Eduardo Barrios, novelista del hombre interior Guillermo BLANCO ".. .hube do recorrer el mundo tras d pan, tras la fortuna, tras... no se cuántos ideales de juvenlud. Recorrí media América. HÍCL: üe todo. Fui comer- ciante, expcdiciunaiio ¡i las gomeras en la montaña del Peni; busqué minas en Collanuasi; llevú libros en las salitreras; entregué máquinas por cuenta de un ingeniero, en una fábrica de hielo en Guavaquil; en Buenos Aires y Montevideo vendí estillas económicas; viaje entre cómicos y saltimbanquis y, cuino el atletismo me apasionó un tiempo, hasta mu presenté al público como discípulo de un atleta de circo, levantando pesas.,." Si un lectur corriente tuviera que decidir a qué escritor chileno corresponde esta cila, lu más probable sería que diera una larga lista de nombres antes de llegar al verdadero: Eduardo Barrios. No sería imposible, incluso, que sencillamente lo descartara como inverosímil. Porque esta especie de aventurero múltiple y movedizo, esta alma inquieta y este cuerpo atlético, no cuadran con la imagen del autor de El niño que enloqueció de amor. Y cuesla hacerse a la idea del sutil prosista de El hermano asno vendiendo estufas o haciendo piruetas, o llevando otros libros que los de Gabriel Miró, Azorín, Ortega. Incluso la estampa voluntariosa del Gran señor y rajadiablos vibra en otra cuerda —aventuresca, sí, y llena de alternativas, pero al mismo tiempo épica—, y el mismo Un perdido tiene un tono de mayor reposo, de tiempo disponible, no de tiempo dispar. 712 El gran misterio de Eduardo Barrios es que haya logrado alcanzar, pese a los azares juveniles, una serenidad que iba a convertirse, con el andar del tiempo, en la tónica más resuelta de sus obras. No la serenidad de la entrega, ni de la actitud distante o diletante, ni siquiera una serenidad exenta de alguna amargura esencial. No: su serenidad es positiva, vital, creadora. Y esta actitud se traduce también en la indecible, armónica paz de su estilo. Es extraño que Barrios no se conformase con la riqueza de su experiencia en una época en que, precisamente, la experiencia parece ser la norma última en cuantu a literatura. Es extraño que, poseyendo el jico venero que poseía en el anecdotario de su juventud, el escritor se haya resuelto por volverse hacia dentro, a explorar el mundo inconcreto y mirífico del yo. La disyuntiva ¿Existió la disyuntiva para Eduardo Barrios? ¿No existió? La pregunta es difícil, y tal vez lo habría sido incluso para él, si se le hubiese planteado. La verdad es que la crítica —y los mismos lectores— tienden a considerar al escritor como una especie de estratega del arte, que piensa un camino, lo traza y lo sigue. Y el escritor,. la mayoría de las veces, dista mucho de ser eso. Está más cerca de los hechos la imagen opuesta: la del hombre instintivo, que no decide ser novelista ni ser realista ni ser escéptico, sino simple y profundamente es lo que es. y escribe. Y las obras no son sino un corolario de lo que es el autor, de lo que ha sido, de la época en que le ha tocado actuar. De una época que no ha elegido, mas casi siempre acopla cun la energía con que se acepta un desafio. Una encrucijada. Y en las encrucijadas de la vida no se dibujan rutas: se reacciona. Ü se provoca, O se lucha. Rara vez, muy rara vez, se calcula. Eduardo Barrios nació a horcajadas entre dos ¿pocas literarias muy diversas. A un lado, la mentalidad decimonónica, con su mezcla de realismo no muy bien asimilado y de declamatorio romanticismo. Palabras y frases trascendentales para envolver y realzar hasla lo más trivial. En la novela, diálogo pobre y hasla ramplón —por querer ser realista— o teatral y hueco, por querer ser trascendental. Narración minuciosa hasta el hastío y finales a plena orquesta. Larcas descripciones y largas declaraciunes sobre cosas que, la mayoría de las veces, no valían la pena. Esta era una cara de la medalla. La cara probada. La que daba garantías de éxito. La otra era la aventura. No la aventura del Deisonaje, ni ia del aulor; sino la incierta, fabulosa aventura de escribir, tentando una manera nueva. Y si el siglo XIX comienza a cerrar sus puertas cuando Barrios toma la pluma, el XX le abre un panorama tentador: el de los "testimonios de vida", el do la transformación de lo sórdido en tema literario. Si algún adoctrinamiento, si algún aprendizaje hacía falta para adentrarse en la modalidad nueva, Eduardo Barrios los tenía en la escuela de su existencia. ¿•Tuvo o no tuvo el problema de elegir? ¿Vio o no las dos posibilidades que se le ofrecían? Es difícil aclararlo. Y quizá si, en el fondo, no importe gran cosa, fuera del interés documental. Porque la verdad está en sus obras. y éstas revelan un paso resuello hacia adelante. Con altos y bajos, pero siempre hacia adelante. Incluso en los fracasos del último período. Y lo que resulta verdaderamente prodigioso es que, lanzado en una u otra de las dos maneras, más inclinado a ésta o más a aqueIta, Barrios aparece siempre como un escritor consciente de su oficio. Nunca se le ve conforme con la simple comprobación de su talento narrativo: busca, pule, mejora, y logra una de las prosas más acabadas y correctas de nuestra literatura. La primera época, la que podría llamarse del "realismo romántico", es bastante clara y definida en Eduardo Barrios. Se ¡nicia rusueltamenle en esa linea, y a ella pertenecen los cuatro relatos que integran el volumen Del natural, publicado en 1907, a los veintitrés años de edad. Se percibe en ellos una especie de lurpeza que no es la tierna torpeza del primitivo, sino la del novato. Desenlaces algo forzados, escenas declamatorias, ingenuidad, son sus características más fuertes. Pero ya se evidenciaba algo de la férrea vocación novelística que iba a estallar o a florecer —o quizá si ambas cosas a la vez— en El niño que enloqueció de amor. Aparecida sólo ocho años después, esta novela corta tiene todas las características de una pequeña obra maestra. De partida, el escritor se plantea un pie forzado gigantesco: escribir como un niño, y como un niño que enloquece progresivamente. El equilibrio entre la adaptación al personaje, el "hacer hablar" a su criatura, y la consecución de un estilo bello... adulto, es prodi713 gioso. Porque no era suficiente remedar a un niño. Y, por otro lado, habría sido ridiculo hacer que el niño empleara un lenguaje postizo, impuesto por el autor. Barrios sortea los obstáculos, crece frente a ellos y logra su primera obra maestra. Es obra romántica —ya el título no deja lugar a dudas—. breve, tal vez circunscrita, pero acabadamente maestra. En 1918 surge Un perdido, que en muchos aspectos se coloca a medio camino entre De! natural y El niño que enloqueció de amor. Tiene algo del romanticismo de la segunda y algo de! realismo ochocentista de la primera. Tiene defectos de una y virtudes de la otra. Y, sin llegar al cxtiemo de El niño, subraya la resuelta tendencia del autor a volverse hacia el mundo psíquico de sus personajes. En esle sentido se atisba ya lo que será el camino definitivo de Eduardo Barrios, su verdadera vocación de novelista del hombre interior. Un perdido es la narración, demasiado extensa, de los ires y venires de un muchacho débil. Hijo de un oficial de ejercito todo voluntad exterior, el chico se apaga, se recoge, se asoma a la vida con un terrible miedo instintivo. Banios ha negado que —pese a una serie de coincidencias de hecho— esta novela sea autobiográfica. No es, tal vez, una autobiografía consciente, pero, y precisamente a pesar de las coincidencias de hecho, o fuera de ellas, hay un parentesco más profundo entre creador y criatura. Se traduce en cierta tendencia a bocetar allí en donde el ser ele invención habría sido dibujado con trazo definido y definidor. Es casi una norma —o por lo menos una limitación— de la novela el que lo vivido se suele contar en forma más borrosa que lo inventado. La creación es completa; el recuerdo, fraccionario. Y no cabe duda de que, mientras la mentira tiene el deber de ser verosímil, la verdad no lo tiene. Hay mucho de Eduardo Barrios en Un perdido. Y, de seguro, mucho más de lo que aparece directamente, y de lo que él mismo habría podido reconocer. El hermano asno señala, quizá, la cumbre definitiva del talento creador de Eduardo Barrios. Publicada en 1922, es, también, la novela en que el autor se separa para siempre del "realismo romántico" y —consciente o inconscientemente— decide no entrar por la literatura de testimonio. ¿Hasta qué punto conoció Barrios las obras 714 de Gabriel Miró? ¿Representaron ellas una influencia fuerte en su estilo, o ambos chileno y español, bebieron de una fuente común? La respuesta, de nuevo, correspondería al propio escritor. Lo que sus lectores pueden percibir, sí, es una gran similitud en las dos prosas. Hay pasajes de El hermano asno que pudieron haber sido escrito par Miró, o para el Miró, por ejemplo, de El obispo leproso. Si algo implica esta comprobación es elogio, porque Barrios maneja el estilo semi-poético, la prosa musical, no con servilismo de copista, sino con un extraño, poderoso señorío. Es dueño integral de la forma, y de acercarse a Miró, se acerca en el terreno libre y amplio de la belleza. El hermano asno es la historia de la vida que lleva un un convento franciscano un hombre desengañado en amor. Recluido en la paz externa de los claustros, lleva una existencia tic contemplación. Pero no es la suya una contemplación mística, divina, sino cálida y patéticamente humana. Mira las flores y a los frailes, el cielo y el campanario. Escucha el rumor del agua y las conversaciones de los monjes. Ye a una hermosa mujer. Y sueña. Y sufre, un puco en sordina. Fray Rufino, en contraste con él, vive vuelto al más allá, persiguiendo con fervor delirante la santificación, despreciando al cuerpo, el "hermano asnu". Lenta, deleitosa, la narración se enhebra entre ambos personajes, hasta desembocar en un final violento, quizá si demasiado melodramático para la tonalidad que se había logrado establecer. Después de esta cumbre, el estro de Eduardo Barrios da la impresión de ir agotándose en forma progresiva. Tamarugal se edita doce años después, y parece la obra de otro autor, de otra mano que la que creó El hermano asno. En conversaciones íntimas, Barrios declaro que la había publicado prácticamente por imposición de los editores, reuniendo para ello originales antiguos, sin pulir y hasta sin terminar. Sea cual fuere la causa, Tamarugal es su gran fracaso. Gran señor y Rajadiablos contiene algunas de sus mejores páginas —prosa madura y bella, sobriedad, poder de evocación—, pero en conjunto tiene vacíos graves. Tal vez por exceso de longitud en el relato, tal vez por exceso de ambición de parte del autor, que pretendió for(Sigue en la pág. 720) EDUARDO BARRIOS... (viene de la pág. 714) jar un arquetipo definitivo y completo, la novela muestra vacias. Llega, casi, a detenerse. Y no es aquí, la grata pausa poética que iluminaba Hialinos trozos de El hermano asno, sino el hiato árido, casi desértico, sinioma de una fuga de la inspiración. Gran señor y Rajadivtblos es, en muchos sentidos, la anti-novela social. Es la epopeya del patrón, en una sociedad en la que el héroe es L-1 asalariado. Hacerla representaba un pie forzado aún mayor que el de El niño que enloqueció ile amor: tenía el deber de ser una obra maestra, o de no ser. No podía ser simplemente "IÜ' buen libro", sino uno magnifico, para justificar su existencia. Y no fue un libro magnífico, aunque —es preciso repetirlo— en él se encuentran algunos de los trozos más hermosos de nuestra literatura. Si Gran señor y Rajadlablos señalaba cierta regresión, Los hombres del hombre constituye un nuevo, quizá definitivo revés en la carrera Jiícrarúi de Barrios. Intento de penetrar" y «desmenuzar la interioridad del ser humano —pe720 ro de desmenuzarla con bisturí, no con la mirada amorosa y creativa—, la obra peen de excesivamente teórica. Es "una buena idea" que muere en su realización. Podría calificársela, incluso, de fórmula que no alcanzó a cobrar el necesario poder vital. Pero en este mismo fracaso hay un elogio innegable para la obra lotal de su autor. Poique Los hombres del hombre es otro testimonio de lo que, inquebrantablemente, demuestran sus libros: el afán de buscar, de andar siempre —como decía León Felipe— "por caminos nue vos", para que "no hagan callo las cosas, ni en e! alma ni en e! cuerpo". Para Eduardo Barrios, la rula fácil habría sido la de sus primeros éxitos. La crítica y el público le abrieron, casi desde un comienzo, una puerta franca por la que habría sido cómodo entrar, y quedarse. Pero él nunca se quedó. Con una maravillosa y clara conciencia de su oficio, se dedicó a la búsqueda. Permanente, fervorosamente. Y tuvo, más que muchos, la inmensa satisfacción del hallazgo.