1 Creedence Clearwater Revival Prefiero comenzar

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1 Creedence Clearwater Revival Prefiero comenzar mis modestas reflexiones con una confesión: me complica llegar a una conclusión inequívoca sobre la razón por la cual algunos países fallan o fracasan. Es como en el caso de las personas: me cuesta entender y más aún explicar por qué algunas personas fracasan y otras triunfan en la vida. Me temo que nos internamos por un área donde la mayoría de los análisis pueden incurrir en reduccionismos y esquematismos puesto que pisamos arenas movedizas donde se confabulan historia, legados, memoria, circunstancias presentes forzosas y fortuitas, frustraciones y anhelos individuales y colectivos. Reconozco que la complejidad del tema y la diversidad de factores supuestamente explicativos me paralizan. Siento que corro en pos de una fata morgana: dar con la ganzúa que descerraja la historia y nos conduce ante los principios que rigen su devenir y su alma. Hago una segunda confesión: para acercarme al tema que nos convoca recurro, por lo tanto, a mi experiencia personal de vida que se basa en medida considerable en el hecho de que nací y crecí durante veinte años en un país, el mío, el nuestro, que desapareció –en términos simbólicos-­‐ para siempre en 1973; y de que posteriormente viví varios años en una alianza de estados que sucumbió –literalmente-­‐ para siempre en 1989. Créanme que no es fácil haber pasado por esa experiencia: ese Chile que conocí y conocimos –para bien o para mal-­‐ ya no está, ya no es. Por otra parte, tampoco resulta fácil constatar que pasé parte importante de mi juventud en un pacto político-­‐mundial que feneció, en un estado que se hizo polvo, en un sistema que sepultó la misma ciudadanía que lo padeció, de que estudié en una universidad que ya no existe y residí en una calle que cambió de nombre y que caminé bajo banderas y escudos nacionales que hoy se encuentran sólo en museos y tiendas de souvenirs. Créanme que cuando uno hace esa experiencia, más que la nostalgia o la curiosidad por la historia, uno vive a menudo sitiado por la pregunta de por qué fallan o fracasan las naciones mientras otras triunfan y se consolidan. Permítanme regresar sobre mis pasos para compartir, desde mi perplejidad, algunos recuerdos y algunas suposiciones: Crecí oyendo las canciones de Creedence Clearwater Revival y de Quilapayún en mi adolescencia. Ella transcurrió, al igual que mi infancia, en el antiguo colegio alemán del Cerro Concepción, allá en el apacible Valparaíso de los años sesenta. Chile no era entonces el mejor país de América Latina, pero tampoco el peor. Digamos que figuraba entre los tres más estables, prósperos y democráticos del continente, y que aquello nos enorgullecía como chilenos, entonces austeros, algo grises y quitados de bulla. Mi padre fue masón toda su vida y en ese marco conoció a Salvador Allende y por esa razón, sospecho yo, se volvió socialdemócrata avant la lettre. Mi madre ha sido católica desde siempre aunque piensa, y a sus 85 años con mayor convicción que antes, que después de esta vida no hay otra. Crecí por lo tanto en un hogar armónico y donde siempre reinó el pluralismo: Por un lado, tenía a un disciplinado padre agnóstico, que conoció Europa occidental a través de sus viajes y soñaba con reformas sociales para Chile. Por otra parte, he tenido siempre a una 2 cariñosa madre católica, para quien la familia ha sido lo primero y las revoluciones una amenaza permanente. Crecí en Valparaíso, una ciudad honesta, que por su agitada topografía no puede disimular las diferencias sociales, como sí pueden hacerlo ciudades planas como Santiago: En los días de lluvia y temporales, mientras comía sopaipillas pasadas ante el fuego de la chimenea, podía contemplar, si ascendía al mirador de casa, el derrumbe de viviendas modestas de algún cerro vecino. Crecí viendo a los pobres subir a pie a lo más empinado de los cerros porteños, consciente desde la infancia –a diferencia de mis compañeros de colegio que vivían en Viña del Mar-­‐ de que había pobres, barrios de pobres y escuelas para pobres. Mi abuelo materno fue un ávido lector de Teilhard du Chardin y Jacques Maritain, una demócrata cristiano doctrinario de los de antes, sólido en sus convicciones religiosas y políticas, adversario decidido del socialismo y el marxismo. Mi abuela paterna, que llegó de la Normandía a Chile a fines del siglo XIX, traída de niña por sus padres, que se radicaron en Chiloé, afirmó siempre, con sus Rs guturales y su sarcástico espíritu cartesiano, que Chile no tenía remedio. Había algo, a su juicio, de lo que Chile carecía: de una conciencia clara de su historia y de una visión de futuro. Ella lamentaba que los chilenos viviésemos sólo en el presente, un presente que parecía congelado y al margen del mundo. Chile no tiene arreglo, repetía mi abuela Genevieve mientras hacía una deliciosa mermelada de alcayota o un insuperable kuchen de manzana. Debe haberse convencido de ello al momento de su muerte, a finales de los setenta, cuando Chile vivía en ese período sobre el cual en estos días tanto se ha reflexionado. Y se habría convencido aún más de ello si hubiese sabido que un bisnieto suyo, nacido en La Habana, de sangre chilena y cubana, devino entonces, al igual que ella siete decenios antes, un niño pionero, pero no de los verdes parajes fríos de la isla de Chiloé, sino de la Organización de Pioneros de otra isla, la de Cuba, de una agrupación de niños revolucionarios que tenía por lema: “Pioneros por el comunismo: ¡seremos como el Che!” No quiero adelantar tanto la película. Déjenme decirles que, influido por el período de efervescencia pre-­‐revolucionaria del Chile de fines de los sesenta-­‐comienzos de los setenta, efervescencia que estudiaron Marx en El Brumario de Luis Bonaparte y Vladimir Ilich Lenin en Estado y Revolución, no pude seguir navegando con mi ingenuidad juvenil entre Creedence Clearwater Revival y Quilapayún. Para horror de mis padres, abuelos y amigos, ingresé entonces a las Juventudes Comunistas y opté sólo por Quilapayún. Dejé de escuchar HAVE YOU EVER SEEN THE RAIN?, música por lo demás decadente e imperialista, y opté por canciones de estirpe revolucionaria latinoamericana, como LA BATEA o LA MURALLA. Esta última invitaba a construir un muro que debía ir “desde la playa hasta el monte, desde el monte hasta la playa, allá sobre el horizonte”. No mucho después, más bien en 1974, viviendo mi exilio voluntario detrás del Muro de Berlín, una polola germano-­‐oriental me preguntó qué significaba aquel texto. Cuando se lo traduje, me dejó. Caí en la cuenta que la bella sajona de ojos azules y larga cabellera rubia no estaba para lirismos sobre un tema como ese, pues ella y su familia, como todos los germano-­‐
orientales, eran víctimas precisamente de un muro que iba de los Montes Metálicos hasta la playa de Stralsund y más allá, sobre el horizonte, de un muro que jamás podría cruzar hasta 3 cumplir los 65 años, cuando ya hubiese jubilado y no tuviese destino en Occidente. Ahí me di cuenta que, al tararear esa canción, ante ella me tornaba cómplice de sus carceleros y me burlaba de su falta de libertad. Pero, volviendo al Chile de 1970 y al título del libro que hoy nos congrega, hago la siguiente reflexión sobre nuestra falla o nuestro fracaso entonces, porque ese período en que Chile pierde su capacidad de diálogo y de consenso, es, a mi juicio, nuestro mayor fracaso conjunto en el siglo XX, y contiene en sí mismo a su vez al menos una de las razones de por qué los países fallan o fracasan. Tengo la impresión de que entonces perdimos la noción básica con el país que heredamos, es decir con la realidad, creo que confundimos nuestra modesta realidad de entonces con los cantos de sirena de una deslumbrante utopía. Si en el budismo el camino es lo importante, en la época a que me refiero, el objetivo lo era todo. En lugar del cómo se llega, lo clave era la llegada. Cuando se discute a partir de una meta utópica, no hay espacio para el diálogo razonable. Lo clave es ser capaz de debatir con el otro el cómo se llega, las etapas de la caminata. Chile entonces no era el peor país de la región ni su situación la más desesperada. Tampoco existía en este país una mayoría para realizar cambios profundos en favor de un sistema radicalmente diferente al que teníamos. No olvidemos, Allende triunfó con 36% de los votos, apenas por encima de Jorge Alessandri, el candidato de la derecha, y con una diferencia de ocho puntos del demócrata cristiano Radomiro Tomic. Pero entonces palpitaba otro Weltgeist y el norte lo constituía para muchos la construcción del socialismo. La Unión Soviética llevaba poco más de 50 años de existencia, la revolución fidelista tenía apenas 11 años, Viet Nam guerreaba contra EEUU, el Che Guevara acababa de morir en Bolivia. Pese a la sangrienta represión comunista en Berlín Este en 1953, en Hungría en 1956 y en Praga en 1968, el socialismo inspiraba de forma directa o indirecta a millones en todo el mundo, en especial en los movimientos de liberación del denominado Tercer Mundo. Reconozco que yo creí a pie juntillas que el socialismo era la panacea para todos los males, y que generaba justicia, verdadera democracia, igualdad y prosperidad. Más que creer, tenía fe, y me sumé a un sector político nacional que perseguía ese objetivo. De pronto esa meta radical adquirió, desde el poder político, un obsesivo sentido de urgencia y la solidez de un dogma irrefutable, desató resentimientos latentes o recién creados, azuzó odios y sembró intolerancia y despertó la peor parte de nosotros, los chilenos. Despertó algo que latía oculto y soterrado en nosotros, y posibilitó una división que no quiero ver nunca más en mi país. Creo que entonces en la izquierda no supimos valorar en su justo término al Chile modesto, pero promisorio y democrático que teníamos. No sólo eso, perdimos la relación con la realidad y no conocíamos la realidad del mundo. Echamos a Chile por la borda. Lo hicimos con la pasión y la convicción de que debíamos construir una sociedad inspirada en modelos como Bulgaria, Cuba o Viet Nam. Veo hoy allí, junto con nuestra incapacidad para reconocernos en nuestra continuidad histórica, nuestra diversidad e insuficiencias, una concepción esquemática y dogmática de la realidad. No eran los facts lo que contaban, sino la fe en dogmas políticos. Creíamos que la llave del desarrollo estaba en los antropólogos y sociólogos, no en los ingenieros, médicos y economistas, pero en el socialismo la llave estaba en la policía política, el ejército, los ideólogos y los guarda frontera. 4 Era tan deslumbrante nuestra meta que no había que perder tiempo en negociaciones con quienes la rechazaban. Eran el enemigo. Le atribuimos oscuras razones para no compartir nuestra meta, que suponíamos la de la nación y las leyes de la historia. Había que “avanzar sin transar”, pues era “mandato popular”. La visión utópica nos obcecó. No quisimos darnos cuenta que el país que teníamos era, en términos de libertad y potencial de cambio, mucho más rico y flexible que cualquier país del socialismo real de entonces. Que lo ignoráramos los jóvenes es comprensible, que lo ignoraran dirigentes que a menudo eran huéspedes oficiales detrás del Muro, injustificable. Entre 1970 y 73, sentí que yo cumplía un mandato inexorable de la historia al descartar el modesto país capitalista que teníamos con el propósito de construir uno basado en principios económicos, sociales y políticos que representaban supuestamente el futuro luminoso de la humanidad, pero que en rigor tenía fecha de vencimiento a la vuelta de la esquina. La confrontación entre una minoría de izquierdas que aspiraba a un Chile socialista y una mayoría conformada por el centro y la derecha opuesta a ello, condujo a la división. La pérdida del diálogo al desastre económico y al quiebre nacional, y finalmente a la irrupción de la dictadura. Ustedes saben, fui adversario de ella y la denuncié públicamente desde el exilio, pero no voy a abordar ahora esa etapa que se inicia el 11 de setiembre de 1973 y termina con el advenimiento del gobierno del ejemplar Presidente Patricio Aylwin. No lo hago por cuanto me propongo pasar a otro aspecto: No conocí en carne propia el régimen militar (salvo a través de dos viajes que hice a Chile entre 1973 y 1990, uno de ellos entrando a través de La Habana y Lima). A diferencia de la mayoría de mis compatriotas, me tocó vivir, desde 1974 hasta 1982, cuando crucé definitivamente el Muro de Berlín de regreso hacia Occidente, la realidad concreta y profunda de la utopía que perseguí en la adolescencia. Diría que me cociné en mis propias salsas: una con exótica sazón caribeña, la otra con contundentes aderezos alemanes. Una, inspirada en maratónicos discursos verde olivo; la otra en las Obras Completas de Marx y Engels, y ambas acompañadas de pesados manuales de tapas gruesas, redactados en la Academia de Ciencias de la URSS. Estos, basados en una supuesta visión científica de la historia, anunciaban el fin del imperialismo y el triunfo a escala planetaria del socialismo, el fin de la explotación de obreros y campesinos y el ingreso a una sociedad que apuntaba a la satisfacción plena e integral de las necesidades materiales y espirituales del pueblo. Toda esa estrategia se basaba, desde luego, en la eterna e indestructible hermandad entre esos países y la gran Unión Soviética. Claro, como bien murmuraban entonces los alemanes orientales: uno puede escoger a los amigos, no a los hermanos. Muchas cosas me impresionaron en la Cuba revolucionaria, una de ellas fue recorrer, en julio de 1974, barrios enteros de bellas residencias, casonas, mansiones y notables edificios vacíos de habitantes. Me refiero a los repartos de Miramar, el Laguito y partes de El Vedado. Me impresionaron porque aquellas viviendas estaban vacías, “congeladas” se las llamaba entonces, en espera de nuevos inquilinos, que podían ser escolares becados, organizaciones sindicales, diplomáticos extranjeros o la nueva nomenklatura revolucionaria. Digamos que terminaron siendo en gran medida las nuevas residencias de esta última. Aquellas residencias sin dueños, vacías, donde aún colgaban entonces las cortinas que agitaba la brisa caribeña y 5 aun había muebles y hasta una que otra unidad de aire acondicionado, y el viento azotaba puertas, habían pertenecido a quienes habían huido o habían sido exiliados por la revolución. Esa imagen me conmovió de sobremanera porque era poderosa y hablaba de una parte de ese país que, de la noche a la mañana, el nuevo poder político había considerado superflua, nociva, anti nacional, una cantidad negociable con el poderoso vecino. Esa imagen de soledad y desamparo hablaba también de un traumático quiebre nacional y de la pérdida de diálogo y de la diversidad de una nación, de que alguien, en un momento determinado de la historia, había decidido arrojar por la borda a un sector constitutivo, poderoso y determinante de la historia nacional. Lo que uno sentía allí era el silencio, la desaparición de un relato de muchos seres humanos que, por las razones que fuesen, habían dejado de tener la legitimidad para seguir habitando la tierra donde habían nacido. Algo parecido me ocurrió, años más tarde, en Berlín Este, en las zonas fronterizas de la ciudad y de la extinta RDA: allí habían sido demolidas incluso las viviendas cercanas a la frontera inter alemana y se había instalado esa gruesa faja de muros, alambradas y campos minados. Todo aquello, la antigua arquitectura cancelada y la imposición de una cicatriz de concreto, hablaban de algo más: del rechazo al diálogo y el debate, a la diversidad y la apertura al mundo, del miedo a las influencias exógenas, de la necesidad de cerrar territorios para imponer una ideología y un sistema que no podía sobrevivir en libre competencia con el mundo exterior, que era el resto del planeta. Quiero subrayar: Me hice comunista en el conservador colegio alemán de Valparaíso, y renuncié a las JJCC en el socialismo, en La Habana, en 1976, después de conocerlo a fondo tanto en su dimensión económica y social como cultural y de libertad individual. Llevaba en total entonces cuatro años de vida en el socialismo. En el caribeño, estudiaba por las tardes y trabajaba en fábricas por la mañana, en el marco del obligatorio programa de estudio y trabajo, porque como sabemos lo gratuito no siempre es gratuito, y “there is no free lunch”, como dicen con gran sabiduría los gringos. Mi conclusión entonces fue básica: ni pinochetismo ni socialismo para Chile. No hay dictaduras justificables. Basado en mi experiencia de piel, yo quería democracia sin apellidos, libertades individuales, respeto a los derechos humanos, un estado pequeño e indispensable, un proceso de correcciones y perfeccionamientos de acuerdo a mayorías y con garantías para las minorías. Rompí entonces con la izquierda porque en el exilio chileno que habitaba en el socialismo real no pude seguir soportando una contradicción profunda e ineludible: la justa demanda para Chile en favor de elecciones libres, derechos humanos, libertad de expresión, pluripartidismo, libre desplazamiento, fin de la policía política y del exilio, por un lado, y la justificación de los regímenes totalitarios de izquierda, por otro. Pronto capté que todas esas demandas tan justas que planteábamos para construir un Chile democrático, ya sea en actos políticos en la isla o detrás del Muro, no podíamos repetirlas en las calles de La Habana o Berlín Oriental porque se volvían provocadoras y atentaban contra el estado socialista y su partido único, le hacían el juego al imperialismo, e implicaban pasarse a las filas del enemigo. La democracia socialista, compañero, no es formal como la capitalista, y el enemigo fascista siempre está acechando. 6 Sin embargo pocos de los compatriotas, que exigían libertad y democracia para Chile en el socialismo real, hacían extensivas esas mismas demandas a los ciudadanos que eran sus vecinos y sufrían la misma falta de libertades en el socialismo real. Ante el totalitarismo de izquierda, lamentablemente, se plegaban las banderas y se guardaba silencio. Reinaba el doble estándar. Descubrí como veinteañero que había dictaduras deleznables, y otras que sin embargo eran justificables. No voy a pedir aquí que me crean, pero sí que busquen entrevistas, ensayos o memorias donde la izquierda exiliada en el socialismo real haya condenado con claridad meridiana, sin subterfugios ni relativismos, a los regímenes totalitarios de detrás del Muro, antes de 1989 o incluso en la actualidad. Romper con una ideología como la comunista no es fácil. Un partido de corte leninista, basado en el marxismo-­‐leninismo, te suministra una visión totalizadora de la realidad que incluye desde la definición del futuro a la interpretación del presente y la proyección del futuro, te convence de que el partido representa los intereses de la clase obrera y de todo el pueblo. Una visión totalizadora incluye hasta las relaciones de amistad y de pareja, pasando por lecturas y films obligatorios. Era obligatorio, por ejemplo, leer ASI SE TEMPLO EL ACERO, LA JOVEN GUARDIA y EL SILENCIOSO DON, y se ordenaba no leer por ningún motivo LA REVOLUCION RUSA, de León Trotzki, o no participar en el film LA CONFESION, de Costa Gavras. (Incluso Cuba estuvo bajo sospecha: hasta el golpe, por el apoyo que prestaba al MIR y porque desafiaba la visión de la Unión Soviética sobre América Latina.) (Romper con una visión totalizadora de mundo es como tirarse desde un avión en paracaídas y tratar de abrirlo intuitivamente. Es caer del todo a la nada, del manto protector de una ideología que tiene respuestas para todo a la incertidumbre, a las preguntas sin respuestas, a una extenuante búsqueda individual para explicarte lo que te rodea). Cuando era joven militante comunista, no tenía dudas y sí explicaciones para todo. No conocía la incertidumbre. Aparentemente las leyes de la historia estaban de nuestro lado. Hoy, cuarenta años más viejo o sabio, lo que tengo son más dudas que certezas. La única certeza es que tengo dudas. Desconfío de los que pasan por la vida con la panacea para todos los males del mundo bajo el brazo. Al final, la clave está en la libertad humana, en aceptar que no existe el determinismo de la historia, que todo puede ir en una u otra dirección, que los individuos y las sociedades son imprevisibles, que lo que queda es destacar y posibilitar la responsabilidad y la libertad de individuos educados e ilustrados, profundizar de modo permanente de la democracia, instalar la cultura del diálogo y el debate permanentes y fundamentados, soñar con una sociedad con mayor justicia y oportunidades, consciente de que somos parte de un mundo globalizado sin retorno en el cual desaparecieron los viejos modelos del socialismo estalinista, se reacomodan los modelos de corte socialdemócrata, y los liberales discuten sobre cuál ha de ser la dosis imprescindible del estado para contribuir a corregir ciertos desniveles. Vivimos en un mundo donde las recetas del pasado no sirven, donde el desafío y la oportunidad están en el conocimiento, la búsqueda de respuestas y la creatividad, donde los paradigmas siguen cayendo, donde LA JOVEN GUARDIA se hizo vieja, donde hay que derribar los nuevos muros y buscar el diálogo y el debate democráticos, donde hay que tener 7 conciencia plena de los incesantes vientos de cambio en lo político, lo social, lo científico y lo económico, donde hay que transmitir a los jóvenes los riesgos del dogmatismo, del estancamiento del conocimiento, donde no debemos olvidar que tanto la política del avestruz como la de considerarse el centro del mundo son sumamente nocivas y paralizantes, donde sigue siendo necesario que caiga esa gran lluvia liberadora de que hablaba CREEDENCE CLEARWATER REVIVAL para que todo florezca y se renueve. Roberto Ampuero Ministro de Cultura 26set2013 
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