EL Auténtico Maestro Juan Cayuela

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EL Auténtico Maestro
Juan Cayuela
El Auténtico Maestro
Solo los que sean como niños, aquellos cuyos ojos estén llenos de asombro,
aquellos para los que cada momento sea un momento de sorpresa
y cuyos corazones estén abiertos a la emoción, encontrarán la Luz
Osho
No
puedo saltar, mi cuerpo se niega a intentar el impulso que me
llevará a la cima. Contemplo el fondo del cortado, y trescientos metros más
abajo, las rocas esperan pacientes.
Mi corazón amenaza con estallar al vislumbrar el vacío que se abre ante
mis pies. Escucho emociones contenidas detrás de mi cabeza, y mientras respiro
profundamente noto impaciencia en mis compañeros. Lo intento de nuevo y es
imposible. He realizado saltos más arriesgados que esté muchas veces en mi
vida, solo un metro me separa del objetivo, y aunque la cuerda, anudada a la
cintura me ofrece seguridad, las piernas o la cabeza se oponen una y otra vez.
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Las risas a mi espalda son más audibles, alguien dice:
-Si no puedes, abandona, nosotros queremos subir.
Miro hacia atrás y descubro los rostros de mis amigos; hombres fuertes y
llenos de energía, que en esos tres días en Nicaragua, tras el paso del
devastador huracán Mitch, hemos compartido un calor abrasador, mientras que
nos dedicábamos a una labor trágica: Encontrar los cuerpos de las personas
desaparecidas, para ser enterradas en fosas comunes.
Cada uno de nosotros lleva impreso en sus retinas, los rostros de algún
niño o de adultos localizados entre el barro y las cañas del ingenio. Nunca
olvidaremos la cara manchada de lodo del pequeño de unos diez años recién
fallecido, que localizo nuestro sargento. Ahora, queríamos subir a la cima del
volcán Casitas, para intentar averiguar, el por qué de ese gran desastre.
Mi tentativa falla por última vez, algo dentro de mí rechaza el salto.
Aturdido, desisto. Me aparto a un lado, y digo en voz alta:
–”Hoy la montaña no es para mí”.
Las carcajadas, como fuegos artificiales, estallaron entre mis compañeros.
Lentamente todos llegaron al precipicio y solventaron el paso fácilmente con
saltos ágiles y llenos de potencia. Bueno, todos menos uno: mi buen amigo
Pascual, que al igual que yo, no pudo saltar.
Alguna fuerza superior a nosotros quería que nos quedáramos allí por
algún motivo desconocido. Mientras escuchábamos las voces de nuestros
camaradas que se alejaban en dirección a la cima, nos retiramos hasta el borde
del cráter.
Intranquilo por lo sucedido, le pregunté:
–¿Qué ha pasado? ¿Por qué no hemos podido continuar?
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–Lo desconozco – me explicó el, con una paciencia infinita. – Pero recuerda que
todo lo que sucede en la vida tiene un por qué, y en su momento lo conoceremos.
Sonriendo ante su sabiduría, asentí en silencio. Despacio nos giramos
para
observar
el
lugar
donde
nos
encontrábamos.
Impresionados,
contemplamos la zona por donde el volcán, al romper, debido al peso del agua
y no existir árboles que retuvieran la tierra a consecuencia de la desforestación,
había cedido.
Nuestra mirada se perdía en el horizonte y divisamos una lengua de
arena de dieciséis kilómetros de largo y casi ocho de ancho, que había barrido,
en un santiamén, los dos pueblos que se encontraban a nuestros pies. Tanto la
población del Porvenir, como la de Rolando Rodríguez habían desaparecido
ante la fuerza destructiva del huracán Mitch. Unas dos mil quinientas personas,
hombres, mujeres y niños, habían sido tragadas por el lodo y el barro. Una
fecha que quedaría grabada en la memoria colectiva de muchos países: el
treinta de octubre de mil novecientos noventa y ocho.
En tres minutos, la vida dejo de existir en aquel lugar. Las continuas
lluvias, y la tierra diluida los devoró, casi nadie pudo escapar. Un silencio
abrumador llenaba nuestros oídos. Era una sensación fantasmal.
Mi amigo, sin decir una sola palabra se alejo al otro extremo del cráter, a
unos doscientos metros del lugar. Yo, anonadado, me propuse dejar la mente en
blanco. Me senté en una esquina intentando asimilar lo que había sucedido allí,
de repente, una cruz llamo mi atención.
“¿Qué hacia una cruz plantada en un terreno de tierra estéril? ¿Quién
había sido capaz de colocar un símbolo como aquel, en un lugar de muerte y
destrucción?”
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Inesperadamente llegaron a mis oídos las primeras voces, los gritos
desgarradores, los ruegos de auxilio, las oraciones llenas de miedo:
>”ayuda…”,
>”socorro…”
>”por favor que alguien nos salve…”
>”Dios mío, auxílianos…”.
Mi confusión aumentaba, no alcanzaba a entender lo que ocurría, no
había nadie en un kilometro a la redonda. Sin embargo, los lamentos
aumentaron de intensidad creando en mi interior un gran desconcierto, y en un
momento de lucidez, vislumbré su origen:
“Los gritos eran de las almas que estaban enterradas allá abajo, las oraciones
eran sus ruegos de auxilio, su miedo, su dolor, la impotencia ante su cruel destino…”
Advertí que la cruz pertenecía a una iglesia, y esta era lo único que
quedaba del pueblo del Porvenir, el resto; casas, cuerpos, y bienes, se
encontraban debajo del barro que se había solidificado, como un ataúd
macabro…
Las lágrimas de sufrimiento por aquellos seres acudieron a mis ojos
como un torrente. No podía dejar de pensar, sobre todo, en la suerte de aquellos
niños que recién comenzaba su vida. Qué muerte más atroz, ahogados por el
fango, sin posibilidad de escapatoria. Un dolor insoportable se adueño de mi
cuerpo, y el estomago, siguiendo su tendencia natural, se volvió contra mí;
arrojé del interior hasta la última partícula de alimento que había ingresado ese
día en mi organismo. Me deje invadir por las lágrimas. En un atisbo de luz
busque con la mirada a Pascual, y como un gigante solitario, lo divisé con la
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cabeza entre sus piernas, casi escondido. Algo extrañó nos sucedía, y traspase el
umbral entre lo conocido y lo desconocido…
Me senté, y allí, entre aquella tierra agreste que unos días antes se había
tragado tantas ilusiones y sueños, me quede inmóvil, sintiendo voces,
sentimientos, emociones. En ese instante algunas preguntas volaron sobre mí:
>>¿Qué es la vida? ¿Por que mueren los inocentes? ¿Por qué la naturaleza
nos destruye?
Aterrado, comencé a recitar la única oración que había aprendido de
niño: “Padre nuestro que estás en los cielos…” y al hacerlo conecte con algo
desconocido que me sobrepaso, con una energía invisible que me ofreció
tranquilidad... Seguí rezando y pidiendo para que el alma de esos seres que
clamaban en el desierto, descansaran en paz. Cerré los ojos y de lo más
profundo de mi, pregunté al viento:
>>¿Por qué ese Dios tan bondadoso del que habla tanta gente permite
estas muertes y tanta destrucción? ¿Es que nadie nos puede ayudar?
Una voz que llegaba de algún lugar próximo a mi cabeza, me sobresaltó:
–Ese a quien buscas te encontrará en su momento, ese al que suplicas tiene todas
las respuestas a las preguntas que planteáis al Universo.
Intimidado, busque el origen del sonido, pero no había nadie al alcance
de mi vista.
–¿Quién eres? –pregunté al vacío.
El silencio, amenazante, acudió a mi presencia.
>>¿Me estaría volviendo loco? –pensé.
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Lentamente deje que el aire entrara en mis pulmones, y me deslice hasta
la tierra que esperaba acogedora. Uní mi rostro al suelo, y una llamada
silenciosa me condujo al mundo de los sueños. No sé el tiempo que transcurrió,
pero me levanté inundado de una tranquilidad desconocida. Escuché unos
pasos, alce la mirada y vi llegar a Pascual.
–¿Qué te ocurre? – me preguntó.
Contemplé su cara, y turbado le conté:
–Escuché gritos, voces, y gemidos que venían de la tierra, y que pedían
ayuda – me detuve un segundo, para observar su reacción. Comprobé que
asentía con la cabeza, a la vez que me confesaba:
–A mi me ha sucedido lo mismo. Ha sido desconcertante.
Lo mire, estuve unos segundos en silencio y continué:
–Además, una extraña voz entre las sombras, se dirigió a mí y me habló.
El permaneció callado, sus ojos brillaban como invadido de infinitos
secretos, y con lentitud musitó:
–Esa voz no la he oído, sin embargo, si el mensaje que te ha ofrecido es
importante para ti, permanece tranquilo, recibirás la solución que necesitas cuando estés
preparado.
Ante su extraña respuesta, no pude continuar hablando, solo podía
escuchar el latido de mi corazón. Lo abracé y así permanecimos un largo
tiempo. Unas horas más tarde, ya con nuestros compañeros de vuelta,
regresamos al lugar donde estábamos alojados.
Al caer la noche, dormimos en el cuartel de bomberos de Chinandega. Yo
daba vueltas en el colchón sin poder conciliar el sueño, cuando las agujas del
reloj marcaron las tres con treinta minutos de la madrugada. Sin haber un
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motivo aparente, mi cuerpo se activo. Extrañado, encendí la lámpara y examiné
la habitación casi desconocida. Noté una energía diferente a la que
habitualmente me acompañaba. El corazón palpitaba sin control. Intrigado, no
supe distinguir el motivo de esa inquietud, y una extraña sensación me hizo
salir al aire libre. Descendí a un jardín prodigioso, y un bello cielo, como nunca
antes había visto, fascinó mí mirada. Cerré las pupilas, y en ese instante, y sin
autorización, varias preguntas aterrizaron en mi boca:
>¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde me dirijo?
Era como si durante siglos distintas cuestiones hubieran estado
esperando, escondidas en algún lugar remoto. Interrogantes que oprimían mi
corazón, que me rondaban sin descanso, que me envolvían cual nebulosa. Algo
invisible encontraba acomodo en mi vida, sentía que una transformación
echaba raíces entre los pliegues de mi piel. Era el principio de un cambio
profundo en mi existencia, una metamorfosis que afectaría a mis creencias
espirituales, una evolución que me conduciría a la creación de un nuevo ser. Era
el veinticinco de noviembre del año mil novecientos noventa y ocho…
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