PAGOLA Santa María, Madre de Dios

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Contiene:
ARL La Madre de Dios, reina de la paz
ARL Madre de Dios y Madre nuestra
PAGOLA Santa María, Madre de Dios
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
Santa María Madre de Dios
ARL La Madre de Dios, reina de la paz
En la octava de Navidad, en el primer día del año, la Iglesia celebra solemnemente a
María como Madre de Dios: es una fiesta que nos remite a la proclamación del dogma
sobre la maternidad divina de María por el Concilio de Éfeso en el año 431. Uno de los
primeros dogmas proclamados por un concilio ecuménico que quedó sujeto a muchas
críticas de parte de quienes no comprendieron exactamente el sentido de esta afirmación
de carácter teológico pero sobre todo de carácter espiritual y pastoral. Siendo la Madre
de Cristo, y siendo Cristo el Hijo de Dios, María es Madre de Cristo y Madre de Dios.
Es la Theotokos. El Concilio, ciertamente, decretó que Jesús era una sola persona, no
dos personas distintas; era completamente Dios y completamente hombre. La Virgen
María es la Theotokos porque dio a luz no a un hombre sino a Dios como hombre. La
unión de dos naturalezas en Cristo se cumplió de modo que la una no afectó a la otra.
Una maternidad singular la de nuestra Señora, y que ella ejerció en la plenitud de sus
facultades y capacidades respecto de Jesús, desde su nacimiento hasta su ascensión al
cielo. Una maternidad que Jesús mismo, desde la cruz, extiende a la entera humanidad,
cuando confía al cuidado del discípulo amado, san Juan, a su Madre, mientras está
muriendo en la cruz por la salvación del género humano.
Esta misión de María respecto a la humanidad entera se expresa en la oración que
hacemos al inicio de la asamblea eucarística de este día: “Oh Dios, que en la virginidad
fecunda de María has dado a los hombres los bienes de la salvación eterna, has que
experimentemos su intercesión porque medio de ella hemos recibido al autor de la
vida”.
Tal intercesión la consideramos particularmente necesaria en este momento de nuestra
historia, el momento que estamos viviendo. Un momento difícil a causa de la violencia,
la extorsión, la inseguridad, las guerras, la maldad, las injusticias, la crisis económica:
dificultades de todo género en nuestra patria y en el mundo. Es por eso que al inicio del
año nuevo la Iglesia confía precisamente a la intercesión de María el año entero, este
año del Señor 2015, y contextualmente celebra la Jornada mundial por la paz.
Sobre el tema de la paz nos habla directamente la palabra de Dios este día, sabiendo
bien que la Virgen, presente con el Niño Jesús y san José, es la Reina de la paz y la
Madre de la misericordia, Madre de la gracia, y que obtiene y concede las gracias de las
que todos tenemos necesidad. El texto del Evangelio de san Lucas que hoy leemos nos
hace saborear en toda su belleza y ternura el acontecimiento del nacimiento del
Redentor del vientre virginal de María y con al vigilante protección de san José, padre
nutricio de Jesús.
Del libro de los Números aprendemos el lenguaje de la paz y hacemos nuestro el anhelo
de paz que el texto sagrado nos ofrece en la simplicidad de su decir y en la sustancia de
su contenido. Son las palabras que el Padre san Francisco utilizó para bendecir a Fr.
León… Quisiéramos que este texto fuera concretamente actuado en Israel y para Israel,
constantemente en guerra con los palestinos, por los diferentes problemas. En la Tierra
de Jesús, dos pueblos en conflicto constante, cuando deberían hacer cualquier esfuerzo
para vivir en paz. Jerusalén significa: la ciudad de la paz. Aunque de paz, Jerusalén ha
visto muy poco antes y después de Cristo... Que se actuara en nuestros pueblos
oprimidos por la violencia, la extorsión, la impunidad, la corrupción, que nos privan de
serenidad y de paz… Por nuestra patria, por Jerusalén, por todo lo que significa, y por el
mundo entero, invocamos la paz en este comienzo del nuevo año y nos confiamos a la
Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra. Ya no más la guerra y la violencia,
sino solamente serenidad y paz para la humanidad.
Que nos sirva de apoyo en este deseo universal de paz el gran apóstol san Pablo, que en
un tiempo fue perseguidor de los cristianos y después, convertido, fue un digno
discípulo de Cristo y portavoz en el mundo, de la sabiduría del Evangelio. El texto de la
Carta a los Gálatas nos acerca a esta reflexión teológica sobre la paz: Dios es nuestro
Padre y nosotros somos sus hijos, herederos por gracia, hermanos entre nosotros en
Cristo Redentor. Estos son los contenidos esenciales de una verdad fundamental que nos
lleva a encontrar a cercanos y lejanos con el ánimo del amor y de la tolerancia y
aceptación, y nunca con odio, rechazo o exclusión y marginación. En Cristo el hombre
es esencialmente hermano de su semejante, porque somos hijos del mismo Padre que es
Dios.
Concluyo esta pequeña reflexión en la Jornada mundial por la paz deseando a todos un
año nuevo sereno y feliz, con la hermosa oración por la paz de san Juan Pablo II. En ella
encontramos nuestras más sinceras y profundas aspiraciones de paz para nuestra patria,
para el mundo y para el nuevo año: “Dios de nuestros padres, grande y misericordioso,
Señor de la paz y de la vida, Padre de todos. Tú tienes proyectos de paz y no de
aflicción, condenas las guerras y sometes el orgullo de los violentos. Tú has enviado a
Jesús, tu Hijo unigénito, a anunciar la paz a los cercanos y a los lejanos, a reunir a
los hombres de toda raza y de toda estirpe en una sola familia. Escucha el clamor
unánime de tus hijos, la súplica anhelante de toda la humanidad: nunca más la
guerra, espiral de luto y de violencia; amenaza para tus creaturas en el cielo, en la
tierra, en el mar. En comunión con María, la Madre de Jesús, también te suplicamos:
habla al corazón de los responsables del destino de los pueblos, detén la lógica del
desquite y de la venganza, sugiérenos con tu Santo Espíritu, soluciones nuevas, gestos
generosos y honorables, espacios de diálogo y de paciente espera más fecundos que
las apresuradas agendas de la guerra. Concede la paz a nuestros días. Nunca más la
guerra”. Amén
Fr. Arturo Ríos Lara, ofm.
Roma, 1 de enero de 2015
ARL Madre de Dios y Madre nuestra
Lc2, 15-21
“… los pastores fueron, sin tardanza, y encontraron a María y José, yal niño
recostado en un pesebre…”;el Hijo de Dios, que ha dado plenitud al tiempo, ha nacido
en un lugar que ninguna madre querría para un acontecimiento tan grande como el
nacimiento de un hijo.
Maternidad no es sinónimo de comodidad. María de Nazaret lo sabe bien; ella que había
escuchado aquel saludo que nunca se repitió en la historia, ella que en la exultación del
espíritu había exclamado: “grandes cosas ha hecho en mí el Omnipotente…. de ahora
en adelante todas las generaciones me llamaran bienaventurada…”, ella, experimenta
a lo largo de toda su vida de madre, cuánta dificultad y fatiga comportarían su elección
y su “si” y cuán rudo sería el camino de la fe; de su fidelidad humilde, obediente y llena
de amor.
Después de la primera turbación por el anuncio y el viaje a Ain Karim, las dudas de José
y la perspectiva de ser abandonada en secreto, pero abandonada sola con aquel hijo que
crecía en sus entrañas; estamos acostumbrados, tal vez demasiado, a contemplar a María
de Nazaret con una aureola de grandeza que, justamente, los siglos y la tradición
religiosa le han atribuido, pero antes de llegara a la gloria, ella fue simplemente una
joven mujer del pueblo, desposada con un joven descendiente de David, simple artesano
como tantos, y fue la madre de un hijo, atribuido por todos a José.
En distintas ocasiones el Evangelio nos recuerda que María conserva en el corazón,
meditando largamente, todo aquello que no alcanzaba a comprender del misterio de
aquel hijo, el Hijo de Dios; ella, la bendita, la bienaventurada, por haber creído
incondicionalmente al proyecto de Dios, ella, confiada totalmente a la voluntad del
Altísimo, como cualquier otra criatura sobre la tierra, debía experimentar la fatiga del
creer y del vivir de cada día.
Hoy la Iglesia dobla la rodilla en adoración cuando, en la profesión de fe, repite: “… se
encarnó, por obra del Espíritu Santo, en el seno de la Virgen María, y se hizo
hombre…”; nos arrodillamos, luego que siglos de vida cristiana nos han enseñado que,
desde aquel momento, el velo que escondía el rostro de Dios se ha rasgado y, en Jesús
de Nazaret, Dios ha venido entre los hijos de los hombres asumiendo un rostro humano;
pero en aquel entonces, la Madre del Hijo de Dios no conocía algún reconocimiento
particular y, en cambio, experimentó el rechazo, “no había lugar para ellos” (Lc 2, 8) y
la incomodidad de un establo recibió el acontecimiento más grande de la historia.
“Cuando llegó la plenitud del tiempo, Dios mandó a su Hijo, nacido de una mujer,
nacido bajo la ley…” (Gal 4, 7), -escribe san Pablo-, y bajo la ley, ya fuera justa o señal
de despotismo de un poderoso, ya fuera la ley civil o religiosa, María de Nazaret y su
hijo, con José, siempre obedecieron, a costa de cualquier sacrificio, incluido el exilio.
Entonces “Cumplido el tiempo de su purificación, -como dice el texto de san Lucas-,
según la ley de Moisés, lo llevaron al templo para presentarlo al Señor…” (Lc 2, 2324); ahí en el templo hubo un encuentro que para María fue como una segunda
anunciación, aún cuando esta vez traía la señal de la cruz, la señal distintiva de su hijo.
El encuentro fue con Simeón, hombre justo que sirviendo en el templo, esperaba ver al
Cristo; el anciano hombre de Dios, iluminado por el Espíritu, tomó en los brazos a
Jesús, bendiciendo a Dios por haber visto la salvación encarnada en aquel niño que se
revelaba a sus ojos como “la luz que ilumina a los pueblos y la gloria de Israel” (Lc 2,
32). Simeón bendijo también a José y a María; pero fue a la madre a quien se dirigió de
modo particular. “le dijo: El viene para la caída y la resurrección de muchos, como
señal de contradicción, y a ti una espada te atravesará el alma…”.
El relato de san Lucas no agrega más, solamente subraya el estupor que invadía a los
dos esposos por las palabras de aquel anciano; seguramente, María las aceptó en
silencio, un silencio lleno de fe y, en el corazón habrá repetido “Si, que se cumpla en
mí…”; pero esta vez no están los cantos de los ángeles, sino una palabra que hace
temblar: aquel niño será una señal de contradicción y, para su madre, hay una espada.
Comienza a delinearse muy concreta y dramáticamente, la misión del Hijo y la de la
Madre, la mujer que habría de vivir a la sombra de El habría recibido y asumido su
vocación al lado de su Hijo y como Madre de toda la humanidad. Es Cristo su hijo, que
la conduce a lo largo de los años hacia aquella maternidad nueva y única que se
realizará en el Calvario, una maternidad que, superado el simple lazo natural, se abrirá y
una vez más, se confiará plenamente a la voluntad del Padre.
Es lo que leemos en los pocos pasajes del relato evangélico en los que María de Nazaret
aparece, después de los años de la vida oculta de Jesús, durante los cuales “también su
vida estaba oculta, con Cristo, en Dios” (Redemptris Mater n. 17).
El Evangelio de san Lucas nos recuerda la voz de aquella mujer que se alza entre la
muchedumbre, mientras Jesús enseñaba en algún caserío de Galilea: “Bienaventurado
el vientre ue te llevó y los pechos que te amamantaron!” (Lc 11, 24); si,
bienaventurada y bendita María, pero la enseñanza del Hijo es otra: “Bienaventurados
sobre tod, los que escuchan la palabra deDios y la cumplen”. (Lc 11, 28) Esta es la
verdadera identidad de la Madre de Dios, madre como todas las madres del mundo, pero
capaz por la fuerza de la fe, de superar el lazo biológico para entrar y vivir la nueva
dimensión traída por su hijo, el Hijo de Dios venido al mundo “para que recibiéramos
la adopción como hijos…” (Gal 4, 7); también es san Lucas quien nos relata que,
mientras Jesús predicaba, llegó su madre con otros parientes y querían verlo; le avisaron
y él dijo: “¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Mi madre y mis
hermanos son quienes escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica…” (Lc 8,
20-21).
Este es el retrato que Jesús hace de su madre, un retrato que se puede apreciar también a
lo largo del sermón de las bienaventuranzas: los mansos, los pobres, los hambrientos de
justicia, los afligidos, los puros de corazón, los misericordiosos, los que construyen la
paz… tras el rostro de estos se puede ver a María, y es el mayor elogio que un hijo
puede hacer de su madre, no una mujer como tantas sino la Virgen Madre de Dios y de
todo hombre nacido sobre la tierra.
Esta maternidad sin fronteras es la vocación última a la que el Hijo conduce a su madre,
asociándola a su misión; así la encontramos al pie de la cruz, donde la Virgen Madre, la
bendita entre las mujeres, experimenta plenamente la antigua profesía de Simeón:
aquella espada, en verdad, le traspasa el alma mientras ve morir a su hijo.
La madre está en silencio, y en silencio repite una vez más su “Si” a Dios, un “Si”
cargado de una fe casi sobrehumana porque en ese momento ella tenía ante sus ojos
solamente el desmentir de las palabras del Ángel que un día le había dicho: “… será
grande… el Señor le dará el trono de David, su padre… reinará para siempre… su
reino no tendrá fin…” (Lc 1, 32-33); ahora su hijo agoniza, clavado en una cruz, como
un delincuente cualquiera.
En la fatiga de este momento, la inevitable fatiga de la fe, María, aceptando el
testamento de Cristo que le entrega como nuevo hijo a Juan y en él a toda la humanidad,
cumple su nueva maternidad, una maternidad que no tiene ya lazos con la carne pero es
increíblemente fecunda por el poder del Espíritu y madurada en el dolor. “Mujer, ahí
tienes a tu hijo” (Jn 19, 26); desde entonces, en el corazón y en la intercesión tierna de
la Madre, toda persona puede encontrar refugio, sea justa o pecadora; y ella, la Madre
ora en verdad por cada uno para mantener viva la nostalgia del cielo y ahí encontrar al
Hijo.
Fr. Arturo Ríos Lara, OFM
Roma, 1 de enero de 2015
PAGOLA Santa María, Madre de Dios
B (Lucas 2,16-21)
LA MADRE NOS ACOMPAÑA
José Antonio Pagola
Se dice que los cristianos de hoy vibramos menos ante la figura de María que los
creyentes de otras épocas. Quizás somos víctimas inconscientes de muchos recelos y
sospechas ante deformaciones habidas en la piedad mariana.
A veces, se había insistido de manera excesivamente unilateral en la función protectora
de María, la Madre que ampara a sus hijos e hijas de todos los males, sin convertirlos a
una vida más evangélica.
Otras veces, algunos tipos de devoción mariana no han sabido exaltar a María como
madre sin crear una dependencia insana de una «madre idealizada» y fomentar una
inmadurez y un infantilismo religioso.
Quizás, esta misma idealización de María como «la mujer única» ha podido alimentar
un cierto menosprecio a la mujer real y ser un refuerzo más del dominio masculino. Al
menos, no deberíamos desatender ligeramente estos reproches que, desde frentes
diversos, se nos hace a los católicos.
Pero sería lamentable que empobreciéramos nuestra vida religiosa olvidando el regalo
que María puede significar para los creyentes.
Una piedad mariana bien entendida no encierra a nadie en el infantilismo, sino que
asegura en nuestra vida de fe la presencia enriquecedora de lo femenino. El mismo Dios
ha querido encarnarse en el seno de una mujer. Desde entonces, podemos decir que «lo
femenino es camino hacia Dios y de Dios» (L. Boff).
La humanidad necesita siempre de esa riqueza que asociamos a lo femenino porque,
aunque también se da en el varón, se condensa de manera especial en la mujer:
intimidad, acogida, solicitud, cariño, ternura, entrega al misterio, gestación, donación de
vida.
Siempre que marginamos a María de nuestra vida, empobrecemos nuestra fe. Y siempre
que despreciamos lo femenino, nos cerramos a cauces posibles de acercamiento a ese
Dios que se nos ha ofrecido en los brazos de una madre.
Comenzamos el año celebrando la fiesta de Santa María, Madre de Dios. Su fidelidad y
entrega a la Palabra de Dios, su identificación con los pequeños, su adhesión a las
opciones de su hijo Jesús, su presencia servidora en la Iglesia naciente y, antes que
nada, su servicio de Madre del Salvador hacen de ella la Madre de nuestra fe y de
nuestra esperanza.
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
(Jueves 1 de enero de 2015)
LECTURAS
Invocarán mi Nombre sobre los israelitas, y Yo los bendeciré
Lectura del libro de los Números 6, 22-27
El Señor dijo a Moisés:
«Habla en estos términos a Aarón y a sus hijos: Así bendecirán a los israelitas. Ustedes
les dirán: "Que el Señor te bendiga y te proteja.
Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia.
Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz". Que ellos invoquen mi Nombre
sobre los israelitas, y Yo los bendeciré».
Palabra de Dios.
SALMO RESPONSORIAL
66, 2-3. 5-6. 8
R. ¡El Señor tenga piedad y nos bendiga!
El Señor tenga piedad y nos bendiga,
haga brillar su rostro sobre nosotros,
para que en la tierra se reconozca su dominio,
y su victoria entre las naciones. R.
Que canten de alegría las naciones,
porque gobiernas a los pueblos con justicia
y guías a las naciones de la tierra.
El Señor tenga piedad y nos bendiga. R.
¡Que los pueblos te den gracias, Señor,
que todos los pueblos te den gracias!
Que Dios nos bendiga,
y lo teman todos los confines de la tierra. R.
Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer
Lectura de la carta del Apóstol san Pablo a los cristianos de Galacia 4, 4-7
Hermanos:
Cuando se cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer y
sujeto a la Ley, para redimir a los que estaban sometidos a la Ley y hacernos hijos
adoptivos.
Y la prueba de que ustedes son hijos, es que Dios infundió en nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que clama a Dios llamándolo: ¡Abbá!, es decir, ¡Padre! Así, ya no
eres más esclavo, sino hijo, y por lo tanto, heredero por la gracia de Dios.
Palabra de Dios.
ALELUIA
Cf. Heb 1, 1-2
Aleluya.
Después de haber hablado a nuestros padres
por medio de los Profetas,
en este tiempo final,
Dios nos habló por medio de su Hijo.
Aleluya.
Encontraron a María, a José y al recién nacido. Ocho días después se le puso el
nombre de Jesús
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Lucas
2, 16-21
Los pastores fueron rápidamente adonde les había dicho el Ángel del Señor, y
encontraron a María, a José, y al recién nacido acostado en el pesebre. Al verlo,
contaron lo que habían oído decir sobre este niño, y todos los que los escuchaban
quedaron admirados de lo que decían los pastores.
Mientras tanto, María conservaba estas cosas y las meditaba en su corazón. Y los
pastores volvieron, alabando y glorificando a Dios por todo lo que habían visto y oído,
conforme al anuncio que habían recibido.
Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de
Jesús, nombre que le había sido dado por el Ángel antes de su concepción.
Palabra del Señor
Guión para la Santa Misa
Solemnidad de Santa María, Madre de Dios
Entrada:
Hoy la Iglesia celebra la Maternidad Virginal de María Santísima. Cristo es Dios
y por eso su madre se llama y es verdaderamente la Madre de Dios. Participemos
activamente de este Santo Sacrificio de la Misa para honrar como es debido a Jesucristo
y a su Madre.
LITURGIA DE LA PALABRA
1° Lectura: Num. 6,22-27
Los israelitas invocando el nombre del Señor, bendecían al pueblo.
2° Lectura: Gálatas 4,4-7
En la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de una Mujer para
redimir al hombre.
Evangelio: Lc. 2, 16-21
Los pastores juntamente con María Ssma. y San José adoraban al Niño-Dios
recostado en el pesebre.
Preces:
Hermanos, oremos a Dios Padre que ha enviado a su Hijo muy amado, nacido de
una Mujer, para redimirnos.
A cada intención respondemos….
-Por el Santo Padre, Francisco, los obispos, sacerdotes y diáconos, para que en el
ejercicio de sus ministerios pastorales, resplandezca el amor de Dios, que busca la
unidad de todos los creyentes. Oremos….
-Por la re-evangelización de los pueblos, y por los cristianos perseguidos, para que
perseveren arraigados en la fe, confesando a Cristo verdadero Dios y verdadero
Hombre. Oremos….
-En la jornada mundial por la paz, pidamos éste don, juntamente con la concordia para
las naciones que sufren la guerra y para que se acreciente en todo creyente el deseo de
ser instrumentos de paz. Oremos….
-Por las familias de nuestra Patria, para que por la maternidad de María Santísima,
respeten la dignidad de la vida humana, como colaboradores en la obra de la creación.
Oremos….
-Por todos nosotros, jubilosos por el nacimiento del Niño Dios, y habiendo conocido el
amor del Dios, para que sintamos la urgencia de anunciar el Evangelio a la gran familia
humana. Oremos…
Padre Santo, acepta benigno las necesidades que te presentamos confiando en la
intercesión de María Santísima. Te lo pedimos por Jesucristo, nuestro Señor, que
vive y reina por los siglos de los siglos.
LITURGIA DE LA EUCARISTÍA
Unimos a éstos dones el deseo de ser “transformados en ofrendas permanentes” y
presentamos:
-Un ramo de flores a la Madre de Dios y Madre nuestra juntamente con todo nuestro
amor filial.
- Pan y Vino, para el Santo Sacrificio del altar.
Comunión:
Recibamos al Señor sacramentado, Príncipe de la paz, y pidámosle la gracia de ser en
nuestro ámbito de apostolado instrumentos de paz.
Salida:
Que María Santísima, Madre de Dios y Madre nuestra nos conceda la gracia de imitar
su entrega incondicional al plan divino, para alabanza del Señor.
Exégesis
José María Solé – Roma, C.M.F.
NÚMEROS 6, 22-27:
La Liturgia inicia el primer día del año, Octava de la Navidad, con esta solemne
bendición, con la que el Pontífice de Israel despedía al pueblo congregado para el
sacrificio vespertino. El Sirácida (Ecclo 50, 20) nos lo narra del Sumo Sacerdote Simón:
«Al terminarse el servicio del Señor (Simón), bajaba y elevaba sus manos sobre toda la
asamblea de los hijos de Israel, para dar con sus labios la bendición del Señor y tener el
honor de pronunciar su Nombre. Y todos se postraban para recibir la bendición del
Altísimo».
—
Pedir que brille sobre nosotros la luz del rostro de Dios es pedir su amor y
benevolencia: « ¡Alza sobre nosotros la luz de tu Rostro!» (Sal 5, 7). «Haz que alumbre
a tu, siervo tu Rostro. ¡Sálvame por tu amor!» (Sal 31, 17).
La Iglesia ahora nos da esta bendición en nombre de Jesús-Salvador. Y nos
exhorta a comenzar, impetrando su bendición, todas nuestras obras.
—
Jesús nos dejó su bendición como Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza al
ofrecer su Sacrificio: «La paz os dejo. Mi paz os doy» (In 14, 27).
Singularmente aluden a este pasaje de Números aquellas palabras de nuestro
Pontífice Jesús, que se despide de nosotros; y nos da su bendición Sacerdotal en
Nombre del Padre y en el Nombre suyo de Hijo: «Padre Santo: tuyos eran y me los
diste. Todas mis cosas tuyas son y las tuyas mías. Y Yo ya no estaré en el mundo,
mientras ellos quedan en el mundo; Yo voy a Ti. Padre, guárdalos en tu Nombre, el que
Tú me has dado; a fin de que sean Uno como Nosotros» (Jn 17, 6. 11). Bendecidos en el
nombre divino de Jesús tendremos la paz.
—
Que así sea en este nuevo año «cristiano» que comenzamos: «Que invoquen mi
Nombre sobre los hijos de Israel y Yo les bendeciré» (Nm 6, 27). EPÍSTOLA Gál. 4, 47:
La Epístola nos da uno de los mejores fundamentos bíblicos de la Maternidad
espiritual y universal de María:
—
Cristo, Hijo de Dios, nace súbdito de la Ley, inserto en la Historia de la
Salvación (solidaridad con los judíos), nace de Mujer (solidaridad con toda la raza
humana). Se sujeta a la Ley para «liberarnos». Se hace Hijo de Mujer para darnos la
filiación divina. «Ved cuán grande caridad nos ha otorgado el Padre, que seamos
llamados hijos de Dios. ¡Y lo somos!» (1 Jn 3, 1). Tan cierto es que participamos con
toda propiedad la filiación del Hijo, que San Pablo nos anima a vivir en plena intimidad
filial con el Padre: «Y por cuanto sois hijos, envió Dios a vuestros corazones el Espíritu
de su Hijo que clama: Abba! ¡Padre! De manera que no eres ya esclavo, sino hijo. Y si
hijo, también heredero por gracia de Dios» (Gál 4, 6).
La Mujer de quien es Hijo este Hermano nuestro es también Madre nuestra. Si
somos hijos de Dios en Cristo, somos a la vez hijos de María en Cristo. Orígenes nos lo
dice en unas palabras muy expresivas: «No teniendo María otro hijo que Jesús, cuando
el Maestro dice: «He ahí a tu hijo» y no dice 'Este es también tu hijo', es como si dijese:
he ahí el Jesús que has engendrado; porque todo perfecto cristiano no vive ya su vida
natural, sino que Cristo vive en él. Y porque Cristo vive en él se dice de él a María:
«Este es tu Hilo, Cristo» (P. G. 14, 31). Si vivimos de Cristo y en Cristo, con pleno
derecho llamamos a Dios «Padre» y a María «Madre». Si la Eucaristía nos forma y
transforma más en Cristo debe desarrollar nuestra piedad con María: la vivencia de los
sentimientos filiales de Jesús con su Madre Cristo que en lo es también nuestra.
EVANGELIO, Lc 2, 16-21:
En la narración evangélica notemos:
—
Los pastores de Belén adoran al Mesías. Son las «primicias» de los infinitos
adoradores. La humildad, la sencillez, la pobreza, la austeridad, disposiciones que
preparan el corazón a la fe. Ellos no se escandalizan por la pobreza del Mesías pobre.
—
El v 19 es una fina indicación. María oye atenta cuanto dicen los pastores y
capta atenta todos los signos y acontecimientos. El Corazón de la Madre es el mejor
archivo y la mejor biblioteca de los recuerdos y de los misterios del Hijo. Lucas ha
bebido en buena fuente. Los devotos de la Virgen crecen en el conocimiento y amor de
Cristo. ¡Y cuánto nos revelará María en el cielo!
—
Por la circuncisión, Jesús, hijo de Abraham, se solidariza con una raza pecadora
(v. 21). Es entonces cuando se le impone el nombre de Jesús revelado por el cielo a
María y a José. Jesús = Dios Salva, va a tener el sentido más pleno. Aquel que San
Pablo sintetiza en esta tremenda expresión: «Dios a Aquel que no conoció el pecado,
por nosotros le hizo pecado, a fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios en
El» (2 Cor 5, 21). Nos salva de nuestros pecados porque los carga todos sobre Sí para
expiarlos todos. Y partícipes de su vida (gracia), quedamos plenamente justificados,
santificados y salvados: «Gozosos, Señor, hemos recibido los celestes sacramentos;
concédenos que nos aprovechen para la vida eterna a quienes nos gloriamos de
proclamar a la siempre Virgen María Madre de tu Hijo y Madre de la Iglesia» (Postc.).
JOSÉ Mª SOLÉ ROMA C.M.F., Ministros de la Palabra, ciclo A, Herder Barcelona 1979,
54-56
Comentario Teológico
P. Rolando Santoianni, I.V.E.
La maternidad divina y la maternidad espiritual de María
Introducción: Primer principio fundamental de la Mariología
La maternidad divina de María, considerada integralmente en sí misma, constituye el
primer principio básico y fundamental de toda la Mariología.
Las razones son:
A. Es una verdad expresamente revelada por Dios en la Sagrada Escritura y
expresamente definida por la Iglesia.
La Sagrada Escritura expresa en diversos pasajes que María es la Madre de
Jesús:
“María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1,16).
“Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre...” (Jn 19,25).
“Todos éstos perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con
María, la Madre de Jesús...” (Hch 1,14).
La Iglesia ha definido solemnemente como verdad de fe la maternidad divina de
María en el Concilio Ecuménico III de Éfeso en el 431: “Si alguno no confiesa que
Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es Madre de Dios
(pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema” (Dz 113).
B. Expresa una sola verdad absoluta
La maternidad divina, como verdad única y absoluta, es necesario considerarla
integralmente, es decir con todo lo que significa intrínseca y esencialmente desde
cualquier punto de vista la realidad de que María es Madre de Dios.
Por otro lado toda pretendida composición, a pesar de presentarse en vinculación
con la maternidad mariana, atentan contra la claridad del carácter absoluto que debe
guardar un Primer Principio.
C. Constituye el último fundamento y la base objetiva de todas las demás
verdades mariológicas
“La maternidad divina es la base de la relación de María con Cristo; de aquí
que es la base de su relación con la obra de Cristo, con el Cristo total, con toda la
Teología y el cristianismo; es, por lo tanto, el principio fundamental de toda la
Mariología” (Cyril Vollert).
De esto se desprenden todas las otras verdades mariológicas, desde su
predestinación hasta su gloriosa asunción a los cielos y todos los atributos y privilegios
excepcionales concedidos a María. Todo le fue concedido en atención a la divina
maternidad, sea porque había de ser la Madre del verbo Encarnado, sea porque ya lo era.
1. La maternidad divina
Como se vio al exponer el principio primario y fundamental de toda la
Mariología, la maternidad divina está en el centro ontológico de la existencia de María.
Todos los dones, gracias y privilegios excepcionales de que gozó la Virgen, fueron a
ella otorgados en atención al hecho de que ella estaba predestinada desde toda la
eternidad a ser la Madre de Dios.
1.1. Fundamento escriturístico
La Santísima Virgen María es propia, real y verdaderamente Madre de Dios,
puesto que engendró según la carne al Verbo de Dios encarnado.
En la Sagrada Escritura no se usa explícitamente la fórmula María, Madre de
Dios, pero se deduce con certeza y evidencia de dos verdades contenidas en la
Revelación: que María es la Madre de Jesús, y que Jesús es Dios.
A. María es Madre de Jesús: Mt 1,16; 2,11; Lc 2,37-48; Jn 2,1; Hech 1,14; etc.
Además Jesús es presentado como concebido (Lc 1,31) y nacido (Lc 2,7-12) de la
Virgen.
B. Jesús es Dios: Jn 1,1-14; Mt 26,63-64; etc. También comprobado por sus
milagros hechos en nombre propio (Lc 7,14; Jn 11,43; etc), por la prueba definitiva de
su propia resurrección (Mt 28,5-6; etc.), anunciada previamente por Él mismo antes de
su muerte (Mt 17,22-23; etc.).
1.2. La definición dogmática
La primera proclamación dogmática oficial de la Maternidad Divina de María
aparece con el Concilio de Éfeso (431) que condena en bloque la doctrina herética de
Nestorio (+451), monje antioqueno y luego patriarca de Constantinopla hasta su
deposición.
Nestorio sostenía que en Cristo no había solamente dos naturalezas sino también
dos personas, una humana y otra divina, y por lo tanto María fue Madre de la persona
humana y no de la divina, proponiendo el título de la Virgen como Xristotókos y no
Theotókos.
En Éfeso se dio lectura y aprobó la segunda carta de San Cirilo de Alejandría
contra Nestorio en donde se deja en claro el tema de la única Persona divina de Cristo
bajo las dos naturalezas y por consiguiente la Maternidad Divina de María (Dz 111a).
Más adelante, bajo el pontificado de San León Magno se celebró el Concilio de
Calcedonia (451) contra la herejía monofisita de Eutiques, definiendo que en Cristo hay
dos naturalezas y una sola Persona o hipóstasis: la Persona divina del Verbo (Dz 148), y
también se dejó constancia de la real y verdadera Maternidad Divina de María.
En el Concilio II de Constantinopla (553), celebrado bajo el pontificado del papa
Vigilio, se retoman y confirman las declaraciones de Éfeso (Dz 113-114.226-227).
Considerando estos documentos y el proceso histórico se puede decir que la
divina maternidad de María fue uno de los dogmas marianos más antiguos confesados
por la Iglesia, incluso antes de una definición oficial.
1.3. Razón teológica
La explicación teológica se basa en un principio sencillo: Las madres son
madres de la persona de sus hijos, compuesta de alma y cuerpo, aunque ellas
proporcionen únicamente la materia del cuerpo, al cual infunde Dios el alma humana,
convirtiéndola entonces en persona humana. Pero Cristo no es persona humana, sino
persona divina, aunque tenga una naturaleza humana desprovista de personalidad
humana, que fue sustituida por la personalidad divina del Verbo en el mismo instante
de la concepción de la carne de Jesús (Cf. S.Th. III, Q.33, a.3).
Así, María, concibió realmente y dio a luz a la persona divina de Cristo, única
persona que hay en Él, y por consiguiente cabe llamarla Madre de Dios. No es un
escollo que María no haya concebido la naturaleza divina en cuanto tal como tampoco
las madres conciben el alma de sus hijos sin dejar de ser madres de la persona de ellos.
La naturaleza divina subsiste en el Verbo eternamente y, por consiguiente, es anterior a
la existencia de la Virgen. María es Madre de Dios porque concibió, según la carne, a la
persona divina del Verbo.
Sólo se podría negar que María sea Madre de Dios si la humanidad de Cristo
hubiese sido concebida antes de que se efectuase la unión entre ella y el Verbo de Dios
o en el caso de que la humanidad de Cristo no hubiese sido tomada por el Verbo de
Dios en la unidad de persona o hipóstasis, y estas hipótesis son erróneas, heréticas y
condenadas por la Iglesia, la primera sostenida por Fotino y la segunda por Nestorio
(Cf. S.Th.III, Q.35, a.1.3.4, Q.33, a.3).
1.4. Consecuencias teológicas
A. La maternidad divina, eleva a la Santísima Virgen al orden hipostático
relativo. Esto es consecuencia de la relación esencial e inevitable que hay entre una
madre y su verdadero hijo, y como el Hijo de María es el Verbo de Dios encarnado, ella
tiene una relación real con Él, con su persona o hipóstasis, aunque de modo relativo.
En las obras de Dios existen tres órdenes:
a. Natural: Orden de la naturaleza toda.
b. Sobrenatural: Orden de la gracia y de la gloria.
c. Hipostático: Orden de la encarnación del Verbo.
María se encuentra incluida de una manera absoluta en los dos primeros y de
manera relativa en el tercero, ya que el orden hipostático absoluto pertenece
exclusivamente a Cristo porque en Él subsisten las dos naturalezas, humana y divina,
bajo una sola hipóstasis o persona: la persona divina del Verbo. Esta característica
ubica a la Virgen por sobre todas las demás criaturas en excelencia y dignidad.
B. Aunque la maternidad divina eleva a María al orden hipostático relativo, y en
este sentido está muy por encima de todo orden sobrenatural de la gracia y de la gloria,
sin embargo, en sí misma no santifica formalmente a la Virgen, aunque lleva consigo la
exigencia moral de la gracia y de la gloria en grado muy superior a otra criatura humana
o angélica.
La santidad formal consiste en una forma sobrenatural, la gracia santificante,
físicamente inherente e intrínsecamente recibida en el alma, y la maternidad divina no
es forma intrínsecamente inherente al alma de María, sino una pura relación, relación
que existe entre una madre y su hijo, que en sí misma es extrínseca al sujeto y al
término.
En lo que toca a la virtud de santificar, una cosa es la maternidad divina y otra la
unión hipostática. En la unión hipostática, la humanidad de Cristo, unida al Verbo
según su propia subsistencia, no puede ser ajena a la santidad del mismo Verbo. En la
maternidad divina, la generación del Verbo según su naturaleza humana, dice sólo una
relación real a Dios Hijo, y no puede ser santificada formalmente en el término de su
relación, es decir, en la persona de su Hijo, porque María, incluso como Madre de Dios,
sigue siendo persona propia, distinta del Hijo de Dios y de las otras divinas personas.
Sin embargo la maternidad divina conlleva la exigencia moral de la gracia y de la gloria
por sobre cualquier otra criatura humana o angélica, porque el Hijo de María es Dios, y
santifica a la Virgen, no con una santidad intrínseca o absoluta, que proviene de la
gracia santificante, pero sí con una santidad extrínseca y relativa.
C. En virtud de su maternidad divina, María, contrae una verdadera afinidad y
parentesco con Dios. Ella tiene consanguinidad en primer grado de línea recta con el
Hijo de Dios según su naturaleza humana, y por esto, contrae una especial relación y
parentesco con la naturaleza divina del Hijo y de allí con las tres personas de la
Santísima Trinidad.
D. La Santísima Virgen conoció perfectísimamente desde el momento de la
anunciación que iba a concebir en sus entrañas virginales al Mesías, Hijo de Dios y
Redentor de la humanidad. Esta aseveración sale al cruce de teorías modernistas como
la de Karl Adam, que confunden la fe que tenía ciertamente María, con la ignorancia de
Aquel que concibió en sus entrañas, y que en realidad le fue perfectamente revelado,
anunciado por el ángel, por Santa Isabel, por los Reyes Magos, los pastores y, además
tenía toda el profetismo mesiánico veterotestamentario. Las hipótesis de este tipo no son
novedosas sino reedición de otras antiguas y condenadas. Erasmo de Rotterdam, en el
siglo XVI, sostenía lo mismo y fue rebatido por la Universidad de París en 1526
calificando su opinión como fruto de una “crasa ignorancia de los Evangelios”.
2. La maternidad espiritual
2.1. Fundamento teológico
La maternidad espiritual de María tiene su base fundamental en nuestra
incorporación a Cristo. En virtud de la encarnación redentora, el Verbo encarnado en el
seno virginal de María queda constituido Cabeza mística de toda la humanidad y la
humanidad queda constituida Cuerpo místico suyo. Cristo puede ser considerado como
Hombre-Dios, por lo cual tiene un cuerpo físico como todos los demás hombres; y
como Redentor del género humano, por lo que tiene un Cuerpo místico, que es la
sociedad de todos los que creen en Él (Rm 12,5).
La Virgen Santísima, al engendrar física y naturalmente a Cristo, engendra
espiritual y sobrenaturalmente a todos los cristianos, miembros místicos de Cristo. La
Cabeza y los miembros místicos son frutos de un mismo seno constituyéndose María,
en Madre del Cristo total, aunque de modo diverso: físicamente de la Cabeza y
espiritualmente de los miembros.
2.2. La maternidad espiritual y el Magisterio
La maternidad espiritual de María ha sido enseñada expresa y formalmente por
el Magisterio de la Iglesia con distintos documentos.
León XIII: Encíclica Quamquam pluries (18/8/1889); San Pío X: Encíclica Ad
diem illum (2/2/1904); Pío IX: Encíclica Lux veritatis (25/12/1931). Igualmente otros
pontífices hicieron referencia a la maternidad espiritual como Pío XII: Encíclica Mystici
corporis (29/6/1943) y Juan XXIII. En la Constitución dogmática sobre la Iglesia
Lumen gentium del Concilio Vaticano II (Nº61). Paulo VI en el discurso de clausura de
la III Sesión del Concilio Vaticano II, en donde proclama a María como Madre de la
Iglesia: “...por ser Madre de Aquel que desde el primer instante de la encarnación en
su seno virginal se constituyó en cabeza de su cuerpo místico que es la Iglesia, María,
pues, como Madre de Cristo, es Madre también de los fieles y de todos los pastores, es
decir, de la Iglesia”. Y más recientemente con Juan Pablo II, sobre todo en la Encíclica
“Redemptoris Mater” (25/3/1987).
2.3. Dimensión de la maternidad espiritual de María
La real maternidad espiritual de María no tiene un sentido metafórico ni
tampoco adoptivo sino un verdadero sentido sobrenatural. De este modo, las palabras
de Jesús en la cruz: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” y dirigiéndose al discípulo: “Ahí tienes
a tu Madre” (Jn 19,26), tiene las características de una proclamación solemne y
testamentaria del Señor respecto al ejercicio de la maternidad espiritual de su Madre
sobre toda la humanidad representada allí por el apóstol San Juan, pero no significa que
esa maternidad espiritual tenga solamente características de una adopción, sino que es
algo mucho más profundo e íntimo.
Nuestro alumbramiento como hijos espirituales de María comienza en Belén, al
dar a luz a Cristo, nuestra Cabeza, pero no se completó de una manera formal y
definitiva hasta el Calvario, cuando se consumó de hecho la redención de los hombres
por Cristo Redentor. Lo mismo que nuestra regeneración espiritual, iniciada en el
misterio de la encarnación, recibió su cumplimiento en el de la redención, así la
maternidad espiritual de María, que comenzó en aquel primer misterio se consumó en el
segundo.
Santos Padres
San Bernardo
La Virgen Madre
5. A esta ciudad, pues, fue enviado el ángel Gabriel por Dios. ¿A quién? A una virgen
desposada con un varón, cuyo nombre era José. ¿Qué virgen es ésta tan respetable que
un ángel la saluda? ¿Tan humilde, que está desposada con un artesano? Hermosa es la
mezcla de la virginidad y de la humildad; y no poco agrada a Dios aquella alma en
quien la humildad engrandece a la virginidad y la virginidad adorna a la humildad. Mas
¿de cuánta veneración, te parece, que será digna aquella cuya humildad engrandece la
fecundidad y cuyo parto consagra la virginidad? Oyes hablar de una virgen, oyes hablar
de una humildad; si no puedes imitar la virginidad de la humilde, imita la humildad de
la virgen. Loable virtud es la virginidad, pero más necesaria es la humildad: aquélla se
nos aconseja, ésta nos la mandan; te convidan a aquélla, a ésta te obligan. De aquélla se
dice: E1 que la puede guardar, guárdela; de ésta se dice: El que no se haga como este
párvulo, no entrará en el reino de los cielos. De modo que aquélla se premia, como
sacrificio voluntario; ésta se exige, como servicio obligatorio. En fin, puedes salvarte
sin la virginidad, pero no sin la humildad. Puede agradar la humildad que llora la
virginidad perdida; más sin humildad (me atrevo a decirlo) ni aun la virginidad de
María hubiera agradado a Dios. ¿Sobre quién descansará mi espíritu, dice el Señor, sino
sobre el humilde y manso? Sobre el humilde, dice, no sobre el que es virgen. Con que si
María no fuera humilde, no reposara sobre ella el Espíritu Santo; y, si no reposara sobre
ella, no concibiera por virtud de Él. Porque, ¿cómo pudiera concebir de El sin Él? Es
claro, pues, que para que de Él hubiese de concebir., como ella dice: Miró el Señor a la
humildad de su sierva mucho más que a la virginidad; y, aunque por la virginidad
agradó a Dios, con todo eso, concibió por la humildad. De donde consta que la
humildad fue la que hizo agradable su virginidad también.
6. ¿Qué dices, virgen soberbia? María, olvidada de que es virgen, se gloria de la
humildad, y tú, menospreciando la humildad, ¿te glorías en tu virginidad? Miró, dice
ella, a la humildad de su sierva el Señor. ¿Quién es ella? Una virgen santa, una virgen
pura, una virgen devota. ¿Por ventura eres tú más casto que ella? ¿O más devoto? ¿O
será tu castidad más agradable a Dios que la de María, para que puedas tú sin humildad
agradarle con la tuya, no habiéndole ella, sin esta virtud, agradado con la suya?
Finalmente, cuanto más digno de honor eres por el don singular de la castidad, tanto
mayor injuria te haces a ti mismo, afeando en ti la hermosura de ella con la mezcla de tu
soberbia; y mejor te estaría no ser virgen que hacerte soberbio por la virginidad. No es
de todos la virginidad, ciertamente, pero es de muchos menos todavía la humildad
acompañada de la virginidad. Pues, si no puedes más que admirar la virginidad de
María, procura imitar su humildad, y te basta. Pero si eres virgen y al mismo tiempo
humilde, grande eres, cualquiera que seas.
7. Con todo eso, hay en María otra cosa mayor de que te admires, que es la fecundidad
junta con la virginidad. Jamás se oyó en los siglos que una mujer fuese madre y virgen
juntamente. O si también consideras de quién es madre, ¿adónde te llevará tu
admiración sobre su admirable excelencia? ¿Acaso no te llevará hasta llegar a
persuadirte que ni admirarlo puedes como merece? ¿Acaso a tu juicio o, más bien, al
juicio de la verdad, no será digna de ser ensalzada sobre todos los coros de los ángeles
la que tuvo a Dios por hijo suyo? ¿No es María la que confiadamente llama al Dios y
Señor de los ángeles hijo suyo, diciéndole: Hijo, ¿cómo has hecho esto con nosotros?
¿Quién de los ángeles se atrevería a esto? Es bastante para ellos y tienen por cosa
grande que, siendo espíritus por su creación, han sido hechos y llamados ángeles por
gracia, testificando David: El Señor es quien hace ángeles suyos a los espíritus. Pero
María, reconociéndose madre de aquella Majestad a quien ellos sirven con reverencia, le
llama confiadamente hijo suyo. Ni se desdeña Dios de ser llamado lo que se dignó ser;
pues poco después añade el evangelista: Y estaba sujeto a ellos. ¿Quién?, ¿a quiénes?
Dios a los hombres. Dios, repito, a quien están sujetos los ángeles, a quien los
principados y potestades obedecen, estaba obediente a María, ni sólo a María, sino a
José por María. Maravíllate de estas dos cosas, y mira cuál es de mayor admiración, si
la benignísima dignación del Hijo o la excelentísima dignidad de tal Madre. De ambas
partes está el pasmo, de ambas el prodigio: que Dios obedezca a una mujer, humildad es
sin ejemplo, y que una mujer tenga autoridad para mandar a Dios, es excelencia sin
igual. En alabanza de las vírgenes se canta como cosa singular que siguen al Cordero a
cualquiera parte que vaya. ¿Pues de qué alabanzas juzgarás digna a la que también va
delante y el Cordero la sigue?
8. Aprende, hombre, a obedecer; aprende, tierra, a sujetarte; aprende, polvo, a observar
la voluntad del superior. De tu Autor habla el evangelista y dice: Y estaba sujeto a ellos;
sin duda a María y a José. Avergüénzate, soberbia ceniza: Dios se humilla, ¿y tú te
ensalzas? Dios se sujeta a los hombres, ¿y tú, anhelando dominar a los hombres, te
prefieres a tu Autor? Ojalá que a mí, si llego a tener tales pensamientos, se digne Dios
responderme lo que respondió también a su apóstol reprendiéndole: Apártate detrás de
mí, Satanás, porque no tienes gusto de las cosas que son de Dios. Puesto que, cuantas
veces deseo mandar a los hombres, tantas pretendo ir delante de mí Dios; y entonces
verdaderamente ni tengo gusto ni estimación de las cosas que son de Dios, porque del
mismo se dijo: Y estaba sujeto a ellos. Si te desdeñas, hombre, de imitar el ejemplo de
los hombres, a lo menos no puedes reputar por cosa indecorosa para ti el seguir a tu
Autor. Si no puedes seguirle a todas partes adonde Él vaya, síguele al menos con gusto
adonde por ti bajó. Quiero decir: si no puedes subir a la altura de la virginidad, sigue
siquiera a tu Dios por el camino segurísimo de la humildad, de la cual, si las vírgenes
mismas se apartan, ya no seguirán al Cordero en todos sus caminos. Sigue al Cordero el
humilde que se manchó, le sigue el virgen soberbio también; pero ni el uno ni el otro a
cualquiera parte que vaya; pues ni aquél puede subir a la limpieza del Cordero, que no
tiene mancha, ni éste se digna bajar a la mansedumbre de quien enmudeció paciente, no
delante de quien le esquilaba, sino delante de quien le mataba. Sin embargo, más
saludable modo de seguirle eligió el pecador en la humildad que el soberbio en la
virginidad; pues purifica la humilde satisfacción de aquél su inmundicia, cuando
mancha la castidad de éste su soberbia.
9. Dichosa en todo María, a quien ni faltó la humildad ni la virginidad. Singular
virginidad la suya, que no violó, sino que honró la fecundidad; no menos ilustre
humildad, que no disminuyó, sino que engrandeció su fecunda virginidad; y
enteramente incomparable fecundidad, que la virginidad y humildad juntas acompañan.
¿Cuál de estas cosas no es admirable? ¿Cuál no es incomparable? ¿Cuál no es singular?
Maravilla será si, ponderándolas, no dudas cuál juzgarás más digna de tu admiración; es
decir, si será más estupenda la fecundidad en una virgen o la integridad en una madre;
su dignidad por el fruto de su castísimo seno o su humildad con dignidad tan grande;
sino que ya, sin duda, a cada una de estas cosas se deben preferir todas juntas, y es
incomparablemente más excelencia y más dicha haberlas tenido todas que precisamente
algunas. ¿Y qué maravilla que Dios, a quien leemos y vemos admirable en sus santos,
se haya mostrado más maravilloso en su Madre? Venerad, pues, los que os halláis en
estado de matrimonio, la integridad y pureza del cuerpo en el cuerpo mortal; admirad
también vosotras, vírgenes sagradas, la fecundidad de una virgen; imitad, hombres
todos, la humildad de la Madre de Dios; honrad, ángeles santos, a la Madre de vuestro
Rey, vosotros que adoráis al Hijo de nuestra Virgen, nuestro Rey y vuestro juntamente,
reparador de nuestro linaje y restaurador de vuestra ciudad. A cuya dignidad, pues entre
vosotros es tan sublime y tan humilde entre nosotros, sea dada, por vosotros igualmente
que por nosotros, la reverencia que se le debe; y a su dignación, el honor y la gloria por
todos los siglos. Amén.
SAN BERNARDO, Sobre la excelencia de la Virgen Madre, I, 5-9
Aplicación
P. Alfredo Sáenz, S. J.
Santa María, Madre de Dios
Resuenan todavía en nuestros oídos los cantos y villancicos de Navidad. La Iglesia
desea que permanezcamos en este ambiente sagrado y navideño dedicando el día de hoy
a venerar a María, Madre de Dios. El evangelio nos la presenta junto al pesebre en que
reclinó a su Hijo y circundada por los pastores maravillados. San Pablo, en la segunda
lectura de hoy, no podía ser más conciso para expresar este misterio: "Cuando se
cumplió el tiempo establecido, Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer". Es la
sencillez propia de las cosas grandes. Dios, por así decirlo, retomó en el seno de María
su creación original, en ese seno virginal fecundado por el Espíritu Santo, vínculo de
amor entre el Padre y el Hijo. Así como al comienzo de la historia, el Espíritu reposó
sobre las aguas primitivas para suscitar la primera creación, así ahora reposa sobre el
seno de María para suscitar la segunda creación o, mejor, al primogénito de la segunda
creación.
¡Qué admirable el misterio de la Anunciación en que se consuma la maternidad de
María! A la invitación del ángel, María sólo sabe responder: Hágase en mí según tu
palabra. Hágase. Palabra que nos recuerda una vez más la primera creación: Hágase el
sol, había entonces dicho Dios. Hágase en mi seno el nuevo Sol, el que iluminará a
todas las generaciones, a todos los siglos de la historia que hoy comienza.
En la primera creación, luego del pecado, Adán y Eva, en lugar de ser los propagadores
de la vida divina, se habían convertido en difusores de la muerte. Pues bien, resuelve
Dios, voy a retomarlo todo; voy a crear un nuevo Adán y una nueva Eva, un hombreDios y una virgen purísima. Tal es el gran designio de Dios: un prevaricador fue quien
interrumpió la propagación de la vida; un hombre-Dios va a restaurarlo todo. Eva, que
significa madre de los que viven, se ha convertido en madre de los muertos; una nueva
Eva, María, será la madre verdadera, la corrección de la primera Eva, la madre de los
que realmente viven. El nuevo Adán ya no dirigirá a la nueva Eva las terribles palabras
de acusación que consigna el Génesis sino que ahora podrá decir a Dios: "La mujer que
me diste, me dio del fruto del árbol de la vida y comí; y ha sido más dulce que la miel
para mi paladar, porque en él me has dado la vida". En el origen había pecado Adán y
había pecado Eva. Ahora el Hijo de Dios se hace hombre, hijo de Adán, y nace de una
madre, mujer como Eva. Los dos sexos, que habían cooperado para nuestra muerte,
concurren ahora a 'nuestra salvación.
Así, pues, amados hermanos, el Verbo tomó carne en el seno de la Virgen María. Sí, la
sangre de la Virgen contribuyó a la formación de aquel cuerpo divino, tanto que, cuando
mecía en sus brazos al Niño Jesús recién nacido, hubiera podido afirmar con verdad lo
que el viejo Adán dijo al contemplar a Eva por vez primera: "Tú eres hueso de mis
huesos, carne de mi carne, y sangre de mi sangre". María dio su sangre a su Hijo, esa
sangre que luego el Señor derramaría por nuestra redención. Le dio su carne, esa carne
que después el Señor ofrecería como alimento en la Eucaristía. María le dio su carne, le
dio su sangre; le dio, sobre todo, su fe. De modo que cuando profesamos en el Credo:
Nació de Santa María Virgen, no significamos sólo un hecho biológico sino que
afirmamos con ello el comienzo de nuestra salvación. Por el "sí" de su fe, por el vacío
de la humildad de aquella que se consideró esclava del Señor, María se llenó de Dios,
María dio a luz a nuestro Salvador. Por ella el Verbo recibió nuestra carne para salvar
nuestra carne. O, como
lo dice magníficamente San Ambrosio: "Recibió de nosotros lo que debía ofrecer por
nosotros, para librarnos de lo nuestro y poder darnos lo suyo".
Pero avancemos un paso más. Por el hecho de ser Madre de Dios, María fue constituida
Madre nuestra. Desde el instante en que dio su consentimiento al ángel de la
Anunciación, desde ese preciso momento María nos llevó de algún modo en su seno.
Porque cuando el Verbo se anidó en sus entrañas, en cierta manera todos estuvimos allí
contenidos, resumidos en El. Así como fuimos injertados en Adán por la generación
carnal, de manera semejante hemos sido recapitulados en Cristo Salvador por la semilla
de la regeneración. Nada de extraño: nosotros pertenecemos a la Iglesia, que es el
cuerpo de Cristo. No es lógico que el cuerpo esté separado de su cabeza. Tor eso, según
enseña San León Magno, "al honrar el nacimiento del Salvador, honramos nuestro
propio nacimiento, puesto que la generación de Cristo es el origen del pueblo cristiano y
el nacimiento de la cabeza es el nacimiento de su cuerpo".
¡Tan grande fue la bondad de Dios! Porque la paternidad requiere la maternidad. Donde
hay un padre, debe haber una madre. Y Dios, al admitirnos en su familia divina, al
querer ser nuestro Padre, quiso darnos también una Madre en el cielo. De ahora en
adelante no sólo nos atreveremos a decir: "Padre nuestro que estás en el cielo", sino que
también podremos decir con todo derecho: "Madre nuestra que estás en el cielo".
María, Madre de Cristo, es también Madre de los miembros del Cuerpo de Cristo, es
decir, Madre del Cristo total, cabeza y miembros. En cuanto madre de los miembros del
cuerpo de Cristo, precedió figurativamente a la Iglesia. Pues la Iglesia, como dijimos en
otra ocasión, no hace otra cosa que engendrar, a lo largo de los siglos, sucesivas
generaciones de cristianos. Digna, por tanto, de todo honor, nuestra santa madre la
Iglesia, tan semejante a María, virgen y madre. Es madre porque engendra a hijos, hijos
sin número; es virgen, porque no conoce contacto de varón alguno sino de sólo Dios,
fecundada por Dios. La maternidad de la Iglesia es, así, semejante a la maternidad de
María. Esta fue fecundada por el Espíritu Santo y dio a luz al Verbo encarnado. La
Iglesia ofrece sus aguas bautismales, esas aguas sobre las que reposa el Espíritu para
hacerlas fecundas y capaces de dar a luz a los nuevos hijos de Dios y de la Iglesia. Esas
aguas son el seno de la Iglesia, de esa Iglesia que es madre y que es virgen, de esa
Iglesia que es fecunda en su virginidad. Podemos ahora contemplar el misterio de
manera panorámica: así como el Espíritu, reposando sobre las aguas primitivas, suscitó
la primera creación, y descansando sobre el seno de María, engendró al Hijo de Dios,
reposando por tercera vez sobre las aguas bautismales —seno virgen de la Iglesia
madre— da a luz en ella a los hijos de Dios.
Nos dice el evangelio que María "conservaba todas estas cosas, meditándolas en su
corazón". Pidámosle su intercesión para que nos alcance de su Hijo la gracia de ser
capaces de penetrar un poco más en la hondura y en la belleza de este misterio inefable.
Nunca olvidemos que en el cielo tenemos una Madre sublime, que nos ama con una
ternura infinitamente mayor que nuestra madre terrena, y que a la vez se nos ofrece
como un camino —el camino más corto— para llegarnos a su Hijo Jesús: a Jesús por
María.
Pronto nos vamos a acercar a recibir el Cuerpo de Jesús, ese cuerpo tierno que María
acunó entre sus brazos en la cueva de Belén. El Hijo de Dios hubiera querido hacerse
carne en cada uno de nosotros. Pero esto era imposible. Y entonces inventó la Eucaristía
—¡ese invento de amor hasta el colmo!— para entrar en nuestro interior y hacerse carne
de nuestra carne, sangre de nuestra sangre, hueso de nuestros huesos. Nuestro cuerpo se
parecerá al de María: alojaremos en él al Hijo de Dios. La Eucaristía es la continuación
de la Encarnación. Y así como María dio a luz al Cristo terrestre, así en la misa la
Iglesia da siempre de nuevo a luz al Cristo eucarístico. Acunemos a Jesús en nuestro
interior, dejémosle crecer allí, para que un día podamos decir: Ya no soy yo quien vivo
sino que es Cristo el que vive en mí.
SAENZ A., Palabra y Vida, Ciclo B, Gladius Buenos Aires 1993, 40-43
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P. Gustavo Pascual, I.V.E.
La generosidad de la Madre de Dios
Lc 2, 16-21
Hoy se constata un cierto miedo a los grandes compromisos: se nota este miedo
ante el compromiso de contraer matrimonio para toda la vida. Se nota en la escasez de
vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Ambos implican una entrega de por
vida. Se nota en la poca participación en la Iglesia. Nadie se quiere comprometer
demasiado.
Se ponen muchas excusas: después no voy a poder cumplir, soy joven, soy viejo,
no sirvo para eso, no tengo capacidad.
¿Cuál es en el fondo la falta de entrega, la falta de compromiso? El egoísmo, el
amor propio, la falta de generosidad. El egoísmo lleva a fundar todas las actividades y
compromisos en las propias fuerzas y a olvidar que es Dios el que obra en mí y por mí
cuando lo dejo.
María fue una jovencita virgen. Había consagrado a Dios su virginidad
perpetuamente. A esta jovencita la llamó Dios para ser su Madre. ¡Menudo
compromiso, menuda vocación! Y respondió que sí, que quería lo que Dios le pedía.
¿En qué se funda esta respuesta, esta entrega de por vida? Se funda en el
abandono en Dios y en el olvido de las propias fuerzas. “He aquí la esclava del Señor;
hágase en mí según tu palabra”… “¡Feliz la que ha creído!”… “Porque ha puesto los
ojos en la pequeñez de su esclava”…“Todas las generaciones me llamarán
bienaventurada, porque ha hecho en mi favor cosas grandes el Poderoso”.
No es el compromiso ofrecido por el cura, por el responsable del grupo, por el
papá, la mamá, etc., algo caprichoso. Detrás de cada llamada a servir a Dios y al
prójimo está el mismo Dios que llama por las causas segundas y si Dios llama va a dar
todo lo necesario para que el llamado haga lo que El quiere. Sólo quiere la respuesta
libre y positiva del elegido. Él es el que lo elige y lo llama y quiere realizar ciertas obras
por él y no por otro.
El comienzo de la obra es de Dios y su cumplimiento es obra de Él
primariamente, pero quiere el sí de la libertad humana.
¡Qué sabe ese joven que le ha dicho sí al Señor si no ha vivido la vida! ¡Qué
sabe la niña María para ser madre! ¡Y qué sabe para ser Madre de Dios! Sabe que no
puede ser madre porque no conoce varón y pregunta al ángel cómo será, sabe que para
Dios nada es imposible y sobre todo sabe lo que es la humildad. Sabe que la santidad
está en el abandono en Dios y sabe que su gracia es don de Dios lo mismo que su
vocación y su respuesta. Sabe que en su pequeñez tiene que dar una respuesta libre, que
Dios espera su respuesta afirmativa para poder encarnarse y que sin ella no podrá.
María sabe lo que tiene que saber, lo único necesario, su absoluta dependencia
de Dios y la manifiesta en su respuesta “hágase”.
María con su abandono derrite las frías tentaciones de futuro, moviliza la
parálisis del desánimo y la pereza, irradia su ser para servir a Dios y a los hombres
descentrando el egoísmo.
¿Por qué tienes miedo cristiano de entregarte más? ¿Por qué no quieres
comprometer tu vida dándote en amor a Dios y al prójimo? ¿No ves el ejemplo de tu
Madre?
Y si temes pide a tu Madre, que es la Madre del que todo lo puede, que te aliente
y te de fuerzas. Ella es la omnipotencia suplicante porque es Madre del Todopoderoso.
Si temes confíate a Ella, que Ella te enseñará a confiarte en Dios, “haced lo que
él os diga”[1].
¿Por qué dejarnos encadenar de miedos? “No temas”, le dijo el ángel a María.
¿Qué nos faltará si tenemos el amor de Cristo? Si Dios nos llama nos dará todo lo
necesario para cumplir con nuestra vocación. No temamos decirle sí al Señor. Muchas
veces nos llama, estemos atentos y sigamos su llamado como María, en un abandono
absoluto en Él.
Santa María Madre de Dios
Jueves 1 de enero de 2015
Nm 6,22-27: Invocarán mi nombre sobre los israelitas, y yo los bendeciré
Salmo 66: El Señor tenga piedad y nos bendiga
Gal 4,4-7: Dios envió a su Hijo, nacido de una mujer
Lc 2,16-21: Encontraron a María, a José y al niño
Litúrgicamente, hoy es la fiesta de «Santa María Madre de Dios»; es también la
«octava de Navidad» y por tanto el recuerdo de «la circuncisión de Jesús», celebración
judía que se celebraba al octavo día del nacimiento de los niños, y en la que se les
imponía el nombre. Para el hombre y la mujer de la calle, esos tres componentes de la
festividad litúrgica de hoy quedan muy lejos... tanto por el lenguaje que en que son
expresados, como por el «imaginario religioso» que evocan...
Pero hoy es también el primer día del año civil, «¡Año Nuevo!», y la Jornada
Mundial por la Paz, que aunque originalmente es una iniciativa eclesiástica católica, ha
alcanzado una notable aceptación en la sociedad, gozando ya de un cierto estatuto civil.
Como se puede ver, pues, hay una buena distancia entre la conmemoración
litúrgica y los motivos «modernos» de celebración. Esta distancia, que se repite en otras
fechas, con bastante frecuencia, habla por sí misma de la necesidad de actualizar el
calendario litúrgico, y, mientras esa tarea no sea acometida oficialmente por quien
corresponde, será preciso que los agentes de pastoral tengan creatividad y audacia para
reinterpretar el pasado, abandonar lo que está muerto, y recrear el espíritu de las
celebraciones.
Pero veamos en primer lugar los textos bíblicos.
Nm 2,22-27 es la llamada bendición aaronítica (de Aarón), porque se afirma que
Dios la reveló a Moisés para que éste a su vez la enseñara a Aarón y a sus hijos, los
sacerdotes de Israel, para que con ella bendijeran al pueblo. Seguramente fue usada
ampliamente en el antiguo Israel. Incluso se ha encontrado grabada en plaquetas
metálicas para llevar al cuello, o atada de algún modo al cuerpo, como una especie de
amuleto. Arqueológicamente dichas plaquetas datan de la época del 2º templo, es decir,
del año 538 AC en adelante. Bien nos viene una bendición de parte de Dios al comenzar
el año: que su rostro amoroso brille sobre todos nosotros como prenda de paz. La paz
tan anhelada por la humanidad entera, y lamentablemente tan esquiva. Pero es que no
basta con que Dios nos bendiga por medio de sus sacerdotes. No basta que él nos
muestre su rostro. Aquí no se trata de bendiciones mágicas sino de un llamado a
empeñarnos también nosotros en la consecución y construcción de la paz: con nosotros
mismos, en nuestro entorno familiar, con los cercanos y los lejanos, con la naturaleza
tan maltratada por nuestras codicias; paz con Dios, Paz de Dios.
Buen comienzo del año éste de la bendición. El refrán popular ha consagrado ese
deseo de "volver a comenzar" que sentimos todos al llegar esta fecha: "Año nuevo, vida
nueva". Uno quisiera olvidar los errores, limpiarse de las culpas que molestan en la
propia conciencia, estrenar una página nueva del libro de su vida, y empezarla con buen
pie, dando rienda suelta a los mejores deseos de nuestro corazón... Por eso es bueno
comenzar el año con una bendición en los labios, después de escuchar la bendición de
Dios en su Palabra.
Bendigamos al Señor por todo lo que hemos vivido hasta ahora, y por el nuevo
año que pone ante nuestros ojos: nuevos días por delante, nuevas oportunidades, tiempo
a nuestra disposición... Alabemos al Señor por la misericordia que ha tenido con
nosotros hasta ahora. Y también porque nos va a permitir ser también nosotros una
bendición en este nuevo año que comienza: bendición para los hermanos y bendición
para Dios mismo. Año nuevo, vida nueva, bendición de Dios.
Gál 4,4-7 es una apretada síntesis de lo que Pablo nos enseña en tantos otros
pasajes de sus cartas. En primer lugar, nos dice que el tiempo que vivimos es de
plenitud, porque en él Dios ha enviado a su Hijo, no de cualquier manera, sino «nacido
de mujer y nacido bajo la ley», es decir, semejante en todo a nosotros, en nuestra
humanidad y en nuestros condicionamientos históricos. Pero este abajamiento del Hijo
de Dios, nos ha alcanzado la más grande de las gracias: la de llegar a ser, todos nosotros
los seres humanos, sin exclusión alguna, hijos de Dios, capaces de llamarlo «Abba», es
decir, Padre. Nuestra condición filial fundamenta una nueva dignidad de seres humanos
libres, herederos del amor de Dios. Parecerían hermosas palabras, nada más, frente a
tantos sufrimientos y miserias que todavía experimentamos, pero se trata de que
pongamos de nuestra parte para que la obra de Jesucristo se haga realidad. Se trata de
que nos apropiemos de nuestra dignidad de hijos libres, rechazando los males
personales y sociales que nos agobian, luchando juntos contra ellos. Esto implica una
tarea y una misión: la de hacernos verdaderos hijos de Dios, a nosotros y a nuestros
hermanos que desconocen su dignidad.
Nacido de mujer, nacido bajo la ley, nos recuerda Pablo (Gál 4,4). Nació en la
debilidad, en la pobreza, fuera de la ciudad, en la cueva, porque no hubo para ellos lugar
en la posada... Nace en la misma situación que el conjunto del pueblo, los sencillos, los
humildes, los sin poder.
Este nacimiento real y concreto es asumido por Dios para abrazar en el amor a
todos los que la tradición había dejado fuera. Es la visita real de aquel que, por simple
misericordia, nos da la gracia de poder llamar a Dios con la familiaridad de Abba -
"papito"- y la posibilidad de considerar a todos los hombres y mujeres hermanos muy
amados.
En Jesús, nacido de María -la mujer que aceptó ser instrumento en las manos de
Dios para iniciar la nueva historia- todos los seres humanos hemos sido declarados hijos
y no esclavos, hemos sido declarados coherederos, por voluntad del Padre. La bendición
o benevolencia de Dios para los seres humanos da un gran paso: Dios ya no bendice con
palabras, ahora bendice a todos los seres humanos y aun a toda la creación, con la
misma persona de su Hijo, que se hace hermano de todos. Y nadie queda marginado de
su amor.
"Ha aparecido la bondad de Dios" en Jesús, y es hora de alegría estremecida, para
hacer saber al mundo -y a la creación misma- que Dios ha florecido en nuestra tierra y
todos somos depositarios de esa herencia de felicidad.
Lc 2,16-21, en el lenguaje «intencionado» que por ser un género literario
(“evangelio de la infancia”) utiliza con sus signos, Jesús no nace entre los grandes y
poderosos del mundo sino, muy en la línea de Lucas, entre los pequeños y los humildes;
como los pastores de Belén, que no son meras figuras decorativas de nuestros
«belenes», pesebres o nacimientos, sino que eran, en los tiempos de Jesús, personas mal
vistas, con fama de ladrones, de ignorantes y de incapaces de cumplir la ley religiosa
judía. A ellos en primer lugar llaman los «ángeles» a saludar y a adorar al Salvador
recién nacido. Ellos se convierten en pregoneros de las maravillas de Dios que habían
podido ver y oír por sí mismos. Algo similar pasa con María y José: no eran una pareja
de nobles ni de potentados, eran apenas un humilde matrimonio de artesanos, sin poder
ni prestigio alguno. Pero María, la madre, «guardaba y meditaba estos acontecimientos
en su corazón», y seguramente se alegraba y daba gracias a Dios por ellos, y estaba
dispuesta a testimoniarlo delante de los demás, como lo hizo delante de Isabel,
entonando el Magníficat.
Todo ello dentro de una composición teológica más elaborada de lo que su
aparente ingenuidad pudiera insinuar. En todo caso, la simplicidad, la pobreza, la
llaneza del relato y de lo relatado casan perfectamente con el espíritu de la Navidad.
La «maternidad divina de María», motivo oficial de la celebración litúrgica de
hoy, y uno de los tres «dogmas» marianos -si se puede hablar así-, es una formulación
que hace tiempo «chirría» en los oídos de quien la escucha desde una imagen de Dios
adulta y crítica. Como ocurre con tantos otros «dogmas» y tradiciones tenidas como
tales, el pueblo cristiano las ha amalgamado fantásticamente con los evangelios,
llegando a pensar que provienen directamente del evangelio.
El versículo Gál 4,4 que hoy leemos, es todo lo que Pablo dice de María. Ni
siquiera cita su nombre, ni sabemos si lo supo. La maternidad divina de María en el
cristianismo es, claramente, una construcción eclesial. Los evangelios no saben nada de
ella, y no será formulada y «definida» hasta el siglo V.
En este contexto, es importante desempolvar y recordar la historia de tal
«dogma», con la conocida «manipulación» ocurrida en el Concilio de Éfeso, en el año
431, cuando Cirilo de Alejandría forzó y consiguió la votación antes de que llegaran los
padres antioqueños, que representaban en el Concilio la opinión contraria. Se dice que
el Pueblo cristiano acogió con entusiasmo esta declaración mariana, pero hay que añadir
que se trata de los habitantes de Éfeso, la ciudad de la antigua «Gran Diosa Madre», la
originaria diosa-virgen Artemisa, Diana... La fórmula de Éfeso, en cualquier caso, ha
sido siempre tenida como sospechosa de concebir la filiación divina y la encarnación en
términos monofisitas, que hasta cosifican a Dios, como si se pudiera procrear a Dios y
no más bien a un hombre en el que, en cuanto Hijo de Dios, Dios mismo se nos hace
patente a la fe... (Nos estamos refiriendo a lo que dice Hans Küng, en Ser cristiano,
Cristiandad, Madrid 1977, pág. 584ss).
El título «madre de Dios» no es bíblico, como es sabido. Para el evangelio María
es siempre, nada más y nada menos que «la madre de Jesús», título entrañable, real e
histórico, que acabará sepultado y abandonado en la historia bajo un montón de otros
títulos y advocaciones construidos eclesiásticamente. San Agustín (siglos IV y V)
todavía no conoce himnos ni oraciones ni festividades marianas. El primer ejemplo de
una invocación directa a María lo encontramos en el siglo V, en el himno latino Salve
Sancta Parens.
La Edad Media europea dará rienda suelta a su imaginario teológico y devocional
respecto de María. Mientras los primitivos Padres de la Iglesia todavía hablan de las
imperfecciones morales de María, en el siglo XII aparece la opinión de su exención del
pecado, tanto del personal como del «original». En el mismo siglo XII aparece el
Avemaría. El ángelus en el XIII. El rosario en el XIII-XIV (probablemente «importado»
del Islam, con ocasión de las cruzadas). El mes de María y el mes del rosario aparecerán
en el XIX-XX. Los puntos culminantes de esta evolución ascendente serán la definición
de la «inmaculada concepción de María» (1854, por Pío IX) y la declaración dogmática
de la «asunción de María en cuerpo y alma al cielo» (1950, por Pío XII). Momentos
finales de este apogeo mariano son la «consagración del mundo al Corazón de María»
en 1942 y 1954, por Pío XII.
Pero todo este marianismo remitió con sorprendente rapidez con el Concilio
Vaticano II, que no sólo renunció a nuevos «dogmas» marianos, sino que desestimó la
anterior mariología «cristotípica» (característica de la escuela mariológica española
preconciliar), dando paso a una comprensión mariológica mucho más sobria, bíblica e
histórica, en la línea «eclesiotípica» (de la escuela alemana principalmente). Aunque la
veneración a María (hyper-dulía), superior a la tributada a los santos (dulía), siempre
fue distinguida teóricamente de la dada a Dios (latría), lo cierto es que en la religiosidad
popular muchas veces María fungió como un verdadero «correlato femenino de la
divinidad», y su condición de criatura y de discípula de Jesús y miembro de la Iglesia
casi fueron olvidadas (en forma paralela a lo que ocurrió con Jesús respecto de su
humanidad).
Hoy, la imagen conciliar de María que la Iglesia tiene es la de «la madre de
Jesús», desmitificada, despojada de tantas adherencias fantásticas como se le habían
puesto encima a lo largo de la historia: María es una cristiana, muy cercana a Jesús, una
discípula suya, un destacado miembro de la Iglesia: la «madre de Jesús», con el título
insuperable que le da el mismo evangelio, y a cuyo uso muchos creyentes vuelven en la
actualidad, prefiriéndolo al creado en el siglo V. La Constitución dogmática Lumen
Gentium, del Concilio Vaticano II, en su capítulo octavo (nn. 52-69) ofrece todavía la
mejor síntesis de la mariología para nuestros tiempos. El Concilio Vaticano II nos sigue
marcando el camino, también en mariología. A la hora de predicar sobre María,
debemos remitirnos, necesariamente, a ese capítulo octavo de la Lumen Gentium.
Concluimos. Seguimos estando en tiempo de Navidad, tiempo en el que la
ternura, el amor, la fraternidad, el cariño familiar... se nos hacen más palpables que
nunca. La ternura de Dios hacia nosotros, que se expresó en el niño de Belén, inunda
nuestra vida, en las luces de colores, los adornos navideños, los villancicos y las
reuniones familiares. Todo ayuda a ello en este tiempo todavía de Navidad. Dejemos
recalar estos sentimientos en nuestro corazón, para que perduren a lo largo de todo el
año.
Al comenzar el año, al poner el pie por primera vez en este nuevo regalo que el
Señor nos hace en nuestra vida, vamos a agradecerle con todo el corazón la alegría de
vivir, la oportunidad maravillosa que nos da de seguir amando y siendo amados, y la
capacidad que nos ha dado para cambiar y rectificar.
Otro enfoque válido y provechoso de la homilía podría orientarse hacia el tema de
la Jornada Mundial de la Paz... así como hacia el hecho del Año Nuevo, que si bien es
algo simplemente convencional, astronómicamente insignificante, tiene el valor
simbólico inevitable y profundo de recordarnos el inexorable paso del tiempo...
Para la revisión de vida
Hacer un retiro personal (o un tiempo al menos) haciendo examen de mi vida en el año
pasado
Participar en alguna celebración penitencial comunitaria, pedir perdón de mis pecados
y reconciliarme con Dios y con los hermanos.
Hacerme un plan de vida al comenzar el año ("año nuevo...: ¡vida nueva!").
Seguir viviendo con el espíritu de la navidad en los diversos ambientes: familia, barrio,
trabajo, lugar de compromiso...ç
Para la reunión de grupo
- Ver: ¿cómo está el mundo, nuestro país, nuestro barrio...? ¿En paz? ¿Cuáles los
principales obstáculos para la paz en el país, barrio, comunidad, familia...)?
- Cuál es actualmente la mayor amenaza para la paz y la mayor fuente de inestabilidad
en el orden internacional? ¿Por qué?
- La crisis económica internacional, ¿se superará simplemente salvando el
capitalismo?
- El terrorismo, ¿es una causa original o derivada?
- Juzgar: ¿Cómo enjuiciar la situación del mundo a la luz de la fe? ¿Cuál es el papel
del cristianismo en un mundo en tensión como el nuestro?
- Actuar: ¿Cómo tendrá que evolucionar el mundo para hacer posible la paz? ¿Qué
podemos hacer nosotros, el cristianismo, yo mismo?
Para la oración de los fieles
- Por la paz del mundo, en esta Jornada Mundial por la Paz, par que el Espíritu de
Dios mueva los corazones de todos los hombres y mujeres hacia la reconciliación, la
tolerancia, la igualdad entre los sexos, el respeto de las diferencias culturales, y la
Justicia, de la cual es fruto la paz, roguemos al Señor.
- Por los gobernantes de todos los países, para que aúnen esfuerzos sinceros en favor
de la paz...
- Por las instituciones internacionales, para que evolucionen hacia formas acordes con
los nuevos tiempos mundializados que vivimos y puedan ser instrumentos más útiles al
servicio de la humanidad...
- Para que aprovechemos ahora la oportunidad que tenemos de hacer verdad en
nuestra vida el refrán: «Año nuevo, vida nueva»...
- Por nuestros hogares, para que continúen en el espíritu familiar de la navidad...
- Por todos los que no acabarán el año que ahora comienza, para que se reconcilien a
tiempo con la verdad de su vida...
- Por todos nuestros amigos y conocidos que nos dejaron el año que acaba de pasar,
por su eterno descanso...
- Para que se extienda en la sociedad la conciencia de la necesidad de un orden
internacional fuerte y unificado, para todo el mundo, al que todas las naciones se
sometan, sin excepciones ni privilegios ni actos de fuerza...
Oración comunitaria
- *Dios de la Vida, Creador del Universo, que nos has concedido el espacio y el tiempo
para vivir desarrollar la Vida, para ser felices y hacer felices a los demás; al comenzar
un Año Nuevo te pedimos nos enseñes a calcular nuestros años, para que adquiramos
un corazón sensato y vivamos responsable y agradecidamente el don del tiempo que nos
concedes. Por Jesucristo nuestro Señor...
*Dios de la Paz, Padre y Madre de todos los hombres y mujeres, que quieres que
vivamos como hermanos en unidad fraterna. En este día que da comienzo al nuevo año,
te pedimos con todo el corazón nos concedas la Paz, don tuyo y a la vez fruto de la
Justicia, y que hagas de nosotros esforzados constructores de la Paz, para que
merezcamos la bienaventuranza que anunció Jesús, Hijo tuyo y hermano nuestro, por
los siglos de los siglos. Amén.
*Oh Dios-Madre Universal, que nuestros antepasados han sentido ancestralmente
como el seno fecundo del que hemos brotado, el pecho nutricio que nos amamanta a
través de la Tierra, sentida como el Cuerpo de la Gran Diosa Madre, que llega hasta
nuestros días, presente a través de mil formas religiosas diferentes pero insistentes a lo
largo de la historia. Ábrenos al sentido de tu presencia materna y femenina, fecunda y
nutricia, y haznos concienciar estas dimensiones con claridad, sin tener que
disfrazarlas bajo formas superpuestas que las ocultan porque en el fondo las
descalifican. Reconcílianos contigo, Dios(a)-Madre.
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