EL SENTIDO DEL SERVICIO SACERDOTAL

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JOSEPH RATZINGER
EL SENTIDO DEL SERVICIO SACERDOTAL
Zur Frage nach dem Sinn des priesterlichen Dienstes, Geist und Leben, 41 (1968) 347376
La crisis actual del sacerdocio tiene sus raíces en aspectos bien diversos: sociológicos,
psicológicos, históricos y, sobre todo, teológicos. Todos ellos forman un único
conglomerado en el que se implican mutuamente. Cualquier intento de solución ha de
partir de este hecho. Partir meramente de alguno de dichos aspectos es estar abocado al
fracaso, aunque este aspecto sea el teológico: la colaboración del teólogo es necesaria
pero insuficiente. Por esto las reflexiones teológicas que siguen son conscientemente
fragmentarias.
Nuestro intento es iluminar el sentido del servicio sacerdotal en la Iglesia desde dos
puntos de vista distintos pero, en realidad, convergentes: la reflexión bíblica y los
enunciados del Concilio. En ninguno de ellos pretendemos ser exhaustivos, y esto es
más evidente por lo que respecta al complejo y problemático ámbito bíblico.
REFLEXIÓN BÍBLICA
Hemos de comenzar con una constatación negativa. La comprensión actual de la
Escritura ha cuestionado seriamente la imagen clásica del sacerdocio que nos ofrecía la
dogmática: el sacerdote como hombre elevado a la dignidad cuasi-angélica del
mediador, que ofrece el sacrificio reconciliador al pronunciar las palabras sagradas de la
consagración. Las concepciones de reconciliación y sacramento que están en la base
están equivocadas y, falta de fundamento, esta imagen ha acabado por caer.
El punto de partida de la reflexión bíb lica que ha provocado esta situación es doble. El
primero es más indirecto y genérico: todo el aspecto de poder cúltico sacerdotal, tan
destacado por la dogmática posterior, no es mencionado nunca, al menos directamente,
por el NT y en concreto por su literatura epistolar. El segundo es la carta a los Hebreos,
donde se reflexiona sobre el culto y el sacerdocio a la luz de Cristo y se explicita
claramente la razón de ser de la actitud genérica del NT ante el culto.
El fin del culto antiguo según la carta a los Hebreos
Todo sacrificio, todo intento humano precristiano de reconciliarse con Dios por el culto
y el rito ha sido inútil: Dios es el Señor de la creación y, por esto, todo sacrificio
expiatorio de becerros y machos cabríos es infructuoso, porque ya desde la eternidad
todo le pertenece. El hombre es insustituible y nadie puede ponerse en su lugar; ante
Dios lo único que vale es el "sí" personal de este hombre (Mc 8, 37); no hay otra
adoración verdadera que su entrega propia. Así funda la carta a los Hebreos la inutilidad
del culto precristiano.
Esta comprensión negativa de la historia de las religiones está iluminada por la fe en
Cristo; en Él la idea de la representación, de la vicariedad, cobra un nuevo sentido.
Aunque jurídicamente no lo fuera, Jesucristo resulta ser el único sacerdote verdadero; y
el sacrificio que realiza -su muerte- aunque históricamente es un acontecimiento
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profano y no cúltico, aparece como el único culto y liturgia. Liturgia cósmica por la que
Jesús acaba con el viejo templo y se introduce en la presencia misma de Dios, en el
verdadero santuario, a través del velo de su carne para ofrecerse a sí mismo ante Él
(Heb 10, 20). Así, Jesús no ofrece ninguna otra cosa en su lugar, sino la realidad de su
propia existencia expresada en su sangre (9, 12). Este gesto de amor personal fue y es la
verdadera liturgia de la reconciliación cósmica. El contenido de esta conciencia,
implícita en todo el NT y explícita en Hebreos, es el núcleo de la crítica actual de la
imagen clásica del sacerdocio.
El nuevo comienzo y su raíz en la cristología
Quisiera indicar aquí algunos indicios de esta conciencia que son significativos. Es ya
conocido que cuando el cristianismo tiene que crearse un lenguaje no toma sus términos
del vocabulario religioso de su tiempo. Su terminología fundamental está tomada del
lenguaje profano: por ejemplo, ekklesía, apóstolos, presbýteros, epískopos (asamblea,
enviado, anciano, supervisor). El ministerio neotestamentario no fue tampoco designado
con hiereús o sacerdos (designación del sacerdote cúltico antiguo). Este fenómeno no es
más que la implicación lingüística de la conciencia de la comunidad primitiva expresada
en Hebreos: lo cristiano es una revolución espiritual respecto a toda religión. La antigua
santidad cúltica es suplantada por una forma radicalmente nueva de santidad y culto que
sólo se vincula a lo simplemente humano -y no "sacro"- del que fue hombre hasta las
últimas consecuencias. La humanidad real de este hombre Jesús es lo verdaderamente
sacerdotal. Así pues, según el NT, en la Iglesia de Cristo no hay ningún "sacerdos".
Sólo uno es Sumo Sacerdote (archiereús, pontifex). Jesús. En su seguimiento hay
"apóstoles", "presbíteros", "obispos" y "diáconos"; es decir, nuevos servicios que no
tienen nada que ver ni objetiva ni lingüísticamente con la idea entonces vigente de
sacerdote. Pero, ¿qué decir de estos servicios?
Ante esta cuestión la teología se mueve -hoy como siempre dentro de una alternativa
entre dos extremos. Una de las concepciones afirma que en el fondo estos servicios no
tienen de nuevo más que el nombre. Indudablemente la teología católica se ha mostrado
siempre inclinada a esta solución, con el peligro consiguiente de "paganización". La
segunda concepción, que es hoy la dominante, acentúa la ruptura total: no se trata
propiamente de ministerios, sino de servicios que de hecho han de realizarse porque una
comunidad sólo puede funcionar así. Estos servicios, aunque por motivos pragmáticos
los desempeña de hecho una persona concreta, en sí mismos podrían ser asumidos en
todo tiempo por cualquier bautizado. Es la tendencia representada con distintos matices
por la teología evangélica. Evidentemente esta actitud tiene el peligro de concebir el
sacerdocio como un mero "oficio" que uno cumple haciendo lo que está prescrito, para
una vez hecha la tarea prescrita volver de nuevo a ser una persona privada, "fuera de
servicio". Así, la llama escatológica de la absolutidad e incondicionalidad del servicio
sacerdotal acabaría por extinguirse, lo cual indica su unilateralidad. ¿Cómo salir de esta
alternativa? Tratando de superarla por una aproximación desde diversos puntos de vista
a la realidad misma, que nos posibilite una imagen de esta realidad lo más compleja y
equilibrada posible.
Remontémonos a Hebreos. Cristo no era jurídicamente un sacerdote, era un laico. Este
dato es el punto de partida de la "novedad" cristiana, y no puede perderse. Igualmente es
un hecho que Jesús no es alguien que por sí mismo y en su situación concreta se
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decidiese a crear algo nuevo en oposición al orden existente; tampoco es colocado por la
masa popular en la cumbre. Más bien Jesús se autocomprende - y así lo comprende
también el testimonio del NT- como quien desempeña una misión que se le ha otorgado
(Heb 5, 4s). El lugar de su existencia es la voluntad del Padre (Mc 8, 31). Es y se sabe
un enviado. Su existencia es misión, ser-desde-otro y ser-para-otros. Aquí se insinúa ya
la estructura de los servicios cristianos: su fundamento no es la propia opción, ni la
mera conveniencia para la comunidad, sino el ser- llamado a adentrarse en la realidad de
Aquel que es Él mismo la llamada, la "Palabra". El ministerio cristiano hemos de
comprenderlo desde este núcleo cristológico: se basa en la misión de Jesucristo y en el
ser enviado con Él.
Concretización en el concepto de apóstol
A este mismo resultado nos conduce una reflexión sobre el texto que nos proporciona el
tránsito del nivel cristológico al de los servicios neotestamentarios que brotan del
mensaje de Jesús, al mismo tiempo que se fundament an en él. Se trata de la "vocación
de los doce" (Mc 3, 13-19). El hecho de que cada uno de los doce sea designado por su
propio nombre tiene una significación teológica importante.
Veamos los rasgos fundamentales del texto. "Llamó a los que Él (autós) quiso..." (v 13).
Aquí queda claro cuál es el origen del servicio del NT; es respuesta a una llamada que
depende únicamente de su voluntad, de la de Él (subrayada por el autós). Este momento
es constitutivo del servicio neotestamentario : el Señor llama porque quiere y nosotros
escuchamos en actitud de disponibilidad. Es la actitud del servidor cuya voluntad es la
del otro.
¿Permite una exégesis crítica tal interpretación del texto? Es sabido que este texto como otros que narran "vocaciones"- no puede ser cons iderado directamente como una
narración histórica, sino que está elaborado según el esquema literario con que el AT
describe las vocaciones proféticas. Esto, aunque sea cierto, sin duda, no objeta nada
contra lo dicho. La aplicación de un esquema es en el AT como en el NT un medio de
interpretación teológica; una historia narrada según un esquema es una historia
teológicamente interpretada. Así, a lo sucedido con los doce se le asigna un sentido con
los medios de la teología del AT, y lo que tiene realmente importancia es que la
narración se valga de un esquema profético y que no se apoye, por ejemplo, en las
tradiciones cúlticas y sacerdotales del Levítico. Esto quiere decir que uno no es servidor
de Cristo en virtud de un privilegio vinculado al nacimiento, sino, como los profetas,
por la llamada. El ministerio del NT descansa sobre "palabra y respuesta", no sobre
"carne y sangre". Este elemento profético y personal implica la vinculación interna entre
institución y carisma, Espíritu y ministerio. Separar estos momentos, como hoy
frecuentemente se hace, carece de sentido.
"Instituyó doce, para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar con poder de
expulsar los demonios..." (vv 14-15). Es la descripción de la estructura del ministerio
con la tensión interior que le es propia: el estar-con-Él y el ser-enviados. Profunda
paradoja que acompañará siempre al ministerio cristiano y que hoy se nos presenta
como tensión interioridad-servicio. La tarea sacerdotal es testimoniar a Jesucristo ante
los hombres y esto supone conocerle a partir del ser y existir con Él. El criterio de la
existencia sacerdotal y de la formación que le preceda ha de ser la proximidad del Señor
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a través y en medio de las dificultades de este mundo. Pero sin caer en una cerrazón
espiritualista que impida aquello que precisamente da sentido y es razón de nuestra
existencia en Jesucristo: poder ser sus enviados.
El ser-enviados es lo que define y constituye el ministerio del NT; ser-enviados para
predicar el Reino de Dios y destruir el de Satán, constituyéndose así en mensajeros del
éschaton, que lo hacen ya presente por su acción anticipadora.
Resumamos: el contenido esencial del ministerio del NT es el ser llamados por
Jesucristo y el ser-enviados para los hombres; la idea de misión es lo determinante,
mientras que el sacerdocio cúltico desaparece de escena. En la idea de misión queda
superada la alternativa entre sacerdocio cultual y funcional o pragmático. La misión es
un servicio a la humanidad dispersa. Servicio profundamente humano que busca a los
hombres para reunirlos en la mesa de Dios, en el nuevo hombre Jesús. La liturgia del
sacerdote cristiano es en definitiva la liturgia cósmica: reunir a todos los hombres ante
Dios, su salvación (Rom 15, 16; Ap 5). Dado que el sacerdote católico ha sido siempre
comprendido como liturgo eucarístico, lo que acabamos de decir suscita una seria
dificultad a la teología católica. De momento basta que la indiquemos; en la segunda
parte nos detendremos en ella.
La tarea de sacerdote es, pues, ser un enviado de Jesucristo. Pero en el hombre ser y
hacer son una misma cosa; para el sacerdote, por consiguiente, la misión es constitutiva
de su propio ser. El que acepta una misión ya no se pertenece a sí mismo en un doble
sentido: es de aquel a quien representa y de aquellos ante quienes lo representa. Existir
en misión implica el morir a sí mismo para que el otro crezca. Y si esto es siempre duro,
todavía lo es más en este caso, porque hay que estar para aquellos a los que el mensaje
va destinado.
Otra nueva dificultad nos sale al paso. ¿Hasta qué punto podemos dejar de ser nosotros
mismos? Sólo podemos responder desde la cristología. Jesús fue el enviado del Padre.
Lo que en otros enviados sólo puede darse asintóticamente, en Él se da tan plenamente
que se le puede llamar relatio subsistens: su existencia es el acto de ser-del-Padre y serpara-nosotros. Pero siendo el totalmente entregado y "relativo" llega a ser tan Él mismo,
se encuentra de tal manera consigo mismo que es el Hijo de Dios, uno con el Padre.
Esta realidad es la promesa para aquellos que viven su existencia en misión (Jn 12,25).
Naturalmente el peligro de perderse en cualquiera de los dos extremos, interioridad o
exterioridad, subsiste. Pero en mantener la tensión fecunda entre ambos polos se ha de
probar precisamente la paciencia del sacerdote.
Sentido vicario del ministerio
Las últimas reflexiones nos manifiestan otro elemento esencial del ministerio
neotestamentario: la vicariedad. El sacerdote no cristiano es portador independiente de
su oficio, él mismo es mediador. Por el contrario, el sacerdote cristiano no es nunca
mediador autónomo e independiente; siempre es vicario, representante de Jesucristo. No
actúa ni habla por y para sí, sino por y para Aquel que nos ha representado y representa.
Existen varios textos del NT que aluden a esta vicariedad; vamos a fijarnos únicamente
en uno: Mt 24, 45-51. Con el retraso de la parusía como contexto, es una dura
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exhortación a los siervos de Cristo para que permanezcan como tales aun en la ausencia
aparente del Señor. El que se comporta como administrador fiel es alabado y
contrapuesto al que se constituye como señor. La suerte de éste será la de los
"hipócritas", término con que los evangelistas designan a los escribas y fariseos,
enemigos de Cristo. Es decir, este siervo (sujeto del ministerio eclesial) al constituirse
señor niega lo específico del NT, que es no ser nunca señor de los otros, sino siempre
co-siervo (syndoúlos).
¿No es esto desalentador?, ¿cómo puede atraernos un oficio en el cual uno siempre ha
de permanecer siervo? Para responder adecuadamente a esta dificultad habría que ir más
allá de lo estrictamente teológico: con todo, hagamos una pequeña anotación teológica.
Esta exigencia de la vicariedad no es sólo algo penoso y trabajoso, sino al mismo
tiempo consuelo y alivio. Pues esta vicariedad lleva consigo precisamente que el único
que actúa es el único sacerdote, Jesucristo. Él es y permanece siempre Señor auténtico y
eficaz; las cosas están en sus manos y, siendo así, es difícil que nuestro comportamiento
llegue a ser tal que destruya su voluntad.
Esta vocación es una verdadera provocación, pero precisamente por su carácter vicario
podemos responder a ella con una santa despreocupación, con alegría y sin miedos. No
nos atormentemos tanto recordando el "peso de la responsabilidad", hagámonos menos
importantes y caigamos en la cuenta de que en definitiva la salvación del mundo no la
obramos nosotros, sino Él y Él quiere que emprendamos nuestra tarea optimistas y
animosos.
RASGOS FUNDAMENTALES DE LA IMAGEN CONCILIAR DEL
SACERDOTE
No pretendemos un comentario sintético sobre el Decreto conciliar dedicado a los
presbíteros (Presbiterorum Ordinis) sino únicamente ofrecer algunas reflexiones sobre
diversos puntos del texto. La importancia de éste, aparte de su autoridad formal, radica
en su método: responde a la situación actual desde el dato bíblico y las constantes de la
tradición eclesial.
El capítulo fundamental de los tres del Decreto es el segundo, dedicado al ministerio de
los presbíteros. El primero sitúa el tema en su contexto cristológico y teológico,
constatando que el ministerio sacerdotal tiene su origen en el misterio pascual; lo cual
supone un carácter escatológico, es decir que se encuentra dentro de la dinámica que
recapitula en Cristo toda la humanidad y hace del cosmos una liturgia.
Ministerio de la palabra y ministerio sacerdotal
Dentro del capítulo II la parte más importante es la primera, que trata sobre las
funciones del presbítero. El texto sigue el esquema tradicional de los "officia Christi":
palabra, sacramento y ministerio pastoral. Sin embargo, el esquema no impide que el
contenido del texto destaque lo fundamental con una nueva luz. Basta ver su enfoque
cristológico y unitario; éste domina sobre la triplicidad de funciones de tal modo especialmente en lo que concierne a las dos primeras- que apenas es posible
distinguirlas.
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a) Mutua implicación de palabra y sacramento. el reconocimiento de esta unidad
interior entre palabra y sacramento es una de las opciones más importantes del texto.
Partiendo de éste podemos afirmar: esta unidad es lo propio del culto cristiano, el centro
de su teología de la liturgia. La fe cristiana ha comprendido siempre, desde el AT, la
naturaleza como expresión de una historia de Dios con los ho mbres indeducible desde la
misma naturaleza. Por esto es esencial al culto cristiano, en oposición a los restantes, su
interpretación por la palabra; su estar situado dentro de una historia divino-humana, de
cuyo pasado este culto es memorial y con una apertura al futuro del que él mismo es
promesa. Por esto no basta la cosa, la naturaleza. La escolástica expresó esta relación
con las categorías aristotélicas de materia y forma. La máxima expresión de esta
profunda unidad entre palabra y acontecimiento es Jesucristo, la Palabra encarnada.
Volvamos a nuestro texto. La primera frase señala ya la dirección que va a seguirse: "El
pueblo de Dios se congrega primeramente por la Palabra de Dios vivo..." (PO 4). La
ekklesfa se funda en el kalein, en la llamada del Lógos que se deja oír a través de la
historia. Con esto "evangelizatio" y "evangelizare" se convierten en los conceptos
básicos desde los que el Decreto comprende el ministerio sacerdotal. Éste es la
prolongación del servicio de evangelización de Jesucristo (Mc 1, 15). Tomar este punto
de partida tiene gran importancia; recalca algo fundamental en el cristianismo: éste no
es torá, forma legal de una vida o sociedad, sino fe en el evangelio. El sacerdote es,
pues, ante todo evangelista, misionero al servicio de la Buena Nueva.
Lo cual tiene sus consecuencias de cara a la existencia y formación sacerdotales. El
sacerdote ha de vivir desde la Palabra y para ella. Drásticamente: ha de ser no un
artesano del culto, sino una existencia en la que la Palabra se ha he cho vida y reflexión,
y posibilitar que se perciba su palabra como Palabra de Dios. Este trato con la Palabra
debería alimentar su oración, con lo que ésta quedaría integrada en el centro de la
existencia real del sacerdote, dejando así de ser algo adogmático y sentimental.
Escuchar la Palabra y hablar con el que es la "Palabra" han de penetrarse mutuamente;
es por lo demás el único camino para llevar a otros a la oración (PO 5).
b) La pretensión de la Palabra: conviene que reflexionemos sobre algunas
formulaciones del primer párrafo del número 4. La primera dice que la tarea del
sacerdote "es siempre no enseñar su propia sabiduría, sino la Palabra de Dios...". Nos
encontramos de nuevo con la heteronomía del "vicario", del enviado; con la mutua
interpenetración entre interioridad y servicio. Pues precisamente el compromiso con la
predicación significa y exige salir de nosotros mismos para que, liberados del propio yo,
podamos servir a la palabra del otro. Esta libertad interior comporta también el anuncio
de aquello que es juicio condenatorio de nosotros mismos. Naturalmente que nuestra
vida debe responder de nuestras palabras; pero sería falso que a partir de aquí
concluyésemos que sólo podemos predicar lo que hacemos. Como nuestra existencia
está infinitamente lejos de la realidad exigida por el mensaje cristiano, esto implicaría el
empobrecimiento y falseamiento de su predicación. Heteronomía de la predicación
significa servir siempre fielmente a la Palabra. Aun cuando este servicio sea duro
cuando la Palabra se vuelve contra nosotros o cuando desvela y condena las intenciones
de este mundo.
El "non sapientiam suam" nos remite también al difícil problema de la obediencia
eclesial (la del predicador individual) y la obediencia de la Iglesia (la del Magisterio).
Nos hace caer en la cuenta de que el sacerdote no sirve a su interpretación de la Palabra
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de Dios, sino a ésta vivida en la Iglesia. Pero, por otra parte, esta exigencia radical atañe
igualmente al magisterio episcopal y papal. La obediencia de la Iglesia es el presupuesto
de la eclesial y sin la una cae la otra.
No menos interés nos ofrecen las siguientes palabras: "Ahora bien, la predicación
sacerdotal... no debe exponer la Palabra de Dios sólo de modo abstracto y general, sino
aplicar a las circunstanc ias concretas...". Se trata del "aggiornamento", del cómo
podemos los hombres de hoy llegar a ser contemporáneos de Jesucristo y de su mensaje
sin dejar de ser hombres del siglo xx con plenitud total. La respuesta a esta tarea es
única: hacernos previamente contemporáneos de la Palabra de Dios; sólo así podremos
después hacer esta Palabra contemporánea de nuestro tiempo. El tránsito, la traducción
del "entonces" al "ahora", ha de hacerse acontecimiento en la existencia del predicador.
Éste es el que asimila la Palabra, para hacerla asimilable a los demás, el que la hace
actual para convertirla en él en crisis del "hoy".
c) Eucaristía como predicación: volvamos de nuevo a la idea central de nuestro texto.
Describe primeramente las formas de predicación y seguidamente la administración de
los sacramentos como diversos modos de realizar la evangelización, desembocando por
último en la celebración eucarística: predicación plenamente eficaz del misterio pascual,
por la que la Iglesia se hace presente a la muerte y resurrección del Señor. Siguiendo el
NT, la eucaristía es descrita como centro del ministerio sacerdotal porque es realización
actual del evangelio. Aquí tiene lugar la transformación real de personas y cosas
operada por el misterio pascual; la presencia real del Señor en los hombres, que hace de
éstos "cuerpo de Cristo", ha de fundarse en la presencia real eucarística. Así, la
eucaristía es "como la fuente y la culminación de toda la predicación evangélica" y "el
centro de toda la asamblea (iglesia) de los fieles que preside el presbítero" (PO 5).
d) El ministerio y la unidad de la Iglesia: hasta ahora hemos pasado por alto un
elemento que según la óptica del Concilio -en la Constitución Lumen Gentium queda
más resaltado todavía que en nuestro Decreto- es central en el ministerio sacerdotal. Se
trata de la relación con el episcopado inmanente al presbiterado, que define así el
Decreto: "Pero en la administración de todos los sacramentos... los presbíteros se unen
jerárquicamente de diversos modos con el obispo, y así lo hacen en cierto modo
presente en cada una de las asambleas de los fieles" (PO 5). El texto es claro. Pero no
deja de ofrecer sus dificultades, al menos a primera vista. Aun concediendo una "unión
jerárquica" con el obispo, a cualquier sacerdote puede parecerle problemático que él
tenga algo que ver con el obispo cuando bautiza o administra la unción de los enfermos.
Y no digamos ya cuando se lo dice que hace "en cierto modo" presente al obispo. ¿Al
obispo además de Cristo?, ¿no será esto pura retórica? No podemos adentrarnos aquí en
toda esta problemática, bastará con una consideración que toca al núcleo de nuestra
cuestión.
Es indudable que el modo como habla el texto sobre los obispos es problemático y
unilateral. Pero, reconociendo esto, hemos de admitir que el texto acierta plenamente en
un punto central, sin el que la definición del ministerio sacerdotal sería incompleta. El
sentido profundo del texto es el hacer saltar, el romper la autarquía de la iglesia local
(parroquia) presidida por el presbítero; deja sentado que la comunidad local sólo puede
ser Iglesia si no es autárquica, es decir, si se inserta en la totalidad y acepta la
heteronomía que esto lleva consigo. La estructura de la Iglesia, unidad-en-pluralidad, se
refleja en el ministerio sacerdotal: preside y unifica la comunidad al mismo tiempo que
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se inserta en la unidad más amplia de la Iglesia episcopal. Este elemento ilumina un
aspecto que tanto se ha olvidado en las discusiones postconciliares sobre la colegialidad.
Ésta no es simplemente contrapunto a la obediencia, sino que al mismo tiempo la
fundamenta. En la Iglesia nadie es señor de sí mismo sino que todos hemos de estar
abiertos al todo en actitud de integración y subordinación, porque no hay iglesia local
que sea Iglesia si no es en colegio, porque no hay praeesse sin subesse. Pero esto
implica a su vez que el presupuesto de toda obediencia eclesial es la fraternidad del que
manda: su mandar debe ser un unificar, pues la única razón de ser del mandar en la
Iglesia es el crear la unidad en la pluralidad.
Este contexto da sentido al carácter episcopal de la eucaristía y análogamente de los
restantes sacramentos que indica el texto. El canon de la misa cita expresamente al
obispo local, al Papa y hace finalmente una referencia a los fieles de la comunidad de
culto; con esto no se hace más que expresar la unidad esencial de la eucaristía como
forma fundamental de la unidad eclesial total. La eucaristía o es una o no es; por esto la
"communio cum ordine episcoporum" pertenece a su esencia misma. Resumiendo: la
relación presbiterado-episcopado es la expresión sacramental de la unidad necesaria de
los servicios eclesiales en la pluralidad de la Iglesia una. Con esto acabamos el análisis
de los números 4 y 5 (ministerio de la palabra y sacerdotal), en el
que hemos incluido implícitamente el contenido fundamental del número 7
(presbiterado-episcopado). Veamos ahora el número 6 dedicado al ministerio u oficio
pastoral.
El ministerio pastoral
También aquí el servicio al Evangelio es el principio determinante. Con esto el Concilio
dilucida una vieja discusión teológica acerca del servicio de la palabra: ¿hemos de
entender éste como primariamente ordenado al ministerio pastoral o al sacerdotal? Ni
una cosa ni la otra, dice el Concilio. Más bien es la palabra en toda su profundidad la
que funda y asume ambos ministerios, que son las dos formas en que la palabra se
articula en su realización concreta. De este modo el ministerio pastoral recupera su
verdadero contexto cristiano tal como lo entendían los Padres, que no es el tradicional
de potestas sino el de fraternitas-caritas-humanitas.
Todavía quiero referirme a dos formulaciones: "De poco aprovecharán las ceremonias,
por bellas que sean... si no se ordenan a educar a los hombres... ". Todo formalismo
litúrgico, toda autosatisfacción cúltica es rechazada; el fin es el hombre. La segunda
frase es más importante: "Pero, si es cierto que los presbíteros se deben a todos, de
modo particular, sin embargo, se les encomiendan los pobres y los más débiles... ". El
concepto originario de evangelio está relacionado con los pobres y olvidados, es ante
todo Buena Nueva dirigida a ellos (Lc 4,16ss). El sacerdote es, desde esta perspectiva,
el hombre que está para aquellos que no tienen a nadie. Es la línea de Bonhoeffer sobre
Cristo como "el hombre para los demás". Con todo, no olvidemos que existen muchas
pobrezas y que una de ellas es la pobreza de evangelio, pobreza que también llama a los
evangelistas; éste es el aspecto misionero de nuestro texto.
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Sacerdote y laico
Con esto hemos reproducido el núcleo del texto: la definición del ministerio espiritual
en sus rasgos fundamentales. A continuación quiero tocar dos cuestiones que completen
esta definición. La primera es la relación presbítero- laico; se trata en el número 9
paralelamente a la relación obispo-presbítero. El texto es de tan fácil intelección que
hace superfluo todo análisis; quisiera hacer únicamente una reflexión sobre las palabras
de Agustín recogidas en la Lumen Gentium (n 32): "Si me asusta lo que soy para
vosotros, también me consuela lo que soy con vosotros. Para vosotros soy obispo, con
vosotros soy cristiano. Aquel nombre expresa un deber, éste una gracia; aquél indica un
peligro, éste la salvación". Teología verdadera sobre el ministerio espiritual y la unidad
del ser cristiano en la diversidad de las tareas. Opino que Agustín tiene aquí presente su
teología trinitaria. Es sabido que, según ésta, en Dios las tres Personas sólo lo son como
relación a las otras, mientras que tomadas absolutamente, es decir en sí y para sí, no son
Padre, Hijo y Espíritu Santo, sino simplemente Dios. Este esquema es el que Agustín
aplica al ministerio espiritual: "Para vosotros soy obispo, con vosotros soy cristiano".
Ministerio es relación. Tomado en sí y para sí todo cristiano es sólo cristiano y nada
más; ésta es su dignidad. En relación a los demás se convierte en portador del
ministerio; relación y ministerio son idénticos, si bien entendiendo ésta como relación
que alcanza al individuo en todo su ser. Obispo (y correspondientemente presbítero) o
se es "para vosotros" o no se es. Así vemos cómo se dan unidas la identidad del sercristiano común a todos (el "sacerdocio universal") y la realidad del ministerio
específico y concreto, a pesar de la paradoja permanente que ello lleva consigo, sólo
superable en la autenticidad de la existencia.
Ascesis y servicio
La segunda cuestión se relaciona con el contenido del tercer capítulo dedicado a la vida
de los presbíteros, que en el Decreto se trata sobre todo como tensión entre interioridad
y servicio, problema con el que hemos tropezado ya varias veces. La respuesta que da el
texto puede resumirse así: santidad por el servicio, no junto a él; servicio como forma
concreta de la santidad sacerdotal; el trabajo por los demás como forma de intimidad
con Dios, del desgastarse en su servicio, del dejarse captar por Él. Que esto sea así
queda confirmado por la imagen del servicio que nos ofrece todo el Decreto y en
concreto el capítulo segundo. Servicio es "evangelizació n", entrega de la Palabra y del
sentido que ella da, así como del amor que ella significa. Pero yo sólo puedo
evangelizar si vivo en el evangelio, en la proximidad de Dios. Inversamente: cuando yo
evangelizo, no lo hago sólo a los demás, sino que la Palabra también me concierne a mí.
Con esto, naturalmente, permanece lo que hemos dicho de la proclamación sacramental
del misterio pascual como forma máxima de la evangelización. Pues el sacramento no
es el despliegue de una serie de acciones cúlticas, sino que exige el "imitari quod
tractant", el trato con Dios, a la vez que le da una forma concreta. Lo mismo vale del
"poder pastoral". El texto dice acerca de éste: "...como rectores de la comunidad,
practican la ascesis propia del pastor de almas...". Con este lenguaje quizá ya anticuado
se expresa una idea moderna: que la ascesis de un "rector" consiste en su propio oficio y
no es algo junto a él; formando y conduciendo a los otros, se forma y se conduce a sí
mismo.
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Si, como hemos visto, la determinación del sacerdote como "evangelista y misionera"
remite a la misión y tarea de Cristo, es natural que el texto se esfuerce también aquí en
dar un sentido cristológico a esta aplicación espiritual. Por esto afirma que el principio
unitario de una vida para el Evangelio es el seguimiento de Cristo en su entrega al
Padre. De cuántas maneras pueda servirse al Evangelio se ve precisamente en la vida
terrena de Jesús. El tiempo de la predicación no fue largo; pronto vino el enmudecer de
la cruz. Pero también ésta es servic io. En el sufrimiento el hombre da más que en la
acción, porque da no sólo su fuerza, sino también su sustancia, se da a sí mismo. Por
esto en la cruz creció el fruto verdadero y definitivo (Jn 12,24): la cruz se convirtió en el
evangelio. Es cierto que en realidad la cruz es el desgarramiento interior del hombre. Y
que el sacerdote experimentará continuamente el evangelio como tal desgarramiento.
Pero de este modo alcanza el hombre su plenitud y hace su vida fructífera. Porque sólo
así se abre la grieta por la que la mirada divisa el infinito.
La irrevocabilidad del ministerio sacerdotal
Nuestro texto no toca este problema, pero su importancia y la frecuencia con que se nos
presenta invitan a la reflexión. Por otra parte, como en él está en juego la totalidad del
ministerio sacerdotal, esta reflexión nos ofrece una buena ocasión para intentar algo así
como un enunciado dogmático sobre dicha totalidad. Se trata del problema de la
definitividad del oficio sacerdotal; con otras palabras: ¿habrá o deberá haber en el futuro
un "sacerdocio temporal" (no para siempre, ad tempus)? Las teorías evolucionistas, las
ciencias históricas, la psicología y la sociología han creado un clima cultural y una
comprensión de la vida que hace cuestionable todo lo que sea decisión definitiva. La
misma fidelidad matrimonial aparece hoy como algo apenas realizable. Por esto no es
extraño que se postule también la existencia de un "sacerdocio temporal". La palabra, la
Iglesia no pueden atar a nadie para siempre -se oye decir cada vez más -; se ha de
respetar la libertad religiosa no sólo hacia fuera, sino también hacia dentro, aceptando la
posibilidad de revisión de decisiones tomadas.
Debe quedar claro que no estamos ante una cuestión secundaria o pragmática, sino ante
algo muy fundamental; se trata en definitiva de la actitud total de la existencia con
respecto a la realidad. La fe cristiana, como fe en la definitividad de la decisión
existencial del hombre para la eternidad, es el convencimiento de que en el devenir
histórico y en medio de él se da lo definitivo, y de que el hombre es el ser para lo
definitivo. La fe cristiana incluye constitutivamente el convencimiento de que el hombre
es el ser capaz de la decisión definitiva y que de tal modo está determinado a esta
decisión que sólo por ella llegará plenamente a ser él mismo. La tradición eclesial
mantiene sin excepción que el ministerio sacerdotal exige la totalidad del hombre de un
modo irrevocable y definitivo. Del mismo modo que el matrimonio exige la decisión
irrevocable por el otro y si no se da no hay tal matrimonio, así también en el sacerdocio
o se compromete la existencia toda o no hay tal sacerdocio. Donde se da algo, pero no
todo, allí habrá otra cosa, pero no sacerdocio. Para la teología católica no existe ni el
"matrimonio de prueba" ni el "sacerdote por un tiempo".
O todo o nada.
Esta comprensión de la realidad y de la existencia es una estructura fundamental de la fe
cristiana, que no la podemos pasar por alto en nuestra reflexión sobre el sacerdocio. El
JOSEPH RATZINGER
"sacerdote temporal" no responde a la imagen de la Iglesia propia de la fe católica. Y es
que a la revisibilidad del oficio sacerdotal correspondería la de la Iglesia con su eventual
sustitución por un "aparato" completamente nuevo, que, como el anterior, no sería más
que un "aparato". Aceptar dicha revisibilidad supone aceptar la revisibilidad y el
carácter meramente exterior-organizatorio de todo ministerio eclesial, lo cual va
ciertamente en contra del concepto de Iglesia 1 . El Nuevo Testamento y la Tradición no
conocen otro ministerio que el que exige un compromiso definitivo y total (esto
naturalmente no excluye que de hecho pueda darse un fracaso o una falsa elección, en
cuyo caso ha y que ofrecer a la persona correspondiente la posibilidad de encontrar un
nuevo camino, cosa que ya ha comenzado a realizarse tras el Concilio). Cuando
hablamos de irrevisibilidad de esta opción fundándonos en la irreversibilidad de la
acción de Dios en Cristo y en la indestructibilidad de su Iglesia, no decimos otra cosa
que lo que la Tradición -quizá demasiado objetivísticamente- llama "character
indelebilis"; con estos términos no se trata sino de expresar la irrevocabilidad de las
grandes opciones fundamentales entre Dios y el hombre que acontecen en el bautismo y
en el sacerdocio.
Esta problemática concreta y práctica nos ha introducido desde una perspectiva actual
en la sacramentalidad del servicio sacerdotal. Sin embargo, ésta no se agota en la
definitividad. El "character sacramentalis" de este ministerio consiste más bien en que la
potestad que le es propia no se funda en una delegación de la comunidad, sino que es un
don, una llamada del Señor (Mc 3,12; Ef 4,11). Y esto incluso cuando este servicio es
transmitido - lo cual es posible- por elección de la comunidad. El ministerio trasciende
en este sentido a la comunidad, está "enfrente" de ella. Esta irreductibilidad de la
potestad ministerial a la comunidad es de nuevo reflejo de la estructura misma de la fe
cristiana, su- estructura de misión, que nunca es producto de la comunidad, sino
respuesta a la Palabra del Señor. El "positivismo" de la imposición de las manos
corresponde a la positividad de lo cristiano, a su ser-desde-fuera. La imposición de las
manos no es primariamente el símbolo de una transmisión de poderes "desde abajo y
desde dentro", sino de unos poderes procedentes del Espíritu que soplando donde quiere
trasciende a la comunidad y actúa "desde fuera y desde arriba". Con todo, el hecho de
que el ministerio represente ante la comunidad la "exterioridad" de la palabra, no
supone, ni mucho menos, que su vinculación a esta palabra sea menor que la de la
comunidad. Sólo secundariamente se puede decir que también la comunidad hace del
ordenado su delegado y que éste recibe algo de ella. La colegialidad de ministerio y
comunidad se fundamenta precisamente en este aspecto, pero no se reduce a una mera
estructura democrática. Repitámoslo, esta autonomía de la Palabra y de la misión es el
contenido de lo que la Tradición ha llamado "sacramentalidad". Sacramentalidad que no
significa, otra cosa que la pertenencia esencial del ministerio al sacramento eclesial y
cristológico único, recapitulación de la historia salvífica de Dios con los hombres. Esta
pertenencia es el punto de partida para una recta comprensión del servicio sacerdotal y
el fin en que siempre acaba.
Notas:
1
Cfr. J. Ratzinger, «Crítica y obediencia», condensado en SELECCIONES DE
TEOLOGÍA, 7 (1963) 212-219 (N. del A.).
Tradujo y condensó: ANTONIO CAPARRÓS
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