La brisa del cielo

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La brisa del cielo
2014-07-25- Columnas-Mensajeria
Autor: Juan Manuel de Prada
Durante los ltimos meses, he estado indagando en la obra y en la vida de Santa Teresa
de Jess. Ha sido, en verdad, una experiencia vital muy purificadora que, adems de
brindarme el gozo literario del reencuentro con una escritura candeal y transparente, me
ha permitido asomarme a los paisajes agostados de mi vida espiritual, tan invadidos de
abrojos y malas hierbas.
Andaba yo convaleciente de muchos dolores, escarmentado despus de haber probado
clices amargos que hicieron que mi fe temblase como un junco; y leyendo a Teresa
aprend record tal vez que lo primero que debe hacer quien desea acercarse a Dios es
renegar de los bullicios y pompas del mundo, cerrar los ojos y odos a sus vanidades y
seducciones para adentrarse en el castillo de su propia alma y atravesar muchas
moradas, hasta llegar a la ms ntima, all donde por fin podemos entablar coloquio
amoroso con quien sabemos que nos ama. Y todo ello no como un ejercicio de
ensimismamiento (al estilo fatuo y zen propio de nuestra poca), que no es, a la postre,
sino endiosamiento propio, sino con un mpetu de donacin.
Una de las cosas que ms sorprende y cautiva de la personalidad de Teresa es su humor
incombustible, que la lleva a rerse de s misma y a tomarse a chirigota todas las
potestades y autoridades terrenas; y tambin su sentido profundo de la obediencia, que
en alguien que sufri tantas persecuciones adquiere ribetes heroicos y que, adems,
nunca ara su alegra, ni merm su independencia de criterio.
Pero, despus de zambullirme durante varios meses en el castillo interior de Santa
Teresa, an me restaba por disfrutar de un regalo imprevisto. Un amigo muy querido,
Antonio Torres, me propuso hacer una visita al monasterio de la Encarnacin, en vila,
donde Teresa permaneci durante casi tres dcadas, desde su ingreso en la vida religiosa
como carmelita calzada hasta que empez su reforma; y al que todava volvera despus
como priora, algunos aos ms tarde. El monasterio de la Encarnacin es hoy lugar de
peregrinaje para todos los seguidores de Santa Teresa; y uno de esos raros lugares de
la tierra donde se cuela una brisa del cielo que nos lava por dentro y nos deja como
nuevos. Mi amigo haba conseguido una cita con la priora del monasterio, que nos
aguardaba en el locutorio, detrs de una doble reja; en apenas unos minutos, a la priora
se haban sumado quince o veinte hermanas, ms de la mitad del convento, y entre ellas
algunas novicias con la toca blanca, y hasta una postulante muy hermosa de poco ms
de veinte aos, que acababa de ingresar en la Encarnacin apenas una semana antes.
Iban, todas ellas, vestidas con el hbito de sayal de su fundadora, invariable como las
palabras divinas despus de cinco siglos. Empezamos a hablar de Santa Teresa, sobre
la que saban hasta la ms mnima y escondida ancdota; y entonces me di cuenta de que
para ellas no era tan solo la fundadora de su orden, ni la santa a la que se
encomendaban cada da, ni su lectura ms frecuente, sino tambin su respiracin y su
sangre, su sueo y su desvelo, su llanto y su risa: era la amiga que habitaba cada clula
de su cuerpo, el husped que dorma en las cmaras ms secretas de su alma, inundndolas
de alborozo. Santa Teresa estaba viva en ellas, hablaba a travs de sus labios, volva a
hacerse presente ante m en sus ademanes, en sus sonrisas, en su bendita ausencia de
respetos humanos. Y, estando llenas de Teresa, estaban llenas de Dios.
Estuve con ellas ms de hora y media; y me pareci que no hubiese pasado ni siquiera un
minuto. No fue una experiencia beatfica ni una ensoacin mstica lo que anul mi nocin del
tiempo; fue, simplemente, la conciencia de estar lavado de ruidos, de trfagos y
premuras, de pasiones necias e inquietudes torpes, de toda esa chatarra de palabras
gastadas, rutinas srdidas, entretenimientos inanes y ocupaciones mazorrales que
abarrota nuestros das. Una conciencia lustral de que la vida que haba llevado hasta
entonces era una vida vicaria, malgastada en afanes fatuos, en pecados ftidos o
inodoros, en mil pamplinas y banalidades que de repente se me mostraban
gangrenadas y purulentas, como tumoraciones con las que me daba asco seguir
viviendo. Y descubr que estaba lleno de una alegra eterna y recin nacida.
Ellas quiz no se enterasen (o quiz se enterasen desde el primer momento, antes que yo
mismo), pero me llenaron los aposentos del alma de ese aire matinal que respiran los
resucitados. No s si tendr el valor de seguir respirndolo, pero cada vez que deje de
hacerlo volviendo a llenar mis das con las vanidades del mundo sabr que estoy un poco
ms muerto. Porque no se respira impunemente la brisa del cielo.
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