018 El atracador circunstancial

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El atracador circunstancial
Cuatro meses antes, cuando llegué a València, estaba convencido de que enseguida
encontraría un trabajillo que me permitiría pagarme la matrícula, los libros y el piso que
compartía con otros cuatro estudiantes. Pero mis cálculos habían fallado
estrepitosamente y en este momento me encontraba al borde del hambre.
Aquella mañana pasé por el banco a ver si mis padres me habían ingresado las
doscientas pesetas que, prácticamente quitándoselo ellos de la boca, me enviaba cada
mes.
El hombre que me precedía en la cola andaría rondando los setenta, pero se mantenía
aún joven y apuesto. Alardeaba en voz alta delante del cajero:
–– Que sí hombre, que sí, el dinero y los cojones, para las ocasiones. Mañana cojo a la
parienta y me la llevo a París, a todo trapo, tú... y el que no pueda, que se joda.
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Hasta un buen rato después no fui consciente de lo que había hecho. Cuando el de la
ventanilla me dijo que mi cuenta seguía en rojo salí a la calle meditabundo.
Casualmente vi a lo lejos al fanfarrón y, instintivamente, lo seguí. Cuando le di alcance,
me metí la mano en el bolsillo de la cazadora y estiré el índice simulando el cañón de
una pistola que lo apuntaba. No rechistó. Me entregó la cartera y hasta me ofreció,
temblando todo él, el reloj y una medalla de plata que llevaba al cuello. Pero yo sólo
cogí las 150.000 pesetas y salí disparado, sin pararme a pensar en si me perseguía o si
alguien me había visto. No fue así. De manera que, sin tenerlo planeado y sin haberlo
hecho nunca antes, me salió un golpe perfecto.
Al principio iba por la calle sobrecogido, convencido de que sería descubierto. Si veía
algún policía aceleraba el paso o torcía bruscamente en la primera bocacalle. Poco a
poco me fui acostumbrando a mi condición de prófugo; a las dos semanas ya era capaz
de salir a la calle más relajado, reconfortado, también, por la tranquilidad económica
que había conseguido.
Pero, cuando días después vi al tipo saliendo de un portal de mi calle, entré en pánico. A
partir de entonces lo veía por todas partes. A menudo era él, pero casi siempre era mi
imaginación. Entre el miedo y mi actual solvencia monetaria decidí mudarme a un
barrio más céntrico y cercano a la facultad, convencido de que abandonaría mis
fantasmas en el antiguo.
De poco sirvió: en el barrio nuevo el viejo me seguía acosando. Se me aparecía en la
panadería, en los semáforos, en las carteleras del cine... Tanto me angustié que llegué a
pensar que, si obtenía el perdón divino, me sería más fácil ser indulgente conmigo
mismo; así que, aunque no había pisado una iglesia desde la comunión, entré en la
primera que encontré y me dirigí al confesionario. Nunca me he visto más ridículo que
allí, arrodillado ante un extraño, contándole mis intimidades y aguantando una bronca
fenomenal. Me dijo que si rezaba unas oraciones Dios me perdonaría, pero de nada
serviría ese perdón si no estaba también en paz con los hombres. ¡Vaya mierda de
perdón!, devolverlo ya lo había pensado, pero, de eso, ni hablar, con lo bien que vivía
ahora.
Indagué sobre mi víctima para saber si merecía o no tanto arrepentimiento, ya que
habían pasado unas cuantas semanas y seguía con mi mala conciencia. Por lo que
averigüé se trataba un pequeño empresario de la construcción que estaba levantando un
par de edificios, tenía deudas con Hacienda y con la Seguridad Social; poca cosa, pero
eso, unido al testimonio de algún empleado sobre presuntos trapicheos, me aportó el
bálsamo que andaba buscando. Tanto me consolé, que acabé considerando el atraco
como un acto de justicia social; algo, incluso de lo que envanecerme.
Con la conciencia por fin tranquila empecé a derrochar la pasta. Salía todas las noches,
me llevaba a la cama todo lo que pillaba; mi piso se convirtió en el centro de reunión de
mis amigos, de los amigos de mis amigos y de los amigos de los amigos de mis amigos.
A menudo llegaba a casa borracho y no tenía dónde echarme a dormirla. ¡Tantas copias
de mis llaves se habían hecho! A ese ritmo, el dinero voló rápido, porque, además, en
aquel frenesí, se me había olvidado seguir buscando trabajo. Tenía que dejar el piso, las
salidas nocturnas, las putas, la bebida, los porros, la coca, y retomar los estudios.
Pero, a pesar de tanta relación social, nadie me ofrecía un trabajo decente y yo ya no me
conformaba con cualquier cosa, como cuando llegué del pueblo. Entonces tuve la gran
idea: dar otro palo. ¡Era tan fácil! Solamente se trataba de encontrar el primo; algún
capullo que estuviera forrado, como aquél otro, del que ya (casi) me había olvidado. Y
lo encontré. Un individuo que alquilaba máquinas de tejer a amas de casa que, para
aportar un pellizco a la economía familiar, trabajaban para él, en negro, y a las que
pagaba cuatro duros, de los que descontaba el alquiler de la máquina. El personaje
paseaba en su Mercedes por la ciudad, embutido en un extravagante abrigo de pieles y
con los dedos cubiertos de oro. Lo seguí una temporada para establecer sus costumbres
y decidir el lugar de la actuación. Pero esta vez no fue tan sencillo, el día elegido, lo
esperé a la salida del banco, lo seguí, y cuando lo tenía en el callejón no fui capaz. Veía
a la persona, no al personaje. Me faltó la espontaneidad de la otra vez y lo dejé ir. De
esa manera acabó mi corta, pero, a pesar de todo, provechosa, carrera de delincuente.
Con los estudios echados a perder y la libreta de nuevo temblando, podía haber vuelto al
pueblo a ayudar al viejo en el bar, pero preferí montar uno en la ciudad. Funcionó desde
el primer momento. Y como mi gestor supo esconder lo que se podía esconder y
declarar lo que no quedaba más remedio que declarar; y además no tuvo escrúpulos a la
hora de rebuscar en la letra menuda de las leyes para que no tuviera que pagar horas
extras, ni vacaciones, ni indemnizar los despidos, ni zarandajas por el estilo, me
convirtió en un empresario ejemplar.
Ahora, próxima ya la edad de jubilación y con los chavales al frente del negocio, apenas
paso por el restaurante como no sea a hacer caja. Y, aunque no alardeo a voces de mis
bienes, mi mujer y yo nos pegamos la vida padre. Y eso lo ven los vecinos; y toman
nota.
Por eso, cuando ando solo por la calle vigilo por todos lados, temiendo, esperando, deseando
que, de una puñetera vez, me devuelvan el palo. Porque, si algo tengo claro, és que no me he
de escapar. (Malilla. L'Horta, uno de marzo de dos mil quince).
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