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ENCUENTROS EN VERINES 2002
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
CARLOS CASARES
Miquel de Palol
Como acabo de llegar, tengo la ventaja de no haber oído las intervenciones de
los demás, por lo tanto estoy excusado de aquello de que "aunque esto ya ha sido
dicho....", aunque por otra parte no está de más no perder de vista la observación del
cínico Gide: "todo ha sido ha dicho, pero como todo está olvidado, todo puede volver a
decirse", lo cual no creo que me tenga que privar de acogerme a otra ventaja de ser de
los últimos, u que seguro que será bien acogida, la de ser breve. Como veis, esto lo
escribí ya sabiendo que iba a ser el último y quizá desaprovechándolo, a cambio de lo
cual, prometo intervenir en el diálogo.
Me he imaginado a mí mismo de muchas maneras, pero nunca hablando en
Verines de Carlos Casares en las circunstancias presentes. Se me ocurren tantas cosas...
pero qué le vamos a hacer, la literatura tiene la fea servidumbre de los tópicos, y todo lo
que diría ha acabado tachado por un exceso en la obviedad o por la inconveniencia de lo
rebuscado; en el extremo del tópico aparece especular socorridamente sobre lo que él
mismo opinaría de la situación, sobre la parafernalia del elogio mortuorio, si le habría
producido tedio, o risa, una divagación por otra parte ociosa del todo, y que me lleva a
los hermosos y terribles versos de Luis Cernuda: "(...) oyen los muertos lo que los vivos
dicen de ellos? /Ojalá nada oigan (...) ", etc. Algo por supuesto no aplicable aquí sino a
mí mismo. Prefiero quedarme, pues, con recuerdos objetivos dentro de lo posible. El
más inmediato, el primero que se me ocurre, es el de Casares como gran contador de
historias.
En el primer Verines al que asistí, la primera o la segunda noche nos fugamos
unos cuantos, y creo que fue en un bar de Llanes dónde nos reunimos a tomar unas
copas en una terraza alrededor de tres mesas contiguas, lo que lógicamente nos llevó a
tres conversaciones separadas, y acaso incluso a alguna más. Casares, como buen gato
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viejo, se había situado en el centro. Al cabo de poco las conversaciones se habían
unificado, aunque de hecho esa no es una manera muy fiel de relatar lo que pasó: en
realidad se habían acabado todas las conversaciones, y la reunión se había convertido en
una atenta escucha colectiva de las historias que contaba Casares, donde -al hilo de
casualidades prodigiosas y de actitudes chocantes pero con una inefable chispa de los
que los franceses llaman esprit- parecía haber de todo, desde estafadores y
contrabandistas hasta suplantadores de personalidad, policías corruptos y mafiosos ante
los que Casares salvaba la vida in extremis gracias al descubrimiento de un remoto lazo
familiar o la suerte de haber dicho la gracia apropiada.
Y lo mejor del caso es que todo tenía una pinta tremenda de ser verdad -por lo
menos ninguno de los presentes pareció ocurrírsele poner ningún punto de lo oído en
tela de juicio, aunque al cabo de un rato, si uno se lo pensaba, tenía que reconocer que
acaso una cualquiera de aquellas historias podía colar, aunque en lo referente al
conjunto nos habíamos instalado de lleno en el terreno de los inverosímil. Pero, aquí
está lo mejor, era lo inverosímil de lo posible, incluso de los deseable. Oyendo al gran
contador de historias, uno lo veía un individuo indestructible, y le venían ganas de
apuntarse a un viaje con él, a ver cuantas cosas como aquellas pasaban, y
completamente seguro de que iban a pasar. Uno acababa con la impresión de que si la
vida no era aquello, debería serlo, y que todo sería muy distinto si algunos más fueran
como él. No digo que lo fueran todos, porque entonces no estaría muy claro se habría
coches, si comeríamos lechugas o si iríamos calzados; tampoco se trata de abolir la
subdivisión del trabajo.
De hecho, es una intriga infantil especular si las historias de Casares eran ciertas
o falsas. Cada cual sabe, o cree saber, lo que hay de cierto en lo que cuenta y en lo que
escribe: todo y nada a la vez. Suso: Baja de la escalera. Este encuentro tiene como
segundo tema el encuentro de los encuentros. En los anteriores Verines, bajo una u otra
forma, meras excusas argumentales, los escritores se reunieron para hablar de literatura.
Esta vez, los escritores se reúnen para hablar de escritores que se reúnen para hablar de
literatura. El metaencuentro destinado al juego literario perverso por excelencia: la
paradoja sobre el vacío. O sea que de aquí saldrá amistad y conocimiento, como
siempre, o no saldrá nada, quizá en parte también como siempre. De todos los vacíos
posibles, en este momento el peor es el que nos deja la ausencia de Calos Casares.
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