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Introducción
Al siglo XVIII se lo conoce como “el siglo de las luces”. Semejante bautizo encuentra razón
en el movimiento que invade a Europa en el terreno de las ideas, promoviendo la
modernización y el rechazo a todo lo que representara el Antiguo Régimen.
Las monarquías, a tono con estos nuevos aires, conducen las reformas financieras y
educativas que caracterizan al despotismo ilustrado como sistema de gobierno, para
continuar con el statu quo de dominación clasista y la perpetuación de sus privilegios
económicos.
Por su parte, la burguesía, aliada de los cambios que significaban el progreso social,
prosigue minando las bases del régimen monárquico. Con este propósito levanta las
banderas del liberalismo político y económico y abraza como suyo el modelo racional
empirista.
Esta atmósfera social, unida a la crisis que se desarrolla hacia la segunda mitad del siglo,
provoca una oleada de movimientos revolucionarios que tiene su más alta expresión en la
Revolución Francesa. El dominio colonial se estremece con la explosión de la rebelión
haitiana, la Guerra de Independencia de las 13 Colonias, y la sublevación de Túpac Amaru
en el Perú. Se asiste al comienzo de la llamada Era Moderna.
En el campo de los avances de la tecnología se produce en el Reino Unido la
Revolución Industrial, que en un contexto socioeconómico favorable e impulsada
decisivamente por la innovación de la máquina de vapor de James Watt (1769) y el
telar mecánico de Cartwright (1783), provoca una transformación renovadora en la
industria de la siderurgia y la textil. Este crecimiento de la industria textil a su vez
demanda el desarrollo de los tintes y acabados que abren el camino de la química
industrial, y comprende los años 1760 a 1860.
A partir de este momento una creciente interrelación se establece entre la tecnología y la
ciencia, y en el siglo XVIII toca el cambio de paradigma en el ámbito de la química.
El pensamiento enciclopédico –signo de la época– y la etapa de naciente formación en las
ciencias tal vez explique la inclinación abarcadora de los científicos de la época. Los
grandes matemáticos incursionan con frecuencia en el campo filosófico, se esfuerzan por
explicar los fenómenos en su totalidad, e intentan construir los instrumentos matemáticos
requeridos para la formalización de los experimentos en el campo de la mecánica.
Los primeros trabajos sobre el calor y la energía se desarrollan en este siglo y representan
la base de la penetración en la estructura de la materia y de sus formas de movimiento que
se produce en el XIX.
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Bordeando la frontera del interés de físicos y químicos, las ideas iniciales sobre el calor se
corresponden con toda una etapa del desarrollo de las ciencias en que se introducen un
conjunto de varios agentes sustanciales, entre los que se destacan el éter, el calórico y el
flogisto. Estas posiciones, un tanto ingenuas, se basaban en el principio de no introducir
la acción a distancia para explicar los fenómenos físicos, al no disponerse de conceptos y
núcleos teóricos acerca de los campos, de las múltiples formas de energía, de sus
transformaciones, y por otro lado para mantener el principio de las relaciones causaefecto. La idea de que el calor era una forma de movimiento de la sustancia ya había sido
expresada por Robert Boyle (1635-1701), entre otros, pero no fue elaborada y completada
hasta mediados del siglo XIX. Predominó desde alrededor de 1787 la concepción
expresada por Lavoisier del carácter sustancial del calor, que llamó a dicha sustancia
calórico. Uno de los pioneros en la construcción de la teoría moderna del calor fue el físico
químico escocés Joseph Black (1728-1799). A él se debe la introducción de los
conceptos del calor específico y el calor latente de vaporización de las sustancias.
También descubrió que sustancias diferentes muestran capacidades caloríficas distintas.
Joseph Black estudiaba la descomposición térmica de la piedra caliza cuando advirtió
que se formaba cal y se liberaba un gas. Llamó su atención que la cal producida en esta
reacción, expuesta al aire regeneraba la caliza. Era la primera vez que se tenía una clara
evidencia acerca de la reversibilidad de un proceso químico y por otra parte se ponía de
manifiesto que el aire debía contener el gas que luego se fijaba a la cal para “devolver” la
caliza. Pero la concepción del aire como elemento inerte impedía penetrar en la esencia
del proceso. Nuevos resultados de Black, al abordar la combustión de una vela en un
recipiente cerrado serían otra vez malinterpretados. Fue comprobado que se liberaba el
mismo gas que en la descomposición de la caliza, y que si este gas era colectado en un
recipiente, en la atmósfera resultante tampoco se lograba reiniciar el proceso de
combustión de la vela.
Se siembra la semilla que posteriormente resultará en la Revolución Industrial. El entender
el concepto de calor sirvió de andamiaje para que apareciera la máquina a vapor. La
aplicación de esta fuente de energía realmente transformó el sistema de trabajo imperante
en el siglo XVIII. El vapor sería la gran fuerza motriz de ese siglo. Se inventaron máquinas
textiles cada vez más precisas, hasta que James Watt inventó su célebre máquina de vapor
en 1765, que fue patentada en 1769. Este invento permitió que a finales del siglo XVIII se
fabricaran los primeros telares accionados por vapor, que eliminaron una gran cantidad de
mano de obra. El invento y desarrollo del motor a vapor reemplazó a la energía muscular
proveniente del hombre y las fuerzas del agua y el viento, con lo cual el trabajo manual
pasó a convertirse en mecánico.
Las primeras manifestaciones de la Revolución Industrial y el nacimiento del régimen
fabril tienen sus orígenes en la máquina textil. La primera máquina para hilar algodón fue
lograda por James Hargreaves, carpintero-tejedor de Blackburn. Durante los años
1764-1767 inventó un torno o maquinaria simple, movida a mano, por medio de la cual
una mujer podía hilar, al principio seis o siete, pero después hasta ocho hilos a la vez.
Por otro lado, el pedal del torno dio a Watt el modelo para transformar el movimiento
alternativo en rotativo en una máquina de vapor. En la misma época, Richard Arkwright,
barbero y confeccionador de pelucas de la ciudad de Preston, construyó en 1768 el
“bastidor”. Era una máquina hiladora movida por una rueda que era impulsada por una
corriente de agua y que producía un hilo más resistente que la de Hargreaves. La tercera
máquina para hilar algodón fue la de Samuel Crompton, un tejedor de Bolton. El inventor
de la primera máquina para tejer algodón fue el clérigo y poeta inglés Edmund Cartwright,
quien en 1784, diseñó un telar provisto de una lanzadera automática, movido por una
energía proporcionada por caballos, ruedas hidráulicas o bien máquinas a vapor. Pero
fue la industria de la seda la que estuvo asociada a un paso muy importante en la
mecanización de los telares. Joseph Marie Jacquard, mecánico e inventor francés, hijo
de un tejedor, trabajó con su padre desde la niñez en una hilandería de seda y trató de
mejorar el telar, automatizándolo.
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Apoyado por Napoleón Bonaparte, presentó en 1805 el famoso
telar de Jacquard, máquina que permitía fabricar telas con hilos de distintos colores e
intrincados dibujos mediante el uso de tarjetas perforadas, y que podía ser manejada
por un solo operario.
La nueva máquina fue acogida con hostilidad por los tejedores, que quemaron muchas y
atacaron al autor, pero finalmente se impuso. En 1819, el gobierno francés concedió a
Jacquard una medalla de oro y la Legión de Honor.
En la imagen siguiente se observa un telar de Jacquard y cómo se fabricaban
las tarjetas perforadas, base de su funcionamiento.
Con la llegada del siglo XIX, el desarrollo de la química orgánica de síntesis permitió un
gran desarrollo de la industria textil a partir de las anilinas que William Henry Perkins
fabricó en 1856. Con el correr de los años se idearon nuevos procedimientos para que
permitieron generar otros colorantes de amplio uso.
En otro polo del trabajo científico europeo, en Suecia, donde con algún retraso se había
fundado en 1710, en Upsala, la Sociedad Real de las Ciencias, el desarrollo de la minería y
la mineralogía condicionó el surgimiento de una escuela de químicos que a lo largo de
este siglo realizó numerosos aportes en el análisis de minerales, en la comprensión y
gobierno de los procesos de su reducción, enterrando definitivamente el ideal alquimista
de transformar metales nobles en oro. Entre 1730 y 1782 se reportan los descubrimientos
del cobalto, níquel, manganeso, wolframio, titanio y molibdeno. En poco más de cincuenta
años se superaría el número de metales descubiertos en más de seis siglos de infructuosa
búsqueda alquimista. Con el paso del tiempo, estos metales se emplearían en la
fabricación de materiales estratégicos para el avance tecnológico.
Dada la importancia práctica de los procesos de combustión es comprensible que las
primeras propuestas teóricas estuvieran enfiladas a explicar lo que acontecía durante la
quema de los combustibles. No es posible olvidar que en la Europa de la segunda mitad
del siglo XVII la industria metalúrgica experimenta cierta expansión, y este desarrollo
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implicaba un costo energético que se sustentó en la tala de los bosques europeos. Resulta
sorprendente sin embargo que fueran tempranamente emparentados las reacciones de
combustión y el enmohecimiento que sufrían los metales.
En el siglo XVIII, la obtención de los gases y el estudio de sus propiedades es fundamental
y sirve como andamiaje en el desarrollo de la fisiología, la medicina, etcétera. Los
experimentos de Cavendish, Black y Priestley tienen un denominador común:
pretenden penetrar en la comprensión cualitativa de los fenómenos que estudian, y al
hacerlo despliegan una enorme imaginación y creatividad. Así, Henry Cavendish
(1731-1810), al investigar con particular atención la reacción del ácido clorhídrico con
hierro, observó que se recogía un gas invisible que burbujeaba, y que era inflamable e
inodoro: estaba describiendo al hidrógeno. Al lanzar esta hipótesis se basó en dos de sus
propiedades: era el gas más ligero de los conocidos y presentaba una alta inflamabilidad.
A Cavendish corresponde el mérito de haber determinado algunas constantes físicas que
permitieron diferenciar objetivamente unos gases de otros. Este científico preparó o
sintetizó agua pura a partir de sus elementos. Lavoisier invirtió el proceso. Descompuso o
analizó el agua pura en sus dos elementos constituyentes, mediante el desarrollo
tecnológico de su época.
Son también importantes los experimentos que demostrarían el vínculo profundo entre
combustión y respiración. Estos resultados fueron alcanzados por el químico y físico
inglés J. Priestley (1738-1804) en la década de los setenta del siglo XVIII. En primer lugar,
comprobó que en una atmósfera compuesta por el gas liberado en la combustión de una
vela podía vivir una planta. Y algo más sorprendente aún, demostró que el aire residual,
que quedaba después de largas horas de permanencia de una planta en su seno resultaba
vivificante, pues en él un ratón se mostraba especialmente activo y juguetón. Al mismo
tiempo observó que en este aire modificado por la acción de las plantas los materiales
ardían con más facilidad. Desde otro ángulo, los resultados de Priestley fueron los
primeros indicios de que plantas y animales formaban un equilibrio químico que hacía
respirable la atmósfera de la Tierra. La enorme significación de este equilibrio ha sido
lentamente comprendida por la humanidad.
La reversibilidad del proceso químico fue ya apuntada por Black al estudiar la
descomposición de la caliza, y en el verano de 1774 una sólida evidencia a favor de esta
tendencia fue obtenida por Priestley cuando comprobó que el sólido formado durante la
reacción del aire con el mercurio, al calentarse, regeneraba el mercurio y se liberaba un
gas que podía colectarse por desplazamiento del agua y que mostraba las cualidades
correspondientes al conocido aire vivificante. Es este experimento es el causante de la
polémica histórica alrededor del descubrimiento del oxígeno.
Dos años antes en Estocolmo, el químico sueco C. Scheele (1742-1786) logró aislar el
mismo componente que Prietsley, y lo bautizó con más propiedad aire incendiario, para
destacar que en su seno ardía vivamente una vela y una astilla incandescente rápidamente
se inflamaba. Sin embargo, no publicó sus investigaciones hasta 1777, en un libro de
sugerente título Tratado químico sobre el aire y el fuego. En este libro describe los
procedimientos para determinar la composición del aire, que según demuestra está
constituido por “fluidos ligeros de dos géneros”. Por primera vez está apuntando la
existencia de los dos principales componentes del aire: el nitrógeno y el oxígeno. Se venía
derrumbando la noción del aire como algo elemental e inerte.
Cuando en 1774 Priestley viaja a París y revela a Lavoisier su descubrimiento sobre el aire,
pasan a trabajar juntos en los experimentos con el óxido de mercurio, y en 1775 aísla el
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aire “puro”. En estos momentos desarrolla la concepción de que en toda combustión
transcurre una destrucción del aire “puro”, y el peso del cuerpo que ardió se incrementa
exactamente en la misma cantidad del aire absorbido. Rompe así Lavoisier con toda visión
flogista de la combustión, y la nueva comprensión de los fenómenos químicos se asienta
en los resultados de introducir la balanza para medir las masas de las sustancias que
participan en las reacciones.
Intentemos resumir los hechos experimentales conocidos en la época: cuando metales
como estaño y plomo se calientan en un recipiente cerrado que contiene aire se observa el
aumento del peso del “calcinado” y la constancia del peso del sistema total, al tiempo que
se crea un vacío parcial en el interior del recipiente y sólo aproximadamente una quinta
parte del volumen del aire se consume.
La interpretación que da Lavoisier a estos hechos es bien distinta de la de sus colegas
británicos. Los metales no liberan gas al calcinarse sino que se combinan con un elemento
componente del aire que se corresponde con el aire “puro”, y de ahí su incremento en
peso. A partir de entonces nombra este nuevo elemento gaseoso como oxígeno.
Al componente gaseoso residual de la combustión correspondiente a las cuatro quintas
partes en volumen del aire, caracterizado por su relativa inercia química (el aire
flogistizado de Black) lo denomina azoe. Y por último, al enigmático gas inflamable de
Cavendish que es capaz (según comprobó experimentalmente en 1783) de arder
produciendo vapores que condensan en forma de gotas de agua, lo llama hidrógeno.
En 1789, casi coincidiendo con la Revolución Francesa, Lavoisier publicó su Tratado
Elemental de Química, en el que expone el método cuantitativo para interpretar las
reacciones químicas y propone el primer sistema de nomenclatura para los compuestos
químicos, del que aún perdura su carácter binominal. Se está asistiendo al nacimiento de
un nuevo paradigma como coronación de un proceso revolucionario en el campo de las
ideas. El siglo no cerraría sus puertas sin que un representante de la Escuela francesa,
Joseph L. Proust (1754-1826), por el camino del empleo sistemático de la balanza,
descubriera que las sustancias se combinan para formar un compuesto en proporciones
fijas de masas, la llamada ley de las proporciones definidas. Quedaba demostrado que, de
un polo al otro del planeta, los compuestos químicos presentan idéntica composición.
La química del siglo XVIII representa un proceso revolucionario al debutar como ciencia
experimental asentada en el tratamiento cuantitativo de los resultados.
El siglo XIX traería un nuevo paradigma para el universo físico, el electromagnetismo. Otra
vez los más célebres matemáticos aportarían el instrumental para operar con las
magnitudes físicas y no pocas veces contribuirían de forma decisiva en la construcción de
los significados; la química iniciaría un vertiginoso ascenso, en particular hacia la segunda
mitad del siglo, en la síntesis de nuevos materiales que superarían, en cierto sentido, a los
productos naturales. Este segundo período es denominado Nueva Revolución Industrial o
Segunda Revolución Industrial, y se caracteriza por la aplicación de la tecnología a todos
los aspectos de la existencia humana.
La segunda revolución fue precedida por tres acontecimientos de enorme trascendencia:
el proceso Bessemer para producir acero, inventado en 1856; el
perfeccionamiento de la dínamo, aproximadamente en 1873, y la invención del
motor de combustión interna, en 1876.
La industrialización y el capitalismo se asientan en las sociedades occidentales,
iniciándose primeramente en Inglaterra, para expandirse luego, durante la segunda mitad
del siglo XIX a Francia, Bélgica, Suiza y Estados Unidos.
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Este cambio necesitaba de fuertes sumas de capital, que se obtuvieron por el aumento
de la masa monetaria y el desarrollo de la banca. Los bancos comenzaron a emitir papel
moneda con la obligación de tener una reserva de oro y plata. Las entidades bancarias,
entonces, comenzaron a controlar el capital junto con las industrias, ya que estas últimas
necesitaban de créditos para funcionar.
Con todos los cambios económicos la sociedad estamental se transformó en una
sociedad de clases. La aristocracia y el clero, que basaban su poder en la tradición y en
la posesión de tierras, comenzaron a compartir su exclusivo lugar con un grupo más
numeroso que controlaría las actividades económicas: la industria, el comercio, la banca,
en definitiva, con todo el mundo de la producción.
La burguesía, formada por banqueros, industriales, comerciantes y altos funcionarios, se
transformó en la clase dominante. La pequeña burguesía o clase media estaba
constituida por pequeños comerciantes, industriales y propietarios modestos.
Los campesinos y obreros formarían las clases populares. Ambos grupos continúan
sometidos, sin posibilidades de surgir y duramente explotados.
No sería hasta mediados del próximo siglo XIX que nuevos resultados experimentales
permitirían la edificación de un cuerpo teórico acerca del calor, como energía en tránsito.
No obstante, los experimentos llevados a cabo por Benjamín Thompson (conocido
como conde de Rumford) a fines de este propio siglo demostraron que el trabajo mecánico
podía producir calor, lo cual dio por resultado la identificación del calor como una forma
de energía y condujo al desarrollo de la ley de conservación de la energía.
La Revolución Industrial es un período histórico en el que se registró un proceso de honda
transformación en los métodos de producción, comunicación y transporte.
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