EL RELUMBRE DE BAYREUTH Ya se anuncian los próximos

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EL RELUMBRE DE BAYREUTH
Ya se anuncian los próximos festivales de Bayreuth. Festivales que difieren de
los del Mayo Florentino, de los de Salzburgo, por un solo hecho. Y es que, en
Florencia, en la ciudad de los Príncipes-Obispos, los programas cambian cada
año, y recibe el peregrino-melómano alguna sorpresa, aunque se trate, donde
se rinda culto a Mozart, de una ejecución de las «músicas masónicas»,
pongamos por caso, o de la revelación de otras partituras poco conocidas del
autor de La flauta mágica. En el cartel del teatro diseñado por Semper, en
cambio, sólo figuran los títulos invariables de Los maestros cantores, Tristán,
Parsifal y de las jornadas de la Tetralogía ‒con la novedad relativa, este año,
de un Lohengrin remozado por la escenografía de Wieland Wagner.
Hace más de sesenta años, Federico Nietzsche, convaleciente de su
enfermedad wagneriana, mal consolado por una Carmen que no acababa de
hacerlo feliz, clamaba: “El poder de seducción de Wagner alcanza el
prodigio... ¡Oh, la alegría de serpiente de cascabel del viejo maestro cuando
vio a los niños acudir a él!... ¡Ah, viejo bandido! Entusiasma a nuestros
jóvenes, entusiasma igualmente a nuestras mujeres, para arrastrarlas a su
caverna. ¡Ah, viejo Minotauro! ¡Cuánto nos has costado ya! Todos los años
conduce a su laberinto unos trenes repletos de bellas muchachas, de más
hermosos jóvenes, para devorarlos allí. Todos los años Europa entera lanza un
mismo grito: ¡Vamos a Creta! ¡Vamos a Creta!”... Y añadía, en otra parte: “Su
genio de la invención se sobrepasa en el arte de aguijonear a los más agotados,
de volver a la vida los que estaban medio muertos. Se ha hecho maestro en
pases hipnóticos: derriba a los más fuertes, como se derriba a los toros”...
Más de sesenta años han transcurrido desde que Nietzsche escribiera El caso
Wagner, patético lamento de renegado que no halla, en cuanto busca para
consolarse de lo perdido, algo que pueda compensar los júbilos que le
procuraba su primera religión estética. “Detesto a Wagner ‒grita‒, pero no
puedo soportar otra música!” Y se justifica de esa capitulación, más adelante,
diciendo: “Hágase lo que se haga... hay que empezar por ser wagneriano”.
Pasaron los tiempos en que la obra de Wagner constituía, para algunos
hombres eminentes, un verdadero problema de conciencia. Pasaron los años
en que se abjuraba de la fe en Parsifal, como quien abandonaba ‒con
perplejidades, con desgarramientos‒ el regazo de una religión. Pero algo no
puede negarse. Y es que Bayreuth sigue ejerciendo un irresistible poder de
atracción sobre todos los públicos del mundo. Ya no va la gente, allá, para
extasiarse o discutir; nadie tiene ya a Parsifal por un sacro misterio musical...
Pero ha renacido, después de la última guerra, el prestigio de la gran mitología
wagneriana, Bayreuth es el lugar de la Villa Wanhfried, donde no hace tanto
tiempo vivía aún Cósima Liszt. La ciudad bávara está habitada por las
sombras de Luis de Baviera ‒cantado por nuestro Rubén Darío‒, de Emile
Ollivier y de Blandina, de Von Bülow y de Judith Gauthier, del filósofo del
Origen de la tragedia y de todos aquellos fabulosos personajes ‒cantantes,
estetas, músicos, poetas, pintores‒, que se movían en la órbita de Ricardo
Wagner. Bayreuth, al fin y al cabo, fue el lugar donde se tomó el arte más en
serio, en todo el siglo XIX. Fue el lugar donde la Novena sinfonía sonó, cierto
día memorable, como jamás había sonado antes...Y hasta nosotros llega esa
trascendencia bayreuthiana, dándonos como añoranzas de un Paraíso
Perdido...
Así, más de sesenta años después de que Nietzsche escribiera su panfleto
famoso, estamos dispuestos a dejarnos devorar, una vez más, por el «viejo
Minotauro», clamando, a los hombres de su tiempo: “¡Vamos a Creta! ¡Vamos
a Creta!”...
Alejo CARPENTIER
El Nacional
Letra y Solfa
Caracas, 16 de junio de 1953.
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