1 El carro del Teatro Roentgen Ingame Estaba escondido en una esquina. Me asomaba un momento, y luego me ocultaba rápidamente, para que nadie me viese. Desde mi escondite, miraba el carro. Era tan bonito… Había llegado esa mañana, tirado por una mula. Y mira que eso era extraño. Casi nadie por allí usaba mulas ya, desde que el campo se podía trabajar con tractores. Me quedé esperando un rato, luego me acerqué a la esquina y me puse a espiar. No era el único, había otros amigos míos observando. Pero nadie se atrevía a acercarse. Nos creíamos que no se daban cuenta de que estábamos allí. Las personas que habían llegado con el carro no paraban de sacar baúles y telas (excepto un viejecito que estaba sentado en un taburete y también venía en el carro). Sonreían al vernos escondidos a su alrededor. Nosotros nos ocultábamos rápidamente, aunque sabíamos que habíamos sido descubiertos. Pero no podíamos evitar asomarnos otra vez. Ese carro era tan bonito... Una tela blanca cubría el techo y caía por los lados, pero en las ventanitas que tenía había unas cortinas como de terciopelo rojo. Por debajo de las ventanas había otras telas blancas, colocadas de forma que a mí me recordaban a la nata de una tarta. Dejé de prestar atención al carro y me fijé en el viejecito. Seguía ahí sentado, mirando una casa. Estaba vestido con un traje de vivos colores. Tenía una hogaza de pan en la mano, pero no se la comía. Tampoco daba de comer a las palomas. De repente un niño pequeño salió corriendo de su escondite y se paró a poca distancia de él. Dio otro pasito. Se arrodilló delante de él. El viejecito no se movía. Entonces lo comprendí: era ciego. Más niños se habían acercado con curiosidad. Entonces uno le rozó el brazo, y el anciano lo sentó en su regazo y le acarició la cara con profundo amor. El niño tenía un poquito de miedo, pero se le pasó enseguida, cuando el hombre empezó a contar una historia. Una historia de príncipes y dragones. Por la tarde, un rato después de la merienda, empecé a escuchar música. Música y redobles de tambor. Y una voz que invitaba a todas las personas a que se acercasen esa noche a la plaza con sus sillas. Seguro que eran ellos, los del carro. Me asomé al balcón de mi habitación. Claro que eran ellos, pero ahora llevaban unos trajes preciosos. Vestidos con volantes, pañuelos, medias y camisas medievales. Un hombre vestido de bandido con su gran capa negra y su sombrero de ala ancha; una dama. Por la noche, cogimos unas sillas para cada uno, como habían dicho, y nos acercamos a la plaza. Entonces empezó la actuación. Del carro habían sacado los decorados que eran a la vez teatrillo. Por detrás de las almenas del castillo de madera aparecieron tres príncipes. Un rato después, los pequeños títeres se convirtieron en 2 personas cuando los actores salieron de detrás del teatrillo, llevando también títeres de tamaño natural. Era maravilloso. Recuerdo que en un momento los actores se separaron en dos grupos. Un demonio se llevaba a la princesa por las calles, mientras los que se habían quedado en la plaza gritaban: “¿Quién rescatará a la princesa?” Un hombre del público se levantó decidido de su silla y fue corriendo a su casa. Volvió con un cuchillo de cocina en la mano, como un Don Quijote en el retablo de Maese Pedro, bramando que sería él, que él la rescataría. Ese era el poder del teatro: te arrancaba de la realidad y te mostraba un mundo distinto y apasionante del que incluso como espectador eras parte. Yo lo observaba todo con los ojos muy abiertos, atento a cada detalle. Un escalofrío de emoción recorrió mi cuerpo en la última escena. Luego saludaron y todos nos pusimos a aplaudir. Lo que sentí mientras contemplaba la representación era algo que solo volvería a sentir bastante tiempo después cuando descubriese el placer de leer libros: dejaba de ser observador de mí mismo, como todos los días, y durante un rato me volvía observador de las maravillosas vidas de otros personajes. Cuando la representación terminó, todos los espectadores se acercaron a echar monedas. Yo también fui y me quedé un rato más mirando a los actores, con demasiada vergüenza para hablarles. Algunas personas también les invitaban a cenar. Mis padres no lo hicieron, aunque a mí me habría encantado. Les admiraba. Hubiera deseado atreverme a hablar con ellos, a decirles lo mucho que me había gustado la actuación, pero no podía... Todos los niños se habían sentado junto al anciano ciego. Él les estaba enseñando los títeres, murmuraba sus nombres, jugaba un poco con ellos, y luego los dejaba en su baúl. También hacía figuritas con miga de pan y aceite, y se las regalaba a los niños. Yo estaba cerca de él, pero no decía nada, y el no me veía. Bastante tiempo después, cuando todos los otros niños se fueron, preguntó: “¿Queda alguien más?” ―Sí, yo. —me sorprendí a mí mismo atreviéndome a responder—. —Ah, un muchacho. ¿El más tímido? —Quizás. —Dije en voz baja—. —Pero también el que más ha disfrutado, y el que más ha mantenido la emoción. —Me respondió el viejecito—. Tenía razón. A partir de ahí empezamos a hablar, a contarnos cosas, hasta que se hizo tan tarde que mis padres me llamaron desde la puerta de casa. Debían de pensar que estaba jugando con mis amigos, pero ni con ellos habría disfrutado tanto como conversando con ese anciano. También se acercaron para hablar con los actores una mujer de la que todos decían que era “rara” o incluso que estaba loca, y un chico retrasado, y un rato después 3 se estaban riendo todos. Escuché un poco su conversación. Siempre me había parecido que la gente estaba muy equivocada respecto a esas personas, y me daba pena por ellas. Pero por fin parecía que alguien las comprendía. Pensé que los actores también podían considerarse distintos al resto de las personas, y que por eso los “raros” se sentían atraídos a su compañía. Por la mañana, muy pronto, los actores se despertaron. Engancharon el pesado carro a la mula, que reculó dócilmente hasta colocarse en el sitio adecuado, y se fueron. No me vieron cuando les dije adiós desde mi ventana. Nos quedamos mucho tiempo hablando de ello, sobre todo yo. Incluso meses después, aprovechaba la menor oportunidad para sacar el tema. Un día que vinieron unos primos míos desde un pueblecito vecino, estuvimos repitiendo la actuación con nuestros juegos. Ellos también la habían visto, claro. Pero además me contaron que en su pueblo, durante la actuación, se levantó un fuerte viento que tiraba el decorado. Los actores aguantaron un rato sujetándolo mientras movían los títeres, y entonces empezó a llover. La voz de los actores se confundía con los truenos, el cielo se iluminaba con los relámpagos… Pero la gente seguía ahí sentada en sus sillas pese a que se estaban mojando. Al final los actores no pudieron seguir, y tuvieron que recogerlo todo. Muchas personas les preguntaron cuál sería el siguiente pueblo al que irían, para poder enterarse del final de la actuación. Mis primos se sentían orgullosos de haber visto la actuación bajo la lluvia. Al año siguiente el carro del teatro volvió, casi por las mismas fechas. Fue sorprendente, aunque yo ya lo presentía. Volví a hablar con ese viejecito ciego, del que me habían dicho que era el creador de la compañía, el padre de uno de los actores, y que de joven había sido un gran constructor de títeres que recibía encargos incluso de Venecia, para hacer marionetas de la Comedia del Arte. Pero con los otros actores seguí sin atreverme a hablar. Cuando se fueron yo me puse a construir un teatrillo y unos títeres de madera. Quería contar las historias de un marinero que viajaba por océanos y mares viviendo mil y una aventuras… Pasó otro año más. Yo estaba deseando que volviesen. Había terminado mi teatrillo, me había decidido a hablar con ellos e incluso había pensado lo que diría para presentarme. Les contaría lo mucho que les admiraba, que de mayor quería ser como ellos, que había hecho un teatrillo y unos títeres de madera… Pero ese año no llegaron. Tampoco al siguiente. Han pasado 20 años. Ahora yo tengo 32, y soy padre de dos niños. Vamos varias veces al año al pueblo, y todos los veranos llegan titiriteros, solo que ahora en furgoneta. Pero aquel espíritu de alegría y el poder de las actuaciones para 4 alejarnos de la realidad y hacernos vivir por un momento grandes aventuras, continúan. Y espero que nunca se pierdan.