la conversión en los hechos de los apóstoles

Anuncio
JACQUES DUPONT, O.S.B.
LA CONVERSIÓN EN LOS HECHOS DE LOS
APÓSTOLES
La conversion dans les Actes des Apôtres, Lumière et Vie, 47 (1960) 48-70 1
La historia de la Iglesia apostólica es la historia de una comunidad que crece rápida y
regularmente: grandes masas como en el día de Pentecostés o después de la curación del
tullido de la puerta Hermosa (Act 4, 4), y conversiones cotidianas (2, 47; 5, 14; 6, 7). El
movimiento no tarda en extenderse fuera de Jerusalén y se forman prósperas
comunidades en Judea, Samaria, Galilea, Fenicia, Antioquía... Frente a un desarrollo tan
extraordinario no podemos dejar de preguntarnos cuáles son los motivos que determinan
todas estas conversiones. Los Hechos, por la experiencia misional de excepción que
reflejan, nos proporcionan abundantes indicaciones sobre lo que los primeros cristianos
consideraban como las condiciones normales de una conversión y sobre la idea que
tenían de los diversos elementos que entran en juego para determinarla.
EL SENTIDO DEL PECADO
El predicador de la Buena Nueva puede encontrarse frente a dos situaciones diferentes:
o bien sus auditores se saben ya culpables, y basta entonces invitarles a creer,
prometiéndoles el perdón de sus pecados; o bien ignoran su culpabilidad, y es necesario,
en este caso, hacerles tomar conciencia de ella y llevarles al arrepentimiento. El
procedimiento, en esta última situación, será distinto según se trate de paganos o de
judíos de Jerusalén.
Fe y perdón de los pecados
En su discurso al centurión de Cesarea, Pedro da un resumen del Evangelio, terminando
con una invitación a creer: "de Éste todos los Profetas dan testimonio de que todo el que
cree en Él alcanza, por su nombre, el perdón de los pecados" (10, 43). Pedro no ha
hecho alusión alguna a los pecados de Cornelio. Es más, Lucas nos dice que era piadoso
y temeroso de Dios, practicaba la limosna y la oración (10, 2); sin embargo, Pedro
intenta atraerle a la fe prometiéndole el perdón divino. Lo que hace suponer que
Cornelio se sabe pecador y aspira al perdón.
Después de haber expuesto el mensaje cristiano a los judíos de Antioquía de Pisidia,
Pablo termina con estas palabras: "tened, pues, entendido, hermanos, que por medio de
Éste os es anunciado el perdón de los pecados; y la total justificación que no pudisteis
obtener por la Ley de Moisés la obtiene por Él todo el que cree" (13, 38). También aquí
el argumento supone que los oyentes se dan cuenta de que la Ley no ha podido
justificarles; que están, pues, en el pecado y necesitan el perdón divino. La atracción a la
fe nace del sentimiento que se tiene de ser culpable.
La manera como los Hechos nos cuentan la llamada del Señor a Saulo en el camino de
Damasco presenta el tipo literario de los relatos de vocación más que el de una
conversión. Sin embargo, la vocación de Pablo implica también una conversión. Así lo
JACQUES DUPONT, O.S.B.
expresan las palabras de Ananías (22, 16). Consciente de ser pecador, Pablo desea el
perdón y el bautismo.
Los pasajes vistos nos ponen de manifiesto que la llamada a la fe implica siempre la
conciencia de pecado y el deseo de perdón.
El pecado de los paganos
El discurso de Pablo en el Areópago de Atenas se inspira en los reproches que el
judaísmo dirigía habitualmente al paganismo: crítica de los templos (17, 24), de los
sacrificios (17, 25). La conducta de los paganos testimonia una "ignorancia" culpable de
Dios; en el sentido judío de la palabra es un verdadero desconocimiento. Los paganos
son culpables delante del Dios vivo y único. Pueden obtener el perdón, y para
asegurarlo es necesario arrepentirse.
Hablando de su ministerio, Pablo dirá que los paganos son llamados a "convertirse a
Dios" y a "arrepentirse" puesto que, como paganos, son culpables delante de Dios (26,
20; 20, 21).
Cuando se dirige a los judíos la predicación apostólica intenta llevarles a creer en el
Señor Jesús. A los paganos, en cambio, se les pide "convertirse a Dios". Su conversión
es considerada espontáneamente como un arrepentimiento, ya que parece evidente, en
una perspectiva judía, que todos los paganos son pecadores. La llamada al
arrepentimiento se dirige a los pecadores; es la forma de conversión que se espera de
ellos. Para que esta llamada sea oída hace falta que los hombres se den cuenta de su
pecado. Y para ello es necesario, en primer lugar, hacerles comprender que todo
extravío del sentimiento religioso en la idolatría y superstición es una injuria a Dios.
Dadas estas explicaciones, se les invita no a creer o a convertirse, sino más exactamente
a arrepentirse.
El pecado de los habitantes de Jerusalén
En los discursos pronunciados por Pedro en Jerusalén nos encontramos con los más
severos reproches. Procedimiento extraño para un misionero que quiere conseguir
conversiones. Sin embargo, Pedro busca su conversión: con sus acusaciones quiere
llevar al auditorio a tomar conciencia de su pecado, disponiéndole a oír la llamada al
arrepentimiento. La acusación es siempre la misma: los habitantes de Jerusalén son
responsables de la muerte de Jesús. Veamos, por ejemplo, el discurso de Pentecostés (2,
22.23.36).
Pedro apela a los milagros, signos y prodigios con que Dios ha acreditado a Jesús, sin
embargo ellos no han dudado en decidir su muerte. Pero Dios le ha resucitado y le ha
hecho Señor. Se produce el efecto querido: "al oír esto, dijeron con el corazón
compungido a Pedro y a los demás apóstoles: ¿qué hemos de hacer, hermanos?" (2, 37).
Ya están preparados para oír la llamada final: "arrepentíos y que cada uno de vosotros
se haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros pecados" (2, 38).
JACQUES DUPONT, O.S.B.
Los reproches son más duros aún en el discurso que sigue a la curación del tullido de la
puerta Hermosa (3, 13-17). Concluyen, como siempre, con una llamada al
arrepentimiento (3, 19). Si grande es la responsabilidad de las masas de Jerusalén, los
miembros del Sanedrín son los primeros culpables (4, 1011). El discurso finaliza con
una promesa (v 12). El contraste entre la acusación y la promesa es ciertamente querido.
A pesar de la gravedad de la ofensa, Dios está dispuesto a perdonar. Para ello es
necesario que los culpables se arrepientan o, más exactamente, que abran su corazón a
la gracia del arrepentimiento que Dios les concede por medio de Cristo resucitado (5,
30-31).
La insistencia sobre el pecado cometido por los habitantes de Jerusalén se convierte en
tema constante de la predicación apostólica. Pero estas acusaciones no proceden de una
animosidad estéril contra los judíos, sino que pretenden, a la manera de los profetas del
AT, despertar en ellos los sentimientos de arrepentimiento que les valdrán el perdón. De
la contemplación de las circunstancias de la Pasión se saca el medio de tomar
conciencia del horror del pecado y el estímulo del arrepentimiento sincero al cual está
ligada la promesa del perdón. En el plan de las causas profundas son nuestros pecados
los que clavaron a Jesús en la cruz: los habitantes de Jerusalén y los soldados de Pilato
no han sido más que los ejecutores.
EL MISTERIO DE PASCUA
En los textos vistos hasta ahora, la conversión, consecuencia de una toma de conciencia
del pecado, se presenta bajo la forma de un "arrepentimiento" (metánoia). En los textos
que abordaremos a continuación aparece más positivamente como un acto por el que "se
vuelve" (epistréphein) hacia Dios, o hacia el Señor Jesús. Queremos precisar que esta
"vuelta" es especificada por el acontecimiento de Pascua, pero de la Pascua considerada
en todas sus dimensiones: pasadas, presentes y futuras.
Volverse a Dios, al Señor
Para hablar de la conversión de los paganos, los primeros cristianos han tomado una
expresión judía: abandonando los ídolos, se volvieron hacia Dios (1 Tes 1, 9; Act 14,
15; 15, 19). En oposición a los ídolos, objetos materiales sin vida y movimiento, el
verdadero Dios es un Dios vivo y activo, creador de cuanto existe. "Volverse" a Él es
reconocerle por el único Dios verdadero; es devolverle, a Él solo, el culto que le
pertenece. Manteniéndonos en el vocabulario judío la expresión "volverse al Señor"
tiene exactamente el mismo sentido que "volverse a Dios". La palabra Señor reemplaza
simplemente para los judíos a Yahvé, el nombre del Dios de Israel. De hecho, los
cristianos tienen tendencia a reservar este título a Jesús resucitado; y la expresión
"volverse al Señor" designa en los Hechos una conversión al cristianismo, la adhesión al
Señor Jesús (11, 20-21; 9, 35). Éste es el aspecto fundamental de la conversión:
volverse a alguien, Dios o el Señor Jesús. Convertirse consiste en aceptar no un sistema
de verdades, sino una persona; la conversión es adhesión a un Dios vivo y a Jesús
reconocido como Señor. Nos falta mostrar ahora que esta conversión está esencialmente
determinada por el acontecimiento pascual.
JACQUES DUPONT, O.S.B.
La Resurrección acontecimiento pasado prolongado en el presente
Después de hablar del crimen cometido por los habitantes de Jerusalén, que han matado
a Jesús, los apóstoles añaden a continuación el hecho de la resurrección, siempre bajo
esta forma: "Dios ha resucitado a Jesús", que se repite sin, cesar de uno a otro extremo
de los Hechos, puesto que constituye la sustancia del mensaje cristiano.
Para asentar la convicción de que Dios ha resucitado verdaderamente a Jesús se
presenta, en primer lugar, el testimonio de los propios apóstoles. Ellos han visto a Jesús
vivo después de Pascua, han comido y bebido con Él. Este testimonio es importante;
pero quizás fuera insuficiente si Dios mismo no interviniera para testimoniar en favor
del Cristo resucitado. Y lo hace de dos maneras: por los milagros y por la acción de su
gracia.
a) Los milagros: el primer milagro después de Pascua es el de Pentecostés. Los
prodigios que acompañan la venida del Espíritu atraen a la multitud, pero para que el
milagro produzca efecto en los corazones es necesario se reconozca en él un signo de
Dios. Pedro muestra en su discurso la relación que une la efusión del Espíritu con la
Resurrección de Jesús (2, 32-33). Los asistentes pueden constatar los efectos de la
venida del Espíritu, pero deben saber que ese Espíritu ha sido dado por Jesús. Para que
Jesús pueda hacerles este don es imprescindib le que esté junto a Dios, el único que
puede conceder el Espíritu. Y Jesús no podía llegar junto a Dios a menos que Éste le
sacara del sepulcro y lo elevara hacia sí. La efusión del Espíritu aparece así como una
consecuencia de la Resurrección. Los habitantes de Jerusalén pueden convencerse de la
Resurrección de Jesús viendo y oyendo las manifestaciones de la presencia del Espíritu.
Tienen una experiencia no directa como los apóstoles, sino indirecta.
La curación del tullido de la puerta Hermosa testifica igualmente la condición gloriosa
actual de Jesús. Pedro lo explicará claramente en su discurso (4, 10). Los apóstoles
predican que, resucitado por Dios, Jesús ha recibido el poder de salvar a los que creen
en Él. Dios confirma este mensaje por los milagros que lo acompañan. Pero los
milagros no constituyen sólo una confirmación de la autoridad de los apóstoles cuando
afirman que Jesús ha resucitado, es necesario ver en ellos una prolongación, en el
presente, de la acción por la cual Dios ha resucitado a Jesús, y una manifestación de la
omnipotencia que Jesús ha recibido de Dios en el momento de su Resurrección. Los
milagros son efecto de la Resurrección de Jesús y constituyen, por ello, el testimonio
indirecto, pero concluyente, de su realidad.
La conversión consiste en volverse a Dios o al Señor Jesús. Y ello sólo es posible si el
pecador se da cuenta de que existen; hace falta un encuentro. El milagro de Pascua
permite este encuentro, y los milagros que prolongan el de Pascua le aseguran un tipo
de permanenc ia que constituye el lugar del encuentro con Dios.
b) La acción de la gracia: ésta es más necesaria y eficaz que la impresión causada por
los milagros. Sólo Dios puede tocar los corazones y producir en ellos la conversión (16,
14). Él da el perdón y tambié n el arrepentimiento, condición normal de aquél. El don del
arrepentimiento se presenta, pues, como un efecto de la intervención divina el día de
Pascua, una prolongación de la acción por la cual Dios ha resucitado a Jesús. La vida
eterna es un don (11, 18); pero también lo son la fe (13, 48) y el perdón, (13, 37-39) que
JACQUES DUPONT, O.S.B.
dan acceso a ella, y la misma conversión que abre al hombre el camino de la salvación
(16, 14).
Para que se dé la adhesión a la Buena Nueva de la Resurrección no serán siempre
necesarios los milagros, tampoco serían suficientes sin la acción de la gracia. La
conversión supone un encuentro con Dios hacia el cual "se vuelve", y para esto es
imprescindible que Dios se manifieste por su acción, no sólo en el pasado resucitando a
Jesús, sino también haciéndose presente, más que por los milagros, por la acción secreta
y soberana de la gracia, en el que ha de convertirse.
La Resurrección, acontecimiento pasado, compromete el porvenir
La Resurrección es, al mismo tiempo, el signo que precede a un acontecimiento futuro:
el juicio final (17, 30-31). El hecho de Pascua plantea una nueva situación a los
hombres. Deben arrepentirse porque el juicio puede sobrevenir en cualquier momento.
Así, el anuncio del juicio se convierte en motivo para creer. El juic io es la razón por la
cual uno se convierte, pero razón que no es realmente distinta de la que proporciona la
Resurrección de Jesús, puesto que ella misma ha sido y es la garantía del anuncio del
juicio.
Para obtener la salvación en el día del juicio hay que creer, invocar el nombre del Señor
(2, 21; cfr. Jl 3, 5), porque "no hay bajo el cielo otro nombre... por el que podamos
salvarnos" (4, 12). "Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y los tuyos" (16, 30).
La conversión es un medio, no de asegurar personalmente la salvación a la hora del
juicio, sino de apresurar esa hora del juicio, de apresurar el tiempo de la salvación (3,
19). La venida gloriosa de Jesús, el tiempo de la dicha, no podrá producirse hasta que
los hombres estén preparados. Este pensamiento debe mover a los hombres a la
conversión. Como consecuencia del lazo que une la Resurrección con los
acontecimientos del fin de los tiempos, su mensaje implica una amenaza para los
pecadores que no se conviertan; mas para los que creen y se convierten su fe se
transforma en esperanza y, por ella, adquiere esa nota distintiva que caracteriza a los
convertidos: el gozo y la alegría (8, 8; 16, 34; 13, 48.52; 8, 39). Será éste el rasgo
dominante de las reuniones de la primera cristiandad de Jerusalén: "tomaban el alimento
con alegría y sencillez de corazón" (2, 46).
La Resurrección, signo predecesor del fin de los tiempos, invita a los pecadores a
examinarse a sí mismos, a arrepentirse y a creer, a fin de obtener el perdón de sus
pecados antes del juicio final. Para los que se convierten y creen en el Señor Jesús, la
Resurrección es un motivo de esperanza y de gozosa seguridad, pues confían que Jesús,
a la hora de su regreso, será el Salvador y les dará una parte de la herencia con todos los
santos (20, 32).
CAMBIO DE VIDA
Hasta aquí nos hemos contentado con tomar el verbo epistréphein en su sentido
etimológico de "volverse a", subrayando que se trata de "volverse a" alguien, a Dios o al
Señor Jesús. Pero esta traducción no es exacta: convertirse no es sólo "volverse", sino
JACQUES DUPONT, O.S.B.
más bien "regresar". Epistréphein supone un movimiento: es la imagen de un hombre
que desanda el camino. Volverse a Dios supone un cambio de orientación en toda la
manera de vivir, es ponerse en camino hacia Él.
El regreso hacia Dios
El cambio producido por la conversión implica un aspecto negativo: la renuncia a "las
malas obras" (3, 26); y uno positivo: hacer "obras dignas de conversión" (26, 20). Una
conversión auténtica debe reconocerse en sus frutos. El volverse es cosa de un instante;
un regreso es otra cosa: implica un largo camino. Así entendida, la conversión entraña
exigencias de fidelidad y de perseverancia. Hace falta perseverar en el camino al que
uno se ha comprometido.
El "camino"
¿Cuál ha de ser el nuevo camino, la regla de conducta para el convertido? Según los
judaizantes, la norma cristiana debe seguir siendo la del judaísmo: la Ley de Moisés
(15, 1.5). Sin embargo, este punto de vista será pronto rechazado (15, 10.19).
Para definir positivamente la norma cristiana de vida tomaremos un término particular
del vocabulario de los Hechos: el "Camino". La imagen se armoniza con la idea
expuesta de la conversión, y designa la manera cristiana de servir a Dios (24. 14), la
concepción cristiana de una vida religiosa y agradable al Señor. Esta manera de vivir es
tan característica que se da el nombre de "Camino" a la misma comunidad cristiana (19,
9.23; 22, 4) y los cristianos son llamados los "seguidores del Camino" (9, 2). Notemos
que esta palabra sobreentiende siempre el complemento de Dios. El Camino de Dios es
la conducta que Dios propone a los hombres que quieren servirle y regresar hacia Él.
Definir el "Camino" sería definir la moral cristiana, es decir, la manera como los
cristianos buscan servir a Dios en toda su conducta. Hay, sin embargo, ciertos rasgos
más específicos claramente señalados. Uno de ellos será la koinònía (2, 42), que es
unión de los espíritus y comunión de bienes (2, 44; 4, 32) : sentido comunitario de los
que tienen conciencia de formar una misma familia. Tanto es así que se reconocerá a los
cristianos por el amor que se tienen unos a otros.
En la segunda parte de este estudio hemos mostrado que la conversión es adhesión a una
persona; adhesión que supone un encuentro personal entre el individuo y Dios. Pero
esto es insuficiente. Desfiguraríamos la idea que los primeros cristianos tenían de la
conversión si no la viéramos más que bajo un ángulo individualista. La conversión es
camino, y el camino se identifica con el estilo de vida, que caracteriza a la comunidad
cristiana, y con esta misma comunidad a la que el individuo debe incorporarse por el
acto inicial del bautismo, y más aún por toda una vida conforme con lo que esta
comunidad concibe como servicio de Dios. Profundamente asimilado a la comunidad,
por su manera de vivir, el convertido realiza su "regreso" hacia Dios. Ella será quien le
proporcione la norma viva que ha de ser para él el Camino del Señor. La vida nueva en
la que entra, a causa de su conversión, es esencialmente eclesial.
JACQUES DUPONT, O.S.B.
Conclusión
Los Hechos permiten hacerse una idea muy completa de lo que los primeros cristianos
entendían por conversión. Su concepción debe ciertamente mucho a la tradición judía,
pero repensada a la luz del mensaje cristiano.
a) Los judíos reprochaban a los paganos la impiedad del culto sacrílego a los ídolos. La
predicación apostólica hace que los judíos tomen conciencia del pecado que pesa sobre
ellos a causa de la crucifixión de Jesús. Para convertirse es necesario darse cuenta
primeramente del pecado cometido contra Dios.
b) Los judíos invitaban a los paganos a abandonar los ídolos para volverse al Dios vivo.
Los apóstoles invitan tanto a los judíos como a los paganos a volverse al Dios vivo
manifestado en la resurrección de Jesús.
c) Los judíos esperaban una manifestació n esplendorosa de Dios que subyugara a los
pueblos paganos y les concediera a ellos una dicha sin precedentes. Los cristianos
esperan la intervención escatológica con la convicción de que la Resurrección de Jesús
prepara y establece ya ahora lo que se cump lirá en el juicio final. Pero esta perspectiva
se convierte en un motivo de conversión: todos los hombres, judíos y paganos, son
invitados a preparar el juicio convirtiéndose y creyendo en el Señor Jesús; y así tendrán
parte en la felicidad del mundo futuro.
d) Los judíos pensaban que los paganos no podían salvarse a menos que se adhirieran al
mensaje de Dios sometiéndose a la observancia de la Ley de Moisés. Pero los primeros
cristianos no conciben una verdadera conversión al mensaje evangélico sin la
aceptación del estilo de vida que caracteriza a la comunidad apostólica.
Notas:
1
Este artículo ha sido incluido posteriormente en el libro del mismo autor: «Etudes sur
les Actes des Apôtres», Lectio divina 45, Editions du Cerf (1967) 469-476.
Tradujo y condensó: JAIME CISTERO
Descargar