de
ser necesario, estaba decidido a tomar parte en la lucha, pero cuando llegó al armario
donde guardaba las armas, se dio cuenta que la misma no estaba. Su chofer, Don
Bonner, le había ganado de mano y se hallaba parapetado en el pequeño cuarto donde se
guardaban los palos de golf y los implementos de pesca, observando a través de la
pequeña ventana desde la cual se podía ver flameando a la Union Jack (la bandera
británica), a la que pensaba defender volándole la cabeza al primer argentino que
intentase arriarla. Hunt se tuvo que conformar con una pistola de 9mm a la que no sabía
manipular bien.
Los marines le habían asignado un soldado escolta, el infante Hugo Dorey, que a partir
de ese momento no se despegaría un solo instante de su lado, convirtiéndose en una
suerte de sombra o, mejor dicho, ángel guardián.
En eso estaba la Casa de Gobierno cuando llegó Baker para hablar con su titular, quien
a esas horas comía en el más completo silencio. Venía a pedir autorización para llevar a
cabo dos actos de sabotaje, el primero, enviar a Hill Curtis, un canadiense que se había
radicado en Malvinas junto a su familia, para manipular el radiofaro del aeropuerto que
los argentinos iban a utilizar como guía durante el aterrizaje de sus aviones y el
segundo, apagar el faro del Cabo Pembroke que señalaba peligrosas rocas, en otros
tiempos tumba de numerosas embarcaciones.
Hunt se tomó unos segundos para pensarlo porque el radiofaro era propiedad del
gobierno argentino y no quería dar motivos para que aquel justificase su accionar pero
por fin se decidió y dio su autorización ya que, de todas maneras, las fuerzas de Buenos
Aires ya estaban cerca y atacarían con o sin causa, según le había dicho a Winchester
horas antes.
Curtis fue notificado por Baker y partió en dirección al aeropuerto pero una vez en el
radiofaro, notó que le resultaba imposible maniobrarlo por lo que, tomando un martillo,
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lo destrozó aplicándole varios golpes. Abrigaba la esperanza de que sin esa guía, las
aeronaves invasoras fuesen a dar al mar.
A las 02.30 hs. del 2 de abril el submarino “Santa Fe”, al mando del capitán de corbeta
Horacio Bicain, emergió de las aguas y se situó frente a Punta Celebronia. En plena
noche, en medio de un mar calmo, los efectivos de la sección Buzos Tácticos al mando
del capitán de corbeta Alfredo Cufré, inflaron sus botes neumáticos y se desprendieron
de la nave en dirección a Helis Kitchen, mientras el submarino volvía a sumergirse y se
alejaba del lugar.
Veinte minutos después los buzos tácticos llegaban a la pequeña playa y tras equiparse
convenientemente, volvieron a embarcar, cruzando con sus botes Playa Roya (el
objetivo original), sin inconvenientes.
El plan original que se les había asignado consistía en tres acciones: la toma del Faro
San Felipe, la toma del aeropuerto (Objetivo “Zulu”) y el marcado de la playa para el
desembarco de la Infantería de Marina. Sin embargo, antes de iniciar la operación,
Bicain y Alfredo Cufré, jefe de los comandos, comprobaron por el periscopio que el
lugar de desembarco, un istmo al sur de Puerto Argentino que unía a la capital con el
aeropuerto, presentaba mucha actividad enemiga y eso implicaba una alteración en los
planes pero en ese mismo momento llegó la orden de cancelar los dos primeros
objetivos (Faro San Felipe y aeropuerto) y concentrarse en el marcado de Playa Roja.
Lo que el comando de la flota ignoraba era que tres nidos de ametralladoras pesadas
apostadas en la cercana Playa Amarilla, hubieran imposibilitado la operación por lo que
la decisión de Bicain y Cufré, de desembarcar en Helis Kitchen para pasar desde ese
punto a Playa Roja, resultó providencial.
Mientras remaban, Cufré, sin perder la concentración en lo que estaba haciendo, recordó
muchas cosas, como su bautismo de fuego en 1977, cuando un subversivo lo hirió de un
disparo en la pierna durante un enfrentamiento.
La guerra a la que ahora se enfrentaba era otra, mucho más convencional pues en esta
ocasión enfrentaba a un enemigo al que si se le veía la cara.
Los comandos desembarcaron en la playa asignada, la marcaron de acuerdo al plan y al
amparo de la obscuridad, enfilaron hacia la casa del gobernador. A sus espaldas casi
ocurre un desastre cuando el “Santa Fe”, que había sufrido un desperfecto eléctrico que
les impedía hacer transmisiones (aunque sí las recibía), fue detectado por los radares del
“Hércules” que a punto estuvo de arrojarle sus cargas por encontrarse en una zona no
asignada. La rápida inmersión le permitió a Bicain establecer contacto a través del
teléfono subacuático y desde el cuarto del sonar, el comandante del destructor, capitán
de fragata Enrique Emilio Molina Pico, alcanzó a detener la acción.
En la Casa de Gobierno, Rex Hunt intentó dormir un par de horas, tranquilo por saber
que su hijo estaba lejos y no iba a tomar parte en los combates. Se puso su pijama, abrió
la cama y se acostó con su arma cerca, por si debía usarla.
Lejos de allí, cerca de las 03.15 hs., Jack Sollis, que operaba el radar de la “Forrest”,
creyó detectar algo. En vista de ello, los tripulantes de la embarcación creyeron que lo
más acertado era dirigirse a Puerto Stanley para dar aviso y así lo hicieron. Al llegar, se
encontraron con Mike Norman que después de escucharlos, llegó a la conclusión de que
la información era errónea, producto del apresuramiento, razón por la cual, los envió de
regreso; sin embargo, Sollis se negó porque estaba convencido de que lo que había
distinguido era la silueta de un portaaviones que navegaba más allá de Bahía Surf y eso
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
representaba un grave peligro. De todas maneras, desde la Casa de Gobierno se le
solicitó al cabo Lou Armour, que tenía a su mando la Primera Sección ubicada en Punta
Hoockers, que informase si veía algo.
A través de la radio, Armour respondió que lo que se distinguía era el naufragio del
viejo velero “Lady Elisabeth”, encallado en 1913 y que, salvo eso, no veía otra cosa. La
información tranquilizó bastante a Sollis que junto a su gente abordó su nave y enfiló de
regreso a Puerto Williams, para seguir vigilando.
A las 03.30 hs. Londres notificó a Hunt que el presidente norteamericano se había
comunicado con el general Galtieri para pedirle que desistiera de su actitud pero que el
mandatario argentino le había respondido negativamente. El gobernador, a quien Baker
había despertado repentinamente, le ordenó a éste que detuviese a todos los argentinos,
especialmente a los 16 fornidos empleados de Gas del Estado y poco después, a las
04.15, declaró el estado de emergencia.
Para Mike Norman, entre los operarios argentinos llegados del continente hacía pocos
días, para instalar unos tubos suplementarios de almacenamiento de petróleo, había
espías que formaban parte de la invasión y tenían la misión de secuestrar al gobernador.
Desde el primer momento Hunt se había opuesto a esa idea de arrestarlos pero ahora
comprendía que era imperioso hacerlo.
Unas horas antes, en medio del océano, la flota invasora seguía su avance. Cerca de las
23.00 hs. desde el puente de mando, el almirante Büsser se dirigió a sus hombres a
través de la radio para ponerlos al tanto de lo que estaba por suceder.
A bordo de cada una de las unidades navales había gran entusiasmo y al mismo tiempo,
tensión ya que todos eran concientes del momento sin precedentes que se estaba
viviendo y de que el mundo entero estaba pendiente de ello aunque hasta esa hora, nadie
lo había confirmado oficialmente.
Soy el comandante de las fuerzas de desembarco integradas por los
efectivos de la Infantería de Marina y del Ejército argentino
embarcados en este buque, de algunas fracciones a bordo del destructor
‘Santísima Trinidad’ y del rompehielos ‘Almirante Irizar’ y de los
buzos tácticos embarcados en el submarino ‘Santa Fe’. Nuestra misión
es desembarcar en las Islas Malvinas y desalojar a las fuerzas militares
y a las autoridades británicas que se encuentran en ellas. ¡Y eso es lo
que vamos a hacer!
El comandante argentino continuó explicando que las fuerzas bajo su mando tenían la
misión de reparar los casi 150 años de usurpación extranjera y siguió diciendo:
No dudo que el coraje, el honor y la capacidad de todos ustedes nos
darán la victoria. Durante mucho tiempo hemos venido adiestrando
nuestros músculos y preparado nuestras mentes y nuestros corazones
para el momento supremo de enfrentar al enemigo. Ese momento ha
llegado. Mañana ustedes serán los vencedores. Mañana le mostraremos
al mundo una fuerza argentina valerosa en la guerra y generosa en la
victoria. Que Dios nos proteja. Y ahora digan conmigo: ¡Viva la Patria!
Sus últimas palabras fueron repetidas al unísono por miles de voces emocionadas,
prontas a entrar en combate en tanto los capellanes de a bordo impartían su bendición a
las tropas.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
A las 04.30 hs., Mike Norman se hallaba en las rocas Loockout, un excelente punto
panorámico, esperando ver los primeros movimientos de la invasión. El oficial estaba
tenso y sumamente nervioso porque la espera se le hacía interminable; aquello era un
verdadero suplicio, agravado por la obscuridad, la quietud y el sonido del viento.
En esos momentos los helicópteros a bordo de las unidades navales ponían en marcha
sus rotores y se despegar con los comandos a bordo en tanto se impartían órdenes a viva
voz y el personal adoptaba posiciones de combate.
Pasadas las 04.35 Norman creyó percibir ruidos de hélices provenientes de Cala Mollet,
a unas 2 o 3 millas de allí y se preguntó si realmente eran helicópteros o se trataba
simplemente del viento. A esa altura, no podía asegurar nada.
Según Eddy, Linklater y Gillman, el soldado Michael Berry que vigilaba solo desde las
colinas de Sapper Hill, más cerca de Puerto Harriet, también creyó percibir sonido de
rotores aunque manifestó las mismas dudas que Norman.
Para entonces, los helicópteros invasores habían dejado las cubiertas de sus buques y
volaban en plena obscuridad, en dirección a las islas, sobre las heladas aguas de un mar
calmo y un cielo estrellado. En su interior, hombres vestidos de negro, con sus rostros
cubiertos de betún, aferraban fuertemente sus armas y esperaban el momento de entrar
en acción.
Wilcox y Milne, los efectivos escoceses apostados en Playa “Púrpura”, escuchaban con
claridad el sonido de las hélices pero no podían informarlo porque el aparato de radio se
les había estropeado. Por su parte, Mike Norman llamó a su amigo, Gary Noott, que se
encontraba apostado en la Casa de Gobierno al mando del cuarto de operaciones y de
las comunicaciones con Londres, para informarle lo que estaba sucediendo. Estaban
ambos muy preocupados porque si los argentinos llegaban por donde no se los esperaba,
tal como parecía estar ocurriendo se desbarataría el plan defensivo que habían elaborado
especialmente, consistente en asegurar la retirada de Noott y el grupo de marines hacia
el interior de la isla, con el objeto de llevar a cabo acciones de resistencia y sabotaje una
vez finalizada la ocupación. A tal efecto, habían preparado escondites y depósitos para
las municiones y los alimentos que, por supuesto, no figuraban en ningún mapa y solo
conocían de memoria.
Los dos oficiales pensaron enviar a un grupo de soldados hacia Puerto Harriet para
investigar pero desistieron porque de esa manera, debilitarían más el cordón defensivo.
Cerca de las 05.15 Jack Sollis comunicó a la Casa de Gobierno que el radar de a bordo
había detectado tres grandes buques navegando hacia el oeste, más allá de Punta
Mengeary, en dirección a Stanley y casi al mismo tiempo Basil Biggs, que se
encontraba en lo alto del faro de Cabo Pembroke, informó que podía distinguir
claramente la enorme silueta del portaviones “25 de Mayo”, palabras que dejaron en
claro que la invasión había comenzado.
A las 04.30 hs., helicópteros atacantes aterrizaron en Caleta Mollet, transportado la
avanzada de la invasión: 120 comandos anfibios y buzos tácticos, comandos de elite
equivalentes al SAS británicos, que debían sumarse a los que habían desembarcado el
“Santísima Trinidad” y el submarino “Santa Fe”.
Cuando las aeronaves llegaron a sus objetivos, los efectivos saltaron a tierra y a todo
correr se dirigieron hacia el norte, en dirección a Sapper Hill, donde se hallaba apostado
el soldado Barry.
Mientras esto ocurría, la gente de Sánchez Sabarots alcanzaba Moody Brook en tanto
Giachino, al frente de sus 16 hombres, corría hacia la casa del gobernador.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Los argentinos atacaron los cuarteles con inusitada furia, irrumpiendo por todos sus
accesos, derribando sus puertas, acribillando las instalaciones con ráfagas de metralla y
arrojando granadas incendiarias de fósforo. Fue un verdadero acierto que Norman y
Noott hubiesen retirado a sus efectivos hacia otro sector porque, de no haberlo hecho,
hubieran muerto calcinados.
El kelper Alexander Betts, casado con Santina Toranzo, una argentina oriunda de
Córdoba, padres de cuatro niños isleños, cuenta en su libro La verdad sobre Malvinas,
mi tierra natal, que cuando el gobernador Hunt anunció que la flota argentina estaba a
la vista, la población civil comprendió que había empezado la guerra y que se iban a
vivir momentos históricos que tendrían a la expectativa no solo al archipiélago sino
incluso, al mundo entero. Nadie iba a dormir esa noche.
De acuerdo con su relato, a las 05.40, las naves invasoras estaban en el estrecho y lo
primero que pensó fue en la suerte que estaría corriendo su padrastro, que en ese
momento prestaba servicios a bordo del “Forrest”, en Puerto Williams.
La población entera se estremeció con las violentas explosiones que tuvieron lugar en
Moody Brook, produciéndose con ellas las primeras escenas de pánico.
En lo de los Baker, las pequeñas hijas del matrimonio prorrumpieron en llantos,
aterrorizadas por el ruido y los resplandores. Al escucharlas, su madre Connie y Tony
Hunt corrieron hacia arriba para calmarlas y grande fue su espanto cuando al asomarse
por las ventanas, vieron las trazadoras de Sánchez Sabarots recortándose
fantasmagóricamente en la obscuridad, como en una película de ciencia ficción.
Connie ordenó a todos dirigirse a la planta baja para ponerse a mayor resguardo y fue
cuando descendían que un balazo hizo añicos la ventana principal del living y se estrelló
en una pared lateral, incrementando los llantos de las pequeñas.
Lejos de allí, los efectivos apostados en Bahía York creyeron distinguir en la penumbra
una lancha de desembarco que se dirigía hacia la costa. Se lo comunicaron
inmediatamente al cabo York, ubicado junto a sus hombres en Punta Navy, agregando
que al parecer, la embarcación no enfilaba hacia Playa Púrpura sino a la entrada de
Puerto Stanley. York estuvo a punto de abrir fuego pero como a causa de la obscuridad
no distinguía bien, disparó una bengala que le permitió percatarse que la supuesta
barcaza era la mismísima “Forrest”, evitando así, masacrar a su propia gente.
En esos momentos, Rex Hunt volvió a salir al aire utilizando el teléfono de su despacho
gubernamental, para comunicar a la población que la flota argentina se hallaba a la vista
y que la batalla había empezado.
Cuenta Betts que al escuchar el ruido del combate corrió escaleras arriba y le ordenó a
su madre que se dirigiera a la planta baja donde ya se encontraba su esposa, Santina y
que ambas se quedasen allí, junto a la radio, para escuchar la información. El resto de la
población, espantada, observaba todo desde las ventanas de sus casas o buscaba refugio
en los lugares menos expuestos.
Según Betts, el tiroteo comenzó alrededor de las 06.00 de la mañana, casi cuando
comenzaba a amanecer, el combate de Moody Brook duró entre diez y quince minutos y
los argentinos estaban tirando a matar, lo que mucho le dolió porque toda su vida la
había pasado intentando convencer a sus compatriotas isleños de lo positivo que podría
resultar un mayor acercamiento a nuestro país.
La radio, mientras tanto, transmitía lo que estaba aconteciendo mientras la gente
llamaba constantemente para pedir o brindar nueva información. Incluso los
malvinenses que habitaban las soledades del campo o los que vivían en otros pueblos o
establecimientos rurales como Prado del Ganso, Puerto Darwin, Bluff Cove y Puerto
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
San Carlos, intentaban comunicarse también, preguntando por algún amigo o pariente.
En Una cara de la moneda, Eddy, Linklater y Gillman reproducen las palabras que en
esos momentos Rex Hunt envió a la gente:
Los que viven en Stanley habrán escuchado un tiroteo confuso. Todavía no
sabemos de qué se trata pero tenemos señales de un portaaviones y un
destructor… El primero, al parecer, intenta atravesar la estrechura del
puerto y se dirige, posiblemente, hacia… intenta llegar a la Casa de
Gobierno. Los mantendremos… los mantendremos informados mientras
podamos… Si no podemos salir por la antena, la emisora de radio seguirá
informando. Es todo por ahora.
Sin ninguna duda, lo que más preocupó a los habitantes del archipiélago fue el tono
asustado de su gobernador.
El capitán Giachino desplegó a sus hombres en abanico en torno a la Casa de Gobierno
y cuando estuvo frente al edificio le ordenó a su segundo, el teniente Diego Fernando
García Quiroga, que hablaba inglés bastante bien, que intimase a los británicos a la
rendición.
García Quiroga hizo bocina con sus manos y con voz potente gritó: “¡Sr. Hunt! ¡Sr.
Hunt! Somos marines argentinos; la isla está tomada; los vehículos anfibios han
desembarcado y vienen hacia aquí; hemos cortado su teléfono por lo que le rogamos
que salga de la casa solo, desarmado y con las manos sobre la cabeza, a fin de prevenir
mayores desgracias. Le aseguro que su rango y dignidad, así como la de toda su
familia, serán debidamente espetados”.
Como respuesta, recibió un improperio y casi enseguida, el fuego se reanudó. “Tíreles
una granada”, gritó Giachino, orden que su segundo se apresuró a cumplir provocando
un poderoso estallido en el jardín. Ráfagas de ametralladora fueron la respuesta por lo
que Giachino no lo pensó más y tras ordenar el asalto a la residencia, se lanzó hacia
delante, a todo correr, seguido por su gente. Un certero disparo le perforó la arteria
femoral, arrojándolo de espaldas sobre el césped, muy cerca de una puerta que acababa
de abrir de una patada. Detrás suyo, García Quiroga recibió dos impactos y cayó sobre
el cobertizo mientras las balas repiqueteaban a su alrededor. Al verlos caer, el cabo
enfermero Ernesto Urbina se abalanzó hacia ellos, con la evidente intención de
socorrerlos, pero no alcanzó a llegar porque también fue herido de gravedad a la altura
de la cintura. El resto de la sección abrió fuego a discreción obligando a los defensores a
arrojarse al piso e hiriendo a uno de ellos en la cabeza.
Giachino sangraba mucho pero aún estaba conciente por lo que comenzó a pedir ayuda
tanto para él como para García Quiroga.
Mientras tanto, en las inmediaciones, la batalla crecía en intensidad.
Con los helicópteros volando hacia Caleta Mollet, el “Cabo San Antonio” abrió sus
grandes compuertas de proa y dejó salir a los Amtracks y las lanchas de desembarco que
transportaban a los efectivos del Batallón de Infantería de Marina 2 y el Regimiento de
Infantería 25, el primero al mando de su comandante, el capitán de fragata Alfredo Raúl
Weinstabl y el segundo al del teniente coronel Mohamed Alí Seineldín.
En primer lugar se lanzó la vanguardia, al mando del capitán de corbeta Hugo J.
Santillán, que se dirigió directamente a Playa Yorke (Playa Roja), guiando con las luces
traseras de sus vehículos al resto del batallón y a los efectivos de Ejército.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Los vehículos comenzaron a mecerse sobre las aguas de un mar que ondulaba
lentamente y enfilaron decididamente hacia la costa.
Según refiere el capitán Santillán, en la bodega del “Cabo San Antonio”:
…La Fuerza de Desembarco estaba ocupando sus VAO. A las 06.05 se
apagaron las luces de la bodega. Se abrieron las compuertas de proa, a la vez
que los enormes ventiladores se pusieron a funcionar. Es que al poner en
marcha los motores de los 21 vehículos anfibios, el ambiente de la bodega se
tornaría irrespirable. Mi vehículo era el que estaba más a proa, es decir, dando
frente a las fauces abiertas del BDT. La obscuridad seguía siendo total. Las
luces de Stanley comenzaron a desfilar hacia estribor dado que el buque inició
una caída a babor para aproximarse a Playa Rojo, nuestra playa de desembarco.
En la carta se la puede ubicar, es el sector Sudoeste de Bahía Yorke, con una
extensión de 300 metros.
A las 06.10, mis cuatro vehículos me informaban estar listos. Cada VAO
levantó su rampa, cerrando el vehículo y haciendo estanco.
Recién en ese momento tuve la certeza de que estábamos lanzados y de que la
Operación Rosario era irreversible. A las 06.20 ordené condición Zulu, es
decir, cerrar las tapas de las escotillas de los VAO para el movimiento de
buque a costa. Dentro del vehículo, mirando hacia popa vi a mi gente sentada y
en silencio; cada uno tenía su FAL con ambas manos y vertical entre sus
piernas2.
En la obscuridad, un tanto a la derecha de Puerto Stanley, intensos resplandores
indicaban que los comandos anfibios habían alcanzado el objetivo e iniciado la batalla.
Era en verdad un efecto extraño el que producía aquellos soldados en el interior de los
VAO (Vehículos Anfibios a Oruga), silenciosos, inmóviles, algunos de ellos con sus
rostros cubiertos por antiparras y pasamontañas destinados a contrarrestar el frío
nocturno, aferrando fuertemente sus armas con las manos enguantadas.
Los anfibios y las lanchas navegaron por las gélidas aguas, meciéndose lentamente con
el oleaje, hasta que las orugas de los primeros “hicieron pie” y comenzaron a rodar por
las arenas del fondo marino.
Eran cerca de las 06.35 cuando alcanzaron la costa. Entonces Weinstabl ordenó abrir las
tapas superiores y varios efectivos se asomaron para ver mejor lo que estaba ocurriendo.
Habían practicado infinidad de veces esa maniobra en las lejanas playas de Punta San
Román, en la entrada del Golfo San José (provincia de Chubut), cuando a partir del 22
de marzo habían comenzado los ejercicios de avance con los VAO y tropa a pie en
apoyo, de acuerdo al diagrama correspondiente al planeamiento de la operación.
La vanguardia, al mando de Santillán, había superado el aeropuerto y se dirigía
resueltamente hacia la capital, preparada para recibir fuego en cualquier momento.
Weinstabl comprobó con alivio que la playa no estaba minada y que el enemigo no la
defendía, por lo que una vez que las orugas se afianzaron sobre tierra firme, ordenó a los
blindados trepar la pedregosa subida y encaminarse directamente hacia la capital,
siguiendo los pasos de Santillán.
Para entonces, la gente de Seineldín había echado pie a tierra y junto a la Compañía
Echo del BIM2, rastrillaba el terreno para despejarlo de cualquier tipo de elemento que
pudiese entorpecer el avance.
Finalizada esa tarea, emprendieron una veloz marcha en dirección al aeropuerto
encabezados por el cuerpo especial del regimiento, firmemente decididos a tomar la
estación aérea y liberarla de obstáculos. Durante el desplazamiento, el teniente de navío
Francisco A. Di Paola, jefe de la Compañía Delta y el guardiamarina Rodolfo Nicola, al
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mando de la 1ª Sección del batallón, escucharon disparos y vieron las trazantes de una
ametralladora partir de la obscuridad en dirección al “Cabo San Antonio”.
Dirigidos personalmente por Seineldín, los soldados atacaron las instalaciones sin
encontrar resistencia por lo que continuaron directamente hacia la pista de aterrizaje
para quitar los obstáculos que los británicos habían colocado y dejarla nuevamente
operable. Sabían que en cuestión de minutos los pesados Hércules C-130 de la Fuerza
Aérea Argentina comenzarían a aterrizar con más efectivos y equipo por lo que sus
movimientos se hicieron febriles.
Los hombres del 25 de Infantería trabajaron con celeridad y al cabo de media hora
cumplieron su cometido.
Finalizada esa faena, Seineldín recibió una comunicación del almirante Büsser,
ordenándole apoyar a los infantes de Marina que por entonces atacaban la casa del
gobernador. Después de afianzar la posición y sin perder un instante, el bravo oficial
partió hacia el punto indicado encabezando el grueso de su unidad.
Refiere el almirante Büsser al respecto:
Poco después el Teniente Coronel Seineldín informó que todo estaba cumplido
sin novedad y pidió nueva misión. Se le indicó que se adelantara. A esa hora
detrás del vehículo anfibio comando estaban el vehículo de Seineldín, los tres
vehículos de refuerzo que se le había[n] asignado para despejar la pista, el
vehículo recuperador, el del 2º Comandante, que había reparado su avería y el
del teniente Schweizer que nos acababa de sobrepasar luego de zafar del turbal.
Delante nuestro, los dos que le quedaban a Santillán y el resto de los vehículos
de Weinstabl. Vi como comenzaba el desplazamiento de los vehículos que
venían desde retaguardia. Cuando se acercaron observé algo raro. Un hombre
trotaba delante de la pequeña columna. Era el Teniente Coronel Seineldín
[pistola en mano]. En su pecho se veía el distintivo de la IM. También nuestro
vehículo se puso en marcha y entramos a la localidad3.
La columna blindada, al mando del almirante Büsser, sobrepasaba el punto denominado
“Zulu”, que no era otro que el estrecho corredor que unía la península en la que se
encontraba el aeropuerto, con la Isla Soledad, cuando a escasos metros de la entrada a la
capital su vanguardia fue atacada.
Al recibir fuego nutrido, la gente de Santillán saltó a tierra y valiéndose de sus cañones
sin retroceso de 75 mm, sus morteros de 81 mm y el fuego de armas livianas, repelió la
acción.
Algo que indignó al jefe de la vanguardia fue ver que a 50 metros del primer vehículo
estalló una granada incendiaria. “…si uno de esos proyectiles caía dentro de mis VAO,
su dotación no tendría ninguna posibilidad de evitar graves quemaduras”4.
Un cohete cayó delante de la columna, a unos 200 metros a la izquierda, sin ninguna
consecuencia, disparado desde una casa blanca, de una sola planta, con techo rojo
ubicada a la izquierda del camino. Con la intención de neutralizar esa posición,
Santillán ordenó al teniente de corbeta Carlos R. Schweizer, jefe de la Sección Foxtrot
del BIM2, colocar dos ametralladoras MAG de 12.7 mm frente al edificio y batirlo
desde la derecha en tanto la sección de tiradores lo haría desde la izquierda. Schweizer
saltó desde la torreta de su blindado y procedió a cumplir la orden y cuando las
ametralladoras estuvieron listas, desplegó los morteros y abrió fuego.
Eso obligó al enemigo a replegarse abandonando su armamento y equipo, cosa que
llamó la atención de los argentinos por la premura con que lo hicieron.
La columna de Büsser reinició la marcha y al entrar en la capital se topó con otra
fracción británica que le disparó desde un conjunto de casas cercanas al linde de la
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población pero que también huyó al recibir fuego nutrido. Inmediatamente después
Weinstabl, que en esos momentos dirigía el combate, le ordenó al teniente de navío
Carlos César Arruani, jefe de la Compañía Echo, que avanzara en apoyo de la
vanguardia y ocupara la población, directiva que aquel se apresuró a cumplir ingresando
con sus cinco blindados por ese sector, mientras era apoyado por fuego desde ambos
lados de la ruta de aproximación. Para su sorpresa, encontró las posiciones del enemigo
completamente abandonadas, lo mismo el armamento que había utilizado, a saberse,
morteros, lanzacohetes Carl Gustav, ametralladoras, armas automáticas e incluso
vehículos.
Desde la planta alta de su casa, Connie Baker y los Hunt, al igual que el resto de la
población, observaban los resplandores de la batalla en la zona del aeropuerto en
momentos en que era atacado por los hombres de Seineldín, lo mismo las trazadoras que
surcaban la obscuridad en Sapper Hill. La joven mujer sintió espanto cuando vio a
decenas de soldados atravesar la cima a la carrera. Alexandre Betts, que subía y bajaba
constantemente para seguir las acciones, quedó paralizado cuando desde el piso superior
de su vivienda vio a un vehículo anfibio repleto de soldados con sus rifles apuntando
hacia todas partes, “…como las espinas de un erizo gigante”.
Por su parte, Mike Norman se hallaba sobresaltado a causa de las primeras explosiones
en Moody Brook pues se daba cuenta que, tal como temía, los argentinos habían
desembarcado mucho más al sur para flanquear las defensas y avanzar sobre la Casa de
Gobierno sin mayores obstáculos. En vista de ello, ordenó a los efectivos de Punta
Hooker y a los que estaban próximos al aeropuerto, replegarse hacia la residencia del
gobernador a toda velocidad, haciéndolo él también, seguido por varios hombres.
David Baker y su gente hacían lo mismo después de cumplir, a medias, con el arresto de
los ciudadanos argentinos. No habían podido encerrar a todos porque aquellos, en
especial, los empleados de Gas del Estado, habían dificultado la tarea en extremo,
moviéndose con desesperante lentitud, haciéndose los desentendidos y preguntando
cosas banales como si les dejaban pagar primero la cuenta del hotel o si podían llevar el
cepillo de dientes5. Como Baker sabía que lo estaban haciendo adrede, los dejó en
libertad y se retiró.
Cuando llegó a la Casa de Gobierno Rex Hunt le preguntó sobre el asunto y al conocer
la respuesta, lo amonestó y le ordenó que regresase inmediatamente a cumplir la orden.
Baker asintió, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta pero cuando la abrió, una
ráfaga de metralla lo obligó a arrojarse al piso, hacia el interior de la residencia. Por
milagro no fue alcanzado aunque en la caída se lastimó la pierna.
Al escuchar los disparos Norman creyó que uno de sus hombres había hecho fuego y
por esa razón, indignado, salió al exterior preguntando quien había disparado. La
respuesta fue una lluvia de balas que desde la obscuridad le descargó un comando
argentino adelantado de la sección de Buzos Tácticos.
Cuando el grueso de las fuerzas atacantes llegó al lugar proveniente de Moody Brook,
comenzó un combate a muerte.
Las descargas de las ametralladoras acribillaron el edificio gubernamental desde
diversos sectores obligando a sus ocupantes a echarse cuerpo a tierra en su interior. La
residencia sufrió graves destrozos, en especial la perforación de sus cañerías y el
sistema eléctrico, amén de sus endebles paredes de madera.
Hunt se encontraba debajo de su escritorio, intentando comunicarse con la emisora local
a través del teléfono cuando la lluvia de balas se abatió sobre el inmueble. La treintena
de marines que lo defendían valerosamente intentaban devolver los disparos sin efecto
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positivo ya que las armas argentinas disponían de eliminadoras de fogonazos que
impedían detectar de donde provenían.
Los invasores comenzaron a arrojar granadas que produjeron terribles estruendos
mientras ametrallaban el edificio desde diferentes posiciones. Fue entonces que el cabo
Mick Sellen, apostado en la cocina, detectó a tres figuras que avanzaban en la
obscuridad, por la parte posterior. Las vio saltar la empalizada del huerto y caminar
cautelosamente hacia el lugar en el que se encontraba, haciendo señas y aferrando
firmemente sus armas.
Sellen y otros dos soldados que se hallaban con él abrieron fuego pero no pudieron
evitar que los argentinos treparan por una ventana y se introdujeran en el interior. Media
hora después, el tiroteo bajaba su intensidad porque los atacantes estaban solicitando
refuerzos.
Mientras tanto, en Playa Púrpura, Milne y Wilcox observaban con creciente ansiedad la
enorme silueta de un barco de guerra que avanzaba directamente hacia ellos. Desde
Punta Navy, el cabo York y su gente creyeron distinguir gente que caminaba sobre la
cima de las colinas, pero en realidad se trataba de los mástiles y antenas de la
embarcación invasora. La nave pasó de largo Playa Púrpura y continuó avanzando
lentamente hacia Bahía York mientras desaparecía de la vista tras unas rocas salientes,
en el preciso momento en que apagaba sus motores.
Temerosos de quedar aislados, los marines abandonaron el lugar a toda velocidad,
encaminándose primero al aeropuerto, abandonado a esa altura por la sección de Duff y
luego hacia el centro del poblado, pensando que hacia allí convergían las otras
secciones. Durante el trayecto no vieron a nadie pero al llegar al edificio del correo, se
toparon con algunos marines y un Land Rover que bloqueaba el camino.
El cabo Armour les hizo señas para que se detuvieran y al acercarse a ellos les explicó
que la Casa de Gobierno estaba siendo atacada, por lo que el grupo se puso en marcha
en esa dirección para brindar apoyo. A poco de andar, les pareció escuchar voces en
español, razón por la cual, sus integrantes se escondieron en un jardín cercano, próximo
a la sede gubernamental y allí permanecieron quietos. Fue entonces que llegó hasta ellos
una voz, en deficiente inglés, que conminaba al gobernador a la rendición.
-¡Señor Hunt! ¡Señor Hunt! ¡Está rodeado! ¡Somos muy superiores en número!
¡Ríndase!
Como respuesta, otra voz proveniente desde el jardín respondió con un improperio,
seguido inmediatamente después por una ráfaga de metralla.
Los 16 infantes de marina dirigidos por el cabo Armour se retiraron hacia la zona del
correo desde la que habían partido pero en el camino, el suboficial decidió dividir el
grupo y regresar con 5 hombres. Lo hicieron a través del campo de fútbol donde
recibieron nutridos disparos de ametralladoras que los obligó a arrojarse detrás de unos
arbustos y una vez repuesto de la sorpresa, se levantaron y corrieron a toda velocidad
hacia la Casa de Gobierno, tiroteados por francotiradores.
Amanecía cuando Hunt recibió la mala noticia de que dieciocho blindados Amtracks,
pesados vehículos a oruga de fabricación norteamericana, provistos de cañones de 30
mm, avanzaban hacia la residencia. El soldado Berry los había visto desde Sapper Hill
cuando navegaban hacia la costa y cuando tocaron tierra en Playa Naranja, punto desde
donde iniciaron la marcha. Al mismo tiempo, un relativo número de helicópteros
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aterrizó en el aeropuerto, para entonces en poder del Regimiento de Infantería 25,
depositando sobre la pista gran cantidad de efectivos.
En su trayecto los tanques deberían pasar por el barrio nuevo de Puerto Stanley, Ciudad
Blanca, compuesto por media docena de chalets prefabricados, donde se había apostado
la 2ª Sección del teniente Bill Trollope con la misión de defender el aeropuerto.
Pese a que el gobernador había ordenado no combatir dentro de la población, a los
marines no les quedó más remedio que disparar, aún a riesgo de herir a pobladores
civiles.
Trollope ordenó abrir fuego y el soldado Gibas disparó su bazooka, impactando al
primero de los blindados con un cohete antitanque de 66mm. El vehículo se detuvo en
el acto, al tiempo que Brown y Best hacían lo propio con sus Carl Gustav, sin alcanzar
ningún blanco.
La columna blindada se detuvo y de sus unidades descendieron varios efectivos que
comenzaron a disparar contra la sección de Trollope, ubicada a 300 metros de distancia,
forzando a sus integrantes a huir velozmente por los jardines de las casas. Fue entonces
que los Amtracks reiniciaron la marcha disparando indiscriminadamente contra las
viviendas del sector, que quedaron acribilladas a balazos. Fue un verdadero milagro que
ningún poblador fuese alcanzado.
La sección de Wilcox, Milne y Carr comprendió que la situación se estaba tornando
insostenible y que Puerto Stanley caería sin remedio. Casi enseguida repararon en la
“Forrest”, amarrada junto al muelle, donde Jack Sollis se encontraba empeñado en bajar
al agua un bote inflable Gemini. Sin dudarlo un instante corrieron hacia ella dispuestos
a escapar en la pequeña embarcación, abandonando su posición en el preciso instante en
que uno de los tanques anfibios llegaba al lugar.
Lanzados a la carrera, cruzaron el muelle a gran velocidad, saltaron al bote y se
dispusieron a partir pero los intentos por encender su motor fueron vanos, pese al
desesperado esfuerzo del soldado Marcus Bennet. Cuando un helicóptero argentino pasó
por sobre sus cabezas en dirección oeste, saltaron prácticamente a la “Forrest” y se
escondieron bajo su cubierta después de que Sollis se negara a zarpar.
Mientras tanto, en Punta Navy, el cabo York también procedió a abandonar su posición,
comunicando la decisión a la residencia del gobernador. Al hacerlo, inutilizó el
armamento pesado y destrozó a golpes el equipo de radio estrellándolo contra las rocas.
Acto seguido, corrió junto a sus hombres en dirección al bote Gemini que había
escondido en las cercanías y lo abordaron, justo en el preciso momento en que
comenzaban a ser tiroteados desde otro sector de la costa. Se alejaron remando a toda
velocidad y cuando se encontraban a varios metros de la playa encendieron el motor y
enfilaron hacia el norte, según los autores de Una cara de la moneda, cuando los
empezó a seguir un destructor.
York y su gente alcanzaron a distinguir la silueta del buque que, para su alivio, resultó
ser un pesquero polaco por lo que enfilaron hacia él decididos a pedir asilo político. Sin
embargo, el suboficial lo pensó mejor y a medio camino se desvió hacia la costa,
desembarcando y escondiendo el bote entre las rocas para emprender desde ahí una
rápida huida a pie.
En el fragor de la batalla Rex Hunt, siempre debajo de su escritorio, informó a través de
la radio que los argentinos habían destruido los neumáticos de tres camiones que se
encontraban en las inmediaciones y tiroteado a varios vehículos más, con el objeto de
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
inutilizarlos. Continuó diciendo que las fuerzas defensoras habían ametrallado a los
blindados que avanzaban desde Bahía Yorke y finalizó con la angustiante novedad de
que sólo era cuestión de minutos para que los dominasen.
Watts, el locutor de la radio, preguntó si continuarían resistiendo a lo que el gobernador
respondió que seguirían haciéndolo hasta las últimas consecuencias.
A esa altura se combatía en diferentes puntos de la población mientras gran número de
pobladores llamaban a la radio para dar cuenta de lo que ocurría en cercanías de sus
viviendas. Uno de ellos, Alistair Grieves, informó, con voz agitada, que se escuchaban
explosiones y ráfagas de ametralladoras en los alrededores de su casa. Hablaba desde el
piso de su living y los radioescuchas podían escuchar como ruido de fondo las fuertes
detonaciones y descargas a los que el kelper hacía referencia. Watts le pidió que tratase
de confirmar si podía ver a los Amtracks avanzando pero Grieves dijo que ni loco se iba
a asomar para ver nada.
John Peatfield, encargado del edificio escolar donde se alojaban los niños del campo,
llamó para decir que los pequeños se encontraban bien y tranquilos y que en pocos
momentos más, se disponían a desayunar. “Sus padres no tienen porqué preocuparse”
afirmó con voz no demasiado segura. Sus palabras pretendían ser tranquilizadoras pero
la realidad resultó ser otra.
Poco después Hunt volvió a salir al aire para decir que el tiroteo continuaba pero que
por nada del mundo se iba a rendir. Cuando cortó, Grieves volvió a salir al aire
informando que numerosos helicópteros sobrevolaban el aeropuerto y que los tanques
(Amtracks) subían por la carretera. Otro llamado corroboró sus palabras agregando que
un enorme helicóptero blanco se había posado en la pista de aterrizaje, información que
el lechero Malcolm Ashworth completó diciendo que por lo menos dos banderas
argentinas flameaban en aquel sector. Cuando Watts le preguntó si los invasores
controlaban el área, Ashworth le contestó que aún se peleaba y que había mucho humo
allí.
El locutor intentó pasar algo de música pero debió interrumpirla inmediatamente ya que,
al parecer, los argentinos estaban enviando un mensaje. En esos momentos, Hunt
pensaba seriamente en que lo mejor para todos era solicitar un alto el fuego y entablar
diálogo con el enemigo.
El mensaje no era claro debido a las interferencias de la atmósfera pero igual se alcanzó
a escuchar una voz lejana que se expresaba en inglés con fuerte acento español,
intentando decir algo así como “…evitar un innecesario derramamiento de sangre” y
ponía especial énfasis en la suerte de los isleños. Inmediatamente después, esa
comunicación se perdió.
En ese preciso instante, una persona llamó para informar que distinguía claramente la
silueta de un portaaviones y una embarcación menor, posiblemente una corbeta o un
destructor, justo en la boca de acceso al puerto. A ello agregó Watts que la bandera
argentina flameaba en los cuarteles de Moody Brook y que los invasores dominaban la
carretera próxima al hipódromo.
Fue entonces que los ingleses comprendieron que no les quedaba más camino que el del
diálogo. Hunt pensó que lo mejor iba a ser entablar conversaciones a través de un
intermediario y por esa razón, mandó llamar al vicecomodoro Héctor Gilobert, ex
director de LADE, a quien conocía bien por haber vivido más de dos años en las islas.
Se trataba de uno de los tantos argentinos que no habían sido arrestados por la gente de
Baker.
Gilobert era un individuo respetuoso, quien se deshizo en disculpas una vez que estuvo
frente al gobernador, argumentando que nada sabía de una invasión. Nadie le creyó, por
supuesto, y mucho menos el gobernador, sin embargo, lo trataron con toda corrección.
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El oficial argentino aceptó intermediar y se dispuso a ganar el exterior dispuesto a
establecer el diálogo con sus compatriotas pero ni bien salió, aquellos abrieron fuego
obligándolo a regresar a toda velocidad, pálido de espanto.
Tras una breve discusión, Hunt, Baker y Gilobert decidieron dos cosas, en primer lugar,
que el segundo acompañaría al argentino en un nuevo intento por entablar contacto con
los atacantes y segundo, se llamaría inmediatamente a Watts para que transmitiera desde
la radio la decisión del gobernador de establecer un canal de diálogo con el enemigo.
De esa manera, los improvisados emisarios, provisto Gilobert de una bandera blanca (en
realidad un trozo de cortina atado a un palo), salieron de la residencia y echaron a andar,
lenta y cautelosamente.
En ese instante, sin saber lo que estaba aconteciendo, los tres argentinos que habían
trepado hasta las habitaciones superiores, decidieron actuar. Sus movimientos fueron
percibidos por Gary Noott en la planta baja quien instintivamente alzó su arma y
disparó. Sus balas perforaron el piso de madera e hirieron levemente a los tres
incursores quienes, en su apresuramiento por ponerse a cubierto, rodaron uno detrás de
otro, escaleras abajo.
Afuera, Baker y Gilobert continuaban caminando mientras a lo lejos se seguían
escuchando incesantemente disparos de armas automáticas. Al sentir la descarga de
Noott en el interior de la residencia, el secretario de gobierno pensó que los atacantes
habían decidido arrasar por completo el edificio pero se tranquilizó al ver que nada
ocurrió.
Los argentinos habían escuchado el mensaje de Hunt pero se mantuvieron en silencio.
Gilobert y Baker siguieron caminando por la calle principal hasta que, repentinamente,
el inglés se detuvo y se quedó parado. El argentino siguió avanzando hasta que, en un
momento determinado, vio que detrás del Upland Goose Hotel emergían tres figuras
que a Baker le parecieron salidas de una película de guerra norteamericana.
Se trataba de tres oficiales que avanzaban decididamente hacia donde estaba Gilobert.
Encabezaba el grupo el almirante Carlos Büsser un hombre alto, de facciones elegantes,
máximo jefe de la invasión, quien saludó a su compatriota afectuosamente. Se
encontraban muy cerca de la iglesia católica y allí, en medio de la calle, tuvo lugar el
diálogo al que Baker, más confiado, se incorporó.
Justo en ese momento llamó a la radio Tom Davis para informar que su casa en el barrio
de Ciudad Blanca se hallaba en ruinas, “para demoler” según sus palabras. Su tanque
de agua había sido perforado y el techo presentaba un orificio de seis pies de diámetro,
por lo que solicitaba ayuda de inmediato.
-¡¡Vaya por Dios!! –exclamó Watts al escuchar aquello.
A esa comunicación le siguieron otras, algunas desde puntos distantes como Fitz Roy,
Green Park o Bluff Cove, solicitando información o comunicando novedades como la
presencia de aviones enemigos en las cercanías.
En esos momentos, comenzaron a aterrizar, uno tras otro, los poderosos Hércules C-130
que esa misma madrugada habían despegado de la Base Aérea de El Palomar, en el
noroeste del Gran Buenos Aires, trayendo a bordo hombres, pertrechos y armamentos.
Mientras eso ocurría, en la Casa de Gobierno se llevaba a cabo la conferencia entre
ingleses y argentinos, tendiente a lograr el cese del fuego.
Lo desagradable para los radioescuchas malvinenses tuvo lugar en esos instantes
cuando, a través de sus aparatos, sintieron como un grupo de militares argentinos
irrumpía en la emisora y ordenaba a Watts con violencia transmitir una proclama. Todos
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enmudecieron cuando el locutor, después de protestar, anunció que acababan de
colocarle una pistola en la espalda y se le exigía con prepotencia pasar un cassette.
-¡Lo importante, señores, es que no fusilen a nadie! – terminó diciendo, al tiempo que
pedía disculpas por como había conducido el programa.
Como Watts se negó a pasar el mensaje, los soldados, comandados por un temible
oficial de ascendencia irlandesa, Patricio Dowling, tomaron al periodista del cuello y lo
arrojaron violentamente al piso.
Frente a la iglesia católica, Büsser, Baker y Gillobert, escoltados por la guardia personal
del primero, comenzaron a caminar en dirección a la casa del gobernador, mientras las
tropas invasoras prorrumpían en un encendido “¡¡Argentina, Argentina!!”, alzando sus
armas y agitando sus puños en alto. Entonces, se produjo un confuso episodio que pudo
haber desencadenado un desastre. Un efectivo argentino disparó al grupo que se
acercaba a parlamentar obligando a sus integrantes a detener la marcha. Alzando su
potente voz, Büsser ordenó inmediatamente el alto el fuego, acompañado sus palabras
con un grueso improperio.
Rex Hunt se hallaba en su despacho cuando la comitiva ingresó; estaba sentado en su
escritorio al que había intentado ordenar lo mejor posible y esperaba con el rostro
molesto. Recibió a los argentinos con una mirada dura, diciéndoles que los consideraba
intrusos y que por ello, les ordenaba abandonar las islas inmediatamente.
Büsser le contestó que la Argentina no había invadido a nadie sino que acababa de
recuperar un territorio que le pertenecía, usurpado por Gran Bretaña en 1833 y agregó
que tenía 2800 hombres en tierra sin contar otros 2000 embarcados, por lo que toda
resistencia iba a ser inútil. Reconoció el heroico desempeño de las fuerzas defensoras y
exigió que las mismas procediesen a entregar las armas. Hunt replicó que la Argentina
no podía reclamar un territorio que Inglaterra ocupaba desde antes que el país existiese
y que lo que acababa de hacer su gobierno (el de Buenos Aires) había sido un acto de
descortesía. Sin embargo, estuvo de acuerdo en rendir a sus fuerzas por lo que, a las
09.22 hs. ordenó a Mike Norman y Gary Noott, que depusiesen las armas.
Fue entonces que, a instancias de sus superiores, los marines que se encontraban en la
residencia arrojaron sus fusiles y ametralladoras, no sin antes experimentar cierto alivio
porque todo hubiese acabado. Noott, escoltado por efectivos argentinos, partió en busca
de las secciones dispersas.
En esos momentos, el cabo York y su gente huían a campo traviesa en dirección al
interior de la isla donde permanecerían ocultos cuatro días hasta que, acuciados por el
hambre y después de soportar numerosos padecimientos, terminaron por entregarse.
A las 10.00 hs. en punto las fuerzas argentinas, formadas en el jardín de la residencia de
gobierno, arriaron la bandera británica e izaron, en su lugar, la celeste y blanca con el
sol amarillo en su centro, momento de gran emoción para las tropas invasoras y de gran
tristeza y humillación para las del Reino Unido.
Finalizado el combate, el almirante Büsser le ordenó al teniente coronel Seineldín que
se hiciera cargo de los heridos del batallón de Infantería de Marina, entre quienes se
encontraba el capitán Giachino que falleció desangrado poco después, convirtiéndose en
la primer baja fatal del conflicto.
A partir de ese momento, el Regimiento de Infantería 25 relevó a los infantes de marina
quedando su jefe a cargo de la seguridad en todo el archipiélago así como de la defensa
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el aeropuerto, primer objetivo que los británicos atacarían cuando intentasen recuperar
las islas.
Finalizada la batalla, la Casa de Gobierno ofrecía un aspecto desolador, prácticamente
destrozada, con perforaciones en toda su estructura, con agua chorreando por todas
partes y con los cables eléctricos haciendo chispas, lo que representaba un serio peligro
para quienes se encontraban allí. El piso superior también estaba acribillado, en especial
la habitación de la hija del gobernador que en esos días se hallaba de viaje en Venecia,
lo mismo la cocina y el hall de entrada.
Ese fue el panorama con el que se encontró el soldado Pablo Mana al ingresar al edificio
en busca de algún recuerdo. El muchacho, oriundo de Vicuña Makenna, provincia de
Córdoba, quedó sorprendido al ver el orden que presentaban las habitaciones aún en
medio de aquel caos. Era evidente que los británicos eran tipos meticulosos.
Lentamente fue recorriendo cada lugar, observando todos los detalles hasta llegar a la
oficina del gobernador. Buscaba algo, un trofeo, una prueba de que había sido parte de
aquella histórica jornada cuando de repente, reparó en una puerta cerrada en una pared
lateral. Se quedó mirando petrificado, con sus ojos azules clavados en la abertura hasta
que repentinamente ingresaron dos infantes de marina apuntándole con sus armas.
-¡¿Qué está haciendo soldado?! – le preguntaron
-¡Inspeccionando, señor!
-¡¿Que hay en esa puerta?!
-No se, señor. Recién entro.
-¡Ábrala! – le ordenaron mientras apuntaban en esa dirección.
Mena tomó el picaporte e intentó abrir pero no pudo. Volvió a probar y otra vez fracasó.
-Parece que está cerrada con llave, señor – dijo mirando a sus superiores.
-Ábrala como sea – dijeron los dos infantes preparándose para disparar.
Mana juntó fuerza y de una violenta patada abrió la puerta dando inmediatamente un
paso atrás. Grande fue su sorpresa cuando en el interior de una pequeña habitación
vieron a dos radio-operadores transmitiendo a través de un equipo de comunicaciones.
Los hombres miraron sorprendidos a los soldados y sin abandonar sus asientos,
levantaron las manos. Nadie había reparado en aquella puerta y mucho menos que
detrás de ella había un habitáculo con hombres operando una radio.
Los infantes de marina obligaron a los ingleses a ponerse de pie y salir de la habitación
con las manos sobre sus cabezas y cuando se los llevaban, el soldado Mana reparó en
una suerte de cofre o caja de cristal en cuyo interior había doblada una bandera
británica. Era el trofeo que estaba buscando, nada menos que el pabellón que se izaba
todos los días en la sede de gobierno malvinense.
Caminó hasta el objeto, rompió el vidrio y extrajo la enseña, colocándosela debajo del
brazo.
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Malvinas. Guerra en el Atlántico Sur
Salió al exterior con aire de triunfo pues había capturado una bandera enemiga y con
semejante trofeo echó a caminar hacia la calle cuando se cruzó en su camino el
almirante Büsser.
-¡¿Qué lleva ahí soldado?! – le preguntó al verlo.
-Una bandera inglesa, señor almirante.
Mena creyó percibir un imperceptible gesto de complicidad en el severo rostro del
comandante argentino y eso lo tranquilizó.
-Guárdela bien, que nadie la vea – dijo bajando un poco el tono, y se retiró.
El soldado ignoraba que había capturado la primera enseña británica desde las
Invasiones Inglesas. Con ella bajo el brazo fue fotografiado en momentos en que era
izada la bandera argentina en la casa del gobernador y con ella viajó de regreso a Río
Gallegos cinco días después, para seguir viaje a Bahía Blanca y continuar desde allí
hasta su pueblo natal6.
Otro de los muchos edificios que quedaron en ruinas fue el cuartel de los marines, en
Moody Brook. Los comandos argentinos lo habían reducido a escombros y la violencia
de su ataque, que quedó reflejada en las huellas del incendio, no dejó dudas a la opinión
pública mundial que el plan original era aniquilar a la mayor cantidad de defensores
posible.
Según los autores de Una cara de la moneda, el ataque se había llevado a cabo en la
forma denominada “liquidación por derribo”, con los atacantes irrumpiendo de manera
violenta, ametrallando el lugar y arrojando granadas de fósforo de tipo cegador, aquellas
que envuelven en llamas a todo lo que encuentran. No hubo una sola habitación que se
librase de las balas y las llamas.
Los oficiales argentinos informaron a Rex Hunt que tenía que trasladarse al edificio del
Ayuntamiento, exigencia a la que el funcionario se negó rotundamente. Gilobert debió
interceder porque, según su explicación, si no lo hacía, sería llevado por la fuerza, algo
que resultaría extremadamente humillante para él y su gente. Hunt entendió y accedió
sin decir más.
En la oficina del Ayuntamiento se encontraba el general Manuel Osvaldo Jorge García,
quien al ver llegar al gobernador, le estrechó la mano, algo a lo que el inglés se negó.
García ofendido, le dijo que era un verdadero maleducado a lo que la máxima autoridad
del archipiélago respondió que ellos, los argentinos, habían invadido territorio británico,
es decir, su país y que por nada del mundo le iba a dar la mano al enemigo. García le
informó, de muy mala manera, que ese mismo día iba a ser expulsado de las islas y le
ordenó que se preparase para ello.
Después de ese encuentro, Rex Hunt fue autorizado a reunirse con su familia en casa de
los Baker. Allí almorzó y después regresó a s residencia para lavarse y empacar.
Mientras comía junto a los dueños de casa, llegó Watts, presa de una crisis de nervios
que apenas lo dejaba hablar. Baker y Hunt lo llevaron a la cocina y una vez allí trataron
de calmarlo mientras él, con lágrimas en los ojos, explicaba una y otra vez que los
argentinos lo habían obligado a trabajar para ellos, forzándolo a pasar la proclama y el
Himno Nacional Argentino que Dowling le había dado. Toda la población se apiadaría
de él y a nadie se le pasó por la cabeza hacerle algún reproche.
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Hunt apareció ante todo el mundo luciendo su uniforme. Su esposa le había pedido que
no lo hiciera por temor a que eso irritara a los invasores pero su hijo insistió.
Lejos de enervar el ánimo de sus captores, el efecto que aquella indumentaria produjo,
con su ridículo sombrero emplumado, fue totalmente el inverso. Risas y comentarios
jocosos cuando no algún improperio en voz baja de algunos soldados, fue todo lo que
recibió por parte del enemigo.
Cuando Hunt y el resto de los deportados llegaron al aeropuerto hizo su aparición el
capitán Patricio Dowling, para Eddy, Linklater y Gillman, uno de los personajes más
siniestros de esta historia por pertenecer a los servicios de inteligencia del gobierno
militar.
Dowling hizo gala de su temperamento confiscando varias banderas, una de ellas la que
flameaba en el capot del automóvil oficial, las que agregó a todas las Union Jacks que
había podido recoger desde que desembarcó en Stanley. Revisó minuciosamente el
equipaje y la documentación personal, deteniéndose a analizar prenda por prenda, las
valijas de la señora Hunt, incluyendo sus paños menores, lo que indignó a su hijo (que
pese a todo mantuvo silencio) y causó más risas entre la tropa presente.
Los deportados fueron palpados de armas y en algunos casos, empujados y
zamarreados.
A las 18.00 hs, de aquel agitado 2 de abril, la máxima autoridad malvinense, fue
expulsada del archipiélago. Hunt y su esposa se despidieron de los Baker y otros
funcionarios que se habían dado cita en la residencia y abordaron el vehículo oficial,
que los condujo hasta el aeropuerto, guiado por el fiel Don Bonner, saludando en el
trayecto a los pobladores que se habían dado sita a ambos lados de la avenida para
verlos pasar. Su hijo viajó en un Land Rover junto a Patricio Dowling, después de ser
palpado de armas y responder algunas preguntas.
En la estación aérea se les ordenó subir a un avión de la Fuerza Aérea Argentina en el
que ya se habían acomodado los marines de la guarnición local y pocos minutos
después partieron en vuelo directo a la ciudad de Montevideo, escala intermedia en su
viaje de regreso al Reino Unido.
A partir de ese momento, las islas Malvinas quedaron bajo control argentino. Solo
quedaba un paso para completar el operativo.
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Referencias
1
Esta versión que sostienen los autores británicos de Una cara de la moneda no parece veraz ya que la
población argentina supo la noticia después que los archipiélagos habían sido tomados.
2
Carlos A. Büsser, Operación Rosario, p. 258. Los VAO que intervinieron en la operación formaban
parte del Batallón de Vehículos Anfibios Nº 1, creado el 27 de diciembre de 1947 con el nombre de
Batallón de Tropas Especiales Nº 1.
3
Ídem, p. 127.
4
Ídem, p. 266.
5
Eddy, Linklater, Gillman, Una cara de la moneda.
6
Hoy se exhibe en la unidad de infantería de Marina de Bahía Blanca.
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