El porvenir de España - Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO de

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EL PORVENIR DE ESPAÑA
ÁNGEL GANIVET
MIGUEL DE UNAMUNO
Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
de Pensamiento Político Hispánico
Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
ÍNDICE
PRIMERA PARTE
Miguel de Unamuno a Ángel Ganivet, 4
Ángel Ganivet a Miguel de Unamuno, 12
SEGUNDA PARTE
Miguel de Unamuno a Ángel Ganivet, 26
Ángel Ganivet a Miguel de Unamuno, 39
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Biblioteca SAAVEDRA FAJARDO
de Pensamiento Político Hispánico
Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
PRIMERA PARTE
Miguel de Unamuno a Ángel Ganivet
I
Espero no haya usted dado a completo olvido, amigo y
compañero Ganivet, aquellas para mí felices tardes de junio de
1891, en que trabamos unas relaciones demasiado pronto
interrumpidas, mucho antes, sin duda, de que llegásemos a
conocernos uno a otro más por dentro. Débole por mi parte
confesar que, al volver al cabo de los años a saber de usted y al
conocerle de nuevo en sus escritos, me he encontrado con un
hombre para mí nuevo, y de veras nuevo, un hombre nuevo, como
los que tanta falta nos hacen en esta pobre España, ansiosa de
renovación espiritual.
Su Idearium español ha sido una verdadera revelación para
mí. Al leerle, me decía: «Torpe de mí, que no le conocí entonces...,
éste, éste es aquel que tales cosas me dijo de los gitanos una tarde
en el café en libre charla».
Esa libre y ondulante meditación del Idearium merece, en
verdad, no haber despertado en España ni los entusiasmos ni las
polémicas que obra análoga hubiese provocado en otro país más
dichoso, y lo merece así por la misma merced, por la que mereció
abandonar la vida sin haber recibido el premio a que se había hecho
acreedor aquel Agatón Tinoco, cuya muerte tan hermosamente
usted nos narra. Vale más que su obra haya entrado a paso tan
quedo que no el que hubiese hecho rebrotar a su cuenta el centón
de sandeces y simplezas aquí de rigor en casos tales.
El Idearium se me presenta como alta roca a cuya cima orean
vientos puros, destacándose del pantano de nuestra actual
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
literatura, charca de aguas muertas y estancadas de donde se
desprenden los miasmas que tienen sumidos en fiebre palúdica
espiritual a nuestros jóvenes intelectuales. No es, por desgracia, ni
la insubordinación ni la anarquía lo que, como usted insinúa, domina
en nuestras letras; es la ramplonería y la insignificancia que brotan
como de manantial de nuestra infilosofía y nuestra irreligión, es el
triunfo de todo género que no haga pensar.
En tal estado de cosas, al contacto espiritual con obras tales
como su Idearium, se fortifica en el ánimo el santo impulso de la
sinceridad, tan cohibida y avergonzada como anda por acá la pobre.
Porque entre tantos prestigios de que según dicen necesitamos con
urgencia, nadie se acuerda del prestigio de la verdad, ni nadie se
para tampoco a reflexionar en que nunca es una verdad más
oportuna que cuando menos lo parezca serlo a los que de prudentes
se precian y se pasan. En este sentido no conozco en España
hombre más oportuno que el señor Pi y Margall. Espera a que la
muela le duela para recomendar su extracción.
Oportunísimo es ahora ese su libro de honrada sinceridad, ese
valiente Idearium en que afirma usted que «en presencia de la ruina
espiritual de España hay que ponerse una piedra en el sitio donde
está el corazón y hay que arrojar aunque sea un millón de
españoles a los lobos, si no queremos arrojarnos todos a los
puercos».
Sí, como usted dice muy bien, España, como Segismundo, fue
arrancada de su caverna y lanzada al foco de la vida europea, y
«después de muchos y extraordinarios sucesos, que parecen más
fantásticos que reales, volvemos a la razón en nuestra antigua
caverna, en la que nos hallamos al presente encadenados por
nuestra miseria y nuestra pobreza, y preguntamos si toda esa
historia fue realidad o fue sueño». Sueño, sueño y nada más que
sueño ha sido mucho de eso, tan sueño como la batalla aquella de
Villalar, de que usted habla, y que, según parece, no ha pasado de
sueño, y si la hubo, no fue en todo caso más batalla que la de
Cavite, que de tal no ha tenido nada.
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No está mal que soñemos, pero acordándonos, como
Segismundo, de que hemos de despertar de este gusto al mejor
tiempo, atengámonos a obrar bien,
«pues no se pierde
el hacer bien ni aun en sueños».
(La vida es sueño, III, 3)
Hay otro hermoso símbolo de nuestra España moribunda,
según Salisbury, y es aquel honrado hidalgo manchego Alonso
Quijano, que mereció el sobrenombre de Bueno, y que al morir se
preparó a nueva vida renunciando a sus locuras y a la vanidad de
sus hazañosas empresas, volviendo así a su muerte en su provecho
lo que había sido en su daño.
Pero de esto y de la necesaria muerte de toda nación en
cuanto tal, y de su más probable transformación futura, diré lo que
me ocurra en otro capítulo.
Para él dejo la tarea de exponer con entera sinceridad las
reflexiones que su preñado Idearium me ha sugerido acerca del
porvenir de los pueblos agremiados en naciones y Estados y acerca
del porvenir de muestra España sobre todo. Empezaré por don
Quijote.
II
Don Quijote y su escudero Sancho son en el dualismo
armónico que manteniéndolos distintos los unía, símbolo eterno de
la humanidad en general y de nuestro pueblo español muy en
especial. Por lo común, desconociendo el idealismo sanchopancesco,
el alto idealismo del hombre sencillo que quedando cuerdo sigue al
loco, y a quien la fe en el loco le da esperanza de ínsula, solemos
fijarnos en don Quijote y rendir culto al quijotismo, sin perjuicio de
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escarnecerlo cuando por culpa de él nos vemos quebrantados y
molidos.
Una enfermedad es trastorno del funcionamiento fisiológico
normal, pero rarísima vez destrucción de éste.
La locura, que es trastorno del juicio, lo perturba, pero no lo
destruye. Cada loco es loco de su cordura, y sobre el fondo de ésta
disparata, conservando al perder el juicio su indestructible carácter
y su fondo moral.
Así conservó don Quijote, bajo los desatinos de su fantasía
descarriada por los condenados libros, la sanidad moral de Alonso el
Bueno, y esta sanidad es lo que hay que buscar en él. Ella le inspiró
su hermoso razonamiento a los cabreros; ella le dictó aquellas
razones de alta justicia, como usted bien indica, amigo Ganivet, en
que basó la liberación de los galeotes.
Pero sucede, por mal de nuestros pecados, que cuando se
invoca en España a don Quijote, es siempre que se acomete a
molinos de viento, o cuando la tramamos con pacíficos frailes de
San Benito, o para acometer sin razón ni sentido a algún nuevo
caballero vizcaíno. Conviene, pues, ver el fondo inmoral de la
quijotesca locura.
Las empecatadas lecturas de los mentirosos libros de
caballerías, última escoria de aquel híbrido monstruo de paganismo
real y cristianismo aparente que se llamó ideal caballeresco; tales
lecturas despertaron en el honrado hidalgo la vanidad y la soberbia
que duerme en el pozo de toda alma humana. Preocupábase de
pasar a la Historia y dar que cantar a los romances; creíase uno de
los «ministros de Dios en la Tierra y brazos por quien se ejecuta en
ella su justicia», y de tal modo le engañó el enemigo que bajo
sombra de justicia fue a imponer a los demás su espíritu y a erigirse
en árbitro de los hombres. Cuando Vivaldo le arguyó el que no se
acordasen los caballeros andantes antes de Dios que de su dama,
esquivó la definitiva respuesta.
Me llevaría muy lejos el disertar acerca de lo profundamente
anticristiano e inhumano, por lo tanto, al fin y al cabo, que resultan
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el ideal caballeresco, el pundonor del duelista, la tan decantada
hidalguía y todo heroísmo que olvida el evangélico «no resistáis al
mal». Nunca me he convencido de lo religioso del llamado derecho
de defensa, como de ninguno de los males, supuestos necesarios,
como es la guerra misma. Si el fin del cristianismo no fuese
libertarnos de esas necesidades, nada tendría de sobrehumano. A lo
imposible hay que tender, que es lo que Jesús nos pidió al decirnos
que fuésemos perfectos como su Padre.
Y volviendo a nuestro Quijote, creo yo que las más de las
desdichas del español son fruto de sus pecados, como las de todos
los pueblos. Nuestro pecado capital fue y sigue siendo el carácter
impositivo y un absurdo sentido de la unidad. Mientras otros
pueblos se acercaron a éstos o aquéllos para explotarlos, en lo que
sin duda cabe beneficio a la vez que explotación mutuas, nos
empeñamos nosotros en imponer nuestro espíritu, creencias e
ideales a gentes de una estructura espiritual muy diferente a la
nuestra. En Europa misma combatimos a éstos o a aquéllos porque
tenían sobre tal o cual punto la idea, cuando resulta, en fin de
cuenta, que nosotros no teníamos ninguna.
Más de una vez se ha dicho que el español trató de elevar al
indio a sí, y esto no es en el fondo más que una imposición de
soberanía. El único modo de elevar al prójimo es ayudarle a que sea
más él cada vez, a que se depure en su línea propia, no en la
nuestra. Vale, sin duda, más un buen guaraní o un tagalo que un
mal español.
«Colonizar no es ir al negocio, sino civilizar pueblos y dar
expansión a las ideas», dice usted. Y yo digo: ¿a qué ideas? Y,
además, el ir al negocio, ¿no puede resultar acaso el medio mejor y
más práctico de civilizar pueblos? Con nuestro sistema no hemos
conseguido ni aun lo que Pío Cid en el reino de Maya. Yo no sé si
como ha habido civilización china, asiria, caldea, judaica, griega,
romana, etc., cabrá civilización tagala; pero es el hecho que nada
hemos puesto por despertarla, contentándonos con provocar entre
los indígenas filipinos el fetichismo pseudocristiano.
«No por culpa mía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido»,
gritaba don Quijote con arrogancia. Así nos sucede a nosotros,
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tendidos por culpa de los malos Gobiernos, después de no haber
llevado otro camino que el que quieren éstos, que en ello consiste la
fuerza de las aventuras.
Y viendo que no podemos menearnos, acordamos de
acogernos a nuestro ordinario remedio, que es pensar en algún
paso de nuestros libros de Historia, pues todo cuanto pensamos,
vemos o imaginamos, nos parece ser hecho y pasar al modo de lo
que hemos leído. ¡Esa condenada Historia que no nos deja ver lo
que hay debajo de ella!
«Hemos tenido, después de períodos sin unidad de carácter,
un período hispanoromano, otro hispanovisigótico y otro
hispanoárabe; el que les sigue será un período hispanoeuropeo o
hispanocolonial; los primeros de constitución y el último de
expansión. Pero no hemos tenido un período español puro, en el
cual nuestro espíritu, constituido ya, diese sus frutos en su propio
territorio; y por no haberlo tenido, la lógica exige que lo tengamos y
que nos esforcemos por ser nosotros los iniciadores».
Esto es pensar con tino, amigo Ganivet. Don Quijote, molido y
quebrantado y vencido por el Caballero de la Blanca Luna, tiene que
volver a su aldea, y desechando ensueños de hacerse pastorcico y
de convertir a España en una Arcadia, prepárase a bien morir,
renaciendo en el reposado hidalgo Alonso el Bueno.
«¡Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo
Alonso Quijano el Bueno!», salió exclamando el cura cuando don
Quijote hizo su última confesión de culpas y de locuras. Es lo que
debemos aspirar a que de nosotros se diga. ¿Es que tiene acaso que
morir España para volver en su juicio?, exclamará alguien. Tiene, sí,
que morir don Quijote para renacer a nueva vida en el sosegado
hidalgo que cuide de su lugar, de su propia hacienda. Y si se me
arguye que el mismo hidalgo Alonso murió en cuanto volvió a su
juicio, diré que creo firmemente que el fin de las naciones en cuanto
tales está más próximo de lo que pudiera creerse que no en vano el
socialismo trabaja y que conviene se prepare cada cual de ellas a
aportar al común acervo de los pueblos lo más puro, es decir, lo
más cristiano de cada una. De la perfecta cristianización de nuestro
pueblo es de lo que se trata.
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III
«Duele decirlo, pero hay que decirlo, porque es verdad;
después de diecinueve siglos de apostolado, la idea cristiana pura
no ha imperado un solo día en el mundo». Ni imperará, amigo
Ganivet, mientras haya naciones y con ellas guerras, ni tampoco
imperará en España mientras no nos libertemos del pagano
moralismo senequista, cuya exterior semejanza con la corteza del
cristianismo hasta a usted mismo ha engañado.
La nación, como categoría histórica transitoria, es lo que más
impide que se depure, espiritualice y cristianice el sentimiento
patriótico, desligándose de las cadenas del terruño, y dando lugar al
sentimiento de la patria espiritual.
La nación, y la Historia con ella, es el capullo que protege la
vida del patriotismo en larva; pero si ha de convertirse en mariposa
espiritual que se bañe en luz y sea fecunda, tiene que romper y
abandonar el capullo.
El desarrollo de esto me llevaría muy lejos y tampoco quiero
extractar aquí lo que antes de ahora he escrito acerca de la crisis
del patriotismo. Lo que sí haré será tomar nota de la mención que al
final de su obra hace usted de Robinson, el héroe típico de la raza
anglosajona.
Con tener, como usted dice, Robinson su semitismo opaco, no
hace sino ganar mucho, y en lo de que carezca su alma de
expresión no concuerdo con usted, porque ni es la palabra, ni
siquiera la idea, la única expresión del alma. «Los ingleses dice
Carlyle son un pueblo mudo, pueden llevar a cabo grandes hechos,
pero no descubrirlos». De los griegos en cambio tal vez quepa decir
la inversa; toda la grandeza de Aquiles es de Homero.
Don Quijote se creó un mundo ideal que le hizo andar a tajos
y mandoblos con el real y efectivo y trastornar cuanto tocaba sin
enderezar de verdad tuerto alguno, y Robinson reconstruyó un
mundo real y tangible sacándolo de la naturaleza que le rodeaba,
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allí donde el caballero manchego, sin las alforjas de Sancho, se
hubiese muerto de hambre, a pesar de jactarse de conocer las
yerbas.
Un pueblo nuevo tenemos que hacernos sacándolo de nuestro
propio fondo, Robinsones del espíritu, y ese pueblo hemos de irlo a
buscar a nuestra roca viva en el fondo popular que con tanto ahínco
explora don Joaquín Costa, investigador, a la vez que del derecho
consuetudinario, de la antigüedad ibérica. No creo un absurdo
aquello de la instauración de las costumbres celtibéricas, anteriores
a los tiempos de la dominación romana, en que soñaba Pérez Pujol,
pero lo que creo más vital es la completa despaganización de
España. De los árabes no quiero decir nada, les profeso una
profunda antipatía, apenas creo en eso que llaman civilización
arábiga y considero su paso por España como la mayor calamidad
que hemos padecido.
No ahínca usted en su libro en la concepción religiosa
española ni en la obra de su cristianización, y aun me parece que en
esto no ha llegado usted a aclarar sus conceptos. Sólo así me
explico lo que en la página 23 dice usted de la Reforma, juzgándola
con notoria injusticia y, a mi entender, con algún desconocimiento
de su íntima esencia, así como del «verdadero sentido del
cristianismo», que ha de hallarse en la fe que permanece bajo las
disputas de los hombres. Así me explico también que al principiar su
libro confunda usted el dogma de la Concepción Inmaculada con el
de la virginidad de la madre de Jesús.
Es una lástima el que los espíritus más geniales, más
vigorosos, más sinceros y más elevados de nuestra patria no hayan
trabajado lo debido sus concepciones y sentimientos religiosos, y
que en este país, que se precia de muy católico, sea general la
semiignorancia en cuanto al catolicismo y su esencia, aun entre los
teólogos. La llamada fe implícita ha tomado un desarrollo que debe
espantar a toda alma sinceramente cristiana.
Es menester que nos penetremos de que no hay reino de Dios
y justicia sino en la paz, en la paz a todo trance y en todo caso, y
que sólo removiendo todo lo que pudiere dar ocasión a guerra es
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como buscaremos el reino de Dios y su justicia, y se nos dará todo
lo demás de añadidura.
Y no prosigo ni despliego por ahora las ideas que acabo de
apuntar, porque espero hacerlo con mayor sosiego. Ya sé que se las
tachará de pura utopía.
¡Utopías! ¡Utopías! Es lo que más falta nos hace, utopías y
utopistas. Las utopías son la sal de la vida del espíritu, y los
utopistas, como los caballos de carrera, mantienen, por el cruce
espiritual, pura la casta de los utilísimos pensadores de silla, de tiro
o de noria. Por ver en usted, amigo Ganivet, un utopista, le creo
uno de esos hombres verdaderamente nuevos que tanta falta nos
están haciendo en España.
Ángel Ganivet a Miguel de Unamuno
I
No he olvidado, amigo y compañero Unamuno, aquellas tardes
que usted me recuerda, ni aquellas charlas de café, ni aquellos
paseos por la Castellana cuando, con el ardor y la buena fe de
estudiantes recién salidos de las aulas, reformábamos nuestro país a
nuestro antojo. Recuerdo aún sus proyectos de entonces, entre los
cuales el que más me interesó era el de publicar la Batracomaquia,
de Homero (o de quien sea), con ilustraciones de usted mismo, que,
para salir con lucimiento de su ardua empresa, estudiaba a fondo la
anatomía de los ratones y de las ranas. ¿Qué fue de aquella afición?
Sobre la mesa de mármol del café me pintó usted una rana con tan
consumada maestría, que no la he podido olvidar: aún la veo que
me mira fijamente, como si quisiera comerme con los ojos saltones.
Han pasado siete años, que para usted han sido de estudios y
para mí de zarandeo y vagancia, salvo alguna que otra cosilla que
he escrito para desahogarme; pero la amistad intelectual, aunque se
forme en cuatro ratos de conversación, es tan duradera y firme, que
en cuanto usted ha leído un libro mío y ha sabido por él que no me
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he muerto, ha pensado reavivarla con las tres bellísimas cartas que
me envió, publicándolas en El Defensor, para que no se perdieran
en el camino. Me encuentra usted completamente cambiado, y yo
tampoco le hallo en el mismo punto en que le dejé. Por algo somos
hombres y no piedras. Hay quien de la consecuencia hace una
virtud, sin fijarse en que la consecuencia del que no piensa participa
mucho de la estupidez. La principal virtud es que cada uno trabaje
con su propio cerebro. Si trabajando así es consecuente consigo
mismo, tanto mejor.
Lo que más me gusta en sus cartas es que me traen recuerdos
e ideas de un buen amigo como usted, con quien me hallo casi de
acuerdo, sin que ninguno de los dos hayamos pretendido estar
acordes. Lo estamos por casualidad, que es cuanto se puede
apetecer, y lo estamos aunque sentimos de modo muy diferente.
Usted habla de «despaganizar» a España, de libertarla del «pagano
moralismo senequista», y yo soy entusiasta admirador de Séneca;
usted profesa antipatía a los árabes, y yo les tengo mucho afecto,
sin poderlo remediar. Conste, sin embargo, que mi afecto terminará
el día en que mis antiguos paisanos acepten el sistema
parlamentario y se dediquen a montar en bicicleta.
Usted, amigo Unamuno, desciende en línea recta de aquellos
esforzados y tenaces vascones que jamás quisieron sufrir ancas de
nadie; que lucharon contra los romanos y sólo se sometieron a ellos
por fórmula; que no vieron hollado su suelo por la planta de los
árabes; que están todavía con el fusil al hombro para combatir las
libertades modernas, que ellos toman por cosa de farándula. Así se
han conservado puros, aferrados al espíritu radical de la nación. Por
esto habla usted de la instauración de las costumbres celtibéricas, y
cree que el mejor camino para formar un pueblo nuevo en España
es el que Pérez Pujol y Costa han abierto con sus investigaciones.
Yo, en cambio, he nacido en la ciudad más cruzada de España, en
un pueblo que antes de ser español fue moro, romano y fenicio.
Tengo sangre de lemosín, árabe, castellano y murciano, y me hago
por necesidad solidario de todas las atrocidades y aun crímenes que
los invasores cometieron en nuestro territorio. Si usted suprime a
los romanos y a los árabes, no queda de mí quizá más que las
piernas: me mata usted sin querer, amigo Unamuno.
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Pero lo importante es que usted, aunque sea a regañadientes,
reconozca la realidad de las influencias que han obrado sobre el
espíritu originario de España, porque hay quien lleva su exclusivismo
hasta a negarlas, quien cree ya extirpadas las raíces del paganismo
y quien afirma que los árabes pasaron sin dejar huella; sueñan que
somos una nación cristiana, cuando el cristianismo en España, como
en Europa, no ha llegado todavía a moderar ni el régimen de fuerza
en que vivimos, heredado de Roma, ni el espíritu caballeresco que
se formó durante la Edad Media en las luchas por la religión. La
influencia mayor que sufrió España, después de la predicación del
cristianismo, la que dio vida a nuestro espíritu quijotesco, fue la
arábiga. Convertido nuestro suelo en escenario donde diariamente
se representó, siglo tras siglo, la tragedia de la Reconquista, los
espectadores hubieron de habituarse a la idea de que el mundo era
el campo de un torneo, abierto a cuantos quisieran probar la fuerza
de su brazo. La transformación psicológica de una nación por los
hechos de su historia es tan inevitable como la evolución de las
ideas del hombre merced a las sensaciones que va ofreciéndole la
vida. Y el principio fundamental del arte político ha de ser la fijación
exacta del punto a que ha llegado el espíritu nacional. Esto es lo que
se pregunta de vez en cuando al pueblo en los comicios, sin que el
pueblo conteste nunca, por la razón concluyente de que no lo sabe
ni es posible que lo sepa. Quien lo debe saber es quien gobierna,
quien por esto mismo conviene que sea más psicólogo que orador,
más hábil para ahondar en el pueblo que para atraérselo con
discursos sonoros.
He aquí una reforma política grande y oportuna. ¿Quién sabe
si, dedicados algún tiempo a la meditación psicológica,
descubriríamos, ¡oh grata sorpresa!, que la vida exterior que hoy
arrastra nuestro país no tiene nada que ver con su vida íntima,
inexplorada? Yo creo a ratos que las dos grandes fuerzas de
España, la que tira para atrás y la que corre hacia adelante, van
dislocadas por no querer entenderse, y que de esta discordia se
aprovecha el ejército neutral de los ramplones para hacer su agosto;
y a ratos pienso también que nuestro país no es lo que aparece, y
se me ocurre compararlo con un hombre de genio que hubiera
tenido la ocurrencia de disfrazarse con careta de burro para dar a
sus amigos una broma pesada.
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II
La comparación de que me valí para explicar cómo entiendo
yo la influencia arábiga en España, sirve asimismo para comprender
el desarrollo de las ideas del hombre. Lo que usted recuerda mejor
de mí, al cabo de siete años, es que yo le hablé de los gitanos.
«¿Qué casta de pájaro será éste (pensaría usted), que parece
interesarse más por las costumbres gitanescas que por las ciencias y
artes que le habrán enseñado en la universidad?». Todo se explica,
sin embargo, querido compañero, porque yo viví muchos años en la
vecindad de la célebre gitanería granadina.
También le diré que el concepto de las ideas «redondas» que
me sirvió de criterio para escribir el Idearium me lo sugirió mi
primer oficio. Yo he sido molinero, y a fuerza de ver cómo las
piedras andan y muelen sin salirse nunca de su centro, se me
ocurrió pensar que la idea debe ser semejante a la muela del
molino, que sin cambiar de sitio da harina, y con ella el pan que nos
nutre, en vez de ser, como son las ideas en España, ideas
«picudas», proyectiles ciegos que no se sabe a dónde van, y van
siempre a hacer daño.
Mientras en España no existan hábitos intelectuales y se corra
el riesgo de que las ideas más nobles se desvirtúen y conviertan en
armas de sectarios, hay que ser prudentes. La sinceridad no obliga
a decirlo todo, sino a que lo que se dice sea lo que se piense. Por
esto encuentra usted oscuros mis conceptos en materia de religión.
No sería así si yo hubiera puesto en mi libro una idea que se me
ocurrió y que suprimí, porque si no era picuda por completo,
tampoco era redonda del todo: era algo esquinada la infeliz, y lo
sigue siendo. Esta idea es la de adaptar el catolicismo a nuestro
territorio para ser cristianos españoles. Pero bastaría apuntar la idea
para que se pensara a seguida en iglesias disidentes, religión
nacional, jansenismo y demás lugares del repertorio; y nada se
adelantaría con decir que lo uno nada tiene que ver con lo otro,
porque al decirlo por adelantado se daría pie para que pensaran
peor aún. Sin embargo, en filosofía dije claramente que era útil
romper la unidad, y en religión llegué a decir que, en cuanto en el
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cristianismo cabe ser original, España había creado el cristianismo
más original.
Lo más permanente en un país es el espíritu del territorio. El
hecho más trascendental de nuestra historia es el que se atribuye a
Hércules cuando vino y de un porrazo nos separó de África; y este
hecho no está comprobado por documentos fehacientes. Todo
cuanto viene de fuera a un país ha de acomodarse al espíritu del
territorio si quiere ejercer una influencia real.
Este criterio no es particularista, al contrario, es universal,
puesto que si existe un medio de conseguir la verdadera fraternidad
humana, éste no es el de unir a los hombres debajo de
organizaciones artificiosas, sino el de afirmar la personalidad de
cada uno y enlazar las ideas diferentes por la concordia y las
opuestas por la tolerancia. Todo lo que no sea esto es tiranía:
tiranía material que rebaja al hombre a la condición de esclavo, y
tiranía ideal que lo convierte en hipócrita. Mejor es que usted y yo
tengamos ideas distintas, que no que yo acepte las de usted por
pereza o por ignorancia; mejor es que en España haya quince o
veinte núcleos intelectuales, si se quiere antagónicos, que no que la
nación sea un desierto y la capital atraiga a sí las fuerzas
nacionales, acaso para anularlas, y mejor es que cada país conciba
el cristianismo con su espíritu propio, así como lo expresa en su
propia lengua, que no se someta a una norma convencional. No
debe satisfacernos la unidad exterior, debemos buscar la unidad
fecunda, la que resume aspectos originales de una misma realidad.
Esto parecerá vago, pero tiene multitud de aplicaciones
prácticas, de las que citaré algunas para precisar más la idea. El
socialismo tiene en España adeptos que propagan estas o aquellas
doctrinas de este o aquel apóstol de la escuela. ¿No hay acaso en
España tradición socialista? ¿No es posible tener un socialismo
español? Porque pudiera ocurrir, como ocurre, en efecto, que en las
antiguas comunidades religiosas y civiles de España estuviera ya
realizado mucho de lo que hoy se presenta como última novedad.
Creo, pues, más útiles y sensatos los estudios del señor Costa, de
quien usted hablaba con justo elogio, que los discursos de muchos
propagandistas que aspiran a reformar a España sin conocerla bien.
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En filosofía asistimos ahora a la rehabilitación de la
escolástica, en su principal representación: la tomista. El
movimiento comenzó en Italia y de allí ha venido a España, como si
España no tuviera su propia filosofía. Se dirá que nuestros grandes
escritores místicos no ofrecen un cuerpo de doctrina tan regular,
según la pedagogía clásica, como el tomismo; quizá sea éste más
útil para las artes de la controversia y para ganar puestos por
oposición. Pero ni sería tan fácil formar ese cuerpo de doctrina, ni se
debe pensar en los detalles, cuando a lo que se debe atender es a
lo espiritual, íntimo, subjetivo y aun artístico de nuestra filosofía,
cuyo principal mérito está acaso en que carece de organización
doctrinal.
Aun en los más altos conceptos de la religión creo que es
posible marcar el genio de cada pueblo, aun en los dogmas. Usted
me hace notar la confusión dogmática que parece desprenderse de
la primera idea de mi libro. Antes que usted me lo dijeron otros
amigos, y antes que el libro se imprimiera, alguien me aconsejó que
la suprimiera, y yo estuve casi tentado de hacerlo, más que por el
error que en ella pudiera verse, por no dar a algún lector una mala
impresión en las primeras líneas. Y, sin embargo, no la suprimí.
«¿Por testarudez?», se pensará. No fue sino porque veía en esa idea
una idea muy española. El dogma de la Inmaculada Concepción se
refiere, es cierto, al pecado original, pero al borrar este último
pecado da a entender la suma pureza y santidad. El dogma literal se
presta además a esa amplia interpretación, porque las palabras
«concebida sin mancha» dicen al alma del pueblo dos cosas: que la
Virgen fue concebida sin mancha, y que es concebida sin mancha
eternamente por el espíritu humano. Hay el hecho de la concepción
real, y el fenómeno de la concepción ideal por el hombre de una
mujer que, no obstante haber vivido vida humana, se vio libre de la
mancha que la materia imprime a los hombres. Preguntemos uno a
uno a todos los españoles, y veremos que la Purísima es siempre la
Virgen ideal, cuyo símbolo en el arte son las Concepciones de
Murillo. El pueblo español ve en ese misterio no sólo el de la
concepción y el de la virginidad, sino el misterio de toda una vida.
Hay un dogma escrito inmutable, y otro vivo, creado por el genio
popular.
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También los pueblos
seculares de su espíritu.
Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
tienen
sus
dogmas,
expresiones
III
Desea usted que el cristianismo impere por la paz, y como
usted no es un filántropo rutinario de los que tanto abundan, sino
un verdadero pensador, habla a seguida de despaganizar a Europa,
porque sabe que la guerra tiene su raíz en el paganismo. Sus ideas
de usted son comparables a las que Tolstoi expuso en su manifiesto
titulado Le non agir, aunque Tolstoi, no contento con combatir la
guerra, combate el progreso industrial y hasta el trabajo que no sea
indispensable para las necesidades perentorias del vivir. Para que la
organización social cambie, han de cambiar antes las ideas, ha de
operarse la metanoia evangélica, y para esto es preciso trabajar
poco y meditar bastante y amar mucho. La lucha por el progreso y
por la riqueza es tan peligrosa como la lucha por el territorio. Vea
usted, si no, amigo Unamuno, el desencanto que se están llevando
los que creían que el porvenir estaba en América. En unas cuantas
semanas se ha despertado el atavismo europeo; la riqueza
acumulada por los negociantes se transforma en armas de guerra, y
aparece ésta en condiciones que, en Europa misma, serían
impracticables. Porque en Europa no se usan ya guerras repentinas,
ni se suele acudir a las armas antes de agotar todos los medios
pacíficos, ni practicar ciertos procedimientos que hoy se emplean en
nuestro daño. América tendrá ejércitos como Europa, y disfrutará de
los goces inefables de las guerras territoriales y de raza; en vez de
hacer algo nuevo, copiará a Europa y la copiará mal; y los hombres
insignificantes que han derrochado estúpidamente las buenas
tradiciones de su nación serán glorificados por la plebe.
La raza indoeuropea ha ejercido siempre su hegemonía en el
mundo por medio de la fuerza. Desde los ejércitos descritos por
Homero hasta los descritos hoy por la prensa periódica, son tantas
las metamorfosis que ha sufrido el soldado ario, que se pierde ya la
cuenta. Unas veces han atacado en forma de cuña y otras en forma
rectangular, y nosotros hemos descubierto últimamente el sistema
de pelear boca arriba, como los gatos. Los europeos dicen que
dominan por sus ideas; pero esto es falso. La idea en que se
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
ampara la fuerza de Europa es el cristianismo, una idea de paz y de
amor, que por esto no pudo nacer entre nosotros. Nació en el
pueblo judaico, que fue siempre enemigo de combatir y se pasó la
vida huyendo de sus enemigos o subyugado por ellos; porque en los
momentos de peligro, en vez de aparecer en el seno de este pueblo
grandes generales, organizadores de la victoria, aparecían profetas
que se ponían de parte del enemigo, considerándolo como a un
enviado de Dios. El precepto evangélico de no resistir al mal es
constitutivo del espíritu judaico.
Por esto los europeos no lo han comprendido aún, ni menos
practicado. Somos paganos de origen, y de vez en cuando la sangre
nos turba el corazón y se nos sube a la cabeza. Vea usted, si no,
por vía de ejemplo, lo que ocurre en el arte. El cristianismo creó su
arte propio, cuyo dogma se puede decir que era el resplandor del
espíritu, así como el del paganismo era el resplandor de la forma. Yo
he visto en los Países Bajos centenares de obras inspiradas por el
cristianismo puro, y he visto cómo aquellos artistas, que tan
torpemente creaban obras tan sublimes, se encaminaron a Italia
cuando en Italia apareció el Renacimiento: me hacen pensar en
tristes ayunantes que, después de comer espinacas durante el
período cuaresmal, se relamen de gusto viendo un buen tasajo de
carne o un pavo relleno. Puesto entre las dos artes, prefiero el
cristianismo porque es más espiritual; pero me seduce también el
arte pagano, y me seducen aún más las obras de aquellos artistas
españoles que acertaron como ningunos a infundir el espíritu
cristiano en la forma clásica. Esto parecerá eclecticismo, pero el
eclecticismo está en nuestra constitución y en nuestra historia. En
España se ha batallado siglos enteros para fundir en una concepción
nacional las ideas que han ido imperando en nuestro suelo, y a poco
que se ahonde se descubre aún la hilaza. En Granada, por ejemplo,
no hay artísticamente puro nada más que lo arábigo, y aun debajo
de esto suele hallarse la traza del arte romano. Lo que viene
después tiene siempre dos caras, una cristiana y otra clásica, como
en las esculturas de nuestro insuperable Alonso Cano, o una
cristiana y otra oriental, como en el poema admirable de Zorrilla. La
primera habla al espíritu; la segunda, a los sentidos, que también
son algo para el hombre. La esencia es siempre mística, porque lo
místico es lo permanente en España; pero el ropaje es vario, por ser
varia y multiforme nuestra cultura. Todo lo más a que puede
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El Porvenir de España.
aspirarse es a que el sentimiento cristiano sea cada día más el alma
de nuestras obras.
Así como hay hombres que viven una vida casi material y
hombres que colocan el centro de su vida en el espíritu, dando al
cuerpo sólo lo indispensable, así hay naciones que continúan aún
aferradas a la lucha brutal y naciones que espiritualizan la lucha y se
esfuerzan por conseguir el triunfo ideal. Pero no hay cerebro ni
corazón que se sostengan en el aire; ni hay idealismo que subsista
sin apoyarse en el esqueleto de la realidad, que es, en último
término, la fuerza. El hombre está organizado autoritariamente (aun
cuando el centro no funcione), y todas sus creaciones son hechas a
su imagen y semejanza: desde la familia hasta la agrupación
innominada que forma el concierto de las naciones, Europa ha
representado siempre el centro unificador y director de la
humanidad, y esto ha podido lograrlo solamente ejerciendo violencia
en los demás pueblos. Hay quien sueña, como usted, en el
aniquilamiento de ese eterno régimen, y en que un día impere en el
mundo, por su pura virtualidad, el ideal cristiano. ¿Por qué no soñar
y entusiasmarse soñando en tan admirable anarquía?
IV
Quien haya leído sus artículos y lea ahora los míos, creerá
seguramente que somos dos ideólogos sin pizca de sentido práctico,
cuando con tanta frescura nos ponemos a hablar de los caracteres
constitutivos de nuestra nación, sin parar mientes en los desastres
que llueven sobre ella. Tanto valdría, se pensará, ponerse a meditar
sobre las mareas en el momento crítico de un naufragio, cuando
sólo queda tiempo para encomendarse a Dios antes de irse al fondo.
No obstante, la tempestad pasa y las mareas siguen, y quién sabe si
una misma razón no explicaría ambos fenómenos. Las ideologías
explican los hechos vulgares, y si en España no se hace caso de los
ideólogos es porque éstos han dado en la manía de empolvarse y
engomarse, de «academizarse», en una palabra, y no se atreven a
hablar claro por no desentonar, ni a hablar de los asuntos del día
por no caer en lugares comunes. Sin duda ignoran que Platón cortó
el hilo de uno de sus más hermosos diálogos para explicar cómo se
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
quita el hipo, y que Homero no desdeñó cantar en versos de arte
mayor cómo se asa un buey. Se puede ser correcto y hasta clásico
explicando cómo se pierden las colonias.
Nosotros descubrimos y conquistamos por casualidad, con
carabelas inventadas por los portugueses, llevando por hélice la fe y
por caldera de vapor el viento que soplaba. Y al cabo de cuatro
siglos nos hallamos con que en nuestros barcos no hay fe ni velas
donde empuje el viento, sino maquinarias que casi siempre están
inservibles. La invención del vapor fue un golpe mortal para nuestro
poder. Hasta hace poco ni sabíamos construir un buque de guerra, y
hasta hace poquísimo nuestros maquinistas eran extranjeros. Al fin
hemos vencido estas dificultades; pero tropezamos con otra: los
buques necesitan combustible, y nosotros somos incapaces de
concebir una estación de carbón. No tenemos alma, aunque se dice
que somos desalmados, para incomodar a nadie metiéndole en su
casa una carbonera, como hacen los ingleses, por ejemplo, en
Gibraltar. Cuando perdamos nuestros dominios se nos podrá decir:
aquí vinieron ustedes a evangelizar y a cometer desafueros; pero no
se nos dirá: aquí venían ustedes a tomar carbón. Demos por
vencida la falta de estaciones propias para nuestros buques, y aún
faltará algo importantísimo: dinero para costear las escuadras, el
cual ha de ganarse explotando esas colonias que se trata de
defender. Porque sería más que tonto comprar una escuadra
formidable en el extranjero para enviarla a Filipinas, o asegurar el
negocio que allí hacen los mismos extranjeros. Más lógico es dejarse
derrotar «heroicamente». Acaso la batalla más discretamente
perdida, entre todas las de nuestra historia, sea esa batalla de
Cavite, que usted, compañero Unamuno, comparaba en tono
humorístico con la de Villalar.
No basta adaptar un órgano, hay que adaptar todo el
organismo. En España sólo hay dos soluciones racionales para el
porvenir: someternos en absoluto a las exigencias de la vida
europea, o retirarnos en absoluto también y trabajar para que se
forme en nuestro suelo una concepción original, capaz de sostener
la lucha contra las ideas corrientes, ya que nuestras actuales ideas
sirven sólo para hundirnos, a pesar de nuestra inútil resistencia. Yo
rechazo todo lo que sea sumisión y tengo fe en la virtud creadora de
nuestra tierra. Mas para crear es necesario que la nación, como el
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
hombre, se recojan y mediten, y España ha de reconcentrar todas
sus fuerzas y abandonar el campo de la lucha estéril, en el que hoy
combate por un imposible, con armas compradas al enemigo. Nos
ocurre como al aristócrata arruinado que trata de restaurar su casa
solariega hipotecándola a un usurero.
Nuestra colonización ha sido casi novelesca. La mayoría de la
nación ha ignorado siempre la situación geográfica de sus dominios;
le ha ocurrido como a Sancho Panza, que nunca supo dónde estaba
la ínsula Barataria, ni por dónde se iba a ella, ni por dónde se venía,
lo cual no le impidió dictar preceptos notables que, si los hubiera
cumplido, hubieran dejado tamañitas a nuestras famosas leyes de
Indias, a las que tampoco se dio el debido cumplimiento, por lo
mismo que eran demasiado buenas. Pero nadie nos quita el gusto
de haberlas dado, para demostrar al mundo que si no supimos
gobernar, no fue por falta de leyes, sino porque nuestros
gobernantes fueron torpes y desagradecidos.
Detrás de la antigua aristocracia vino la del progreso. El
pueblo que antes pertenecía a un gran señor y era administrado por
un mayordomo de manga ancha, cayó en las garras de un usurero;
y el pueblo inocente, que creía llegada una era de prosperidades,
trabaja más y gana más y come lo mismo o menos; y si algún infeliz
se atreve a coger un brazado de leña en monte, que antes estaba
abierto para todos, no tarda en ser cogido por un guarda y enviado
unos cuantos años a presidio. Éste es el porvenir que le aguarda a
nuestra población colonial, que cree cándidamente que han de venir
gentes más activas a enriquecerla. Pero nada se gana con predicar
a estas alturas. La humanidad, ella sabrá por qué, se ha dedicado a
los negocios, y ahí está la causa de nuestra decadencia. Nosotros no
tenemos capital para emprenderlos ni gran habilidad tampoco, y si
emprendemos alguno nos olvidamos, por falta de espíritu previsor,
de apoyarlo bien para que no fracase. Hay en Europa naciones que
sostienen artificialmente con los productos que exportan varios
millones de habitantes, que el suelo no podría nutrir; en España no
llegan quizá a un millón los que viven de la exportación a Ultramar,
y ésos están hoy amenazados, y tal vez se vean pronto obligados a
buscar el pan de la emigración. Hemos podido ingeniarnos para
conseguir la independencia económica, impuesta por nuestro
carácter territorial, y dejándonos de libros de caballerías, atenernos
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
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a nuestro suelo, cuyas fuerzas naturales bastan para sostener una
población mayor que la actual.
Así se hubiera evitado la guerra, porque esta guerra que se
dice sostenida por honor es también, y acaso más, lucha por la
existencia. La pérdida de las colonias sería para España un descenso
en su rango como nación; casi todos sus organismos oficiales se
verían disminuidos y, lo que es más sensible, la población
disminuiría también a causa de la crisis de algunas provincias. Se
puede afirmar que todos los intereses tradicionales y actuales de
España salen heridos de la refriega; los únicos intereses que salen
incólumes son los de la España del porvenir, a los que, al contrario,
conviene que la caída no se prolongue más; que no sigamos
eternamente en el aire, con la cabeza para abajo, sino que
toquemos tierra alguna vez.
Este gran problema que nos ha planteado la fatalidad ha sido
embrollado adrede por falta de valor para presentarlo ante España
en sus términos brutales, escuetos, que serían: ¿quiere ser una
nación modesta y ordenada y ver emigrar a muchos de sus hijos por
falta de trabajo, o ser una nación pretenciosa o flatulenta y ver
morir a muchos de sus hijos en el campo de batalla y en el hospital?
¿Qué cree usted, amigo Unamuno, que hubiera contestado España?
V
Usted, amigo Unamuno, que es cristiano sincero, resolverá la
cuestión radicalmente convirtiendo a España en una nación
cristiana, no en la forma, sino en la esencia, como no lo ha sido
ninguna nación en el mundo. Por eso acudía usted al admirable
simbolismo del Quijote, y expresaba la creencia de que el ingenioso
hidalgo recobrará muy en breve la razón y se morirá, arrepentido de
sus locuras. Ésta es también mi idea, aunque yo no doy la curación
por tan inmediata. España es una nación absurda y metafísicamente
imposible, y el absurdo es su nervio y su principal sostén. Su
cordura será la señal de su acabamiento. Pero donde usted ve a don
Quijote volver vencido por el caballero de la Blanca Luna, yo lo veo
volver apaleado por los desalmados yangüeses, con quienes topó
por su mala ventura.
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
Quiero decir con esto que don Quijote hizo tres salidas, y que
España no ha hecho más que una y aún le faltan dos para sanar y
morir. El idealismo de don Quijote era tan exaltado, que la primera
vez que salió en busca de aventuras se olvidó de llevar dinero y
hasta ropa blanca para mudarse; los consejos del ventero influyeron
en su ánimo, bien que vinieran de tan indocto personaje, y le
hicieron volver pies atrás. Creyóse que el buen hidalgo, molido y
escarmentado, no tornaría a las andadas, y por sí o por no, su
familia y amigos acudieron a diversos expedientes para apartarle de
sus desvaríos, incluso el de murar y tapiar el aposento donde
estaban los libros condenados; mas don Quijote, muy
solapadamente, tomaba mientras tanto a Sancho Panza de
escudero, y vendiendo una cosa y empeñando otra, y
malbaratándolas todas, reunía una cantidad razonable para hacer su
segunda salida más sobre seguro que la primera.
Éste es el cuento de España. Vuelve ahora de su primera
escapatoria para preparar la segunda; y aunque muchos españoles
creamos de buena fe que se lo hemos de quitar de la cabeza, no
adelantaremos nada. Y acaso sería más prudente ayudar a los
preparativos de viaje, ya que no hay medio de evitarlo. Yo decía
también que convendría cerrar todas las puertas para que España
no escape, y, sin embargo, contra mi deseo, dejo una entornada, la
de África, pensando en el porvenir. Hemos de trabajar, sí, para
tener un período histórico español puro; mas la fuerza ideal y
material que durante él adquiramos verá usted cómo se va por esa
puerta del Sur, que aún seduce y atrae al espíritu nacional. No
pienso al hablar así en Marruecos; pienso en toda África, y no en
conquistas ni en protectorados, que esto es de sobra conocido y
viejo, sino en algo original, que no está al alcance ciertamente de
nuestros actuales políticos. Y en esta nueva serie de aventuras
tendremos un escudero, y ese escudero será el árabe.
Se me dirá que el África está ya repartida como pan bendito;
pero también estuvo repartido el mundo, o poco menos, entre
España y Portugal, y ya ve usted a dónde hemos llegado. En
nuestros días hemos visto aparecer varias doctrinas flamantes,
como la de Monroe y la de la protección de interés, la de la
ocupación efectiva y la de arrendamiento. Europa se arrienda a
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
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China en diversos lotes y se reparte el África, porque no estaba
ocupado efectivamente. Y a esto no hay nada que objetar; si la
propiedad privada se pierde por el abandono de la misma, ¿por qué
no ha de perder una nación sus derechos soberanos sobre
territorios que nominalmente se atribuye? Lo único que se puede
decir es que ahora tampoco es efectiva la ocupación, y que lo que
se llama esfera de influencia o hinterland es, con nombre diverso, la
misma soberanía nominal, hoy desusada. No sé si usted es amante
del Derecho, amigo Unamuno, y si se disgustará porque le diga que
el Derecho es una mujerzuela flaca y tornadiza que se deja seducir
por quienquiera que sepa sonar bien las espuelas y arrastrar el
sable. Si España tuviera fuerzas para trabajar en África, yo, que soy
un quídam, me comprometería a inventar media docena de teorías
nuevas para que nos quedáramos legalmente con cuanto se nos
antojara.
Ahora y antes el único factor efectivo que en África existe,
aparte de los indígenas, es el árabe, porque es el que vive de
asiento, el que tiene aptitud para aclimatarse y para entenderse con
la raza negra de un modo más natural que el que emplean los
misioneros, que introducen, según la frase de usted, el fetichismo
pseudocristiano. El árabe, habilitado y gobernado por un espíritu
superior, sería un auxiliar eficaz, el único para levantar a las razas
africanas sin violentar su idiosincrasia. Los árabes dispersos por el
África están oscurecidos y anulados en la apariencia por los
europeos, porque éstos no saben entenderse con ellos; nosotros sí
sabríamos. Actualmente la empresa es disparatada, pues sin contar
nuestra falta de dineros y camisas, el antagonismo religioso lo
echaría todo a perder. Pero ¿quién sabe lo que dirá el porvenir?
¡Utopía! ¿No le agradan a usted las utopías? «Sí, me agradan me
contestará usted; pero ésa pasa de la marca; yo hablo en pro de la
paz, y usted nos arma para nuevas guerras». Si usted dice que hay
que despaganizar a Europa y destruir en ella los gérmenes de
agresión, yo estoy con usted, porque el deseo es generoso y noble.
Pero mientras la forma de la vida europea sea la agresión, y se
proclame moribundas a las naciones que no atacan y aun se piense
en descuartizarlas y repartírselas, la paz en una sola nación sería
más peligrosa que la guerra. La nación más cristiana, por
temperamento, ha sido la judaica, y tiene que vivir, como quien
dice, con los trastos a cuestas. Así, pues, España, encerrada en su
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
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territorio, aplicada a la restauración de sus fuerzas decaídas, tiene
por necesidad que soñar en nuevas aventuras; de lo contrario, el
amor a la vida evangélica nos llevará en breve a tener que alzarnos
en armas para defender nuestros hogares contra la invasión
extranjera. El espíritu territorial independiente movió a las regiones
españolas a buscar auxilio fuera de España, y ese mismo espíritu,
indestructible, obligará a la nación unida a buscar un apoyo en su
continente africano para mantener ante Europa nuestra
personalidad y nuestra independencia.
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SEGUNDA PARTE
Miguel de Unamuno a Ángel Ganivet
I
¡Cómo refresca el corazón, querido amigo, conversar a larga
distancia, separados por la suerte que a los hombres desparrama,
después de haberse saludado un momento en el pedregoso camino
de la vida! Y el ser pública esta conversación más que en diálogo,
en monólogos entreverados le da cierta consagración de gravedad,
haciéndola, a la vez que más jugosa, más íntima también. Más
íntima, sí; porque no cabe duda alguna de que estos artículos, en
que nos dirigimos reflexiones que puedan sugerir algo a todos los
que, mirando más allá del falaz presente, nos hagan la merced de
leernos, son para nosotros una correspondencia más entrañable y
más cordial que la que por cartas privadas sostenemos. Obligados
por el respeto debido al público que nos lea a mantenernos en cierta
elevación de tono, prescindimos de nosotros mismos, siendo así
como cada cual logra dar lo más granado y lo mejor de sí mismo, lo
que a nuestro pueblo debemos y se lo tornamos acrecentado en
cuanto nuestra diligencia alcanza.
Usted ha rodado por tierras extrañas, puestos siempre su
corazón y su vista en España, y yo, viviendo en ella, me oriento
constantemente al extranjero, y de sus obras nutro sobre todo mi
espíritu. Son dos modos de servir a la patria diversos y
concurrentes. Y en punto a patriotismo, ¡qué tristes nociones ha
esparcido la ignorancia por España! Hase olvidado que la verdadera
patria del espíritu es la verdad; que sólo en ella descansa y trabaja
con sosiego.
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Y dejándome de escarceos, que huelen a la «Epístola moral a
Fabio», me voy derecho a lo que usted dice de la raza española.
Siempre he creído que la Historia, que da razón de los cuatro
que gritan y nada dice de los cuarenta mil que callan, ha hecho el
papel de enorme lente de aumento en lo que se refiere al cruce de
raza en el suelo español. Las crónicas nos hablan de la invasión de
los iberos, de los celtas, de los fenicios, de los romanos, de los
godos, de los árabes, etc., y esto nos hace creer que se ha formado
aquí una mescolanza de pueblos diversos, cuando estoy persuadido
de que todos esos elementos advenedizos representan junto al
fondo primitivo, prehistórico, una proporción mucho menor de lo
que nos figuramos, débiles capas de aluvión sobre densa roca viva.
Un batallón de jinetes que entra metiendo mucho ruido en un
pueblo pacífico, que en su mayor parte le ve entrar con indiferencia,
da que decir a las gacetillas, y el más leve motín de un lugar abulta
en los telegramas, donde no se da cuenta de los que van, como
todos los años, a trillar sus parvas. Desde la orilla se ve durante una
tempestad cómo se alzan tumultuosas y potentes las olas, y no se
da cuenta de que todo aquel tumulto no pasa de la superficie, de
que las aguas que se embravecen y braman son una débil película
comparadas a las profundas capas que permanecen en reposo.
Brama la tempestad sobre la solemne calma de los abismos
submarinos. El día mismo del desastre de la escuadra de Cervera
hallábame yo, acordonado desde hacía días para no recibir diarios,
en una dehesa en cuyas eras trillaban en paz su centeno los
labriegos, ignorantes de cuanto a la guerra se refiere. Y estoy
seguro de que eran en toda España muchísimos más los que
trabajaban en silencio, preocupados tan sólo del pan de cada día,
que los inquietos por los públicos sucesos.
Es la Historia como un mapa, y no mejor que un mapa los
lugares del espacio, determina aquélla los sucesos del tiempo. La
leyenda, aunque al parecer menos exacta, es más verdadera, como
es más verdadero un paisaje, por libre que sea, que un plano
topográfico tomado a toda ciencia trigonométrica. Danos el mapa
los contornos de los continentes e islas en cuanto el nivel ordinario
del mar los define; pero si ese nivel fuese bajando, ¡qué grandes
cambios en nuestra geografía! Así en la Historia, si fuese posible
hacer bajar el nivel del olvido, que encubre para siempre la vida
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El Porvenir de España.
fecunda y silenciosa de las muchedumbres que pasan por el mundo
sin meter ruido, ¡cómo iría cambiando el mapa de los sucesos con
que han alimentado nuestra memoria!
Hay en los abismos del océano inmensas vegetaciones de
minúsculas madréporas, que labran en silencio la red enorme de sus
viviendas. Sobre estas vegetaciones se asientan islas que surgen del
mar. Así en la vida de los pueblos aparecen aislados en la Historia
grandes sucesos, que se asientan sobre la labor silenciosa de las
oscuras madréporas sociales, sobre la vida de esos pobres labriegos
que todos los días salen con el sol a la secular labranza. Lo que
ocurre en la isla afecta muy poco a su basamento madrepórico.
Muy poco, creo, han afectado a la base de la vida popular
española las diversas irrupciones que la Historia nos cuenta
ocurridas en su superficie. ¿Cuántos eran los fenicios que llegaron,
con relación a los que aquí vivían? ¿Cuántos los romanos, los godos,
los árabes, y hasta qué punto penetraron en lo íntimo de la raza? Yo
creo que pasaron poco de la superficie, muy poco, y que en cuanto
pasaron algo, fueron absorbidos; como creo que dejará más rastro
Pidal, que tiene cosa de una docena de hijos, que otros políticos de
más nombre y menos fecundidad efectiva. Hay que fijarse en lo más
íntimo. Parmentier hizo más obra y más duradera trayéndonos las
patatas, que Napoleón revolviendo a Europa, y hasta más espiritual,
porque ¿qué no influirá la alimentación patatesca en el espíritu?
Todo esto sirve para indicar nada más mi idea de que el fondo
de la población española ha permanecido mucho más puro de lo
que se cree, engañándose por la falaz perspectiva histórica, creencia
que parecen confirmar las investigaciones antropológicas.
Celtas, fenicios, romanos, godos, los mismos árabes, de que
parece usted tan prendado, fueron poco más que oleadas,
tempestuosas si se quiere, pero oleadas al fin, que influyeron muy
poco en la base subhistórica, en el pueblo que calla, ora, trabaja y
muere. Luego por ley, larga de explicar aquí, sucede que al
mezclarse pueblos diversos en proporciones distintas, el más
numeroso prepondera en lo fisiológico y radical más que lo que su
proporción representa.
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El Porvenir de España.
Creo asimismo que las diferencias étnicas interiores que en
España se observan gallegos, vascos, catalanes, castellanos, etc.
arrancan de diversidades prehistóricas.
Nosotros los vascos tenemos fama, como usted me lo
recuerda, de conservarnos más puros. No sé si esto es verdad; sólo
sé que para que esa idea se haya difundido, ha servido el que
hayamos tenido la felicidad de ser un pueblo sin historia durante
siglos enteros. La Historia no ha velado, con su falsa perspectiva, un
hecho que creo se cumple en los demás pueblos peninsulares. Y por
no haber tenido historia y sí vida pública subhistórica, mi pueblo
vasco ha combatido a las libertades individuales, atomísticas,
luchando por las sociales. Mas como esto es muy largo de contar,
mejor es dejarlo.
II
No podrá haber sana vida pública, amigo Ganivet, mientras no
se ponga de acuerdo lo íntimo de nuestro pueblo con su
exteriorización, mientras no se acomode la adaptación a la herencia.
Ésta, que es la idea capital de usted, es también la mía.
Concordamos en ella disintiendo algo en su desarrollo, lo cual da
carácter armónico a nuestra conversación, haciéndola en su unidad
varia.
La historia, la condenada historia, que es en su mayor parte
una imposición del ambiente, nos ha celado la roca viva de la
constitución patria; la historia, a la vez que nos ha revelado gran
parte de nuestro espíritu en nuestros actos, nos ha impedido ver lo
más íntimo de ese espíritu. Hemos atendido más a los sucesos
históricos que pasan y se pierden, que a los hechos subhistóricos,
que permanecen y van estratificándose en profundas capas. Se ha
hecho más caso del relato de tal cual hazañosa empresa de nuestro
siglo de caballerías que a la constitución rural de los repartimientos
de pastos en tal o cual olvidado pueblecillo. Nos han llenado la
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
cabeza de batallas, expediciones, conquistas, revoluciones y otros
líos semejantes, sin dejarnos ver lo que bajo la superficie pasaba
entretanto; nos han puesto en la orilla a contemplar tempestades
para que templemos nuestro espíritu en los grandes espectáculos y
no nos han dejado ver la labor de las madréporas de que le hablaba
en mi anterior capítulo. Hemos oído en lontananza el eco de los
cascos de los caballos de los árabes al invadir España, y no el
silencioso paso de los bueyes que a la vez trillaban las parvas de los
conquistados, de los que se dejaron conquistar.
Se ha perdido la inteligencia del lenguaje propio del pueblo,
lenguaje silencioso y elocuente, y se ha querido que hable en los
comicios, donde, como usted dice muy bien, no sabe responder.
Pedirle al pueblo que resuelva por el voto la orientación política que
le conviene, es pretender que sepa fisiología de la digestión todo el
que digiere. Como no se sabe preguntarle, no responde, y como no
habla en votos, lenguaje que le es extraño, cuando quiere algo
habla en armas, que es lo que hicieron mis paisanos en la última
guerra civil. Ellos querían algo sin saber definirlo, y a falta de mejor
medio de expresarlo, se fueron al monte, dejando que formulasen
su deseo algunos señores, que maldito si lo sabían. Porque el
carlismo de Mella y de El Correo Español, pongo por caso, es al
carlismo real y efectivo mucho menos que un mapa al terreno real,
siguiendo la metáfora que establecí ya una vez. El carlismo popular,
que creo haber estudiado algo, es inefable, quiero decir,
inexpresable en discursos y programas; no es materia oratoriable. Y
el carlismo popular, con su fondo socialista y federal y hasta
anárquico, es una de las íntimas expresiones del pueblo español.
Algo más adelantaríamos si nuestros estadistas, o lo que sean, en
vez de atender a las idas y venidas de don Carlos, y hacer caso de
los periódicos del partido o de las predicaciones de este o de aquel
Mella que toma al carlismo de materia oratoriable y de sport político,
se fijasen en las necesidades de los pueblos, en las íntimas, en las
que no se expresan. Cuando se habla de mi Vizcaya, en seguida se
acuerdan todos de los dichosos fueros, ignorándose que mucho más
que los tales fueros le importa al aldeano vizcaíno el cierre de los
montes que fueran del común un día.
Los dos factores radicales de la vida de un pueblo, los dos
polos del eje sobre que gira, son la economía y la religión. Lo
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económico y lo religioso es lo que en el fondo de todo fenómeno
social se encuentra. El régimen económico de la propiedad, sobre
todo de la rural, y el sentimiento que acerca del fin último de la vida
se abriga, son las dos piedras angulares de la constitución íntima de
un pueblo. Toda nuestra historia no significa nada como no nos
ayude a comprender mejor cómo vive y cómo muere hoy el labriego
español; cómo ocupa la tierra que labra y cómo paga su
arrendamiento, y con qué estado de ánimo recibe los últimos
sacramentos; qué es y qué significa una senara o una excusa, y qué
es y qué significa una misa de difuntos.
En el país español que mejor conozco, por ser el mío-, en
Vizcaya, el establecimiento de la industria siderúrgica por altos
hornos y el desarrollo que ha traído consigo representa más que el
más hondo suceso histórico explosivo; es decir, de golpe y ruido,
como creo que en esa Granada el establecimiento de la industria de
la remolacha ha tenido más alcance e importancia que su conquista
por los Reyes Católicos.
Y como esto exige algún mayor desarrollo, aunque sea
sumario y por vía sugestiva, como todo lo contenido en estos
capítulos, lo dejo para otro.
III
«Para que la organización social cambie, han de cambiar antes
las ideas», dice usted, amigo Ganivet, y ya no conformo con usted
en este su idealismo. No creo en esa fuerza de las ideas, que antes
me parecen resultantes que causas. Siempre he creído que el
suponer que una idea sea causa de una transformación social es
como suponer que las indicaciones del barómetro modifican la
presión atmosférica. Cuando oigo hablar de ideas buenas o malas
me parece oír hablar de sonidos verdes o de olores cuadrados. Por
esto me repugna todo dogmatismo y me parece ridícula toda
inquisición.
Lo que cambia las ideas, que no son más que la flor de los
estados del espíritu, es la organización social, y ésta cambia por
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
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virtud propia, obedeciendo a leyes económicas que la rigen, por un
dinamismo riguroso.
No fue Copérnico quien echó a rodar los mundos, según las
leyes por él descubiertas, ni fueron Marx y sus precursores y
sucesores los que produjeron el movimiento socialista. Esto lo sabe
usted mejor que yo, sin que se le haya turbado la clara visión de tal
verdad por cierto excesivo historicismo que en usted observo.
En diferentes obras, algunas magistrales como las de Marx y
Loria, está descrita la evolución social en virtud del dinamismo
económico, y si alguna falta les noto, es que, o prescindan del factor
religioso, o quieran englobarlo también en el económico.
No el cambio de ideas, el de organización social, sino éste
traerá a aquél. Las fábricas de altos hornos en mi país, y las de
remolacha en el de usted, harán mucho más que lo que pudiese
hacer un ejército de ideólogos como usted y yo.
La misma cuestión colonial, hoy tan candente que nos abrasa,
es ante todo y sobre todo una cuestión de base y origen
económicos. Hay que estudiarla no en nuestra historia colonial, que
sólo cuenta lo peculiar; no en los épicos relatos de nuestros
navegantes de la edad de oro, no en toda esa faramalla de nuestros
destinos en el Nuevo Mundo, sino en las aduanas coloniales. No
creo con usted que fuimos a evangelizar y cometer desafueros, sino
a sacar oro; fuimos a sacar oro, que pasaba luego a Flandes, donde
trabajaban para nosotros y a nuestra costa se enriquecían con su
trabajo. Y como nuestro modo de explotar a las colonias no encaja
en la actual economía pública, las explotarán otros.
Es preciso hablar claro por verdadero patriotismo, ahora que
piden la paz con motivos impuros y egoístas muchos que por
motivos egoístas e impuros pidieron la guerra. Raro es quien execra
de la guerra por la guerra misma, por cristianismo, y si no, vea
usted cómo fueron de los más encendidos apóstoles del duelo
internacional los que más predican contra el individual y contra el
falso honor mundano.
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
El Porvenir de España.
Hay que hablar claro. Al campesino que sin más capital que
sus brazos emigra de España en busca de pan, lo mismo le da que
sea española o no la tierra a que arriba, lo mismo se gana su vida y
acaso labra su fortuna en los cafetales del Brasil que en las pampas
argentinas o cuidando ganado en las sabanas de Tejas, en los
Estados Unidos, como alguno que conozco. Pero a la industria
nacional que quiere vivir sin gran esfuerzo del monopolio no le da lo
mismo. Traía trigo de los Estados Unidos, de esos mismos Estados
Unidos con que estamos en guerra, lo molía aquí, en la Península, y
llevaba la harina a Cuba, haciendo pagar cara a los cubanos la
maquila de la molienda. Se encarecería la vida en Cuba en provecho
de los industriales y negociantes de aquí. Y luego venía lo de hacer
pasar harina por yeso y todo lo demás de la canción. Añada usted lo
del azúcar y tendrá bien claro el principal factor de lo que por de
pronto nos abruma.
Y todo esto no lo han traído ideas especiales de los españoles
acerca de la colonización, sino nuestra constitución económica,
basada en última instancia en la constitución de nuestro suelo,
ultima ratio de nuestro modo de ser. Es la misma idea de usted
respecto a lo territorial.
Hay en España algo que permanece inmutable bajo las varias
vicisitudes de su historia, algo que es la base de su subhistoria.
Este algo es que España está formada en su mayor parte por
una vasta meseta, en que van los ríos encajonados y muy deprisa, y
cuya superficie resquebrajan las heladas persistentes del invierno y
los tremendos ardores del estío. Es un país, en su mayor extensión,
de suelo pobre, carcomido por los ríos que se llevan la sustancia,
escoriado por sequías y por lluvias torrenciales. Y este país quiere
seguir siendo lo que peor puede ser, país agrícola. La cuestión es
ésta: o España es, ante todo, un país central o periférico, o sigue la
orientación castellana, desquiciada desde el descubrimiento de
América, debido a Castilla, o toma otra orientación. Castilla fue
quien nos dio las colonias y obligó a orientarse a ellas a la industria
nacional; perdidas las colonias, podrá nuestra periferia orientarse a
Europa, y si se rompen barreras proteccionistas, esas barreras que
mantiene tanto el espíritu triguero, Barcelona podrá volver a reinar
en el Mediterráneo, Bilbao florecerá orientándose al Norte, y así irán
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
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creciendo otros núcleos nacionales ayudando al desarrollo total de
España.
No me cabe duda de que una vez que se derrumbe nuestro
imperio colonial surgirá con ímpetu el problema de la
descentralización, que alienta en los movimientos regionalistas. Y el
hacer cuatro indicaciones acerca de esto lo dejo para otro capítulo.
IV
«Mejor es que usted y yo tengamos ideas distintas, que no
que yo acepte las de usted por pereza o por ignorancia; mejor es
que en España haya quince o veinte núcleos intelectuales, si se
quiere antagónicos, que no que la nación sea un desierto y la capital
atraiga a sí las fuerzas nacionales, acaso para anularlas». Esto dice
usted, amigo Ganivet, con excelente buen sentido, en el segundo de
los artículos que me dedica. De esas ideas me hago solidario, y
sobre ellas voy a insertar aquí cuatro reflexiones.
Nada dificulta más la verdadera unión de los pueblos que el
pretender hacerla desde fuera, por vía impositiva, o sea legislativa,
y obedeciendo concepciones jacobinas, como suelen serlo las del
unitarismo doctrinario. Esa unión destruye la armonía, que surge de
la integración de lo diferenciado.
Quéjanse los catalanes de estar sometidos a Castilla, y
quéjanse los castellanos de que se les somete al género catalán. La
sujeción de una de estas regiones a la otra en lo político se ha
equilibrado con la sujeción de ésta o aquélla en lo económico. Y de
tal suerte padecen las dos. El caso cabe extenderlo y ampliarlo.
En vez de dejar que cada cual cante a su manera y procurar
que cantando juntos acaben por formar concertado coro armónico,
hay empeño en sujetarlos a todos a la misma tonada, dando así un
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
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pobrísimo canto al unísono, en que el coro no hace más que meter
más ruido que cada cantante, sin enriquecer sus cantos.
No cabe integración sino sobre elementos diferenciados, y
todo lo que sea favorecer la diferenciación es preparar el camino a
un concierto rico y fecundo. Sea cada cual como es, desarróllese a
su modo, según su especial constitución, en su línea propia, y así
nos entenderemos mejor todos.
Hace ya algún tiempo publiqué en un diario catalán un artículo
acerca del uso de la lengua catalana, abogando porque escriba cada
cual en la lengua en que piensa. En él asentaba que es mejor que
los catalanes escriban en catalán y los castellanos los traduzcan,
que no el que se traduzcan ellos mismos, mutilando su modo de ser.
Al esforzarse el castellano por penetrar en los matices de una
lengua que no es la suya y al trabajar por traducir un pensamiento
que le es algo extraño, ahondará en su propia lengua y en su
pensamiento propio, descubriendo en ellos fondos y rincones que el
confinamiento le tiene velados. Si el castellano se empeñase en
penetrar en el espíritu catalán y el catalán en el espíritu castellano,
sin mantenerse a cierta distancia, llenos de mutuos prejuicios por
mutuo desconocimiento íntimo, no poco ganarían uno y otro. El
conocimiento íntimo de lo ajeno es el mejor medio de llegar a
conocer lo propio. Quien sólo sabe su lengua decía Goethe, ni aun
su lengua sabe. Pueblo que quiera regenerarse encerrándose por
completo en sí, es como un hombre que quiera sacarse de un pozo
tirándose de las orejas.
Si entre sus virtudes tiene algún vicio profundo el pueblo
castellano es éste de su íntimo aislamiento, aunque viva entre otros
pueblos. Corrió tierras y mares entre pueblos extraños, pero
siempre metido en su caparazón. Así como cree con terca ignorancia
que le bastarían los recursos de su suelo para vivir la vida que hoy
se le ha hecho habitual, encerrado en sí, cree también que tiene en
su fondo tradicional con que nutrir su espíritu, satisfaciendo a la vez
a la necesidad imperiosa de progreso. Con herir tanto el desdén del
catalán o del vasco no sé si es menos hondo, aunque más callado,
el desdén del castellano.
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
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Si el carlismo se extiende por toda la península es porque se
extiende por toda ella el regionalismo. Y hay un síntoma de buen
agüero, y es que nace y va cobrando fuerza el regionalismo
castellano, el de los trigueros. Cuando la región centralizadora, la
que durante siglos ha impulsado la obra unificadora, se hace
regionalista, es porque el regionalismo se impone. Entra como una
de tantas en el concurso.
Ahora sólo falta que ese regionalismo se haga orgánico y no
exclusivista; que se pida la vida difusa en beneficio del conjunto;
que se aspire a la diferenciación puestos los ojos en la integración;
que no nos estorbemos los unos a los otros para que cada cual dé
mejor su fruto y puedan tomar de él los demás lo que les convenga.
Y este problema del regionalismo, que surgirá con fuerza así
que salgamos de la actual crisis, surgirá combinado con el problema
económicosocial. El revivir del carlismo no es más que un mero
síntoma del revivir del regionalismo, en cierto modo socialista, o del
socialismo regionalista. Y ¿por qué no decirlo?, es el fondo
anarquista del espíritu español, que pide forma, expresión,
desahogo.
Ese fondo, que tomaría forma potente si nuestra nación se
integrara sobre base popular, culmina más que en nada en el
cristianismo español de que usted habla, en el que representan
nuestros místicos.
Y con esto llego al final de estas reflexiones.
V
Es tal el nimbo que para la mayor parte de las personas rodea
a la palabra anarquismo, de tal modo la acompañan con violencias
dinamiteras y negaciones radicales, que es peligroso decirles que el
cristianismo es, en su esencia, un ideal anarquista, en que la única
fuerza unificadora sea el amor.
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Ángel Ganivet, Miguel de Unamuno;
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En ninguna parte acaso se comprendió mejor que en nuestra
patria este sentido cristiano; pocos místicos entendieron tan bien
como los místicos castellanos aquellas palabras de san Pablo de que
la ley hace el pecado.
Usted mismo, amigo Ganivet, ha trazado en las más hermosas
páginas de su Idearium la silueta del anarquismo cristiano español,
sobre todo donde trata usted de la justicia quijotesca, que es en el
fondo la justicia pauliniana, la cristiana. En mis artículos En torno al
casticismo, que no sé cuándo recogeré en un tomo, había yo ya
tratado este mismo punto.
Pero el impulso que a los sentimientos religiosos pudo haber
dado en España la mística castellana, quedóse poco menos que en
mera iniciación; fue ahogado por factores históricos, por el fatal
ambiente en que se movía la historia de nuestro pueblo. La reforma
teresiana, después de haber sido embotada en su misma orden, fue
oscurecida por los jesuitas. La Compañía de Acquaviva, más bien
que de mi paisano san Ignacio espíritu nada jesuítico, es la que de
hecho ha dado tono desde entonces a la religiosidad consciente de
España.
Y aquí encaja como anillo al dedo lo que usted dice muy
gráficamente de las ideas picudas, que puede aplicarse a los
sentimientos.
Cuanto usted nos dice que le sugirió su primer oficio de
molinero tiene perfecta aplicación en este orden.
La tarea silenciosa y pausada de moler con muela redonda, sin
picos de intolerancia y dogmatismo, en nada es más provechosa
que en la vida religiosa.
Pero aquí se ha hecho de la fe religiosa algo muy picudo,
agresivo, cortante, y de aquí ha salido ese jacobinismo
pseudorreligioso que llaman integrismo, quintaesencia de
intelectualismo libresco. Y para vestir a este descarnado esqueleto,
rígido y seco y lleno de esquinas y salientes, no se ha encontrado
mejor carne que un sistema de prácticas teatrales y ñoñas, con sus
decoraciones, sus luces, sus coros y su letra y música de opereta
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mala con derroche de superlativos dulzarrones y acaramelados. Y
por debajo de este aparato fisiológico la constante cantilena de que
el liberalismo es pecado, sin que logremos llegar a saber qué es eso
del liberalismo.
La vida cristiana íntima, recogida, entrañable, hay que ir a
buscarla a tales cuales almas aisladas, que alimentándose del
tradicional legado, no se dejan ahogar por esa balumba de
fórmulas, silogismos, rutinas y cultos de molinillo chinesco.
De cómo está oscurecido el sentimiento cristiano nos dan
continuas pruebas las circunstancias por que pasa la nación. Aún no
hace dos días he leído en un semanario religioso elogios a unos
frailes que han tomado en Filipinas las armas, y a nadie, que yo
sepa, se le ha ocurrido todavía que si las órdenes religiosas del
archipiélago hubiesen cumplido su misión, se habrían sublevado los
tagalos contra España, pero no contra ellas. Su oficio no debe ser
mantener la soberanía de tal o cual nación sobre este o el otro
territorio; una orden religiosa no debe ser patriótica de esa manera,
pues no está su patria en este mundo. Sé que a muchos parecerá lo
que voy a decir una atrocidad, casi una herejía, pero creo y afirmo
que esa fusión que se establece entre el patriotismo y la religión
daña a uno y a otra. Lo que más acaso ha estorbado el desarrollo
del espíritu cristiano en España es que en los siglos de la
Reconquista se hizo de la cruz un pendón de batalla y hasta un
arma de combate, haciendo de la milicia una especie de sacerdocio.
Las órdenes militares y la leyenda de Santiago en Clavijo son en el
fondo impiedades y nada más. El patriotismo tal y como hoy se
entiende en los patriotismos nacionales es un sentimiento pagano.
Decimos con los labios que todos los hombres somos hermanos,
pero en realidad practicamos el adversus aeterna auctoritas, y
tenemos de la fraternidad la idea que tienen las tribus salvajes: sólo
es hermano el de la misma tribu.
Tiene usted muy triste razón cuando afirma que el cristianismo
apenas se ha iniciado, que no es más que una débil capa en los
pueblos modernos. El evangelio de éstos es, en realidad, ese
condenado Derecho romano, quintaesenciado sedimento del
paganismo, médula del egoísmo social anticristiano. Cuando se dirija
usted a mí, amigo Ganivet, puede decir del Derecho cuantas
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perrerías se le antojen, porque lo aborrezco con toda mi alma y con
toda ella creo, con san Pablo, que la ley hace el pecado. Derecho y
deber, estas dos categorías con que tanto nos muelen los oídos, son
dos categorías paganas; lo cristiano es gracia y sacrificio, no
derecho ni deber.
¡Y a qué monstruosidades nos ha llevado el infame
contubernio del Evangelio cristiano con el Derecho romano! Una de
ellas ha sido la consagración religiosa que se ha querido dar al
patriotismo militante.
Mucho me sugiere cuanto usted apunta acerca de los judíos,
de esta raza perseguida, que por no formar nación subsiste mejor
como pueblo; de esa raza de que salieron los profetas y de donde
salió el Redentor, a quien dieron muerte sus compatriotas, alegando
que era su conducta antipatriótica, como puede verse en el versillo
48 del capítulo XI del Evangelio según San Juan.
Y de aquí podría pasar a indicarle la gran diferencia que hallo
entre nación y patria, tan grande que suelen aparecérseme tales
términos como contrapuestos. Pero como todo esto me llevaría
ahora muy lejos, prefiero dejarlo para otra ocasión.
Hoy, que tanto se habla por muchos del reinado social de
Jesús, se debía meditar algo más en que tal reinado no puede ser
más que el reinado de la paz y de la justicia, de la paz sobre todo,
de la paz siempre y a toda costa. No hay fariseísmo que pueda
empañar el claro y terminante: ¡No matarás! Y si para no infringirlo
hay que renunciar a ciudadanías históricas, se renuncia a ellas.
Ángel Ganivet a Miguel de Unamuno
I
Poco a poco, sin pretenderlo, vamos a componer un programa
político. No uno de esos programas que sirven para conquistar la
opinión, subir al poder y malgobernar dos o tres años, porque esta
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especialidad está reservada a los jefes de partido, y nosotros, que
yo sepa, no somos jefes de nada; de mí, al menos, puedo decir que,
desde que tengo uso de razón, estoy trabajando para ser jefe de mí
mismo, y aún no he podido lograrlo. Pero hay también programas
independientes que sirven para formar la opinión, que son como
espejos en que esta opinión se reconoce, salvo si la luna del espejo
hace aguas. Tales programas están al alcance de todas las personas
sinceras, y en España son muy necesarios, porque la opinión sólo
tiene para mirarse el espejo cóncavo de su profunda ignorancia, y
hace tiempo que no se mira de miedo de verse tan fea.
Hay quien se lamenta de la ineptitud política de la gente
nueva, la cual, en el cuarto de siglo que llevamos de Restauración,
no ha dicho aún «Esta boca es mía». Así se comprende que estemos
gobernados por hombres anteriores a la revolución, los más de ellos
condenados ya a muerte en 1866, y que nuestra política consista
sólo en ir tirando, aunque sea con vilipendio. Mas lo lamentable
sería que la juventud hubiera seguido las huellas que se encontró
marcadas y aceptado la responsabilidad de los hechos presentes. Si
alguna esperanza nos queda todavía, es porque confiamos en que
esos hombres nuevos, que no han querido entrar en la política de
partido, estarán en otra parte y se presentarán por otros caminos
más anchos y mejor ventilados que los de la política al uso.
No se entienda por esto que yo confíe mucho en la gente
nueva; de no formarse los hombres de Estado por generación
espontánea, no sé cómo se van a formar en nuestro país, donde no
se enseña ni el abecedario de la política nacional. La Restauración
acometió de buena fe la reforma de los estudios; pero el nuevo plan
fue imitativo, como lo es todo en España, por ser también nuestro
sistema de gobierno una pobre imitación; se adoptó un hermoso
programa de asignaturas, cuya única deficiencia consiste en que, a
pesar de lo mucho que enseña, no enseña nada de lo que más
conviene saber a un español.
Nuestro pasado y nuestro presente nos ligan a la América
española; al pensar y trabajar, debemos saber que no pensamos ni
trabajamos sólo por la Península e islas adyacentes, sino para la
gran demarcación en que rigen nuestro espíritu y nuestro idioma.
Tan difícil como era sostener nuestra dominación material, tan fácil
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es y ahora que el dominio se extinguió en absoluto, más aún
mantener nuestra influencia, para no encogernos espiritualmente,
que es el encogimiento más angustioso. ¿Qué sabe de América
nuestra juventud intelectual? Cuatro nombres retumbantes,
comenzando por el retumbantísimo de Otumba. La fecha de la
independencia de nuestras colonias, que debió marcar sólo el
tránsito de uno a otro género de relaciones, es para nosotros una
muralla de la China. No faltan esfuerzos aislados, como los de las
órdenes religiosas, los de la Academia de la Lengua, el del
Centenario, la publicación de las Relaciones de Indias y los estudios
críticos de Valera; pero estos trabajos no influyen en la educación
de la juventud.
Si se mira el porvenir, hay mil hechos que anuncian que África
será el campo de nuestra expansión futura. ¿Qué sabe de África
nuestra juventud estudiosa? Menos que de América, ni los primeros
rudimentos geográficos. Hay también esfuerzos aislados, que en un
país tan perezoso como España quieren decir mucho. Granada, en
particular, es el centro de donde han salido nuestros mejores
orientalistas y donde se conserva más apego a la política
simbolizada en el testamento de Isabel la Católica. Si yo dispusiera
de capital suficiente (del que no dispondré jamás, porque tengo la
desgracia de dedicarme a los trabajos improductivos), fundaría en
Granada una escuela africana, centro de estudios activos, según una
pauta que tengo muy pensada y con la que creo había de formarse
un plantel de conquistadores de nuevo cuño, de los que España
necesita. La gente se burlaría de mí, y quién sabe si al cabo de un
siglo o dos se diría que yo había sido el único hombre de Estado de
nuestra patria en los siglos XIX y XX. Gran celebridad es la que me
pierdo por no tener recursos, y lo siento, no por la celebridad, sino
porque la obra se quedará en proyecto, como todas las buenas.
No hay nada superior en arquitectura a las iglesias góticas,
porque en ellas la armonía no es convencional y geométrica, como
en las obras clásicas, sino que es psicológica y nace en lo íntimo de
nuestro ser por la sugestión que nos produce la convergencia de las
líneas ascendentes hacia un punto del cielo, semejantes a ideas que
se enlazan en un solo ideal, o a las voces de un coro que se unen
en una sola oración.
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He aquí un criterio fijo, inmutable, para proceder cuerdamente
en todos los asuntos políticos: agarrarse con fuerza al terruño y
golpearlo para que nos diga lo que quiere. Lo que yo llamo espíritu
territorial no es sólo tierra; es también humanidad, es sentimiento
de los trabajadores silenciosos de que usted habla. La acción de
éstos no es la Historia, como el basamento de la isla no es la isla, la
isla es que sale por encima del agua, y la Historia es el movimiento,
es la vida, que debe apoyarse sobre esa masa inerte, rutinaria, que
ya que no ejecute grandes hechos, sirve de regulador e impide que
los artificios tengan la vida demasiado larga y destruyan el espíritu
nacional.
II
A pesar de lo dicho, creo, y la gratitud nos obliga a creer, que
la Restauración ha prestado al país un gran servicio: nos ha dado un
período de paz relativa, y en la paz hemos visto claro lo que antes
no veíamos; se decía que nuestros males venían de las guerras,
revoluciones y pronunciamientos, y ahora sabemos que la causa de
nuestra postración está en que hemos construido un edificio político
sobre la voluntad nacional de una nación que carece de voluntad.
Vivimos, pues, en el aire; como quien dice de milagro. Se explica
perfectamente ese movimiento instintivo de la nueva generación en
busca de una realidad en que afirmar los pies, eso que se ha
llamado movimiento regionalista, aunque propiamente no lo sea. No
hay ya jóvenes que vayan a Madrid con el uniforme de ministro en
la maleta, y los hay que comienzan a comprender que un hombre
no aventaja en nada con añadir su nombre al catálogo inacabable
de celebridades inútiles y nocivas de España, y los hay también que
prefieren trabajar en sus casas y en beneficio de sus pueblos a
ganar en la tribu parlamentaria estériles aplausos. El día que haya
en las diversas capitales de España hombres de talento y prestigio,
que estudien los verdaderos intereses y aspiraciones de sus
comarcas y los fundan en un plan de acción nacional, dejarán de
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existir esas entelequias o engendros de gabinete con que hoy se
nos gobierna, y habremos entrado en la realidad política.
Yo soy regionalista del único modo que se debe serlo en
nuestro país, esto es, sin aceptar las regiones. No obstante el
historicismo que usted me atribuye, no acepto ninguna categoría
histórica tal como existió, porque esto me parece dar saltos atrás. A
docenas se me ocurren los argumentos contra las regiones, sea que
se las reorganice bajo la Monarquía representativa o bajo la
República federal, sea bajo esta o aquella componenda, debajo del
actual régimen encuentro demasiado borrosos los linderos de las
antiguas regiones y no veo justificado que se los marque de nuevo,
ni que se dé suelta otra vez a las querellas latentes entre las
localidades de cada región, ni que se sustituya la centralización
actual por ocho o diez centralizaciones provechosas a ciertas
capitales de provincia, ni que se amplíe el artificio parlamentario con
nuevos y no mejores centros parlantes... Usted, que es vizcaíno,
recordará que un Parlamento vasco no les hace ninguna falta,
teniendo como tienen diputaciones forales que no son focos de
mendicidad como muchas de España, sino diputaciones verdaderas;
yo, que soy andaluz, declaro que Andalucía políticamente no es
nada, y que al formarse las regiones habría que reconocer dos
Andalucías: la alta y la baja; el mismo Pi y Margall, en Las
nacionalidades, las admite.
Pero hay, además, una razón que de fijo le hará a usted mella.
El valor de los organismos políticos depende en nuestro tiempo de
su aptitud para dar vida a las reformas de carácter social, y ni el
Estado, ni la religión, ni ninguna de sus formas posibles, satisfacen
esta necesidad de nuestro tiempo; el socialismo español ha de ser
comunista, quiero decir, municipal, y por esto defiendo yo que sean
los municipios autónomos los que ensayen las reformas sociales; y
en nuestro país no habría en muchos casos ensayos, sino
restauración de viejas prácticas. El pueblo y la ciudad son
organismos reales, constituidos por la agrupación de moradas fijas,
inmuebles, y por lo mismo que son una realidad, podrían vivir
independientes con ventaja y sin peligro. El peligro está en las
instituciones convencionales, porque éstas, faltas de asunto real,
divagan y caen en todo género de excesos.
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No sé cómo hay socialistas del Estado ni de la Internacional;
en España es seguro que la acción del Estado sería completamente
inútil. Se darían leyes reguladoras del trabajo y habría que vigilar el
cumplimiento de esas leyes: un cuerpo flamante de inspectores, es
decir, de individuos, que en virtud de una real orden tendrían el
derecho de pedir cinco duros a todos los ciudadanos que cayeran
bajo su dirección. Un ministro muy formal, el señor Camacho, dijo
que siempre que daba una credencial de inspector, creía poner un
trabuco en manos de un bandolero. Y si para mayor garantía los
inspectores eran de la clase obrera, entonces apaga y vámonos.
Les voy a contar a ustedes un cuento que no es cuento. Había
en una ciudad, de cuyo nombre me acuerdo perfectamente, aunque
no quiero decirlo, un orador socialista de los de espada en mano.
Todos los abusos le llegaban al alma, y el que le llegaba más hondo
era el de que se robase en el pan, «base alimenticia del pueblo». La
idea del pan falto se le fijó en la mollera, y tanto fue y vino, y tanto
clamó y aun chilló, que el alcalde de la ciudad le llamó a su
despacho, y después de una larga entrevista, en la que hizo gala de
su amor al pueblo, a la justicia y a las hogazas cabales, le nombró
inspector del peso del pan. Los panaderos faltones se echaron a
temblar, excepto uno, el más viejo y socarrón del gremio, gran
conocedor de sus semejantes, que dijo a sus compañeros: «Ése es
un enjambrío y, si queréis, yo me encargo de untarle la mano». Así
lo hizo, y desde entonces ya no le faltaban al pan dos onzas, sino
cuatro: las dos de costumbre y dos más para untar al hombre
nuevo. Todo eso se remediaría, diría alguien, nombrando un
inspector superior, con título, para que meta en cintura a sus
subalternos. Ese nuevo inspector, contesto yo, no sólo se dejará
sobornar, sino que exigirá que le lleven el dinero a su casa y que le
oxeen las moscas o le saquen los niños a paseo. Y tantos
inspectores podríamos nombrar, que ocurriese con las hogazas lo
que con las caperuzas del cuento del Quijote: las habría tan chicas,
que habría que comerlas con microscopio.
Mientras el mundo exista habrá hombres listos que vivan sin
trabajar a expensas del público, y los golpes irán siempre a dar en
la hogaza, es decir, en la realidad. Ensanchemos, pues, esta
realidad para que vivan todos, los listos y los que no lo son. Y esto
se consigue reservando parte de la propiedad para usufructo
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común. Comunidades benéficas, depósitos, de disfrute de montes y
de pastoreo, etc., según las condiciones de cada municipio, a fin de
que el vecindario tenga la seguridad de que, no obstante albergar
en su seno un considerable número de bribones, éstos no impiden
que todo el mundo coma, por muy mal dadas que vengan.
III
Muchas contradicciones hallará el lector en el programa de
usted, pero yo sólo hallo una. La alianza que usted establece entre
regionalismo, socialismo y lo que llama carlismo popular suena aún
a cosa incongruente, y, sin embargo, es la forma política en la
nueva generación y es practicable dentro del actual régimen.
Municipio libre, que sirve de «laboratorio socialista» la frase es de
Barrès, y del cual arranque la representación nacional, que los
electores tienen abandonada; una representación efectiva que
sustituya a la ficción parlamentaria, y una autoridad fuerte,
verdadera, que garantice el orden y la cohesión territorial. Esta
combinación da más libertad práctica que la actual centralización.
Donde yo encuentro que usted se contradice es al enlazar su
cristianismo evangélico con sus ideas progresivas en materia
económica, y aunque yo no tenga gran afición a los problemas
económicos, le diré también en este punto mi parecer.
Quiere usted vida industrial intensa, comercio activo-,
prosperidad general, y no se fija en que esto es casi indiferente para
un buen cristiano. Pregunte usted a todos esos hombres que se
afanan por ganar dinero, y por cuyo bienestar usted se interesa,
qué piensan hacer cuando tengan un gran capital, y le contestarán:
«Darme buena vida; comer mejor, tener buena casa y muchas
comodidades; coche, si a tanto alcanza; divertirme cuanto pueda y
esto en secreto cometer algunas tropelías». Los montes dan
grandes gemidos para dar a luz un mísero ratón. No pienso
molestarme jamás para ayudar a ganar dinero a gente que se
mueva por rutina. Me es antipático el mecanismo material de la
vida, y lo tolero sólo cuando lo veo a la luz de un ideal; así, antes de
enriquecer a una nación, pienso que hay que ennoblecerla, porque
el negocio por el negocio es cosa triste.
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Pero la sociedad no piensa como yo sobre el particular, lo
reconozco. La sociedad piensa por comparación, y como hoy lo que
priva es el dinero, todos se afanan tras él, sin considerar que acaso
estarían mejor sin él. Hay quien se muere de repente al saber que le
ha tocado la lotería, y quien de hombre de bien se convierte en un
mal sujeto porque heredó cuatro chavos y después de malgastarlos
no quiere doblar la raspa. En suma, el valor del dinero depende de
la aptitud que se tenga para invertirlo en obras nobles y útiles.
Se dice que la prosperidad material trae la cultura y la
dignificación del pueblo; mas lo que realmente sucede es que la
prosperidad hace visibles las buenas y malas cualidades de un
pueblo, que antes permanecían ocultas. Si no se tienen elevados
sentimientos, la riqueza pondrá de relieve la vulgar grosería y la
odiosa bajeza; y en España, cuyo flaco es la desunión, si no
inculcamos ideas de fraternidad, el progreso económico se mostrará
en rivalidad vergonzosa. Hay familias pobres que se quitan el pan
de la boca para dar carrera al niño, que salió con talento, y algunos
de estos niños, en vez de ayudar después a los suyos para que se
levanten, se apresuran a volver las espaldas. Yo conocí a un
estudiante aventajado, hijo de una lavandera, que cuando se vio
con su título de médico en el bolsillo, llegó hasta a negar a su
madre. Algo de esto ocurre en nuestro país.
He estado tres veces en Cataluña, y después de alegrarme la
prosperidad de que goza, me ha disgustado la ingratitud con que
juzga a España la juventud intelectual nacida en este período de
renacimiento; a algunos les he oído negar a España. Y, sin
embargo, el renacimiento catalán ha sido obra, no sólo de los
catalanes, sino de España entera, que ha secundado gustosamente
sus esfuerzos. En las Vascongadas sólo he estado de paso; pero he
conocido a muchos vascongados; los más han sido bilbaínos,
capitanes de buque, y éstos son gentes chapadas a la antigua, con
la que da gusto hablar; los que son casi intratables son los
modernos, los enriquecidos con los negocios de minas, que no sólo
niegan a España y hablan de ella con desprecio, sino que desprecian
también a Bilbao y prefieren vivir en Inglaterra. El motivo de estos
desplantes no puede ser más español; es nuestra propensión
aristocrática: en cuanto un español tiene cuatro fincas, necesita
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hacer el señor, vivir lejos de sus bienes, contemplándonos a
distancia y cobrando las rentas por mano de administrador.
De lo peligrosa que es esta manía, sírvanos de ejemplo lo que
nos acaba de pasar. La cuestión cubana ha sido cuestión
económica, como usted dice; pero lo que conviene también decir es
que en ella no hemos sido tan egoístas como decían los
Tirteafueras, que a cada momento nos reconvenían para no
dejarnos comer a gusto. España no podía ser mercado para los
productos de Cuba, pero le abrió el mercado de los Estados Unidos,
ofreciendo a éstos en compensación ventajas que nadie ha querido
tomar en cuenta, porque no hay peor ciego que el que no quiere
ver. Era una reciprocidad por carambola con la que sólo
conseguimos pasarle al gato la sardina por las narices. Pusimos la
vida económica de Cuba en manos de la Unión, y ésta pudo
entonces emplear su sistema de herir solapadamente y condolerse
en público de la crisis cubana, del mismo modo que después
alimentaba en secreto la insurrección y abiertamente se quejaba de
sus estragos. Hemos repetido la prueba de El curioso impertinente,
con la circunstancia agravante de que el marido curioso del cuento
tenía confianza en su mujer y en su amigo, en tanto que nosotros
sabíamos que entre ellos mediaba cierta intimidad sospechosa.
En esta experiencia me fundo yo para que no vuelva España
jamás a buscar mercados de préstamos para nadie, ni a ligar el
porvenir de ninguna región española a extrañas voluntades. Nuestra
salvación económica está en la solidaridad, porque dentro de
España se pueden formar con holgura los centros consumidores
exigidos por las industrias que en la actualidad tenemos. Si las
regiones que van logrando levantar cabeza vuelven las espaldas al
resto del país, despreciándolo porque es pobre, que lleven la
penitencia en el pecado. Las colonias han detenido el desarrollo de
España. Éramos una nación agrícola hasta hace poco, y una nación
colonizadora debe ser industrial, para asegurar así el cambio de
productos. España se transformó demasiado tarde y se quedó entre
dos aguas, y en sustancia las colonias sólo han servido para crear
industrias que necesitan del amparo del arancel y para retrasar el
desenvolvimiento agrícola del país. La mejor solución, pues, en
estos momentos no será la proteccionista ni la librecambista, porque
estas palabras son no más que fórmulas del egoísmo. Cada cual es
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proteccionista o librecambista, según lo que compra o vende, no
según sus convicciones doctrinales; lo mejor será, como he dicho, la
solidaridad. Sin prejuicio de buscar salida al excedente de nuestra
producción, lo que más debe preocuparnos es producir cuanto
necesitamos para nuestro consumo, y alcanzar un bien a que pocas
naciones pueden aspirar: la independencia económica.
IV
Hay un punto en el que usted no está de acuerdo conmigo.
Cree usted que el valor de las ideas es inferior al de los intereses
económicos, en tanto que yo subordino la evolución económica a la
ideal. No es usted tan lógico, sin embargo, que ponga los intereses
materiales por encima de todo idealismo; hace usted una concesión
en beneficio del ideal religioso. Y yo pregunto: ¿Por qué no dar un
paso más y decir que no sólo la religión, sino también el arte y la
ciencia, y en general las aspiraciones ideales de una nación, están o
deben estar más altos que ese bienestar económico en que hoy se
cifra la civilización?
Cierto que hay naciones que inician su acción exterior creando
intereses, tras de los cuales vienen el dominio político y la influencia
intelectual; pero España no es de esas naciones; nosotros llevamos
el ideal por delante, porque ése es nuestro modo natural de
expresión; nuestro carácter no se aviene con la preparación sorda
de una empresa; la acometemos en un momento de arranque,
cuando una noble ansia ideal nos mueve. Si hoy nos vemos
totalmente derrotados y la derrota empezó hace siglos porque se
nos combatió en nombre de los intereses, nuestro desquite llegará
el día que nos impulse un ideal nuevo, no el día que tengamos, si
esto fuera posible, tanta riqueza como nuestros adversarios. No es
esto defender nuestro actual desbarajuste; hay que trabajar y
acumular medios de acción, auxiliares de nuestras ideas; lo que yo
sostengo es que nuestra acción principal no será nunca económica,
pues por ella sólo seríamos imitadores serviles.
Dice usted, amigo Unamuno, que España fue a América a
buscar oro, y yo digo que irían a buscar oro los españoles y no
todos, pero que España fue animada por un ideal. Durante la
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Reconquista se formó en España ese ideal, fundiéndose las
aspiraciones del Estado y la Iglesia y tomando cuerpo la fe en la
vida política. La fe activa, militante, conquistadora, fue nuestro
móvil, la cual creó en breve sus propios instrumentos de acción:
ejércitos y armadas, grandes políticos y diplomáticos; todo esto
apareció sin saber cómo en una nación oscura y desorganizada, que
algunos años antes, en el reinado de Enrique IV, era un semillero de
bajas intrigas.
No debe confundirse el móvil individual con el de la nación.
Una nación desarrolla de ordinario sus intereses en la misma
dirección de sus aspiraciones políticas, y los individuos se
aprovechan hábilmente de esta circunstancia para servir a la vez a
la patria y a su bolsillo particular. ¿Cuál ha sido el móvil de los
Estados Unidos al promover la cuestión cubana? Se habla de
sindicatos azucareros, emisiones de bonos y mil negocios de baja
índole; pero lo cierto es que estos intereses han sido creados
porque responden a una aspiración política más elevada: la de
extender la dominación política por toda la América del Sur,
utilizando como medio seguro para adquirir prestigio la idea
antieuropea, expresada en la doctrina de Monroe.
Hace algún tiempo hablaba yo de este asunto con un
centroamericano, quien me dijo estas palabras, que muy bien
pudieran expresar el sentimiento de la América latina: «Nosotros
vemos el porvenir muy oscuro, porque somos pocos para luchar
contra los yanquis; la idea de éstos es buscar un apoyo en las
Antillas y otro en el Pacífico, abrir el canal de Nicaragua y crear una
línea de intereses comerciales. Todo lo que caiga por encima de esa
línea quedará preso en las garras de la Unión». «¿Y no cree usted
que antes que llegue ese día, la Unión se deshaga a causa de esos
mismos intereses?». «Todo pudiera ser; pero mientras tanto, lo
cierto es que van adquiriendo casi toda la propiedad de
Centroamérica y por ese camino pueden llegar a ser los amos». «¿Y
por qué no buscan ustedes el apoyo de Europa?». «Lo haríamos si
Europa no tuviera colonias en América; pero mientras las tenga, nos
parecería un acto de sumisión acudir a quien sigue siendo nuestro
señor. A los americanos les molesta el aire de colonos que todavía
tienen, y quieren abatir la supremacía de Europa en América; así,
aunque comprendamos el juego de los Estados Unidos, no nos
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oponemos a él, porque lo hacen en nombre de la dignidad personal
de los americanos».
Por este ejemplo verá usted que aun aquellas naciones que
parecen inspiradas por motivos más utilitarios van secretamente
impulsadas por ideales, sin los que no conseguirán jamás un triunfo
duradero. España ha sido vencida como lo sería otra nación,
Inglaterra misma, a pesar de su poder, porque luchaba, no contra
una nación, sino contra el espíritu americano, cuya expansión
dentro de su órbita natural es inevitable. En cambio, nuestra victoria
sería segura, a pesar de la postración aparente en que nos
hallamos, si supiéramos dirigir nuestros esfuerzos hacia donde
debemos dirigirlos. Hoy, que tanto se inventa en materia de
armamentos, no estará de más que inventemos nosotros un cañón
de nuevo sistema, al que yo le llamaría el cañón X, cuya fuerza no
esté en el calibre, sino en la dirección; un cañón que no dé fuego
más que cuando apunte a donde debe apuntar.
Quizá en algún caso las fuerzas materiales puedan detener
nunca impedir en absoluto la marcha natural de los sucesos
históricos; pero mejor es que no la detengan, sino que, al contrario,
coadyuven a la obra. La idea tiene en sí eso que llaman los médicos
vis medicatrix, fuerza curativa interna, espontánea: herida en un
combate, presto se cura, y aun gana fuerzas para empeñar otro
mayor, en el que vence. Esta idea, conciencia clara de nuestra vida
y perfecta comprensión de nuestros destinos, hemos de buscarla
dentro de nosotros, en nuestro suelo y la hallaremos si la buscamos.
Yo he hallado ya muchos rastros de ella; pero su descripción no
cabría en este artículo ni en cuatro más. Por esto he pensado
consagrar a tan bello tema un breve estudio, que hace meses está
en fragua, y que le enviaré a usted cuando lo publique, para ver si
logro atraerle a usted a mi terreno, a mi idealismo; será un librillo
de poca lectura, que pienso titular: Hermandad de trabajadores
espirituales.
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