El guardián del tiempo

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El guardián del tiempo
Klaus Ziegler
Viernes, 21 de Septiembre de 2012 08:43
En el Museo Nacional Marítimo de Londres se conserva una joya tecnológica del siglo XVIII: el
H4, el primer cronómetro marino de precisión, el invento extraordinario con el cual se pudo
resolver el problema más trascendental, difícil y antiguo de la navegación: la medida de la
posición relativa de un navío en el mar.
Con solo trece centímetros de diámetro, el H4 se asemeja a un gran reloj de bolsillo. Dentro del
casco de plata, decenas de pequeños engranajes se articulan engastados en cojinetes
diminutos tallados en rubí y diamante. Las aleaciones fueron preparadas para anular cualquier
dilatación o contracción que hubiese podido sufrir su maquinaria en un largo viaje desde la fría
Europa septentrional hasta el cálido trópico. Sobre la esfera plateada, tres manecillas de acero
señalaron durante años, sin falta, la hora correcta. Una placa grabada con exquisitas filigranas
y adornos protege el intricado mecanismo. Cerca del bisel puede leerse el nombre del genio
detrás de la máquina: "John Harrison & Son A.D. 1759".
En una esfera --como la Tierra-- son suficientes dos coordenadas, “latitud” y “longitud”, para
situar cualquier punto sobre la superficie. Desde épocas antiguas, los marineros sabían
calcular la latitud midiendo el ángulo de inclinación del Sol al ocultarse en el horizonte o
utilizando las estrellas como guía. Pero la otra coordenada, la longitud, siempre se mostró
elusiva. El perfecto reloj de la bóveda celeste no ofrece una manera evidente para
determinarla. Existe, sin embargo, una forma sencilla y directa de medirla cuando se dispone
de un cronómetro preciso: si desde cubierta, un marinero observa que el Sol alcanza el cenit,
digamos, a la una de la tarde, hora de Londres, entonces puede inferir que su barco se
encuentra 15 grados hacia el Oeste, relativo a un observador en esa ciudad. Si lo alcanza a las
dos de la tarde, es porque se encuentra a 30 grados, y así sucesivamente. El hecho se debe a
que la Tierra tarda 24 horas en completar un giro sobre su eje, 360 grados, y en consecuencia
alcanza a rotar 15 grados en una hora. De ahí que cada hora de diferencia con respecto a la
“hora oficial” (por tradición se ha convenido que sea la hora local de Greenwich) signifique un
avance de 15 grados de longitud en dirección Este u Oeste.
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Este método para calcular la longitud, aunque no podría ser más simple, resultaba inalcanzable
en una época en que los relojes utilizaban péndulos y resortes para regular su período,
mecanismos inservibles en la cubierta de un barco: el constante cabeceo ocasionado por los
embates de las olas hace que estos relojes se atrasen, se adelanten o simplemente se
detengan. Hasta los mejores cronómetros de cuerda también acaban perdiendo o ganando
segundos debido a las inevitables fluctuaciones del barómetro, y a los cambios en temperatura,
que vuelven más fluidos o más viscosos los aceites lubricantes y dilatan o contraen las piezas
metálicas. Los navegantes de la época, desde Vasco da Gama hasta Fernando de Magallanes,
alcanzaban su destino, más por la gracia del Señor que por sus mapas, brújulas o sextantes, y
no era raro que encontraran su sepulcro en las profundidades abisales, perdidos en la infinitud
del ancho mar.
El desafío que representaba el “problema de la longitud” atrajo el interés de las mejores mentes
de la época. Para estimular cualquier idea que condujera a una solución, se creó el llamado
“Consejo de la Longitud”, y se estableció un premio de veinte mil libras a quien ideara un
método práctico para determinar las coordenadas en altamar. Quien anhelara reclamar la
recompensa debía realizar un viaje desde Londres hasta las Indias Occidentales, y ser capaz
de calcular la longitud en ciertos parajes establecidos a lo largo del recorrido, con un error por
debajo de un grado (la longitud en tierra podía medirse comparando los períodos de las lunas
de Júpiter, y mediante otros métodos astronómicos, imposibles de realizar a bordo de un barco
en movimiento).
Matemáticos en toda Europa recurrieron a la perfecta sincronía de los cuerpos celestes, y se
crearon cientos de observatorios alrededor del mundo. Astrónomos como el excelentísimo John
Flamsteed dedicaron sus vidas a observar con minucia los movimientos de la Luna. Se
intentaron construir catálogos que permitieran a los marinos conocer su longitud dondequiera
se encontraran, en tierra o en mar, una empresa que probó ser inútil, debido a las
irregularidades de la órbita lunar. En el afán de hallar la solución al enigma, los hombres de
ciencia lograron medir la velocidad de la luz y calcularon los períodos de las grandes lunas de
Júpiter; y hasta pesaron la Tierra. El problema llegó a ser tan famoso como la vieja cuestión de
la cuadratura del círculo, o como la búsqueda de la legendaria máquina de movimiento
perpetuo. Nadie jamás imaginó que la respuesta al enigma milenario no se encontraba en los
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cielos, sino en el interior de una cajita que hacía “tic-tac”. Y era inconcebible que tan codiciado
premio terminase en las manos de un viejo relojero, y no en las del astrónomo real, más
cuando los métodos horológicos para medir la longitud habían sido descartados desde hacía
décadas, nada menos que por la autoridad incuestionable del más grande entre los grandes:
Sir Isaac Newton.
En 1730, el problema de la longitud llegó a oídos de John Harrison, un humilde fabricante de
relojes. A sus 37 años de edad, el relojero emprendió, con un entusiasmo que raya en la
demencia, la difícil tarea de construir un cronómetro de inconcebible precisión para su época.
Después de treinta años de trabajo, ya casi septuagenario, y tras producir tres enormes
prototipos tan pesados como inútiles, el hábil relojero logró por fin construir una máquina tan
precisa como hermosa, una joya que él mismo describió con estas palabras: “No existe
ninguna otra cosa mecánica o matemática en el mundo que sea más bella o curiosa en textura
que mi reloj de la longitud... agradezco a Dios Todopoderoso que me dio vida suficiente para
terminarlo". A diferencia de los voluminosos prototipos preliminares, el H4 pesaba poco menos
de kilo y medio, y cabía en la palma de la mano.
El 28 de marzo de 1764, el hijo de Harrison, William, partió a bordo del “Tartar” con su H4,
hacia las islas Barbados. El reloj logró predecir con precisión la longitud de su destino: durante
el viaje de 47 días, la máquina cometió un error de escasos 39.2 segundos (un reloj digital de
pulsera, en las mismas condiciones, se habría desfasado alrededor de 47 segundos). No
obstante la hazaña, el Consejo de la Longitud atribuyó el éxito a un golpe de suerte, y decidió
adelantar solo la mitad del premio. Harrison resolvió apelar directamente al rey Jorge III. En
Junio de 1773 vio por fin recompensada la labor de su vida: no solo se le otorgó el resto de las
veinte mil libras, sino que también se le reconoció públicamente como el hombre que había
resuelto el problema de la longitud. Tres años después, el día de su cumpleaños 84, Harrison
murió en su casa de Londres. A su lado, su criatura más preciada proseguía marcando los
segundos sin perder el ritmo, en su marcha inexorable hacia la posteridad.
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Las manecillas del H4 permanecen hoy paralizadas. Cuenta Dava Sobel, en su magnífico libro
“Longitud”, que los curadores del museo resolvieron dejarlas así, congeladas en el tiempo, para
conservar la integridad de esta joya invaluable, de la misma manera que se preserva una obra
de arte o una reliquia sagrada.
http://www.elespectador.com/opinion/columna-375826-el-guardian-del-tiempo
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