la calidad literaria no tiene género

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buzos — 21 de octubre de 2013
Escafandra
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La calidad literaria no tiene género
Ángel trejo / Periodista - escritor
coincidieron las mismas apetencias creativas que siempre han
alimentado el realismo en la literatura: un ansia irrefrenable por
conocer el mundo tal como es y por representarlo con la mayor
claridad y belleza posibles. Ambas propuestas no son incompatibles
ni exclusivas de la literatura de ficción ni del periodismo, ya que
puede encontrárselas en abundancia lo mismo en las novelas de
Charles Dickens, Honorato de Balzac, Emilio Zolá y Benito Pérez
Galdós que en las Crónicas italianas de Henry Beyle (Stendhal)
en la primera mitad del siglo XIX. En una de las dos grandes
novelas de Beyle, La Cartuja de Parma, hay por cierto una reseña
breve y dramática de una de las muchísimas escaramuzas de la
famosa batalla de Waterloo en la que Napoleón I perdió la última
Ilustración: Carlos Mejía
Un texto periodístico se convierte en literatura artística cuando el
propósito primario de dar a conocer un hecho de interés público
amplía su campo de visión informativa e intenta la recreación
integral de éste mediante el uso de un lenguaje de mayor contenido
estético. Éste es más o menos el mismo recorrido evolutivo que
sigue una noticia (nota informativa) cuando trasciende a reportaje,
crónica o entrevista de personaje. Ése fue precisamente el camino
que transitó el novelista estadounidense Truman Capote para
convertir en gran novela realista o histórica (A sangre fría, 1966)
una horrenda noticia de nota roja que siete años antes (1959)
había impactado a la sociedad estadounidense, cuando un par de
ladrones fallidos y mentalmente desequilibrados habían matado a
una apacible familia suburbana de Holcomb, Kansas,
integrada por madre, padre, hija e hijo. En los años
60 del siglo XIX el escritor mexicano José Tomás de
Cuéllar había realizado una empresa similar cuando
reconstruyó en su novela El pecado del siglo el
asesinato del empresario Joaquín Dongo y otras 10
personas en su palacete de la calle de Cordobanes
(hoy Donceles) en octubre de 1789. Este escandaloso
crimen fue recogido también por Vicente Riva
Palacio y Manuel Payno en su famoso Libro Rojo, en
el que reunieron los sucesos históricos y legendarios
más connotados del país desde el periodo de la
Conquista española. La mayoría de los escritores
mexicanos del siglo XIX –incluidos Luis G. Inclán
e Ignacio Manuel Altamirano, para citar sólo dos
más– cultivaron el periodismo, la crónica social, la
reseña histórica y la novela. En los casos de Riva
Palacio, Payno, Inclán y Altamirano, los temas de sus
textos literarios más exitosos (Martín Garatuza, Los
bandidos de Río Frío, Astucia y El Zarco) estuvieron
basados en sucesos y personajes reales ampliamente
conocidos en ese periodo histórico.
La lista de novelas testimoniales y de reportajes
periodísticos con valor artístico es larguísima en
los países. En Estados Unidos, mucho antes del
llamado nuevo periodismo de los años 60, vivió John
Reed, quien en la segunda década del siglo pasado
fue corresponsal de guerra en el norte de México
cubriendo la campaña militar de Pancho Villa en la Revolución
constitucionalista (1913-1915) y, posteriormente, escribió su
célebre Los diez días que conmovieron al mundo, la gran crónica
periodística de la Revolución Rusa de 1917, a la que asistió no
sólo como reportero sino como simpatizante comunista. En Reed,
quien murió tres años después de la creación de su libro épico,
de sus guerras en 1815. ¿Y qué decir de todos los libros de Ryzard
Kapucinski, entre ellos El Emperador, Ébano? ¿O de Norman
Mailer y su novela Los desnudos y los muertos (1948), la cruda
y satírica reseña de la guerra del Pacífico, de la que fue testigo
directo como recluta del ejército estadounidense? En los buenos
textos el género literario se olvida o no se advierte.
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