Pisagua. La semilla en la arena

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Pisagua. La semilla en la arena
II El rostro quechua
L
os primeros pasos por la arena se volvieron más
pesados, porque transportaban maletas viejas, bolsas
de ropa deshilachadas, utensilios caseros, prendas de
vestir sueltas. Pero a Raimundo le molestaba su
propio envoltorio. Cuando pisó la plataforma de
madera de la Plaza Ecuador, empotrada sobre el
agua, echó una mirada de reconocimiento. Sus ojos
atravesaron la calle principal, la única que en verdad
subsistía. En seguida la recorrió entera caminando
hacia el norte y penetró, confundido con la columna
de rostros cubiertos por los bultos, en la estación de
ferrocarril inglés, atestada de bloques de piedra,
retorcidos vagones y cobertizos vacíos en los patios,
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todo muriendo junto al misterio de los acantilados.
Sobre una tarima inclinada, un oficial de ejército, con
rictus tenso en su cara de examinador, hombros
erguidos, miraba venir a los últimos rezagados.
Después de un rato, golpeó en la cartuchera con las
manos, se puso en jarras, echó la cabeza hacia atrás y
dijo como aguzando la mirada:
—Parece que no están todos. —Después se agachó
frotándose la barbilla. Se hizo un silencio muy grande
que separaba al oficial de los hombres con sus toscos
equipajes en el suelo—. Empezaré, porque no puedo
esperar toda la vida. Los presentes repetirán a los
ausentes lo que yo voy a decirles. Recuerden siempre
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un hecho muy claro: están aquí como prisioneros,
como detenidos políticos, y no como hombres libres ni
veraneantes. Permanecerán en Pisagua hasta que el
Gobierno disponga otra cosa. No podrán caminar más
allá del hospital por el sur, ni de esta estación por el
norte, ni se permitirá ir hacia arriba pasada la Casa
del Agua. Pero tendrán libertad para andar por el
pueblo, a condición de que cumplan las ordenanzas
que dicte, reglamentando vuestros movimientos.
Porque no se muevan a engaño —agregó—, yo soy aquí
la autoridad, no ustedes. —Hizo un movimiento rápido
del brazo—. Lo dicho no significa que esto sea un
campo de concentración, como cierta gente
exagerada ha comenzado a llamarlo a través del país,
copiando nombres europeos. Óiganlo bien: este es un
campo de vigilancia, algo propio de nuestra América.
Tal es su nombre técnico y el único verdadero. Otra
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cosa: en interés de la moral pública, las mujeres
vivirán aparte de los hombres. Por eso —sentenció
con un tic parpadeante—, cuando termine esta
reunión, las damas saldrán formadas hacia el hospital,
donde se van a hospedar hasta que se les arregle el
alojamiento definitivo.
—¿Cómo? No me parece bien que las mujeres vivan
separadas de sus maridos —protestó Margarita.
El oficial experimentó estupor ante esa voz que venía
de abajo y enarcó las cejas. Se sacó la gorra. En el
fondo se sabía tímido y se sintió azorado como un
muchachito ante esa mujer de senos henchidos, con
una criatura en brazos. Lo desafiaba con los ojos
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entornados bajo el sol. Enmascaró su turbación y
respondió con aire impersonal:
—La superioridad así lo ha dispuesto. —Luego ordenó
sin transición—: En seguida, todos contestarán a la
lista.
La luz temblaba en un cabrilleo dorado cuando el
cabo fofo y moreno, al cual un joven de apellido
Jiménez bautizó en el acto con el alias de "El Piojo
Negro", comenzó a nombrarlos.
—Nuestro baile de presentación en sociedad
—murmuró Lorenzo Manzano, un hombre bajo, de
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anteojos.
—Astete, Lucas...
Nadie respondió.
—Ávalos, Enrique...
Silencio. Se habían formado pequeñas nubes en el
cielo. Y una niebla de hermetismo flotaba en torno a
cada uno de ellos, como si fueran fantasmas en la
ciudad fantasmal.
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—Caleu, Albino...
Silencio.
—Fernández, Augusto...
El oficial exclamó con un acento reposadamente
dolorido:
—Aquí no hay nadie entonces. Todos están muertos,
ausentes...
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—Todos estamos muertos —oyó decir nítidamente a
una voz que no salía de ultratumba.
—¿Cómo? —preguntó.
Silencio.
—¿Cómo? —gritó—. Aquí no hay nadie.
—Nadie —contestó la misma voz como un eco.
Todos dieron vuelta la cabeza. Era Jiménez.
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El oficial avanzó en dirección a ese muchacho enteco,
rubio, que representaba menos de veinte años.
—¿Usted es nadie? —preguntó con voz tranquila.
—Yo soy Daniel —corrigió con dulzura.
—¿Daniel?
—Sí, Daniel en el foso de los leones.
—¿Con bromas a mí, jovencito? —Se quedó meditando
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un gesto autoritario, una reacción ante el desacato;
descubrió que no se le ocurría ninguna y volvió
caminando de puntillas a la plataforma. Quería que su
voz fuera baja y enfática, pero no lo consiguió. Lanzó
una advertencia—: Les recomiendo por su bien que,
aunque sea a martillazos, se graben esta idea en la
cabeza:
Ustedes
son
prisioneros
políticos,
¿entienden?, pri-sio-ne-ros con todas sus letras. Y les
aconsejo que, si quieren evitarse molestias inútiles,
no levanten la voz, no traten de burlarse de nadie,
porque pueden sacar el pan como una flor. Tienen
que ser disciplinados, obedientes y respetuosos.
Lorenzo, que poseía un pasado lleno de palabras
sobrantes, se sintió ahora vacío de ellas, y lo
lamentó, pues era necesario que alguien rechazara
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por todos las expresiones del oficial.
—No somos criminales de derecho común —fue lo
único que pudo proferir con voz delgada, y en cuanto
lo dijo sintió que esa frase y luego el súbito silencio
no habían bastado para cubrir la desnudez de su
alma. Reconocía siempre que llegó a la revolución,
más que por flagrante necesidad, impulsado por
ideas, por simpatía del corazón. Diez años atrás, en la
Universidad, fue el orador sempiterno de las
tumultuosas reuniones estudiantiles, horriblemente
pagado de sí mismo, mozalbete un poco neurótico,
pero siempre elocuente. Y ahora en su primer día de
destierro no había sido capaz de sacar dignamente la
voz para interceder por los suyos.
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Los nombres comenzaron a saltar de la boca del Piojo
Negro —el cual miraba furtivamente a cada uno—,
como fichas que incorporaba a su memoria o como
piedras que caían al mar.
Raimundo fue juntando apellidos familiares con caras
desconocidas, y en ciertos casos quedó asombrado
porque el nombre no correspondía en nada a la
imagen que se había formado de la persona que lo
llevaba. Su mirada viajó hasta la cima del cerro y
luego, al sumergirse en el mar, oyó un cloqueo
trémulo —cu-co-rú ...co-co-rú—, y divisó a un pequén
de la costa, con los redondos ojos que no pestañean,
agitar sus alas overas, goteadas de blanco, entrando
en la abandonada caseta del guardagujas.
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Hacía ya varias horas que estaban allí de pie, en
medio de una doble línea de rifles levantados.
Divisaban cañerías rotas, estacas de acero, revestidas
de una pátina inmemorial de verdín, hundidas en los
picos colindantes con el océano.
*** Fin del extracto
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LXIV En el flujo de la marea
N
o eres tan horrible como para que te dediques a
eso. ¿Sabes? Tú has echado a perder la recepción.
Todo estaba preparado para una apoteosis.
Trabajamos de día y de noche. Y llegas tú y tus
amiguitos y la fiesta se va al diablo. De todas maneras
soy un caballero y quiero hablar contigo como si
fueras una dama; pero hay que contestar la verdad,
la pura verdad. ¿Qué tienes que ver tú con el rayado
mural?
—Nada.
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—Nada. Eres tan inocente e inmaculada como la
Virgen María. ¿Por qué gritaste entonces contra el
Presidente?
Silencio.
—¿Por qué gritaste entonces contra el Presidente?
—¿Quién dice que grité contra él?
—Así consta en el parte. Muchos te oyeron.
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—Los partes no dicen siempre la verdad.
—¿Por qué gritaste contra el Presidente? ¿Con quién
saliste a hacer rayado mural? ¿No te acuerdas? ¿Así
que no sabes nada? Bien. Te vamos a dar algunas
pasas para la memoria.
Margarita tembló de pie en el cuarto vacío, con la
gran ampolleta, casi a la altura de su cabeza.
Ahora estaba sola frente a tres hombres. Uno se
acercó y la cogió de los brazos. Otro la agarró por
detrás. Sintió que la desnudaban. Forcejeó. Casi no
podía moverse. Había quedado sin polleras. Le
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cortaron los tirantes de las enaguas. Ella mordió al
que estaba delante, que pegó un alarido como si le
hubieran puesto un fierro caliente. Libró una mano y
trató de enterrarla en los párpados del que tenía al
frente, el cual dio un salto y alzó el puño,
describiendo un círculo que hizo añicos la ampolleta.
La lucha continuó un momento en la oscuridad. Uno
de ellos se arrastró sobre las posaderas a tientas
hasta el muro. Encendió un fósforo. Entrevió a la
mujer de pie cubriéndose con los brazos y después
agacharse para recoger la ropa.
En el cuarto vecino se hizo la luz, que penetró por la
puerta entreabierta.
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—Tráiganla.
Ella tenía puesta la chomba azul y había recuperado
su falda.
—Tanto que se hace de rogar. Prefiero a la Greta
Garbo —dijo el que rompió la ampolleta.
—Callado. Anda mejor a traer una toalla y un balde
de agua.
Volvió el hombre con una toalla verde y un balde
repleto.
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—Las pasas
interrogado.
ahora
—ordenó
el
que
la
había
Margarita los vio sacarse las correas con que sostenían
sus pantalones. Cruzó los brazos sobre las piernas.
—Los cinturones de nylon son malos para esto.
—Puedes pegarle con la hebilla.
—Con la hebilla no. Deja marcas muy gruesas.
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—Poniendo inmediatamente la toalla mojada se
borran enseguida.
Lanzaron el primer correazo y Margarita tembló como
una rana a la cual aplican un golpe eléctrico.
Con esperanzados y aterradores intervalos repitieron
la operación hasta las tres de la madrugada, hora en
que Margarita estaba tendida de bruces sobre el piso.
Sentía que le apretaban el paño húmedo sobre la piel.
—¿No quedarán huellas? preguntó el que rompió la
ampolleta.
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—Esta vez sí, un poquito.
La mujer no tenía fuerzas para sollozar.
Luego la sentaron.
—Agradece, Reina de la Primavera: te vamos a largar,
pero si cuentas algo te volveremos a dar un paquete
de pasas para la memoria.
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—¿Tienes miedo? —preguntó la voz del hombre en la
penumbra.
—Contigo no. Tú me lo quitas. Pero no me has dicho
ni siquiera una vez que me quieres.
—He contado las veces. Son treinta y siete en una
hora.
—Quiere decir entonces que piensas en los números y
no en mí.
—Tengo una maquinita en el corazón que cuenta las
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veces que te he declarado mi amor esta noche.
—No lo dices con el alma. Lo dices con la boca.
—Lo digo con la boca del alma.
Se encontraron en el Cementerio de Coronel y se
sentaron sobre unas losas, porque la tierra misma
estaba mojada. Detrás hablaba el mar.
—Venir a encontrarse en el cementerio de noche debe
ser muy romántico, pero...
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—Propuse el cementerio, porque tal vez sea el único
lugar seguro.
—Debes estar muy adolorida para venir a sentarte en
las piedras. ¿Dónde te duele más?
—Aquí en la espalda y en la cintura. Toca.
—Tienes la misma piel de cuando te toqué por
primera vez.
—¿Cuándo fue?
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—Hace unos dos o tres mil años, sin exagerar.
—En cambio a mí me parece que fue ayer.
—Es que tú no me has echado de menos.
—¿En todo este tiempo no has mirado a otra mujer?
¿Ninguna te gustó?
—No.
—¿Ni siquiera con el pensamiento?
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—No.
—Júramelo.
—Lo juro. Te he sido fiel por cinco razones. Primera,
porque te amo; segunda, porque te quiero; tercera,
porque te adoro; cuarta, por sentido del deber;
quinta, por falta de ocasión. Pero hablando en serio,
¿saliste ensangrentada de la tortura?
—No; fue una flagelación en seco.
—La van a pagar.
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—¿Cómo? ¿Los vas a matar?
—No. Algo mejor. Tengo el secreto. Te lo revelaré
mañana.
—¿Cómo pudiste entrar?
—Por el balseadero. Estaban bloqueados todos los
pasos. Me dijeron que esperara a que el Presidente se
fuera, porque entonces la vigilancia aflojaría; pero
tenía mucho miedo por ti. Tú conoces al balsero
cuarentón, que fue minero. No quería llevarme. Le
dije: "Parece que nunca ha sido minero, que nunca ha
sido hombre. Están torturando a mi mujer y tiene la
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obligación de llevarme". Él me dijo: "Tiene que
tenderse. Parado yo no lo paso". No quiso cobrarme
un peso y mandó saludos para ti. Después del cruce
del BíoBío, para llegar al bosque desde el río, tú
sabes que hay que andar un buen trecho y la gente se
ve lejos, a más de una cuadra. Tuve que esperar la
noche. De ahí a Santa Juana y después todavía un día
para llegar hasta aquí.
—Siento que estás bostezando. Es un insulto para mí.
Metámonos el uno dentro del otro; durmamos el
sueño invernal. Y cuando llegue el sol, iremos a ver a
Esperanza.
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Martín Llanquinao, el mapuche que llegó como
rompehuelga a la zona del carbón, luego desertó y
fue enviado por ello a Pisagua, volvió a Lota después
de su fuga y con él se vieron Margarita y Raimundo en
la tercera noche que siguió a su regreso.
Entre los tres montaron dos pequeñas imprentas
clandestinas: una en Lota y otra en Coronel.
Comenzaron a lanzar volantes. Empezó la búsqueda
por la policía.
—Salgamos al rayado mural —propuso Raimundo— en
la Población Villa Mora.
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Vio que no era fácil. Después del viaje del Presidente
se extremó la vigilancia. Ellos estaban débiles. Un día
la dirección dejaba de existir. Allanamientos a granel.
Raimundo dijo: "Apoyémonos en los jóvenes". Logró
juntar once. "Muchachos, saldremos al rayado mural a
las tres de la mañana".
Los esperó con Margarita y Martín hasta las cuatro.
—No podemos esperar más. Se quedaron dormidos
—dijo ella.
—No; se hicieron los dormidos —corrigió con amargura
Raimundo.
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Prepararon los
muchachos.
útiles,
la
tiza.
Llegaron
dos
—Bien, dos adelante, mirando; dos atrás, mirando, y
Margarita al medio, rayando. Ojos bien abiertos. A las
cinco nos encontramos junto al Roble Seco.
Terminaron su misión y se pusieron a esperar a los dos
muchachos. Eran las cinco y veinte y vieron
abalanzarse hacia ellos una pareja de carabineros.
Corrieron hacia el cerro, por el lado de la Colonia.
Los persiguieron a tiros.
Seguían los volantes diarios. Pusieron nombre a la
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imprenta que manejaban, pues Raimundo y Margarita
tuvieron que aprender de tipógrafos: la llamaron el
"Pique Grande". A ella le agradaba sobre todo parar
los tipos de esa sección en verso que aparecía dos
veces por semana, el diálogo entre el Sorocho, el gas
grisú y la revuelta. A la entrada de la mina ambos
conversaban como compadres sobre lo que sucedía
dentro y fuera. Ella misma componía versitos; pero
había mucho trabajo, entre otras cosas, porque
tenían que cambiar de domicilio a la imprenta muy a
menudo. En una madrugada de lluvia llegó la noticia
de que iban a allanar la casa en que funcionaban. La
sacaron en dos maletas y partieron al cementerio de
Coronel a esperar que aclarara. En cuanto se vio algo,
bajaron y se dirigieron a la nueva ubicación. Iba
Raimundo, con los tipos en una valija, y treinta pasos
más atrás Margarita, con la otra.
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Lo atajó un carabinero.
—El carnet, sus documentos. Abra la maleta.
Él la dejó en el centro de la calle. Miró hacia atrás,
Margarita, en lugar de escapar, venía con ritmo
rápido hacia ellos. Encaró al carabinero:
—¿Qué le pasa? Este señor viene conmigo.
*** Fin del extracto
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