Hombres de negocios con la cabeza gacha

Anuncio
OPINIÓN | 39
| Sábado 1º de Septiembre de 2012
La aritmética del conformismo
Por Eduardo
Fidanza
—PARA LA NACIoN—
U
n hombre canoso y educado me
detiene en Juncal y Ayacucho
para preguntarme, al borde de
la angustia: “Fidanza, ¿por qué la
sociedad no reacciona?”. Me confiesa que a
él le resulta intolerable lo que hace y dice la
Presidenta, que las cosas marchan mal, que
la inflación es desastrosa y la inseguridad,
una amenaza cotidiana ante la que se siente indefenso. No entiende la razón de tanta
apatía. Yo ensayo una contestación apresurada, tal vez incomprensible para un lego:
“Es que no hay «una» sociedad, señor; lo que
existe son muchos segmentos, diferenciados
por el nivel de educación, la edad, el lugar de
residencia de las personas. Lo que a usted
le cae mal a otros no les molesta o incluso
les parece bien, lo aceptan”. El hombre me
mira desilusionado, escéptico frente a esa
muestra brutal de relativismo. Se despide
cabizbajo, sintiéndose abandonado por el
sociólogo en el que confiaba. Seguro que lo
defraudé, pienso. Y me pongo a elaborar una
respuesta que acaso él llegue a leer.
La perplejidad ante lo social no es un dato
nuevo. Con frecuencia, los individuos, moldeados por sus experiencias y el sentido común, interpretan la esfera pública en términos sencillos, generalizando, omitiendo los
matices, considerando irracionales a los que
no piensan como ellos. Por eso al transeúnte
de Recoleta le resulta difícil entender la indiferencia. Lo que él considera “la sociedad” es
en realidad un archipiélago de infinitas islas,
donde se hablan lenguajes distintos, se practican costumbres diversas y se cree en dioses
muchas veces opuestos a los propios.
En la Argentina actual, un individuo educado de más de 50 años que vive en la zona
norte de la ciudad tiene una visión del país y
del Gobierno diametralmente opuesta a la
de un joven con estudios primarios, residen-
te en el segundo cinturón del Gran Buenos
Aires. El extrañamiento y la frustración del
primero ante la decadencia institucional, el
embrutecimiento social, la violencia cotidiana, el populismo son sentimientos ausentes
en el segundo, que vive otras experiencias,
valora oportunidades que antes no tenía, come mejor de lo que comía hace una década.
En medio de esa diversidad extrema, difícil de asimilar, cada uno elabora la cifra de
su bienestar relativo. El álgebra de su felicidad o su frustración. La aritmética que explica por qué está conforme o disconforme
con el Gobierno. La ciencia política equipara este balance con los fundamentos de la
legitimidad; es decir, con las razones por
las que los individuos aceptan o rechazan
a sus autoridades.
Tal vez más cerca del conformismo que
de la conformidad, los que están de acuerdo
formulan operaciones de este tipo: trabajo
– inseguridad + planes sociales – inflación
+ mas Fútbol para Todos; otros, los disconformes, anotan, en cambio: auto y plasma
nuevos + vacaciones - inseguridad + soberbia presidencial + corrupción. A unos les cierra, a los otros, no. Ésta es una metáfora de la
contabilidad personal que determina el voto,
remueve o confirma a los líderes, decide la
calidad de la clase dirigente de un país. En
la Argentina de estos días una mayoría estrecha, en constante disminución, se inclina
por el álgebra del conformismo; otros, que
cada vez son más, advierten el peligro de una
democracia radicalizada que los devore.
Para comprender el conformismo en retirada es preciso volver a la crisis de principio
de siglo. Ese despojo colosal quizás explique
la blanda y difusa aceptación de un gobierno
que dice haber recuperado la política mientras deprecia los bienes y el espacio públicos,
tolera y promueve a impresentables, acosa
una de las sorpresas kirchneristas que viene
digiriendo Miguel Galuccio. “Gracias por
llamarme técnico. Soy un técnico”, se definió
el martes el presidente de YPF ante sus pares
del Club del Petróleo. El ingeniero ubicó la
meta de primeros resultados del yacimiento
Vaca Muerta en 2018. La era del hidrógeno,
para cualquier cronograma electoral.
Gimnasta de esta nueva disciplina, Galuccio
ya se instaló en Buenos Aires. Hace dos jueves
firmó el contrato del piso amueblado que
habitará en el edificio Estrugamou, Retiro, por
70.000 pesos por mes. Ironías inmobiliarias:
la propietaria es Guadalupe Noble, hija del
primer matrimonio del extinto dueño de
Clarín. La mudanza será en diez días,
para tranquilidad de sus vecinos de
Libertad y Posadas (donde paga ahora
7000 dólares), que se quejan del batallón
que lo custodia.
La suerte de este ingeniero de innegable capacidad dependerá de quien le
da órdenes, el secretario Axel Kicillof, que
acaba de sumar una segunda gesta personal: la intervención en el sistema eléctrico.
En este nuevo emprendimiento, no debería
sorprender que el sagaz economista de la UBA
recurra al mismo tipo de discurso que empleó
con los hidrocarburos y que hace de cada uno
de sus diagnósticos una incriminación hacia
Julio De Vido.
¿Será un modo de explicar por qué se dilapidó una de las privatizaciones más exitosas?
Se trata de una industria que en 2002 tenía
un parque eléctrico juzgado el más moderno
del mundo, y que además redujo la tarifa. Una
familia tipo que pagaba 35 pesos por bimestre
en septiembre de 1992 (cuando se privatizó),
el sí fácil. No parecen convencidos del modelo.
Pero aplauden cuando hay que aplaudir y se
allanan a las demandas oficiales. Corren días
delicados para los empresarios argentinos
Hombres de
negocios con la
cabeza gacha
Por Francisco
Olivera
—LA NACIoN—
M
ediodía de confidencias a
bordo en Punta del Este.
Era el verano de 2011 y, en el
barco de Carlos Pedro Blaquier, almorzaban junto al
anfitrión Héctor Méndez,
entonces presidente de la Unión Industrial
Argentina (UIA), y osvaldo Cornide, líder de
la Cámara de la Mediana Empresa (CAME),
entre otros. Cornide aprovechó para transmitirle a Blaquier un anhelo reciente: necesitaba
acercarse, a pesar de viejos recelos e internas
de poca monta, a la UIA. “Cómo no”, aceptó el
dueño de Ledesma, uno de los hombres más
influyentes en la entidad, y exhortó a Federico
Nicholson, director de su empresa, a armar
un encuentro con la cúpula fabril. “Puede ser
en La Torcaza”, invitó. Hablaba de la residencia que tiene en las Lomas de San Isidro, ya
legendaria en estos asuntos.
Pasaron meses sin novedades. Méndez renunció y fue reemplazado por José Ignacio de
Mendiguren. Y nada. Impaciente, el de CAME
le insistió a Blaquier. Respuesta: “No tuve éxito;
dicen que sos muy oficialista”.
En pocas semanas, la Argentina cambió.
Cristina Kirchner arrasó en agosto en las internas y el 2 de septiembre, ante una ovación de
1600 hombres de negocios, festejó el Día de la
Industria en Tecnópolis. El festival de elogios
al modelo motivó horas después la revancha
de Cornide, que llamó a Blaquier. “¿Éstos son
los que me excluían por oficialista?”, le dijo.
La respuesta volvió a ser pragmática: “Hoy
todos son oficialistas...”.
Un año es aquí un siglo. Cornide hará mañana su festejo del Día de la Industria. Pagó un
chárter de Aerolíneas Argentinas que llevará
140 ejecutivos a un santuario militante: el
mausoleo de Néstor Kirchner. La UIA se siente
menos a sus anchas. Deberá compartir pasado
mañana, a regañadientes, la celebración en
Tecnópolis con empresarios de la feria La
Salada y de supermercados chinos. Y Blaquier,
el hombre que se autoproclamó “cristinista”
en 2010 en una entrevista con La NacioN, es
investigado por delitos de lesa humanidad.
Esta situación inquieta casi a todos. Hace dos semanas el Consejo
Interamericano de Comercio y
Producción le organizó al empresario
un almuerzo homenaje en el Alvear.
Blaquier siempre convoca: no pudo ir por
razones de salud, pero la asistencia resultó
multitudinaria y eso molestó al Gobierno.
Tanto, que Adelmo Gabbi, presidente
de la Bolsa y orador en el encuentro,
recibió después un reproche telefónico
de oscar Parrilli, secretario de la Presidencia.
Nada de esto es nuevo. En una década de
convivencia con el kirchnerismo, los hombres
de negocios no parecen convencidos de la
piedra angular del modelo, que supone un
cambio de lógica: ante quien conduce, ninguna
lisonja es suficiente.
Lo entendió Gerardo Martínez durante
el Consejo del Salario transmitido en vivo.
Forzando las buenas maneras, el sindicalista
habló de un dólar a 5 pesos, una cotización
imposible de conseguir, y fue interrumpido
por la Presidenta. “¿Perdón?”, lo corrigió, ante
la carcajada de la mesa. “No, querido, no
entendiste nada. Poneme el dólar a 4,64.
¿o te pensás ir afuera vos?”.
Es probable que la incomodidad
del establishment vaya recrudeciendo.
Más, si prospera el plan de reforma constitucional que, según evalúan en
La Cámpora, tiene hipótesis de máxima
(conseguir la reelección presidencial)
y de mínima (evitar la dispersión del
peronismo con el solo planteo de ese
objetivo). Como alternativa intermedia,
podría cumplirse el sueño de modificar
las declaraciones, derechos y garantías. “Terminar con la Constitución liberal”, resume la militancia. o, como acaba
de escribir Ernesto Laclau en Tiempo
Argentino, con el “fetichismo institucional”.
El cronograma judicial podría aligerar el
proceso. En diciembre, la Corte acordará
el reemplazante de Ricardo Lorenzetti en
la presidencia. ¿Promoverá este defensor
de las instituciones también su reelección?,
ironizan en el Gobierno, que apuesta al único
que considera en condiciones prácticas de
sucederlo: Eugenio Zaffaroni, demiurgo del
anhelo reformista.
¿No era ése el “vamos por todo” que
a los que no piensan igual. La aritmética del
conformismo, permisiva frente a esas arbitrariedades, es ante todo una certeza material después del horror económico, que el
kirchnerismo contribuyó decisivamente a
superar. Hay mucha evidencia de fenómenos de este tipo en la historia contemporánea. Se trata de una verdad desafortunada y
dolorosa que debe entenderse en Recoleta.
¿Es posible extraer de entre los fragmentos en que estalló la sociedad argentina “un
proyecto sugestivo de vida en común”, para
usar la expresión de ortega? ¿Puede el conformismo convertirse en consenso?
Difícil saberlo. Un gobierno que deje de
dividir a la sociedad, una oposición fuerte,
un bienestar económico mesurado y estable podrían ayudar. Son incógnitas de otra
aritmética posible, la de un país normal y
consistente, al que nunca debemos renunciar. © LA NACION
Es muy probable que
la incomodidad del
establishment vaya
recrudeciendo
Todo depende de “la
Doctora”, como dicen
en La Cámpora. ¿Cómo
contradecirla entonces?
Cristina Kirchner hizo público en febrero,
en Rosario, y que se ha vuelto lugar común
del lamento empresarial? Abogados de
Guillermo Moreno, secretario de Comercio
Interior, tienen entre sus borradores uno que
prevé la expropiación de Papel Prensa. Todo
dependerá, como dicen en La Cámpora, de
“la Doctora”? ¿Cómo contradecirla entonces? ¿Qué le debería contestar, por ejemplo,
Eduardo Elsztain, dueño de IRSA, convocado
por ella misma hace 20 días para financiar
el Polo Audiovisual de Puerto Madero?
No parece momento para negativas. Lo saben los empresarios que por estos días reciben
llamadas de Moreno para que inviertan en un
próximo bono de YPF. Ni la propia petrolera
escapa a ciertos enredos: algunos de sus técnicos se vieron sorprendidos por el esfuerzo
que les demandó liberar la importación de
bombas para firmas contratistas. Fue sólo
abonaba 28 pesos diez años después, un 21%
menos. Pero todo cambió con la ley de emergencia económica: los costos se multiplicaban
por nueve, la tarifa subió en la última década
un 60% y se cuadriplicaron los cortes.
Fue acaso el argumento que faltó hace
dos viernes, en la reunión en que Kicillof les
comunicaba a los ejecutivos que las reglas
volverían a ser las de Segba. La novedad
supuso, con todo, un alivio para empresas
que vienen entrando en default y a las que
el secretario les prometió una rentabilidad
justa y razonable. “Cuenten con Pampa”, lo
alentó Marcelo Mindlin, de Pampa Energía,
hombre sobre el que los nuevos funcionarios
han puesto el ojo (le investigan operaciones
con bonos desde 2005 y, herejía nacional y
popular, haber comprado dólares). “Qué bueno
escuchar eso”, contestó Kicillof. “Hasta ahora,
lo único que venía oyendo eran argumentos
para volver a los 90.” Nadie osará en adelante
proponer semejante cosa. © LA NACION
Calles eran las de antes
Por Daniel
Rabinovich
—PARA LA NACIoN—
C
uando yo era chico, si andaba solo,
salía a pasear en bicicleta sin ningún
riesgo ni temor por las calles cercanas a mi casa. Pero si estaba con mis
amigos, con mis compañeros del barrio, jugábamos al fútbol y a veces al tenis. Eran partidos
aguerridos, en los que nos juntábamos cerca
de treinta o cuarenta jugadores, más algunos
padres y amigos. También hacíamos carreras
de autitos de juguete a lo largo del cordón de la
vereda. Una vez al año se corría el “Gran Premio de Palermo”, con asistencia generalizada
de familias y alguna que otra trifulca por las
incorrecciones al impulsar los cochecitos.
Por supuesto estos juegos se realizaban
en las calles del barrio y eran interrumpidos
(muy pocas veces) por el paso de algún coche, habitualmente el del médico del barrio
o el del juez de la vuelta de casa, los únicos
que disponían de vehículo propio, claro.
Salvo alguna infracción muy evidente en
el desarrollo del juego, solamente se interrumpía al grito de “¡Cocheeee!” de alguno
de los jugadores, avisando la proximidad
de alguno. Parábamos, mirábamos con un
poco de bronca al que pasaba y seguíamos
desde donde se había detenido la jugada.
Yo recuerdo las calles de un tamaño mayor
a las de ahora, aunque son las mismas… Y no
es porque yo fuera más pequeño, ya que era
bastante grandote desde pibe. Lo que pasa es
que no había autos. No estaban estacionados
a un costado como empezó a suceder de a poco. Y, sobre todo, no estaban estacionados a
ambos lados de la calle, como sucede ahora.
Uno de mis vecinos tiene cuatro autos. Estaciona dos en el interior de su inmunda vivienda y deja los otros dos molestando a todo el
mundo, en especial a mí, que me caliento por
cualquier cosa. Sacar el coche es una aventura, pues lo hago casi a ciegas, entre los que
están ubicados a ambos lados de mi portón,
dejando apenas el ancho exacto del mío, con
los espejos retrovisores plegados, claro está.
La señora de enfrente tiene una enorme
camioneta que usa solamente para ir a su
casa de campo los fines de semana. Por supuesto la deja afuera, medio atravesada entre el portón de su casa y la vereda, impidiendo el paso de las señoras que vienen desde la
avenida, los paseadores de perros o mi hija,
cuando viene a visitarme con mis nietas.
Ir al centro de la ciudad se ha convertido
en una aventura interesante, de final incierto, aunque de transcurso bastante previsible. Mientras uno utiliza la autopista, solamente se ve interrumpido por pequeños
accidentes de tránsito, manifestaciones de
grupos armados de palos, incendio de cubiertas en desuso en protesta por cualquier
cosa o, simplemente, una carrera de motos
que utiliza dos o tres carriles, haciendo imposible la circulación por los demás.
Ni hablemos de las banquinas, usadas en
toda su extensión para depositar carros, camiones y todo tipo de envases de venta de frutas, barriletes o cualquier otra mercadería.
Por fin, al llegar a la ciudad, empieza lo
bueno: el tránsito por las distintas call..., perdón, desfiladeros, verdaderos y angostos pasadizos, que apenas admiten el paso de un
vehículo, totalmente llenos de coches estacionados en ambos lados y camiones de descarga de agua, gaseosas, diarios o alimentos
de supermercados. Con tal de molestar, re-
parten. A toda hora. En todas las calles. No se
salva nadie. Ni la señora que no puede caminar, ni la madre con dos niños pequeños, ni el
cieguito de la esquina. Nos molestan a todos.
Hace poco un taxista me contó que una
de sus máximas distracciones, cuando trabaja, es utilizar un pequeño martillito con
el que rompe el cristal del espejo retrovisor
de los autos que encuentra mal estacionados, obstaculizando la circulación. Dice que
prefiere eso a tomar benzodiacepinas. No sé
muy bien qué son esas drogas, pero se lo veía
saludable, casi sonriente, como si estuviera
buscando coches mal estacionados.
Mi amigo Pucho, que es un poco complicadito él, me contó que hace una semana le
dejaron un coche estacionado tapando la
entrada de su garaje… Le pregunté: “¿Llamaste a la grúa?”… Me miró sonriente y me
dijo: “No, fui a la librería”. Al ver mi cara de
sorpresa, me explicó. “Primero fui a la librería, compré dos pomos de pegamento rápido, le tapé todas las aberturas y entonces sí
llamé a la grúa”. Luego me comentó que lo
que más lamentaba era no haber presen-
ciado los vanos intentos del dueño del auto
para abrir alguna de las puertas.
Me doy cuenta de que las cosas han cambiado, que la proliferación de los coches en
las ciudades y el poco desarrollo de los transportes públicos están haciendo muy difícil
la circulación y realmente alteran el sistema
nervioso de cualquiera.
El atronador sonar de las bocinas, como
las que oigo en este momento, los insultos
y gritos desaforados que resuenan como si
estuvieran encima de mi cabeza, me impiden hablar por celular con mi esposa, a ver
si cenamos fideos o prepara la carne al horno con papas y batatas que tan bien le sale.
Creo que voy a tener que cortar la llamada y
seguir manejando, dejar de interrumpir el
tránsito y, en todo caso, dejar la decisión de
qué comer para ella o llamarla desde mi oficina, una vez que deje el auto en la cochera.
La gente no tiene paciencia. Es intolerante. © LA NACION
El autor es músico y humorista, integrante de
Les Luthiers
Descargar