HOMBRE DE PAZ Kyoto, 1713. I El rocío acumulado durante la noche se deslizó por la rama de un cerezo y cayó al suelo Kazmo sintió algo golpear la tierra, afinó su oído e instintivamente acerco su mano a la katana sin llegar a tocarla interpretó rápidamente el sonido como un fenómeno natural y no agresivo. Odiaba tener esa sensación; detestaba poseer el don de la respuesta inmediata ante todo, porque eso suponía que estaba alerta por cada cosa aunque prácticamente nada era amenazante para un gran guerrero cómodamente situado en su ciudad. Al fondo, el mismo cerezo veía pasear a un samurái. Caminaba despacio y de manera ágil, casi levitando. Su mano cerca de las espadas, iba erguido, atento. Kazmo se dirigía al dojo, pero esta vez no le esperaba un duro entrenamiento, sino tomar una complicada determinación. Se había levantado pronto como siempre, adelantándose al sol. No comió prácticamente nada, eso sí bebió en abundancia aunque no era capaz de quitarse la sensación de sequedad de la boca de encima. Se puso sus mejores galas, cogió sus armas y comenzó a dar un largo paseo. Iba reflexionando, absorto acerca de cómo había sido su vida. Nacido en el núcleo de una importante casta de guerreros samuráis de kyoto le llamaron Kazmo –hombre de paz-, desde pequeño había sido entrenado por los mejores senseis de la isla de Hondo. Nunca le disgustó la práctica de las artes marciales ni el sacrificio de la mejora pero sí lo absurdo de su fín: guerrear, mutilar, amenazar y sobre todo estar por encima de las demás castas sin más motivo que el haber nacido en un lugar preferente. Ser samurái implicaba tener derecho a arrebatarle la vida a cualquiera que fuera de una casta inferior si se interpretaba su conducta como una ofensa al honor. Pero el honor es algo muy etéreo a la hora de valorarse y de saber si ha sido herido o no. Este sistema que a los samuráis gustaba y el resto detestaba era para Kazmo injusto y le llenaba la cabeza de pensamientos encontrados y el alma de sufrimiento y tormento. Sin embargo, Kazmo pensó que eso no importaba a otros samuráis. Era el caso del odiado Hiroto, guerrero cruel que vivía con absoluta normalidad su condición de humillador y hostigador de los débiles y más pobres, quienes además por ley no podían portar armas. Su soberbia implicaba que durante años había estado amenazando y cohibiendo a campesinos y artesanos por las cuestiones más nimias. Kazmo, sin embargo, tenía un buen trato con muchos campesinos sobre todo con Yota y Masako un joven matrimonio que servía alimentos en varios de los dojos de Kyoto. Habían llegado hacía cinco años desde el norte de la isla buscando mayor prosperidad, eran muy trabajadores y hábiles en el cultivo. Eran…..pensó Kazmo y en su cabeza se empezaron a arremolinar los recuerdos. De nuevo, la suave brisa movió las ramas de los cerezos. En la observación de su balanceo Kazmo se transportó a unos días atrás, cuando Hiroshi entró apresuradamente en su casa. - ¡Kazmo, Kazmo! ¿Estás en casa? - Sí ¿Qué ocurre? - Son tus amigos, los campesinos. Han aparecido muertos a poca distancia de su casa. Kazmo, miró a través de Hiroshi, contuvo como siempre le habían enseñado sus emociones más inmediatas. Tomó un poco de aire y preguntó. - ¿Muerto? ¿Tenían cortes?. - Sí, han sido asesinados. Hiroshi intentaba escudriñar cuales serían las palabras más adecuadas para no enfurecer aún más a su amigo, dicen que……….. les han matado. Uno de los nuestros, parece ser que Hiroto. - ¡Hiroto, ese perro! - Bueno, parece que tuvo hace dos días fuertes palabras con ellos, según cuentan, Hiroto preparó un gran banquete y les sacó a Yota y su mujer un precio ridículo, humillante para ellos y su trabajo. Pero al día siguiente dijo que las hortalizas estaban verdes y que esto arruinó la comida. Entonces les exigió el pago de lo dado, o si no se tendrían que atener a las consecuencias. Pero esta vez Yota se ha negado y lo ha pagado caro. - Estas son los efectos de este modo de vida –contestó desconsolado Kazmo-, por nacer en uno u otro lado por azar puedes hacer lo que quieras o esperar tu muerte en el mismo instante que te niegues a ser humillado. Nuestro sistema de castas parece que funciona pero no es justo. - Su amigo le escuchaba, pero aunque llevaba tiempo intentándolo no le comprendía. “Es la ley Kazmo, es el shogunato, nuestro tokugama ….” - ¡El shogunato, nuestro tokugama!, le interrumpió Kazmo que al hilo de la conversación se había ido tornando cada vez más enojado, nuestro tokugama Letsugu nos ha llevado al más grave ostracismo de la historia del imperio. Ni siquiera los barcos extranjeros pueden arribar a puerto. El sistema del shogunato esta perpetuando injusticias como lo que ha ocurrido hoy. ¡No es honorable, no es justo. El régimen no funciona! - Kazmo, por favor cálmate nunca se sabe quién escucha, sé que eran tus amigos pero has de tranquilizarte. No mezcles lo que ha hecho Hiroto con todas nuestras leyes y costumbres. No puedes juzgar todo por la acción de un solo hombre. - La acción de un solo hombre a veces es el resultado de la mala gestión de todo un imperio, sentenció Kazmo mientras se daba media vuelta y se alejaba por el patio de su casa. II Kazmo recordaba con nitidez uno de los días especiales en el que fue a ver a sus amigos campesinos, estos siempre le daban lo mejor de su género, él pese a estar en un nivel de castas muy superior le regaló a Yota el único arma que se permitía a un no samurái, un jo. Con mucho cariño Kazmo seleccionó el palo de la mejor haya en la comarca, lo había estado lijando y llevaba varios días untándolo con aceite de almendra para que no se resquebrajara. Se lo tendió a su amigo y este saludando al modo tradicional japonés curvo levemente el cuerpo y la cabeza y extendió ambos brazos en paralelo para tomarlo. De vez en cuando Kazmo incumplía la prohibición de enseñar marcialidad a alguien que no fuera del clan, iba a casa de Yota y en la parte de atrás lejos de las miradas ajenas practicaban durante largo rato con el jo. Pero esto no fue suficiente cuando Hiroto irrumpió en su casa, Yota trató de defenderse inútilmente con su arma. Según contaban, Hiroto se estuvo divirtiendo un buen rato al verle luchar torpermente antes de acabar con su vida. La felicidad de un sádico depende del sufrimiento de su víctima. Kazmo avanzaba paseando por las calles de Kyoto, llegado a una de las partes altas de la ciudad vislumbró la casa de Hiroto en la que había irrumpido sólo hacía dos días; No pudo evitarlo, era demasiado, ese asesino había matado ya a artesanos y comerciantes, lo de sus amigos fue la gota que colmó el vaso. Pensó que un guerrero de valor debe hacer lo que considere justo, por eso esa tarde sin más demora Kazmo se dirigió a casa de Hiroto, cuando entró se le heló la sangre no daba crédito a lo que estaba viendo, pero sin tiempo para digerir aquello, Hiroto salió avisado por uno de sus súbditos “¡Cómo te atreves a irrumpir así aquí” gritó enfurezido, Kazmo saludó bajando muy levemente la cabeza, mirando fijamente a su oponente y flexionando sus piernas; no dijo nada, simplemente se disponía a atacar. III Kazmo sacó su katana y a la vez que desenvainaba lanzó un primer corte contra su oponente. Pero Hiroto, hábil, retrocedió esquivando su empuje. Entonces alzó por encima de sí la katana y avanzando trato de cortar por la mitad a Kazmo, pero este detuvo con su espada la acometida, le empujó y trató de pincharle en el estómago pero se encontró con un golpe de arriba abajo arrojando al suelo la katana de Kazmo; Hiroto le dio una fuerte patada diluyendo toda posibilidad a su rival de recuperarla. Entonces vio en los ojos de su oponente la sed de matar pero Kazmo rodó sobre sí mismo y asió el mismo objeto que al entrar le había dejado paralizado; el jo con salpicaduras de sangre de su amigo Yota, el trofeo guardado por Hiroto en su pírrica victoria. Le encaró con ira y entonces ocurrió algo que pocos habían visto y que solo los grandes guerreros sabían: golpeó con fuerza la katana por la zona del filo y todos vieron como un palo de madera era capaz de quebrar en dos una espada samurái, Hiroto no tuvo tiempo de actuar. Sin piedad Kazmo agarró fuerte el jo, avanzó en diagonal y golpeó con toda su ira la sién del verdugo de los débiles; Hiroto cayó muerto con los ojos en blanco. Kazmo había solucionado un problema pero ahora tenía otro más grave. IV Esa mañana Hiroshi se incorporó de su futón, apenas pudo dormir. Lo que le esperaba era terrible, pero el hecho de ser el mejor amigo de Kazmo le comprometía con esa situación. Llevaba dos días recriminándose no haber hecho algo más, no haberse dado cuenta de que su amigo iba en serio, Kazmo se pudo controlar hasta que llegó un momento que su pugna interna no pudo canalizarse. “Y yo no me he dado cuenta de ello” se repetía Hiroshi. Tomó su katana y su tanto, llevaba sus mejores atuendos y su hakama ceremonial. Se aseguró de que todo estaba bien dispuesto y partió hacia el dojo. Mientras caminaba iba reflexionando acerca de si todo aquello que su amigo decía tenía sentido, él por su parte ya estaba dudando de todo: de la lógica del comportamiento de Kazmo, del sistema en el que vivían y de lo honorable o no de la actitud de muchos de los samuráis. Pero desde luego no tenía que haber ido a por Hiroto, ahí Kazmo definitivamente se había equivocado. Entró a matarle, no pidió explicaciones ni tampoco fue al consejo de los guerreros a exponer el caso. Aunque también Kazmo tenía razón pues hubieran fallado a favor de Hiroto puesto que esa era la ley, y si unos campesinos habían estafado a un guerrero samurái todos sabían que el precio a pagar era alto, aunque fuera difícil demostrar si fue o no estafado o cual era la intención que los pobres campesinos tenían. Cuando Hiroshi llegó al dojo ya había llegado algún otro amigo y familiar de Kazmo, se saludaron sin hablar. Todos miraban con admiración a Hiroshi, ser un Kaisaku era algo que pocos podían llevar a cabo, desde luego había que tener la sangre fría y el valor que sólo otorga la alcurnia que generaciones de samuráis dan. Cuando habían llegado todas las personas a las que se les permitía acudir al ritual del seppuku, apareció Kazmo. Pese a que todos estaban en silencio, éste parecía ahora más profundo; sus seres queridos ahogaban las emociones y apenas se atrevían a mirarle. En su largo paseo Kazmo había reflexionado acerca de todo lo acaecido en los últimos días, su largo paseo por la ciudad le había dado perspectiva, se sentía en paz. Al final los acontecimientos le habían sido propicios para acabar con el sufrimiento. Comprometerse con el seppuku daba seguridad a que el linaje de Kazmo no se vería influido por haber matado a otro samurái en condiciones de venganza. Kazmo tomó por el brazo a su amigo y le apartó hacia el fondo del dojo: - Gracias Hiroshi. Esto es lo más grande que nadie ha hecho por mí, por favor no dudes en acabar si tengo problemas. Me alegro de que seas tú y que no hayas puesto impedimentos a tu cometido. - Debo hacerlo, me siento…….culpable por no haberte ayudado, no haberte parado. Tienes que saber que intenté interceder por ti ante el clan, pero la falta al código no tiene solución. - El prestigio y el perdón de mi familia está en juego debo limpiar mi nombre y el suyo, contestó Kazmo. Ambos se saludaron inclinando su cuerpo con la mirada en el suelo. Kazmo se situó en el centro del tatami se sentó de rodillas, Hiroshi se puso de pie detrás de él, de tal manera que sólo le veía a él, aunque había desenvainado la katana que se mantenía en posición pasiva. Entonces Kazmo sacó su tanto respiró hondo y se lo clavó con ambas manos en la parte izquierda del bajo vientre con un movimiento rápido rasgo todo su estómago y luego subió hacia arriba ya casi sin fuerza. Hisroshi levantó la katana presto para cortar la cabeza de su amigo si este fallaba en su intento de terminar el seppuku. Sin embargo el corte fue acertado y tuvo su efecto inmediato, Kazmo cayó desangrándose sobre el tatami y en un instante su vida se desvaneció. Sólo se oía algún sollozo ahogado, Hiroshi miro a su alrededor estiró su saya y envainó su katana. Otro episodio anónimo de la historia de los guerreros y el honor había terminado.