El Jardín de los nombres que se bifurcan… o al revés. Me perdonarán, lectores, que empiece con este homenaje a Borges, quizá porque, mutatis mutandis, de un jardín se trata, y de un jardín mental. De un refugio extraterritorial, enigmático, propiamente lingüístico. Y si aquí los senderos de la mente, más que bifurcarse, se buscan y se encuentran, o no, es en cualquier caso y expresamente, cosa de palabras. De “nombres fundidos” habla Juana Vázquez cuando habla de “Con olor a Naftalina”. De salvar el nombre propio, de esa fusión y confusión, habla Sharba, cierta e incierta narradora del libro, y por su medio, Juana Vázquez, para abrir su novela y hacernos su declaración de intenciones. Y de nombres va esta novela, si por el nombre entendemos eso que las personas vamos construyendo como un icono propio, como un esquema que nos abarca y nos deja fuera a la vez. Nombres que son y no son identidades en el mismo sentido y al mismo tiempo. Nombres exóticos, como si fueran, y quizá lo son dentro de la propia novela, fundamentalmente imaginarios: portavoces de inciertos conceptos identitarios y culturales -de los que arrancan diferencias que debemos leer como delgadas uniones y confusiones-: nombres exóticos, digo, como Sharba y Yaiza, para separarlas a ambas de ese ambiente provinciano, casi rural, de casa antigua, y construir esas sutilezas, y oscuras y viscosas percepciones de sí mismas sobre todo, pero también de todos los demás, que contienen los personajes protagonistas, esas dos mujeres, madre e hija, que, parecería, no son de ese, ni de este, mundo. Otros sí son de este mundo. Daniel, que se soporta sobre todo en un discurso en cursiva y en segunda persona, como una invención o un destinatario cruel y real, como un nombre supuesto, quién lo sabe, pero cotidiano y fuerte como el del padre o como el del hermano. Nombres masculinos en contraste con el exotismo de la feminidad de las distintas, controvertida y lujosa, de la madre y de la hija…. Porque también hay nombres de mujer atados a la tradición: los de las criadas. Y qué importantes son las criadas en la educación sentimental de generaciones de burgueses y agricultores ricos españoles. Lo decía Juan García Hortelano, al que se cita tan poco últimamente, y lo traigo a colación porque hay un ambiente oclusivo y obsesivo en “Con olor a naftalina” que me ha recordado alguna novela de Juan, “Los vaqueros en el pozo”, por ejemplo. Yo creo que Juana hace, como Hortelano, un retrato de familia, muy perspectivado, aunque la perspectiva se mistifique voluntariamente a veces, en el que la trama feroz de los sentimientos, las pasiones y los juegos de poder, son los verdaderos agentes de los personajes, esa atmósfera con la que tienen que hacer sus cestos. Y entre todos –y sobre todos, ellas- ese único cesto en el que los celos y los amores, la territorialidad y las invasiones parciales del territorio de las distintas almas, irán tejiendo una tela que no puede, ni debe, volver atrás, y que incluye premios de sentidos, y castigos de dolores. Donde la transgresión es urgente, y la culpa, inevitable, y donde, como se verá al final, siempre habrá una madre de él para poner las cosas en su sitio. Porque esta es una novela de mujeres, aunque sea un hombre el que vertebra el triángulo ambiguamente incestuoso. Al menos, mentalmente incestuoso. Pero en la mente está lo que pasa en esta novela, en la mente se produce esa polaridad amante y rival entre la madre y la hija, como se polariazan dos edades: la primera adolescencia, la primera vejez. (Serán las viejas convencidas las que lo arreglen todo, de vuelta ya de los avatares de la fascinación y la seducción, y cuando tienen el poder…) En torno a estos nombres trenzados y fundamentalmente jerarquizados discurre la novela de Juana. Una novela fragmentaria –también lo anuncia Vázquez al principio- en el sentido de su construcción que tiene tanto de poética: un rosario de fragmentos, un hermoso mosaico en el que cada tesela tiene su propio color, su propio aroma, su valor cerrado en sí misma, pero sólo adquiere su total significación cuando pasa a formar parte del conjunto, cuando colorea y dibuja la imagen total del muro o del suelo. Y unos serán interiores y otros serán de calle, unos viajarán, unos huelen y en otros se mira…. Ahí están los cielos y, desde el olor y el color, las flores, los espejos, las maderas, los encajes, el detalle en fin de un album de fotos. Cómo convoca entonces Juana Vázquez el ambiente, con unos adjetivos bien elegidos, bien distribuidos, que mandan a los sentidos a buscar los equivalentes en la propia memoria del lector. Y con unos detalles tan propiamente femeninos, a veces hasta pueriles: el del vestido malva, por ejemplo. Porque Juana, en “Con olor a naftalina” escribe de memoria y con la memoria. Son materiales de la memoria los que usa, en un mundo intemporal, de tiempo y espacio cerrados como son las novelas que nos interesan, porque nos hablan de nosotros mismos, allí donde se está haciendo lo que más nos importa: nuestra libertad, nuestra vida, nuestros afectos. Nosotros mismos. Es decir, y como quiere Juana Vázquez, nuestro propio nombre. Rosa Pereda Madrid, 2 de Diciembre de 2009.