Los músicos - Educarchile

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Wilhelm y Jakob Grimm
Los Músicos de Bremen
Edición on-line: Luis Rafael
Diseño digital: Pavel Alfonso
© 2001-copyright Editorial Gente Nueva
Editorial CubaLiteraria
Todos los derechos reservados
Editorial CubaLiteraria
Instituto Cubano del Libro
Palacio del Segundo Cabo
O’Reilly 4, esquina a Tacón
La Habana, Cuba
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Cierto burro viejo, viejísimo, que había lle-
vado muy pesadas cargas en sus buenos
tiempos, estaba ahora tan cansado y enfermo que ya no podía trabajar. Un día, su
dueño comenzó a hacer preparativos para
deshacerse de él y ahorrarse así el costo de
mantenerlo, pero el burro meneó sus largas
orejas y pensó: “Me estoy oliendo que aquí
va a pasar algo. Mejor será que ponga tierra por medio, mientras tenga unas patas
que me lleven.”
Así, pues, se escurrió fuera del establo y,
tomando el camino a un trotecillo descansado, se dirigió a la ciudad de Bremen con la
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idea de unirse a alguna banda de músicos
callejeros y ganarse la vida de esta forma.
No había andado mucho, cuando tropezó
con algo echado en el camino. Era un gran
perro de caza que estaba jadeando como si
hubiese corrido hasta quedarse sin aliento.
—¡Eh, perro! —dijo el burro—. ¿Por qué
jadeas de ese modo?
—¡Ay, ay! —dijo el perro entre suspiros—
. Durante muchos años he sido fiel a mi
amo, le he guardado la casa y le he ayudado
en sus cacerías; pero ahora que estoy viejo,
sordo y medio ciego, y que apenas puedo
con mis huesos, no quiere ya darme de comer. Y como si fuera poco, intenta además
matarme. Así que, para salvar el pellejo, puse
pies en polvorosa y aquí me tienes. Aunque,
pensándolo bien, no creo que me sirva de
nada. Estoy demasiado viejo para ganarme
la vida y seguramente me moriré de hambre
en el camino.
—¡Amigo! —dijo el burro—, mi caso es
muy parecido al tuyo, y ¿sabes lo que voy a
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hacer? Pues me marcho a la ciudad de
Bremen, donde tengo el proyecto de hacerme músico. ¿Por qué no vienes conmigo y
haces lo mismo? Yo puedo tocar la mandolina y tú el tamboril, y ya verás qué bonita resulta nuestra música. De seguro que la gente
nos dejará caer unos centavitos para oírnos.
Al perro le encantó el plan y los dos fugitivos continuaron su camino.
No habían caminado mucho, cuando se
encontraron con un gato. Estaba sentado a
un lado del camino, con una cara más larga
que un día sin sol.
—¡Eh, eh, viejo bigotes-blancos! —dijo el
burro—. ¿Qué mosca te ha picado?
—¿Quién va a estar para fiestas cuando
tiene la vida en peligro? —dijo el gato—.
Durante años y años no se me escapó ni un
solo ratón en casa de mi ama. Pero ahora
que no veo bien y que tengo los dientes gastados, prefiero ronronear cerca del fuego a
romperme la crisma correteando detrás de
los ratones. Y como ya no me necesita, mi
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ama ha tratado de ahogarme esta misma
mañana. Viejo y todo como soy, aún me
queda una de mis siete vidas, y mucho me
gustaría pasármela en algún rinconcito cálido y confortable. Así que me dije: “¿Viejos
pies, ¿para qué los quiero?”, y me escapé
de prisa y corriendo. Pero ahora no sé dónde meterme ni qué va a ser de mí.
—Nosotros dos —dijo el burro señalando para el perro—, nos vamos a la ciudad
de Bremen para hacernos músicos. ¿No te
gustaría acompañarnos? Como tienes una
larga experiencia en el arte de las serenatas,
ni siquiera necesitarías tomar lecciones.
El viejo gato, complacido por el elogio, los
siguió de buen grado, y así continuaron viaje los tres camaradas. A poco llegaron al corral de una granja, y allí, sobre un poste de la
cerca, vieron a un viejo gallo medio desplumado cantando a todo pulmón.
—¡Eh, eh, cresta-roja! —dijo el burro—.
Tus gritos son capaces de atravesarle a uno
la médula de los huesos. ¿Qué ocurre? ¿Qué
te ha pasado?
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—Estaba profetizándole buen tiempo a
mi señora ama —dijo el gallo—; de modo
que, como ustedes ven, aún sirvo para
algo. No obstante, y sencillamente porque
ya no soy tan joven como antes, quiere
servirme asado en el almuerzo del domingo. ¡Esta noche, amigos míos, esta noche
perderé la cabeza! Así que decidí cantar
tanto como pueda mientras la tenga aún
sobre los hombros.
—¡Vamos, vamos, cresta-roja! —dijo el burro—. No hay por qué dejarse achicar de
ese modo. En todo caso, será mejor que vengas con nosotros; viajamos a la ciudad de
Bremen para hacernos músicos. Tienes una
espléndida y potente voz, y cuando demos
un concierto todos juntos, será cosa de oír
tu agudo ¡quiquiriquí! de cuando en cuando.
¡Vaya si valdrá la pena!
Al gallo le encantó la idea de que aún le quedaran muchos días para cantar a su gusto, y
los cuatro fugitivos prosiguieron su camino.
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Pero la ciudad de Bremen estaba muy
lejos y era imposible llegar en un día solo. A
la hora del crepúsculo se encontraron en
medio de un bosque y decidieron pasar allí
la noche.
El burro y el perro se acostaron al pie de
un gran árbol, mientras el gato y el gallo se
acomodaban entre las ramas: el gato en las
más bajas y el gallo en lo último de la copa,
por ser el sitio que le pareció más seguro.
Pero antes de cerrar los ojos, nuestro gallo
echó una última mirada por los alrededores.
Desde la cima del árbol podía ver hasta una
gran distancia, y pronto percibió, no muy
lejos, una diminuta luz que resplandecía entre los árboles.
—¡Eh, los de ahí abajo! —llamó—. Debe
haber alguna casa por aquí cerca, pues estoy
viendo una luz.
—¿Ah, sí? —dijo el burro—. Entonces
tendremos que levantarnos y ver de qué se
trata. Nuestro refugio no es muy cómodo
que digamos.
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Los demás estuvieron de acuerdo; el perro decía que unos cuantos huesos con su
poco de carne le vendrían de perilla, mientras el gato aseguraba que un platico lleno
de leche no sería jamás mal recibido.
Así, pues, los cuatro viajeros se aproximaron a la luz. El pequeño resplandor se hizo
más y más grande... hasta que, por fin, vieron que estaban frente a una guarida de ladrones brillantemente iluminada.
El burro, que era el más alto, se acercó a la
ventana y miró por los cristales.
—¿Qué ves, orejón? —susurró el gallo.
—¿Qué veo? —respondió el burro—.
Pues una mesa llena de suculentos platos y
deliciosas bebidas, y una banda de ladrones
hartándose que da gusto.
—¡Ah, qué bien nos vendría algo de eso!
—dijo el perro.
—¡Y dilo! —contestó el burro—. ¡Ah, si
fuésemos nosotros, en vez de ellos, los que
estuviésemos sentados ahí dentro!...
La idea les agradó tanto, que decidieron
buscar algún medio para deshacerse de los
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ladrones y ocupar sus sitios en la mesa. Por
fin discurrieron un plan y no tardaron en
ponerlo en práctica. El burro se paró frente
a la ventana con las patas delanteras en el
antepecho, el perro saltó sobre el lomo del
burro, el gato trepó sobre el perro y el gallo
se subió de un vuelo a la cabeza del gato.
Después de encaramarse, a una señal del
burro, comenzaron a dar un concierto todos juntos y tan alto como pudieron. El burro rebuznaba, maullaba el gato, ladraba el
perro y el gallo lanzaba su ¡quiquiriquí!
En medio de esta ruidosa música los cuatro se precipitaron a través de la ventana,
con gran estrépito y violento estallar de cristales. Se levantaron de un salto los ladrones,
pálidos de horror y de asombro. No les cabía la menor duda de que una banda de demonios había irrumpido entre ellos; así que
huyeron aterrorizados a lo más hondo del
bosque y se acurrucaron todos juntos, con
el corazón en la boca y las rodillas
temblándoles como unas castañuelas.
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Nuestros cuatro músicos, sin embargo, no
perdieron tiempo en instalarse como en su
propia casa. Se sentaron a la mesa, hincaron
el diente a lo que habían dejado los ladrones
y se hartaron como si los esperasen cuatro
semanas de ayuno.
Terminado el banquete, apagaron la luz y
cada uno buscó un sitio donde pasar la noche, de acuerdo con su naturaleza y gusto.
El burro salió al patio y se tendió sobre un
montón de paja; el perro se acostó bajo la
mesa de la cocina, junto a la puerta; el gato
se acomodó al lado de las cálidas cenizas del
hogar y el gallo en el remate del tejado. Y
como estaban rendidos por la larga caminata, no tardaron en dormirse.
Pasada la medianoche los ladrones abandonaron su escondite y comenzaron a explorar el terreno. Viendo desde una prudente
distancia que no había luces en su guarida,
se acercaron un poco más. Como todo parecía tranquilo y en orden, el capitán dijo:
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—¡Qué tontos fuimos en asustarnos tanto por un simple ruido! —y mandó a uno
de la banda a que explorase de cerca.
El ladrón hizo como se le mandaba, y encontrándolo todo silencioso y en paz, decidió llegarse a la cocina para encender una
lámpara. Entre las tinieblas resplandecían los
ojos del gato, pero el ladrón creyó que eran
dos brasas encendidas y les acercó unas astillas, para avivar el fuego. El gato, que no estaba para bromas, le saltó encima maullando y
arañando. El ladrón se precipitó muerto de
miedo hacia la cocina, pero el perro, que dormía junto a la puerta, se levantó de un brinco
y le mordió en una pierna. Gritó el ladrón y
salió tan aprisa como pudo, pero al salir al
patio, el burro le soltó una impetuosa coz con
muchísimo gusto. A todas éstas, el gallo que
se había despertado con aquel alboroto, pensó que ya era de mañana y comenzó a cantar: “¡Quiquiriquí!, ¡quiqui-riquí!”
Corrió el ladrón tan rápido que no se le
veían las piernas, hasta que llegó adonde
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estaba el capitán. Jadeaba y resoplaba y las
rodillas le temblaban tanto, que apenas podía tenerse en pie.
—¡Qué horror! —exclamó—. En la casa,
junto al fuego, está sentada una bruja que
me quemó con su aliento y me arañó con
sus largas uñas. Junto a la puerta de la cocina vigila un hombre armado con un cuchillo, que me hirió al pasar en una pierna.
Por el patio ronda un monstruo negro, que
me aporreó con una enorme estaca. Y en
lo alto del tejado hay un juez que grita a
todo pulmón:
”—¡Que lo traigan aquí! Que lo traigan
aquí!
”¡Era demasiado! Me di a la fuga y aquí estoy,
y no vuelvo allá por todo el oro del mundo.
Y no volvió más, ni tampoco el capitán ni
ninguno de los otros ladrones, pues ahora sí
estaban convencidos de que su guarida estaba llena de fantasmas y demonios.
En cuanto a nuestros bravos músicos,
no fueron a Bremen, después de todo. Se
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encontraban tan a gusto en su nueva casa,
que no veían motivo alguno para seguir viaje; y aquellos cuatro amigos, que una vez estuvieron a punto de perder la vida, pasaron
los días de su vejez tranquilos y felices.
Fin
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