NIÑOS, CALLES Y COTIDIANIDADES Rodrigo Tenorio Ambrossi

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NIÑOS, CALLES Y COTIDIANIDADES
Rodrigo Tenorio Ambrossi
1 CONTENIDO
Introducción
Prólogo
UNO
Calles y cotidianidades
Los transformados en calle
La carencia como identidad
Guerreros de la calle
Actor social de la injusticia
DOS
El monstruo de mil caras
El reto de sobrevivir
De la escuela y la cometa
Primero vivir
Las hojas de parra y los cartones
TRES
El otro lado de la intimidad
Sexualidades reales
Al margen de la seducción
De la muñeca al bebé
CUATRO
Las intermitencias del dolor
Los dones del alcohol
La metástasis de la cultura
2 De los inhalantes a la base
Al otro lado de la calle
INTRODUCCIÓN
Es probable que la presencia diaria y permanente de niñas y niños en la calle constituya uno
de los mayores conflictos de carácter social y ético de un país. Mientras ellos habiten las
calles, trabajen y hasta duerman en las aceras o los parques, no habrá discurso alguno capaz
de colocar a un país en los espacios de la ética social y política porque esa presencia posee
un absoluto carácter denunciativo. No se trata de un hecho cualquiera y circunstancial. Por
el contrario, esa presencia eminentemente doliente y denunciativa da cuenta de que existen
sectores sociales que se debaten entre la pobreza y la indigencia, entre la ternura y la
violencia, entre los amores y los desamparos.
El nombre es lo más propio que posee todo hijo de mujer pues con él se identifica ante los
otros y desde ahí responde a todo llamamiento. De hecho, un sujeto no es más que aquel
que puede responder a la llamada del otro, del otro de las ternuras, de los espacios, de las
satisfacciones, del amor o de la violencia. También al otro del deseo. Solamente el sujeto
posee un nombre que ya no es tan solo apelación sino también historia porque, desde todos
los puntos de vista, ese nombre es dado por otro que lo pronuncia para marcar orígenes,
para llamar, señalar y acoger.
El primer nombre que recibe aquello que empieza a bullir en el cuerpo de una mujer es el
de hijo mediante una proposición performativa única y, probablemente, la primera de todas.
Nombre aparentemente común a todos pero que debe ser dicho a cada uno, en cada caso, en
ese momento en el que eso que late en el cuerpo de una mujer se permite dar las primeras
señales de su presencia significante. Entonces, eso deja de ser cualquier cosa porque de
3 manera explícita y casi siempre definitiva es introducido en los lenguajes, en los códigos de
las relaciones familiares y sociales, en la historia. Eso se llama hijo desde ese instante hasta
el último momento de la existencia. Se trata, pues, de una proposición performativa que,
con su enunciación, crea algo que no existía previamente. Si esa mujer no pronunciase esta
oración, aquello que lleva dentro no será su hijo, por lo menos no en ese momento.
Nadie es hijo del viento ni producto imagógico de un juego de espejos. Es decir, el hijo no
puede ser comprendido ni como la imagen de su madre ni como una réplica de modelos
ideales que construyen una sociedad, comenzando por la familia. Cuando el hijo es visto
como una imagen de la madre o, en general, como imagen del otro, deja de ser sujeto para
transformarse prácticamente en nada. Por desgracia, algunas teorizaciones se han encargado
de describir y entender al hijo como imagen especular del otro, ese otro que representa a
todos los que le preceden en la vida, incluida su madre.
Una vez que eso que empieza a existir en el universo misterioso de una mujer es
denominado hijo, queda anclado de una vez para siempre en los códigos sociales, en los
juegos de lenguaje y en el entramado de los deseos. Eso quiere decir que ni nacerá ni vivirá
en el abandono. Por el contrario, esa nominación primera asegurará al que está por nacer
que, de ahí en adelante, siempre estarán otros sujetos personales e institucionales que lo
cuidarán, que velarán por él asegurando su vida, esa vida múltiple que tiene todo hijo de
mujer.
Las consecuencias de esta enunciación primera son múltiples y determinantes puesto que
todo lo que en adelante pueda decirse y esperarse de este niño no dejará de relacionarse con
este momento real y mítico de su historia. Al hablarle así a ese niño que inicia su
existencia, la mujer lo ubica, de una vez por todas, en el universo de lo social. Más aún, ese
niño se convertirá en una obra de sus lenguajes, su producto más complejo de entre todo lo
que los lenguajes construyen. Por ende, el sujeto no será sino el efecto de un proceso de
metaforización iniciado antes de su nacimiento y que se extenderá a lo largo de la vida.
La proposición inicial eres mi hijo marca el inicio de las dependencias que requerirá para
existir a lo largo del tiempo. Es la enunciación que le permitirá tener y hacer historia.
Porque, de lo contrario, nacería un niño al que nadie se acercaría a decirle al oído mi hijo,
con el cuerpo y la leche, con las caricias y las presencias. Sin esta proposición, nacería un
hijo del viento sin espacio significante en la vida de nadie. Por sí misma, esta proposición
fundante asegura al hijo su pertenencia al mundo de las ternuras, de esta manera formará
parte de los sentidos y deseos de los otros.
Sin embargo, es importante rescatar que esta enunciación primera tiene historia, más aún,
es historia puesto que, así como puede sostenerse y acrecentarse, podría también debilitarse
tanto como para correr el riesgo de desaparecer. Exactamente como acontece con cualquier
otra enunciación que si en un momento, por ejemplo, fue afirmativa, luego puede cambiar y
tornarse negativa. Este proceso lingüístico-afectivo posee, pues, el valor de determinar la
historia de un hijo que, habiendo sido inicialmente deseado y querido, pasa a ocupar el
lugar de los rechazos y los abandonos e incluso de la muerte física.
4 Para que un niño-hijo se ubique y se sostenga en la dinamia de los deseos de los otros
(mamá, papá, familia), es necesario que los deseos originales y los nuevos se sostengan y se
acrecienten con el tiempo. No basta ser querido en un momento dado. Hace falta que las
querencias se sostengan a lo largo del tiempo existencial. Para el psicoanálisis, el sentido
que pueda tener un sujeto para otro sujeto depende de los avatares del deseo, es decir, de su
permanencia o de su abolición, de su incremento o debilitamiento.
Por ende, la historia de cada sujeto se representa en la historia de los lenguajes de aquellos
que han estado en su entorno, en las metaforizaciones que sobre él se han construido, en los
sentidos dados a las relaciones con los llamados seres queridos que, porque así es la
existencia, no necesariamente permanecen como tales. Los lenguajes son móviles y las
construcciones significantes siempre van más allá de sus propios límites puesto que su
capacidad de significar es variable, no solo por las características de los tiempos del sujeto
(tiempo de bebé, tiempo de niño, etc.), sino porque los afectos pueden mutar igual que las
realidades desde las que los otros se hacen presentes ante el hijo.
Pese a que, en principio, cada hijo llega al mundo como un producto privilegiado del deseo,
no es dable desconocer que existe un número importante de niños que vienen con la misión
de acrecentar esa población de los llamados sujetos no identificados porque o no tuvieron o
perdieron la marca de su identificación como sujetos desde el deseo y las ternuras de mamá,
papá, la sociedad. Pertenece a Serge Leclaire (1983), la denominación de sujetos no
identificados con la que el autor pretende señalar a todos los sujetos extraídos de las redes
de significación propias, como la familia, para ser colocados en espacios ajenos en los que
no encuentran elemento alguno de identidad. Vale recordar que la identidad no constituye
otra cosa que una realidad mediática que permite al ser adscribirse tanto al principio de
semejanza como al de diferencia. La enunciación original eres mi hijo está llamada a
sostener estos dos vectores de la identidad, puesto que el niño se identificará con los suyos
y se diferenciará de los extraños.
En consecuencia, la identidad señala también pertenencias que, cuando se debilitan o
desaparecen, hacen que esta entre en crisis. Es preciso insistir, pues, que la identidad de
ninguna manera corresponde a un proceso tautológico sino eminentemente referencial. En
otras palabras, nadie es igual a sí mismo porque, si lo fuese, se trataría de un sujeto vaciado
de sí mismo. 1
Esto para señalar la ruta de comprensión posible de esa otra realidad en la que estos
enunciados se desbaratan y, si bien no desaparecen del todo, seguramente quedan reducidos
a su mínima expresión. Si el domus representa el lugar de referencialidad por excelencia, la
calle es su antítesis absoluta. Si la casa es el lugar en el que se concentran los orígenes, los
personajes de los orígenes, lugar de los procesos de simbolización y de los ritos de la vida
cotidiana, la calle es aquello que contradice todo el orden de los sujetos y de los objetos.
1
En estricto rigor, el autismo es la enfermedad del sí mismo, del ensimismamiento.
5 Cuando se convierte en lugar de existencia y no de tránsito, la calle se convierte transforma
en el gran desorganizador de la cultura y, además, en el mayor instrumento de violencia con
el que cuentan las sociedades excluyentes, aquellas que se sostienen en los dobles discursos
y las que han aprendido a encallecer las conciencias y los afectos de los ciudadanos.
La calle es la anti-identidad. Como tal, debería ser leída como el lugar en el que miles de
niños y de niñas sobreviven a la intemperie de la cultura. Mientras la casa representa los
procesos de producción y trasmisión de los órdenes de la cultura, en la calle estos órdenes
no actúan, ni siquiera se hallan presentes sino de forma tan débil y precaria que, a ratos, es
como si realmente no existiesen. En consecuencia, la calle, cuando se convierte en lugar de
vida, pertenece a otro orden, al orden del desorden, si cabe la expresión.
La callejización es algo más que un acontecimiento subjetivo puesto que, en innumerables
circunstancias, ha terminado convirtiéndose en un estilo de vida único que se contrapone a
aquello que la cultura ha construido como espacio y tiempo, como cercanía y pertenencia
para los niños y niñas que llegan al mundo. La calle como pertenencia existencial abarca
todo lo que se halla fuera de las puertas reales y simbólicas de lo que son y significan la
casa, el hogar, lo doméstico. La calle representa la totalidad de lo abierto y lo que se resiste
a cualquier intento de limitación. Por ello, es incomprensible que el policía impida que
estos niños jueguen en un parque como si ese parque no les perteneciese, como si no fuese
parte de sus haberes públicos.
En estricto rigor, la calle representa el anti-espacio que las culturas han construido a lo
largo de los siglos, más aún, lo a-cultural, la destrucción misma de la cultura puesto que ahí
rigen otros principios, otras normativas y regulaciones que llegan incluso a contradecir a
aquello que rige, norma y actúa en la casa, el domus, domesticador primario de lo natural,
para convertirlo en cultura y mantenerlo ahí de una vez por todas.
Se trata, pues, de niñas y niños excluidos de los poderes significantes que se originan,
transitan y se transmiten en los objetos de la casa. Los imaginarios son otros porque lo que
se debe significar ha sido construido por realidades ajenas y diametralmente opuestas a lo
que significan los lugares propios. Quizás para todos estos niños, aún antes de nacer, les
gobierna el principio de impropiedad e inadecuación que seguramente ha actuado desde
siempre en su familia en más de una generación.
Es probable que los habitantes de la calle se sientan desprendidos de todo aquello de lo que
para sus pares cuenta como tradición, historia, novela familiar. Aunque muchos no rompan
sus nexos familiares, esta relación carece del carácter fundante que poseen en el domus, por
ejemplo, la paternidad, la fraternidad, la privacidad, por decir, muchas de aquellas
realidades que construyen los lenguajes con los que se configura la vida. Mientras en la
cotidianidad doméstica los procesos y acontecimientos se significan de manera constante,
en la calle se produce un suceder de hechos que se sobreponen unos a otros como unidades
de lenguaje más o menos pendientes y siempre con el carácter de ajenas. Si bien es cierto
que no es posible la resignificación puesto que lo significado ya no puede dejar de serlo, sin
embargo siempre es posible añadir nuevas significaciones, algunas de las cuales son
6 claramente opuestas a las primeras. Es decir, las nominaciones iniciales que construyen la
historia (novela) familiar no poseen el valor de significación y de construcción de la
historia personal. La prueba es que, para la sociedad, estos niños son anónimos, todos son
niños de la calle, y con esto se ha dicho todo.
Posiblemente, lo más grave de la callejización sea el que, en algún momento del proceso,
bien sea al comienzo o luego, o quizás desde antes, aparece como una obligación
ineludible, como una suerte de sacrificio de carácter familiar y social, que el niño deba ser
la víctima destinada a dar cuenta del sistema paradojal que hace la sociedad cuyos discursos
hablan de igualdad, de derechos y de justicia. En este sentido, los habitantes de la calle son
los que, por oposición, se encargan de confirmar que los otros niños y niñas tienen derecho
a familia, casa, escuela, recreación, que tienen derecho a tener derechos. Los de la calle
aparecen como los “sin derechos”.
Esto los convierte en víctimas sacrificiales, necesarias e inevitables, para algunos, para la
cultura, denunciadoras de los desórdenes de la sociedad. De cualquier manera, víctimas sin
posibilidad alguna de oponerse puesto que todo se halla organizado para que sea así y no de
otra manera. Y lo más grave es que se trata de la realización de actos que no aceptan
ninguna clase de sustituciones. En efecto, nadie puede ocupar el lugar de ese niño arrojado
a la calle, a él y tan solo a él le corresponde ser víctima, como corresponde a toda víctima
sacrificial. Incluso hay casos en los que la mamá, el papá, ambos, se quedan en casa
esperando que el niño traiga las monedas necesarias para la subsistencia. Si no lo hace, será
castigado y lanzado nuevamente a la calle, no importa si es de noche, para que cumpla esa
función ineludible.
Allí se ve de qué manera el niño se ha convertido en la víctima insustituible que carece de
ese mínimo de libertad para decidir por sí mismo. De estas víctimas, diría Lyotard (1991),
que han perdido hasta el más mínimo sentido de narcisismo como para revelarse, para
mirarse y hasta compadecerse de sí mismas. De alguna manera, se podría pensar que tan
solo así es posible que se produzca el crimen perfecto: el niño ha terminado olvidándose de
sí mismo porque ya nada queda de aquello que lo representaba ante el otro, en especial ante
el otro doméstico, como importante y querido. En otras palabras, para que un niño sea
obligado a salir a la calle, a permanecer en ella el día entero o incluso a vivir en ella, hace
falta que nunca haya sido visto, sentido, admirado, como maravilla para el otro, como dice
Lévinas (1968). Este desconocimiento se convertiría en el fin de todo proceso de violencia
destinado a dar al traste con ese narcisismo llamado a valorar y sostener la existencia. En la
calle, la nueva ética construiría “un yo desposeído de la ilusión de ser destinador
desplazado incomprensiblemente a la instancia destinataria”, como dice Lyotard (1991:131)
al comentar a Lévinas.
A veces, ciertas instituciones privadas o estatales, cuando se refieren a estos niños, ponen el
énfasis en algunos aspectos prácticos de la vida cotidiana como la no escolaridad, los
riesgos de todo orden a los que se hallan perennemente expuestos. Rara vez se habla de la
desorganización del ser que la calle promueve, de la frecuente irreversibilidad de esos otros
órdenes en los que estos niños se construyen puesto que han abandonado, quizás de una vez
7 por todas, los órdenes de los lenguajes que hacen a los niños, pues debieron asumir otros
lenguajes que no solamente los hacen grandes antes de tiempo sino que los hacen
diferentes, inadecuados, si cabe la expresión, para ser parte de los sistemas culturales de la
sociedad. Esto podría sonar a discurso extremista, sin embargo, corresponde a una realidad
incuestionable cuando se analizan su vida y sus lenguajes.
De hecho, desde aquí se partió para la realización del presente estudio, que pretende
analizar la vida cotidiana desde las representaciones que niños y niñas construyen y poseen
sobre su vida manteniendo como referente primordial el hecho familiar y la calle como no
lugar para vivir sino, por el contrario, como el anti-lugar de los sistemas con los que la
cultura construye sujetos en el deseo, en la libertad, la autonomía, el placer y el futuro.
Hay que reconocer que, como todo estudio de este orden, el presente se ubica previamente
en un episteme elegido por razones igualmente epistemológicas que poseen un carácter
excluyente pero no anulador. Existen otras entradas teóricas válidas para abordar estos
temas. Pero corresponde a cada investigador elegir su propia ruta teórica porque la
considera la más adecuada. La teoría del sujeto construida con la filosofía contemporánea,
la lingüística y el psicoanálisis es el referente primordial que se ha convertido en unidades
de análisis que, a su vez, permiten, a lo largo del discurso, una visión más comprensiva de
la realidad de la vida de niños en la calle.
Un trabajo de investigación se limita por sí mismo. En tal virtud, ningún tema abordado ha
recibido todo el análisis posible ni, por otra parte, se han analizado todos y cada uno de los
fenómenos y realidades que hacen la vida en la calle.
En el diseño metodológico se determinaron previamente aquellos campos que serían
investigados porque se los consideró como los que mejor podrían dar una idea clara de
ciertas condiciones de vida de estos niños. De hecho, se los ha mantenido, pese que los
testimonios han permitido caminar también otras rutas no previstas e incluso dejar algunas
para profundizar aquellas que han aparecido como fuentes privilegiadas de saber. Por
ejemplo, si bien se diseñó el número de informantes calificados tanto de hombres como de
mujeres, en la práctica fueron más niños que niñas los que hablaron. Y es que en las
ciudades de la investigación, el número de niñas que trabajan y viven en la calle ha
disminuido de manera notable, si se compara con la experiencia de hace 20 años (Tenorio,
1989), lo cual, por cierto, constituye una excelente noticia.
La investigación se realizó en Quito, Cuenca, Guayaquil, Ambato, Santo Domingo de los
Tsáchilas y Esmeraldas. Estas ciudades, cada una con sus especificidades, dan cuenta de los
diferentes niveles de desarrollo y conflictividad del país urbano. Los informantes,
seleccionados, en tanto calificados, son capaces de hablar de sus entornos, de lo que viven
todos los que pertenecen a su grupo, de lo que se dice, se piensa y se hace en esa
cotidianidad eminentemente conflictiva.
El informe, al ser testimonial, pasa por una red conceptual que permite que los
acontecimientos, las ideas, las representaciones sean analizadas desde varios ángulos con el
8 propósito de construir aproximaciones teóricas válidas. De esto se deduce que el informe no
se agote puesto que siempre será posible repasar los textos por otras y nuevas perspectivas
de orden teórico. Sin embargo, también es menester hacer opciones que lo limiten.
Con este texto el Consep y el país podrán construir nuevos y actualizados saberes sobre
estos niños abandonados y en perenne penuria, probablemente, no solo para realizar
acciones de prevención en sus espacios sino para que todo lo que al respecto se realice tome
en cuenta las especiales características de estos niños. En efecto, ningún acto de educaciónprevención sería medianamente eficiente y eficaz si se realizase de espaldas a las verdades
de la población objeto. Sin duda, es urgente que se haga algo con estos niños abocados a
realidades tan complejas y, sobre todo, tan fuertemente ubicadas en el mundo de la anomia.
Sin embargo, una propuesta de intervención no trataría de anular la anomia en sí misma
sino de tomarla en cuenta para trabajar en ese terreno que, pese al peso de lo real, siempre
contará con espacios imaginarios y simbólicos a ser rescatados.
Como en otros textos, en el presente se demanda el retorno al sujeto, al de la palabra y la
voz. El retorno a ese sujeto niño – niña que poco o nada cuenta en los megarelatos sociales,
políticos, ideológicos. La voz de ellos escrita en este texto exige, pues, algo más que una
lectura académica o institucional porque, de lo contrario, la investigación se habrá
convertido en un acto más de cosificación y de exhibicionismo.
Quito, octubre de 2010
9 PRÓLOGO
Niñez y calle: deuda del Estado y la sociedad
En los últimos tres años, el Ecuador tuvo buenas noticias respecto al descenso a la mitad –del 6
al 3%– del número de niños y niñas de 5 a 17 años que solo trabajaban y no estaban en la
escuela. El signo más claro y feliz de este cambio fue el crecimiento de la demanda escolar. En
el 2004, siete de cada diez niños, niñas y adolescentes ecuatorianos estaban en el sistema
educativo y en el 2010, ocho de cada diez.
Sin embargo, cuando se observa con mayor detenimiento estas cifras, aparece un grupo de
niños y niñas denominados ninis, llamados así porque ni estudian ni trabajan. Parte de ellos
laboran en la calle. A diferencia del resto de la niñez trabajadora, a lo largo de esta primera
década del siglo XXI, el número de niños en esta circunstancia tuvo un lento descenso
El libro de Rodrigo Tenorio, Niños, calles y cotidianidades, llama la atención precisamente
sobre estos niños y niñas que parecerían disminuir en número –él mismo lo dice al hacer
referencia a su propia investigación sobre el tema, de 20 años atrás– pero no en riesgos. Por el
contrario, los riesgos son inmensamente superiores en número y calidad ahora que los entonces.
Al sumergirnos en este libro para acompañar a Tenorio en el mundo de la calle, al acercarnos a
sus significados y a los dolores provocados sobre la niñez ecuatoriana que transita por ella, la
primera certeza es que no importa cuántos sean. Así existiese uno solo, “los niños callejizados
representarían, en no pocos casos, el basurero social, el basurero de la conciencia social… cada
niño de la calle es un hijo sacrificado por el Estado, por la madre patria, por sus hermanos, los
ciudadanos de bien”.
Rodrigo Tenorio logra enlazar a Bourdieu, Foucault, Giddens, Freud, Habermas, Lacan,
Octavio Paz, De Landa, Eco y Baudrillard, entre los más trascendentales, con las voces de niños
y niñas de seis ciudades ecuatorianas: Quito, Cuenca, Guayaquil, Ambato, Santo Domingo de
los Tsáchilas y Esmeraldas. Y en este enlace produce un documento dirigido a comprender
10 causas, consecuencias, incidencia, profundidad del daño, así como culpas estatales y sociales
ante las casi nulas formas de resolver este problema de alta prioridad.
No son fáciles los temas que el libro presenta a partir de la teoría del sujeto construida con la
filosofía contemporánea, la lingüística y el psicoanálisis. Posiblemente por ello, Tenorio –sin
soslayar este alto desafío– consigue analizar las diversas aristas del tema de la calle, las
condiciones de vida y su impacto en los niños y niñas que la atraviesan. La calle aparece en su
doble sentido acogiente y expulsante. “Aunque no se tome conciencia de ello, en la calle habita
la muerte. La vida es apenas sobrevivencia, detención temporal de la muerte que se agazapa. La
calle no es un lugar para los niños, es el representante número uno de la desprotección y el
abandono….la calle engulle a los niños de un solo sorbo”, se los traga.
El autor señala que “entrar en la calle para habitarla implica un acto sacrificial del que nadie es
consciente, mucho menos aún las niñas y niños que sobreviven ignorando que día a día, hora
tras hora, se ofrecen al sacrificio en medio de un ceremonial marcado por la crueldad. La calle
es la barbarie”. Por esto, lo fundante del libro: porque mira lo que no miramos y obliga a mirar
–auxiliado por un marco conceptual sólido– hasta el fondo del problema.
Niños, calles y cotidianidades nos conduce al punto en el que deberíamos hacernos las
preguntas pertinentes y, a la vez, consigue provocar las respuestas centrales: ¿por qué niños y
niñas, sujetos frágiles, nacidos por destino humano para el cuidado y la protección, llegan a la
calle y viven en ella? El autor responde, en primer lugar, por la ausencia de dinero, y con ello
abre la reflexión sobre la pobreza extrema, y señala cómo esta no solo implica carencias de
dinero sino ante todo de “sensación de quien tiene la nada como posesión, es nada en su
radicalidad significante”. Nuevas definiciones –alejadas de la simpleza de las respuestas
economicistas– que logran explicar por qué es un agravio la pobreza para los niños: “la pobreza
es, además, carencia de sentido propio y elemental de existencia. Es un perenne ayuno no solo
de comida, sino de futuro. Sobrevivir como función para un niño, es cortar sus alas para
imaginar”.
En su recorrido para develar el horror de la calle, Tenorio construye las rutas por las que llegan
los niños y niñas a ella. Propone reflexionar cómo la casa, al perder su capacidad de inclusión y
protección por la mamá violenta y violentada, o el papá diariamente borracho y perenne
agresor; o por el hacinamiento y su consecuente amontonamiento de cuerpos, hace aparecer a la
11 calle como una salvación. Siendo así, la callejización se coloca como opción para la
sobrevivencia psíquica de los propios niños ante lo nocivo doméstico.
Rodrigo Tenorio contrapuntea la calle con la casa para entender la crueldad del abandono y de
la exclusión del hogar. La casa representa un sistema simbólico, nos dice, no solo es el lugar
seguro para vivir y proteger al sujeto de la intemperie. Es una organización cultural que
“comprende el conjunto indeterminado y abierto de todo aquello que hace la historia y que
provee de sentido a todo hijo de mujer. La calle puede ser la habitación mientras que la casa es
la morada. En la casa no hay lugar para el anonimato, en la calle sí, puesto que es el anonimato
por excelencia. La casa, desde sus orígenes míticos, surge de la mujer-madre, es su
prolongación simbólica. Fuera de casa, los niños se sienten absolutamente desprotegidos.
En esta sucesión de entradas hacia la profundidad del problema, Tenorio llega a dos elementos
fundamentales más que explican quiénes son estos niños y por qué es tan difícil plantear una
sola forma de solución. Se refiere substancialmente al abandono, la falta de identidad y la
soledad.
La identidad, dice el autor, señala pertenencia que, cuando se debilita o desaparece, entra en
crisis. La identidad no corresponde a un proceso tautológico sino eminentemente referencial. La
calle es la anti-identidad, como tal debe ser leída: como el lugar en el que miles de niños y niñas
sobreviven a la intemperie de la cultura. La calle pertenece a otro orden, al del desorden.
El Observatorio de los Derechos de la Niñez realizó a finales del 2008 un estudio sobre la niñez
en situación de calle en ciudades del litoral 2 . Del total de niños y niñas que censó y que
trabajaban en la calle, solamente el 1% vivía en ella. Era una buena noticia. Sin embargo,
Tenorio advierte que aunque muchos de los niños y niñas no rompan sus nexos familiares, esta
relación ya no posee el carácter fundante que poseen en el domus: la paternidad, la fraternidad,
la privacidad, la cotidianidad doméstica. Es probable que en el caso de los niños y niñas que
trabajan y viven en la calle, tanto la calle en sí como el trabajo representen uno de los
fundamentos de identidad que los conduce a crear lenguajes específicos y representaciones
similares.
2
Observatorio de los Derechos de la niñez/Ministerio del Litoral. Niñez en situación de calle Quito, 2008
12 Aún más, prosigue el autor, la identidad en ellos es la memoria del abandono y también de la
soledad. Se trata de hijos e hijas abandonados desde antes de su nacimiento, y concluye:
“cuando el abandono y la soledad se convierten en significantes de identidad, los niños y niñas
pueden callejizarse como el final de un proceso cuya lógica no exige ni comienzo ni fin, puesto
que el abandono social y familiar se sostiene en la lógica de la repetición”.
Uno se pregunta de qué soledad se habla en este caso, y el autor explica que la dupla
soledad/abandono define al niño de la calle como sujeto abandonado y erradicado de las
organizaciones familiares y sociales. El niño deseado, que va a venir, “llega a formar parte de
un sistema lingüístico construido en primera instancia por su madre, en el que las ternuras
constituyen su punto de apoyo. Los niños y niñas de la calle no han pasado por este sistema de
nominaciones imaginarias. La pobreza material está acompañada de pobrezas lingüísticas y
metafóricas”.
Y en la conclusión a la que Tenorio llega se explican las consecuencias de esa relación soledadabandono: “En la calle se produce la anulación del sujeto. La peor de las alienaciones no
consiste tanto en ser despojado por el otro, sino en vivir despojado del otro, permanecer
abandonado a su propia suerte: es el abandono, es la soledad, es la falta de identidad”
Por tanto, la verdadera enfermedad de estos niños es la soledad que habita la calle y que se
convierte en una suerte de condición de existencia puesto que de ahí derivan los otros
problemas.
Para mostrar un elemento más de esta complejidad, Tenorio comprueba cómo al ingresar a la
calle, para convertirla en el lugar de su cotidianidad, niños y niñas van rompiendo también “el
original proceso de sexuación” que pasa a dar lugar a una sexualidad que ya poco conserva de
lo infantil. (…). A ello se añade el abuso sexual infantil como parte de esta realidad que “siendo
una de las formas perversas de dar la muerte, pues las victimas arrastran la experiencia durante
toda su vida, altera la construcción de su identidad porque deben reprimir su trágica historia”.
Y en ese inventario de la angustia y la exclusión de los que han sido arrojados del paraíso de la
infancia, el autor se detiene para describir y analizar el dolor físico y la depresión de estos niños
y niñas provocado por el abandono, la soledad y la falta de identidad. Las drogas y el alcohol
aparecen como alicientes del dolor. Porque son niños y niñas que han dejado de serlo y cuya
adultez prematura es un ingrediente más para las dificultades que debe encarar su solución.
13 Finalmente, la ansiedad por el hacer y resolver que produce la profunda comprensión del tema
de niños y calles, provoca buscar soluciones inminentes. Sin embargo, éstas son complejas y
estructurales. La más difícil: al ser la pobreza la causa, no se puede sacar a los niños de la calle
si no se acaba con ella.
Tenorio advierte que ningún acto de educación-prevención sería medianamente eficiente y
eficaz si se realizase a espaldas a las verdades de la población objeto: “Algo hay que hacer por
estos niños colocados en el mundo de la anomia. Solo tomando en cuenta y no anulando esta
anomia se podría hacer una propuesta que cuente con espacios imaginarios y simbólicos a ser
rescatados”.
La ausencia de políticas públicas y propuestas concretas de atención al problema desde el
Estado, que apenas hace veinte y cuatro meses que ha pasado a hacerse cargo del tema en el
recién creado INFA estatal, reflejan la deuda social pendiente con este grupo de la población
infantil.
El libro evidencia que para dar un sentido cabal a la política de Estado que enfrente el
problema, es necesario integrar las reflexiones planteadas por Tenorio, con una evaluación de
las experiencias concretas en la atención a los niños y niñas de la calle ejecutadas desde hace
décadas por diversas organizaciones no gubernamentales ecuatorianas. De igual manera, se
requiere una investigación que permita completar las aproximaciones del censo y estudio
realizado por el Observatorio de los Derechos de la Niñez, sobre la realidad de la niñez en calle
centrada solo en ciudades del litoral, con el fin de construir los diversos perfiles de niños y
niñas que hoy la transitan. En este estudio, –por ejemplo, se encontraron otras pistas sobre un
grupo de niños y niñas que no perdieron vínculos con su familia ni con la escuela, señaló a la
calle como un espacio de trabajo del que obtienen, no solo ingresos para la sobrevivencia, sino
para lograr su autonomía precoz simbolizada por el excedente del dinero que manejan,
adicional al que entregan a sus padres, que les permite acceder al mundo del consumo.
Ha quedado claro, luego de esta lectura, que para los niños y niñas es difícil dejar la calle: no
pueden volver a casa porque la sustitución de los sistemas se ha producido de tal manera que ya
no es posible dar marcha atrás, y más aun cuando ni siquiera existe esa casa ni el orden real ni
en el simbólico. Tenorio demanda la búsqueda de salidas a través del retorno al sujeto, a la
14 palabra, a la voz de quienes saben bien el por qué de los dolores que guarda la calle por la que
transitan. Está en todos nosotros asumir este reto.
Margarita Velasco A.
Observatorio de los Derechos de la Niñez y Adolescencia
Quito, octubre de 2010
15 UNO
CALLES Y COTIDIANIDADES
Fui feliz cuando las fuentes de agua me
revelaron que tenía sed.
Gide
Figúrate una noche larga y fría,
de mucha soledad, sin luz alguna,
y ese niño muriendo en agonía,
encima de la acera, no en la cuna.
Juan de Dios Peza
Recomendar sobriedad al pobre es
grotesco e insultante a la vez. Es como
decir que coma poco al que se muere de
hambre.
Oscar Wilde
16 La calle como realidad se impone por sí sola puesto que siempre hace acto de presencia con
un nombre que remite a personajes e historias cuya obviedad se encarga de evitar que el
otro, el de la acera de los tránsitos, ni cuestione ni comprenda nada más allá de lo obvio.
También existen calles anónimas, autorreferenciales. En cualquiera de sus innumerables
formas, siempre aparecen como remitentes a lugares cercanos o lejanos, a espacios que se
perdieron, a mitos, a realidades preestablecidas por cada ciudad que ahí coloca su memoria
oculta, su fantasía de una perennidad que debe extenderse más allá de todo tiempo. Carecen
de dueño, son de todos hasta el punto de que las calles de cada ciudad se convierten en
parte de un museo que sin cesar rememora sus mitos pues se supone que tan solo así se
legitiman sus creencias, lo que es aquello que posee y construye junto a sus carencias,
expectativas y frustraciones.
Las calles juegan entre el anonimato total y una nominación específica, lo cual hace que se
produzca un primer enfrentamiento entre la realidad de cosa que es la calle en sí y esas
otras realidades que tienen que ver con las conmemoraciones y que están destinadas a que
no desaparezcan los nombres de héroes reales y mágicos que la habitaron o que vivieron en
otras ciudades distantes, desconocidas y con cuyo nombre se las bautizó en la pila de los
civismos y también de los cinismos. La calle con nombre de un tirano europeo se cruza con
otra que conmemora el martirio de un héroe que dio su vida por la libertad de los otros. Por
lo mismo, es probable que cada calle enuncie que ese nombre con el que la han marcado no
sea más que el inicio de una memoria que se pierde en la pura nominación para dar lugar a
la construcción de otras memorias que se hacen y rehacen en la vida diaria de la ciudad. A
nadie le importa el nombre en sí mismo sino la señal que evita pérdidas y confusiones.
Por las calles transitan vidas innumerables, polifacéticas, míticas, junto a las vidas únicas e
irrepetibles, anónimas. Al mismo tiempo, ahí es posible mirar la existencia del ser que se
hace, sin saberlo, en cada paso que da en las veredas del bullicio o del silencio, de la
amplitud que arma ríos de seres que caminan arrastrados por olas de movimientos, de
gestos, de palabras. En otro momento, es apenas estrechez solitaria, pesadumbre. La
extensión de las calles configura la extensión de las miradas, del caminar que incluye la
posibilidad de todos los encuentros y que, al mismo tiempo, los excluye. Por ahí camina
presurosa la que va a dar a luz el fruto de los goces y quien ha decidido dar por terminadas
las cuentas de sus sufrimientos.
Por lo mismo, se trata de un lugar eminentemente ajeno puesto que su destino primordial
no consiste en ser habitada sino en ser transitada, pues está obligada a llevar, conducir,
apenas si incluye la permanencia momentánea y siempre circunstancial de quienes se
detienen para señalar que siempre se encuentran a punto de reanudar la ida.
En consecuencia, habitada circunstancialmente y deshabitada de forma necesaria, alojante y
desalojante. Todo al mismo tiempo, hasta el punto de que probablemente ésta constituya la
17 más importante de sus características pues hace referencia a un sentido muy particular de su
capacidad de acoger, en todo el sentido de la palabra, pero al mismo tiempo, de expulsar.
Tanto consciente como inconscientemente, el sujeto sabe que para asegurar su permanencia
como tal no le queda otra alternativa que abandonarla pues, de una u otra manera, sabe
que en sí misma representa un poder mortífero puesto que en ella no se encuentran los
orígenes de la vida, sino tan solo su tránsito y su desaparición.
Como se verá a lo largo de este trabajo, los niños y niñas que la habitan no cesan de dar
cuenta de que el verdadero sentido de la calle se sostiene en esa doble tarea de ser acogiente
y expulsante, en un mismo instante, en la misma acción. Por ello es indispensable
atravesarla caminándola para dejarla porque quien se detiene ahí se enfrenta a la
destrucción, puesto que, aunque no se repare en ello, ahí se corroe el ser. Es esto lo que a
ellos les acontece puesto que, alterando los órdenes de esta significación, se han visto
obligados a habitarla.
18 Trasformados en calle
Cuando alguien, por la razón que fuese, vive en ella, la calle se convierte en no-lugar ni
para estar ni para ser, puesto que en ese momento abandona el gran indicador de lo
transitivo, de lo móvil y de lo indefinible, para convertirse, de manera fatídica, en su
contrario. Por definición, se halla destinada a conducir al transeúnte a la seguridad estable
de la casa en la que habitan los sujetos que se protegen de la voracidad y de la transitividad
del tiempo que, en la calle, aparece abierto e indeterminado. Aunque no se tome conciencia
de ello, en la calle habita la muerte, ese tiempo esencialmente voraz y autofágico. Es este
tiempo el que devora la vida de los niños que la habitan, engulle toda espera y esperanza.
Esto es tanto más grave cuanto más la calle se disfrace de protectora y de proveedora de
vida, de seguridad y esperanza.
En la calle, la vida es apenas sobrevivencia, detención temporal de la muerte que se
agazapa para el asalto final que acontecerá el rato menos pensado. Como muy pocos
lugares, la calle se encarga de disfrazar la presencia de muertes innumerables. En sentido
estricto, es la muerte la que se disfraza de niño vendedor de frutas, de muchachito aprendiz
forzado de ridículo saltimbanqui.
Yo estoy aquí desde chiquito, aquí mismo he vivido con mi hermano el Juan, desde
ahí mismo trabajaba, ahora ya tengo siete. Aquí yo trabajo, ayudando a mi mamá,
vendo cocos, sandías, frutas.
Se trataría de una suerte de lugar-no-lugar convertido en espacio de mediaciones entre
quienes se encuentran en un tiempo más fugaz que ningún otro, porque nadie puede
quedarse ahí sin correr el riesgo de ser anulado, de deshacerse hasta casi desaparecer
porque, más allá de las apariencias, la calle se sostiene en un individualismo constitutivo
que se vuelve tanto más evidente y necesario cuanto más grandes son las ciudades. Aunque
con frecuencia se trate de disimularlo, la calle se construye y se sostiene en una especie de
individualismo eminentemente solitario y vacío ya que el niño de las frutas se encuentra
absolutamente solo frente a la ignominia anuladora de un quehacer que no le corresponde
bajo ningún concepto y que, sin embargo, la calle pretende justificarlo porque lentifica la
ejecución de la pena de muerte, de su muerte.
Desde su realidad física, coloca a los niños que ingresan en ella fuera de las redes del
misterio en la medida en la que los convierte en reales, demasiado reales para habitar el
misterio por cuanto se ven abocados a una vida marginada de todo aquello que de
simbólico e imaginario interviene en la construcción de las subjetividades de sus pares que
habitan y viven los mundos que les pertenecen por derecho propio. No se puede pasar por
19 alto la verdad de que el misterio convoca de manera irresistible a cada nuevo niño en la
medida en que lo ata a los lenguajes construidos y por construirse en los órdenes familiares
y sociales que actúan de forma permanente por cuanto se hallan ligados entre sí en espacios
y tiempos específicamente propios. La calle, al contrario, es lo inespecífico y lo ajeno por
definición. El niño diría: desde chiquito soy fruta en venta, coco ajeno.
En efecto, la casa representa un sistema eminentemente simbólico encargado de la
organización estética de cada uno de sus miembros. En esta organización es introducido
cada niño desde el instante de su concepción hasta el punto de que su nacimiento no hace
sino certificar lo ya producido, por cuanto en este proceso está en juego su propia
simbolización. Por lo mismo, la casa no representa tan solo el lugar seguro para vivir y que
protege al sujeto de la intemperie física y ética siempre lista a aniquilarlo. Se trata de la
protección y organización cultural que, si bien se representa en la realidad de la casa, tiene
un poder inconmensurable de organizar la existencia por cuanto, a más de lo físico, sus
espacios son ante todo imaginarios y simbólicos sin los cuales el niño sería anonadado por
el peso de lo real puro de las cosas.
En este sentido, la casa representa el lado encantado de todas aquellas formas que informan
la existencia por cuanto desde allí se aporta a cada nuevo ser los sentidos de su referencia a
la historia y la cultura. Más que hablar del fuego físico del hogar, la casa comprende el
conjunto indeterminado y abierto de todo aquello que hace la historia y que provee de
sentido a todo hijo de mujer. Es el fuego de los deseos y las pasiones que se prenden ahí y
que abrasan al sujeto tanto desde la legitimidad de las posiciones ante el amor como de
aquello que aparecerá como lo prohibido.
Esta referencia tiene que ver con aquello que de misterioso posee cada existencia y cuyos
orígenes se encuentran en el domus, puesto que ahí se han establecido los códigos y los
misterios desde el primer momento en el que alguien lo construyó y lo habitó hasta ahora.
Un sistema que no se rompe sino que, por el contrario, se prolonga justificando y
simbolizando a cada hijo de mujer puesto que constituye el original lugar de las
experiencias y sus interpretaciones, de tal manera que tan solo desde ahí se podrá hablar de
un sujeto suficientemente unitario que es capaz de hallar y sostener las similitudes con los
otros pero, al mismo tiempo, capaz de vivir y acrecentar las diferencias. En este sentido, la
casa está hecha de discursos que la sostienen y que organizan la presencia de cada uno de
aquellos que la habitan y de todo aquello que aparece como problema y que debe ser
solucionado, porque donde hay discurso es posible que los problemas de la vida cotidiana
encuentren soluciones igualmente discursivas. En el domus, casi todos los conflictos no son
sino discursivos, incluso aquellos que, por ejemplo, para Freud con su teoría del Edipo,
parecería que sobrepasan el discurso para llegar a las actuaciones de lo real. La ley de la
prohibición del incesto no es otra cosa que un asunto discursivo que da cuenta de los
enigmas del deseo, algo que, como se verá, casi no funciona en la dinamia de las
actuaciones que caracteriza la calle.
Si bien el discurso se ocupa de todo, es necesario distinguir entre los discursos que explican
la cotidianidad y la significan en los espacios simbólicos de la casa, y los discursos que se
20 generan en el espacio abierto y ajeno de la calle. La casa se sostiene en las pilastras mágicas
de lo propio, mientras que la calle es por sí misma lo ajeno, lo que pertenece a todos, lo
impropio en su estado puro. Nadie puede declararse dueño de la calle ni puede pelear por
nada de ella. En tanto sostenida en lo ajeno, también encierra en sus entrañas los sentidos
que derivan de lo impropio. El sentido de ajenidad determina que el niño aprenda que hay
objetos que pertenecen al otro. De igual manera, le permite construirse como ajeno a los
demás.
Lo contrario de estas representaciones estaría dado por la calle convertida en morada que se
ve obligada a construir significaciones nuevas para poder albergar sujetos expulsados de los
órdenes de la casa. Para los niños que la habitan se transforma, sin embargo, en lo propio,
formando, de esta manera, un código invertido de propiedad. Es significativa la expresión
de un muchacho de Esmeraldas mediante la cual, más que burlarse de su realidad, tan solo
busca significar lo que, de suyo, escapa a toda significación posible.
Nada de lo que se dice es cierto, nosotros vivimos en el hotel Vere, el hotel vereda,
¿sí me entiendes? Se tiene que dormir ahí, donde te diste una vueltita, ahí tienes que
dormir, con tu cartón al lado, entonces te coges y te tapas, y ya. Nadie se va a robar
tu cartón, porque en la calle también hay reglas como en cualquier lugar, la vere y
el cartón son tu casa, ¿me entiendes?
La casa exige un sistema de representaciones estables destinadas a proveer de sentidos a la
cotidianidad, al mismo tiempo que se constituye en el espacio original para el
aparecimiento de las experiencias placenteras que surgen de la creatividad. Se trata de las
múltiples acciones creadoras de las que el sujeto necesita para vivir cada uno de sus
momentos. En tanto posibilidad de estos actos, la casa demanda también la presencia de
otros, presencias significativamente estables y reconocidas. De hecho, la estabilidad sería
una de las condiciones ontosociológicas para la creatividad del ser.
Para Bourdieu, la casa representa el lugar destinado a la presencia vivificante de la
mitología personal y colectiva, y también para la acción mito-poética que brota del placer
que surge de quienes la habitan y la sienten. Sentir la casa implica vivirla de tal manera que
los actos de lo cotidiano abandonen su lado vulgar marcado por las repeticiones para dar
lugar a la creatividad, a esa poética encargada de sostener la existencia. Esto equivale a la
afirmación de Heidegger de que el ser es la casa de la palabra.
Por lo mismo, tan solo en la casa es posible que se produzca un sistema particular de
objetos que no tienen tan solo el valor de uso sino también el de referencia y de
significación para los sujetos que la habitan. Para Baudrillard (2007:2), esos objetos
constituyen un sistema de significados más o menos coherentes que se desarrollan en un
plano inicialmente tecnológico que luego es trasformado en un plano eminentemente
psíquico y social. Entonces, los objetos empiezan a formar parte de los sistemas de
significación y de referencia que constituyen a cada sujeto. La casa, sin los objetos, es
realidad vacía, oquedad anónima, aunque alguien la habite. Ese vacío no es otro que el de
sentido y de referencia, aquel del cual el sujeto depende casi de manera existencial. Si bien
21 el autor se refiere a un plano de orden tecnológico, y puesto que él mismo hace referencia a
los discursos psicológicos y sociológicos, este campo tecnológico debe referirse al orden de
la construcción psíquica. Se trataría, en consecuencia, de esas tecnologías del yo, de las que
habla Foucault (1996:92):
El estudio de este sistema “hablado de los objetos, es decir, del sistema de
significados más o menos coherentes que instauran, supone siempre un plano
distinto de este sistema “hablado” estructurado más rigurosamente que él, un
plano estructural que esté más allá aun de la descripción funcional: el plano
tecnológico.
La calle, por definición, es lo opuesto ya que los objetos que sirven de referencia, aunque
mantengan una gran estabilidad de orden físico, no poseen un valor de significación
personal sino colectiva. Las cosas del espacio abierto no sirven de referentes ónticos sino
apenas de ubicación, señalan, mas no hacen al sujeto en sus diferencias. El niño que habita
la calle, por lo mismo, se halla en perenne movimiento y las cosas que lo rodean son
igualmente móviles y abiertas, y sus significaciones se reducen a marcar un espacio de
cierta propiedad casi vegetal o gregaria. Podría decirse con justeza que los objetos de la
calle permanecen constantemente en su categoría de cosas y, por lo mismo, mantienen el
rango de lo inesencial ya que no cumplen aquella función referencial y existencial que los
objetos reciben en la casa.
En las calles, los objetos se encuentran ubicados y significados de distinta manera. En
medio de ellos, el niño que empieza a habitarlas, asume muchos de los sentidos públicos
que emanan de las cosas hasta el punto de producirse una suerte de representación mutua,
de la misma manera que el sistema de objetos domésticos significa y organiza a un niño en
un espacio eminentemente cerrado, limitado y limitante a la vez. En ese momento, el niño
significa a las cosas que le rodean y le pertenecen como las cosas lo significan a él. Así
desaparece el anonimato inicial. En la calle, por el contrario, no hay lugar alguno para que,
como acontece en la casa, los objetos dialoguen entre sí y narren historias que constituyen
parte importante de las referencialidades para la construcción de las subjetividades. Se trata
de ese diálogo al que se refiere Baudrillard y que tiene como objeto constituir la
cronología de las actitudes y acciones de los sujetos, porque cada objeto doméstico forma
parte de esas microhistorias que terminan constituyéndose en puntos referenciales de suma
importancia para el sujeto. En esta organización de los objetos, la familia se simboliza y se
vuelve historia, crea historias con las que se hacen los imaginarios y los lenguajes de sus
miembros. Este sería el producto de ese valor antropomórfico que el autor otorga a los
objetos y de los que la calle se encuentra absolutamente privada. A diferencia de lo que
acontece en la calle, en la casa los objetos hacen historia, son parte de la historia doméstica.
Los muebles se miran, se molestan, se implican en una unidad que no es tanto
espacial como de orden moral. Se ordenan alrededor de un eje que asegura la
cronología regular de las conductas: la presencia perpetuamente simbolizada de la
familia ante sí misma.
22 El concepto de callejización aparece en los discursos sociales para dar cuenta de la
anulación del ser que se produce cuando un niño deja de ser sujeto para devenir en calle,
como efecto de un proceso de identificación y de exclusión al mismo tiempo. Al ser
excluido del mundo de los otros, representado en la casa, y al asumir la calle como su lugar
de vida, parecería que el niño se desubjetiviza para convertirse en parte de la calle, más
aún, para hacerse calle, objeto real de lo vulnerable en la dimensión más estricta de lo real.
Se trata de una vulnerabilidad ya presente antes de dar ese primer paso y que tiene que ver
con el ser que ya cuenta con el riesgo de devenir cosa, esa cosa en la que se convertirá lenta
o aceleradamente cuando ingresa en la calle para habitarla, para habitarse mutuamente. Se
trata de un niño-calle sobre el que transitarán los otros hiriéndolo, abusándolo,
perjudicándolo o simplemente desconociéndolo. Es lo que querría decir este muchacho de
Esmeraldas que habita la calle casi desde siempre porque la calle atraviesa todo lo que
posee de memoria y de sentido.
Ya ni me acuerdo desde cuándo estoy en la calle. Cuando uno vive en la calle, tiene
que saber vivir en la calle, tiene que sobrevivir la calle, ¿entiendes? es que no hay
más remedio.
La idea de callejización ya no hace referencia a un acto cualquiera, sino a un estado del ser
que deja de lado cualquier idea de lo circunstancial, pasajero o temporal. Por lo contrario,
niñas y niños han devenido calle sobre la que se transita, adoquín o asfalto, polvo o barro.
Adjetivaciones que dan cuenta de la condición de lo indeterminado en lo que se convierten
estos hijos de mujer, algunos de ellos, nacidos ahí, tal vez desde hace dos y hasta tres
generaciones. La callejización dice que el sujeto ha perdido su determinación e identidades
sociales y culturales para devenir objeto indeterminado y anónimo.
Es esto lo que aparece en el decir de un niño de Quito que trata de hallar alguna razón que
dé cuenta de su presencia intemporal, probablemente ancestral y anónima, en su casa
denominada calle. Probablemente, ninguna de esas mujeres dio a luz en la calle y dejó ahí a
su hijo. Pero, para este niño, las cosas poseen significaciones propias e inconfundibles
puesto que quien vive en la calle, desde la historia de su memoria, ciertamente ha nacido
ahí. El hecho de no tener mamá, porque pudo haber fallecido, no hace sino confirmar la
pertenencia original al espacio vacío de la calle ya que el primer objeto con el que se
relaciona el hijo es con su madre, encargada de sostener la sobrevivencia física y psíquica
de su hijo. Para este niño, el que haya muerto su mamá y vivir en la calle desde el comienzo
de la memoria, prácticamente representan una misma e idéntica cosa.
Algunos pueden estar por el nacimiento de uno mismo, o porque pudo haberse
muerto la mamá y todo, porque algunos no la tienen, y solo tienen el papá o solo
tienen mamá, o solo viven con personas o vecinos del barrio, porque mi mamá ha
sido muerta y entonces yo estoy en la calle.
En la callejización se daría un proceso eminentemente ontológico por cuanto se produce un
movimiento de llegar-a-ser que se inicia probablemente ya antes del instante en el que, por
primera vez, el niño opta o es obligado a optar por hacer de la calle su espacio de vida
23 cotidiana, aun cuando regrese a la “casa” a dormir, pero mucho más aun cuando la calle se
ha convertido en su morada. 3 En cualquiera de los dos casos, los regímenes de los objetos
que constituyen la calle nunca serán capaces de sustituir la dialogalidad constitutiva de los
objetos domésticos que se organizan entre sí hasta armar una relación “patriarcal hecha de
tradición y de autoridad”. De esta relación de las cosas brotan afectos que ligan a los
miembros de la casa y, al mismo tiempo, se convierten en hitos de historias que contar o
que suprimir, si fuese el caso. ¿De qué manera construir la historicidad de un sujeto al
margen de lo familiar?
No son las cuatro paredes de la casa las encargadas de proteger a quienes la habitan, sino el
sistema de objetos que aglutinan y unifican a quienes viven dentro significándolos como
sujetos pertenecientes a un grupo familiar identificado. Este proceso aparece desde la
puerta cerrada que construye de manera inmediata el valor de seguridad al crear el adentro
y el afuera, lo propio y lo ajeno, lo cercano y lo lejano. Si las puertas permaneciesen
abiertas, podrían irse los objetos y así los miembros de la casa perderían parte importante
de su identidad. La puerta abierta hace que también se escapen los niños y se pierdan en la
longitud indefinida de la calle. Lo abierto y lo cerrado, que se significan en el hecho real de
la puerta de calle, poseen múltiples poderes que van desde la protección física, hasta la
protección simbólica de los lenguajes puesto que ahí se denominan las pertenencias de
hijos, hermanos, mamá, papá. La casa, por otra parte, es el origen de la construcción de los
sujetos sociales en la medida en la que se dan prácticas de lenguajes y de relaciones que
diferencian, limitan, unen y alejan a los sujetos dentro de un complejo sistema de
significación que comienza con los apelativos básicos de mamá, hijo, papá, hermana, etc.
Estas nominaciones representan la base de cualquier realidad social.
De este sistema de antítesis hablan los niños cuando se refieren a los efectos que se
producen cuando la calle se convierte en su morada. Allí se roba, se viola o se mata porque
nunca será casa y porque ese espacio se halla desprovisto de la acción protectora de los
objetos y de las nominaciones que actúan únicamente en los regímenes domésticos. Por otra
parte, el testimonio es claro al señalar que se van a la calle porque la supuesta casa en la
que han vivido o viven carece de los principios básicos que la hacen. Esa casa no es espacio
cerrado acogiente sino, al revés, espacio abierto y expulsivo.
3
La diferencia lingüística propuesta entre niño de la calle y niño en la calle no es necesariamente acertada,
sobre todo porque impide que se realicen análisis cualitativos de las condiciones lingüísticas y espaciales que
en verdad marquen la diferencia. El solo hecho de que el niño vaya a dormir en la casa no necesariamente
marca una real diferencia de su compañero que se queda en la acera. Los sentidos de la callejización son
mucho más complejos y no pueden reducirse a una sola experiencia de ir a algo que se llama casa que, en
numerosos casos, nada posee de acogiente ni siquiera en el orden material y peor aún en el orden simbólico.
De hecho, en algunos casos, es probable que el niño se halle menos desprotegido en la calle que en una casa
brutalmente violenta y hasta incestuosa.
24 Viven en la calle porque no tienen casa. Se escapan de la casa y están durmiendo
allí, en la calle, en un rincón. Y eso es peligroso porque asaltan, roban, van y violan
y también matan.
Pese a su edad, algunos son capaces de marcar la diferencia entre la casa y la calle. No
importa lo que en verdad signifique e implique esa casa en términos de espacio y objetos
(pertenencias). Lo que cuenta son los valores referenciales que la casa supone sobre todo en
lo que tiene que ver con la protección y la identidad que se relaciona con una ontología en
la medida en que hace a los sujetos, los nomina y los diferencia de los otros. La identidad es
similitud pero, ante todo, señala las diferencias de las que procede el sentido del sí-mismo,
paradigma del reconocimiento personal en el conjunto de los otros.
Aunque trabajen y vivan la cotidianidad en la calle, hay algunos que poseen una casa, o
algo que se la asemeja, que sirve de referencia diferenciadora. Son los que se saben
diferentes a los compañeros que están en la calle como lugar de vida, del día y de la noche,
incluso cuando de vez en cuando retornen a su casa. Porque la constancia de la
permanencia-retorno a ese lugar relativamente fijo constituye la condición de pertenencia.
Ya no se trata tan solo de un referente ocasional, sino de un punto cuya estabilidad se
sostiene en la vida cotidiana y que proporcionará el sentido tanto de identidad como el de
ciudadanía.
La noción de casa es amplia en cuanto a sus características y pertenencias, pero nunca es
equívoca porque siempre hace referencia al lugar estable destinado a convocar, reunir,
cobijar y guardar al sujeto y sus objetos. Es lo que aparece con suficiente claridad y
consistencia en el testimonio de un par de muchachos de 11 años para quienes el sistema de
los objetos tendría como destino el acogimiento permanente. Por lo mismo, si se dan
objetos así simbólicamente organizados, se reducirían los riesgos de salir a la calle para
caer presas de un mal eminentemente omnímodo y plurivalente.
Ahora no es de ladrillo sino de caña, pero ya la están haciendo de cemento, están
construyendo dos paredes, ahí tengo la lavadora, el equipo, el televisor, el vhs. Mi
tío me compró un play 4 , para que ya no salga a la calle a andar con mis amigos, a
hacer los malos vicios.
Qué lindo quedarse en casa solito con la tele. Porque ya me aburría quedarme
solito en la casa cuando no había tele. Más claro, ahí se ven películas, Bob
Esponja, dibujos animados, de ahí ya se acaba, y dan las noticias, en la calle no
hay nada de esto.
Ellos se encargan de marcar el antagonismo irreductible que existe entre la calle-habitación
y la casa-morada, entre lo interior y lo exterior, entre la lógica de los objetos reales o
4
Se refiere al playstation.
25 imaginarios (los deseados), en los que viven niñas y niños, y el vacío de un afuera insignificante que se debe vivir de manera impuesta e inevitable. También la casa media entre
el bien y el mal, entre las virtudes supuestas y los malos vicios de los que estaría poblado lo
abierto e indeterminado de la calle. Las distinciones y diferenciaciones son suficientemente
claras como para que no quepa duda alguna entre dos mundos que se oponen de forma
irreductible.
No, los niños prefieren estar en la casa y no en la calle, tienen un hogar, una cama,
tienen comida, tienen un almuerzo, tienen una merienda y pueden ver la tele. En la
calle no pueden ver nada, y hay algunas personas que son buenas y hay algunas
personas que son muy malas, y hay que dormir en la acera o bajo el árbol.
Se trata de lo que Manuel De Landa (2006), denomina la ontología de lo social hecha de
ensamblajes y complejidades que dan lugar a nuevas reflexiones sobre las realidades
sociales y sus implicaciones en la construcción de los sujetos. Filosóficamente entendida,
ya no hay cabida a alguna idea de estructura que se encargó de clausurar al sujeto en una
serie de parámetros casi inamovibles. Es esto lo que resalta Ignacio Farías en una entrevista
realizada a De Landa:
Una de las cosas que me impresiona de su libro es que cuando propone el concepto
de ensamblaje (acá agenciamiento), como clave teórica para pensar la ontología de
lo social y superar la oposición entre lo micro y lo macro, al mismo tiempo y casi
sin decirlo, hace algo mucho más radical, a saber, reformular, o más bien hacer
colapsar la clásica oposición entre agencia y estructura.
Esto querría decir que el niño no puede ser visto como lo micro frente a la calle que
representaría lo macro, pues uno y otra son al mismo tiempo lo macro y lo micro, según los
puntos de referencia que se tomen en cuenta. Ni tampoco el niño aparecería como parte de
un todo representado en la calle puesto que calle y niño se constituyen dentro de una
especial mutuidad, ya que el niño hace la calle para él como la calle lo hace para sí misma.
Por eso con frecuencia se lo califica de “niño de la calle”, en esta proposición el “de” señala
la mutuidad que se ha establecido entre los niños y la calle, entre el sujeto y su espacio
acogiente que termina significándolo. Hay, pues, calles de niños puesto que, de hecho, son
específicas las calles en las que trabajan, viven, duermen, juegan niñas y niños que las
habitan, que se habitan produciendo un sentido de mutuidad y de internación casi
indisoluble. Esta sería la razón por la que los niños eligen una determinada calle (o calles),
para su vida diaria. Tal vez la calle termine también eligiéndolos hasta tal punto que se
dificultaría el rompimiento que implicaría el abandono.
A esta pertenencia se refiere el siguiente testimonio en el que el origen inicial de la
callejización no es precisamente relevante cuando lo que sobresale es la relación de
mutuidad que se establece entre las dos realidades que no están soldadas por un tiempo de
permanencia sino por el hecho mismo de una pertenencia que casi queda reducida a lo real,
puro puesto que las posibilidades de significación son escasas o prácticamente nulas ya que
no aparecen lenguajes suficientes destinados a mediar la relación.
26 Entonces piensan que la vida es más placentera en la calle, en lugar de estar en la
casa. Pero hay otros que deben estar en la calle por necesidad porque entonces no
tendrían para nada, ni para comer.
Hay otros niños que casi siempre duermen en la calle. También hay chicos que
duermen en la calle, porque ahí están siempre. Yo he visto que duermen debajo de
puentes, en las sillas, en los parques. Entonces, ahí se tapan con cartones o con lo
que encuentran. Ellos ya no salen de la calle porque ahí mismo viven.
Si, para De Landa, los ensamblajes exigen, en primer lugar, una relación inicial de la parte
con el todo, en la calle esta relación parecería casi imposible porque el niño callejizado
permanecerá siempre como una suerte de pegoste o de parásito que la calle no termina de
absorber. Sin embargo, la continuidad temporal de la permanencia produce cierta relación
de interioridad que otorga un sentido de pertenencia mutua que, a medida que pasa el
tiempo, se vuelve cada vez más difícil de romper. Esta relación difiere de forma radical de
las relaciones de interioridad que se dan entre los transeúntes comunes que entran y salen
de la calle, que “aman” una determinada calle que la visitan frecuentemente. En estos
casos, la calle afecta a sus visitantes que, sin embargo, jamás se vivirán a sí mismos como
parte constitutiva de la calle. Los niños callejizados establecerían con la calle una relación
fundante que, en ciertas circunstancias, podría tornarse irreductible.
En la teoría de los ensamblajes la cuestión de la exterioridad se da, primeramente,
en la concepción de la relación parte/todo. Las relaciones entre partes son de
interioridad si las partes son constituidas como tales por el papel que juegan en el
todo. En otras palabras, si las partes se constituyen mutuamente por sus relaciones
de interioridad, entonces son inseparables del todo (una parte separada deja de ser
lo que es) y el todo se vuelve indivisible.
En esta suerte de ensamble que se produce entre el niño y la calle, parecería que
corresponde a la calle la tarea de borrar la historia previa del niño, de suyo elemental, para
convertirse ella en la única historia posible y narrable. En esta relación, la calle se
encargaría de proveer de determinación y de orígenes cuando ella misma es la
indeterminación pura. Si bien cada relato de un niño es el comienzo y la prolongación de
relatos ya dados y establecidos desde el tiempo de los abandonos, de los maltratos y, sobre
todo, del tiempo de las pobrezas extremas, la sociedad se encarga de que esta historia
desaparezca cuando mira y habla de estos niños sencillamente como callejizados puesto
que, con el apelativo, formalmente se encarga de borrar toda historia.
La calle no solo es un lugar vacío sino que representa el sentido mismo del vaciamiento del
ser que se produce en las niñas y niños que han tenido que asumirla como el único o el más
importante referente de la existencia. Al mismo tiempo, este lugar lleno de esta suerte de
no-lugar es el que acoge a centenares de niños y niñas de todas las edades para que la
habiten con sus presencias, aparentemente anónimas e in-significantes. Es probable que ahí
se dé, en toda su realidad anulante, el verdadero anonimato del ser cuyas referencias
simbólicas se reducen a las cosas. Como dicen los informantes, la calle es el sinónimo más
27 claro de la soledad, pero no una soledad cualquiera sino una que ha devenido en
representante significativo del niño. Esto es, el niño termina identificado con su soledad. La
riqueza del testimonio estriba justamente en la distinción implícita entre lo que de
compañía y sentido de pertenencia representa la casa, y de soledad anulante la calle:
En la calle, estamos solos. Si estamos acompañados, es por malas amistades o por
malas compañías, pero nosotros estamos siempre solos. En las casas hay gentes
mamás y hermanos, acá en cambio siempre estamos solos.
Este sería uno de esos problemas que no aparecen claramente definidos cuando se analizan
las condiciones de vida de la población infantil que habita la calle, aun cuando no siempre
viva en ella día y noche. El tema de la soledad no se refiere únicamente a la falta de
compañía sino a la ausencia de las significaciones que se originan de forma privilegiada en
el medio familiar significado en la casa física y en los órdenes de los objetos que la
constituyen. Por lo mismo, la calle está habitada de soledad o, mejor aún, es la soledad en
la que cabe bien la presencia de lo que el informante denomina malas compañías, que no
son otras que la soledad en sí misma. ¿Puede, acaso, haber peor compañía que la soledad?
La casa constituye el inicio de la economía psíquica y social de cada sujeto puesto que allí
se enraízan las primeras representaciones de lo que servirá de sostén de todo el sistema de
significaciones que van desde las ternuras básicas hasta el sistema referencial de los objetos
que incluyen los manejos de los espacios, los tiempos y las cosas entre las que se encuentra
también el dinero, que constituye quizás el elemento más importante en la calle. De hecho,
es su ausencia la encargada de arrojar a niños fuera de casa y lo que justifica su
permanencia en la calle.
Mientras la sociedad contemporánea se ha embarcado en grandes programas de oferta de
vivienda de todo orden y condición, este grupo significativamente importante de niñas y
niños se ha convertido en la antítesis de estas ofertas cuando se ven obligados a convertir la
calle en su morada. De hecho, las ofertas de casas a los sectores pobres de la sociedad se
han convertido en un importante sostén de las campañas políticas de las últimas décadas
puesto que, al dotar de vivienda, se pretende proteger a la familia de la intemperie de la
pobreza otorgándole un lugar desde el cual logre desplegarse hacia un adecuado desarrollo
económico.
Por otra parte, cabe resaltar que los valores de significación de la casa no son inamovibles
pues, sobre todo en los espacios de la pobreza, una gran labilidad la atraviesa hasta el punto
de que el sistema de seguridad se convierte con cierta facilidad en violencia expulsadora.
Cuando la casa ha perdido su capacidad de inclusión y protección, algunos niños de la
pobreza optan por la calle porque consideran que estando fuera ya no enfrentarán, por
ejemplo, la presencia de la mamá violenta y violentada o del papá diariamente borracho y
perenne agresor.
Sin embargo, para Bourdieu (2005:223), aquellas ofertas de casa, más que tratar de resolver
los problemas sociales de vivienda y de ofertar los espacios para la simbolización de las
28 familias pobres, no estarían destinadas sino a generar un mercado a los productores con el
propósito de fortalecer la hegemonía del capitalismo y de convertir a la familia en centro
mágico de todo egoísmo. De hecho, para el autor, el mercado inmobiliario constituye el
corazón de la economía social. 5
Centrada en la educación de los niños concebida como vía de ascenso individual, la
célula familiar es en lo sucesivo el lugar de una especie de egoísmo colectivo que
encuentra su legitimación en un culto de la vida doméstica permanentemente
celebrado por todos los que viven directa o indirectamente de la producción y
circulación de objetos domésticos.
Frente a esta posición, se podría pensar que la casa constituye una suerte de colonización
del espacio con cuyo poder simbólico se pretende crear raíces para que la vida cotidiana y
la historia personal no se diluyan en un ir y venir perdiéndose en los espacios abiertos que,
como los caminos y las calles, conducen a todas partes y a ninguna a la vez. Sin los
referentes metafóricos que se producen en el corazón mismo de la casa, los sujetos se
deshacen tanto simbólica como físicamente puesto que, en uno y otro caso, se deshacen los
sistemas referenciales de los sujetos.
Este proceso de colonización del espacio implica su simbolización cuando cada uno de los
miembros de la casa se sabe simbolizado por un espacio que reconoce como propio y
diferenciable de los espacios comunes y del espacio particular de otros. Por lo mismo, el
hacinamiento produce efectos diametralmente contrarios a la simbolización porque conduce
a la indiferenciación de los cuerpos. En lugar de incluir, se encarga de la exclusión de
quienes no se ofrecen a ser absorbidos por la indiferenciación. Para que el deseo transite en
los espacios de lo legítimo, se requiere la presencia de espacios reales. Cuando esto no se
produce, la huida termina siendo una especie de tabla de salvación.
Sergio García (2006), califica de sinhogarismo a este fenómeno de hacinamiento en el que
nada asegura que ahí haya un hogar puesto que no existe la posibilidad de crear lugares
excluyentes. El fenómeno de los sin-hogar se sostiene en la exclusión social de la que ha
sido objeto cada familia, ya sea por la migración o bien por la misma pobreza que, en
última instancia, es la expresión más clara de toda forma de exclusión social.
La pobreza es polifacética y polisémica puesto que tiene que ver con cualquiera de las
innumerables situaciones existenciales de los sujetos. Por lo mismo, más allá de las
carencias de las cosas elementales que hacen la vida cotidiana, como la casa y sus objetos,
en el hacinamiento priman las privaciones de orden simbólico que se expresan en términos
de vulnerabilidad, inseguridad y exclusión social (2005). 6 A ello debería unirse además la
5
En Las Estructuras Sociales de la Economía, el autor se adelanta al “crash inmobiliario” en los Estados
Unidos de América.
6
Es lo que Arriagada denomina “la pirámide de los conceptos de pobreza”. 29 visión que tienen los pobres de su propia situación y las expresiones de esta visión que se
revela en su cotidianidad. Desde las exclusiones crónicas y justificadas por los sistemas, los
sujetos individuales y colectivos podrían vivir sus carencias como realidades absolutamente
naturales que les pertenecen de manera incuestionable. Tal vez esta posición de
sometimiento vital a las carencias constituya la forma más grave de pobreza porque ha
excluido cualquier forma de reivindicación. En estos casos, la pobreza se ha encarnado de
tal manera en la existencia que ahí ya no cabría alternativa alguna de vida. Es como si se
produjese una claudicación casi absoluta del deseo reducido a lo elemental de la
sobrevivencia. En efecto, para producirse y sostenerse, el deseo requiere espacio y tiempo,
distancia y cercanía, permisión y prohibición al mismo tiempo. De estos principios es
igualmente pobre la pobreza del hacinamiento y de la carencia. 7
Es probable que para los niños la pobreza se exprese en sus relaciones con lo micro y con la
individualidad de las cosas cuya ausencia resienten, como cuando dicen: “no tengo tele, no
tengo cama”. Se trataría de la conciencia de los objetos singulares que poseen el poder de
erradicar al sujeto de los espacios neutros o, de otra manera, de la neutralidad de una
existencia que así vería evaporarse sus sentidos. Los objetos singulares, diría Jean
Baudrillard, constituyen lo irreductible, lo que es capaz de guardar los secretos de lo
cotidiano. Las cosas de la vida cotidiana constituyen ese micro mundo que termina siendo
necesario e ineludible. La pobreza extrema representa una de las formas de exclusión de
estos objetos.
Paúl describe esta exclusión con la espontaneidad que brinda la vida cotidiana en la que
nada hay que ocultar porque los espacios del hacinamiento destruyen las posibilidades
simbólicas de la privacidad y de los secretos. En la pobreza, todo es constitutivamente
obvio y colectivo.
En general, los niños que viven en la calle, sus familias viven en un cuarto que es
usado por toda la familia, y en un solo cuarto tienen la cocina, a veces también el
baño, y tienen cama, pero es una cama para todos los padres y los hijos, los hijos a
veces pueden dormir en el suelo.
El hacinamiento se convierte en una de las más claras agresiones a la existencia personal y
colectiva, pues desconoce los sentidos de privacidad y pertenencia ya que se sostiene en el
amontonamiento de los cuerpos, en la indiscriminación de los lenguajes y, por ende, de los
deseos. En esas circunstancias, la alternativa de huir a la calle no representaría sino una
posibilidad de salvación, por más elemental que aparezca en sí misma.
7
Basta recordar que, como señala Carolina Sánchez-Páramo7, el crecimiento de la pobreza no tiene que ver
tan solo con las crisis económicas mundiales, sino con el magro crecimiento de la producción nacional.
30 En un cuarto viven cuatro y también cinco personas, entonces algunos se han salido
de la casa y ahora duermen en la calle.
Los espacios en los que se desarrolla la vida constituyen las escrituras del sujeto que deben
ser leídas y re-escritas a diario. Si estos espacios se redujesen a su mínima expresión,
aparecería la radicalidad de la nada cuyas formas lingüísticas son terminantes: yo no tengo
nada, lo que equivaldría a: yo tengo la nada. Quien tiene la nada como posesión, es nada, en
su radicalidad significante. El espacio con sus cosas constituyen la arquitectura del sujeto.
Por lo mismo, el vacío de cosas equivale al vacío del ser puesto que los objetos, al tiempo
que están ahí para significar al sujeto, son igualmente significados por el sujeto que los trata
como suyos. Esta mutuidad de la posesión opera como referente básico de la existencia. El
espacio y sus cosas se relacionan entre sí para traducir al sujeto que, sin ellos, es nada.
Quedarse en la calle es la expresión con la que alguien anuncia que ha perdido todo, que, de
hoy en más, es sencillamente nadie.
Es preciso tratar la casa (el cuarto), como límite limitante. Lo que se limita es la existencia,
sus lenguajes y deseos. La existencia es aquello que acontece a cada uno en un límite de
tiempo. Igual acontece con las escrituras y los lenguajes que, si perdiesen los límites, se
volverían expresiones puras, sin sentido, tal como acontecería con un discurso psicótico
cuyos sentidos resultan inaccesibles al otro. La casa, como lenguaje, limita y provee de
afectos al sujeto puesto que todo está ahí para que el niño, por ejemplo, se sienta afectado
como para poder amar, desear, buscar. Un espacio-casa-vacío no produce nada más que
vacío. Las cosas, en las que se incluyen los otros sujetos, están llamadas a significar al niño
que debe quedar, de alguna manera, atrapado a ellas. Es este sistema el que se rompe de una
vez por siempre, con los niños que salen de la casa para habitar la calle en la que ya no
habrá nada que los atrape con sus cosas.
Es posible que la ausencia de espacio, de cosas y de privacidad se encargue de expulsar a
los niños fuera de eso que apenas es un cuarto lleno de carencias. Es importante que se
tome en cuenta que, más allá de la pobreza, a los sujetos les invade el terror a la
indiscriminación típica del hacinamiento lo que los movería a abandonar la casa-cuarto al
que algunos no regresarán nunca más o quizás tan solo esporádicamente. En estos casos, la
callejización pudo haberse convertido en una estrategia de sobrevivencia psíquica ante el
horror de precipitarse en el amasijo de los cuerpos y de lo prohibido.
También hay personas que viven en cuartos. En algunos casos, hay familias que no
tienen ni cocina, o tienen cocina y no tienen baño. Hay veces, en cambio, que no
tienen cama donde dormir. Entonces todos duermen en el piso, así no más.
Los espacios simbolizados se encargan de romper lo que se podría denominar la
individualidad solitaria que caracteriza al sujeto de los espacios abiertos e indeterminados.
La colonización simbólica del espacio logra conformar, para cada sujeto y para el mismo
grupo familiar, una especie de estabilidad puesto que tan solo lo cerrado es capaz de
albergarlo con los otros, de ofrecer a cada uno el sentido básico de acogimiento. Ese lugar
correspondería a la casa, el hogar, la vivienda que, aunque no sean términos precisamente
31 sinónimos, tienden a cumplir la función protectora y hacedora de los sujetos. En la casa no
hay lugar para el anonimato.
Por el contrario, el anonimato es parte constituyente de esa heterogeneidad que convierte a
la calle en un conjunto infinito de andares y movimientos que podrían ser tan circulares que
nunca conduzcan al sujeto a un más allá de sí mismo. Lugar en el que las miradas se
pierden en la precariedad de los objetos que se buscan, como los centavos que se obtienen o
las cosas que se reciben y que forman parte de aquello que representa lo que sobra a los
otros e inclusive de lo que debería ir al tacho de la basura. En realidad, los niños
callejizados representarían, en no pocos casos, ese basurero social, el basurero de la
conciencia social.
Porque la conciencia de pertenencia surge de la relación madre-hijo, 8 la casa se convierte
en uno de los requisitos de sobrevivencia por su valor remitente a los orígenes sociales y
psíquicos de cada hijo de mujer. La casa, desde sus orígenes míticos, surge de la mujermadre, es su prolongación simbólica, es su metaforización universalizada. Crecer y
abandonar la casa de origen para hacer la propia significa dejar a la madre para ir a otra
casa con otra mujer que, a su tiempo, se convertirá en mamá.
Se produce una relación de pertenencia a la casa que, en el caso de los niños, posee
características de necesidad imperativa. Fuera de su casa, los niños se saben desprotegidos,
incluso cuando se encuentran en casas de personas conocidas o de parientes cercanos. En
especial cuando llega la noche únicamente la casa propia es capaz de producir, no solo una
sensación de seguridad, sino la seguridad misma. En niñas y niños no podría darse esa
suerte de individualismo medio solitario que podría caracterizar a algunos adolescentes que
viven en su casa como si se tratase de una especie de cárcel para un auto encarcelamiento
que da cuenta, más que de problemas de socialización, de una actitud temerosa ante el
mundo abierto, ante lo otro que, más allá de lo que acontezca en el plano de lo consciente,
habla de inseguridad y de peligro. Para estos adolecentes, el mundo abierto, aquel que se
encuentra y que se debe construir fuera de casa, se hallaría mágicamente ubicado en el mal
o en sus orillas.
Ser adolescente implica tratar de hallar un lugar-otro cuya representación fundamental se
encontraría en la casa de los amigos y, en alguna medida, en la calle en tanto significa lo
que se encuentra fuera de la casa que es el referente original de lo propio y estable. Los
adolescentes no se callejizan, simplemente salen de casa en busca de otros espacios para
apropiarse de ellos y significarlos como los indicadores de los nuevos estilos de vida que no
pueden sostenerse ni vivirse en el ámbito doméstico caracterizado por lo estable. Para los
8
La mujer es la primera casa del ser que la habita de manera absolutamente necesaria. El alumbramiento no
consiste en la expulsión de ese espacio mágico sino tan solo de un cambio significante que permite al ser
ubicarse en el mundo, casa absolutamente necesaria y vivificante, para la construcción de la libertad y de la
autonomía.. Sin embargo, es capaz de convertirse en mortífera si ella se resiste a abrir las puertas para que el
niño salga a los espacios abiertos de la cultura.
32 adolescentes, la calle es ante todo camino. El ejemplo común está en la reunión de los
adolescentes en los centros comerciales convertidos en espacios de socialización, mas no de
aislamiento como algunos lo interpretan. Por ende, esas salidas de casa y el consiguiente
encuentro de pares deberían interpretarse como el recurso más adecuado de escapar de los
espacios de la indiscriminación de los deseos que podría darse en casa. Estos encuentros, al
tiempo que los introduce de otra manera en los campos de la socialización, coadyuvan en la
tarea de construir una sexualidad eminentemente extradoméstica.
La idea de no-lugar proviene de los otros, de los adultos que, al haber colocado series de
sistemas de significación en la casa, consideran que la calle es el no-lugar, espacio vacío,
pues aun carece de las representaciones que deberán ser elaboradas y colocadas ahí. Al
mismo tiempo, espacio lleno de todo aquello que se ha elaborado sobre ella al finalizar la
niñez. Por lo mismo, la salida a la calle constituye una verdadera aventura, no porque
represente el enfrentamiento al vacío y a una especie de hundimiento en todo lo que la
puebla y la hace, sino porque las nuevas relaciones en los lugares de encuentro permiten
que chicos y muchachas se aventuren a caminar de otra manera los terrenos de la
sexualidad y de la individuación. En estos casos, los espacios públicos deberían entenderse
desde construcciones metafóricas nuevas y de imaginarios múltiples que actúan tanto de
acogedores como de protectores. De esta manera, dan cuenta de nuevos y enriquecedores
procesos de inclusión social.
Como se ha señalado, con los niños de la pobreza la salida de la casa a la calle tiene
características totalmente diferentes. En efecto, los significantes físicos de seguridad y de
referencia ya no se hallan en lo que ellos denominan casa-cuarto sino en esta otra realidad
radicalmente diferente. Por lo mismo, en estos casos la salida de la casa-cuarto sería el
efecto de una exclusión social ya previamente estatuida por la misma familia,
probablemente, de manera más inconsciente que propositiva. Una suerte de purga
significante destinada a que los niños no se vean abocados a relaciones que rompan ciertos
preceptos como, por ejemplo, la prohibición del incesto.
Hace falta renovar de manera permanente los juegos metafóricos para mirar y percibir la
ciudad, su movilidad significante, las relaciones de los espacios con los sujetos, los
lenguajes de los objetos, los cuerpos con sus ritmos y cadencias, así como la presencia de
unas cosas y la ausencia de otras. La calle es el más público de todos los espacios sociales,
es un cuerpo incorpóreo y real al mismo tiempo. Se deja atrapar y acto seguido se escurre
como agua en el cuenco de la mano. Por lo mismo, para saber de ella el único recurso
posible es la metáfora porque ella misma es realidad mutante. Como decía Wittgenstein, los
procesos del conocer pasan necesariamente por procesos metafóricos y desde ahí será
posible distinguir las formas de vivir y de representarse la calle por parte de los niños
excluidos. La primera constatación es que la vida en la calle desmetaforiza el sistema
existencial y social de los niños que la habitan tan solo para sobrevivir en medio de cosas
que valen en sí mismas y que, finalmente, terminarán desmetaforizando a estos niños que
permanecerán atrapados en lo real.
33 Gubern (1999:156), señala que la realidad virtual acontece como “un sistema informático
que genera entornos sintéticos en tiempo real y que se erigen en una realidad ilusoria (…)
pues se trata de una realidad perceptiva sin soporte objetivo, sin res extensa, ya que existe
sólo dentro del ordenador.” Los niños de la calle, a diferencia de sus pares domésticos, han
quedado atrapados en las redes de las cosas, en su materialidad que actúa sobre ellos sin
mediación alguna, tal como se verá, por ejemplo, en los ejercicios de la sexualidad, de una
sexualidad reducida a la cosa física. Mientras para los otros niños, la realidad virtual
constituye una forma de conversión de la realidad para así relacionarse con ella y para
lograr construir otro tipo de realidades que coexisten en la llamada realidad objetiva y vivir
en ellas, los de la calle se ven forzados a convertirse en esclavos de lo concreto,
transformado en su referente primordial y casi único.
Este sistema representacional se impone de tal manera que para los habitantes de la calle ya
no es posible volver a los regímenes de las significaciones que organizan las relaciones de
los otros con las realidades de lo cotidiano. No se puede retornar porque, probablemente, la
sustitución de los sistemas se ha producido de tal manera que ya no es posible dar marcha
atrás. Esto explicaría, por ejemplo, el hecho de que hay ciertos muchachos y chicas
callejizados desde niños que se resisten a cualquier sistema de inclusión en otros estilos de
vida fuera de la calle.
Lo dice una muchacha de Esmeraldas que desde siempre ha vivido en la calle y que, de
hecho, no conoce otra forma de vivir e interpretar el mundo que no sea desde los códigos
impuestos por la calle.
A veces quiero ser otra persona, pero no puedo. Por más que intento, quiero vivir
en la calle, vacilar con mi bola 9 , vacilar es chévere. Porque si una cambia ya, tiene
que dejar todas estas notas, pero como ya estás enseñada a eso, una ya no puede
cambiar. Cuando yo era más pequeña, yo dormía con mi cartoncito y me hacía frío,
el cemento frío, todo frío, pero ahora hace calor cuando estás ahí con la gente y
cuando vacilas.
Se trata, pues, de las distintas formas de mirar la calle y de vivirla que intervienen en los
procesos de callejización típicos en nuestras ciudades. Para Mercedes Ferrer, nuestras calles
latinoamericanas poseen su propia construcción mágica y probablemente por ello se
convierten con mucha facilidad en morada de miles de niños. Son hechas para la
contradicción de conducir a unos a su casa y de retener a otros ofreciéndose como su
morada. Pero quizás su mayor contradicción consista en ofrecerse como su protectora y
representante de niñas y niños ante una sociedad crónicamente enferma de ceguera y
sordera cuando se trata de estos problemas. Hasta se podría pensar que los niños las habitan
como parte de la geografía mágica de una ciudad, de la trama y de la narrativa invisible de
la vida social. La callejización marca la distinción crítica que existe entre la realidad
9
Con mi bola: con mi chico.
34 estudiada por científicos y políticos y la realidad vivida por niños que soportan su
callejización sin cuestionamiento alguno válido, no de sí mismos, sino de los otros.
35 La carencia como identidad
Es necesario asumir que el concepto de identidad va ligado intrínsecamente al de cultura.
La identidad representa un concepto nodal puesto que el sujeto, como actor o persona, tiene
una serie de circunferencias que lo van ligando con ciertas caracterizaciones como pueden
ser los vínculos de pertenencia a los grupos sociales, a las formas de vivir la vida cotidiana
y de compartirla entre iguales. Es probable que, en el caso de niños y niñas que trabajan y
viven en la calle, tanto la calle en sí como el trabajo representen uno de los fundamentales
elementos de identidad que los conduce a crear lenguajes específicos y representaciones
similares en todo aquello que tiene que ver con sus existencias precarias, y que los
convierte en actores de su cultura que no es otra que la de la precariedad.
A veces en la casa no tienen para la comida, no les pueden mandar con fiambre, y
así los hijos están cogiendo comida del suelo, y entonces ya comen.
Siempre viven remendando los pantalones, los gorros ya son bien viejos, y las
chompas y las camisas ya rotas, hecho huecos.
Tal vez el principio sea que el proceso de callejización suponga un estado previo de
identidad con la pobreza extrema que se va perfeccionando en el día a día de la calle y en
los referentes que les provee la cotidianidad que no poseerían otro punto de referencia que
la carencia. En consecuencia, las vivencias de la carencia se encargarían de expulsarlos a
las calles con la idea de que ahí sí será posible sobrevivir. Las pobrezas múltiples en las que
habitan construyen sistemas representacionales en los que la sobrevivencia ocupa el lugar
central hasta convertirse en el polo de atracción de los procesos mediante los cuales estos
niños se representan su mundo. En estos casos, la polisemia de la pobreza se reduce al tema
de la sobrevivencia porque, cuando todo el sistema lógico se reduce a sobrevivir, el resto, si
no desaparece del todo, queda reducido a la mínima expresión. La identidad se representa
ante sí misma y ante los otros a través de un complejo sistema de vías que se hallan
atravesadas por los órdenes de la cultura y que abarcan cada uno de los espacios reales,
mágicos, virtuales y simbólicos que constituyen la vida cotidiana.
La ausencia de comida, los pantalones rotos y los alimentos tomados del suelo se
constituyen en rutas por las que transita la cultura de la pobreza que configura a estos niños.
Son rutas porque a través de ellas llega todo el resto, incluida la ignominia. ¿Por qué van a
la calle? Porque a ella han acudido los pobres desde los orígenes mismos de la ciudad.
Como la riqueza construye las vías que llevan a los sujetos a los restaurantes caros y a las
tiendas de ropa de última moda, también la carencia lleva a todo sobrante de comida, sea la
arrojada al suelo o la gourmet de los desechos.
En consecuencia, la identidad no hace referencia a un concepto monolítico que se cierre
sobre sí mismo y que en ese cerramiento produzca un sujeto definido desde algunas de las
múltiples disciplinas como la sociología, la antropología o el psicoanálisis. Por el contrario,
la identidad estaría compuesta de un conjunto móvil de realidades y acontecimientos que se
36 aglutinan para significar los espacios y los tiempos de la vida cotidiana fuera de la cual no
es posible sujeto alguno. Por eso, bastaría una proposición para señalar e identificar la ruta
lingüística que se recorre, tal como se puede apreciar en el siguiente lacónico testimonio
capaz, sin embargo, de sintetizar casi todas las realidades que viven estas familias:
Nosotros acá en la calle no más vivimos, mi hermano y yo, ya ni me acuerdo
cuando mismo fue que vinimos porque nos mandó botando el marido de nuestra
mamá, y entonces, así no más pasamos vendiendo cualquier cosita o nada.
¿Qué edad tienen estos dos hermanos? Quizá no importe saber que el informante apenas si
llega a los diez, mientras el hermano menor está en los ocho. La identidad con la pobreza
no viene dada por sus edades sino por aquello que les antecede y que tiene el nombre de
privación total. El tiempo de la pobreza no es el del calendario ni del reloj, sino el tiempo
del hambre, del frío, de la soledad.
Entonces, ya no se trata únicamente de la privación de cosas sino de la soledad en la que
habitan estos niños que sobreviven acompañándose con su soledad y con la de los otros.
Sin duda, hay una soledad básica que nace con cada sujeto y que jugará un papel
importante en los procesos de la construcción de las identidades y también en las formas de
vivir la angustia. Una soledad encargada de humanizar el nacimiento y la vida puesto que
es llamamiento a los otros que acuden a su lado para sostener esa mínima existencia de un
recién nacido. De hecho, esa soledad no huye de la existencia, pero dejará de ser lo primero
que se vea en el rostro y en los lenguajes del pequeño.
Pero la privación absorbe de tal manera las metáforas que hacen la vida de un niño, que él
mismo queda reducido a la carencia. Importa recordar que el sujeto es un conjunto
inacabado de decires que se producen en el campo del deseo. Pero cuando el deseo se
reduce a sobrevivir desde ese instante mágico y real del nacimiento, entonces la pobreza se
ha instalado como si se tratase de una condición de existencia hasta convertirse en la
memoria original de estos niños. Esta es la memoria que luego se transforma en su
identidad, como dice Ricoeur (2003:116): “La memoria es incorporada a la constitución de
la identidad a través de la función narrativa”.
Yo me acuerdo de antes, de antes de lo que yo salí a la calle, cuando mi papá me
pegaba, todo el día me pegaba. Era un cuartito donde vivíamos. El me pegaba y
entonces un día él me botó a la calle y me dijo lárgate a la calle, eso era cuando
tenía cinco años. Ahí entonces yo vendía caramelos en los buses porque mi familia
era pobre, no tenía ni para darnos de comer. Y yo solo a veces no más he regresado
a la casa aunque él siempre me manda botando. Entonces, en lugar de estar en la
escuela estudiando, estamos en la calle vendiendo, o en la disco, en los bares, y a
veces viendo la mala cara de los ladrones que a veces nos quieren asaltar.
No hay, pues, otra memoria que esta que se apropia de una narración que será repetida una
y otra vez como estrategia indispensable, como punto primario de referencia para que la
identidad no se haga humo y desaparezca para siempre.
37 Esta historia narrativa es la que hace distintos a cada uno de los sujetos, incluso cuando,
aparentemente, sus historias poseen similitudes, como acontece con dos hermanos que han
pasado por las mismas experiencias pero que cada uno tuvo que incorporarlas desde sus
propias percepciones y lenguajes a través de los que se clasifican y organizan estas
experiencias.
Lo que se repite en la pobreza es la ausencia del otro de las significaciones originales (papá,
mamá, la familia), la carencia de bienes. En ese momento, es la precariedad la que muta en
una suerte de anonimato que sirve para que cada uno de estos niños transite en la vida de la
calle sin historia y sin preocupar al otro. En esa repetición, se clausuran las puertas al otro
porque tan solo así les es posible vivir sin historia. Se trata, pues, de la identidad de la
precariedad que se repite, generación tras generación, y en la que se hallan ubicados todos y
cada uno de los niños de la calle.
Yo ya no tengo papá porque mi papá es muerto. Pero mi papá trabajaba vendiendo
el periódico con mi mamá. Toda la vida nos ha dado el beneficio, pero como ya está
muerto, ya no puede más, entonces seguimos trabajando aquí en la calle, y mi
mamá a veces no más nos lleva, si no acá quedamos los dositos 10 .
¿De qué beneficio se habla? Seguramente el de la identidad en la pobreza, en la carencia y
en los esfuerzos de sobrevivir dando la cara a la intemperie social. Al mismo tiempo, se
marca la ausencia del padre de las identidades, algo que se repite una y mil veces porque el
papá frecuentemente es solo nombre o recuerdo, casi siempre ausencia que permanece
como vacío en el momento de los relatos de una identidad hecha memoria.
Mi papi vive con alguien, el no vive con nosotros, él estará ahorita en otra cosa, en
alguna casa, mientras nosotros vivimos en la calle aunque sí hay un cuartito.
A veces, algunos tienen papá, pero los más viven con la mamá, pero la mamá
también les manda a pedir caridad, o les manda a robar o les manda sacando de la
casa para que se vayan.
Se trata de relatos de hechos comunes, casi necesarios puesto que, desde la mirada de los
abandonos ancestrales, esto es lo esperado, lo que debe suceder y de lo que nadie debería
lamentarse. Por lo mismo, se trataría de ausencias preestablecidas desde antes de los
nacimientos, como si cada uno no fuese sino un hijo más del viento que fecunda mujeres
para que nazcan hijos del abandono. La identidad es, pues, la memoria del abandono y
también de la soledad, la memoria de lo que nadie tuvo y de aquello que nadie tendrá. Se
trata, pues, de una pérdida ancestral, histórica y heredada que se hace presente para
justificar cada nacimiento de estos niños. De ahí se desprende que se debe perder aquello
que se posee o se cree poseer porque así se responde a la historia de la pobreza original
10
Dositos: únicamente los dos.
38 devenida condición de existencia. Por ende, se trata de una carencia constitutiva de estos
sujetos.
En estas circunstancias, nada puede parecer claro ni sostenerse con seguridad. El orden de
los desórdenes generacionales representa un relato en el que el abandono aparece
constituyendo la razón misma de la existencia. La identidad es el abandono original,
primario, aquel que, una vez producido, carecería de remedio. El relato se refiere
precisamente a un imposible, a un futurible que jamás podrá convertirse en realidad puesto
que hace referencia a un abandono total.
Pueda ser que a lo mejor el rato que el papá por ahí aparezca y le encuentre,
entonces le va llevando para que viva con él. O si no la mamá, si se entera que la
mamá está viva, entonces, el abuelito o la abuelita le van llevando, o los tíos, y le
entregan a la mamá, o pueda ser que nada.
La pobreza es, pues, identidad con una historia que exige ser repetida, como lo que aparece
en el testimonio que da cuenta de una confusión de pertenencias como parte constitutiva de
las existencias precarias. Es, como anota el informante, la nada que acontece cuando fallan
todas las oportunidades de salvación.
Parecería que a estos niños nadie les dijo, de una vez por todas, la enunciación más
importante y definitoria de la existencia: eres mi hijo, esta enunciación performativa
encargada de construir la existencia del recién nacido para sí mismo y para los otros. Una
enunciación que se convierte en una suerte de prueba irrefutable de la existencia, esa
prueba que la niña del testimonio espera y espera en esa cadena de posibles enunciadores.
Es probable que el proceso de callejización se dé a causa de la ausencia o de la
inconsistencia del enunciado primero: eres mi hijo dicho por una mujer y por un hombre.
Tal vez ni siquiera fue dicho en algún momento de la existencia. En efecto, una vez que
alguien dice al que acaba de nacer “eres mi hijo”, la relación sería irreversible y hasta
inenarrable puesto que llega a constituir el cimiento mismo de la existencia. 11 Sin embargo,
es de sospechar que este decir no es tan sólido como pareciera. En ese decir habría
debilidades e inseguridades básicas que intervendrían en todos los abandonos. 12
11
El tema del valor performativo de eres mi hijo como la enunciación primera que una mujer dice a aquello
que empieza a vivir en su cuerpo es extensamente trabajado en El suicidio del Principito: historia de un
abandono (Tenorio, R., 2007), al cual remito al lector que desee profundizar en este tema. De hecho, este
inicial reconocimiento se constituye en la piedra angular de la existencia. El fracaso de esta enunciación
conduce a la muerte del hijo, ya sea en el aborto, el abandono físico del infante o la donación para reales o
imaginarias adopciones.
12
En la literatura universal, Genet sería un ejemplo paradigmático de los efectos en la subjetividad de la
ausencia de esta enunciación primaria y performativa. Expósito en un hospital, caminará la ruta de la
sublimación de lo perverso e ignominioso. “Mi coraje consiste en destruir todas las razones habituales para
39 El concepto de identidad es absolutamente inconsistente cuando no se ha construido desde
esta posición metafórica e interpretativa. Eso determina que la identidad no sea más que el
conjunto de narraciones que cada sujeto elabora, cuenta y reelabora a lo largo de la vida,
más ese algo de continuidad que aparece como una especie de relato recurrente que se
repite. Por eso la identidad, antes que nada, es similitud y diferencia, al mismo tiempo.
Porque lo que provoca los lenguajes coincide con lo que se vive en la vida cotidiana, como
aparece en el lacónico testimonio de un pequeño en el que la identidad aparece en la
mutuidad de la relación del hijo con su papá:
Igualmente, los papás también salen a pedir caridad como nosotros.
Se trata de hijas e hijos abandonados desde antes de su nacimiento, un abandono
probablemente ya presente en la historia de su mamá o papá que se repite justo para
significarse. Es como si la callejización del hijo se convirtiese en necesidad ineludible para
que su historia, la de ellos, logre significarse, es decir, para que obtenga un mínimo de
sentido. Sin embargo, también es probable que la historia de abandono de la hija y su vida
de la calle termine sin historizar la vida de su mamá porque la precariedad de la existencia
es tan grande que no servirá quizás ni para significar a la hija. Por lo demás, es preciso
reconocer que las situaciones de callejización conducen a procesos identitarios múltiples
que se revelan en los lenguajes hablados, callados, grabados, en los cuerpos
desorganizados, en los silencios y en los sufrimientos que se repiten.
Lo interminable de estas historias no poseería mejor escenificación que en la calle pues solo
ahí los sujetos buscan un algo de libertad y ese mucho de una esclavitud cuya historia
carece de comienzo. Por lo mismo, la calle nunca podría ser entendida como espacio neutro
de convivencia sino como lugar en el que se producen y reproducen las representaciones y
los códigos que hacen a los países del llamado tercer mundo, que no es otro que aquel en el
que la callejización se encuentra autorizada e incluso legitimada. 13
vivir, y en descubrirme otras”, ello lo condujo a la cárcel y al horror social, con la única religión posible, la
del mal deseado, actuado como si se tratase de actos religiosos.
13
Cuando se habla de trabajo infantil, de modo alguno se puede hacer referencia a las actividades domésticas
que realizan como parte de la dinamia familiar. Estas actividades no pertenecen a los órdenes sociales del
trabajo porque no se busca beneficio económico alguno. Por lo mismo, sería teóricamente improcedente
comparar las actividades domésticas con las que realizan los niños en la calle o en otros lugares. Las
actividades domésticas se sostienen en otros registros de orden cultural y muchos de ellos pertenecen al
habitus, tal como lo entiende Bourdieu. Velasco, por ejemplo, si bien califica de positivas esas actividades
domésticas, sin embargo, no deja de ubicarlas en el orden del trabajo, lo que contradice el sentido mismo de la
actividad laboral: “siempre y cuando sea comprendido como el conjunto de actividades regulares o
esporádicas realizadas bajo la supervisión de padres que contribuyen al buen funcionamiento del núcleo
familiar y estén direccionados a buscar efectos sobre el aprendizaje o formación de los niños-as” (Velasco,
Margarita: Trabajo infantil y derechos de la niñez y la adolescencia, en: Derechos y Garantías de la Niñez y
adolescencia, 2010, pág. 257).
40 Yo no vivo con mi papá, él vive en otra casa, yo vivo en donde está mi tía. Mi
hermano Alex vive con su papá, no ves que mi mamá se murió de sida, y se murió
de sida porque una señora le hizo brujería, y ella se murió hace bastantes años. Y el
vive con otra mujer.
Porque nuestros papás nos maltratan, nos obligan a que trabajemos, nos hacen
daño. O si no trabajamos, ellos van abandonando a los hijos a los cuatro o cinco
años. O ellos también se van a España.
Y algunos también mueren. O también los han dejado abandonados en la calle.
Pero eso es como si se hubieran muerto, ¿no te parece?
Son social y subjetivamente complejas las supuestas razones que explican la presencia
cotidiana en la calle de estos verdaderos ejércitos de niñas y niños que no se han propuesto
otra cosa más allá de una sobrevivencia elemental personal y, con frecuencia, familiar. Con
el sacrificio de su existencia, fantasías e ilusiones en el ara de la privación, pretenden
salvarse y salvar a esos otros que, en buena medida, dependen de ese exiguo puñado de
dólares obtenidos con la humildad y persistencia de su trabajo hecho y sostenido por el
abandono y por un mandato ineludible.
Porque si no hubiese abandonos e indefensiones, ellos estarían en la escuela tratando de
abrir nuevos horizontes para el futuro y horadando así la ley de la repetición que se les ha
impuesto generación tras generación. ¿De qué otra cosa hablan estos últimos testimonios
sino de las múltiples formas de abandono de que han sido víctimas? Aun desconocen que
no es precisamente el papá quien los abandonó antes del nacimiento, o la mamá que los
expulsa de la casa-cuarto a latigazo puro porque ahí ya no hay cabida para otro más.
Todavía no saben que existen procesos sociales que inciden de manera directa en su
callejización. Sin embargo, no dudan en ir a esos relatos en los que su vida se repite una y
otra vez desde las conflictivas realidades de adultos que, de forma inconsciente, se ven en
la necesidad de que su historia personal se repita, generación tras generación. En estos
casos, la historia es apenas repetición lineal de lo acontecido porque los sujetos carecen de
cualquier alternativa que les permita un mínimo de análisis que, por lo menos, plantee la
posibilidad de un corte. Lo ancestral de los desposeídos es la historia narrativa que se
resiste por sí misma a cualquier ruptura porque, de lo contrario, ya no tendrían ni historia ni
sentido.
Antes de que me bote a la calle, vendía caramelos, y toda esa plata que ganaba
tenía que llevarla a mi familia, y como mi padrastro era otro fumón, esa plata era
también para ese hijo de puta, para que se fume, venía borracho, y cuando no le
dábamos para su vicio, para su trago, nos maltrataba y quería que nosotros le
demos plata para sus vicios. Y vos sabes, uno ve las cosas malas de la calle y uno,
poco a poco, va metiéndose en la calle como si fuese para siempre.
Cuando el abandono y la soledad se convierten en significantes de identidad, los niños
pueden callejizarse como el final de un proceso cuya lógica no exige ni comienzo ni fin
41 puesto que el abandono social y familiar se sostiene en la lógica de la repetición. La
realidad del abandono contradice, por ejemplo, las lógicas de los discursos políticos de
marras en los que las soluciones a los conflictos sociales surgen como por arte de magia
que se contrapone a la crudeza de una realidad en la que ya no hay cabida para
malabarismo alguno. Lo real de la calle en su crudeza sustituye las posibilidades de
imaginar los espacios de una casa.
A mí me gusta no más vivir lo mío, sí me entiendes, lo diario, conseguir para lo mío,
mi comida, mi vicio, y nada más, y que nadie me falte 14 porque uno responde a
cualquier man. Porque si te quedas en casa, los manes te dan con cable, con tanta
vaina, hasta con escobazos. Piensan que una es de piedra, que no duele. Una vez
tuve una experiencia, mi mamá me cogió, me amarró de pies a cabeza, me cogió,
me botó y me hizo quemar los pies, me ponía la braza, me entiendes, qué marica.
Así son. Entonces qué más toca hacer que ir a la calle para no volver. Y si no era el
escobazo, era un cabo que tenía templado. O cuando estabas descuidada, ¡pag! un
cucharazo en la cabeza. Por eso mejor a la calle me fui para siempre cuando tenía
diez años.
Ya desde 1987, se empezó a hablar en el país de la deuda social para relacionar de manera
directa la pobreza de la calle con los procesos políticos y sociales 15 . Tal vez, la idea de
deuda sea menos comprometedora que la de corresponsabilidad social porque el concepto
de deuda no rescata los posicionamientos, muchos de ellos claramente propositivos, de los
poderes sociales, políticos, religiosos y también culturales que no se enfrentaron a la
pobreza sino que, por el contrario, la incrementaron de manera propositiva. Por ejemplo, el
ancestral discurso cristiano que, valorando la pobreza hasta convertirla en una virtud digna
de toda admiración, hizo que los ricos hasta llegasen a incrementarla. La pobreza aparece
entonces como una buena alternativa, quizás la mejor de todas, para arribar al reino de las
14
Me falte: me agreda, me irrespete.
15
Al respecto, es importante el trabajo de Lucía Ruiz y Nancy Sánchez, que, respecto al tema de la deuda
social, realizan las siguientes anotaciones dentro de un proceso temporal en el que evolucionan las
consideraciones. “Entre ellos se encuentran las propuestas generadas por organismos de las Naciones Unidas:
a) la "deuda social" del PREALC-1987, orientada a asegurar una distribución equitativa del costo del ajuste,
evitando que se deteriore la situación de los más pobres; b) el "ajuste con rostro humano" de UNICEF-1987,
que apunta a combinar el ajuste con la protección de los grupos vulnerables y la restauración del crecimiento
económico; c) "transformación productiva con equidad" de CEPAL-1992 que busca minimizar condiciones
de vida inaceptables para la sociedad, desarrollar talentos potenciales, eliminar privilegios, evitar la
concentración de los frutos del progreso, considerar crecimiento y equidad simultáneamente, los ejes de la
propuesta son el progreso técnico, el empleo productivo, la inversión en recursos humanos, una reforma fiscal
progresiva, mayor participación y democratización; d) el "desarrollo humano" del PNUD-1991-1992,
tendiente a garantizar una vida prolongada, el acceso a la educación y el disfrute de una vida decente.
(ILDIS:1993, Informe Social No 1, p. 28-32)”. La literatura ecuatoriana sobre pobreza urbana, una breve
introducción: Pobreza urbana en Ecuador. Bibliografía nacional, Quito, 1994.
42 completudes absolutas más allá de la muerte. Esta clase de discursos sostuvieron y
acrecentaron los valores de la pobreza y hasta de la indigencia pasando por alto que se
estaba valorando uno de los mayores atentados en contra de la dignidad humana.
“El gobierno ecuatoriano ratificó durante el período enero-agosto 2009 el compromiso de
transferir oportunamente los recursos financieros para cumplir con las metas establecidas,
tanto en el Plan Nacional de Desarrollo como en la Agenda Social”. 16 La inversión social
da cuenta de lo que realiza el Estado con el fin de mejorar los niveles de vida y reducir los
niveles de pobreza. Unicef concluye que en el período enero-agosto 2009, creció la
ejecución de recursos del sector social frente a similar período de 2008. Sin embargo, el
crecimiento en otros sectores, como el productivo, ha sido mayor.
16
Unicef, Cómo va la inversión social, No. 27, noviembre 2009, Quito.
43 Guerreros de la calle
“La metáfora no está meramente en las palabras que usamos, está en nuestros mismos
conceptos”, dice Wittgenstein (1995:42). Sin metáforas resulta imposible la existencia que,
de lo contrario, caería en el abismo de lo real y, de tal manera se despojaría de sentido, que
se reduciría a cosa. Por lo mismo, no existe otra manera de aprehender el mundo que no sea
desde las metáforas que se encargan de producir sentidos en cada acto de metaforización.
Es precisamente esto lo que se pretende decir cuando se afirma que la realidad está dentro
del lenguaje. Si Jesús Martin-Barbero (2004), afirma que es indispensable pensar los
conflictos sociales desde su experimentación por las colectividades, esta experimentación
no podría ser otra que la de los lenguajes. Sin embargo, cuando en la trama social se ven a
los desposeídos convertir la calle, lugar público por excelencia, en lugar privado, ya no es
posible dejar de pensar en lo perverso que acompaña sin cesar los procesos y los discursos
sociales.
Para decidirse por la calle, quizás más inconsciente que conscientemente, hace falta
adquirir otro estatus subjetivo que permita simbolizar lo poco que aún se resiste a ello. A
esto se refiere una muchacha de 12 años de las calles de Esmeraldas que, parecería, posee
ya vividos cientos de años en un mundo que ha debido conquistar con todas las armas que
dan la necesidad extrema, la soledad y también un mínimo de solidaridad sin la cual la
sobrevivencia sería absolutamente imposible. Una nueva mentalidad de guerreros mágicos
y reales a la vez debe cumplir su cometido de conquistar y proteger pequeños espacios y
posesiones.
Al final, una anda seco, las calles están ahí y una las recorre seco porque no hay
nada, entonces vienen los panas con un grifo, un trago, ellos que dicen: saben
muchachos, vacilemos. Ya, pues, como una tiene mente de guerrero, entonces se
vacila. Somos guerreros ya, es lo que tienes que entender. Somos guerreros de la
calle, entonces que todo venga para acá. A mí y a nosotros muchas cosas nos han
pasado, uuuu.
En esto consistiría quizás el mayor de los males de la callejización puesto que los niños se
ven forzados a renunciar, de una vez por todas, a las metaforizaciones que se producen en
la casa y la familia, para vivir la calle como cosa real en la que los antiguos lenguajes
terminan siendo sustituidos por actos y por objetos. Frente a la pobreza ya crónica, estos
chicos construyen una nueva territorialidad real, la del hambre y la necesidad, una
territorialidad que carece de límites y que se escapa a las simbolizaciones básicas que se
establecen en las relaciones del niño con los objetos domésticos, relaciones eminentemente
limitadas y limitantes. Se trata de territorios itinerantes que, por serlo, se escapan de las
redes de los lenguajes y de las relaciones simbólicas e imaginarias que caracterizan las
casas, los departamentos y cualquier tipo de vivienda. Allí surgen lenguajes con los que se
interpreta de otra manera lo cotidiano del hambre y la violencia, del vacío y la necesidad.
Las cosas acontecen sin historia pues deben permanecer únicamente como acontecimientos
no concatenados los unos con los otros.
44 Una vez también yo metí mano 17 con ese man del Conejo, nos estábamos burlando
de Jesucristo con mi amigo Hugo. Ahí fuimos para afuera para hacernos una
vuelta. Cuando vamos saliendo, pasa una moto toda embalada, cuando casi nos
saca la madre. Es el man del amigo Jesucristo, tiene una zapatillas igualitas. Ya,
pues, vamos saliendo cuando un fumadote en una moto, le brilló no más, y nos
apuntó en la cabeza. El man iba muy rápido en algún gane 18 o algo, pero fue la
mamá de los manes, más atrás llevaba una de tucos. Cuando vemos dos guardias
que sacan una 38, cuando bum, bum, bum: murió Watson.
Algunos podrían ver una relación sadomasoquista entre la calle y sus habitantes niños a
causa de la reiterativa entrada y salida y, más aún, en esa permanencia estable que no se
distingue entre sí misma y la violencia, entre la vida y muerte, entre la pistola y el amigo
apodado Jesucristo al que la policía mata de un balazo. Pensar así implicaría abandonar la
idea de la callejización y de sus sentidos para construir otras relaciones en las que podría
primar un juego especial de deseos que incluiría la idea del daño hecho y el por hacer al
otro. No se puede olvidar que el niño callejizado es un sujeto abandonado y erradicado de
los organizadores sociales y familiares.
Este niño que habita la calle no lo hace para vengarse de algún dolor real o imaginario
padecido en casa. Tampoco, desde su inconsciente, buscaría convertirse en víctima
dolorosa en pos de compasiones desaparecidas o perdones menospreciados. Es posible que
procesos como estos aparezcan en adolescentes que se callejizan como una suerte de
venganza que, como cualquier otra, incluye la agresión al otro y la autoagresión. Esto no
acontece en los niños y niñas habitados por las calles como si fuesen parásitos de los que no
podrán liberarse ni mediante acciones drásticas y ni desaparecerán con la edad.
Cuando se habla de hijos deseados, se pretende señalar que el niño que va a venir llega a
formar parte de un sistema lingüístico construido, en primera instancia, por su mamá y en el
que las ternuras constituyen su punto de apoyo. Entonces esa niña o niño es dicho “rey,
reina, dios, ángel, tesoro”. De esta manera, el niño terminará convertido en un objeto de
interpretación porque se identificará con estas metáforas, pues ciertamente es dios, ángel,
reina. Este proceso determina que un niño no es otra cosa que un conjunto inacabado de
decires que se producen y reproducen en el campo del deseo de los otros, particularmente,
de la mamá que es la primera en decirle algo que valdrá para que nazca al mundo del deseo:
eres mi hijo.
En principio, se debería sostener que todos y cada uno de los niños y niñas de la calle no
han pasado por ese sistema de nominaciones imaginarias de tal forma que hayan
producidos sentidos estables, duraderos. También es cierto que la pobreza material suele ir
17
Meter mano: robar.
18
Gane: robo al paso desde una moto.
45 acompañada de pobrezas lingüísticas y metafóricas. Pero ello, de modo alguno, anula la
capacidad de una mujer de metaforizar su deseo de hijo, su embarazo y el parto. Sin
embargo, la expulsión de la casa a la calle podría interpretarse como la consecuencia de
elementales relaciones simbólicas entre la madre y su hijo desde el inicio de su presencia en
el mundo. ¿No se relacionará la expulsión a la calle con un acto eminentemente abortivo?
A mí no me saben comprar, dicen: no, no, no, quítate de aquí, ya compré a otros,
quítate de aquí porque eres puerco. No saben dejarme entrar a vender, me saben
sacar, a veces saben empujarme para que salga. A mí mi papá y mi mamá me fueron
abandonando. Por eso yo quiero encontrar a mi mamá. Pero yo no la quiero porque
mi mamá me fue abandonando, me fue dejando de tres meses, mi papá me crió, pero
después él también me abandonó porque se fue con una señora.
A diferencia de lo que acontece en el ejercicio clínico en el que no es raro ver sujetos
atrapados en una angustia de abandono que les conduce a una búsqueda perenne de
seguridad y que no correspondería necesariamente a abandonos reales sufridos en la niñez,
en estos niños de la calle, el abandono es real y es manejado casi como si se tratase de la
condición misma de su existencia. Sin embargo, en esa enunciación: pero yo no la quiero
porque me abandonó, ya se señala que hay una herida que hablará a lo largo de la vida
puesto que el abandono real se ha convertido en frustración perenne. En estos casos, la calle
devendrá la réplica de una madre que recoge, como la original, pero para el abandono.
A mí me gusta trabajar porque mi mamá dice: vístete para irnos a trabajar, así me
dice mi mamá. Mis dos hermanas también van a vender caramelos conmigo, y
también mi hermana chiquita que es bebé, así juntos estamos en la calle y así mismo
regresamos.
Para la sociedad, el niño de la calle carece de nombre y de apellido. Tampoco posee un
referente simbólico, como un uniforme, que lo ligue a un centro educativo determinado. En
consecuencia, la identidad es la carencia y, para la sociedad, un anonimato, probablemente
el peor de todos puesto que, como se verá más adelante, sobre él caerán series de
calificaciones que involucran incluso a aquello que obtienen con su trabajo, puesto que no
les pertenece. En definitiva, todo les es ajeno incluida una filiación que casi no se sostiene.
Mi papi se fue con otra mujer, ya ni más volvió. Y ya no hay chance que yo lo vea
porque él me dejó a los tres años. Y no le tengo rencor, ni siquiera le tomo en
cuenta. Pero a veces, cuando le tomo en cuenta, me dan ganas de llorar porque
igual es mi padre.
Para analizar el valor y los sentidos de las pérdidas y los dolores, Ricoeur da importancia al
hecho de la memoria puesto que, como el niño del testimonio, la víctima recuerda lo que le
aconteció de verdad. No se trata de una ficción, ni de un pedazo de una novela familiar
imaginada (Freud: 1905). Aquí se trata de un hecho que, si bien aconteció hace cinco años
(el informante tiene ahora ocho) se rehace en el relato como si terminase de acontecer ahora
mismo: me dan ganas de llorar. A él realmente le aconteció que su papá se fue y lo dejó
46 para siempre, él lo recuerda como historia y no como mito, como acontecimiento y como
narración que ya no podrá pasar a la colección de las represiones inconscientes. De hecho,
cada sujeto elabora un mito familiar de sus orígenes que se remonta a los tiempos
infechables, con héroes y hazañas. Un conjunto que da coherencia mágica al presente que
ya no se sostiene en la memoria real de los acontecimientos sino en lo infechable e
incomprobable.
En cambio, parecería que para estos niños no hay cabida a la creación de estas realidades
mágicas porque la experiencia de lo real se impone por sí sola, cerrando el paso a cualquier
mitología personal. Como dice Ricoeur, en cada acto de recordación aparece el
acontecimiento como si ahora aconteciese de nuevo. Si se hubiesen reprimido las injurias
originales, a lo mejor habría salvación, pero el recuerdo del abandono arrastra a estos niños
a la historia de lo sucedido para significar, una y otra vez, el presente, para que, en
definitiva, no exista pasado.
Para esta niña de Santo Domingo, lo que le resta es el conjunto de sus memorias que
organizan y desorganizan su cotidianidad en la que ni siquiera se pretende significar nada,
sino tan solo revivirlo:
Bueno nosotros, la mayoría de nosotros, vivimos en la calle y casi pasamos por ahí
rodando, caminando, haciendo algo por la vida porque a veces somos pobres, no
tenemos nuestros padres ni nuestras madres. Y tenemos que sacar el pan de cada
día, ¿sí me entiendes?, caminar para ver qué hay en la calle. Muchas veces toca
robar, meter la mano a cualquier persona, porque el hambre es hambre, y siempre
una está hecha por el hambre. ¿Si me entiendes? Y ahí hay muchas cosas en la
calle. Cada día hay un problema, ¿si me entiendes? y al otro día hay otro pito.
Muchas cosas nos pasan, es difícil contarlo, pero las cosas son la verdad, la
realidad es lo que se vive.
Lo que impacta es el conjunto de realidades convertidas en repetición constante de tal
manera que la niña carezca de la posibilidad de una ruptura que dé paso a algo nuevo. La
niña vive anclada de tal manera en la memoria de la repetición que seriamente duda de que
los otros logren entender este proceso existencial. Ni siquiera se trataría de experiencias
traumáticas puesto que el trauma se sostiene en el temor a la repetición, al estado de
perenne alerta de que lo sucedido y no simbolizado vuelva a parecer el rato menos pensado
y tome al sujeto desprevenido. En estas historias, lo que se repite da sentido a la existencia.
Cada sujeto es un ser narrativo, alguien que se interpreta a sí mismo y que, en ese acto,
interpreta su mundo constituido por aquello que vive en ese espacio considerado como
propio y ajeno, como lo que posee en el sentido de pertenencia y estabilidad, al tiempo que
se pierde y se comparte. Sujeto de la realidad cotidiana y sujeto histórico que es capaz de
interpretar para construir sentidos pues en cada acto narrativo la vida se significa y el sujeto
busca que desaparezcan los vacíos de sentido, esos orificios que se hallan presentes en toda
historia. En otras palabras, ante la pregunta de quién soy, el sujeto crea historias en las que
47 lo concreto-real deja de ser tal para devenir parte de una narrativa única: la del abandono y
la miseria.
No se trata tan solo de contar la historia personal y los hechos vividos, sino de realizar un
giro hermenéutico, es decir, situarse en el mundo de las interpretaciones para que cada
recuerdo se instale de otro modo en la memoria de tal manera que se logre armar, poco a
poco, la historia personal. Se busca, pues, que esta narración obtenga sentido como parte de
una gran narración que constituye la vida personal ligada a la historia de los otros. Pero
ninguna historia personal es tal si no se halla ligada a historias de otros que sirven de
referentes reales y míticos. De esta manera, la narrativa personal no permanece atrapada en
sí misma, como si fuese absolutamente única. Esta relación de narrativas se convierte en el
cimiento de la identidad personal. Lo que somos no es otra cosa que el modo como nos
comprendemos y nos recordamos, la manera como construimos textos sobre nosotros
mismos. Nuestra identidad no es sino una identidad narrativa.
En lo que respecta a quienes han hecho de la calle el lugar de su vida, sus textos de
identidad son autorreferenciales puesto que el otro de la interpretación igualmente vive una
cotidianidad que se ha desprendido de su capacidad de significarlos. Es decir, la rudeza de
los hechos reales es tal que se transforma en un referente único de interpretación.
Probablemente por ello, la niña del testimonio duda de que el otro, que no pertenece a su
mundo, logre entender los sentidos de su cotidianidad, es decir, su narrativa.
En la calle, la capacidad de anticipación se reduciría a su mínima expresión, puesto que sus
habitantes no contarían con el tiempo de la pausa para re-visar su pasado-presente y prever
lo que estaría por llegar. En este sentido, el futuro se convierte en pura repetición que
suprime la posibilidad de análisis, como cuando la mamá acepta que su hija aún niña se
convierta en mujer de cualquiera que se comprometa a pagar algo para la comida de la casa
porque en el sistema de los actos, lo que cuenta es el acto y no sus sentidos.
La señora es también botada ahí, la señora entonces me dice: oiga, usted es novio
de mi hija, entonces yo le dije: yo soy el novio de su hija, entonces ella dice ya,
pues, que la plata sea para la comida, ya, pues, tres dólares le dejé botando, y la
señora acepta no más la mariconada porque no importa nada más, porque ella ya
tiene once años y se va no más conmigo porque yo le doy a la man para la comida
pero también para el trago de ella porque también era fumona.
Una vez que el trabajo es vía y meta de sobrevivencia, automáticamente pasa a convertirse
en indicador de identidad. Como cuando se dice de Juan que es médico, de suyo nadie
requiere de mayores explicaciones, salvo si desease saber su especialidad. Algo similar
acontece cuando de un niño se dice que es de la calle. Con esta enunciación, un conjunto
representacional se vuelca sobre él de tal forma que sobra cualquier explicación pues todo
queda dicho.
No se trata, como creen algunos autores, de que los niños de la calle se han convertido en
mito. Para Albano y Misle (2006) los medios de comunicación se han encargado de crear el
48 mito de los niños de la calle al equiparar su nominación a ciertas conductas que les serían
propias, si no exclusivas, como la suciedad, el uso de drogas, el vagabundeo. Por supuesto,
que estas son realidades de la vida cotidiana de estos niños que han creado su propia cultura
hecha también con estas características que, de una u otra manera, les pertenecen y hasta
los definen. Las sumas inacabadas de carencias y privaciones de todo orden hacen a estos
niños de los que nadie podrá decir que otra cosa sino que son abandonados. El abandono
los condujo a crear su identidad con estas realidades duras y excéntricas a la vida social.
Sin embargo, es importante rescatar la idea de la mitificación cuando se desubjetiviza a
esos niños y niñas para mirarlos tan solo como vagabundos, ladrones o usadores de drogas
de tal manera que se eliminen las subjetividades y sus relaciones con el mundo de los otros.
Cuando los niños la habitan, la calle deja de ser lugar comunitario y relativamente neutro.
Eso quiere decir que, aunque desde las apariencias aparezca voluntaria la opción de la calle,
en verdad jamás un niño elije vivir en ella de manera voluntaria y libre sino que
siempre lo hará bajo series de presiones de los otros a los que no ofrecen resistencia alguna.
Ahora mi papá no me va a dejar entrar en la casa porque no tengo plata para
darle, o me va a pegar y me va a sacar de la casa para que duerma fuera. Así es
siempre, por eso yo tengo que quedarme antes que me pegue, aquí nadie me va
pegar porque no tengo plata. Esto es así con nosotros, con mis amigos también
porque hay muchos papás y mamás que botan a sus hijos de la casa para que
trabajen o si no les pegan, con alambre les saben pegar o con la correa, con lo que
sea les saben pegar para que trabajen o para que se larguen de la casa.
En consecuencia, no es posible neutralidad alguna cuando cada acto de estos niños, dentro
y fuera de la calle, se halla sobredeterminado, exactamente como si se tratase de un
síntoma. De hecho, la callejización constituye uno de los múltiples síntomas de una
sociedad sorda a las demandas de un sector importante de la población que se debate entre
la carencia y la miseria, entre los límites de la sobrevivencia y la destrucción. Un síntoma
más de una sociedad eminentemente excluyente, enferma de ceguera y quemeimportismo y
que, cínica como siempre, detesta y persigue lo que ella misma provoca.
En cierto sentido, la calle constituiría un lugar neutro de convivencia social en la medida en
que las relaciones son fugaces, las palabras van y vienen, caminan, están de paso, se van, se
pierden, quizás hasta se esconden un momento para luego aparecer entre la gente, con la
gente. Lo callejero es lo inestable y fugaz. Quizás mucho más en la noche que de día, se
hacen más evidentes la inestabilidad y la fugacidad de la calle. Lo doméstico representa el
lado opuesto de esta fugacidad e inestabilidad. De ahí que los habitantes de la calle se
pertenezcan al mundo de la fugacidad y la inestabilidad. En tanto espacio absolutamente
abierto, representa lo indeterminado y lo difícilmente simbolizable.
En consecuencia, no es el trabajo lo que determina que estos niños pierdan su niñez de
manera inmediata, sino la calle, y más todavía, la calle nocturna que, de suyo, pertenece a
adultos y jóvenes que han hecho de la noche una propiedad privada para el divertimento.
49 Actor social de la injusticia
Es necesario asumir a los niños de la calle como actores sociales que crean sentidos y
representaciones y no tan solo como sujetos aherrojados por la sociedad a un espacio que
no les pertenece. En otras palabras, sus intercambios están dados mediante construcciones
simbólicas que dan cuenta de su existencia y de sus relaciones sin las que no aparecerían lo
que realmente son: víctimas del abandono social y de la pauperización simbólica de los
regímenes sociales y políticos. Por otra parte, como efecto de su propia subjetividad y como
clara estrategia de sobrevivencia, ellos se encargan de producir sentidos que facilitan su
interacción con las cosas. 19
La concepción de actor social libera al niño de una posición eminentemente pasiva en la
que tan solo aparece como víctima del sistema social y familiar y no como alguien que, una
vez en la calle, se convierte en actor directo de su cotidianidad. De ninguna manera se trata
de promover la ceguera ética, social y política de los Estados, responsables directos de la
callejización, sino de asumir a cada niño desde su subjetividad que le impele a poner en
juego series de representaciones y actitudes para sobrevivir y para construir un mínimo
proyecto de vida que, de una u otra manera, se encargará de dar cuenta de la callejización
como abandono y como abyección. Todo esto se evidencia en las diferentes estrategias que
los niños ponen en juego para sobrevivir en el día a día y que también contienen pequeños
proyectos para un futuro que, por más inmediato que aparezca, no deja de dar cuenta de
algo que podría calificarse de proyecto de vida.
A diferencia de lo que acontece con las pandillas que deben construir y defender, a toda
costa, su territorio, los niños de la calle poseen espacios relativamente móviles y menos
adscritos al sentido de propiedad aun cuando se vean impelidos a construir cierto sentido de
propiedad para el desarrollo de sus actividades como elemento de seguridad laboral y de
protección personal.
Sin embargo, esto no quiere decir que su vida no se encuentre sostenida y atravesada por la
violencia que, en rigor, es el origen de su existencia social. Más aún, su vida no es sino una
expresión más de la violencia social, probablemente la más cruel de todas porque estos
niños son parte de la gran abyección social.
19
Para Luccini, (1996), se trataría de una perspectiva más interaccionista que fenomenológica.
50 DOS
EL MONSTRUO DE MIL CARAS
Así como los muertos nos hablan de la muerte y
ningún muerto ni todos los muertos son la
muerte, y menos aún la eternidad, así también
la pobreza. Cada pobre vive la temporalidad
estricta de su pobreza.
Vicente Zito
La pobreza no pasará a la historia, si la
corrupción no pasa a la historia.
Paul Wolfowitz
Si le doy de comer a los pobres, me dicen que
soy un santo.
Pero si pregunto por qué los pobres pasan
hambre y están tan mal, me dicen que soy un
comunista.
Hélder Câmara
Mato a niños en las calles porque
ellos no son niños
sino delincuentes chiquitos
Policía brasileño
51 Nadie sabe cuándo y cómo apareció la pobreza, como carencia e insuficiencia de recursos,
como dificultad o imposibilidad de lograr la satisfacción de las necesidades, por más
elemental que fuese esa satisfacción. Pero cuando se va a los textos antiguos, los pobres
aparecen en todos los escenarios de las ciudades, en los caminos de los campos y en las
calles de los pueblos grandes y pequeños, como si su presencia se hubiese tornado
imprescindible. En efecto, atender al pobre, darle de comer y de vestir se convierte en
virtud que incluso asegura bienaventuranzas eternas. Seguramente, nadie la inventó, pero es
probable que haya aparecido el día en el que unos, que ya tenían más que otros, se
propusieron acaparar, acumular y, para ello, debieron despojar. De hecho, cualquier pobre
del mundo señala que él y antes de él, todos los pobres son víctimas de despojos actuales y
ancestrales 20 que los han conducido a vivir con la incapacidad de satisfacer las necesidades
básicas.
Cada pobre vive la temporalidad de su pobreza de la misma manera que cada sujeto vive
sus experiencias hechas con la materia de sus deseos, frustraciones, satisfacciones,
carencias o posesiones. La temporalidad es lo que se posee y se pierde, lo que se llena o
queda vaciada de sí misma, como el momento de comer denominado desayuno que puede
ser cumplido como tiempo y como acto que se realiza con algo que se come, o como
momento que permanece abierto y vacío como acontece en quien no posee nada para cerrar
un ayuno que debe mantenerlo y prolongarlo a lo largo del día.
Al consumir no se satisfacen tan solo necesidades concretas y básicas, puesto que la lógica
del consumo no se deriva de la satisfacción de las necesidades, ni de la funcionalidad de los
objetos sino de las aspiraciones simbólicas instituidas en los signos, decía Baudrillard, para
quien no son las necesidades las que producirían el consumo sino, al revés, serían los
consumos los que producen necesidades.
Podría entenderse el desayuno como una de las primeras relaciones del sujeto con la vida
porque está llamado a significarla mucho más allá de la realidad física, concreta, medible o
pensable de lo que se come. Es el acto de alimentarse que no es otra cosa que la
certificación y constatación de la vida que está ahí y que necesita de ese alimento para
seguir estando, como si se tratase de un himno de alabanza a la vida que ha seguido ahí, que
no se ha ido, de una vez por todas, en el dormir y soñar.
Por lo mismo, la pobreza, ubicada en la falta o carencia de ese desayuno, se significa como
la muerte. La pobreza es, en este sentido, el enfrentamiento del sujeto a la experiencia de la
20
En 1978, el clérigo inglés Thomas R. Maltus dejó saber (…) a cerca de la constante tendencia observada en
la población a crecer por encima de la producción y de la capacidad de abastecimiento de alimentos. Esta
anomalía, sin un control adecuado absolutamente necesario, siempre arrastraría a la masa humana al hambre,
a la enfermedad y a la guerra. La pobreza era para él un algo inevitable para la mayoría de los seres humanos.
( Pa che co : La pobreza en Latinoamérica: factor de violencia y de inestabilidad social, Washington, 1999).
52 muerte aunque parezca absurdo, una muerte siendo, aconteciendo. Una muerte siendo dada
por el sistema de las desigualdades reales.
La pobreza es carencia que se enfrenta al sentido propio y casi elemental de la existencia, a
lo que el sujeto es en el mundo. Significa no romper, día tras día, el ayuno de la noche que
se ha apropiado de buena parte de las reservas físicas que demandan ser restituidas, ni
romper esa migaja de esperanza que renace en cada despertar en ayunas. Por lo mismo, la
pobreza se sostiene en un perenne ayuno que no abarca tan solo el plato de comida sino el
conjunto de los bienes de los que se alimenta el sujeto, esos alimentos a los que se refería
Gide que causan el hambre, o la fuente que provoca o recuerda la sed para ser saciada.
Se trata del enfrentamiento constante e inevitable del sujeto a los vacíos de las necesidades,
de los gustos y hasta de las demandas porque todo fue sustituido por la satisfacción
convertida en estado del ser, en su ley. Es la vida que reclama un sinnúmero de cosas, de
realidades y de símbolos para significarse como tal. Ante todo, experiencia de vacío que
para unos será mucho más evidente, como para quien empieza a ser pobre, de súbito, o que
toma conciencia de que, de hoy en más, ya no estarán las cosas para significar la existencia
sino que en su ausencia darán cuenta de que la falta toma el lugar de la saciedad.
Así lo ve Vicente Zito Lema (2010), para quien la pobreza no sería otra cosa que una serie
infinita de repeticiones. Pero habría que añadir que se trata de carencias que,
aparentemente, no poseen origen definido hasta el punto de aparecer casi como un hecho
que se explica por sí solo. No como la compulsión a la repetición psicoanalítica que busca
el malestar por el malestar mismo y que sustituye lo placentero, sino un conjunto de
repeticiones de carencias llamadas a sostener la vida. Como si la muerte no fuese el fin de
la pobreza, sino una parte de ella, acaso como lo que permite que la pobreza se entienda
más allá de sí misma.
La falta se hace conciencia cuando la mirada echada al mañana no hace sino
replicar la mirada que se lanza al pasado de ayer que se repite en el ahora. Como
si se tratase de una serie infinita de repeticiones que el pobre no puede detener
porque quizás sabe que la detención significaría, acaso, la muerte.
El pobre contiene su pobreza, la sostiene, día a día, minuto a minuto, porque de ello
depende su permanencia. Sabe que tendrá que subsistir en el día a día consciente
de que no podrá buscar nada más allá de lo exiguo, de aquello que satisfaga ese
poco que reclama.
Como se verá, la realidad de las privaciones y de las carencias ha llegado a forjar parte
constitutiva del ser, de la existencia igual que de la muerte de la que no se separan y que,
cuando acontece, es entendida como si se tratase de un acontecimiento más que se
encuentra como realidad siempre posible en la misma cotidianidad.
Cuán complejo tratar en las carencias de la pobreza el tema del deseo sin el riesgo de caer
en un puro ilusionismo idealista que se permite hablar del deseo al margen del sujeto
53 existente, o en una burda parodia que pretende despojar al sujeto de lo real de su
cotidianidad para llamar en auxilio a una sociedad que acude al concepto de solidaridad
para ocultar algo que Occidente conoce muy bien y que se denomina caridad elevada a
virtud que, cuando se la realiza, ofrece el premio de la eternidad en forma de paraíso. Las
caridades no sacian ni la sed ni el hambre del pobre sino las del donante. Los paraísos
asegurados a los pobres para después de la muerte han sido y seguirán siendo una de las
tantas ignominias con las que se ha pretendido justificar las injusticias.
En esto consistiría precisamente el concepto de marginalidad que no se refiere tan solo y
fundamentalmente a la falta de integración a los sistemas de acceso a los bienes de
consumo, sino la exclusión de los bienestares que se da desde un principio no identificado y
que trasciende la historia de un sujeto determinado o del grupo al que pertenece. En efecto,
esta clase de pobreza se hereda con el nacimiento y no con la muerte, viene dada, la trae el
niño, no en el puño de su mano, sino en el ser. Aún cuando para ciertos autores, como
Mallimaci (2007), y en condiciones particulares, la marginalidad no es necesariamente
sinónimo de exclusión, cuando se trata de los niños de la calle, la exclusión representa la
regla. Se trata de una exclusión multifacética y multideterminada que, por sí misma, se
resiste a cualquier intento reduccionista. A diferencia de muchas otras realidades sociales,
la marginalidad de niños y niñas constituye uno de los más claros señaladores de las
injusticias del sistema social y económico de los pueblos.
54 El reto de sobrevivir
Quizás cualquier definición de pobreza no será sino una suerte de artificio de carácter más
práctico que teórico porque ahí confluyen aspectos objetivos y también subjetivos que
pesan, con frecuencia, mucho más que los objetivos en el momento de la descripción y del
análisis que realizan los sujetos. En ese momento, pasa por la mente una suerte de tabla
comparativa que los ubica en posiciones absolutamente subjetivas, comparaciones de lo que
alguien posee en relación al otro ubicado en el lugar del que carece. Por eso se habla de ser
más o menos pobre que el vecino. Entre pobres, quien posee algo más, es un rico que, a su
vez, aparecerá como un pordiosero ante un pudiente. Esta subjetividad no desaparecerá
inclusive cuando se define la pobreza como situación de privación o como insatisfacción de
un conjunto de necesidades básicas como la alimentación, el vestido, la vivienda. Tal vez el
concepto de indigencia sea más claro cuando se refiere a la carencia absoluta.
Por lo mismo, recurrir a ciertos indicadores, como la vivienda, la alimentación, el vestido,
la educación, la salud, produce una imagen de lo que se denomina pobreza en la medida en
que los sujetos y las familias se hallan bajo cierto nivel de satisfacción. De esta manera, la
pobreza se convierte en realidad situacional que, en muchos casos, corresponde a una
historia que repite un modelo de carencia e insatisfacción. En estos casos, se la califica de
pobreza crónica porque se repite ininterrumpidamente generación tras generación.
En las últimas décadas la pobreza se ha hecho más evidente a causa de un mercado
globalizado que ha permitido que familias y sujetos tengan un relativamente fácil acceso a
toda clase de bienes de consumo, mientras se evidencia la presencia de un grupo
significativamente importante que queda marginado de ese mercado de las cosas, desde la
vivienda, la alimentación, pasando por la educación hasta llegar al consumo del
divertimento.
Hasta hace algunas décadas, la pobreza era eminentemente doméstica, es decir, se la vivía
puertas adentro, salvo los casos de la mendicidad pública. Pero a partir de las grandes crisis
que han afectado a la economía mundial desde la década de los setenta, la pobreza se
publicita, se visibiliza cuando los pobres salen a las calles ya no solo para mendigar sino
para enfrentar la pobreza mediante innumerables estrategias entre las que las ventas
probablemente ocupan un lugar privilegiado.
Chossudovsky (2006), considera que esta pobreza abierta, clara y expresamente demostrada
habría comenzado con el fin de la Guerra Fría. Esta crisis tiene, dice el autor, una gravedad
sin precedentes pues ha conducido al empobrecimiento a grandes sectores de la población
hasta lograr la globalización de la pobreza como nuevo fenómeno social. Mientras se
desploman las economías nacionales, invaden el desempleo y el hambre. Para el autor, al
tiempo que se produce la descolonización de Latinoamérica y sus ventajas, aparece la gran
crisis de la deuda ante lo que el Fondo Monetario Internacional, en los ochenta, impone
radicales reformas económicas. De esta manera, el Nuevo Orden Mundial se nutre de la
pobreza y de la destrucción del medio ambiente.
55 El informe del Banco Mundial (1990), fue claro y terminante al dar cuenta del crecimiento
incontenible de la pobreza a lo largo y ancho del mundo:
Más de 1.000 millones de habitantes del mundo en desarrollo viven en condiciones
de pobreza, y una gran proporción de esas personas se encuentra en África, al sur
del Sahara y en América Latina y experimentan privaciones cada vez mayores.
Como si se tratase de una especie de nuevo monstruo, la pobreza se acrecienta invadiendo
todos los espacios de las naciones y los pueblos porque lo que los Estados pobres hacen
para combatirlo es siempre insuficiente, ya sea, como dice el Banco, porque no son sino
medidas paliativas de muy baja repercusión social y que carecen de visión por cuanto no
atacan el mal sino tan solo pretenden mejorar ciertas condiciones, quizás las menos
importantes. Algunas de esas medidas han tenido más un carácter demagógico que
estructural.
Diez años después, el Banco afirma que las condiciones no han mejorado puesto que
persiste el desempleo, la desnutrición y la enfermedad en grandes sectores del mundo. El
número de pobres crece y las estrategias utilizadas para combatir el hambre no han sido
realmente efectivas. Sin embargo, el informe comienza con la constatación de una pobreza
especial, quizás la más grave de todas: la pobreza de libertad en la toma de decisiones pues
los otros las ignoran o, lo que es igualmente grave, los otros las suplantan.
Los pobres no tienen acceso a libertades fundamentales de acción y decisión que
los más acomodados dan por descontadas. Con frecuencia carecen de viviendas y
alimentos y de servicios de educación y salud adecuados, y estas privaciones les
impiden adoptar el tipo de vida que todos deseamos para nosotros mismos.
También son sumamente vulnerables a las enfermedades, los reveses económicos y
los desastres naturales. Por si todo eso fuera poco, son tratados en forma vejatoria
por las instituciones del Estado y la sociedad, y carecen de poder para influir en las
decisiones clave que les afectan. Todos estos factores representan algunas de las
dimensiones de la pobreza.
La pobreza no es una situación que corresponda a un momento determinado sino un estado
que caracteriza la existencia, es la misma existencia, se confunde con ella, la determina
hasta definirla. Se habría, pues, producido una suerte de identidad mutua entre el pobre y su
pobreza que lo representa sin que exista, en muchos casos, quizás en la mayoría, ni siquiera
la posibilidad de cuestionamiento alguno.
Yo aquí trabajo vendiendo mandarinas todos los días. Ahora tengo siete años, de
mentirita, solo tengo seis, pero desde chiquito ya vendía junto a mi mamá, porque
mi mamá vende aquí en La Nueve, ella también vende mandarinas así.
La experiencia de sufrir múltiples privaciones es intensa y dolorosa. La forma en que los
propios pobres describen lo que significa vivir en la pobreza es un elocuente testimonio de
su sufrimiento. Quienes viven sumidos en la pobreza pueden llegar a pensar que es
56 imposible salir de esa situación porque, como en el caso de los niños, parecería que jamás
la cuestionan puesto que, al haber nacido ahí, la toma como parte natural de su existencia.
Yo tengo seis años, y desde antes mismo yo andaba betuneando, 21 pero el otro día
me fui al centro y allí estaban ellos haciendo malabares, yo hice la media luna. Y
entonces nos dieron tres dólares para cada uno.
La pobreza es la consecuencia de procesos económicos, políticos y sociales que
mutuamente y de manera permanente se refuerzan hasta construir una suerte de condición
de existencia incuestionable hasta el punto de obturar las posibles rutas de la existencia.
Vivir en la calle representa, en un momento sincrónico, la condición más grave de
sobrevivencia porque solo ahí se encuentran alternativas posibles para sobrevivir.
Es que nos vamos a la panadería a trabajar para hacer pan, y nos comemos torta.
Bueno, nosotros no trabajamos, estamos ahí solo parados, porque hay otros más
grandes que van ahí a trabajar. El más pequeño está en segundo, pero él es
majadero, un día le alzó la falda a mi hermana, yo no sé porque hace eso, pero
siempre le gusta, y otro día le metió el dedo a mi hermana en el plato que estaba
comiendo.
Desde hace décadas, los problemas sociales del país se han convertido en problemas
existenciales de un grupo importante de niñas y niños de prácticamente todas las ciudades
del país. Cada uno de ellos da cuenta de la precariedad de sus condiciones de vida y de una
familia pauperizada de manera crónica. En este mundo, el trabajo infantil es el indicador
más incuestionable de la indecencia social, política y económica del Estado. Cada uno de
estos se encarga de testimoniarlo de manera clara e inapelable.
Desde hace ya una década los problemas sociales por los que atraviesa la infancia en el
mundo han aumentado considerablemente. ¿Las causas? Una retahíla de justificaciones de
todos los órdenes. Sin embargo, entre esas múltiples causas hay una que predomina en
muchos de los países latinoamericanos, a saber, las precarias condiciones de vida que
enfrentan sus habitantes en razón de la deleznable situación económica que vive cada país.
Yo me he ido a la calle a cantar, desde peladito, porque en la casa ya no había
nada ya que mi papá se fue con otra mujer, y entonces mi mamá nos mandó a la
calle a trabajar. Yo me iba a la calle a cantar con mis amigos, por si acaso me pase
algo. Entonces allí aprendí malos vicios. Entonces allí me peleaba y me golpeaban,
y el man me metió un cuchillo aquí en la pierna, y ellos me llevaron al hospital.
Dadas las condiciones de precariedad, para los niños el trabajo, del orden que fuese, se
convierte en una realidad necesaria. Es probable que, al carecer de elementos recurrentes
21
Betunear: lustrar zapatos.
57 que les sirvan de apoyo para construir y sostener algún nivel de duda sobre la legitimidad y
conveniencia de su situación, esta termina legitimándose de manera radical. Las periódicas
crisis que vive el país dan cuenta de su vulnerabilidad económica y social. En efecto, la
crisis se enfrenta recurriendo a todo tipo de estrategias entre las que consta el trabajo
infantil que incluye la mendicidad disfrazada de trabajo como vender caramelos o lustrar
zapatos, cantar o realizar malabarismos puesto que el niño ruega, suplica que le compren
los caramelos, las frutas o que alguien acceda a que le lustre su calzado o que premie
cualquier gesto circense.
No se trata, en consecuencia, de una estrategia más que surge del juego de las iniciativas
familiares, sino de una opción que ya consta en el repertorio histórico de los pueblos
crónicamente pobres. Si se acepta que la pobreza implica un acceso restringido a la
propiedad y a los bienes y servicios sociales, los niños de la calle dan cuenta de que su
respectiva familia se encuentra bajo ese límite pues no posee ni siquiera un elemental
acceso a la propiedad y a los bienes y servicios. En criterio de Raczynski (2002), 22 uno de
los principales problemas en el momento de abordarla teóricamente ha sido su
generalización, lo que ha conducido a teóricos y políticos a posiciones inconsistentes: 23
Se ha trabajado con conceptos y definiciones demasiado generales que cada cual
ha entendido e interpretado a su manera. No se ha debatido lo suficiente sobre el
significado de conceptos claves como inversión social, expansión de capacidades,
participación social, apertura de oportunidades, equidad, ciudadanía e integración
social. No hay claridad y no se ha reflexionado sobre las implicancias de la opción
por la descentralización para la forma en que el Estado formula, diseña e
implementa las políticas y los programas sociales.
Estos habitantes de la calle serían los claros testimonios de lo que acontece en esas otras
escenas de las que ellos se encuentran crónicamente excluidos. Las discusiones de la
macroeconomía no los incluyen, y la puesta en marcha de sus programas pasarán
desapercibidos. Como dice un niño de Cuenca, aprender a trabajar desde la infancia se
convierte en la condición indispensable no solo de sobrevivencia actual sino de escuela
para la vida, hasta el punto de que si no trabajas ahora que eres niño, no sabrás cómo
hacerlo cuando llegues a ser grande.
22
Documento preparado para el Seminario Perspectivas Innovativas en Política Social. Desigualdades y
reducción de brechas de equidad, MIDEPLAN – CEPAL, 23- 24 de mayo de 2002. El documento es
producto de un trabajo colectivo y se apoya en el estudio “Superación de la Pobreza y Gestión
Descentralizada de la Política y los Programas Sociales” publicado en D. Raczynski y C. Serrano (eds.) 23
Descentralización. Nudos Críticos, CIEPLAN – Asesorías para el Desarrollo, 2001.
58 A veces sí es necesario que todos los niños trabajen para que sean alguien en la
vida. Porque, suponte que no trabajan hasta los 18 años, entonces así no le han
enseñado a trabajar, y entonces trabajará un día y faltará dos, y así. Por eso hay
que trabajar desde pequeños, aunque sea desde los diez años o menos.
De estas pobrezas se podría decir que son el resultado de prácticas sociales recurrentes en
espacios y tiempos que las hacen duraderas y hasta inmodificables como si se tratase de
instituciones que deben mantenerse mediante actores definidos, como estos niños. La
pobreza se convierte en una suerte de modelo articulado que es utilizado tanto por las
organizaciones sociales, comenzando por el Estado, como por los sujetos denominados
pobres en tanto se encargan de personalizar, de manera inconsciente, este modelo. Esto
determinaría, por ejemplo, el que vivan su pobreza individual y colectivamente, sin
cuestionamientos. Se daría, pues, una suerte de apropiación que, por una parte, permite que
el modelo se sostenga y, por otra, que se estatuya. Por lo mismo, los poderes sociales se
encargarían de instrumentalizar y sostener este modelo como cuando enfrentan la pobreza a
través de estrategias llamadas, no a quebrantarla, sino a reproducirla como, por ejemplo, a
través de bonos económicos que no hacen sino mantener la precariedad como formas
espacio-temporales que se extienden a lo largo de tiempos ilimitados. Además, la misma
denominación bono de la pobreza constituye un agravio más porque califica y estatuye al
beneficiario como pobre con una pobreza social y políticamente irreductible.
En este sentido, el Estado recurre a la pobreza y sus expresiones para justificarse como
Estado pobre. Allí tienen cabida los gobiernos populistas que enarbolan la bandera de lucha
contra la pobreza y que, comúnmente, la enfrentan mediante estrategias-slogans que no
poseerían otra finalidad que el sostenimiento de una pobreza desnudada y convertida en una
suerte de objeto fetiche que no cesa de justificarse a sí mismo en cada acto en el cual la
pobreza ocupa la primera fila.
Los niños que en la actualidad trabajan en la calle no la inauguraron, no constituyen la
primera generación colocada en la dimensión abierta de lo público para trabajar. No son los
primeros expulsados de casa ni los primeros que deben ayudar a su mamá para completar la
magra canasta familiar. Nada de eso. Por el contrario, constituyen la enésima generación de
niños obligados a habitar la calle por la pobreza o, mejor aún, a ser habitados por ella.
A lo largo de las últimas décadas, se han producido cambios en los procesos de
interpretación de la pobreza como producto de los desórdenes sociales que, como afirma
Raczynski (1995), podrían dar lugar a la construcción de mejores y más sólidas estrategias
para enfrentarla. Sin embargo, como parte de la economía mundial, la pobreza también se
ha globalizado.
Postulamos que hoy, a diferencia de diez años atrás, el terreno está más maduro
para compartir o socializar los aprendizajes, dar un salto cualitativo que modifique
efectivamente la práctica y gestión de la política y los programas. No obstante,
avanzar en esta línea no es fácil. El tema central, desde nuestro punto de vista, no
es solo más recursos, más programas, más intentos de coordinación institucional,
59 más instituciones, sino que se plasma en el cómo se ejecutan las políticas y los
programas.
Sin embargo, más allá de los procesos de globalización y de sus efectos, sobre todo en los
momentos de crisis económica mundial, no se puede dejar de lado la realidad de los
manejos políticos de cada Estado. Para Carolina Sánchez-Páramo (2005), el crecimiento de
la pobreza no tiene que ver tan solo con las crisis económicas mundiales, sino con el magro
crecimiento de la producción nacional.
Entre 1980 y 2001, el PIB real de Ecuador aumentó a un ritmo de 2% anual, es
decir, menos que el crecimiento demográfico y uno de los crecimientos más bajos
de América Latina. El PIB per cápita real disminuyó medio punto porcentual entre
1980 y 1990 y se mantuvo prácticamente invariable a partir de ese año.
El principal motivo para estos magros resultados no son las crisis externas, como
la volatilidad de los precios del petróleo, las corrientes de capital y los desastres
naturales o incluso la deficiente gestión económica (a saber, déficit fiscal e
imponderables monetarios), sino el exiguo crecimiento de la productividad. En todo
el período1980 a 2002, el PIB se movió a la par con la productividad total de los
factores (PTF), una medida de la productividad o eficiencia económica que refleja
la calidad de los insumos, las instituciones y diversas políticas económicas. Las
tasas de PTF negativas anulan la acumulación positiva de mano de obra o capital y
arrastran las tasas de crecimiento a la baja.
Los infantiles habitantes de la calle no saben nada de los interjuegos que se producen entre
la inversión y la producción, entre los gastos de boato y las estrategias destinadas a afrontar
la estructura social de la pobreza. Niñas y niños la viven como una realidad incuestionable
de la que forman parte, casi siempre ajenos a cualquier posicionamiento que analice su
situación. Habitantes habitados por la pobreza sin reparo alguno, en ausencia de cualquier
clase de cuestionamiento que les sirva para construir otras miradas y levantar otros
lenguajes puesto que el lenguaje de la carencia, de la falta, en sentido estricto, los hace y los
sostiene en su ser. 24
De hecho, el trabajo infantil, del orden que fuese, despoja a niñas y niños de su infancia
entendida tan solo como una edad cronológica sino un estilo de vida o, mejor aún, como un
conjunto de estilos de vida que constituyen una cultura propia, específica y destinada a
armar la base sobre la que se construyen los lenguajes de la existencia en su totalidad. Por
lo mismo, una cultura en la que no tiene cabida el trabajo, de modo particular ese trabajo
24
Según datos del IECE, en el 2007, en el país el número de pobres llegaba casi a cinco millones. Esta
pobreza supera a la de 1999, que fue del 36%, pero es menor que cuando se produjo el feriado bancario, cuyo
índice se situó sobre el 55%. Hoy día, el 38% de los ecuatorianos (4,9 millones de habitantes, de los 13
millones), vive en situación de pobreza, de los cuales el 12% (1,56 millones) sufre extrema pobreza, informó
el presidente Rafael Correa. HOY, Quito, abril 30, 2007.
60 destinado a producir el dinero necesario para sobrevivir. Cuando se dice que la infancia es
una cultura, se señalan ya los límites en los que se organizan y recrean los órdenes de los
espacios, los tiempos, las actividades y las relaciones. En consecuencia, un tiempo que se
hace y crece, se significa y se vive en medio de una familia estatuida, social, económica y
culturalmente viable. La niñez es, pues, un conjunto metafórico cuyas fuentes están
construidas con la escuela, las relaciones familiares, las actividades lúdicas, las relaciones
familiares.
La infancia es un tiempo lógico y simbólico hecho en los espacios que la cultura ha creado
desde siempre y de los que no pueden ser excluidos para cumplir la obligación de trabajar
para mejorar las condiciones de vida de la familia. 25 Cualquier clase de exclusión
representa una agresión al niño, pero no una agresión cualquiera sino una que afecta su
existencia presente y futura.
Los niños se especializan en su trabajo hasta adquirir las estrategias fundamentales para el
éxito puesto que se trata de lograr la mayor cantidad posible de dinero en la que cuenta
cada centavo, como si se tratase de tesoros que se deben acumular para entregarlos en casa
cada día, como dice una niña de seis años:
Claro, yo siempre vendo papas, nosotros salimos así mismo toditos los días, pero
cuando no hay nadie para venderle, uno se trabaja en cualquier cosa, se puede
estar ayudando a las otras, ellas trabajan vendiendo porotos, limones, tomates, no
sé qué más vende en canastos.
Como se trata de una economía de lo exiguo que debe juntarse a otro exiguo hasta hacer
unos dólares que aseguren la sobrevivencia, no pueden ni comerse un caramelo ni regalar
un limón pues cada cosa, por más insignificante que parezca, forma parte de ese gran tesoro
que es preciso cuidar a toda costa. Imposible ceder a las exigencias de yapar con un limón
extra porque entonces no cuadrarían las complejas y, al mismo tiempo, elementales cuentas
de la pobreza:
Yo vendo limones y tengo que yapar, me dicen por qué no yapas, porque entonces
me toca vender veintiún limones con la yapa. Pero yo les digo que no, les digo que
está caro el limón, o les digo: si no, vayan no más a donde les den más barato, les
digo así, y ni mi mami les va a dar así porque el limón está caro.
Cuando la sobrevivencia se convierte en reto, la existencia toma un rumbo opuesto a todos
los enunciados de la cultura, de los derechos y del destino humano a lo placentero. Porque
sobrevivir no es otra cosa que crear las mínimas condiciones para no morir, para no dejar
de ser entre los otros. La sobrevivencia implica que se ha dejado de lado aquello que provee
25
745.386 niños, niñas y adolescentes entre 10 y 17 años se dedicaron a actividades económicas en el año
2006, es decir, el 31,9% de la población total de ese grupo de edad, Los niños, niñas y adolescentes
trabajadores en Ecuador, INEC, Quito, 2007.
61 de sentido a la cotidianidad y que tiene que ver tanto con lo placentero de ser-en el mundo
como con la pasión de no desaparecer. Este sería uno de los peores agravios que se puede
ocasionar a niñas y niños porque se les han cortado las alas para volar hacia los mundos
imaginarios en los que se encuentran los destinos de la vida.
62 De la escuela y la cometa
Cuando se habla de la pobreza en la que viven miles de niños en la calle, y fuera de ella, ya
no es dable volver a la idea de una supuesta bienaventuranza que rodea la vida de cada
niño. Las existencias precarias dan cuenta de que la bienaventuranza como la infelicidad
son producciones sociales que se repiten una y otra vez como parte de una cadena
significante que une y determina a ciertas generaciones y sobre las que se han acumulado
decires incuestionables porque en ellas todo aparece tan obvio que ya no habría nada que
decir más allá de lo que ya se ha dicho. Probablemente, la más perniciosa de todas esas
ideas sea aquella que considera a esta pobreza como una estructura social suficientemente
bien armada como para que nadie dude de su realidad y de su necesidad en un mundo de
contrastes. La estructura remite a una idea de sistema ausente en el que los sujetos aparecen
como realidades tan ideativas que terminan convertidas en una fórmula (matema),
destinado precisamente a negar al ser.
La existencia personal y colectiva es bastante más compleja que las miradas que pueden
echar el estructuralismo o el subjetivismo que considera que cada sujeto es un actor libre y
capaz de hacer que las cosas acontezcan como producto de esa libertad intrínseca, o esa otra
postura según la cual las cosas acontecen, vienen desde fuera y toman a los sujetos como
víctimas cuando se ubican en el mal o como héroes cuando provocan el bien. Estas posturas
surgen de la idea de que la sociedad y el sujeto poseen algún nivel de primacía como parte
de un dualismo que se resiste a desaparecer para dar lugar a otra postura que implica, de
manera constante y efectiva, a la sociedad y al sujeto.
En consecuencia, los niños que están en la calle, la habitan y, al hacerlo, construyen
relaciones particulares de pertenencia que, a su vez, crean complejos sistemas de
significaciones tanto más complejas cuanto más íntimas son las relaciones que se
establecen ya sea en el entrar y salir o bien en el quedarse ahí de manera estable. Si la calle
hace a estos niños y niñas, ellos se encargan de hacerla a su medida, de significarla
dependiendo siempre de cada circunstancia. Como cualquier otra relación, la construida
con la calle se constituye siempre en una relación significante.
Esta compleja relación puede apreciarse en las actitudes que establecen con la escuela los
contados niños que asisten a ella, una relación marcada por la ambivalencia y que luego
queda sellada por la facilidad con la que la abandonan. En ese entrar y salir ciertamente se
halla presente el deseo de pertenencia a ese mundo que probablemente sea vivido como
extraño, ajeno, impropio. 26
26
De cada 100 niños que trabajan en la calle, el 66% informa que ciertamente se matriculó, mientras el 34 %
dice que no. Pero el índice de abandono escolar es inmenso, llegando a más del 80% de los matriculados,
INEC, op.cit.
63 A muchos no les gusta ir a la escuela porque ellos dicen que siempre y siempre
tiene que ir, tienen que ir todos los días, y eso a ellos no les gusta. Entonces les
gusta más ir a la calle, pero sí hay unos que se quedan, poquitos.
Es necesario reconocer que el niño y la niñez se convierten en analizadores de series de
situaciones, actitudes, discursos y políticas de la sociedad. Aún cuando en la práctica quede
subsumido en los macroindicadores o en los megadiscursos, sin embargo, su presencia
multifacética y silente se convierte en una suerte de gozne sobre el que gira un país, incluso
cuando se hace todo lo posible para desconocerlo. Es decir, aunque se la ignore, el mismo
hecho de ser ladeado en el momento de la planificación, su presencia sirve de punto de
referencia de lo que sucede en el entorno social. Imposible hablar de un país de la pobreza,
desconociendo que esa pobreza posee un referente primordial que son los niños, en
cualquiera de las circunstancias en las que vivan.
La escuela representa la base de las realidades con las que debe contar cada hijo de mujer
porque ella constituye uno de los grandes semilleros de lo fantástico como futuro, allí se
cimenta lo mágico que podría ser lo que viene más tarde porque es esa la materia que la
constituye. Por eso, más allá de la crudeza de la realidad en la que viven, la escuela se
convierte en el referente imaginario de un futuro que podría deshacer este presente
ominoso.
Sirve ir a la escuela para que sea un profesional cuando sea más grande, es decir,
sirve para que cuando sea más grande tengas una profesión.
La escuela, como toda realidad social, se halla atravesada por la equivocidad y la
ambigüedad. Por una parte, representa el lugar en el que se encuentran los saberes y al que
es preciso llegar justamente para apropiárselos pues sin ellos la vida es nada. Por otra, se
convierte en una suerte de lugar de las persecuciones. Para algunos niños, la escuela es una
suerte de cárcel que aprisiona e impide los ejercicios de la libertad. La calle, en cambio, no
sería la ruta que conduce a la libertad sino que representaría la libertad por excelencia,
aquello de lo que carece el resto de niños cuyas libertades se han coartado en los muros de
la escuela, en los deberes y más responsabilidades escolares.
Sin embargo, para casi todos los niños, la escuela constituye la imagen de libertad y de
saber sobre cosas que solo ahí y en compañía de maestros y compañeros se pueden
descubrir y atrapar. La lectoescritura es una de esas experiencias mágicas y milagrosas con
las que niñas y niños pretenden hacer amistad eterna. Por lo mismo, como que no se
requeriría un acto propositivo del niño para entrar ahí porque, al hacerlo, da cuenta de que
el niño ha sido construido en libertad y autonomía. La libertad no consiste en otra cosa que
en la capacidad de elegir las propias dependencias que nacen de la cultura, la dependencia
mágica a las grafías y sus sentidos. Cuando un niño se resiste a ingresar a la escuela y se
aferra con tenacidad a su mamá, da cuenta de que ella, la mamá u otro sustituto, no le ha
ofrecido la libertad como condición de existencia. Es decir, la mamá aparece para el hijo
como única alternativa de vida y no como un vehiculizante de existencia, como ruta que
conduce a la libertad y no como meta de todo caminar. De hecho, las frecuentes fobias a la
64 escuela no hacen otra cosa que revelar ese déficit de libertad del que padecen más niños de
los comúnmente aceptados. Desde los equívocos en los que se mueve la sociedad, para los
adultos es mucho más fácil ubicar en la escuela (jardín de infantes, preescolar), las causas
de las resistencias de la niña porque al hacerlo pretenden desbaratar de una vez y por todas
sus propias responsabilidades. Al niño no le correspondería otra cosa que apropiarse de las
ambigüedades de los adultos y hacerlas suyas para, desde ahí, explicar su mundo.
A mí no me gustaría ir a la escuela. Yo todavía no voy a la escuela porque mi
abuelita dice que el otro año me va a poner. Ahora no me puso porque no me
querían revisar los deberes, porque ella dice que no tiene tiempo ahora, entonces el
otro año ya me va a poner, pero a mí no sé si me guste ir.
Para la sociedad de los adultos, no es nada raro colocar la responsabilidad de la escolaridad
en los niños a quienes se les acusa de no querer ir a la escuela o de no estudiar. Esto es
mucho más fácil cuando las condiciones existenciales son tales como para constituirse en la
mejor de las explicaciones para la inasistencia escolar. Es como si se colocase un poder
especialmente fuerte en esos niños que no van a la escuela porque no quieren hacerlo. Un
sistema de razonamientos equívocos y elementales que no dan cuenta de la realidad de la
pobreza en la que viven los desamparados de la sociedad.
Los testimonios señalan esta mezcla de deseos, prohibiciones y limitaciones. El aporte de
los niños a la economía familiar es de tal importancia que la mamá, por ejemplo, prefiere
que el niño trabaje a que estudie porque para ella jamás es tan cierto como en su caso el
principio romano: primero vivir, después filosofar. Por lo mismo, es mucho más importante
asegurar la subsistencia del día a día que tener un niño en la escuela que, en lugar de
aportar, atentaría a la magra economía del grupo con la compra de los útiles escolares.
No todos los niños van a la escuela porque sus padres no les dejan ir.
Algunos sí quieren ir a la escuela porque quieren aprovechar, quieren ser
algo en la vida, no quieren estar en el mercado así. Pero la mamá no quiere
que vayan a la escuela porque dice que es mejor que se queden a trabajar
para que les dé plata para la comida y para hacer muchas cosas. Por eso
también abandonan la escuela, aunque algunos también dejan la escuela
porque para ellos es más necesario el juego que la escuela, es más
necesario andar con los amigos, es más necesario robar.
Duschkatsky (1999), dice que la cuestión de los sentidos sobre la educación no se encuentra
precisamente en la transparencia del discurso que un grupo de sujetos formula, sino en la
construcción interpretativa que supone inscribir lo dicho en un contexto más amplio de
significación. Esta es una buena propuesta para tratar de entender lo que acontece con la
escolaridad de esos niños que, aunque parezca lo contrario, no renuncian del todo a la
posibilidad de ir a donde van sus pares que viven realidades absolutamente diferentes a las
suyas. La escolarización inscribe a los niños en el universo de lo público, de los decires de
otros que hablan desde lugares ocultos y en espacios mágicos, como un libro. La no
escolarización, en cambio, reduce al niño a la pesadez de lo real cotidiano.
65 La pobreza no es tan solo una condición de existencia que la marca hasta reducirla a la
sobrevivencia. Es también un lugar en el que se edifican las realidades de la vida cada una
de las cuales se halla caracterizada por la precariedad simbólica desde donde se explica
cada uno de los hechos de vida sin que haya necesidad de recurrir a otros saberes. Si el niño
va a la escuela, se convertirá en una fuente más o menos inagotable de egresos que vendrán
a complicar aún más la precariedad del día a día. Por ende, la precariedad simbólica tiene
que ver con el estrechamiento de los límites para imaginar y desear más allá de las
realidades de lo cotidiano. La escuela no solo introduce a las nuevas generaciones en los
órdenes de los saberes denominados académicos, sino que crea las condiciones para que a
cada niña y niño se le abran los horizontes de los deseos que les permitan la construcción
de sistemas de interpretación cada vez más complejos. Mientras en la calle deambula la
simpleza interpretativa, en la escuela reina la complejidad.
Por eso fascina a los niños el juego de volar cometas porque en la cometa se significan en
su afán de ir más allá de sí mismos, de volar hasta llegar a otros horizontes en los que,
seguramente, serán reyes de sí mismos y de su mundo. La cometa los conduce a la
construcción de mundos sin límites en los que todo es posible, a realizar los sueños de
historias interminables. Sin embargo, y al mismo tiempo, un universo controlado por el otro
que impide la pérdida de los límites.
Sí estudiaba, pero después me boté porque mi cucho 27 me pateó, sí me entiende, y
ya me metió en el chantaje. Toda la vida le engañaba a mi mami. Por eso me boté a
la calle, por muchas cosas de mi familia: no había comprensión, no había cariño, a
veces ellos pensaban que daban todo, pero era lámpara no más, sí me entiende. De
ahí me boté a la calle y dejé eso de la escuela.
El deseo propio y el de los otros es el viento que sopla para que la cometa se eleve y se
mantenga en su posición de vuelo y de dominio. Los deseos de los otros sostienen también
los deseos personales. No porque cada sujeto no sea otra cosa que una mecánica y especular
réplica del deseo del otro, sino porque el deseo es la existencia en sí misma y lo que la
fortalece. Al revés de lo que acontece con algunos niños infantilizados por los otros
domésticos, los de la calle son lanzados, sin preámbulos, a una suerte de juventud
aniquiladora e infecunda.
Cuando la cometa ha comenzado su vuelo, alguien suprime el soplo existencial para que la
niña baje a fijar la mirada en la pobre realidad en la que las cosas son en sí mismas,
concretas, duras e inapelables. Hacer que la cometa aterrice implica abandonar la vida. Las
razones hasta podrían parecer absolutamente asunto del niño cuando en verdad, las
explicaciones son siempre a posteriori, es decir, primero obligan al niño a que aterrice su
cometa, y luego se lo responsabiliza de ello. Es probable que la cometa, ya en tierra, pueda
seguir soñando con la altura, como cuando el niño que habla se refiere a que el papá y la
27
Cucho: papá.
66 mamá van a comer en restaurantes elegantes con el dinero que obtiene el hijo con su
trabajo.
Entonces abandonan la escuela porque los papás les obligan a que trabajen, a que
cuiden a los hijos pequeños, a que hagan muchas cosas. Sí hay muchos padres que
a los hijos les prohíben ir a la escuela porque a ellos les interesa que los hijos
trabajen para que les den plata, para que ellos se compren ropa, o para que ellos
vayan a comer en restaurantes muy elegantes. Porque a ellos no les interesa que los
hijos sean algo en la vida, a ellos les interesa que los hijos sean como ellos que son
de la calle, que estén en los trabajos como en los mercados, en muchos sitios, ellos
quieren que así sean los hijos. Claro que hay otros a los que no les gusta ir a la
escuela. A mi prima Mónica, por ejemplo. A ella no le gustaba ir a la escuela
porque decía que es muy aburrido estar ahí en la escuela, estar sentada escuchando
lo que dice el profesor. Yo claro que iba, pero ahorita mismo no voy, pero ya he de
regresar.
En las últimas décadas se ha discutido el valor hegemónico de la escuela en el proceso de
transmitir los saberes hasta el punto de que, en algún momento, hasta se ha hablado de su
supervivencia como tal (Cali: 1998). Ello condujo a mirar y analizar las características de
una escuela omnipotente con autoridades y maestros dueños del saber y con el poder para
calificar y descalificar a estudiantes y familias. 28 Por otra parte, una escuela unívoca que
rechaza las diferencias, sobre todo aquellas que surgen de las condiciones sociales y
económicas como, por ejemplo, las que hacen y caracterizan a los habitantes de la calle que
deberían dejarla para ir a una institución que no los entenderá de modo alguno y que los
tratará sin los distingos indispensables.
De ninguna manera se trata de justificar la presencia de niñas y niños en la calle cuando
deberían estar en casa y en la escuela. Pero no se pueden cambiar las condiciones ni por
decreto ni por posicionamientos salvadores. Hay una realidad que debe ser entendida y
asumida y que exige soluciones específicas que surjan del análisis de esas complejidades y
que no estén destinadas a hacer de los niños carne de cañón ni de las conmiseraciones
sociales ni de los delirios políticos.
Nos se trata, en consecuencia, de la violencia de una escuela o de un profesor determinado
sino de las visiones políticas y sociales sobre un sistema educativo indiferenciador en la
práctica y no solo en los discursos o las teorías.
Supongamos, te portas mal y no atiendes la clase, entonces te pegan, te gritan o te
botan. En cuarto había un profesor que nos pegaba con un palo en la mano,
también le pegaba a un chico de segundo, seguro que no va a tener razón el
licenciado para pegarle, ¿verdad? Nos decía, pon la mano, y ¡pag! nos daba en la
28
Un ejemplo de este tipo de propuestas estaba presente en el Informe Aprender a ser de la UNESCO de
1972 en el que se destacaba la necesidad de construcción de múltiples opciones educativas no restringidas a la
escolaridad. 67 mano. O si no, te manda sacando fuera, la licenciada está al frente y te manda
sacando fuera.
Más allá de las limitaciones de estos y otros múltiples posicionamientos ante la violencia de
maestras y profesores, y sobre las infinitas debilidades institucionales, la escuela sigue
siendo el referente de los procesos de socialización y la vía más adecuada para la
transmisión y organización de saberes que van mucho más allá de lo académico puesto que
tienen que ver fundamentalmente con la existencia en sí. Por lo mismo, el niño fuera de la
escuela es la cometa sin vuelo, sin hilo y sin viento. Y, a su vez, una sociedad con niñas y
niños desescolarizados no puede justificarse a sí misma ni pasar por alto sus
responsabilidades. La no-escolarización de estos niños coloca sobre el tapete la existencia
de nuevas injusticias de las que son víctimas estos niños cuando son homologados al resto.
Esta escuela no se ha sentido obligada a sostener sin condiciones a los niños. Por el
contrario, la escuela de la violencia se ha convertido también en escuela expulsora de los
pobres, de los que carecen del dinero para los útiles escolares, para los bonos
extraordinarios, para los uniformes de diario y aquellos llamados de parada que solo sirven
para marcar las diferencias y que, por más ilegales que fuesen, están llamados a vestir de
gala a la pobreza que así tapa sus heridas, su propia podredumbre. La escuela que, en lugar
de enseñar en sus aulas, obliga a niñas y niños de la pobreza que carecen de espacio y
tiempo, de mesas y otros recursos, a realizar largos y complejos deberes escolares. Con
frecuencia, es la escuela del absurdo. Estas y otras muchas realidades forman parte del
arsenal intelectual y ético de la escuela en sí misma, de maestros y profesoras hipotecados a
un sistema de violencia del que ya ni siquiera son conscientes.
Entonces tienen que salir de la escuela porque los papás no tienen igualmente
mucho dinero para sustentar a todos. Aunque, como ya te dije, sí hay a veces niños
a los que les gusta ir a la escuela, aunque a veces dicen que mandan muchos
deberes y que no pueden hacer.
Es posible pensar que la callejización supondría una ruptura casi radical entre la escuela y
el niño, una suerte de contradicción epistémica de tal manera que la una excluya a la otra
puesto que la escuela implica la transmisión y apropiación de saberes del orden en el que la
calle no se encuentra de ninguna manera. Mientras la escuela convoca a los encuentros con
saberes organizados y los dones de la cultura, la calle los contradice o, por lo menos, los
desconoce. Una contradicción de la que niñas y niños dan cuenta en ese entrar y salir de
manera permanente de la escuela, ya sea con razones más o menos aceptables o bien
magnificando una realidad en sí misma conflictiva que se revela en esas múltiples
dificultades que surgen mezcladas con la realidad de una vida atravesada y sostenida en la
precariedad significante.
A algunos sí les gusta estudiar, pero también les gusta ir a la calle, también les
gusta hacer cualquier cosa como ir a vender o ir a robar. También los papás dicen
que no hay dinero y entonces tienen que ir a trabajar. Pero unos sí van, pero
entonces tienen que salir de la escuela porque igualmente no tienen dinero para
68 sustentar a todos. Como ya te dije, otros salen porque no se enseñan en la escuela,
salen porque les mandan muchos deberes, no ves que dicen que allí en la escuela
pierden mucho tiempo porque es mejor trabajar y ganar plata que estar sentada en
la escuela y atendiendo a un señor que no sabe nada.
Esta exclusión social no se inaugura en cada niño puesto que viene de una historia antigua,
procede de la infancia de su papá, de su mamá, la de sus ancestros para quienes la escuela
no se significó como puerta que se abre al mundo de los saberes y del crecimiento humano.
La pobreza posee, pues, el valor de justificarse a sí misma y de impedir que los
cuestionamientos vayan más allá de las quejas. Sencillamente en la escuela común y
corriente no hay lugar para ellos, como lo dicen en sus testimonios que poseen las
características del discurso oficial que dice que los niños que salen de la escuela lo hacen
por vagos, porque no quieren estudiar, porque la familia es despreocupada. Por todas esas
inmensas y sesudas razones con los que los sistemas políticos y económicos se justifican a
sí mismos.
De estas verdades se hacen cargo los discursos preestablecidos por una sociedad alérgica a
la diferencia. Así, mediante la repetición, la sociedad lava los trapos sucios de su
conciencia y se queda tranquila, mientras los niños deberán responsabilizarse de su
situación puesto que son ellos quienes abandonan la escuela ya que prefieren cualquier otra
cosa a realizar las tareas escolares. Si bien el testimonio pertenece a un niño de Quito, nada
impide ponerlo en boca de cualquier profesora o de la directora de una escuela de la
pobreza en las que todo suele ser pobre, incluidos los criterios y justificaciones, las
enseñanzas y las relaciones.
Ir a la escuela no consiste tan solo en entrar al local escolar, hace falta también entrar en el
aula a la que no siempre acceden esos niños que prefieren quedar fuera porque,
posiblemente saben que ahí no hay lugar para ellos. Realidad compleja puesto que se trata
de lugares simbólicos de los que no se apropia un niño ni mediante la matrícula ni con la
lista de asistencia. En estricto rigor, niñas y niños de la calle ya se encuentran fuera de la
escuela, incluso cuando se han matriculado y empieza a asistir a clases.
A los niños no les gusta ir a la escuela, incluso cuando van, hacen panita 29 .Algunos
no hacen los deberes por el juego, dicen: no, mami, no me mandaron deberes, para
no hacer los deberes.
A veces van, pero de hecho no van porque van, pero no entran al grado, no llevan
deberes, se quedan por la calle. También vienen los amigos y nos dicen no entres,
vamos a drogarnos, vamos a emborracharnos. Entonces no se va, y se les sigue la
corriente. Entonces la mamá va y le pregunta a la señorita por qué no le ha
29
Hacer panita: fugarse de la escuela en grupo.
69 mandado deberes esta semana. La señorita le dice que sí ha mandado. Entonces la
mamá ya se enojó, y no le manda nunca más a la escuela.
Entonces, para qué ir a la escuela si ya se acostumbraron a la calle, a robar y a
asaltar a las personas. Las mamás sí quieren que toditos vayan a la escuela, pero
ellos no saben querer entrar al grado porque están enseñados a la calle con los
malos amigos y las malas amigas.
También estos niños repiten el discurso oficial de que la escuela es indispensable para saber
y, luego, para conseguir trabajo, comprar cosas y vivir bien. Lo repiten como lo hacen
respecto a muchas otras consignas y principios sociales. Lo dicen de memoria porque, pese
a estar en la calle aislados de los órdenes que les pertenecen como niños y como
ciudadanos, no pueden dejar de repetir los discursos oficiales. Sin embargo, tampoco se
puede desconocer en ellos la fuerza del deseo ya que, más allá de su crónica privación,
forman parte de las redes de los deseos sociales. También ellos desean saber, estudiar,
trabajar, poseer lo necesario para vivir decentemente. Sin embargo, ese deseo ha sido
reducido a la mínima expresión y esto lo saben bien las instituciones que se dedican a
trabajar con ellos.
Enfrentando lo duro de su realidad, hay niños que logran estudiar, probablemente apoyados
por una mamá que aún confía que para su hijo podría haber un mundo diferente. Niñas y
niños que deben combinar el trabajo en la calle con una escolaridad sostenida pese a las
inclemencias de lo cotidiano.
Hay algunos que trabajan y van a la escuela en las tardes o en la mañana. Hay
algunos que trabajan en la mañana y otros que trabajan en la tarde y van a la
escuela en la mañana y regresan. En la tarde llegan y hacen los deberes, y les
manda la mamá a trabajar.
No es dable que se aborde el tema de la inclusión escolar sin tomar en cuenta estas
realidades que van mucho más allá del hecho físico de un niño matriculado o asistiendo de
vez en cuando a la escuela. Existe una suerte de incoherencia que opone la calle a la escuela
común y corriente, entre un niño que debe trabajar y otro que solo debe estudiar, entre
quien enfrenta día a día un sinnúmero de situaciones conflictivas, violentas y hasta
destructoras y aquel que sale de su casa y que regresa a ella, aunque pobre, puesto que
forma parte de una familia más o menos organizada.
En otras palabras, la exclusión social de la que son víctimas los niños que habitan la calle
conlleva, entre muchas otras, una suerte de exclusión dada e irreparable de la escuela. No
existiría coherencia social y teórica entre la pretensión de que un niño que vive y trabaja en
la calle tenga un espacio lógico y significante en la escuela. Entre las dos realidades se
daría una clara contradictio in terminis casi absolutamente irreductible, incluso cuando la
escuela a la que podría ir se halle igualmente formando parte de la exclusión social, como
suele acontecer.
70 El siguiente testimonio se refiere precisamente a este sistema de contradicciones que, no
por ser ignoradas, dejan de actuar de manera permanente. Se da una especie de miseria
social que se extiende, como nata histórica, sobre la superficie de la cotidianidad que no es
otra cosa que la vida misma de estos niños. 30 ¿Cómo pretender que los niños de la violencia
social y familiar puedan ingresar a un espacio en el que, en principio, actúan los órdenes de
la cultura que no solamente no incluye el trabajo infantil sino que, además, lo condena?
Rosario Ortega (2002), considera que la violencia constituye uno de los tantos virus que
contaminan la escuela, quizás el más grave porque incluso ha llegado a anteponerse a los
objetivos de los procesos educativos. Lo más grave de esta violencia consiste en que, como
respuesta, se acuda a más violencia que, en ciertos casos, incluso ha llegado a ocasionar la
muerte de agresores o agredidos. Para la autora, sin embargo, lo más grave está en las
consecuencias en el orden de lo que denomina salud mental y que tendría que ver con
depresión, trauma y baja autoestima que podrían conducir al uso conflictivo de drogas, al
ausentismo escolar y la autolesión.
Por lo general, la violencia escolar no suele ser analizada sino tan solo reprimida con más
violencia por parte de directivos y maestros que la consideran como un defecto de cada
sujeto y nunca como un efecto de los males que niñas y niños padecen en su cotidianidad y
que se origina en el sistema educativo y en la misma escuela.
¿Será acaso imposible vivir sin violencia? ¿Se debería, acaso, aceptar como inevitable y
normal que niños y adolescentes opten por la agresión y hasta por la extrema crueldad en su
vida cotidiana? En el aula, un chico saca una pistola y dispara a quemarropa a su
compañero que cae muerto. Y como él, muchos otros chicos y muchachas han fallecido
víctimas de actos inexplicables que dan cuenta de que algo muy grave acontece en nuestro
mundo. Dos niñas torturan inclementes a una de sus compañeras caída en desgracia,
mientras en el colegio vecino un chico, cansado de ser objeto de oprobio, hunde su navaja
en el rostro del compañero que no ha cesado de ofenderlo, sistemática, perennemente.
Yo sí estuve en la escuela hasta quinto. Y me retiré, pues, por el mal genio que ya
me dañó. No ve que yo iba a la escuela así bobito, con la droga, pero solo bobito.
Ajá, pero no drogadicto, con los ojos verdes, no, pues. Iba así bien, pero la cabeza
me dolía, y yo iba así no más y leía todas esas cosas, leía, escribía. Más mejor que
las letras que yo escribía, mejor sumaba o restaba. Ahora ya no, ya me salí. Se me
daña el genio de repente, me cabreo, y ya no sé qué hago, son los malos genios, y
entonces ya no sé lo que hago, soy capaz de cualquier cosa. A lo mejor vaya a una
escuela, pero más después, cuando ya no tenga los malos genios.
¿Cómo no estar cabreado con la vida, la sociedad, los otros? Además, maestras y
profesores no dudan en recurrir a la violencia para enseñar y educar. No solamente gritan y
30
En los últimos años es notorio observar cómo la violencia ha ingresado en la escena escolar de variadas
forma: saqueos, conflictos entre profesores y alumnos, portación de armas, asesinatos a compañeros. La
violencia social, la de la calle, llevada al aula mediante uno solo y único camino. 71 amenazan, también golpean a los estudiantes con lo que pueden ante el silencio cómplice
de las autoridades que encubren al colega. Y si un estudiante se atreve a denunciarlos, lo
único que obtiene es más violencia porque su palabra no cuenta, más aún la palabra
enunciada desde la pobreza. Por su parte, las autoridades hacen todo lo posible para
esconder o minimizar las denuncias con el pretexto de mantener en alto el nombre de su
establecimiento. En escuelas privadas, a los denunciantes se les niega la matrícula. La
crueldad urbana se introduce en la escuela con la fuerza que le proporciona la indolencia
social y política ante toda clase de delincuencia.
“El análisis de las formas de inclusión escolar de los niños de distintos sectores sociales no
pueden reducirse al problema del acceso o la cobertura escolar” dice Sandra Cali. Y tiene
toda la razón, porque la no matriculación y la deserción constituyen problemas complejos y
sobredeterminados.
Cuando los niños consideran que resulta más fácil trabajar en la calle que ir a la escuela,
probablemente no se equivocan del todo si es que comparan realidades dispares entre sí
pero ligadas, quizás íntimamente, por la violencia.
Porque ellos creen que estar en la escuela es más difícil que estar mendigando en la
calle. Por ejemplo, otros dicen que el estudio es difícil porque no les gusta
madrugar, y peor cuando ellos tienen que pagarse la escuela, entonces dicen que no
les alcanza sino solo para sus drogas o si no solo tienen plata para darles a sus
papás. Otros, en cambo, dicen que la escuela es muy lejos, o que tienen que ir de
noche, entonces es mejor no ir.
Se trata de un mundo al revés cuando son los mismos niños los que tienen que financiar sus
estudios desgranando centavos de lo poco que ganan en la calle. Por supuesto, es imposible
que se sostengan situaciones como estas porque son ajenas a toda lógica y porque penden
de la debilidad absoluta del deseo de un niño de sostener esta iniciativa. La deserción
escolar no sería, pues, tan solo un efecto sino casi una necesidad ineludible que surge de
una contradicción insostenible entre el deseo personal y el mandato social de estudiar y
saber y la realidad insuperable de la pobreza que ordena trabajar para sobrevivir y dejar de
estudiar para aprender otras lecciones más importantes que tan solo la calle enseña.
Los grandes enunciados de los discursos de la política neoliberal se deshacen ante la
realidad de la pobreza que sabe muchísimo menos de análisis criteriales que de la práctica
diaria de la sobrevivencia. La cita es de Stromquist (2001: 39-56), que pone el dedo en la
llaga de las contradicciones de los discursos políticos:
La ideología liberal presenta la educación como un sistema que puede hacer mucho
para promover la movilidad social y la redistribución de oportunidades, a la vez
que presumiblemente trabaja con criterios enteramente meritocráticos. La
ideología liberal, por tanto, pinta la educación pública como obligatoria y gratuita
a lo largo y ancho del mundo. Esta última afirmación está lejos de la realidad: rara
vez es completamente gratuita, puesto que los padres/madres de familia tienen que
72 comprar materiales escolares, libros y uniformes un gasto sustancial para los
pobres—, y no suele ocurrir en los países en vías de desarrollo que un sistema
educativo haga respetar la asistencia obligatoria a la escuela.
Para que la asistencia obligatoria a la escuela se convierta en realidad sin excepciones de
ningún orden, es indispensable que cada familia haya superado todo aquello que la pobreza
coloca como interferencias insuperables. Para lograrlo, no solo hace falta dar la espalda a
las fatuas verdades de los discursos políticos sino también crear y sostener nuevas
condiciones de vida de las familias de tal manera que el trabajo de niñas y niños no se
convierta en una necesidad de absoluta sobrevivencia. De hecho, las familias de la pobreza
intentan que sus hijos vayan a la escuela, por lo menos algunos años, porque son
conscientes del valor de la educación. Pero, aunque no lo hagan de manera directa y
propositiva, terminan sacando a sus hijos de la escuela cuando los requieren como fuente de
pequeños ingresos para la sobrevivencia.
No van a la escuela porque ya no tienen tantos recursos, porque en verdad los
padres ya no tienen tanta plata para abastecer a todos, para que todos vayan a la
escuela. Entonces a veces ellos mismos deciden salirse de la escuela porque la
mamá dice que ellos mismos tienen que comer porque ella no tiene más, entonces
ellos deben salir de la escuela para trabajar en la calle. Y la misma mamá no
quiere que vayan a la escuela para que se queden a trabajar para que le den plata
para la comida, para hacer muchas cosas.
En la Declaración de los Derechos Humanos, la educación es un derecho fundamental y
una obligación legal. 31 Sin embargo, ningún Estado ha sido demandado por sus ciudadanos
por no cumplir con este derecho al no crear suficientes escuelas, al mantener escuelas que
en realidad son covachas, al facilitar por sus políticas económicas que los niños deban salir
a la calle a trabajar para sobrevivir.
Una mujer llora desconsolada porque su hija se ha quedado en la acera de al frente de una
escuela pública, es decir, gratuita. ¿En dónde la gratuidad, se pregunta? Ochenta dólares de
matrícula la han pedido para que la niña tenga derecho a su espacio y a su tiempo, para que
abra sus cuadernos y comparta con sus compañeras. Pero la mujer, desde hace cuatro
meses, ejerce la más innoble e inhumana de las profesiones actuales: la desocupación. ¿El
nombre de esta escuela? La pobreza también amordaza las palabras y la ira. Es preciso que
ese nombre no salga porque, a lo mejor, la niña un día regresa al aula y tendrá la retaliación
como nueva compañera que le hará la vida imposible.
Desde los discursos de los derechos y de las leyes vigentes, todos los niños deberían estar
protegidos en sus casas y en la escuela y no dedicados a actividades que no les
corresponden. De una vez por todas, es preciso reconocer que el trabajo infantil, en todas
31
Convención de 1989 sobre los Derechos del Niño.
73 sus formas, atenta en contra de sus derechos. La calle es un lugar sin límites, abierto a la
intemperie de los peligros, de la escasez de normas y a la abundancia de toda clase de
atropellos. La calle, en medio de la muchedumbre anónima, conduce a la soledad y al dolor
o, en el caso de estos niños, a la soledad absoluta puesto que se hacen a sí mismos con las
puertas de la vida cerradas. Si la educación es la llave que abre el mundo a cada sujeto,
estas puertas quedarán cerradas para siempre.
En efecto, mientras se mantengan las condiciones actuales que discriminan y no acogen a
todos por igual, no habrá otra alternativa que reconocer que la verdadera inclusión entraña
problemas de orden cualitativo que no van a desaparecer por decreto. Porque, aunque en la
realidad diste mucho de serlo, hacen falta políticas abarcativas para que el niño deje de
mirar al maestro y a la maestra como implacables carceleros. En efecto, de sus testimonios
se deduce que estos niños colocan en la escuela sus representaciones sobre un mundo en sí
mismo malo y exclusor. La escuela lo representa con su organización, con su apertura al
futuro y también con sus propias violencias. Imposible, por lo mismo, que un niño se
incluya en esa institución encargada, desde sus representaciones, de significar el oprobio de
una sociedad eminentemente violenta y exclusora.
Entonces no quieren ir porque dicen que la escuela es fea. Entonces es mentira si
dicen que le ponen ñeque, si dicen que avanzan, porque piensan que las tareas que
mandan son muy duras o son muy estrictas. Y sabes que si no llevas las tareas, la
profesora te manda sacando.
La expresión te manda sacando tiene el poder de marcar este mundo diferenciador y
excluyente que la escuela se encarga de representar y al que todo acceso se halla negado
desde antes, quizás desde siempre. En consecuencia, para que estos niños vayan a la
escuela, deberían dejar la calle para ser incluidos en el mundo de los otros, el mundo de los
derechos reales y no solo verbales. En otras palabras, cuando de manera fáctica y evidente,
se rompa el divorcio producido entre las políticas educativas y las políticas sociales.
74 Primero vivir
Si el llanto es el primer signo de vida y de presencia en el mundo de los otros que realiza el
recién nacido, la mamada se convierte en el acto indispensable para sobrevivir no solo
física sino social y culturalmente. Cuando la mamá se ofrece a su hijo como alimento, dice
al hijo que su permanencia en el mundo con los otros se encuentra asegurada. Este
aseguramiento primario se constituye en la piedra angular de la existencia porque incluye
los lenguajes con los que el recién nacido podrá alimentarse ahora y a lo largo de su
existencia.
En criterio de Stromquist (2001), la pobreza termina siendo un concepto esencialmente
normativo pues especifica a una sociedad determinada. Sin embargo, en ciertos espacios y
tiempos, también puede comprender “un núcleo irreductible de privación absoluta” que
tiene que ver con el hambre, la desnutrición y una penuria que se hace evidente en cada
circunstancia, como en aquellas personas que sobreviven con apenas dos dólares diarios y
que, en el mundo, podrían llegar a ser unos 800 millones, sujetos olvidados de los sistemas
sociales y que, en el mejor de los casos, se han convertido en frases de las arengas políticas.
De hecho cuanto más se los califica y numera, probablemente menos se sabe de los pobres
convertidos en estadísticas o farisaicas rasgaduras de vestiduras. En el mismo orden, el
Estado con una postura minimalista busca soluciones inmediatas y a corto plazo mediante
actitudes y políticas subsidiarias al proporcionar a los más pobres ciertos bienes y pequeños
ingresos que podrían aparecer como fortunas frente a un largo historial de carencia y
miseria. Acciones que sirven a lo más para paliar un momento algo de ese universo de
necesidades, mas no para resolver, aunque solo sea parcialmente, algo de esa pobreza
sistémica.
Quien no se alimenta, está muriendo, está muerto. Comer y respirar constituyen las
condiciones ineludibles de existencia. Si alguien viene a este mundo, lo hace porque se lo
ha llamado a la mesa de los otros que, se espera, esté ya lista para su llegada. La mesa del
cuerpo de la mamá, luego la mesa de sus senos. El alimento primero, mezcla de la
materialidad de la cosa y de los valores significantes producidos por la cultura. Tan solo él
es ser, y nunca será cosa. Ese primer alimento sostiene su existencia en el mundo de los
sujetos, como único e irrepetible. Es hijo de mujer y, por ende, simplemente es. Esa leche
primera representa parte de su humanización, por lo mismo, no es únicamente cosa por
cuanto se halla constituida por un complejo entramado de significaciones que se han
construido a lo largo de la historia de la humanidad. La mujer se da al hijo como casa 32 y
32
Como casa de la palabra. Esta palabra que no llegará, como supone cierto idealismo psicoanalítico, cuando
ya haya nacido y tan solo a través de la mediación del padre convertido en un nombre que significa la ley.
Esta visión idealista y exclusivamente masculina del mundo deja de lado el hecho de que los órdenes de la
cultura preexisten al sujeto y que el embarazo es, ante todo, un hecho lingüístico, metafórico y no real. Lacan
supone que el hijo nace al margen del entramado cultural esperando que sea el papá, en un momento mítico,
le inscriba en la cultura. Este idealismo metafísico ya estuvo presente en el pensamiento aristotélico-tomista
75 alimento desde el momento de la concepción y, en ese acto, le transmite los órdenes de la
cultura.
En los actos de amamantamiento, se culturiza toda alimentación. Es decir, la comida ya no
se ubicará únicamente en los espacios reales de las cosas sino que traspasará la naturaleza
de la comida para introducirla en las redes significantes que hacen que todos los alimentos
queden culturizados puesto que implican actos de donación. En consecuencia, en cada acto
de amamantamiento, la mamá se dona, en el más estricto sentido de la palabra, se dona
como sujeto y cultura, como presencia temporal y como tradición.
De hecho, los acontecimientos en los que se halla involucrado el sujeto poseen identidades
múltiples que se refirieren a sus relaciones con lo social y cultural. La comida, por ejemplo,
forma parte del mundo del acontecimiento puesto que se halla ligada íntimamente a las
prácticas sociales, más allá de sus valores de sobrevivencia. Los alimentos se introdujeron
en los espacios de la cultura desde el momento en que pasaron por sencillos y complejos
ritos de preparación íntimamente ligados a la ritualística familiar y comunitaria hasta hacer
que la comida forme parte del mundo de los deseos a los que pertenecen los gustos y
desagrados, la satisfacción y el rechazo, el hambre y la llenura, el placer y el displacer.
Puesto que pertenecen a este mundo mágico, las comidas, sus lugares y tiempos adquieren
valores de significación mutantes pues dependen, no de sí mismos, sino de los valores
otorgados por quien se alimenta y por las circunstancias que envuelven el acto de comer.
No posee el mismo valor de significación la comida de todos los días que la comida de una
celebración familiar.
Entre los que salen a la calle, hay personas que sí desayunan en la casa, pero hay
otros que no por falta económica. Cono no tienen qué almorzar, igualmente van a
buscar comida para ellos alimentarse, lo que les regalan o lo que encuentran por
ahí.
Aquí se ubicarían los puntos de quiebre entre los niños habitantes de la calle, los niños de la
pobreza y sus pares que viven en mejores condiciones económicas. Para los unos la
sobrevivencia es el motor. Allí el hambre y la necesidad de comer priman sobre toda
consideración significante. Más aún, la necesidad sustituye al gusto, a la elección y al
placer. La cultura hace de la comida el primero de los dones dados al otro como señal de
bienvenida y de pertenencia en un proceso de reciprocidad que, en el caso de los niños,
consiste en recibir al otro como don que se expresa en la comida. Es probable que este
proceso no se dé en la calle sino de manera excepcional por cuanto la comida se halla
excluida del rito.
de la información del cuerpo mediante el alma que humaniza ese cuerpo. La ley del padre, anunciada por
Lacan, no es otra que la cultura que antecede a todo nacimiento y en la cual se hacen los hijos de mujer
mucho antes de su concepción.
76 Hay veces que los niños saben coger en los mercados la comida botada, cogen la
comida, lo que han sobrado los señores que han comido, y ellos se comen.
Lo que convierte en acto humano la comida es su inscripción en el campo del don, del
deseo y de la satisfacción. La comida traspasa los órdenes de la naturaleza cuando deja de
lado los órdenes de la necesidad para ubicar ahí la satisfacción y el placer. El deseo
deambula por los espacios de los colores y olores, por las formas y sabores lo que hace que
la necesidad quede subsumida por los sentidos de la cultura. El enfrentamiento de Eco
(2000), a Pavlov podría aclarar aquello que diferencia de manera radical e irreversible entre
el perro domesticado y el sujeto que camina haciendo su existencia sobre el lomo de los
deseos, los placeres y los imaginarios imposibles de ser sometidos a fórmula alguna. Los
comentarios pertenecen a Daniel Salomón 33 que justamente llama la atención sobre
cualquier intento de naturalizar la existencia humana erradicándola de los espacios de los
impredecibles en el que se encuentran el deseo, la demanda y la satisfacción.
Cuando se considera a los alimentos dentro de la dinamia de los dones, entonces es posible
ir hasta sus profundas significaciones que van más allá de un sujeto hambriento y unas
cosas denominadas alimentos. Esta posición exige mirar la comida en el campo del don y al
sujeto en el de la demanda y el placer. La comida forma parte de los sistemas de
intercambios culturales de los que cada sujeto forma parte desde el momento mismo del
nacimiento cuando la madre alimenta a su hijo de tal manera donándose en la leche y en el
seno que ella misma queda significada en el seno. Es decir, para el hijo los primeros
significantes que asume son esos de madre-seno-satisfacción.
Por lo mismo, la comida pertenece al mundo de los signos que la cultura ha creado para
marcar las relaciones, las dependencias y las ternuras. Cuando la comida se desprende de
este universo, se convierte en cosa, en objeto real. Como diría Godelier, la comida forma
parte de los enigmas de los intercambios en los que tempranamente es introducido todo hijo
puesto que, al donarse en el seno, la madre exige la reciprocidad de otros dones por parte de
su hijo. 34
33
Dos perros se encuentran en Moscú, uno está gordo y bien alimentado, el otro flaco y hambriento. El perro
hambriento pregunta al otro: “¿Cómo consigues encontrar comida?”, y el otro…responde: “¡Es muy fácil!
Cada mañana a mediodía voy al Instituto Pavlov y me pongo a babear, y…, al instante llega un científico
condicionado que hace sonar una campanilla y me trae un plato de sopa”. ¿Qué ocurrió entre Pavlov y Eco?,
entre Pavlov que afirma “los hechos son el aire de los científicos, sin ellos no se puede volar”, y Eco que
escribe “la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir. Si una
cosa no puede usarse para mentir…tampoco puede usarse para decir la verdad: en realidad, no puede usarse
para decir nada. Salomon, Daniel, El universo de Einstein, 1905 – annus mirabilis – 2005, IAFE/Conicet and
FCE y UBA), Buenos Aires, 2007.
34
Para el psicoanálisis este tema fue importante desde los primeros trabajos de Freud (1905), que consideraba
que las heces del niño terminan constituyéndose en una suerte de monedas con las que retribuye a la mamá
por los dones otorgados. Doltó (1994), hablaba de amancia para indicar que la madre, al darse es toda entera
como don que abarca todos los otros dones, se convierte en objeto de amor de su hijo, siendo también el
objeto referente de todo amor posible.
77 Cuando tienen hambre, como no tienen plata porque no han vendido o son vagos,
entonces, entran a las tiendas y se cogen comida. Otros en cambio pasan comiendo
lo que encuentran en la basura. Otros se duermen sin merendar porque no han
tenido suerte ese día en trabajar y no tienen qué merendar, entonces se duermen sin
merendar.
Entre los múltiples oprobios de la calle, quizás este sea el que más desorganiza la vida de
miles de niños cuyos deseos y demandas se quiebran para que aparezca la necesidad en
estado puro, esa necesidad que, al llenar todo el escenario, hace que la presencia del deseo
se evapore. Para Lacan (1998: 814), el deseo es aquello que hace al sujeto constituyendo lo
que se podría denominar su esencia. Atravesado por el lenguaje, su existencia no será sino
la perennidad de la falta lo que le conducirá a permanecer de tal manera abocado al deseo
que su existencia no consistirá sino en la búsqueda de un objeto perdido e inalcanzable,
deseado y prohibido a la vez. El modelo de este deseo hace referencia a la relación original
madre-hijo. Por lo mismo, este deseo actúa, se expresa y se realiza en los objetos que
mediatizan el objeto original que es la madre. El placer y el goce aparecen ahí, en ese
momento de las realizaciones metafóricas del deseo.
Los lenguajes permiten que los objetos de los deseos se metaforicen. Desde los pequeños
objetos lúdicos con los que los niños actuales crean mundos mágicos en espacios
extraterrestres, hasta el amor y los goces de la sexualidad. Son los lenguajes los que se
encargan de esta metamorfosis a la que deben someterse los objetos para producir placer.
No se trata tan solo del hambre sino del deseo volcado a los objetos y que lanzan a los
sujetos a la búsqueda de lo placentero. La necesidad es parte de ese motor pero no lo hace
puesto que el deseo representa esa suerte de condición humana caracterizada por la
insaciedad. Esto es lo que queda subsumido en la necesidad de comer cualquier cosa,
aunque sea una vil bazofia, las sobras de los otros, porque la primacía de la necesidad no va
más allá de sí misma. Lo que acontece con la ropa usada que ya ha dado forma a cuerpos
ajenos, dista mucho de asemejarse a lo que acontece con las sobras de platos de
desconocidos que antes se destinaban a los puercos. No son las migajas que caen de las
mesas de los ricos, no, son las sobras de las bocas de los otros. Se trata de acceder a aquello
que es capaz, al mismo tiempo, de provocar el deseo y de satisfacerlo.
Esta posición es ajena a toda idea de un sujeto de carácter metafísico que aspira a una
plenitud absoluta que vendría dada por la posesión del objeto-cosa igualmente absoluto e
inexistente, de esa especie de Otro exterior transformado en idea. Para el niño, ni su madre
ni la maternidad son ideas sino realidades fácticas que se simbolizan una y otra vez.
El sujeto de la vida cotidiana con sus necesidades e imposibles viene a cuestionar todo
idealismo que no se compadece con lo sufriente de un sujeto marginado y, por ende,
hipotecado a la realidad de la sobrevivencia. Si el idealismo (Bass: 1999:53), pretende
conceder al sujeto una posición trascendental en la existencia, las existencias de la
privación lo cuestionan y lo niegan porque esa identidad sufriente pone en entredicho
78 cualquier intento de universalización. Aquí no se trata de un “menos uno” llamado a
confirmar el principio de que todo hijo de mujer nace con la palanqueta bajo el brazo. Al
revés, los habitantes de la calle denuncian que los sistemas sociales producen y sostienen
regímenes de inclusión-exclusión y se sostienen en ellos.
Algunos días no tienen nada que comer porque, como saben irse a pedir en los
salones las sobras, algunos días los salones no abren, entonces los fines de semana
tampoco abren y ya no pueden pedir nada porque están toditos cerrados.
Cada minuto mueren a causa de hambre 10 niños, y más de cinco millones al año, dice
Unicef. 35 Cada una de estas muertes pone en picota al idealismo incapaz de pensarlos. Sin
embargo, el informe dice que nuestros países cuentan con suficientes alimentos para cubrir
las necesidades de su población. Si casi todo lo que compete a la existencia cotidiana
pertenece a los órdenes de las metáforas, el hambre, la desnutrición y las muertes ahí
provocadas denuncian el fracaso de los discursos sociales, políticos y económicos. El
hambre, en estos casos, se convierte en un real puro que ya no puede ser metaforizado
como tampoco podría serlo la bazofia que estos niños comen para saciar un hambre, desde
luego, insaciable porque en ella se encuentra representada toda la realidad de su producción
simbólica pauperizada.
El otro nunca puede dejarnos indiferentes. Porque no es una partícula en un infinito repetir
de igualdades especulares. El otro es parte del espacio simbólico del yo, y su presencia no
solo señala nuestra existencia sino que, además, la desafía porque pone en entredicho
nuestras certezas que no sirven para convencernos de que hay una forma especial de ser del
mundo.
Las señoras nos saben regalar la comida que ellas dejan, o si no otras nos dan lo
que sobra en las botellas de la cola o del agua, también cuando ya no quieren más
del helado de ellas. Nosotros cogemos no más todo lo que sea. O si no, otros van a
pedir a los que están comiendo en los salones, pero nos saben mandar insultando,
longos sucios váyanse, saben decir. Y entonces nos botan a la calle.
Los sacan del comedor como si estos niños necesitasen que les arrojen nuevamente a la
calle, como si ignorasen que ya están ahí, que la calle es su casa, su habitación, su lugar de
existencia, incluso cuando regresan al cuarto por la noche puesto que la casa imaginaria en
la que viven se ha convertido en lugar posada cuando la calle constituye su verdadera
morada.
La satisfacción es la única señal de la sinceridad del placer, pensaba André Gide. En la
pobreza y en sus extremos que se viven en la calle, se hallan ausentes una y otra porque lo
35
En la región, los más vulnerables al hambre y la desnutrición son los pobres que viven en los sectores
rurales, pertenecen a grupos indígenas o afrodescendientes, tienen bajo nivel educacional y bajo acceso a agua
potable y alcantarillado. Unicef, informe citado.
79 que cuenta es la ardua tarea de sobrevivir. Para que las experiencias de placer se produzcan
y se sostengan, para que se queden y signifiquen la existencia, es indispensable que el niño
haya construido para sí un mundo de fantasía. Es eso lo que propone Ende en su Historia
interminable (1993): los niños estarán mal si no son introducidos en el reino de Fantasía
para habitarlo, para ser hechos ahí como sujetos que desean y sueñan, que pueden construir
historias mágicas en las que son héroes de mil aventuras gloriosas. Si un niño carece de la
posibilidad de vivirse como héroe, su tiempo se diseca temprana y fatalmente. El niño y su
cuerpo constituyen una sola unidad que representa la certeza de la existencia, un cuerpo sin
escisiones puesto que la unidad se convierte en garantía de permanencia: se trata del cuerpo
del placer y del goce. Por lo contrario, las privaciones, las carencias extremas, los dolores
prematuros escinden el cuerpo separándolo de la unidad del yo puesto que el cuerpo
empieza a aparecer como lo que exige satisfacer la necesidad para sobrevivir, para no
descomponerse porque ya no es habitado por el placer sino apenas por la elemental
satisfacción que acalla a medias las demandas de un estómago vacío, un estómago real en el
que casi no resta espacio imaginario para lo placentero.
No se trata de recurrir a ninguna dicotomía entre el sujeto y su cuerpo, ni entre un supuesto
cuerpo real y otro imaginario. Todo es uno: el sujeto es su cuerpo, cualquier distingo que
aparezca en el lenguaje pertenecerá tan solo al orden de las metáforas. Estas eran las
intenciones de Ali-Samí (1979), cuando propuso distinguir el cuerpo imaginario del cuerpo
simbólico en oposición dialéctica entre sí para superar la oposición entre cuerpo y alma o
espíritu. Lo simbólico y lo imaginario constituyen formas de expresión de una sola
realidad, la del sujeto que existe en su propia unidad. Se trata, en consecuencia, de dar la
cara a ese dualismo que ha causado más males que los imaginados. En efecto, el dualismo
sostuvo e inclusive fomentó la pobreza porque la justificó y bendijo exaltándola al orden de
las virtudes y de las bienaventuranzas. Al exaltar la vida de los pobres, se pretendió
justificar e incrementar las diferencias sociales. 36 Pero en verdad, de los pobres es el reino
de la soledad, las privaciones, del sufrimiento y las exclusiones.
Cuando anochecemos, entonces comemos media merienda, la merienda completa
cuesta uno cuarenta, nosotros pagamos setenta y cinco centavos, entonces estamos
contentos porque, a veces, no tenemos ni para la media merienda, entonces a los
señores les pedimos que nos den algo, a veces claro que nos dan lo que ya ellos
sobran, a veces hay que seguir trabajando para tener plata para la merienda, si no
ya ves que así tenemos que ir a la casa hasta el día siguiente, entonces a veces yo
por ejemplo voy donde mi hermano que es casado y él me da algo de merendar
cuando tiene, si no nada mismo.
En buena medida, la existencia cotidiana se hace a través de un complejo sistema de
interacciones que se sostienen en códigos que, pese a ser móviles, poseen un grado de
36
Sin los pobres, los pudientes no podrían llegar al cielo y merecerlo puesto que la caridad es la primera de
las virtudes sociales, la virtud justificadora por excelencia.
80 permanencia. Se trata de los denominados valores que en realidad no significan otra cosa
que un sistema representacional que sirve de referencia para la intersubjetividad. Estos
códigos nunca son los mismos para todos ya que a cada sujeto le corresponde realizar su
propia interpretación del mundo. Sin embargo, tampoco puede darse interpretación alguna
que no cuente con los otros ya que nadie vive en una suerte de aislamiento significante, tal
como, por ejemplo, lo plantea Hoezen Polack (2006:21), para quien, desde un idealismo
llevado a los extremos, cada sujeto aparece como una isla atrapado en sus propias
significaciones en las que nada tienen que ver los otros.
Porque nadie es isla, el hambre no puede entenderse sino como una inobjetable negación de
los derechos fundamentales del sujeto ya que coarta cualquier intento de saberse parte
activa de la sociedad. Entonces, el hambre se convertirá en uno de los más graves actos de
exclusión, pero no de una exclusión cualquiera, sino de aquella que, de manera camuflada e
hipócrita, destina a la muerte al pobre. El hambre debería, pues, ser entendida como una
verdadera pena de muerte dictada por los sistemas sociales, políticos y económicos que se
sostienen en los principios de la exclusión. En estos sistemas excluyentes, restan pocas
oportunidades para que sus víctimas puedan construir otro tipo de relaciones que no se
sostengan en la carencia o la miseria porque la exclusión consiste en despojar al otro de
alternativas. El texto corresponde a Carlos Lozares (2006) para quien una de las tareas de
los dueños del poder y de las cosas consiste en cerrar todos los caminos a los otros.
Los que manejan el sentido de las relaciones sociales que construimos, los que
dominan los mercados, los que manipulan los sentidos, los códigos y los nombres
de las cosas e identidades emergentes, han copado y reducido el posible
surgimiento de nuevos significados o, al menos, tienen una capacidad considerable
de reducirlos a los Capitales existentes.
Cuando se cierran los caminos lógicos que conducen a lo simbólico de la vida cotidiana en
donde las necesidades tienen sentido en tanto se sabe que existen objetos de satisfacción,
aparecen esas rutas alternas creadas por la necesidad insatisfecha. Mientras los otros se
sentarán frente a un almuerzo personal y culturalmente calificado, los habitantes de la calle
la recorrerán para pescar algo que les saque de los apuros del hambre. Como se verá más
adelante, podría acontecer que un poco de droga sustituya al plato de sopa o a esos
desperdicios que les regalan en los restaurantes de la pobreza.
Mientras para algunos la comida se convierte en fetiche, para la pobreza deviene objeto real
despojado de sus valores mágicos del buen sabor, de la buena presentación, del gusto
seleccionador. Allí no hay lugar ni para la fetichización anoréxica de la muchacha que huye
del horror de su sexualidad anulando las formas eróticas de su cuerpo, ni para el
atiborramiento de comida para crear un muro de grasa que proteja de las inclemencias
significantes de una cultura que no se detiene a analizar los sentidos del engordar
compulsivo de niños que tempranamente aprendieron a taponar la boca con comida chatarra
para no hablar ni de sí mismos ni de los fantasmas que los persiguen. Para los sujetos de la
segregación social y cultural, el único fantasma que actúa es el del hambre heredada como
un bien y acrecentada día a día, en la medida en la que se alimenta de sí misma. Son las
81 dosis de hambre para alimentar el hambre. En ellos, la desnutrición es atávica y no casual,
se transmite generación tras generación.
En este sentido, la cocina y la comida, que se encuentran en los orígenes de la cultura y de
la familia, se han mantenido como referentes de pertenencia puesto que convocan, detienen,
limitan, amplían espacios y relaciones. Por otra parte, la cocina y la preparación de los
alimentos se convirtieron en elementos de sexuación y de diferenciación física y cultural de
los cuerpos. Es allí donde se ubican los orígenes primordiales del habitus porque ahí,
silente y constante, la mujer crea feminidades en sus hijas. De esta manera, la cocina y la
comida han vertebrado las pertenencias.
Por ende, si no hay ni cocina ni comida, desaparecen los valores simbólicos que
fundamentan las relaciones y las pertenencias. Su ausencia se convierte en uno de los
elementos expulsores de la casa a la calle y el retorno relativo o la callejización definitiva.
Tenemos que rezar a Dios que nos ayude, entonces algunas personas son buenas y
nos ayudan con comidita, porque en casa ya no se tiene nada. Por eso pasamos
pidiendo caridad en los salones, allí a veces dan a veces no dan. De ahí agüita con
pan no más desayunamos y es solo cuando tienen plata, porque si no estómago
vacío salimos. Porque, por lo general, nosotros solo desayunamos de vez en cuando
en la casa si la mamá tiene para comprar el pan. De ahí los que se quedan en la
calle, ellos se van a pedir, pero no les saben dar nada.
Mientras la cultura se encargó de erotizar la comida, la pobreza mendicante tiende a
despojarla de sus dones significantes hasta que aparezca la cosa que debe ser devorada para
vivir, para trabajar, para no morir. En el relato, el no tener dinero y no comer se convierten
en una suerte de destino ineludible, trágico, fatal. Entonces, se deshacen las referencias a
los órdenes del placer para que en su lugar aparezca lo real de la comida convertida en cosa.
Apagado el fuego del hogar, las cenizas dejan ver la ignominia que puede estar presente en
lo que se come tan solo para no morir de hambre.
La exclusión social es la gran fábrica de la delincuencia, decía Bourdieu. Seguramente lo
es, pero antes que eso es preciso ver la violencia ejercida sobre quienes deben recurrir a
todo lo imaginable para saciar el hambre. Las sociedades no dejan de llenar los periódicos
con las grandes violencias urbanas, como los asesinatos que crecen sin cesar, pero en esa
magnificación de la violencia colectiva se debe incluir, de forma explícita y necesaria, la
violencia social ejercida contra miles de niños y niñas que deambulan por las calles de las
ciudades comiendo los desperdicios de los otros.
Cuando tenemos hambre, entonces comemos de la plata del trabajo. Por ejemplo,
yo no sé merendar porque no sé ganar mucho. Entonces, no comemos y nos toca
seguir trabajando porque hay papás que van a malgastar la plata en tragos y no les
importa la vida de sus hijos, de si comen o no comen, y entonces irán a merendar
igual que el desayuno, agüita con pan.
82 Estas violencias permanecerán negadas por los medios de comunicación que se hallan
absorbidos por el crimen organizado, por las masacres del sicariato. La pobreza extrema de
estos miles de niños es su pan de cada día y, por lo tanto, se encuentran perversamente
subsumidas en las grandes violencias urbanas que escandalizan y movilizan las conciencias.
La causa de los niños y sus destinos no vende imagen.
Entonces se mueren de hambre y comen las sobras de los platos de las mesas o si
no los señores les regalan lo que ya no quieren comer. O si no, tienen que quedarse
sin merendar nada o tomar aunque sea un poco de agua.
Algunos de estos niños van a la escuela en la que tienen acceso a un pequeño desayuno e
incluso a una comida a medio día. Niños privilegiados que constituyen una excepción pero
que igualmente revelan los abandonos crónicos de los que son víctimas estos cientos de
niños de la calle que por sí solos denuncian las falacias de los discursos sobre la igualdad
de derechos y de oportunidades. La ignominia de los niños que no tienen acceso ni siquiera
a esa media merienda que sirve para engañar a la vida y también a la muerte.
A veces vamos donde venden a setenta y cinco centavos la media merienda. Pero
ahí mismo ya nos estaban haciendo cabrear porque saben decir que no, que no nos
venden porque no tienen sueltos. Y, diosito, si no me compra una persona, me puede
comprar otra para tener los setenta y cinco centavos. Entonces me digo, diosito,
quiero estudiar, quiero trabajar, quiero acabar la universidad y comenzar otra
vida.
Posiblemente no se cumplirá el milagro de la metamorfosis indispensable para cambiar de
vida porque no depende del deseo de los niños que, de suyo, ya ni siquiera cuentan con la
fuerza constructora de los deseos que tan solo actúan cuando hay futuro. Estos niños viven
el pasado hecho de privaciones ancestrales y que se prolonga día tras día, sin perspectiva
alguna de cambio.
83 Hojas de parra y cartones
El sujeto no se significa sino en los ejercicios de su vida en el mundo real que no es tan solo
el de las cosas sino también el de las representaciones mágicas, necesarias y hasta
indispensables para dar cuenta de la presencia entre los otros. Para Giddens (2005), los
modos de significar o la constitución de sentido están relacionados estrechamente con
actividades prácticas en el mundo real. Desde ahí sostiene que el significado de las palabras
proviene de “procedimientos” que los agentes usan en el curso de sus acciones prácticas
para alcanzar “interpretaciones” de lo que ellos y los otros hacen. Un lenguaje es
ininteligible separado de las prácticas sociales, aún si esas prácticas no pudiesen ser
explicadas en su complejidad en forma verbal. Las relaciones sociales no son, pues,
meramente lingüísticas, sino que se estructuran a través de prácticas sociales que se reiteran
en el espacio y el tiempo.
Así existe culturalmente un conocimiento no discursivo que informa el método utilizado
por los actores para generar las prácticas que son constitutivas de la trama de la vida social.
Es necesario que algunas de estas prácticas se vuelvan evidentes para que dejen de
cuestionar ciertas políticas sociales y, sobre todo, las conciencias públicas e individuales.
En efecto, la evidencia cotidiana de la pobreza, incluso extrema, ya no conmueve porque ha
llegado a formar parte del paisaje social, de lo evidente de una realidad que, de esa manera,
se escapa de todo juzgamiento.
A veces, cuando mi mamá vende bastante me compra una camiseta o un
pantaloncito, pero solo a veces no más, de ahí nos ponemos lo que nos regalan las
señoras que son buenas y que nos dan esas ropitas. Claro que es mejor la nueva,
pero eso no importa. A las mamás también a veces les regalan, pero no siempre,
más nos dan a nosotros.
Existe una relación directa entre la pobreza y la desigualdad social, entre los manejos de los
léxicos utilizados por unos grupos y los léxicos de otros grupos. No se pretende sostener
que la pobreza sea un conflicto exclusivamente lingüístico sino que la cotidianidad de la
pobreza crea lenguajes que, a su vez, construyen formas particulares para proveer de
sentido a una realidad que, de lo contrario, terminaría siendo vivida como acto
desconectado de una causalidad cada vez más compleja.
El vestido constituye parte primordial de las construcciones culturales de la identidad. Si
bien, en algunos casos podría tomar la forma de disfraz, como cuando alguien que ha
perdido la fortuna sigue vistiendo elegantemente, sin embargo, ni siquiera en estos casos se
ha convertido en disfraz sino en parte de esa identidad cultural que no desaparece porque se
haya perdido la fortuna, así el vestido se convierte en una suerte de ancla que sostiene al
barco que se hunde. La vestimenta forma, pues, parte de la identidad que se ejerce mediante
procesos culturales que incluyen sensibilidades particulares respecto a los modos de vestir y
a aquello que se usa. En efecto, en la gama inmensa que se da en la vestimenta respecto a
calidad, procedencia, se marcan los lugares de la exclusión y de la inclusión al mismo
tiempo porque quienes pueden tener acceso a determinadas marcas y estilos excluyen de
84 forma automática al resto que, incluso en los espacios de la riqueza, pueden quedar
excluidos. La ropa se convierte en un motivo clave a la hora de analizar las conflictivas y
alternantes posiciones de sometimiento y exclusión al orden dominante y de acción y
resistencia del individuo, señala Juárez (2006).
En consecuencia, el vestido, a más de cubrir y proteger, está destinado a hablar de la
historia de quien lo usa en las diferentes circunstancias de la vida. El vestido habla, devela,
revela. Es un remitente necesario a historias familiares, a posiciones sociales, a
construcciones imaginarias convertidas en hechos interpretativos que cada sujeto puede
realizar de la sociedad (Squicciarino: 1996). Es este el sentido de informar que posee la
ropa, primero en tanto da forma al cuerpo que, desnudo, se deshace, se desparrama en los
campos de una anatomía vacía. El vestido tiene la misión de organizar el cuerpo y de
significarlo dentro de un complejo sistema de sentidos múltiples. La desnudez, por su parte,
deja al sujeto a la intemperie de las miradas de los otros, incluso cuando se hallan ausentes,
la desnudez deja abiertas las puertas a la violencia del otro. Sin vestido, el sujeto se muestra
en el extremo de su vulnerabilidad existencial.
Por ello, desde el mito, lo primero que busca el ser es cubrirse de la mirada del otro que se
incrusta, que penetra, que hiere y deshace una unidad lábil, más imaginada que real. La
ropa interior, por ejemplo, seduce porque se constituye en la máscara de la genitalidad, el
antifaz que oculta el deseo y lo deseado, también la culpa del deseo, como en el mito de
origen. La Eva primigenia de la sexualidad devela, a través del deseo, su ser de mujer. La
hoja de parra no hace sino certificarla como deseante, incluso como prisionera de su deseo.
No es un trapo cosido sino un ente mágico capaz de significar lo que sin ello correría el
riesgo de permanecer expuesto como cosa in-significante.
Hay muchas personas que son generosas y que nos dan las ropitas. Pero igual hay
otras que son malas porque por ser de la calle nos insultan y hasta nos pegan
porque andamos sucios.
La pobreza en sí misma no es otra cosa que el retorno a la desnudez inicial de la existencia
asumida como estado. Si la sexualidad da cuenta de que la vida-cuerpo se sostiene en ese
sentido de opaco que la convierte en objeto y fuente de deseo, la pobreza se encarga de
borrarlo pues lo conduce al terreno de lo indeseable y es lo que, entre otras múltiples
razones, motivaría el rechazo porque en el cuerpo de la pobreza aparece expuesto lo que
debería estar oculto, porque, además, el cuerpo de la pobreza ha sido marginado de los
espacios de la seducción en el que realmente se significa, lo cual se hace más evidente en
un mundo actual profundamente erotizado.
La erótica no representa una forma circunstancial sino un estado necesario, una suerte de
condición de la existencia. Los cuerpos de la pobreza son rechazados porque, al marginarse
de la sensualidad erótica, develan aquello que los otros deben ocultar para insinuar y
provocar el aparecimiento del deseo en el otro. Mientras el cuerpo semidesnudo de la
erótica es invitación a hundimientos en placeres insinuados y desconocidos, el de la
pobreza se ubica justo en el polo opuesto. Es esto lo que lleva a la niña a colocar en el
85 testimonio la supuesta generosidad de quien le da ropa usada y la violencia de quienes la
rechazan porque la ven sucia, desarreglada, remendada. Es el cuerpo de la seducción, el
remendado, zurcido, sucio y viejo.
Desde el inicial diseño mítico de la hoja de parra, el cuerpo demanda ser informado por el
vestido cuya misión es colocar a los sujetos en el mundo de las fantasías y del deseo, en los
espacios del misterio hecho con mezclas de lo sagrado y lo profano. “Inicialmente, casi un
juego de palabras: nos dicen que todo funciona con la producción, ¿y si todo funcionara con
la seducción?”, se pregunta Baudrillard (2000).
Hay personas que nos regalan ropa para que nos pongamos, para que nos aseemos,
para que no andemos sucias, cochinas, para que nos bañemos y nos cambiemos.
Parecería que la propuesta para colocar los cuerpos de la pobreza en los lugares de la
seducción y del deseo consistiese en la limpieza, en aguas, jabones y baños a lo que estas
niñas nunca tendrán acceso por más que la ropa regalada hiciese esta clase de demandas. Lo
que para los habitantes de la calle, resulta no solo anacrónico sino fuera de todo lugar
porque se pertenecen a otros órdenes no sostenidos precisamente en esa clase de estéticas a
las que son ajenas.
Tan insertada se halla en la pobreza la estética de los cuerpos, que la ropa nueva que, de vez
en cuando logran comprar gracias a pequeños ahorros, no siempre es precisamente para
usarla sino para guardarla. Esas prendas nuevas quizás esperan una oportunidad muy
particular que probablemente no aparezca nunca ya que la pobreza consiste también en
carecer de oportunidades y celebraciones.
Cuando los hijos le dan plata a la mamá, ahí compra ropa buena. Los hijos
guardan esa ropa y no se ponen porque ya les han regalado una ropita usadita.
Entonces los dos se dieron cuenta de que estaban desnudos y les dio vergüenza y se taparon
con hojas de parra. 37 La desnudez transita entre la vergüenza y el deseo que la descubre a
través del vestido. El desnudo total no es lo que provoca el deseo sino el cuerpo vestido que
se convierte en vía para los imaginarios, aquello que devela los deseos y que invita a ser
removido con la mirada, primero, y luego con las manos. La seducción se encuentra en la
posibilidad de ir un paso más allá de lo que el vestido insinúa y ofrece. Eso quiere decir que
el vestido se encuentra en el orden del deseo y, por lo mismo, que forma parte de la estética
del placer de la mirada y de la seducción. Desde su reversibilidad, el vestido exige
movimientos de ida y vuelta, entre la mirada y el deseo, entre cubrir y descubrir el cuerpo.
Estos movimientos sostienen la estética de la moda cuyo destino es el de ofrecer el cuerpo
en un tiempo determinado para que los cursos de las miradas se abran y recorran cada vez
formas diferentes. Es lo que señala Baudrillard (2000:61) "...es lo que desvía, lo que aleja
37
Biblia, Génesis.
86 del camino, lo que hace ingresar en el gran juego de los simulacros, lo que hace aparecer y
desaparecer de su trayectoria y se les devuelve a su punto de partida”, porque la mirada va
siempre hacia un más allá que no es el cuerpo como realidad física sino en tanto se ofrece
como promesa. La lógica de la seducción no es la de la cosa sino aquella que se crea desde
el deseo y desde la promesa. Esta ruta ha sido anulada por la pobreza que hace que lo real
del cuerpo aparezca dejando al lado su erótica y, por ende, los ritos del deseo.
Solo desde esta lógica se puede entender el valor representativo que posee el vestido puesto
que informa al que lo lleva y lo representa ante los otros para que lo validen con los
criterios de las categorías sociales de la economía y de las pertenencias a determinados
grupos económicos y culturales. Se desprende, entonces, que no promueve nuevas
significaciones en el cuerpo de la niña pobre un vestido de niña rica porque ese vestido
exige un sinnúmero de significaciones que ya debían estar desde antes, desde un antes real
y mítico, imaginario y simbólico a la vez y que, seguramente, nunca estarán porque no hay
lugar para ello.
Esas niñas no lo saben porque no han vivido aquellas experiencias que dejan las huellas de
significación del vestido que crea feminidades particulares, que erotiza en medio de
espacios lógicos. Ellas son hechas en y desde precariedades que no podrán jamás ser
superadas con un vestido de niña rica. En cada una de esas niñas hay un vacío crónico de
sentido que permanecerá como tal a lo largo de la vida. Por eso lo único que quieren es un
vestido, cualquiera que sea, con tal de que cumpla la función primitiva de cubrir, y nada
más.
Son lindos los vestidos que nos dan, pero casi siempre quedan grandes, yo le sé dar
a mi hermana grande a ver si le queda, entonces ella sabe ponerse porque le queda,
o si no, nos dan vestidos chiquitos. También nos regalan ropa con huecos que ya no
nos sirve.
Así con el vestido, paso a paso, se construye la identidad sexual que también es identidad
social porque la sexualidad no es sino una de las innumerables formas de reconocimiento
social que cae, se posa, sobre cada sujeto, se queda y se va, permanece y se esfuma como la
misma seducción. El vestido es la parte transitiva y explícita de la seducción, lo que
aparece y desaparece, lo que muta de manera constante. El texto es de Baudrillard
(2000:79):
La seducción es inmediatamente reversible, su reversibilidad proviene del desafío
que implica y del secreto en el que se sume (...). Tal es el desafío. También forma
dual que se agota en un instante y cuya intensidad proviene de esta reversión
inmediata. Con capacidad de embrujo, como un discurso despojado de sentido, al
que por esta razón absurda no se le puede dejar de responder.
Al comienzo de todo proceso de identidad se encuentra la seducción, puesto que la
identidad no es otra cosa que el efecto de las representaciones que se construyen ante la
mirada de los otros. De esta manera se rompe la indiferencia de ese otro que, si no fuese por
87 la seducción, si no cambiase la ruta de su mirada para orientarla hacia el otro, permanecería
como ser desconocido o ajeno.
En buenos términos, la pobreza ocupa el otro lado de la seducción, su contradicción puesto
que el pobre debe permanecer y aparecer como lo no deseado ni llamado. La pobreza, esa
pobreza mendicante y desnuda de la calle constituiría la antítesis visible de lo deseado.
Si el vestido los identifica, el lugar para dormir los denigra, no ante los otros que se han
retirado a sus espacios propios para huir de la oscuridad, sino ante sí mismos porque lo
único que cuenta a esas horas, como en ningún otro momento, es la evidencia de la pobreza
que entonces termina siendo inapelable. Para quienes aún viven en el cuarto familiar, les
está vedado el retorno a casa para dormir si van con las manos vacías, puesto que esas
pocas monedas no justifican el hecho de compartir la cama común.
A veces tienen que dormir en la calle cuando no hacen mucho dinero, y entonces los
papás les dicen que se vayan a la calle a hacer alguna cosa, y entonces se tienen
que quedar en la calle a dormir. Y se han gastado la plata 38 , también tienen que
quedarse en la calle porque la mamá les manda sacando de la casa.
Se ha indicado ya que las mujeres se encuentran en el mismo orden de la expulsión familiar
causada por la pobreza puesto que a ellas les corresponde buscar el pan de todos los días.
Ella ha tenido a sus hijos en su cuerpo, los ha dado a luz y los amamantado con la leche
casi irreversible de la indigencia. Ella es, pues, la primera expulsada de los órdenes sociales
a los desórdenes reales en los que ya no caben las metáforas de la familia. A ella le
corresponde también la calle como lugar de trabajo y como lugar para la noche. Por eso,
cuando el niño llega a casa con las manos vacías, el papá ordena al hijo ir a la calle a
dormir con su mamá.
También algunas veces las mamás duermen en la calle porque tampoco han hecho
bastante plata. Entonces los papás les dicen a los hijos que vayan al parque a
dormir al lado de sus mamás. Y cuando no viven con el papá, algunas personas les
dicen: no duermas conmigo, te has portado mal, no has hecho mucho dinero en la
calle.
Por otra parte, habiendo sido ellas mismas expulsadas de los sistemas culturales que marcan
y sostienen las pertenencias, también se encargan de expulsar a sus hijos que, parecería,
tampoco forman parte de sus pertenencias. Si la madre se ve obligada a abandonar a sus
hijos, entonces desaparecen las posibilidades de salvación ya que se habría perdido el
primer y más elemental de los refugios. Ellos lo saben bien porque estas realidades forman
parte de su historia diaria.
38
Se han gastado la plata: han usado el dinero obtenido con el trabajo para cosas personales como dulces e
incluso en la misma comida.
88 En esto consistiría la semiología de la pobreza extrema que va más allá de la carencia de
cosas y que se refiere a la abolición de los sentidos básicos que sostienen la vida en el
mundo de los sentidos. Cuando el sujeto se ve obligado a ir más allá de los sentidos, arriba
al imperio del absurdo. En ese momento, ya no cuenta la lógica común de los afectos ni de
la maternidad puesto que en su lugar se habría instalado la lógica del abandono.
Porque las madres, aunque tengan hijos que trabajen en la calle, no se acuerdan de
esos niños. Nunca piensan que esos niños se pueden perder, pueden dormirse en la
calle y que hasta les pueden llevar presos.
En la pobreza se escenifican de manera perfecta los sinsentidos de las luchas intestinas, de
las revoluciones mesiánicas y de las democracias almidonadas. Cuando caen los telones de
los megadiscursos, entonces aparecen las realidades negadas o escondidas tras bastidores.
Ya en siglo XXI, aún hay sistemas políticos y económicos que pretenden sostenerse en los
grandes discursos universalistas del bienestar, la igualdad y la libertad.
Ya lo decía Baudrillard (1992: 153): "El efecto de lo real no es, por lo tanto, más que el
efecto estructural de disyunción entre dos términos, y nuestro famoso principio de realidad,
con lo que implica de normativo y represivo, no es más que la generalización de ese código
disyuntivo a todos los niveles". Es decir, los desórdenes de lo social dan cuenta de los
desórdenes de los lenguajes que organizan el mundo y que se revelan de innumerables
maneras y en cada una de las circunstancias de la cotidianidad. Allí se evidencian los vacíos
de significación del que pueden alardear, consciente e inconscientemente, los discursos
políticos.
Unos amiguitos míos perdieron a sus padres, y ellos viven así juntando cartones,
venden los cartones. Y ahí mismo donde reciclan los cartones, ahí duermen encima
de los cartones porque ellos duermen en la calle. Ellos tienen que pasar frío y
hambre.
Estas historias dan clara cuenta de la sustitución del orden de lo simbólico por el de lo real,
de la desaparición de los intercambios sociales destinados a limitar y justificar los espacios,
a juzgarlos y avalarlos, ese orden que dice que la calle nocturna no es lugar para dormir. En
efecto, si en algún momento se explicitan los desórdenes sociales y familiares y el imperio
de lo real es precisamente en cada niño que duerme en la calle cobijado con el frío.
Mientras la casa y la cama revelan los sistemas de intercambio simbólico de los lenguajes
sociales, la casa-cama de la calle los anula de forma inapelable.
Los que duermen en la calle se tapan con cartones, o se apegan a un rincón que les
caliente, y se cobijan con cartones o si no con su saco mismo, porque ahí nadie
tiene nada, solo la calle o algún huequito.
Con frecuencia, se coloca en los usos conflictivos de drogas la causa de la callejización, sin
embargo las drogas aparecerán como uno de los innumerables efectos de los abandonos
sociales que conllevan la ruptura de los organizadores simbólicos. Los usos conflictivos de
89 drogas no serían sino una denuncia más de que la calle se ha convertido en casa, lugar de
trabajo y espacio para evidenciar los abandonos irreparables.
Se quedan a dormir en la calle porque son drogadictos, porque no tienen otra cosa
que hacer que estar con las drogas porque solo en eso pasan, ellos ni siquiera
venden nada, solo roban para las drogas. Entonces se tiran en algún lugar, bajo los
árboles y ahí amanecen porque no tienen nada.
El abandono seduce como ausencia pura, como vacío de sentido y de compañía. El
abandono familiar y social atrapa a estos chicos y los envuelve en una nada en la que ya no
encuentran sentido alguno que no sea el mismo abandono con el que ya no consiguen
elaborar nada más que nuevos abandonos. Allí el frío seduce al calor, la nada a la
pertenencia, la soledad a la compañía, la ausencia de sentido a cualquier semiología
convencional. En tales circunstancias, desaparece un sentido de estabilidad que les permita
sobrevivir y crear ese sentido elemental que hace de la cotidianidad un pequeño peldaño
para sostener alguna esperanza en un futuro con el que se aún se puede soñar.
Cuando la sobrevivencia copa los sentidos de lo cotidiano, ya no hay futuro. Si a eso se
añade la ausencia de lo lúdico, entonces, el achicamiento de los horizontes se hace obvio
puesto que el destino social y cultural del juego no se encuentra en la diversión del
momento sino en su capacidad de crear e imaginar mundos en los que sería bueno vivir.
Esta es una más de las grandes agresiones que se han infligido a los niños de la calle ya que
no jugar implica disecar las fuentes del saber y del crear, del imaginar y desear, del disipar
y reír.
El sujeto del juego no es precisamente cada jugador, puesto que los jugadores simplemente
acceden a su manifestación. Gadamer (1998:145) afirma que las actividades lúdicas no
constituyen una suerte de añadido a la vida de los seres sino, por lo contrario, que forman
parte de su construcción subjetiva y social. Se trata, pues, de uno de los lenguajes con los
que los otros cuentan para recibir al recién nacido. Por ende, el juego forma parte de la
capacidad creadora e incluso artística del sujeto ya que, por más mínimo e insignificante
que podría parecer, en él se construyen y reconstruyen series simbólicas e imaginarias que
lo transforman en acto creador. Por más sencillo que pareciera un juego, en él se desarrolla
una auténtica experiencia creadora capaz inclusive de ir más allá del sujeto pues el juego ya
no tendría que ver con la conciencia del niño sobre el juego en sí mismo sino con aquello
que imagina y vive.
El «sujeto» de la experiencia del arte, lo que permanece y queda constante, no es la
subjetividad del que experimenta sino la obra de arte misma. Y éste es precisamente
el punto en el que se vuelve significativo el modo de ser del juego. Pues este posee
una esencia propia, independiente de la conciencia de los que juegan. (...) El sujeto
del juego no son los jugadores, sino que a través de ellos el juego simplemente
accede a su manifestación.
90 A la actividad lúdica el sujeto debe acceder de manera libre porque, si lo hiciese obligado,
el juego perdería su carácter de diversión. Siendo, pues, la alegría y la satisfacción lo que
debe producirse, cualquier imposición terminará convirtiendo al juego en dolor y
sufrimiento. Por eso lo lúdico se halla íntimamente ligado a lo artístico porque siempre
exigirá una actitud eminentemente creadora. Si bien Caillois (1986), sostiene que la
actividad lúdica requiere de tiempos y espacios previamente establecidos, sin embargo,
también es importante rescatar el carácter de improvisación típico de los juegos infantiles
que con frecuencia se desarrollan al margen de cualquier orden preestablecido porque lo
que cuenta es aquello que se crea para la diversión y de ninguna manera las reglas. Si
desapareciesen lo creativo y la diversión, la actividad automáticamente dejaría de ser lúdica
para convertirse en cualquier otra cosa que hasta podría llegar al sufrimiento.
Si el niño no jugase, se secaría la fuente de su creatividad y se alejaría peligrosamente del
mundo imaginario en el que es capaz de crear su historia al dotar de nuevos sentidos a su
cotidianidad. De ahí se desprende lo peligroso que resulta para los niños que habitan la
calle la carencia de tiempos y espacios para el juego cuando en ellos pesa el imperativo de
trabajar para sobrevivir. En ellos la diversión se reduce a momentos y actos más o menos
desorganizados en los que se puede improvisar un pequeño escenario sostenido en un robo
al tiempo de su obligación económica. Además, se trata de una pequeña actividad lúdica
cuestionada por el lugar y el tiempo. Ellos, hijos de la calle, viven con la prohibición de
hacer de un parque cualquiera un pequeño estadio para su remedo de fútbol.
Allá abajo nos vamos a jugar en el parque cuando el Juancho trae una pelota, entre
cinco vamos y hacemos el fútbol hasta que vienen los municipales y nos botan
porque no se puede jugar ahí, nos dicen. Entonces nosotros esperamos que se
vayan, y de ahí volvemos a jugar, pero solo un rato no más porque, si no vendes, te
jodiste porque en la casa te van a pegar, al Panzas cada rato la mamá le pega
porque él quiere estar solo jugando y no vendiendo los caramelos, él tiene como
cinco años y yo tengo siete.
La ciudad con sus calles y parques no se halla diseñada para el juego sino para el tránsito y
para el ornato. Los lugares de recreación destinados a los niños son escasos y ciertamente
no están pensados en los niños de la calle cuya identificación es evidente y que, por lo
mismo, nada pueden compartir con los otros. La casa y la escuela constituyen los primeros
y fundamentales espacios para los ejercicios de la creatividad, de la risa y del jolgorio. Para
que ello se dé y fluya, para que el juego lo represente ante sí mismo y ante los otros, el niño
debe saber que a él no le corresponden las preocupaciones por la comida, el vestido, el
lugar para existir con los otros. El juego creativo no es sino el efecto de la capacidad ya
dada de imaginar más allá de lo que se posee. Pero si la carencia y la desprotección se han
convertido en marco referencial de lo cotidiano, entonces los niños se verán abocados a
pensar y vivir lo real en el que no hay lugar para imaginar.
En el exceso de lo real que caracteriza la cotidianidad de los niños de la calle, el juego se
reduce a un mínimo de actividades físicas en las que los movimientos corporales priman
sobre todo otro propósito. Por eso, su inserción en lo lúdico tiene que ver más con lo
91 anecdótico que con una práctica sostenida en el día a día. Lo anecdótico se refiere a la
historia de burlar a los policías para poder patear la pelota en el parque o la caída al río del
que se sale aprendiendo a nadar. Lo anecdótico impregna un momento determinado pero no
es capaz de crear los mundos mágicos en los que el niño debe habitar para poseer futuro. La
niña de la pobreza no juega a cocinar o lavar sino que tiene que realmente cocinar y lavar
ropas reales. Estas actividades destruyen el mundo verdadero, ese que es tal como es y que
se construye a través del juego. Este universo estético es el que ni está ni estará presente en
la vida de la calle.
De ahí nos vamos a la discoteca, ahí nos dejan entrar porque no hay policías.
Entonces ahí vamos a bailar con las chicas, unos hasta fuman y los que ya son más
grandes hasta beben. Yo una vecita 39 no más fui, pero otros van siempre.
La cortina no cae por ingresar a la discoteca sino porque la calle llegó a sustituir a la casa,
la soledad a las compañías domésticas y el trabajo diario al juego. Cuando esto acontece, el
resto se da de suyo y cualquier crítica no sería sino una inútil y farisaica rasgadura de
vestiduras.
39
Una vecita: una sola vez.
92 TRES
EL OTRO LADO DE LA INTIMIDAD
Tanta flor de espuma
y trinos amarillos para el tiempo
o frutas sugerentes me izaré sobre tu miedo
desplegado
porque llevo comiendo
miles de panes y peces
desde antes
y me lloran los cestos si tú dejas
las redes destrenzadas en mi ombligo
María Ángela Pérez
La persona que pierde su intimidad lo pierde
todo
Milan Kundera
La intimidad es desnudarse ante los ojos de la
persona que amas, sin tener necesidad de
quitarse nada de ropa
Matías Barrios
93 Las calles de las ciudades del mundo albergan por lo menos a unos 18 millones de niños
que han hecho del abandono y la soledad su morada, el lugar para sufrir y morir. De esa
población incomprensible, unos 4 millones pertenecen a América, y de ese pastel de la
ignominia, a Ecuador la tajada de unos 750 mil. 40 Aún cuando, aparentemente, muchos
hayan decidido salir de casa para habitar la soledad de la calle, es necesario insistir en que
ningún niño, de suyo, elige vivir en ese abandono casi irreversible. Todos, de una u otra
manera, han sido expulsados de forma tal que no les quede otra alternativa que apropiarse
de ese espacio abierto como si se tratase de una propiedad, la única propiedad personal,
infinita en su soledad y en su apertura, marcada por la carencia omnímoda y, casi siempre,
irreversible.
Como lugar de vida, las calles son los escenarios en los que la existencia se evidencia
despojada de los ropajes simbólicos con los que la cultura la viste porque ahí existen otros
códigos con los que se manejan realidades como lo íntimo y lo privado, lo abierto y lo
cerrado, lo propio y lo ajeno. Su estabilidad se debe precisamente a que no soporta los
cambios que día a día se producen en los órdenes de las subjetividades. En este sentido, se
podría entender a la calle como una realidad plana en la que no se pueden reproducir en el
mismo orden y sentido aquello que se produce y reproduce en los sistemas privados de lo
doméstico.
La sexualidad y sus ejercicios se organizan y se expresan en los órdenes de lo privado,
incluso cuando se utilicen los espacios abiertos de la calle como, por ejemplo, cuando una
pareja de amantes camina tomada de la mano o besándose, e incluso cuando esa misma
pareja construye cierto exhibicionismo como recurso erótico porque en ello ve una
estrategia para sostener la legitimidad y la seguridad de sus deseos y placeres para caminar
las rutas hacia lo privado e íntimo. La sexualidad debió conquistar los espacios abiertos
para legitimarse luego de siglos de represión religiosa y política.
Con los habitantes de la calle acontecería lo contrario en tanto debieron dejar lo íntimo de
lo doméstico para explicitar su existencia en un escenario en el que nada se desarrolla tras
bastidores porque, simplemente, no existen estos bastidores que se hallan de manera
permanente en la sexualidad común y que poseen la función de convertirla en algo
eminentemente cultural y privado. Sin duda, allí se produce una erótica que se construye y
sostiene en principios distintos y que se expresa a través de modelos que pretenden remedar
lo que acontece al otro lado de la vereda. Sin embargo, no solamente los ejercicios de la
40
Cf. Ildis, Quito, 2004.
94 sexualidad sino su misma construcción y sentidos poseen especiales características que la
determinan hasta el punto de que su comprensión podría darse tan solo en relación a estas
características y no necesariamente a los modelos sociales.
Para nadie, adultos o niños, está clara la significación de la sexualidad aferrada al reino del
misterio. Más aún, cuanto más evidentes se hacen las prácticas sexuales y eróticas, la
sexualidad más se encierra en sí misma, como si se tratase de un misterio que no se deja
atrapar ni en un concepto ni en una serie de actos obvios. Se trata de un misterio que no se
devela sino a medias, en palabras, gestos, vestidos, actitudes que, con frecuencia, dan la
impresión de que todo conduce a algo que tendría que ver con lo sagrado y lo profano a la
vez, lo obvio y lo que permanecerá siempre como lo indescriptible. Quizás cada sujeto
presienta que traspasar las puertas de la sexualidad significa adentrarse en el mundo del
misterio en el cual no son posibles las respuestas absolutamente ni claras ni, menos aún,
definitivas. Porque se sabe que, cuando se aborda este tema, el sujeto se enfrenta a sí
mismo como lo indescifrable en un mundo determinado, sin embargo, a borrar hasta las
huellas de lo incomprensible e inadmisible que sostuvo la sexualidad en Occidente.
95 Sexualidades reales
El sujeto es su sexualidad, y la sexualidad es el sujeto puesto que representa una de las
formas primordiales de expresarse y ser ante sí mismo y ante los otros. No se trata de un
accidente del ser a través del cual se ofrece a la identificación sino de lo que es puesto que
no existe ninguna otra forma de hacer presencia sino en tanto hombre o mujer, niña o niño
hasta el punto de que ello se convierte en el primer signo sobre el que se levanta el edificio
de señalizaciones e identificaciones que, si bien aparecen dadas por una anatomía
reconocible, serán capaces de burlarlas o de ser burladas por acciones directas e inclusive
propositivas de los otros con lo cual se demuestra que no existe una sexualidad en sí misma
sino que representa una realidad que se construye desde antes de todo nacimiento con la
materia prima que proviene de la complejidad de los lenguajes y deseos de los otros.
En estricto rigor, nadie nace con una sexualidad estatuida sino con una serie de
prerrequisitos llamados a organizar los lenguajes con los que se armarán las realidades
sexuales, puesto que tanto las feminidades como las masculinidades responden a complejos
sistemas que tienen que ver con percepciones, creencias, expectativas, mitos y deseos. Al
comienzo de la existencia, niña y niño se encuentran en una aparente situación de pasividad
lo que otorga a los adultos la posibilidad de intervenir de manera directa y eficaz en la
construcción de aquello que, desde ese momento, un sujeto podrá ser nominado niña o
niño, hombre o mujer. Esto quiere decir que los otros serían capaces de desconocer las
marcas del cuerpo hasta el punto de construir una niña sobre el cuerpo de un niño. Las
marcas de la anatomía para nada servirían si ahí no se insertasen series discursivas
destinadas a proveer de sentido a aquello que ya no puede ser tomado como realidad
irreversible.
La cultura se impone en tanto crea conjuntos de significación unidos a organizadores que
hablan de mandatos, normas, prohibiciones y permisiones. Pierre Bourdieu (1998: 26),
hablará del habitus para señalar este proceso eminentemente constructivo de la subjetividad
como realidad sexual en el que interviene el otro sin que medien ni intenciones previas ni
acciones específicas.
El habitus produce tanto construcciones socialmente sexuadas del mundo y del
cuerpo mismo, que sin ser representaciones intelectuales no por ello son menos
activas, como las respuestas sintéticas y adaptadas que, sin descansar en modo
alguno en el cálculo explícito de una conciencia que moviliza una memoria, no son,
empero, producto del ciego funcionamiento de mecanismos físicos o químicos
capaces de poner el espíritu en paz.
La sexualidad sería, pues, aquello que no cesa de interrogar al sujeto sobre su orientación
imprescindible al otro, a ese otro indispensable para la elaboración de construcciones
lingüísticas y afectivas que proveen de sentido a la existencia. Nacer no significa otra cosa
que ser colocado, de una vez por todas, en el registro de las significaciones, algunas de las
cuales están ya dadas y otras por darse. Lo cual sería imposible si no existiese de antemano
una cultura llamada a acunar al recién nacido, a alimentarlo y a sostener su existencia. Por
96 lo mismo, carece de todo valor significativo la afirmación de que el niño es colocado en la
cultura solo mucho después de su nacimiento cuando el padre impone a mamá e hijo la ley
de la prohibición del incesto que, en términos de Lacan, toma el nombre de ley del padre.
Una prohibición imprescindible pero que ya está dada y que tan solo es activada en cada
hombre y mujer decididos a ser mamá y papá.
Las prácticas culturales han tratado de ocultar esta complejidad de tal manera que la
sexualidad se reduzca a ejercicios de los cuerpos, a uniones y desuniones, a prácticas
públicas y privadas en gran medida sostenidas por las invocaciones al placer y al goce. En
buena medida, se trata de la sexualidad de la obviedad que caracteriza parte de la cultura
actual que se ha propuesto erradicar al sujeto del reino del misterio.
¿Que qué es la sexualidad? Es cuando se reúnen, pongamos, una pareja y da vida a
un nuevo ser, le da la vida aunque algunos, supongamos la otra persona, no quiera,
y la mujer no quiere o si el marido sí quiere, y entonces ahí tienen discusiones. Y
ya, cuando nace el bebé le maltratan, también cuando supongamos que es una
familia que tiene una niñera, la niñera se desquita con el bebé. Entonces el bebé
sigue sufriendo porque a lo mejor le tienen en la calle, como sí se ha visto, porque a
la chica le había cogido la hora y ella ni se había dado cuenta, y entonces cuando
llegaron los doctores de la ambulancia, el niño ahí mismo ya nació.
La calle se caracteriza por una construcción primaria que sirve como de una suerte de
molde referencial para los sentidos de las cosas. Si de suyo la callejización implica un
proceso eminentemente primario, resulta inútil esperar que la existencia y cada una de sus
expresiones de la vida diaria hagan referencia a los complejos ordenamientos culturales.
Desde esta perspectiva, la calle se presenta como el lugar de las actuaciones, de los
perennes pasajes al acto sin que el sujeto, niño o niña, pueda hacer el indispensable rodeo
por lo mágico de la simbolización que exige una serie de ejercicios del sujeto que le
permitan pasar de los actos reales a los procesos sostenidos en la cultura desde la cual ya no
existen actos aislados sino conjuntos significativos que hablan de los sujetos y sus
conflictos con sus deseos y placeres. Esos mismos actos harán referencia a espacios y
tiempos construidos y vividos desde la subjetividad con la que es posible valorar las
nominaciones de hombre y mujer. Por ende, la masculinidad y la feminidad son formas
mediante las cuales el sujeto da cuenta de su sexualidad ante el otro. Se trata, pues, de
realidades eminentemente lingüísticas que, como se sabe, actúan siempre de espaldas a todo
aquello que tenga que ver con la naturaleza.
Este es el trabajo de la sexuación que consiste en crear un sistema lingüístico destinado a
proteger la sexualidad humana para que, por ninguna razón, deje de ser lo que es, para
precautelar cualquier tipo de acercamiento teórico, real o imaginario a la sexualidad animal
que es eminentemente natural, es decir, real. Al pertenecer a los órdenes del lenguaje, la
sexualidad, puesto que representa una de las formas de decir algo de los sujetos, se torna
cada vez más compleja hasta rozar incluso lo indecible, en especial cuando es necesario ir,
por la vía de las palabras al mundo mágico de los deseos y placeres. Es decir,
97 probablemente tan solo desde la sexualidad se pueda enunciar algo de un sujeto en tanto ser
entre los otros, ser diferenciado y de ninguna manera homologable.
Sin embargo, es preciso tomar en cuenta que, en las condiciones del mundo contemporáneo
caracterizado por un sostenido sentido de obviedad, hablar de la sexualidad parecería cada
vez más fácil. Esa aparente facilidad tan solo revela el hecho de que abordar el tema
implica enfrentarse a la complejidad del ser en cualquiera de sus dimensiones. Y es que,
habiéndose superado el antiguo oscurantismo religioso que hizo de la sexualidad el gran
tabú, se tendría la impresión de que todo se ha vuelto tan evidente y real que ya no habría
nada más que añadir como si se hubiesen develado, de una vez por todas, los misterios del
ser. Un discurso sobre lo evidente hace más daño que el tabú adherido a las racionalidades.
En cierta medida, la calle despoja a niñas y niños del misterio de su sexualidad cuando deja
de lado algunas categorías sociales que se encargan de la construcción de la identidad que
exige para sí una serie de condiciones tales como espacios y tiempos propios, lenguajes
específicos, construcciones posturales que hablen de privacidad y de límites. Para los niños
habitantes de la calle, dejan de funcionar los tiempos lógicos y reales de la sexuación que
son sustituidos, de manera violenta, por los tiempos de la inmediatez e incluso por los
tiempos exclusivos de las demandas imperativas de los otros que terminan convertidas en
actuaciones en las que desaparecen los aspectos mágicos y míticos de la sexualidad.
Es preciso reconocer que ninguna época ha sido tan radicalmente innovadora como la
actual que se define por el cambio, la mutación, la inestabilidad, la invención. Casi nada
perdura, ni las cosas ni las ideas. Las posiciones subjetivas, las ideologías, los principios y
los valores se hallan en un perenne estado de movilidad hacia el cambio y la creación. Los
lenguajes se encargan de dar cuenta de que los sujetos se viven a sí mismos como parte
primordial de esta perenne variación destinada a la construcción de sujetos cada vez nuevos
y diferentes. Para las antiguas generaciones, el orden y las leyes, los principios y los valores
poseían un inmenso grado de consistencia y durabilidad, lo cual les proveía de certezas, a
ratos, casi absolutas. Las nuevas generaciones se hacen de manera diferente: el cambio y la
mutación constituyen elementos definitorios, a lo que se debe añadir ese carácter de
transparencia que ha terminado configurando seres translúcidos que, de tanta luz
acumulada, fácilmente podrían o pasar desapercibidos o ser reconocidos apenas como
sombra. Ya Lacan (1978), habló del sujeto especular, de aquel que no es otra cosa que una
imagen, un objeto entre otros objetos como parte de una tópica imaginaria y eminentemente
narcisística. Un sujeto completamente absorbido en el deseo del otro hasta el punto de
perder toda capacidad de significarse a sí mismo.
La división de los cuerpos entre lo femenino y lo masculino, entre lo que corresponde a los
espacios de hombres y mujeres, si bien posee un sustento anatómico y fisiológico, es ante
todo una división cultural cuyo destino es la creación de una territorialidad simbólica para
el tránsito de afectos, ternuras, lenguajes e imaginarios, convertidos en llamamientos y
también en construcción de cercanías y distancias. Ahí se da la creación y el sostenimiento
de esa llama doble de la que habla Octavio Paz (1993). Está claro que se trata de una sola
llama duplicada como parte de un proceso mágico y significante mediante el cual se marca
98 la mutua pertenencia y, al mismo tiempo, una diferencia necesaria pero nunca ineludible
puesto que ninguna diferencia se da ni se sostiene sino tan solo mediante una separación
capaz de crear diferentes espacios de significación. Los sentidos y valores de la
masculinidad y de la feminidad no se oponen hasta el punto de que no se den mediaciones,
cercanías y distancias, claridades y ambigüedades. Se trata, pues, de realidades sensibles
que superan los sentidos de la sola percepción y que se sustentan en creencias y valores
tanto como en un universo de sensaciones que pertenecen al mundo insondable de la
subjetividad.
La sexualidad es un sistema abierto e eminentemente móvil cuya significación se realiza y
perfecciona en y con el otro. Esto se revela muy tempranamente cuando el niño dice a su
mamá que cuando sea grande se casará con ella. El deseo es aquello que moviliza la
sexualidad hasta dotarla de un complejo y cambiante sistema de sentidos organizados de
manera privilegiada en torno a dos ejes fundamentales: el placer y la vida. Por el contrario,
si se encapsulase en sí misma, sería una energía estéril y tanatogénica. Tan solo en este
movimiento el sujeto obtiene su identidad ya que, en estricto rigor, nadie puede decir de la
feminidad, por ejemplo, sino un otro ya sea hombre o una mujer. En estos encuentros con el
otro se perfecciona la posibilidad de identidad que no tiene que ver con una realidad plana y
absoluta ya, para mantenerse como signo de identidad, requiere permanecer siempre como
narración. Es decir, la masculinidad y la feminidad no son sino narraciones inconclusas,
movimientos de acercamiento y alejamiento en el campo del lenguaje y del deseo. Mujeres
y hombres, desde la niñez, habitan los lugares de las pulsiones y de los deseos, del placer y
la sospecha e incluso del sufrimiento que también es una expresión más de la sexualidad.
Esta posición es tan importante que cabe resaltar que en los movimientos del deseo se
producen los órdenes y desórdenes de la existencia. La sexualidad, como señala Kristeva
(1999), debería ser entendida como trama de excitabilidad y de significancia de un ser
como otro que se halla en iguales condiciones. Tan solo lo mágico es capaz de atraer y de
movilizar el deseo.
Cuando van a la escuela, entonces ellos tienen su primera enamorada en sexto
grado, y dicen que es mejor así, pero entonces se descuidan de sus estudios.
Entonces se dan el primer beso. Pero hay algunos que exageran y empiezan a
manosearse y después terminan en relaciones. Y la enamorada que es niña también
puede terminar en lo peor.
Las territorialidades ocultas a las que se refiere Raúl Prada (2003), podrían explicar los
posicionamientos de estos niños crecidos que deben actuar aquello que, de suyo,
pertenecería a los repliegues simbólicos y estéticos de la sexualidad. Acá, lo real de los
hechos toma el lugar de lo que debería permanecer aún tan solo en la estética de los deseos
y sus movimientos. Los cuerpos no hacen referencia a realidades concretas y físicas desde
que son habitados, desde antes de su formación, por los órdenes del deseo que exige la
presencia de subjetividades entendidas como territorialidad personal.
La calle, sin embargo, tendería a que este universo de la sexualidad como presencia del ser
sea despojado de los sentidos mágicos de los cuerpos para dar cabida a los actos que se
99 valoran y sustentan en sí mismos en la medida en que esos cuerpos son tratados como
cosas. Cuerpo-objeto que se toma y se desecha aunque luego se pueda volver sobre él una y
otra vez como parte de una repetición que, probablemente, ya no se detendrá puesto que tan
solo la presencia simbolizante del deseo es capaz de hacer que los actos vuelvan a las rutas
de la sexualidad mágica a la que pertenecen. Esos cuerpos tomados en la calle se alejan de
la posibilidad hermenéutica que los descifre e interprete.
La realidad no es sino un hecho del lenguaje hasta el punto de que, cuando este desaparece,
su lugar es ocupado por las cosas. Por ejemplo, decir que niños y niñas tienen su primera
enamorada o enamorado a partir de los cinco años no es más que un intento de simbolizar
esos primeros atisbos de una sexualidad que debe desencapsularse para descubrir la
existencia del otro. Pero en la calle, se da una suerte de premura que conduce a que los
actos se encarguen de romper el encantamiento de la sexualidad infantil para conducirla a
los espacios de lo real.
Aquí en la calle desde los cinco años para arriba ya se tiene el primer enamorado o
la primera enamorada. Y entonces, a lo menos los chicos cuando ya tienen su
primera enamorada, saben decir: si es que me amas, demuéstralo.
Hay territorialidades secretas en las que se pueden expresar las pasiones y los deseos que,
como flujos, recorren el cuerpo haciéndolo y significándolo, dejándolo fluir para hacerse y
rehacerse en cada movimiento. El deseo no es más que el ejercicio y el efecto de ese
movimiento.
La calle, como escenario de actos y como territorio vacío, permite que en la escena de los
niños se rompan los sentidos dados a la sexualidad, al amor, al erotismo, a la misma
conquista amorosa en la medida en que este universo mágico es sustituido por actos que
provocan su desaparición, la desterritorialización del deseo y la cosificación de los cuerpos.
Los procesos de sexuación que se extienden a lo largo de la vida implican la transformación
de la realidad en una poética mediante la cual es posible la conquista amorosa y el
sostenimiento de los ejercicios de la sexualidad como parte de la cotidianidad del ser, no
solo en el ámbito privado de la subjetividad, sino en el campo de lo social y público. De
hecho, todo lo que corresponde al ser se relaciona de manera necesaria con lo público y
social. La territorialidad privada del cuerpo existe porque hay otra que corresponde a la
compartida desde el deseo y la ley.
Como anota Giddens (2006), parte del misterio de la sexualidad consiste en que,
perteneciendo a los dominios de lo privado, de pronto en el siglo XX, se convierte en
realidad pública y social. Esto es más evidente cuando se empieza a hablar de una
revolución sexual que va más allá de los cambios radicales que se producen en los sentidos
de la sexualidad en sí, de los procesos de apropiación por parte del sujeto y del abandono
del territorio de lo privado en el que la sexualidad fue enclaustrada desde el momento en el
que la religión y la moral religiosa se apropiaron de ella para gobernarla y dominarla
mediante una serie de preceptos de carácter eminentemente moral. El análisis de esta
100 sexualidad enclaustrada, en sentido estricto, se constituye en la motivación de Foucault para
su Historia de la sexualidad.
La llamada prueba de amor, que debería pertenecer a los sistemas simbólicos de las
relaciones entre pares, a las territorialidades compartidas de los deseos, se convierte en
obligación fáctica y en acto que desvincula a la niña presionada y obligada a renunciar a su
propio deseo para transformarse, sin mediación alguna, en botín, casi siempre vil, de los
deseos de los otros. Ahí la sexualidad se desvirtúa, se despoja de sus valores significantes
que remitan a un sujeto para convertirse en acto in-significante, es decir, en cosa. El sujeto
se desdibuja hasta quedar confundido con los objetos de tal manera que, desde ahí, ya no le
es posible mirar al otro de la cultura sino a la cosa de lo instintual. Es como si se produjese
la transubstanciación del deseo y del placer en cosa e instinto.
Las amenazas que ese niño profiere a la niña no representan sino la explicitación de la
magra herencia lingüística que ha recibido en los espacios volátiles de sus orígenes, con
una carga semiótica que va más allá puesto que tiene que ver con lo que los antiguos
lenguajes dicen de las relaciones de poder que median entre hombre-mujer. El niño no
inventa nada, repite y al mismo tiempo actúa porque este es el mandato de un modelo que,
en sí mismo, no tiene por qué ser cuestionado. Por ende, las concepciones y prácticas de la
sexualidad en la calle tendrían que ser leídas como efectos de la cultura que se repite, pese a
la movilidad y mutabilidad que se producen en esa cotidianidad en la que impera lo real de
los actos. Este proceso da cuenta de la crónica ausencia del otro de en los actos de la calle,
de ese otro que juzgue y limite, que justifique y autorice. Es probable que este sea el efecto
más pernicioso de la callejización.
El amor y el deseo no andan necesariamente juntos puesto que tanto sus orígenes como sus
rutas podrían ser, no solamente distintas, sino incluso opuestas. Uno y otro hablan
lenguajes diferentes e incluso radicalmente opuestos. La cultura los acerca y aúna, los
legitima y los transforma en moneda de intercambios, pero nunca llegará a borrar las
diferencias. Su coincidencia podría ser tan solo o efecto de apariencias de sentido o de esas
cegueras propias, inconscientes, destinadas a que el sujeto se deje llevar por el torrente
pasional de sus deseos a los que, desde lo inconsciente, viste de amor. El deseo es torrente y
fuerza, pasión y hundimiento.
Por eso es necesario aclarar que en las rutas de la calle, no habría lugar para algo así como
esa cierta superioridad de la mujer que debe ser vencida por el otro que intenta llegar a
convertirse en objeto de las miradas y deseos de una mujer determinada. En la calle, el
juego de la sexualidad se desarrolla en el reino de los objetos incluso cuando, de vez en
cuando, aparezcan signos de conquista destinados a reconocer el deseo del otro. En la calle,
todo se objetiviza, incluidas las palabras hasta llegar incluso a esa cierta obscenidad en la
que se revela el objeto en toda su desnudez. En estos casos, el deseo se desborda, deja de
lado los regímenes de la conquista y de la libertad para que el acto se convierta en el
referente de la necesidad. De ninguna manera se trata de actos que provengan de una
posición perversa de los niños destinada de manera propositiva a la anulación del otro
convertido en cosa.
101 Desde los cinco años para adelante ya se tiene su enamorada, entonces ya después
no más se obliga a tener relaciones que puede ser a los siete o a los ocho años, eso
puede ser en la calle mismo o en los lugares solitarios. Los chicos las obligan y
hasta saben amenazar con matar para que puedan abusar de las mujeres. Cuando
estaba en Pascuales, solamente tenía una pelada con la que vacilaba, solamente la
besaba, pero no la comía a causa de la hermana mayor, la man sí me dejaba
vacilar, sino que la pelada era medio vergonzosa, pero sí vacilábamos porque ella
tenía la misma edad que yo, o sea once años. Pero yo le comía a la más chiquita, a
una que le dicen la Gise, y entonces a ella la comí una noche, en la calle, más
allacito 41 de la casa de ella, en un solar, porque ella me dijo que ya se iba a
Cuenca.
Mi amigo el Freddy también se comió a una man que se llama Sarita ella tiene
siete, bacán, él también tenía once, pero el tío le daba plata porque él acarreaba
las gavetas con el pescado y él le daba cinco a la man para la mamá, entonces él la
comió como unas siete veces, y la mamá de ella sabía pero como recibía la plata
nunca decía nada.
Estos niños reproducen en toda su literalidad las ancestrales concepciones de la mujer como
objeto-cosa destinado a saciar el hambre de placer que acosa al hombre y ante la que no
puede resistirse ni revelarse so pena de provocar la violencia de este otro que se asume,
además, como dueño de esa sexualidad. No importan las condiciones o características de la
mujer, sea niña, adolecente o grande, lo desee o no lo desee. Ella debe aparecer como
objeto siempre dispuesto a la demanda, siempre disponible a las exigencias incuestionables
del otro. A cada mujer le corresponde, pues, colocarse en la relación semántica previamente
construida para ella desde lo masculino: de lo lleno/vacío, de lo abierto/cerrado, de lo
pasivo/activo, de lo deseado/deseante. Se trata de un conjunto semántico que ha constituido
la feminidad y la masculinidad a lo largo de los tiempos y que tan solo en el siglo XX
empieza a ser cuestionado. Para estos habitantes de la calle no hay nada que cuestione su
posicionamiento en lo ancestral de la mujer porque, en términos de Bourdieu (1998), ellas y
ellos son el producto de ese habitus que ha configurado tanto la masculinidad como la
feminidad.
El anterior testimonio también da cuenta del conflicto entre el sujeto del deseo y de su
objeto. ¿Es la niña-mujer la que provoca el deseo o, al revés, es el deseo lo que construye lo
deseable. ¿Se enamora alguien de una mujer porque es amable, pregunta Lyotard, o ella es
amable porque él se ha enamorado de ella? El autor considera que esta posición
corresponde a la visión dualista de las cosas (lo deseable sería causa del deseo, o
viceversa). Esta posición no permite afrontar con seriedad el problema. “El deseo no pone
en relación una causa y un efecto, sean cuales fueren, sino que es el movimiento de algo
que va hacia otro como hacia lo que le falta al sí mismo”. A diferencia de lo que afirma
41
Allacito: muy cerca de aquí.
102 Lacan (2006), que se desea tan solo aquello que se carece, para Lyotard (1989:82), quien
desea ya posee lo que le falta, puesto que de otra manera no lo desearía. En consecuencia,
desde la perspectiva del niño que desea a la niña es porque ella ya ha sido introducida en el
torrente de sus deseos. Ello no implica, de modo alguno, que la niña participe de esos
deseos, sino tan solo que se encuentre ahí como objeto elegido y tomado. “Lo esencial del
deseo estriba en esta estructura que combina la presencia y la ausencia. La combinación no
es accidental: existe el deseo en la medida que lo presente está ausente a sí mismo, o lo
ausente presente”
Día a día, en la calle se construye una historia de la sexualidad que representa la verdadera
historia de estos niños que, expatriados de los dominios domésticos y culturales, viven al
apuro su propio desorden y el de una sociedad eminentemente abandonadora y expulsora a
la vez a la que poco interesan estas historias construidas con actos destinados, más a
fabricar la memoria, que la historia. De hecho, se podría afirmar que si en algún lugar la
sexualidad se despoja de sus misterios es en la calle puesto que cuanto más evidentes se
hacen lo sexual y lo erótico, más se encierra en sí misma, dejando al cuerpo expuesto
totalmente a los procesos de cosificación.
La sexualidad es aquello que define al sujeto en el tiempo y en su mundo puesto que marca
rutas y destinos para mujeres y hombres. Muchos de esos destinos ya se hallan
preestablecidos en los textos sociales y familiares e incluso en las leyes civiles y en las
regulaciones éticas y estéticas de la vida. Ser mujer, por ejemplo, corresponde a un sistema
de significaciones dadas y estatuidas de tal forma que se ha necesitado de un inmenso
movimiento de carácter ideológico, social, político y ético, denominado feminismo, para
cuestionar un pasado ominoso e implantar un régimen igualmente equivoco puesto que
pretende equiparar la feminidad y la masculinidad en el mundo de los derechos, dejando de
lado o pretendiendo negar las diferencias que surgen de los lenguajes que construyen
feminidades y masculinidades desde el principio de las diferencias. El núcleo del
denominado machismo, o dominio irrestricto y material de lo masculino sobre lo femenino,
se encuentra en el convencimiento de que las diferencias metafóricas que hacen a hombres
y mujeres deben traducirse en hechos de un dominio multifacético y equívoco. El
falocentrismo es su representante paradigmático.
Estas niñas así comidas y estos niños atragantándose con lo real de su propia sexualidad
actuada no hacen otra cosa que explicitar el habitus convertido en la forma primordial de
ser, en una suerte de esencialismo, como dice Bourdieu (1998:45), y que actúa por sí
mismo sin que acepte crítica alguna. La mujer es objeto y, hasta biológicamente, no le resta
otra alternativa que ser tomada como tal, como comida, y ser devorada cada vez que al otro,
igualmente objeto, le invade el hambre de mujer. “De hecho, el sexismo es un
esencialismo: al igual que el racismo, étnico o clasista, busca atribuir diferencias sociales
históricamente construidas a una naturaleza biológica que funciona como una esencia de
donde se deducen de modo implacable todos los actos de la existencia. De todas las formas
de esencialismo, es la más difícil de desarraigar”.
103 Lo que acontece en la calle no solo que no se halla exento de los extravíos del poder sino
que ahí la ideología se convierte tempranamente en actos que anulan cualquier mediación
simbólica. Algo que, por otra parte, ni lo crean ni lo improvisan porque es lo que viven en
sus respectivos ambientes familiares en los que también se reproducen, al pie de la letra, los
lenguajes y los actos del poder masculino sobre las mujeres. Las conductas de la calle tan
solo constituyen la continuidad de los discursos-actos domésticos y públicos convertidos en
conocimientos y saberes que terminan formando parte primordial de la vida de estos niños.
Cuando la niña o la chica no quiere tener relaciones, entonces le comienzan a
pegar, le dan sus chirlazos o comienzan a darle con el palo y hasta le dicen: puedes
hacer relaciones o si no te mato, o le dice que va venir con alguien más a pegar, y
que le va a coger con otro chico y a violarle.
Pese a que lo masculino y lo femenino se explicitan en las prácticas de lo cotidiano que es
ese su escenario, sin embargo, sus sentidos se construyen en la intimidad de los cuerpos y
de los sentidos que ahí se producen y reproducen. Sin embargo, parecería que en la calle no
hay cabida para casi nada de este proceso por cuanto se da una contradicción casi
insalvable entre lo íntimo, lo abierto y público de la calle. Las relaciones que se establecen
entre niños y niñas se basan en construcciones de un dominio inscrito en el cuerpo que
podría llegar a estar fuera de toda decisión consciente ya que los límites han sido
previamente abolidos. Los límites quedan, pues, espontáneamente rechazados en la medida
en que ni siquiera aparecen como condición de toda relación entre sujetos.
Como diría Bourdieu, allí se explicita el peso del habitus que no se puede aliviar con un
simple acto de voluntad pues forma parte del conjunto de representaciones que hacen tanto
la masculinidad como la feminidad y con las cuales se relacionan niñas y niños de la calle,
de la misma manera como se relacionan papás y mamás que son justamente los encargados
de construir el habitus. Por lo mismo, estos niños quedarían fuera de toda censura ya que
sus actos aparecen desde esas férreas construcciones de dominio en las que fueron hechos.
Y yo le dije a ella no vayas a decir a tu familia que yo te he comido. Después ella
me dice: ya, ya. Y yo le digo que no avise a nadie que la he comido. Porque si lo
dices, entonces nunca más vuelves conmigo, y si no lo dices, de nuevo voy a
comerte. Después ella no les dijo, y yo me la comí de nuevo. Y yo le daba a veces un
dólar si es que yo tenía cinco, o tres si tenía nueve, así. Otra vez el Guillo se comió
a una pelada de diez años, de la misma edad de él, en una noche se la llevó al
cucho 42 , ahí donde él duerme, allá se la llevó.
Virginia Woolf dice que las mujeres permanecen como espejos lisonjeros que devuelven a
los hombres la imagen de poder y dominio con la que se acercan a ellas, y la imagen de
objetos para ser tomados, comidos, y dejados que a ellas les pertenece. Juego de espejos
42
Cucho: rincón, lugar oscuro.
104 cuya única función es la de repetir sin tiempo ni medida las imágenes que se proyectan y
que permanecen excluidas de cualquier juicio. Las imágenes no reflexionan, tan solo se
reflejan. Es lo que Octavio Paz revela en estos versos de un poema de 1947 con el que
comienza su trabajo sobre Sade y que permite entender lo que acontece con estos habitantes
de la calle que viven su sexualidad tempranamente acelerada, como una de tantas cosas que
les acontecen en ese juego de repeticiones necesarias que aparecen como única posibilidad
de sobrevivir en la intemperie de lo real. El hambre de la que habla Paz es otra, no la física
y textual de estos niños, sino el hambre de saber y de verdad.
El hombre está habitado por silencio y vacío.
¿Cómo saciar su hambre,
cómo poblar su vacío?
¿Cómo escapar a mi imagen?
Las hambres de estos niños y niñas es de objetos puesto que su existencia se ha reducido a
su dominio. También son hambres de sentidos, imágenes y léxicos que los trasladen a otros
espacios en los que las realidades son diferentes, a esos mundos en los que la realidad
queda despojada de sus valores físicos para convertirse en lenguajes y metáforas. De estos
lenguajes han sido desprovistos desde antes de su nacimiento que probablemente también
se produjeron para saciar hambres de esos otros llamados papá y mamá que, luego de
saciarla quizás una sola vez, desaparecieron del escenario para siempre. Se trata, por ende,
de una sexualidad del abandono.
Cuando la erótica se desprende del mundo de las metáforas, sus actos caen en el espacio
peligroso de lo instintivo y primario que no es otra cosa que el espacio de la pulsión pura,
energía sexual que actúa bajo el dominio de su propio impulso y al margen de cualquier
control, tal como lo entendía Freud en los Tres ensayos (1905) y luego en Pulsiones y
destinos de pulsiones (1915:114). Ahí la pulsión aparece como fuerza constante de origen
somático que se revela como una excitación para lo psíquico. “El estímulo pulsional no
proviene del mundo exterior, sino del interior del propio organismo. Además: todo lo
esencial respecto del estímulo está dicho si suponemos que opera de un solo golpe; por lo
tanto se lo puede despachar mediante una única acción adecuada”. Esta pulsión actúa, pues,
casi de manera ciega e irresistible. Será el orden de los lenguajes el llamado a simbolizar la
pulsión para convertirla en moneda de intercambio entre sujetos.
Es necesario, pues, que erotismo y sexualidad caminen juntos, que se liguen y se
complementen puesto que pertenecen al mismo universo en el que los sujetos se
representan ante los otros. A causa de esta representación, son indispensables. De ahí se
desprende que tan solo la sexualidad humana pertenezca al mundo de lo erótico porque es
capaz de ser simbolizada e individualizada tanto para la conquista como para la experiencia
gozosa. Mientras lo sexual se explica por sí solo, la complejidad de lo erótico lo hace
indescifrable hasta colocarlo en el reino del misterio. Si la sexualidad se determina por lo
concreto de la reproducción, la erótica se adentra cada vez más en el misterio porque
funciona de espaldas a ese destino primordial de lo sexual.
105 En estas relaciones de niñas y niños que habitan el campo de concentración de la calle, la
erótica se reduce a su mínima expresión. En efecto, lo que cuenta es aquella comida que
permanece atrapada en lo físico como un acto que se aísla de las redes de significación
mágica para ser lo que es: comida, apropiación física del otro que igualmente queda como
un resto, un sobrante de una mesa realmente pobre, y tanto más pobre cuanto más se aleja
de la erótica ausente. En efecto, esas relaciones se reducen a actos puros que dejan de lado
lo que se podría llamar la historia de la sexualidad humana que no es otra cosa que la
historia de los avatares de la erótica que habrá comenzado en el momento en el que alguien
conquistó una mujer o un hombre para entre los dos construir placeres y goces.
Sin embargo, las primeras aproximaciones al misterio de los cuerpos podrían estar
marcadas por un erotismo que moviliza los deseos en estos niños prematuramente
expuestos a lo real de la sexualidad. Tal vez una erótica elemental impida que la sexualidad
de la calle termine sucumbiendo de una vez por todas al imperio de lo real puesto que,
aunque sea en forma muy precaria, no dejarán de aparecer pequeños actos de presencia en
ese mundo dominado por las cosas.
El testimonio habla de las niñas malcriadas que se ofrecen a los prolegómenos de la erótica
sin los límites que la cultura impone. ¿De qué manera una niña abandonada a su propio
destino podría marcar límites que desconoce o que en ella están agarrados con los alfileres
de las inconsistencias sociales y familiares?
Un niño, al describir lo que acontece en la calle, generación tras generación, no puede dejar
de acudir a los criterios de una ética cuyos elementos aún lo protegen pero que también
permiten ver la prevalencia de lo real sobre la erótica.
Yo he visto niñas y niños malcriados, se besan, comienzan a mandar manos, se
tocan las tetas, se tocan donde se casan las mujeres, y también tienen relaciones a
veces en la misma calle aunque saben esconderse por entre los árboles. A veces, no
solo están con un chico sino con más, o a veces están con uno y otro día con otro,
porque las niñas saben estar ahí hasta de noche porque las mismas mamás saben
estar ahí hasta de noche esperando que la niña traiga plata, es que me contaron
que esa mamá se quedó embarazada jovencita de catorce añitos no más.
Se trata de una premura, de un apresuramiento exigente cuyas expresiones son capaces de
romper los elementales códigos de la edad. El sujeto es un deber ser y un deber actuar en el
que lo erótico casi siempre hace presencia por cuanto ahí se encuentra buena parte de sus
orígenes. En cambio, en la calle se desarrolla un erotismo que aparece como brotado de la
nada y al que no siempre es posible responder, tal como dice un niño exigido por una niña
mayor a una práctica que él sabe o presiente no puede responder.
Claro que yo no la comí, aunque ella me estaba cogiendo. Me estaba diciendo que
sí me tenía ganas. Pero yo le decía que no, porque yo tengo chiquito todavía.
106 Por su parte, otros niños se protegen con los decires de la mamá que aún obran como
valores de significación de una sexualidad que, de una u otra manera, termina
perteneciendo a la calle, es decir, al orden de lo público, al lugar sin límites en el que todo
es posible pero quizás menos sublimizar, una acción que exige procesos que solo con
mucha dificultad podrían producirse en la calle. La sublimación implica la elevación
estética del sentido de las cosas y su capacidad de delegación de un conjunto de
representaciones en otras. De suyo, la erótica no es otra cosa que el producto del pasaje de
la sexualidad natural a los espacios de la estética. 43
Aunque me dicen que soy galantísimo, yo no he hecho nada porque mi mami
siempre me ha dicho que no, todavía no eso, que será ya cuando tenga mayor edad,
ahora tengo que estudiar, aunque claro que me he mamado a algunas y eso, pero
no me he comido a nadie.
En todos estos juegos de la erótica abierta, las niñas tienden a ubicarse en el punto de
llegada de actos y deseos en tanto son tomadas y dejadas o bien, literalmente, comidas,
como parte de una disimetría original. Allá nunca llegarán los cambios provocados por los
movimientos feministas y, probablemente, ni siquiera la explicitación de sus deseos. La
calle, en efecto, no es el lugar adecuado para la producción y reproducción del capital
simbólico que organiza la sexualidad y el erotismo. Por el contrario, este capital simbólico
o se halla ausente o apenas si hace un elemental acto de presencia. De hecho, en la calle las
niñas se encuentran muy lejos de los intercambios simbólicos que sostienen la
masculinidad y la feminidad. En lugar de ser tratadas como instrumentos simbólicos que
organizan el orden social, las niñas son apenas cosas -causa de placeres elementales en los
otros. Todo esto las conducirá a repetir la vieja historia ya vivida por su mamá y la mamá
de su mamá, en una férrea cadena que ata a estas niñas a un tiempo sin memoria. En esa
cadena de repeticiones, no hay lugar para que los deseos crezcan, se afiancen y se
conviertan en aquello que representa a la mujer ante el otro. En esos espacios, el cuerpo
cuenta como realidad física que debe ser tomado y dejado al arbitrio de los impulsos de otro
sujeto hecho con idéntica masa lingüística.
Sin embargo, también hay que aceptar que cada niña, por sí misma, se incluye en este
proceso en el que, aislada de la seducción, interviene con algo de su erótica. Aun cuando
las condiciones sean diametralmente opuestas, es posible comparar esta situación con la
que vivían las mujeres medievales para quienes, desde el discurso oficial, su sexualidad
pertenecía exclusivamente al orden de la reproducción y al del placer del hombre y que, de
43
Freud, S. Tres ensayos de teoría sexual, 1905, O.C, V 7. Aunque el término estaría relacionado con la
dialéctica hegeliana, según Roudinesco (1997), parecería que Freud lo tomó más en un sentido nietzscheano
para dar cuenta de la elevación estética propia de los sujetos. Freud dio tanta importancia al hecho de la
sublimación, que él mismo, a los 40 años de edad, renunció a la vida sexual marital pues pensaba que de esta
manera su poder creativo estaría mejor orientado a lo intelectual.
107 todas maneras, debió sentirse involucrada en el mundo de su deseo y de su placer. 44 En
consecuencia, en ese universo de relaciones, salvo con coadyuvantes definidos, no se
podría elaborar el capital simbólico con el que se construye la feminidad porque en la calle
la sexualidad y la feminidad se reducen a actuaciones que no rescatan las diferencias entre
una niña de seis años, por ejemplo, y una chica de doce porque, de esa hipersexualidad,
ellas aparecen tan solo como mujeres, independientemente de cualquier otra consideración
por más elemental que fuese. En estas relaciones no se dan indicios de alianzas establecidas
desde convenios simbólicos sino tan solo posesiones físicas que se agotan en sí mismas
como parte de un círculo vicioso que se repite una y otra vez al margen de los ritos
simbólicos. Esta carencia se produce, no solamente porque las niñas son tomadas como
cosas, sino porque ellas mismas aun carecen de los códigos que aparecerán con la
adolescencia y que están destinados a hacer de los intercambios de los cuerpos realidades
eminentemente mágicas. De hecho, un hombre y una mujer que hacen el amor, comparten
cuerpos, deseos y también placeres. Este intercambio, sencillamente, es imposible en esas
relaciones soportadas o forzadas entre niños y niñas.
Desde una historia de actuaciones que, probablemente, se repite generación tras generación,
los niños, en tanto objetos de esa repetición, no importan a los adultos de su familia que, de
antemano, sabe que eso debe acontecer sin remedio puesto que forma parte de la rutina de
de su historia y que, además, debe aceptarlo. Quizás ya no reste nada más que decir cuando
la mamá se entera de que su niña mantiene relaciones sexuales.
Bueno, hay mamás a las que les da igual, es como si nada, porque dicen que no es
ella la que se va a quedar con la barriga, no ves que antes de los doce años ya
quedan embarazadas. Pero algunas mamás sí se preocupan y empiezan a estar
hablándole 45 que por qué haces eso. Vuelta otras les llevan al hospital para ver si
están embarazadas cuando ya son más grandecitas, ya de diez años por ejemplo.
No ves que por ahí había estado una chica embarazada de once años, y ha
abortado la guagüita, la mamá la ha visto embarazada y le ha obligado a abortar,
le había pegado en la barriga hasta que aborte. Eso me contó mi hermana que es la
amiga de la María, como se llama la que se embarazó. De ahí también había
tomado unas pastillas que dizque son buenas para abortar.
Se trata, pues, de una realidad construida desde las actuaciones que dan la espalda a los
capitales simbólicos con los que se hace la sexualidad. Estos actos rompen aquello que la
sociedad pone en juego para la construcción de la masculinidad y la feminidad e
44
Como señala Baudrillard (2000), la mujer tradicional no estaba tan reprimida e incapacitada para el placer y
el goce como se ha aceptado ordinariamente. Por lo contrario, en su posición aparentemente pasiva podía
construir sus experiencias placenteras y gozosas.
45
Hablar: en el argot popular equivale a regañar.
108 interrumpen, quizás para siempre, los procesos metaforizantes hasta que todo quede
reducido a lo real.
109 Al margen de la seducción
La seducción es el artificio del deseo, cuando crece y perdura, es capaz de colocar el amor a
su ruta. “El discurso amoroso es hoy de una extrema soledad”, dice Molina en su
Introducción a uno de los textos de Barthes (1993). Es un discurso tal vez hablado por
miles de personas, pero no sostenido ni vivido sino a lo mejor por un número reducido que
hace del amor una especie de profesión, de ejercicio de lo cotidiano y no tan solo un
conjunto de enunciaciones que forman parte de una retórica vacía.
Dis-cursus, comenta Molina, representa la acción de ir de un lado a otro, habla de intrigas y
andanzas. El que ama, el que se encuentra tomado por el amor (enamorado), no hace sino
moverse de un lado a otro porque, al sentirse arrebatado por los lenguajes del deseo, no
cesa de intrigar contra sí mismo, de armar y desarmar las trampas con las que pretende
atrapar ese amor convertido en deseos, afectos, ansias, un amor que, sin embargo, no cesa
de amenazar con irse, con esconderse y hasta con desaparecer.
Amar es conquistar, con los vacíos crear realidades mágicas, con la realidad armar
escenarios para figurar y significar el objeto amado y significarse ante él. Su decir y su
figurar no responden a la lógica del sentido preestablecido sino a la del sentido dado,
creado, propuesto en cada acto amoroso. En tanto conquista, el enamoramiento no camina
contra corriente en la lógica de los enunciados sino que crea enunciados, metáforas, léxicos
nuevos. Allí hay un universo secreto y nadie, ni los amantes, posee la clave que, si
apareciese, destruiría todo ese castillo figurativo. El que ama se abisma y sucumbe.
Se podría decir que en la calle nada de esto existe puesto que ahí dominan los objetos que
se imponen con el peso de su realidad. No hay lugar para figurar y mutar los lenguajes
hasta que el objeto devenga amado y deseado como para convertirse en razón de existencia.
Allí los actos se suceden, acontecen, aparecen y desaparecen. Allí no es posible, sino quizás
de manera muy elemental, el acercamiento que sublime los objetos de deseo, que la niña,
por ejemplo, sea mirada de tal manera que deje de ser mujer en la realidad para que en su
lugar aparezca ella exaltada, sublimada.
Cuando se ama, la alegría llega al sujeto atrapándolo, dejándolo casi sin alternativas que no
sean las destinadas a la exaltación de lo deseado. En la calle, los procesos son otros, puesto
que allí no actúa la seducción a causa de por la presencia impositiva de las cosas. Como en
ningún otro, en este lugar el sexo está en todos lados, menos en la sexualidad, como decía
Barthes, a causa de la carencia de límites y prohibiciones. Su lugar se halla ocupado por las
actuaciones que se desarrollan en el teatro de lo real. Porque si en algún lugar se da la
primacía absoluta de la sexualidad fálica, sería en la calle en la que la mujer-niña está como
objeto que no puede sino someterse al deseo imperativo de otro igualmente cosificado.
Si ella no quiere tener relaciones, entonces él comienza a darle con el palo y le
dice: puedes hacer relaciones o te mato, o le dice que va a venir con alguien más
para pegar, o que le van a coger entre cinco y violarla. Por eso sí hay chicas que
110 tienen relaciones a los quince años, pero las demás a los doce o también menos, tal
vez a los nueve mismo porque siempre obligan.
En esta sexualidad forzada e impuesta, desaparecen las palabras llamadas a establecer el
más mínimo e incipiente de los diálogos ya que la mujer es previamente negada en su
subjetividad para ser tomada como objeto en una relación eminentemente impar. Aún
niños, ya repiten los regímenes del dominio de lo masculino sobre lo femenino, para ellos
ya se encuentra estatuido que la mujer es solo cosa, lugar real sin lugar para el más mínimo
de los diálogos, ni para ternuras y amores. En la calle, la feminidad aparece no como lo que
se produce sino como lo que está ahí para ser tomado, como cosa pura que, desde el poder
fálico, no requiere ser atravesada por deseos capaces de dialogar entre sí. Lo erótico tan
solo puede producirse en el espacio mágico del deseo que se encarga de realizar los
milagros más asombrosos de los que puede dar cuenta la historia puesto que crea lo que no
existe, hace visible lo invisible, oculta lo evidente.
El texto es de Octavio Paz (1994:110), para quien el amor se encarga de crear nuevos ojos y
nuevas miradas para así llegar a aquello que conmociona: “Romeo llora ante el cadáver de
Julieta; el místico ve en las heridas de Cristo las señas de la resurrección. Reverso y
anverso: el enamorado ve y toca una presencia; el místico contempla una aparición”.
La conquista amorosa, desde la vez primera, exige un proceso destinado a la construcción
de nuevas realidades que, de hoy en adelante, se convertirán en imán irresistible en medio
de ese nuevo escenario que tiene el nombre de intimidad. La intimidad no es más que un
espacio lingüístico construido para que los deseos puedan vestirse y desvestirse, presentarse
y ausentarse sin que de ello sepa nadie más que los amantes. En la intimidad, el deseo
recorre el cuerpo y el tiempo para que la experiencia placentera se dé sin que pueda ser
nombrada sino solo experienciada.
En las sociedades actuales, la sexualidad se ejerce en cierta clandestinidad aún no revelada,
pese a que ha sido publicitada como nunca antes, lo que daría cuenta de que las
aspiraciones sexuales de los hombres se han mantenido disociadas de las responsabilidades
públicas. Se trataría de una sexualidad aún destinada a dar cuenta del ejercicio del poder
masculino sobre las mujeres. Mientras en las prácticas sexuales de la sociedad común, esta
sexualidad puede llegar a camuflar el espíritu de dominio hasta relajarlo para que no sea
percibido, en la calle el poder se convierte en mandato en el que el poder de dominio casi
no se disimula porque, por el contrario, debe explicitarse no solo ante las mujeres sino
también ante los pares hombres puesto que una niña podría terminar convertida en objeto
de posesión privada, pese a que no es esta precisamente la práctica común. En la calle, la
sexualidad es actuada, no conquistada ni construida pues no está llamada a tender puentes
simbólicos entre mujeres y varones. De hecho, lo mínimo de conquista que podría darse, de
manera inmediata se convierte en posesión.
Con la man la pasé bien. Antes de comérmela le dije: oye, ¿estás enferma? Y ella
me dice: no. Yo le digo: ¿quieres vacilar conmigo? Ella me dice: sí. Entonces yo le
111 digo: vamos. Y entonces la comí cinco veces. También le dije que no lo vaya a
contar a la familia porque, si lo dices, entonces ya no te como de nuevo.
La intimidad no tiene que ver con la elección de los espacios a los que no llegan las miradas
de los otros, sino con “una absoluta democratización del dominio interpersonal, en una
forma en todo homologable con la democracia en la esfera pública”, dice Giddens
(2007:213). Por lo mismo, para el autor la transformación de la intimidad terminará
convertida en acción subversiva de las instituciones modernas.
Para los habitantes de la calle, la intimidad responde a otra categoría que tiene que ver más
con los espacios que con los deseos y los cuerpos. Íntimo es aquello que se desenvuelve en
la oscuridad, por ejemplo, mas no aquello que tiene que ver con el deseo y el
consentimiento, con la privacidad y la exclusión, con el dominio que se impone a los
cuerpos en el reconocimiento de la libertad. De hecho, en la calle, la idea de libertad solo
aparece en tanto abolida puesto que el hecho de la callejización ya implica la negación de
cualquier libertad.
El testimonio da cuenta de esos desórdenes y órdenes de la calle en la que la economía del
deseo y de la ternura podría ser fácilmente sustituida por el de la necesidad y la violencia
puesto que entre ellas el espacio que media es mínimo. Las muchachas lo saben bien cuanto
más que, como acontece en las ciudades de la Costa, a los nueve años ellas ya son grandes
para todo, incluso para dar cuenta de una especie de necesidad de ofrecerse físicamente a
los otros.
Aquí las niñas a los diez años o a los nueve ya son grandes, no ves que ya se van no
más con los chicos, y entonces ellos les mandan no más mano y ellas dicen que
están contentas.
La otra vez, ese huevo que yo me comí, estaba así, estaba mal porque me cayó
ladilla, me picaba, me rascaba, hasta sangre me salía. Ese man me pasó la ladilla,
ese huevo ladilloso.
A veces quiero ser otra persona, pero no puedo por más que intento, quiero vivir en
la calle, vacilar con mi bola de vacilar, es chévere. Porque si una cambia, tiene que
dejar todas estas notas, como ya está enseñada a eso, una ya no puede dejar para
hacer otra cosa.
Te digo que a mí me gustan los que son bravitos, esos me gustan, los alocados, los
que te tumban y ya.
Con Barthes (1993), se podría decir que, en este texto, la pulsión del comentario urge por
desplazarse, desde el reconocimiento del otro, hacia las sustituciones que crean los
encuentros amorosos. En principio, la pulsión no sería la antítesis de lo instintual que es
más primario, más natural, menos humano, sino su metamorfosis producida por el
reconocimiento de la presencia deseante y libre del otro. De hecho, sin el otro no existiría la
112 cultura y tampoco la pulsión. La pulsión es la humanización de la necesidad y de sus
urgencias ciegas en la relación con los otros, según el decir de Freud. 46 En la calle, sus
habitantes querrían dejar este escenario de lo real para ir en busca del otro, de ese otro que
espera con sus propios deseos, huídas y acercamientos. Encontrar el confidente que, en el
diálogo de ternuras, haga que se transite del tú a él para desde ahí dar el paso al uno que es
en lo que realmente consiste el discurso sobre el amor. De ninguna manera se pretende
afirmar que en la calle se han borrado hasta las briznas del deseo y del otro del deseo,
hacerlo implicaría desconocer que ahí, pese a las penurias significantes en las que se
desenvuelven el deseo y el placer, hay sujetos sujetados, hechos de lenguajes e igualmente
de actuaciones y fantasías. Sin embargo, hay un déficit que tiene que ver con la dificultad
de asumir la realidad de que el amor, el placer, el goce no se actúan sino que se construyen.
Estos relatos dan cuenta de una esclavitud del sujeto al objeto y quizás a un deseo que se
agota en sí mismo y que desconoce al otro que queda reducido a cuerpo sobre el que no
caen los sentidos del deseo y del placer sino tan solo el otro convertido casi en impulso, en
necesidad incontrolable. Barthes (1993:30), señala que el sujeto cae en una suerte de
patología cuando, atrapado por el deseo, desconoce al otro para reconocer tan solo el deseo
convertido en objeto de amor: “Explosión de lenguaje en el curso del cual el sujeto llega a
anular al objeto amado bajo el peso del amor mismo: por una perversión típicamente
amorosa lo que el sujeto ama es el amor y no el sujeto”.
En la calle, los ejercicios de la sexualidad estarían siempre al borde de cierta pornografía
por cuanto el deseo y los impulsos, las escenas y los placeres se presentan atrapados en las
dimensiones de lo real en el que el objeto puede reducirse a cenizas igual que el deseo tanto
como para que al final no queden brazas listas a encender nuevos deseos, sino cenizas de
sujetos cosificados. Baudrillard (2000) se pregunta sobre qué fantasmas obsesionan a la
pornografía ya que ahí se da un exceso de realidad que, posiblemente, sea lo que atrae. Sin
embargo, también considera que quizás lo porno no sea sino una alegoría, una sobresignificación de lo real y hasta del mismo deseo. En efecto, todo queda reducido a cenizas,
a un exceso de realidad en la que, finalmente, el deseo, sus avatares, entornos y fantasmas
desaparecen, se anulan. Si se leen atentamente ciertos testimonios, en particular de las
ciudades de la Costa, se podrá descubrir que ahí no existe sino una experiencia hiperreal en
la que ya casi no hay espacio alguno para la zozobra, el encanto, el goce.
46
Freud, S. “El relegamiento de los estímulos olfatorios parece ser, a su vez, consecuencia del extrañamiento
del ser humano respecto de la tierra, de la adopción de la postura erecta en la marcha que vuelve visibles y
necesitados de protección los genitales hasta entonces encubiertos y así provoca la vergüenza. Por
consiguiente, en el comienzo del fatal proceso de la cultura se sitúa la postura vertical del ser humano. La
cadena se inicia ahí, pasa por la desvalorización de los estímulos olfatorios y el aislamiento en los periodos
menstruales, luego se otorga una hipergravitación a los estímulos visuales al devenir visibles los genitales,
prosigue hacia la continuidad de la excitación sexual, la fundación de la familia y, con ella, a los umbrales de
la cultura humana”. El Malestar en la cultura, O.C., T. 21, pág. 88,1930. 113 Es que estábamos los dos, estábamos gomeadotes, y gomeado 47 me la comí. Y es
que así es siempre.
Al final de estos actos, no quedan sino esos fragmentos de un discurso amoroso construido
en el deseo o, como diría Barthes, cierta obscenidad que quema al sujeto hasta convertirlo
en un plus de realidad ya que aparece como acto transgresor y eminentemente provocativo.
Más allá del principio de placer que evoca y convoca los sentidos de la existencia
simbólica, aparecen los lados oscuros de la sexualidad de la que tan solo subsiste su
materialidad que se ha escapado de los procesos de simbolización que se hallan presentes
en los actos de seducción y conquista. En cada uno de estos actos, prima el flujo libre de la
energía primaria que se resiste a ser organizada. 48
Niñas y adolescentes pueden vivir en una suerte de amasijo de cuerpos y deseos sin la
mediación simbolizante de los límites porque es precisamente eso lo que la calle ofrece y
sostiene. Como lugar sin límites, la calle es autofágica. Por eso allí se habla de comerse al
otro, de devorarlo y de botar sus restos, desperdicios lingüísticos, basura significante que no
puede ser barrida porque está destinada precisamente a sostener el orden desordenado de la
repetición.
Por ende, no aparecen palabras sino cosas con las que se narra la vida cotidiana, el
aparecimiento y, al mismo tiempo, la anulación de la intimidad reducida casi a nada para
que la niña aparezca en “la cosa que se come” y cuyos sobrantes se arrojan al basurero
mediático de la calle. Posesión física de cuerpos que se dan y se reciben en el único espacio
posible de lo real en el que ya no hay lugar para la más mínima sublimación de la
sexualidad. La niña, transformada en objeto real, se convierte en vacío, tal como aparece en
este testimonio:
No ves que estábamos ahí durmiendo en la calle, en nuestros cartones, cuando vi
que se está moviendo, y digo: no ves que el cartón ahí se mueve, chucha, digo, qué
es lo que se está moviendo. Me levanto, y yo tenía como una linterna para
alumbrar, y veo que esos manes han estado en plena acción. Ya, pues, digo,
carevergas, que se larguen a otro lado a hacer sus huevadas.
47
Gomeado: bajo los efectos de la pega de contacto.
48
Para el psicoanálisis, mediante un proceso primario, que corresponde al Ello, el sujeto logra la satisfacción
inmediata de sus deseos (la satisfacción de la pulsión), sin la mediación de las normas de orden social y
cultural. “Freud designó como proceso primario un modo de funcionamiento caracterizado (…) por el libre
flujo de la energía y por el deslizamiento del sentido. El inconsciente es por excelencia el lugar de esos
procesos”. (Chemama, Roland, , 2002). El funcionamiento psíquico se halla determinado por dos principios
básicos: el principio de realidad y el de placer. El proceso primario tiene que ver con el principio de placer.
114 Pero, chucha, a mí también me dio ganas, y me digo: y ahora qué voy a hacer, jajá,
Y entonces que lo voy a coger a un man que estaba vacilando con el mismo palo. Y
ya, nos fuimos de huevada. Y como estaba coca, me dolió hartísimo,
En estos relatos, el sentido de lo obsceno va más allá de las palabras y hasta de los juegos
para quedar atrapado en la realidad cruda de las cosas que aparece cuando los sujetos son
despojados de sus valores significantes dados por la cultura. Lo obsceno, como señala
Zizek (2003), suspende la dignidad de los rituales sociales. En términos psicoanalíticos, allí
no ha habido lugar para que primen las construcciones superyoicas sobre la emergencia de
un ello desbordado en forma de naturaleza indomable. La desnudez en la que se suceden los
acontecimientos no tiene que ver tan solo con la exageración lexical de las cosas sino con el
hecho de que las realidades poseen valor de significación en su desnudez, es decir, en la
ausencia total del velo lingüístico con el que se cubren las cosas para significarse. Por eso
los cartones de la calle no sirven para proteger los cuerpos de la intemperie nocturna sino
para que se pongan al descubierto el mundo desorganizado de las pasiones.
De alguna manera, el cuerpo de una niña o de un muchacho podría ser transformado en una
suerte de fetiche con el que juegan los deseos de los pares. Desde ahí serviría para ser
exhibido a los otros pero no para una tenencia simbólica puesto que el cuerpo del deseo
amoroso, para conservarse como tal, deberá pasar por procesos de simbolización. Pero
cuando es tratado como cosa, se exhibe públicamente como es, objeto a ser tomado y
dejado por el otro, objeto carente de encanto, como se diría. Si no fuese porque se trata de
estos niños y niñas erradicados de sus lugares simbólicos propios, se podría pensar que se
trata de relaciones eminentemente perversas.
La calle es el prototipo de lugar sin límites. Por lo mismo, cualquier cosa que en ella
acontece encuentra en sí misma toda justificación. La vida, en cambio, es aquello que los
sujetos se encuentran siendo, introducidos ahí y de lo que no existe más que una puerta para
dejarla. Por eso Deleuze se refería a la vida como a un huracán que avanza alegremente.
Esa alegría se produce en su avance, en su movimiento y no en la destrucción que provoca.
Decía Deleuze que el huracán contento de ocasionar muerte y destrucción, es el huracán
resentido, el que no goza de su movimiento. 49
49
Deleuze, G.: Serás organizado, serás un organismo, articularás tu cuerpo –si no, serás un depravado. Serás
significante y significado, intérprete e interpretado – si no, serás un desviado. Serás sujeto, y fijado como
tal… – si no, serás un vagabundo. Al conjunto de los estratos, el cuerpo sin órganos opone la desarticulación
(o las no articulaciones) como propiedad del plano de consistencia, la experimentación como operación en ese
plano (¡nada de significante, no interpretéis jamás!), el nomadismo como movimiento (incluso en el sitio,
moveos, no dejéis de moveros, viaje inmóvil, desubjetivación) (Deseo y placer, artículo publicado en la
revista francesa Magazine Littéraire, nº 325, octubre 1994, págs. 57-65)
115 No es que estos niños, con sus estilos de vida y experiencias, de súbito, devengan adultos.
Pensar así implicaría pasar por alto lo que en realidad les sucede en ese devenir-ser que
acontece en el día a día, y olvidar lo que les está realmente aconteciendo en esa infancia
arrasada por un huracán resentido, por esa ideología que considera importante los puntos de
partida y de llegada, el niño a adulto, y que desconoce lo que acontece en el devenir, por
arte de magia de la indigencia y el abandono, adolescente y adulto de un niño que
sencillamente no puede vivir como tal. Esta lógica social se preocupa más por lo que el
niño hace como adulto que por aquello que deja de hacer como niño cuando los abandonos
sociales lo han contagiado de adolescencia y de adultez. El niño no imita, sino que se deja
contagiar hasta que en él desaparezca la niñez y su lugar sea ocupado por una adultez
construida a la fuerza.
Por lo mismo, para entender lo que acontece a niñas y niños no es necesario mirar su vida,
juzgarla desde una perspectiva inmanente, es decir, desde lo que en sí misma es la vida de
la infancia y sin compararla con la vida adulta.
¿Desde dónde entender esta sexualidad que parecería se ha reducido al discurso de lo
puramente fáctico, dejando de lado aquello que hace de la sexualidad un conjunto
metafórico con el que se representa el sujeto ante los otros? ¿Ese realismo nada
disimulado podría dar cuenta de lo que se llama la perversión de los orígenes y destinos
de lo sexual? ¿Y qué decir del deseo hermanado con el ser y explicitado en cada uno de
sus actos?
Un día me estaba ahí viendo un maricón, por ahí, al lado de la casa de mi
hermano. Yo me fui a cortar el pelo, y ese maricón me estaba cogiendo el huevo.
Yo sí llamé, pero me amarró la boca ese man y me dijo que no diga nada a nadie
porque después me iba a pegar. El era amigo de nosotros, cuando yo a veces iba
a la casa de él, él me miraba y yo no me daba ni cuenta. Estar con maricones es
feo.
¿Está mal el sujeto a causa de su deseo? Esta sería la tradición freudiana de la economía
del deseo y su influencia en el estar mal del sujeto a causa del deseo edípico elaborado
desde los órdenes de la ley o realizado de manera inadecuada. Sin embargo, habría que ir
más allá para pensar, por ejemplo, como lo hizo Deleuze (1985), para quien la gran tarea,
quizás una de las más complejas del sujeto, es desear, puesto que en el acto de desear se
produce la construcción misma del deseo. De esta manera el deseo se convierte en el
objetivo original y legítimo, dejando de lado la idea de que el deseo es pura carencia. La
116 concepción del deseo tan solo como pura carencia implica una posición eminentemente
idealista que desconoce al sujeto en tanto existente, con su historia y su cotidianidad.
El niño, al que el joven homosexual pretende seducir, no va a la peluquería movido por su
deseo equívoco, como afirmaría una teoría de un deseo ya estatuido, sino que es ese otro el
que irrumpe para sembrar en el niño un deseo que debería ser deseado por el mismo niño
para satisfacción del peluquero. Ese niño es algo mucho más complejo que el solo aparecer
como objeto del deseo del otro como si careciese de todo acto deseante que funde su deseo
y que se oponga, al deseo de ese otro.
La sociedad no se halla dominada únicamente por una racionalidad pura ni por series de
valores predominantes e incuestionables sino, como decía Habermas (1987), por la
integración de valores predominantes que surgen de la ciencia, la moral, la religión y de ese
conjunto de regulaciones que aseguran la integración y seguridad de los sujetos entre los
otros. La acción social posee una suerte de corporeidad en la que el cuerpo-sujeto pierde su
importancia pues lo que cuenta es una construcción cultural que se encuentra más allá de
cualquier subjetividad. Todo lo del sujeto social pertenece al orden de la acción
comunicativa que se sostiene en códigos relativamente homogéneos que impide el reino del
caos. Desde esta dimensión, la sexualidad podría entenderse como una “situación de
habla”, para utilizar la expresión de Habermas, porque ahí interactúan los hablantes, porque
ahí aparece con mayor claridad que en ninguna otra interacción social lo que es vivido
como propio versus lo que es ajeno. Lo propio, no solamente en términos de pertenencia,
sino en tanto hace referencia a las normas que sostienen toda interacción.
Habermas (1987), entiende la sociedad como acción comunicativa a la que convierte en
meta de toda sociedad, puesto que se trata de interacciones eminentemente simbólicas. La
sociedad actual pasó de los ritos y de lo sagrado a los signos lingüísticos y a un conjunto de
verdades racionales sometidas a la crítica. La sociedad constituye un sistema en el que el
actor termina siendo un creador sumergido en la subjetividad de los significados del mundo
vital.
La sexualidad y sus ejercicios representarían la forma más paradigmática de toda
interacción simbólica puesto que, para que se dé, es necesario que cada uno de los actos
responda a códigos que a su vez no se hallan destinados, en el espacio del deseo, sino a la
producción de goces en el otro y con el otro. La sexualidad humana, a diferencia de toda
otra, se encuentra simbolizada por el solo hecho de que no puede darse sino en el campo del
deseo y de la libertad del otro.
Mientras para Habermas se daría una continuidad histórica y cultural, para Foucault
(1992:24), el mundo es eminentemente discontinuo, contradictorio e incluso perverso.
Hasta la llamada normalidad se encontraría atravesada por el sentido perverso de la cultura
que podría ser revalorada para, con su influencia, producir los cambios que hacen la
genealogía de la historia. Desde los análisis históricos, es posible ver la discontinuidad
tanto de la historia en sí misma como de los discursos y de las realidades a las que hacen
referencia, por ejemplo, el discurso de la sexualidad. En La voluntad de saber dice:
117 ¿Acaso la puesta en discurso del sexo no está dirigida a la tarea de expulsar las
formas de sexualidad no sometidas a la economía estricta de la reproducción: decir
no a las actividades infecundas, proscribir los placeres vecinos, reducir o excluir
las prácticas que no tienen la generación como fin?
Estas formas de vivir la sexualidad en la calle podrían entenderse desde las posibilidades
que sus habitantes poseen y que corresponderían a una dispersión de las formas de
expresión que caracterizan la vida de quienes se constituyen en los propios límites de lo
sexual. El mismo Foucault decía que nuestra época ha sido la iniciadora de
heterogeneidades sexuales que, como acontece en la calle, se justifican en sí mismas por
cuanto no se hallarían reguladas por otras normas que no sean aquellas que nacen del
abandono, la soledad y la ausencia de los límites destinados a organizar la vida doméstica.
Así se puede entender que la sexualidad sea eminentemente fáctica, es decir, un ir y venir
de deseos, placeres y actos que no necesariamente se concatenan y que ni siquiera cuentan
con el poder de hacer historia.
Aquí se manda la mano sin compromiso, y si bravea, patas arriba y se le va
cayendo, y si no quieren dar, entonces se les da, porque a veces son resabiadas,
dizque niñitas resabiadas, pero no hay que hacerles caso.
¿Se trata, acaso, de una sexualidad inmoral o, peor aún, amoral? ¿Desde dónde y con qué
códigos juzgar la moralidad de estas vidas vividas de espaldas a los discursos morales,
sociales, políticos y religiosos según los cuales la sexualidad y sus ejercicios se sustentan
en series de principios, normas, creencias y valores que los habitantes de la calle ni siquiera
conocen? En El uso de los placeres (1993:29), Foucault considera que la calificación de lo
moral implica tomar en cuenta la relación de los actos con el sujeto en tanto sujeto moral,
más allá de la conciencia que de sí mismo tenga el sujeto:
En suma, para que se califique de “moral” una acción no debe reducirse a un acto
o a una serie de actos conforme a una regla, una ley y un valor. Cierto que toda
acción moral implica una relación con la realidad en donde se lleva a cabo y una
relación con el código al que se refiere, pero también implica una determinada
relación consigo mismo; esta no es simplemente “conciencia de sí”, sino institución
de sí como sujeto moral, en la que el individuo circunscribe la parte de sí mismo
que constituye el objeto de esta práctica moral.
He ahí justamente lo conflictivo que resulta el análisis moral de lo que acontece en la calle
cuando los códigos que en ella imperan tienen que ver con aquello que regula las relaciones
mediante ciertos principios que no derivan tanto de acuerdos grupales cuanto de los actos
mismos y de quienes los realizan. Se podría, pues, afirmar que se trata de una moral
circunstancial absolutamente móvil que se sostiene, no en principios estatuidos, sino en
prácticas concretas y siempre circunstanciales.
El amor nace de una decisión libre que, en algún momento, bien podría ser una fatalidad,
pero que, de una u otra manera, sostiene ese acto primario de elegir y de ser elegido. Son
118 actuaciones estéticas, a ratos teatrales, si se prefiere, pero que no se encuentran totalmente
peleadas con los sometimientos al deseo del otro siempre y cuando no se trate de un poder
irrestricto, sino del poder que implica toda relación. El verdadero poder consiste en la
atracción que no es sino uno de tantos movimientos que posee el deseo y que determina que
los sujetos caminen, vuelen, se detengan, se hundan hasta el borde del anonadamiento para
resucitar luego. Así se ama también a los muertos que, como decía Propercio, salen de las
piras funerarias para volver a los espacios de la cotidianidad con el fin de ser amados,
venerados. Amor constante, más allá de la muerte, decía Quevedo.
En la calle la inmediatez tiene que ver con los cuerpos asumidos como cosas que se toman
y se dejan, que sirven para algo determinado en un momento que se cierra en sí mismo y
que no deja huella, que no produce implicaciones significantes en esas niñas que se dejan
traer y llevar por niños que, igual que ellas, son traídos y dejados por sus deseos que, a su
vez, no poseen del todo aquellos límites que impone la cultura. Es cierto que los deseos de
un sujeto determinado se hallan limitados por los deseos del otro. Pero es preciso recordar
que la calle es espacio abierto, ilimitado y anónimo, incapaz de organizarse mediante los
ordenamientos de la cultura.
Pese a los cambios que se han dado en los órdenes de la sexualidad y de los amores, para
Giddens (2006), en las actuales sociedades se habría producido un resurgimiento del amor
romántico que reclama una nueva ética que a su vez se sostiene en el tema de las equidades
y de los derechos. En efecto, ninguna práctica que pretenda ser calificada de amorosa o
romántica podría ser tal si se colocase al margen de un ethos que surja de las equidades. El
concepto de sexualidad plástica propuesto por el autor tiene que ver justamente con los
deseos y goces que cuenten con la participación directa, propositiva, de la mujer. Sin esta
emancipación implícita que se refleje tanto en la relación como en la reivindicación de lo
placentero y gozoso de las mujeres, ninguna relación se justificaría como tal.
Incluso cuando se producen ciertos compromisos de las niñas en esos actos en los que se
ven involucradas, en la práctica, lo que cuenta es el ejercicio de la sexualidad desde el
poder de niños ya engrandecidos por la calle que las toman y las dejan, las presionan y las
manipulan. Mientras en el mundo de quienes viven al otro lado de la calle la sexualidad
entre mujeres y hombres recorren caminos paralelos unidos por los puentes de las
conquistas, los deseos y los compromisos, por más lábiles e insignificantes que fuesen, en
la calle lo que cuenta es la inmediatez de los objetos que afecta de manera directa a todos
sus habitantes. Quizás la razón fundamental para ello sea el que ahí no existe el espacio
propio que reclama la intimidad. La intimidad, sostiene Giddens, de tal manera se ha
transformado en nuestro tiempo, que bien podría convertirse en el mayor poder subversivo
de las sociedades. Las condiciones de vida de niñas y chicos en la calle actuarían al revés,
es decir, retrasarían todo proceso de desarrollo y de subversión de los órdenes estatuidos
para producir los cambios que necesitan los países en vías de desarrollo.
Si los órdenes de la sexualidad cambian, se transforma el mundo, tal como lo revela el
estudio de Rubin (1990). No se trata sino de una sexualidad eminentemente fáctica pero
también sostenida en categorías nuevas como la libertad, el consentimiento y, sobre todo, el
119 placer y el gozo que conforman otra ética, la ética de la libertad y de la autonomía en la
toma de decisiones.
Es preciso tomar en cuenta que desde el momento que los niños ingresan a la calle para
convertirla en el lugar de su cotidianidad, se rompe el original proceso de sexuación para
dar lugar a una sexualidad que ya poco conserva de la infantil. Se dejan de lado los juegos
sexuales infantiles que tienen el poder de organizar la sexualidad para dar lugar a otra
sexualidad cuyos elementos provienen de la adolescencia y de la vida adulta.
120 De la muñeca al bebé
Para quienes viven en casa, los juegos sexuales infantiles son tan antiguos como los niños
mismos puesto que ellos y ellas no pueden escapar a los mensajes de la sexualidad que se
originan en la convivencia diaria con los adultos. Además, es común que sus fantasías y sus
experiencias necesiten transformarse en actos cuya obviedad dependerá del entorno. En la
actualidad, jugar a papá y mamá posee características sexuales y eróticas más evidentes que
en las antiguas generaciones, precisamente por la perenne exposición a los mensajes de los
medios de comunicación y, sobre todo, por el carácter experiencial que implican los
programas de la televisión. Además, es preciso tomar en cuenta que lo erótico ha salido del
escondite del dormitorio matrimonial para pasearse con mayor libertad en toda la casa y
fuera de ella. La erótica, en efecto, se ha convertido en parte constitutiva de la cultura.
A ello se une la necesidad imperativa que tienen niñas y niños de conocer y reconocer su
cuerpo a través de la comparación con el cuerpo de sus pares. Se trata de un juego de
imágenes en el cual el cuerpo del otro sirve de referente. Se contemplan desnudos y se
descubren en el otro con sus similitudes y diferencias con lo que marcan las rutas de la
identidad construida con esas diferencias. Cuando se tocan, no intentan sino ejecutar un
ejercicio de exploración de texturas y de sensaciones en un contexto eminentemente lúdico
y, sin embargo, cargado de fantasías y sensaciones placenteras.
Estos juegos resultan indispensables para la construcción de la imagen del cuerpo propio y
para la configuración, en los varones, de la imagen de mujer y, en las niñas, la del hombre,
nunca como opuestos, sino tan solo como diferentes. Sin embargo, las preguntas iniciales
de qué es ser mujer y en qué consiste ser varón no se resuelven nunca con la mirada
dirigida solo a la anatomía. Las respuestas recorren los más inusitados senderos de la
cultura, de los afectos, de las fantasías, de las creencias y los mitos. Al final, la niña y el
niño aceptarán que la sexualidad pertenece al mundo de lo misterioso y mágico y que las
diferencias que median entre ellas y ellos son palabras, nombres de cosas, actitudes y
también pequeñas actividades.
Se trata de juegos, es decir, de experiencias lúdicas destinadas a producir placer. Los niños
ríen a carcajadas porque se divierten con la imagen de su cuerpo en el cuerpo del otro, con
esas nuevas sensaciones que los descubrimientos provocan, como ante una caja de secretos
y maravillosos tesoros que se ha logrado abrir. Ese regocijo forma parte de la construcción
lúdica de una sexualidad que así abandona lo prohibido, lo pecaminoso, lo malo. Una
sexualidad que se torna sensualidad y erotismo con el propósito de certificar al sujeto que
posee una vocación de gozo.
Freud (1905), como en casi toda su teorización, analizó de forma y desde una perspectiva
evolucionista el desarrollo libidinal del niño camino a la adultez. Para entonces, fue la
forma casi necesaria de introducir sus descubrimientos en el campo de la ciencia de su
tiempo. Pero han cambiado de forma radical los códigos tanto éticos como estéticos en todo
lo que tiene que ver con la sexualidad y lo erótico, quizás sobre todo con la erótica infantil.
Ya no es solo el sujeto el que se ha erogenizado sino el mundo y las realidades que hacen la
121 vida cotidiana. El psicoanálisis tomó, pues, un punto de partida en el evolucionismo, en la
lógica histórica, en el progreso, y concibió al sujeto en esos términos. Un pensamiento no
liberado de cierta rigidez que lo condujo, a ratos, a cerrarse sobre sí mismo. Cuando Freud
escribe El malestar de una ilusión (1927:11), da un giro hacia nuevas posiciones que, sin
desdecir de todo lo que ha teorizado, permiten otra clase de miradas, esas que le revelan
nuevas complejidades y otras formas menos rígidas y estatuidas de entender al sujeto en su
tiempo. “Todo niño nos exhibe el proceso de una transmutación de esa índole, y solo a
través de ella deviene moral y social”.
Existe, pues, una temporalidad erótica a la que, de una u otra manera, se halla adscrito cada
sujeto en sus tiempos y espacios. El tiempo de la casa es radicalmente diferente al tiempo
de la calle en la que estos niños son protagonistas de su temporalidad, es decir, de su
cotidianidad que funciona de manera simultánea a lo que acontece al otro lado de la acera,
tras las puertas de las casas y de las instituciones, también tras las puertas de los discursos
políticos.
Por ende, las niñas y niños de la calle no se encuentran al margen de las múltiples
dimensiones de la erótica que gobierna el mundo. Aun cuando vivan en un tiempo ajeno,
este tiempo no deja de ser un tiempo ligado al de los otros, quizás un tiempo disuelto en la
penuria de un sistema de códigos, tiempo fragmentado y discontinuo que los conduce a
actuar sin que esas acciones atraviesen ningún tamiz que las validen.
Cómo no reconocer que el sujeto contemporáneo transita entre la disolución y resolución
pues se halla discontinuamente atravesado por los canales por los que atraviesan las palabas
y las imágenes que lo saturan de información. Pero no se trata tan solo de información, sino
de una serie interminable de exigencias que, en su mayoría, tienen que ver con la necesidad
de actuar de forma imperativa.
La temporalidad de la vida erótica no puede seguir los pasos del desarrollo temporal del
individuo. En primer lugar porque, paradójicamente, la vida erótica es muy anterior
cronológicamente al ejercicio de la sexualidad. Pero en la calle se produce esa
simultaneidad del aparecimiento de lo erótico y el imperativo de actuarlo lo que da lugar a
una hipersexualidad que invade el mundo de lo real a costa de los órdenes simbólicos que
exigen tiempos y espacios. En este momento se produciría la herida más grave porque, sin
hiato alguno, estas niñas se convierten en objeto real de deseos, de amenazas y de
actuaciones inapelables. Entonces, como efecto de una especial metamorfosis, se
descompondrá la sexualidad infantil de una vez por todas puesto que, en adelante,
probablemente ya no haya lugar sino para las actuaciones.
Sobre todo cuando beben, se alocan, comienza yendo a bailar. También sabe ir a
robar porque como que ni siquiera se dan cuenta, también otros saben irse con otra
niña y entonces a veces la violan, porque desde los siete años ya comienzan a
violar.
122 Mientras la sociedad se halla cada vez más preocupada por los embarazos en la
adolescencia, se ha olvidado del embarazo de niñas de la calle que viven una sexualidad
errática, alejada de lo lúdico y rodeada de riesgos de todo orden. Mientras una adolescente
estudiante denuncia su embarazo que causa escándalos institucionales y familiares, lo que
acontece a las niñas de la calle no importa casi a nadie. Se trata de diferencias que forman
parte de los imaginarios sociales según los cuales las niñas en situaciones excepcionales no
pesan al momento de pensar en el gran todo de la sociedad. Las prácticas sexuales de niñas
y niños de la calle no constituyen precisamente un tema que angustie a una sociedad de
suyo marginante. Por lo mismo, a nadie le interesa saber que algunas de estas niñas ya han
quedado embarazadas a los diez años y que no es nada raro que a los doce ya sean mamás.
Los cánones de belleza, las fantasías de seducción, las permanentes escenas del placerdisplacer, los signos de la atracción erótica, son proposiciones presentadas por un mundo
saturado de informaciones, capaz de crear realidades virtuales, y simulacros de realidades,
comenta Ana Teresa Torres (1999). A ello habría que añadir el imperativo a actuar que
surge de todos los lenguajes y que se convierte en ley en la calle en la que no existe
ninguna otra posibilidad de expresar el estar en el mundo.
Algunas se van a alquilar esos hostales baratos de dos dólares y ellos no van a
trabajar y les llevan a las niñas y van a tener esas relaciones. Porque algunos
chicos obligan a tener relaciones, pero hay así mismo chicas que obligan a los
niños. Además, casi nunca están con un solo chico, sino que andan no más con
otros, a veces se le ve con uno, a veces con otro.
Mientras en una colegiala un embarazo no deseado provoca situaciones extremadamente
tensas, de angustia, incertidumbre y violencia, en la calle probablemente pase desapercibido
en la medida de que nadie se ofrecerá para dar inicio a un escándalo. En la estudiante, se
derrumba su proyecto de vida pues, ya sea al comienzo o al final, atrás quedarán las
amigas, los libros y un sinnúmero de ilusiones. En la calle, esa niña probablemente no haga
sino repetir una larga historia de mujeres embarazadas en los límites de la adolescencia.
En realidad, el embarazo en la adolescencia es uno de los más serios problemas de salud
pública del Ecuador. La muerte por abortos provocados ocupa el primer lugar en las causas
de muerte de chicas del país. También es un problema social. Cuatro de cada diez
embarazadas no pueden seguir con sus estudios porque debe dedicarse al cuidado del hijo.
Las causas de este problema son innumerables: pobreza (la mayoría de hogares de los
sectores marginales está conformada por adolescentes), soledad, tristeza y, sobre
todo, desinformación.
La situación de la calle es más compleja por sus características de abandono y pobreza
extrema. Una niña de la calle embarazada seguirá viviendo su vida como si no le
aconteciese nada particularmente fuera del contexto de privación en el que vive desde antes
de su nacimiento. En consecuencia, de mantenerse, el embarazo cursará en la pobreza y
hasta en la indigencia. Por su parte, es altamente probable que el niño o niña que nazca
123 termine viviendo en la calle porque nació ahí, pese a que no se den dos biografías iguales ni
dos vidas sexuales idénticas.
La calle, por otra parte, carece de los mínimos sistemas de protección, lo que determina que
las niñas se encuentren en perenne riesgo de ser abusadas por chicos de la calle o por gente
de fuera que ve ahí una buena posibilidad de dar curso a sus deseos ciertamente perversos.
El inconsciente, decía Deleuze, es una fábrica y el deseo es producción. Desde esta
perspectiva, no se desearía un deseo sino un conjunto de deseos algunos de los cuales no se
hallan regulados por la cultura. Por otra parte, el deseo se caracteriza por su fugacidad y
también por cierta inconsistencia.
Algunos saben abusar de las niñas, se le van llevando a un terreno, le bajan la
tanga y todo eso y le botan violando. Eso es malo ¿no es cierto? Yo creo que las
personas que hacen eso a las niñas pueden ir al infierno a estar sufriendo. 50
También podemos aplicar este concepto de deseo a un deseo más fugaz, incluso a ese que
aparece para engañar y seducir a una niña. Con frecuencia, los procesos de seducción son
claramente planificados y realizados con insistencia hasta lograr su objetivo. Se trata de
quienes buscan en las niñas la satisfacción de deseos ciertamente perversos.
Vas por la calle, ves una falda, un rayo de luz, una calle particular. La falda, el rayo de luz,
forman un conjunto y tú deseas ese conjunto, deseas ese mundo en el que se cruzan un
cuerpo, un paisaje particular, una hora determinada, el movimiento ondulante de una falda.
Para la seducción los adultos cuentan con múltiples estrategias más aun cuando de por
medio está la pobreza.
“La seducción es lo que sustrae al discurso de su sentido y lo aparta de su verdad”, dice
Baudrillard (2000:55). Ello implica que el deseo y los sentidos del discurso caminan rutas
diferentes puesto que de por medio hay una intención propositiva de hacer daño, de
conquistar el interés de una niña, de atraparla en promesas, para luego abusar de ella. En el
discurso existe, pues, la trampa de las apariencias de un juego absolutamente sucio y
propositivamente armado para el engaño y la impostura.
Sí hay muchas niñas que se van con gente mayor para tener relaciones, unas niñitas
tienen doce u once años. Cuando le dicen los señores “ven, ven para acá, vamos te
doy de comer”, entonces saben irse, y los señores saben abusar de esas chicas.
Porque sí hay mucha gente así bien abusiva, gente cochina. Y entonces se van las
niñas que son callejeras.
50
El infierno es el otro, decía Sartre. Si en algún lugar no hay espacio para ninguna manifestación de algún
cielo es en la calle convertida en casa de estos niños.
124 Algunos consideran que la vida erótica carece de cronología puesto que lo libidinal se
encuentra presente casi con el nacimiento. Para el psicoanálisis, la vida erótica carece de
cronología, aunque unas veces avance y otras regrese. 51 Cuando una niña (o un niño), se
convierte en objeto de seducción, primero, y satisfacción, luego, por parte de un adulto,
terminará siempre convertida en objeto abyectado puesto que tan solo servirá para el uso de
una satisfacción y nada más.
Al ser víctimas de los juegos de la perversión, para niñas y niños desaparecen los valores
lúdicos de la sexualidad que permanecerá anclada al orden de lo real. De ahí en más, se
producirá la degradación de los juegos que exige la erótica de la sexualidad.
Porque hasta niños maricones se ve que hasta se venden. Un amigo en el hotel se
ha estado bañando, y el guambra ha sido maricón, y se le ha estado moviendo en el
huevo y el hombre en el culo. Y eso así pasa, tú sabes, y eso es malcriadeces, eso es
pecado. Y le ha dicho ese guambra que hagan el amor, hágame el amor le dijo.
Pero eso es pecado, porque diosito le ha de castigar.
Estos ejercicios de la sexualidad exceden el sentido de lo propio y de lo íntimo porque se
realizan mediante la destrucción, no solo de la sexualidad sino del sujeto que quedará como
objeto usado, abyectado. Las víctimas son conducidas a lo imposible de la contención física
de lo que implica ser objeto de deseos en los que ellas son absorbidas sin posibilidad alguna
de reacción. Son las víctimas de un erotismo de la desolación que acarrearán a lo largo de la
vida. Esta desolación pesará como un riesgo perenne de muerte, porque será un disfraz más
de la presencia de la muerte.
51
Los síntomas constituirían las formas paradigmáticas de este regresar erótico del sujeto. Sin embargo,
quizás nunca se dé en verdad un retorno sino, a lo más, un intento de significar el presente con códigos
antiguos lo que realmente constituiría el síntoma.
125 CUATRO
LAS INTERMITENCIAS DEL DOLOR
La droga es la eucaristía del niño de la calle, su
verdadero y misericordioso Dios.
Simón Espinosa
El vino exalta la voluntad; el hachís la aniquila. El
vino es un estimulante físico; el hachís el arma del
suicida. El vino nos vuelve benévolos y sociables;
el hachís nos aísla.
Baudelaire
Los fanáticos de la lógica son insoportables, como
las avispas.
Nietzsche
126 Cuando se piensa en la calle convertida en espacio para el ejercicio de la cotidianidad de
grupos de niños, lo primero que se descubre es un exceso de realidad que se resiste a ser
simbolizado. De hecho, cuando se transforman en lugar de vida de los niños de la
desprotección social, las calles pierden sus significaciones sociales y urbanísticas para que
en su lugar aparezca desnuda la sociedad, esa sociedad de las ambivalencias, de la
desprotección y las violencias. Aún cuando existan muchísimos otros indicadores de las
inconsistencias y contradicciones sociales y políticas, la presencia de niños en las calles de
las ciudades se convierte en el argumento más irrefutable de las incoherencias ideológicas
de los pueblos y sus gobernantes.
La calle no constituye un lugar adecuado para la existencia física ni para las construcciones
simbólicas de los niños puesto que es el representante número uno de la desprotección y del
abandono. Al ingresar en ella, los niños se convierten en parte fundamental del circuito del
mal que fundamentalmente consiste en demostrar las falacias de que todos los niños del
mundo tienen derechos y de que existen leyes que los protegen desde antes de nacer. Ellos
no están, como pretenden ciertos cientistas sociales, para hacer el papel del menos uno que
confirma la regla del bienestar colectivo, como la excepción que confirma la regla de que
todos los demás cuentan con el material imaginario, simbólico y real para vivir como
sujetos.
La calle no está habitada solamente por fantasmas sino también por enemigos reales que
llevan el nombre de carencias, abandono, ausencias, desprotección, hambre, soledad. Es
como si la calle fuese el escenario de un pacto perverso estatuido entre la pobreza y la
muerte. Uno de estos múltiples enemigos tiene que ver con la dificultad en el manejo de los
procesos de simbolización a causa de la falta de los límites que deben intervenir como
organizadores de la subjetividad. En otras palabras, allí sencillamente es imposible
cualquier nivel de trascendencia, entendida como la posibilidad de situarse más allá de las
cosas en sí mismas. Esto es tanto más grave cuanto que se trata de niños que llegan a la
calle con una desprotección previa, atávica quizás, con la que, sin embargo, deberían contar
para sobrevivir, aunque parezca contradictorio que estos antecedentes pudiesen convertirse
en elemento de sobrevivencia. Si no fuese así, los habitantes de la calle perecerían de
manera inmediata. Pero así funcionan en la realidad puesto que, si se tratase de un niño que
no cuenta con antecedentes organizadores de una familia de la pobreza y, en particular, de
la pobreza pública de la calle, simplemente no sobreviviría, la calle lo engulliría de un solo
sorbo.
Pocas realidades se justifican por sí mismas o bien se convierten en causa casi única de
múltiples acontecimientos que se hallan íntimamente ligados. Desde luego, en los hechos
de la subjetividad, nada está dado al azar ni nada podría referirse a una única causalidad.
Además, ningún acontecimiento se explica por sí mismo puesto que casi todo se halla
sobredeterminado por múltiples razones no siempre identificables lo cual complica y hasta
hace imposible que se den explicaciones suficientes para entender esos hechos de la vida
cotidiana que, a los ojos de muchos, parecerían producidos por una linealidad casi física
127 causa-efecto. Este reduccionismo se transformará en un causante más de los conflictos que
aquejan la sobrevivencia de los habitantes de la calle.
La realidad de la calle no puede ser establecida puesto que en sí misma es sustancialmente
indeterminada, abierta y expuesta. Por lo mismo, constituye la negación de los sistemas
referenciales con los que cuentan niños y niñas en su casa, en la escuela y hasta en la
misma calle cuando esta no es más que lugar de tránsito. En esta indeterminación, como se
ha señalado a lo largo del texto, todo puede acontecer casi por derecho propio puesto que
ahí no hay lugar para ningún sistema normativo. Es por eso que el acto de entrar en la calle
para habitarla representa un acto eminentemente sacrificial del que nadie es consciente y
menos aún niños que sobreviven ignorando que día a día, hora tras hora, se ofrecen al
sacrificio en medio de ceremonial marcado por la crueldad.
A más de las crueldades ya analizadas, hay dos más que de modo alguno cierran la serie
puesto que, en estricto rigor, no existe serie alguna sino apenas un acaecer de hechos que se
repiten de manera necesaria, de circunstancias que convergen, de eventos que acontecen sin
ninguna lógica que no sea aquella que rebasa los principios que hacen la cotidianidad de
estos niños, la lógica de las leyes y de los enunciados sobre sus derechos frente a una
realidad casi incuestionada o, por lo menos, soportada y hasta sostenida. Si se piensa que la
calle es el lugar sin límites, entonces, todo lo que les acontece a sus habitantes pertenece
también a ese orden desordenado que carece de medida y que funciona al margen de toda
regulación posible.
128 Los dones del alcohol
Para las culturas árabes, la palabra tendría su origen en alcoholeé, el nombre con el se
denomina a los espíritus malignos para de esta manera señalar la serie de males a los que
conduce su uso excesivo. Dados los efectos malignos y hasta inevitables de alcoholeé, para
la comunidad es mejor actuar sin contemplaciones y huir de él, prohibirlo de manera radical
y sin excepciones. Para otras tradiciones, igualmente árabes, el origen estaría en la palabra
alkohl que hace referencia a un producto de belleza facial utilizado por las mujeres de los
estratos sociales altos y que estaba hecho a base de minerales. Para otras culturas, como la
judía, el vino es un don de los dioses destinado a alegrar el corazón del hombre.
Como muchos otros productos naturales o elaborados por los sujetos, el alcohol atraviesa la
gama inmensa que media entre la aceptación y el rechazo, entre lo glorificado y lo
maldecido. La ambivalencia es, pues, el espacio propio de su existencia. Baste recordar el
mito judío de Noé, el vino, y el destino de sus hijos que surge de sus actitudes ante la
primera mítica embriaguez. El vino sacrificial del ritual cristiano y de la ritualística social
presente desde el nacimiento hasta la muerte.
También el inicio en los consumos de alcohol se sujeta a ritos que pueden ser elementales
pero que casi siempre tienen que ver con la señal de emancipación, imaginaria y real, del
hijo y de la hija de la familia. En la actualidad, con la droga, el primer trago abre los nuevos
caminos de la autonomía y cierra los de la dependencia infantil. Este rito podría tener
mucho de gratificación y de pertenencia, pero también de acto que da cuenta de una ruptura
violenta con un medio familiar y también social agresivo, atrapador. Por lo mismo, desde
cualquier perspectiva y desde cualquier lugar en el que se coloquen, el alcohol para los
adolescentes es algo mucho más que una cosa, es un símbolo convocado para los
ceremoniales de la transformación de la vida que tiene de ternuras, de conquistas amorosas
y de pérdidas.
Como cualquier otra droga, el alcohol dará lo que se le pide: alegría, celebración, tristeza o
hundimiento. Esto determina que sobre él pesen todo tipo de bendiciones y maldiciones.
Pese a que los ceremoniales religiosos cristianos cuentan con el vino, no se ha dudado en
calificar su uso como pecaminoso. De hecho, algunos grupos cristianos no dudan en
afirmar que el alcohol es una de las herramientas favoritas del diablo para abrir la puerta a
terribles maldiciones. Inclusive se dice que el alcoholismo, más que una enfermedad es un
pecado.
Lo que importa es que el alcohol se encuentra en los orígenes míticos de todas las culturas
como uno de los tesoros más preciados por los dioses y que llegó al mundo de los mortales
como el aditamento indispensable para toda celebración, para alegrar la vida y también para
trascender lo cotidiano, para ir a ese más allá de los placeres comunes que no cesan de
ofrecerse a los sujetos de todas las edades, aun cuando siempre haya estado reservado para
los mayores sobre todo porque, como acontece con todos los proveedores de placer, hay un
límite máximo que fácilmente puede ser violentado y que abre las puertas a un exceso de
placer que es la embriaguez íntimamente emparentada con la muerte, más aún cuando se
129 trata de niños para quienes ese plus de goce se encuentra ciertamente en los bordes de la
muerte.
Por lo mismo, no se trata de una bebida cualquiera sino de un don otorgado para que las
celebraciones sean capaces de llegar a un punto particular de trascendencia mediante el cual
el sujeto original podría arribar a un límite tal de sublimación que le permita tocar la puerta
de la morada de los espíritus del bien. Desde ahí es preciso agradecer por los dones
recibidos: la buena cosecha, el nacimiento del hijo, la conquista amorosa lograda, la boda
celebrada. Porque en las mitologías esenciales de los pueblos y de los sujetos, los bienes no
son construidos ni logrados por acciones específicas y personales sino como dones
otorgados por la benevolencia de los dioses. Una razón más para que los niños se
encuentren legalmente excluidos puesto que ellos en sí mismos son los primeros y
fundamentales dones otorgados a hombres y mujeres. Sin embargo, a su nombre se bebe,
por su llegada se ofrece el rito del vino del que permanecerán excluidos hasta el día de su
iniciación a la vida y ritualística adultas.
Pero en la calle, el alcohol posee su propia dinamia. De la celebración de la alegría que
caracteriza a la sociedad de los otros, en la calle se pasa a la búsqueda del olvido del dolor y
del desamparo. Un rito diferente en el sentido y en su ejercicio que los envuelve quizás
hasta atraparlos. Imposible cerrar los ojos para no ver que, en ese acto mágico infantil, se
busca la desaparición, de una vez por todas, de las ignominias y de la cotidianidad hecha
con la materia prima de las privaciones, los abandonos y una cadena de dolores. Siendo aún
niños, ellos deben introducirse en el rito inicial del alcohol de la calle cuyo objetivo
primordial es el olvido y la huida.
Sí, aquí hay chicos que beben porque no se sienten bien tal como están. Y también
hay niñas que beben, o sea para olvidarse de todo lo que pasan en la casa o en la
calle. Todos beben, desde los chiquitos hasta los más grandes porque saben decir
que así es para olvidarse.
El dolor de la calle difiere de manera radical de cualquier otro, en particular de aquel que
surge de la conciencia del mal, del mal-estar en el mundo, del dolor de ser que no encuentra
razones suficientes que justifiquen la existencia. En la calle el dolor es físico, demasiado
físico como para dejar que ahí se cuelen otros sentires existenciales. Probablemente este sea
el más horrible de los dolores porque tiene que ver, primero, con la vida en el sentido más
material que se encarga de obturar cualquier otra vía posible que otorgue al sufrimiento
alguna otra significación. 52 Por otra parte, también es imperativo rescatar que el dolor se ha
52
Yo muero extrañamente, no me mata la vida,/ no me mata el amor; muero de un pensamiento mudo como
una herida…/ ¿No habéis sentido nunca el extraño dolor?/ ¿De un pensamiento que se arraiga a la vida,/
Devorando alma y carne, y no alcanza a dar flor?/ ¿Nunca llevasteis dentro una estrella dormida / Que os
abraza enteros y no daba un fulgor? Delmira Agustini. 130 prendido a cada uno de ellos para que el olvido no invada al sujeto, puesto que quien
olvida, muere de muerte súbita. Beben, pues, para no olvidar y para no morir. Es el dolor
reducido a sí mismo, no es angustia, sino sufrimiento real y físico.
Sin embargo, una de las pretensiones más imposibles de la existencia es la de olvidar,
olvidar de manera propositiva las experiencias de dolor, construir un acto de reflexión para
que aquello que origina la reflexión misma deje de estar, se oculte, desaparezca. Como si se
tratase de un acto de magia que borra de un solo golpe la historia. En ese momento, se pasa
por alto la verdad de que el olvido se construye con el tiempo puesto que es el tiempo en su
devenir el encargado de que siga presente aquello que provoca el dolor. No hay olvido sino
apenas paréntesis, una amnesia momentánea, un pequeño ahogamiento del recuerdo en el
foso del alcohol. La memoria persigue al sujeto y solo desaparece con la muerte.
El alcohol produce olvidos momentáneos porque mañana las escenas de los abandonos
aparecerán otra vez, una y otra vez. Imposible olvidar la vida, la cotidianidad a la que se
vuelve, día tras día, sin que medie algo que, desde fuera, venga a alterarla, a modificar los
signos de su representación que no son otros que los de la carencia y la soledad. De ahí que
la propuesta de hacer del olvido una tarea se convierte en la vía para que la memoria
subsista puesto que no hace otra cosa que persistir en lo acontecido, en hurgarlo cada vez,
no para olvidar sino apenas para armar un paréntesis que no se sostendrá más que el tiempo
que dura el efecto de una cerveza.
El alcohol y la calle hacen una unidad primaria, casi necesaria, puesto que ahí no rige sino
la norma de los actos que se suceden dentro de una espontaneidad que no exige palabras
sino actuaciones y repeticiones. Es esto lo que determina el valor de participación en la
bebida porque beber se convierte en una experiencia más que, como el resto de su vida, no
va a pasar por explicación alguna sino, a lo más, por el valor de anécdota que ni siquiera
necesita ser narrada. Más aún, cuando mantienen relaciones familiares, puede ser el mismo
papá quien inicia a su niño en el uso de la bebida que se ha convertido en parte de la
cotidianidad, en algo con lo que siempre se cuenta.
Nada nace por generación espontanea, la calle posee historias circulares, como si se tratase
de una inmensa cinta de moebius construida con la historia de estos niños, con la de mamás
y papás que no inventan nada puesto que, a su tiempo, también fueron parte de esta
construcción que se repetirá porque cada niño que entra en la calle deberá hacer lo mismo,
ser interior y exterior al mismo tiempo, ser palabra y obra, actuación y repetición. En esa
cinta se produce un infinito de movimientos con el que se recrean las cotidianidades. Allí
no hay nada nuevo pues todo es antiguo, incluidos los niños.
Se toma en la calle porque los papás les dan y también porque ellos les ponen en la
cola y ellos toman pensando que la cola está así no más, que es cola normal, pero
tiene trago. Y claro que los papás y las mamás saben que los niños toman porque
ellos mismos les dan trago. Los papás les dicen que vayan a comprar en la tienda, y
ellos compran no más, y como creen que eso es dulce o algo así, entonces ellos
toman no más con la cola. Entonces se emborrachan y empiezan a estar
131 acostándose en la calle y los papás también se acuestan con ellos. Y saben estar ahí
borrachos acostados.
¿Se produce aquí una repetición interminable de la historia o, acaso, la ruptura de toda
historia por cuanto, entre una generación y otra, no media nada, ni siquiera el tiempo de
crecer y menos aún el de desear? La historia no consiste en la repetición consecutiva,
mecánica, de los acontecimientos, una repetición en la que no existe ni el tiempo del corte
ni el de la reflexión. Estos niños tan solo repiten porque se hallan íntimamente ligados a las
cosas y aconteceres del otro adulto y familiar que ha terminado constituyéndolos en una
suerte de prolongación fáctica y lingüística. Esta cadena de repeticiones está destinada a la
abolición del sujeto.
"Yo no soy verdaderamente un historiador. Y no soy un novelista. Practico una especie de
ficción histórica", decía Foucault (2006:40), para dar a entender la complejidad de la
historia que no consiste en la repetición sino en la creación que se produce tanto en la
arqueología del sujeto como en la perspectiva del futuro que surge de las reflexiones que
alguien hace sobre sí mismo. Cuando se produce ese instante de reflexión, el sujeto va más
allá de la repetición para colocarse en la genealogía del ser, del saber y del poder. Si no
hubiese separación alguna entre una y otra generación, no habría lugar para la creación de
la historia puesto que de esa reflexión surgen las diferencias. La historia no es otra cosa que
el perenne relato de las diferencias, hasta el punto de que si no hay diferencias no existe
nada que narrar ni interpretar.
En cierta medida, en la calle se produciría una suerte de repetición especular mediante la
cual los hijos tratarían, inconscientemente, de reproducir en su vida cotidiana el orden de
las cosas de los adultos a través de un proceso de identificación directa e incuestionada. Así
se produciría una identidad eminentemente tautológica que niega la diferenciación
indispensable para lograr autonomía. Esta clase de identidad determina que en estos niños
la posible historia personal quede remplazada por la repetición.
Entonces ellos toman trago o vino, pero el trago es lo más fuerte de todo, desde los
cuatro años o a los cinco, y ellos toman con la frecuencia que les dicen los papás.
Una vez, verás, ellos pensaron que yo era un grande y me hicieron de tomar, y yo
me fui adentro y me boté agua en la cabeza y vine diciendo: ya gracias.
En consecuencia, el saber de estos niños no responde a la ruptura que presupone todo
proceso de identidad. La subjetividad reclama un cierto grado de homogeneidad
discontinua que hace la historia y que se expresa en la formación de discursos diferentes
que se convierten en la materia prima con la que se construyen unas generaciones diferentes
a otras. En la calle, la repetición se constituye no solo en norma sino en condición de
existencia y de sobrevivencia. El ser y el saber fluyen de la diferencia y tan solo de esta
manera se hacen las historias personales en las que, sin duda alguna, se producen
repeticiones pero que no se han convertido en el núcleo del sujeto. Poseer historia consiste
en reconocer lo que se es lo que se desea y en actuar a partir de esos deseos.
132 Estos niños introducidos en la bebida denuncian al mundo, aunque nadie los escuche, no
solamente por la precariedad de su existencia, sino porque se hacen sin historia, sin
expectativa alguna de construir un futuro capaz de otorgar sentido a la existencia. Desde
antes de nacer, ya ocupan el lugar de las repeticiones mecánicas que abarcarán su
cotidianidad que en el alcohol adquieren su valor aniquilante. Ellos mismos se encargan de
señalar la repetición como condición de existencia:
Tomamos desde bajísima edad, algunos ya a los ocho añitos andan en la calle,
borrachos, pobrecitos ni cuenta que se dan. Pero tú tienes que saber que en muchos
casos les obligan a tomar a veces la mamá o el papá o los tíos o los hermanos
mayores. Y entonces toman y ya están acostumbrados a solo tomar y siguen
tomando. Y así ellos a los amigos les llevan a malos pasos. Algunos papás les dicen
por qué andas tomando, y la hija le dice es que me obligaron a tomar.
Se trata de una hiperrealidad al revés de la descrita por Baudrillard o Eco. Esta otra
hiperrealidad conduce a estos niños más allá de toda intelección de lo que hacen puesto que
las cosas les acontecen sin que ellos puedan hacer algo para detenerlas. Los hechos no
tienen palabras posibles y deben permanecer como acontecimientos sin significación cuanto
más que ninguno de estos habitantes de la calle posee la capacidad de volver sobre sus
pasos para mirarse en los actos. Una de las condiciones de la calle consiste precisamente en
esa imposibilidad de volver sobre los hechos que se suceden unos a otros sin mediación
alguna de un saber y menos aún de un interrogar. De la misma manera que el signo de una
marca de hamburguesas conduce al niño al paraíso del placer, para estos niños, el único
paraíso posible es la cosa en sí misma, no buscada ni elegida, sino impuesta.
Para Baudrillard (1978), la hiperrealidad (como concepto semiótico y filosófico), consiste
en la incapacidad de un sujeto para distinguir la realidad de la fantasía que termina siendo
realidad pura, tal como acontece en los niños de la calle, colocados al otro lado de la
tecnología en la que habita buena parte del resto de niños en los que se daría el mismo
proceso. Es decir, para los niños de la calle lo real dialoga con la realidad que no deja
resquicio alguno para que puedan producirse y organizarse los órdenes de la interpretación.
Este sería el aspecto más cruel de la realidad que atrapa de tal forma a los niños hasta
dejarlos fuera de cualquier posibilidad de imaginar otros mundos posibles. En su
conciencia, lo que tienen entre manos es lo único verdaderamente real. Para Eco, la
hiperrealidad presupone la capacidad de un convencimiento de que aquello que acontece en
el mundo fantasmal de la tecnología es absolutamente cierto e incuestionable, cuando la
"M" de McDonald's es suficiente para asegurar al niño una experiencia paradisíaca. Para el
chico de la calle, lo cierto es la cosa como tal, lo cierto que se agota cuando la cosa
desaparece, todo lo contrario de lo que sucede con un niño colocado en el más espectacular
parque de diversiones.
En la calle se daría un total sometimiento del orden significante al orden de las cosas, al
acontecimiento puro como parte de un sistema de repeticiones en el que no caben las
palabras para explicar, señalar o diferenciar. La semiótica postmoderna habla de
hiperrealidad para señalar la incapacidad de los sujetos para distinguir el orden de la
133 fantasía del de la realidad En la calle, la hiperrealidad consistiría en quedar atrapados en la
cosa, en el acto puro, despojado de sentido, para repetirlo una y otra vez probablemente sin
que medie ni siquiera la más mínima intención de comprensión porque entre ellos y el
alcohol no media nada sino los actos de los otros que lo hacen, ya sea en la calle o en la
casa. De hecho lo real consistiría en aquello que de suyo se resiste a cualquier intento de
significación desde el orden simbólico porque es cosa. 53 Para los niños habitantes de la
calle, la bebida es asumida como réplica igual a la realidad de la paternidad, de ese otro al
que deben reproducir y que, al mismo tiempo, los reproduce. El acto se cierra cuando la
bebida los atrapa y los convierte en la cosa representada. De esta manera, se repiten las
reproducciones que agotan la historia, es decir, el niño borracho es la réplica de su papá (o
de su mamá) igualmente borracho, inconsciente, aherrojado en la calle como cosa. Como
diría Eco, acá tan solo es posible distinguir la fortaleza de la soledad.
Por ejemplo, había un niño chiquito de cinco años en La Tola que pasaba solo
bebiendo. Es que toman por despecho, porque los padres los abandonan, o porque
los padres los maltratan. Los padres los odian, no les quieren, entonces toman.
Beber y emborracharse se ha convertido en una especie de dispositivo mediante el cual los
niños denuncian que se encuentran solos y que ellos son el abandono en su máxima
expresión. Constituyen el abandono personalizado, en consecuencia, más allá de ellos ya no
hay nada que buscar. Y, como si aún fuese poco, en ciertos casos, este dispositivo de la
bebida funciona a la perfección cuando al niño se lo arroja de la casa de una vez por todas
para que en verdad represente lo que es, el dispositivo con el que la sociedad de la calle y
los de fuera de ella los calificarán como perdidos o abandonados.
Ellos beben cerveza, trópico, el norteño, zhumir y muchas otras bebidas más. Pero
cuando los padres se enteran de que su hijo o su hija están ya bebidos, reaccionan
mal, les botan de la casa, les pegan y hasta les pueden hacer mucho daño. Por eso
mejor ellos saben ir a tomar en partes muy lejanas para que los padres no se
enteren. Y ahí están mezclados niños y niñas y también saben estar otros que ya no
son niños sino más grandes.
Los actos de beber se repiten una y otra vez como parte de una rutina o de una ritualística
que sostiene la existencia. La celebración de los abandonos y silencios sociales, ritos que se
suceden en el silencio de la soledad porque ahí no pueden darse sino actuaciones que se
significan por sí mismas. El alcohol y las drogas celebran la repetición de manera
compulsiva. Acciones que funcionan bajo el imperio de una sobredeterminación que se
impone porque actúa en la calle desde siempre y a la que se someten los niños de manera
espontánea, pero nunca propositivamente. La formación discursiva de la calle funciona
53
El tema de lo real ha sido explotado por algunas disciplinas como, por ejemplo, el psicoanálisis lacaniano
que inclusive se propuso hacer del psicoanálisis la ciencia de lo real. Para Lacan, lo real es aquello que escapa
a la significación.
134 sobre la base de reglas anónimas que se expresan tan solo en las conductas puesto que
nunca exigen verbalización alguna. Allí lo que en última instancia cuenta es la actuación.
Quizás desde Baudrillard (2008), se podría ver a estos niños como niños simulacro que
proclaman la verdad absoluta tanto de la ley del abandono como incluso la de los derechos
universales de los niños que en ellos actúan en tanto ignorados, violentados y suprimidos.
Porque su realidad no es otra cosa que el disfraz deshecho de lo que las sociedades han
proclamado y legislado sobre el valer de los niños en el mundo. Cada niño borracho no
sería sino una suerte de disfraz de niño detrás del cual no hay nada más que esa realidad
llevada al extremo de lo incomprensible.
Nadie podría lavarse las manos porque estos niños denuncian a la sociedad y no a su
familia, a la organización de un Estado que es rico en palabras y promesas pero pobre
cuando ni siquiera se atreve a mirar lo que acontece en el día y noche de la calle.
Algunos papás ni siquiera se enteran porque ellos saben ir a tomar en partes muy
lejanas, lejos de la casa, en otras calles, precisamente para que no se enteren. Pero
hay otros que bien borrachos se van mismo a la casa a dormir, y cuando se
levantan de la cama, la mamá les maltrata, les pega o les bota de la casa.
En estos cuadros, lo mejor que aparece es la negación radical de los signos con los que la
sociedad acoge, protege y alimenta a sus niños. No solo se trata de la ausencia de alimentos
físicos sino también de los otros que se producen en la cultura y que se llaman ternuras,
espacios propios, diversiones propias, privacidad, normas. La calle es la carencia en su
máxima expresión, lugar para toda clase de oprobios entre los que está el hecho de que
gente adulta vende cerveza y toda clase de licores a los niños, lo hacen porque esos niños
no cuentan nada en el entramado social hecho con innumerables leyes y derechos y también
con una buena dosis de cinismo que se encarga de negar el signo como valor. Niñas y niños
constituyen el signo de la sociedad, pero los de la calle han sido colocados al otro lado de
todas las representaciones, señalando el hecho de que nada tienen que ver con los signos y
sentido del orden cultural.
Por lo mismo, permanecen como pura simulación de lo que se dice que son y representan
los niños en la cultura actual. La calle absorbe, quizás de una vez por todas, los sistemas de
significación de los niños que la habitan. De ellos se podría decir que son muertos
vivientes, objetos aherrojados a la hiperrealidad de la ciudad que los aniquila. Tal vez, el
alcohol y las drogas tengan la función, por una parte, de ocultarles los sentidos de esta
muerte y, por otra, quizás de resucitarlos.
Bueno, la vida de la calle es así de triste. Ahí tengo unos amiguitos, como el pana
David, que trabaja desde tempranito, a veces se queda en la calle toda la noche,
aunque sí tenía mamá que también andaba por la calle. Él trabaja, él así toma
alcohol y consume drogas ahora. Porque la mamá se murió, el papá se estaba
haciendo cargo de él, y entonces el papá se juntó con otra señora, y entonces ya no
le quiso la otra señora, le dijo que el hijo ya no le hace caso y que le bote a una
135 quebrada. Y entonces le fue a botar, y el niño se quedó. Desde ahí es que el niño
vive con esa tristeza. El niño comenzó a fumar y a drogarse, y así muchas cosas
más. Pero ahora él ya dejó ese vicio, y ahora trabaja, vende caramelos.
No son los usos de alcohol y de drogas los que colocan a esos niños al borde de los sentidos
de la existencia sino los abandonos que se suceden de generación en generación porque es
lo que heredan de los vivos y de los muertos, son los legados que reciben aún antes de
nacer. Más allá de las muertes como acontecimiento que terminan desorganizando lo poco
que resta, son las muertes dadas a estos niños como la ofrenda que hacen las madres a su
historia que también es repetición. Hay una historia establecida pragmáticamente que de
suyo se transmite sin que haya posibilidad alguna de que se dé un corte significante para
cambiarla. Propios o ajenos, en la calle los niños casi siempre estorban, están demás. Es
como si en cada uno de ellos se reeditase un discurso de ajenidad que no se puede ni
siquiera suspender peor aun deshacer. Cuando la nueva mujer pide al papá que arroje al
niño a la quebrada, no hace otra cosa que colocarse ella misma en la repetición de un
sistema de representaciones en el cual casi todos sobran, grandes y pequeños, vivos y
muertos.
En estas relaciones se repiten juegos de lenguaje ya estatuidos y que no cambiarán mientras
se mantengan sus condiciones. Para modificar esta clase de relaciones, no será suficiente
una nueva teoría de la comunicación entre papá e hijo o entre esposos, sino que se
produzcan nuevos sentidos en los que no conste ni esa extrema pobreza ni los valores de
propiedad que padres y madres han elaborado sobre sus hijos. Lyotard (1994:38), señala
que en cualquier intento de cambio, como en este caso, “el aspecto lingüístico adquiere
importancia, y sería superficial reducirlo a la alternativa de tradicional de la palabra
manipuladora”. No bastaría ir a la mujer con un discurso sobre los derechos porque no le
pertenecen puesto que ella se hizo en la calle y permanece siendo desde juegos lingüísticos
en los que la violencia y la no pertenencia conforman el centro de las relaciones.
Lo que acontece en la calle, como en el testimonio, es que el niño no se encuentra allí
donde está la mujer de su papá ni en donde está el papá que, por otra parte, ha desaparecido
para que se imponga el discurso de su nueva mujer. Para que el padre no responda a los
requerimientos de ella, sería necesario que se coloque en el lugar de su hijo, algo que no lo
hará porque, probablemente, su paternidad ha estado excéntrica a sí misma, es decir, ajena a
lo que los lenguajes comunes dicen de lo que significa ser papá.
Goffman (1971), decía que el sujeto puede percibir la realidad poniéndose en el lugar del
otro, y este proceso permite al sentido común reconocer a otros como análogos a su yo. La
idea de analogía marca la verdad de la intersubjetividad como parte de la experiencia
social. Es en la intersubjetividad donde se pueden percibir ciertos fenómenos que escapan
al conocimiento del yo, pues el sujeto no puede percibir su experiencia inmediata pero sí las
de los otros, en tanto le son dadas como aspectos del mundo social. Dicho de otra forma, el
sujeto percibe sus actos y las acciones de los otros tan solo si es que se organizan dentro de
idénticas reglas de significación.
136 La sociedad condena a ese papá que se rinde a las exigencias de su mujer y abandona al
hijo en la quebrada porque, como dice el discurso social, un papá no puede cometer
semejante atrocidad. Sin embargo, se debería pensar que ese hombre no se halla
participando de los mismos juegos de lenguaje con los que dialogan las prácticas sociales.
Él, como su nueva esposa, se halla ubicado, a lo mejor desde siempre, al margen de este
juego simbólico y obra desde otro juego en el que los niñitos son más objetos que sujetos lo
que le conduce a sacar de casa al hijo y a abandonarlo en la quebrada. Es decir, la sociedad
se halla estatuida mediante un sinnúmero de enunciados de carácter prescriptivo como el
que dice que papá y mamá deben proteger a su hijo. Por las razones que fueren, el papá del
relato se halla al margen de estos enunciados, en su lugar hay otros que terminan dando la
razón a su nueva mujer. Si no hay reglas, dice Wittgenstein (2008), no hay juego y, por lo
mismo, el papá parecería que ni siquiera se cuestiona sobre la necesidad de cumplir los
deseos de su esposa.
Por su parte, el niño que termina convertido en el efecto de esa exclusión de sentidos,
optará por la calle como lugar que facilita que la quebrada que lo acoge se prolongue
indefinidamente en forma de exclusión y abandono, y en eso consiste para él haberse
salvado. En consecuencia, su conflicto no radica en beber y usar drogas sino en la exclusión
cuyos efectos los actúa en la vida cotidiana, único lugar a su disposición.
¿De qué manera ubicar a este padre, representante de muchos que actúan de similar manera
y que, en parte también dan cuenta del problema de callejización? ¿Qué significa ser
deseado en esa magra economía de las subjetividades? La verdad es que no todo hijo de
mujer nace ni como producto de deseos ni tampoco encuentra, al llegar, un mundo
organizado para sí desde los deseos. Casi por principio, todo aquel que nace en la calle
recibe como don un sistema de lenguajes en los que la desorganización de ciertos órdenes
de la cultura se convierte, si no en ley, sí en formas incuestionadas de vida hasta el punto de
mantenerse en adelante desprovisto de una capacidad mínima de crítica sobre lo que lo que
hace daño, ofende y desorganiza.
Hay niños que son saludables, que trabajan y que toman una cola o agua. Pero hay
los que son drogadictos, los que toman licor, y eso está muy mal, pero es que los
papás mismo les enseñan desde chiquitos, con ellos mismo toman porque no les
importan que sean de esa edad. Por ahí en el parque o bajo el árbol comienzan a
tomar y ahí mismo se quedan o se van bajo el árbol a dormir de noche. De todo
hay, hasta las niñas saben tomar licor. Pero eso es malo, ¡si supieran que eso
puede afectar los pulmones! A la edad en la que ellos están en la calle, después de
unos dos meses ya les comienza a dar el vicio de beber.
¿De qué forma actuará el deseo en la economía psíquica de estos niños que viven como
víctimas de los desamparos? Sujeto es aquello (ser) que se va produciendo mediante
protocolos varios, acontecimientos y procesos conocidos y desconocidos, conscientes y
también inconscientes (Tenorio: 2007). Los niños no aparecen como una sumatoria de
todas las identificaciones de las que luego se apropian para, desde ahí, hablar convencido
de que es el dueño original de sus discursos. Pese a una aparente unidad, desde niño, el
137 sujeto se caracterizará por ser siempre disperso lo que lo conducirá a expresarse sobre sí
mismo de forma cada vez diferente. En este sentido, se trata de un sujeto que no cesa de
exiliarse o, por lo menos, de aparecer como excéntrico a sí mismo aunque mantenga una
relación de permanencia a la cultura que lo organiza. Como se ha señalado, en buena parte,
la calle constituye la anti-cultura, el otro lado de los órdenes que hacen al sujeto social, su
antítesis porque ella misma se halla organizada mediante lenguajes que se contraponen a
aquellos con los que los otros se relacionan con los niños.
La bebida, por ejemplo, representa un lenguaje que los adultos ponen en juego para los ritos
de las celebraciones que van desde las alegrías a las tristezas, pasando por esa inmensa
gama de afectos que hacen la vida personal, familiar y social. De manera propositiva, los
niños quedan excluidos de estos lenguajes porque no les pertenecen. Al revés, cuando
ciertos papás y mamás, en condiciones normales, introducen a sus hijos pequeños en estos
lenguajes, en cierta medida los pervierten puesto que los desorganizan al ofrecerles como
materia significativa lo que rebasa sus posibilidades de comprensión. En cambio, en la
calle, es probable que el sistema de significación se haya alterado de tal manera que el
hecho de incluir a los niños en la bebida posea sentidos radicalmente diferentes. Más aún,
la bebida en la calle seguramente ha terminado siendo despojada de los ritos sociales para
convertirse en actos que se repiten sin concatenación alguna en el orden significante hasta
morir en una suerte de fosa común en la que tan solo pueden apreciarse los despojos. Ahí
los niños aparecen como un despojo más en medio de esa escena en la que lo macabro se
impone sin mediación alguna. Los versos son de T. Eliot:
¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir?
¿Dónde está la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?
Los pequeños habitantes de la calle no pueden ni hacerse estas preguntas de Eliot y menos
aún responderlas porque se encuentran al otro lado de la memoria y del olvido, en los
territorios de la negación de su existencia y del sentido. De manera necesaria y tal vez hasta
inevitable, en la calle las cosas acontecen al margen de sus significaciones sociales. Ellos,
simplemente, son sujetos dañados.
Hay niñas y niños que beben para olvidarse de todo lo que pasa, de todo lo que
viven en la casa y en la calle, porque nadie se siente bien como están. Entonces
esos niños con la bebida se pudren.
Quizás se trate de la reminiscencia de la imagen de la manzana podrida con la que la
sociedad ha calificado a los niños diferentes, a los rebeldes ante lo que consideran injusto, a
los que desean deseos proscritos por la moral del bienvivir.
En estos grupos de bebedores, los posibles lenguajes con cuya ductilidad se significa el
mundo han perdido su capacidad para significar porque se han convertido en cosa, en
objetos de desecho o a lo más en escenas que se repiten una y otra vez. En esto consiste
precisamente la cosificación de las palabras. Las escenas de los niños bebiendo, bebidos,
emborrachados con una pequeña dosis, dan cuenta de que prácticamente ha sido anulada la
138 posibilidad inconmensurable de significar que poseen los lenguajes. Todo lo que luego
acontezca no será sino mera anécdota. Los niños ya no tendrán en adelante oportunidad
alguna para interpelar al otro en los procesos de identificación simbólica y social puesto
que no les resta otra alternativa existencial que hacer de la repetición el requisito de
sobrevivencia. Es probable que el otro quede reducido a una suerte de personaje cosificado
en las borracheras repetidas una y otra vez y ajenas a los sentidos. Así se ofrece como
sacrificio a la angustia y hasta a la misma muerte.
Como se verá al abordar el tema de las drogas, probablemente, en estas escenas en las que a
un niño se le da alcohol para que se duerma y no moleste, o para que ni vea ni sienta lo que
acontece en su entorno, la idea de la licuefacción del sujeto sería tan evidente que ya no
cabría duda alguna de su desaparición como destino. Allí probablemente se pierda todo lo
que la sociedad ha creado en saberes, actitudes, leyes en torno a los niños en las últimas
décadas. De esta manera, lo que acontece a cada uno de estos niños pertenece al orden de la
hiperrealidad que actuará de forma irreparable, salvo que se produjesen actos y procesos
que operen de manera contraria e inmediata.
La existencia les pasa por sobre su vida, y ellos quedan como sobrantes de la sociedad y,
por lo mismo, como parte de un anonimato que permite algo más que el olvido, el
desinterés, ese quemeimportismo destinado a que las conciencias permanezcan incólumes y
en paz. Entonces, el mundo puede seguir su propio ritmo construyendo sin cesar el orden de
las conciencias y de las éticas que justifican los quehaceres y los deseos.
Hay policías que a veces sí se preocupan, pero hay otros policías a los que les da lo
mismo ver tomando a un niño o a un chico. Es como si ellos vieran tomando a un
señor, igualmente, a ellos les da lo mismo, aunque les vean beber todos los días.
Hay policías que son agresivos, saben decir que nos van a llevar a la Dinapen, 54
dicen que cuando te llevan allá, te mandan con otros papás.
Al seguir su propio ritmo y al desconocer estas otras existencias, el mundo se salva a sí
mismo con estos niños sacrificados en el ara del desamparo. Desde ese momento, ya no
serán rescatados como imagen que cuestiona los regímenes de la cultura porque su destino
es ser pasados por alto, desconocidos ya que constituyen una suerte de contra-imagen de la
cultura.
54
Dinapen: Dirección nacional de policía especializada para niños, niñas y adolescentes,
139 La metástasis de la cultura
Los usos de drogas pertenecen al orden del deseo que implica la aceptación de un sujeto
constituido sobre la base de un vacío incolmable, el vacío de ser. Sin embargo, es
indispensable tomar en cuenta que los usos nunca serán unívocos pues su significación
dependerá siempre del sujeto y de las condiciones en las que se realiza un uso en particular.
Pese a que cualquiera de los actos de un sujeto termina relacionado con lo social, es
necesario que, cuando se trata de ciertas realidades como los usos de drogas, se retorne al
sujeto para que el discurso no se pierda en la cosa-droga que indiscrimina y borra las
diferencias. Las drogas, en efecto, son utilizadas por sujetos diferentes y en circunstancias
igualmente diferenciables unas de otras hasta el punto de poder afirmar que ninguna
circunstancia equivale a otra por más similar que pareciese. Las similitudes serían, pues,
circunstanciales y móviles en la medida en que, en cada acto, el sujeto se presenta de
modos distintos en lo que tiene que ver con sus lenguajes y también con sus deseos. Estas
distinciones forman parte de la contemporaneidad que se hace mediante tejidos lingüísticos
que nunca son idénticos entre sí.
Sin embargo, en la calle las cosas nunca son tan claras como se esperaría pues ahí la
presencia de la subjetividad se convierte apenas en una posibilidad que, probablemente,
tiende a desaparecer a medida que niñas y niños se abandonan a ella hasta convertirla en su
referente existencial.
La identidad es el tema de la mismidad y de la singularidad en el que el otro, como distinto,
juega su papel de referente en los procesos de significación. La diferencia no versa tan solo
sobre la materialidad del ser sino sobre aquello que lo hace, es decir, lenguajes y deseos
unidos a otros diferenciables que señalan tiempos y espacios distintos aun cuando fuesen
compartidos. La identidad habla de lo uno y lo múltiple, de lo similar y lo distinto, de la
diferencia convertida en su razón de ser. Por lo mismo, la identidad está llamada a señalar
la diferencia, aquella subjetividad que se apropia de discursos y deseos, de espacios físicos
y lingüísticos al mismo tiempo, los espacios de los intercambios simbólicos con los otros
claramente diferenciados.
Pero cuando se aborda el tema de los niños de la calle, ya no coinciden los procesos de
identidad que se producen, a lo largo de los tiempos sociales y subjetivos, con sus pares que
viven la cotidianidad dentro de los ámbitos domésticos y sociales que les pertenecen. Los
cambios producidos y los movimientos de las instancias de la subjetividad no se dan en
relación directa sino con y a través de los otros similares que, igualmente habitantes de la
calle, carecen de los organizadores que intervienen en la constitución de identidades
producidas entre los niños que viven situaciones calificadas de normales en tanto forman
parte de una familia, y se hallan referidos existencial y éticamente a las instancias de la
comunidad como la familia, los grupos de pares, las instituciones en las que la escuela
juega un papel de capital importancia.
140 Sobre la base de un modelo de carácter psicopatológico, Goffman (1994:269), habla de los
procesos de identidad como de un sistema de mortificación del yo en tanto se pierde para
ganar puesto que debe abandonar algo para llegar a otros lugares de significación.
Los procesos por los que se mortifica el yo de una persona son de rigor en las
instituciones totales; su análisis nos puede ayudar a ver las disposiciones que los
establecimientos corrientes deben asegurar, para salvaguardar los yoes civiles de
sus miembros. Las barreras que las instituciones totales elevan entre el interior y el
exterior marcan la primera mutilación del yo. En las instituciones totales el ingreso
ya rompe automáticamente con la programación del rol, ya que es la separación
entre interior y el amplio mundo, dura todo el día y puede continuar durante años.
En cierta medida, es esto lo que acontece con quienes dejan la casa, su infancia y todo lo
que corresponde al orden de los objetos domésticos, incluidos los lenguajes, para internarse
en esa selva de cosas y actuaciones que es la calle. Es importante reconocer que, mientras
en casa existe un orden de los objetos, en la calle tan solo existen cosas que con dificultad
los niños podrían significar. 55 En ese momento, se rompen los procesos de identidad para
dar lugar a otra realidad. En este nuevo espacio, las subjetividades se producen por
acumulación de experiencias y de realidades impuestas y casi siempre repetidas de manera
espontánea. La calle se impone, pues, con su peso de significación en la que la subjetividad
queda reducida a la mínima expresión, determinando que los acontecimientos se conviertan
en meras actuaciones. La calle no está llamada a salvar nada de la subjetividad sino, al
contrario, a contradecirla e incluso a anularla.
A esto hay que añadir que, en los complejos procesos de la identidad, las instituciones
juegan un papel importante incluso cuando cambian, cuando mutilan al sujeto, como dice
Goffman, en tanto se encargan de culturizar al niño que debe dejar de lado actitudes,
posicionamientos, deseos y lenguajes que hacen a un niño de una edad determinada como,
por ejemplo, cuando deja la casa para ingresar en la institución educativa.
Al mirar a los niños de la calle, el tema de la culturalización sufre un giro que los diferencia
de manera radical de sus pares que permanecen en sus lugares originarios y lógicos. En la
calle, la lógica es radicalmente otra, puesto que en ella ya no cuentan los principios que, en
55
Es importante rescatar la diferencia entre objeto y cosa y su relación con los procesos de identidad. En
términos generales, la casa, como domus, se halla organizada mediante objetos que la significan y diferencian
desde múltiples perspectivas. Los espacios físicos adquieren connotaciones particulares cuando, configurados
con objetos, se convierten en dormitorio, cocina, sala de estar, etc. Cada espacio con sus objetos se transforma
en elemento de identidad para todos y cada uno de los habitantes del domus, los identifica, los significa y los
discrimina cuanto más que existen espacios y objetos específicos y excluyentes como, por ejemplo, el
dormitorio de la pareja parental que, desde su presencia, diferencia, limita y hasta prohíbe, al mismo tiempo
que puede originar deseos. En contraste, en la calle, a causa de los lenguajes sociales, tan solo existen cosas
múltiples, indiscriminadas y comunes que carecen de la capacidad de diferenciar a unos sujetos de otros.
141 sus pares domésticos, provocan y regulan los deseos, tal como se ha evidenciado al tratar
temas como el de los espacios, los tiempos, la sexualidad.
Las drogas forman parte de la calle, hasta cierto punto, son la calle, y están con ellos desde
el instante en el que empezaron a habitarla. Por eso sus usos no pueden ser comparados con
los usos de los otros que viven en condiciones que les pertenecen. Las diferencias no se
hallan en las sustancias sino en los sentidos con los que unas y otras han sido investidas. En
cierta medida, y desde las relaciones imaginarias con las drogas, existiría un abismo
diferenciador entre el chico que usa marihuana en su casa con un amigo en una noche fría,
y el muchacho que también fuma marihuana en la calle para soportar el frío de la noche.
Son dos fríos, se diría, esencialmente diferentes puesto que responden a circunstancias
existenciales incomparables entre sí. Por otra parte, si se acepta que la callejización
conlleva un empobrecimiento de los constructos imaginarios y simbólicos, también se
podría afirmar que los niveles de metaforización de las drogas será elemental hasta el punto
de que siempre prime ahí el valor de la cosa sobre su poder referencial tan importante en
los usos de drogas por sus pares domésticos (Tenorio: 2009).
Existiría otro factor importante de diferenciación entre los dos grupos. Para los chicos que
viven en condiciones llamadas normales, es decir, en una casa, con su familia, que van a la
escuela, que tienen adultos que se preocupan y hasta se encargan por los desarrollos de la
cotidianidad, que poseen tiempo y elementos para la recreación organizada, las drogas
poseen características diferentes incluso antes de usarlas. En cambio, parecería que en la
calle las drogas se resistirían a abandonar su consistencia real como para ofrecerse a
mutaciones metafóricas, aquellas que determinan los usos de drogas en los otros. En
consecuencia, tanto el alcohol como la base o la pega no serían más que lo que son en sí
mismas.
Finalmente, otra diferencia primordial entre unos y otros usos estaría dada por la falta del
rito que es, en general, de capital importancia para el grupo de chicos ajenos a la calle. El
rito es el encargado de introducir tanto a lo que se usa como a los usadores en un espacio
imaginario y simbólico que permite la construcción de sentidos. Se bebe para celebrar algo,
para compartir la amistad, para acrecentar el valor social, familiar de una comida. También
un grupo de adolescentes comparten un porro para sus propias y múltiples celebraciones
que van de la alegría a la tristeza, del éxito al fracaso. En la calle, las drogas, más que
usadas, son consumidas en tanto cosas, válidas en sí mismas y, por ende, al margen de las
múltiples celebraciones que seguramente escasean.
Aquí en la calle para los niños hay todo, por eso utilizamos el trago, el vino y
muchas cosas más como las drogas. Porque aquí todos los niños se despechan, y
cuando está utilizando drogas, se despechan también.
Este despecho nada tiene que ver con algún tipo de culpa moral, tan solo se trata de la
conciencia de la inclemencia convertida en la condición de la existencia. En la medida en la
que la precariedad se ha convertido en la condición de vida, ya no habría lugar alguno para
la esperanza sino tan solo para esas ráfagas de conciencia de su situación que seguramente
142 les invaden de vez en cuando y que rara vez serán verbalizadas. Para estos niños las cosas y
los acontecimientos no se relacionan entre sí sino que aparecen porque están ahí haciendo
su realidad. En efecto, cuando se trata de los otros chicos y adolescentes, las drogas son
llamadas a formar parte de los ceremoniales que hacen las cotidianidades y que tienen que
ver incluso con las estrategias para conseguirlas. En la calle, no existe el ceremonial, quizás
ni siquiera su posibilidad porque las cosas se suceden unas a otras sin orden alguno, salvo
quizá el orden equívoco de la necesidad.
Las drogas constituyen para estos niños una suerte de camino que hay que recorrer
ineluctablemente porque ya está hecho y porque por ahí transitan los que llegaron antes con
el mismo bagaje de vacíos y de necesidades. Entonces ya no es posible dejar de andarlo
puesto que no existen alternativas. En consecuencia, ni siquiera se trata de una estrategia
destinada a buscar alivio o el olvido de todo sufrimiento como acontece en otros espacios
de la pobreza en los que aún hay lugar para la esperanza (Tenorio: 2003). Acá la esperanza
ya fue abolida como parte de las tecnologías del ser que se dedica a sobrevivir, en una vida
en la que no existen cuentas que dar ni cuentas que recibir al comienzo o al fin de cada
jornada. En la calle, las cosas se acontecen y, por lo mismo, no exigen conciencia alguna
por parte de sus habitantes, lo que da cuenta de su precariedad.
Por ahí unos amigos nos dicen que nos vamos a sentir bien, o sea que dicen que sí
está bien que nos droguemos, y nada más, y entonces nos drogamos no más.
Se trata de una especial tecnología del sujeto que no pide ni da explicaciones porque se
sabe que las cosas simplemente deben acontecer de esa manera ya que no existen
posibilidades para que cambien en su sentido. En la calle, en efecto, se da una suerte de
sumisión de cada niño a las cosas que se imponen hasta el punto de que no existiría nada
que se escape a esa sumisión ya que de esta dependerá la sobrevivencia. Ni siquiera se trata
de una renuncia a sí mismo sino de una dependencia de facto que debe realizarse en cada
acto.
En este sentido, no existiría autonomía alguna del niño que, aun en el caso en el que no use
drogas, se encuentra, de todas maneras, sometido a esa sumisión constitutiva. Incluso
cuando hay clara conciencia de que las drogas podrían causar daño, se debe continuar en el
uso porque esa es la forma de dar cuenta del sometimiento a las condiciones vitales de la
callejización. El informante habla de que se trataría de un irse matando, de un proceso de
destrucción al que no sería posible hacerle el quite. En efecto, hacerlo implicaría contar con
alternativas que no existen porque, si las hubiese, contradecirían la condición calle que
hace a estos niños. La condición calle se da de facto y aleja al niño de cualquier otra
posibilidad que implique tanto la conciencia de esa realidad como la búsqueda de rutas para
dejarla. Las drogas son parte de ese sometimiento a lo real que, a veces, hasta tiene buena
cara:
Hay muchos chicos que han probado la droga porque piensan que eso es bonito,
que es lo más hermoso que ha de ser para existir aquí en la vida.
143 Es probable que esta experiencia sea la única que valga la pena ser vivida cuando la
cotidianidad se sostiene en la ignominia de la privación que hasta podría ser absoluta. Por
ende, es preciso rechazar aquel pensamiento que supone que lo que hacen estos niños
carece de toda lógica que no sea aquella del mal. Cuando se habla de pobreza y privación,
no existe equivocidad alguna y menos aún cuando se trata de los niños que se han visto
obligados a habitar la calle, ya sea en el día a día, o de aquellos que finalmente la
convirtieron en su morada. Por eso, las drogas se encargarían de proveer a sus usadores de
algo, aunque no bien identificado, que permita que aparezca bonita e incluso hasta hermosa
la vida de ese tercer o cuarto o quinto mundo por todos conocido pero del que no se dice
nada más que lo necesario para que no se agiten las conciencias.
La pobreza de estos niños no tiene que ver tan solo con las carencias de los medios
necesarios para vivir, ni con el abandono de la escuela y de la familia. Tiene que ver con la
casi desaparición del conjunto significante que provee de sentido a la existencia porque
ellos no están llamados a trabajar, pues muchos han debido abandonar la compañía
familiar, porque no van a la escuela, porque todos, sin excepción, carecen de esperanza.
Hay una desesperación original que no deja de acompañar a estos niños y que podría
hacerse más evidente con el efecto de las drogas. De suyo, las drogas no poseen efectos
únicos y exclusivos. Por el contrario, sus efectos dependerán de aquello que el sujeto pone
en juego desde sus deseos, desde esa especie de autonomía existencial que opera más desde
lo inconsciente que desde lo consciente. Nadie huye de la realidad porque cualquier intento
de fuga no sería sino una forma más de mirarla a la cara, tal como supuestamente es, tal
como es vivida. Si para el discurso oficial la realidad es la materia contable de cada día,
para esos habitantes de la calle, la realidad estará hecha precisamente de buena parte de
aquello que no es contable sino tan solo en tanto carencia y ausencia.
Aún cuando los discursos estatuidos no hayan cesado de hablar de lo hermoso de la vida y
de las múltiples misiones que a cada quien corresponden por el hecho de estar-en el mundo,
las realidades son muchas como son igualmente indefinibles los destinos que corresponden
a cada hijo de mujer, probablemente desde mucho antes de su nacimiento, tal como puede
apreciarse en los hijos de la pobreza para quienes sobrevivir se constituye en la tarea
primordial, quizás única. Sobrevivir implica enfrentar la muerte en el día a día, al revés de
lo que acontece a los otros niños llamados a vivir y a expandir sin cesar el sentido de la
existencia en aquello que se llama futuro y que no es otra cosa que la certeza de que el
mañana del mañana es cierto, seguro y propio.
Para muchos de los niños de la calle, el uso de drogas, sin mirar su frecuencia ni cantidad,
forma parte de las exiguas sobrevivencias. Para lograrlo, se invierte parte de las magras
ganancias del día que tienen que ser valoradas, no desde criterios únicamente económicos,
sino desde lo que esa inversión implica, en lo que con ello se logra de olvido y de
experiencia de un bienestar que, real o supuesto, debe buscarse. El lacónico testimonio
refleja la doble posición que implicaría el uso y lo que se invierte en la droga. Parecería que
las palabras son minuciosamente buscadas de tal manera que nadie crea que ellos pueden
dedicar a las drogas todo lo que ganan en la calle, o que están ahí tan solo para drogarse.
144 Por el contrario, los usos son esporádicos porque, de lo contrario, no se cumpliría la
primera y fundamental razón de su permanencia en la calle que es la sobrevivencia.
Gastan tres o cuatro dólares, máximo.
Este sería el costo, no tanto del producto que se obtiene, sino de la ilusión colocada en la
droga, no tanto de aquello que se logre, sino de la esperanza posible. No puede ser de otra
manera cuando esa realidad áspera de la cotidianidad no es capaz de brindar nada en
particular más allá de esas experiencias de precariedad extrema.
Es probable que en los discursos estatuidos no se haya dado ningún valor a este acto de
espera y de esperanza que estos niños colocan en las drogas y que probablemente difieren
de lo que acontece con adolescentes o adultos de la otra sociedad para quienes los usos de
drogas pertenecen a diferentes expectativas mágicas. Existen diferencias abismales entre
poseer lo que he denominado el supermercado de los placeres (2009), que forma parte de la
existencia mágica de las nuevas generaciones urbanas, y la condición calle en la que
sobrevivencia representa el otro polo de los imaginarios que conforman la existencia de
quienes no tienen la sobrevivencia como objetivo de la cotidianidad.
Lo lacónico de los textos no debería interpretarse tan solo desde criterios culturales sino
desde la precariedad de las fantasías que los hacen y que se debe al hecho de que la
sobrevivencia no exige nada más que un precario sistema de fantasías para dar la cara a lo
cotidiano. ¿Desde dónde, en efecto, esperar que ellos construyan megarelatos sobre sus
usos de drogas cuando la vida se reduce a su mínima expresión como la media merienda
que deben comer para sobrevivir?
Sí hay chicos que usan eso para olvidar los problemas, o solo por sentirse bien,
aunque a veces ni se sabe mismo.
¿En qué consistirá sentirse bien para los niños y niñas de la privación crónica y universal?
Cualquier intento de respuesta deberá atravesar primero los espacios de la cotidianidad que
ya se han analizado y que tienen por objeto dar cuenta de aquello que implica la
sobrevivencia para, tan solo desde ahí, intentar comprender las relaciones que se establecen
con las drogas que están ahí como parte de las innumerables ofertas del mundo
contemporáneo. Es decir, no se requieren grandes o complejos esfuerzos para llegar a las
drogas que, desde hace mucho rato, forman parte de la precariedad social. Drogas
igualmente precarias, como no puede ser de otra manera.
Claro que hay chicos que voluntariamente usan drogas, porque ellos mismos
quieren estar drogados, ellos quieren probar cualquier droga, y si ellos quieren
probar, ellos consiguen así de rápido. Hay chicos de ocho años, como de mi edad,
que ya usan porque ellos quieren, porque nadie les obliga que se droguen. También
hay niños adolescentes que usan desde los 10 o hasta de menos. Las amistades les
dicen que se van a sentir bien, o sea, que sí está bien que se droguen. Entonces,
ellos ven lo que se siente estar drogados.
145 Los sentidos de la existencia son tan equívocos y esquivos como la alegría, el dolor, el
placer y el sufrimiento. En consecuencia, únicamente el dueño de esos afectos podría hablar
con cierta justeza de lo que experimenta, con sus decires a medias ya que los afectos,
cuando pasan al reino de las palabras, se alteran, pierden su originalidad y dimensión.
Cuando alguien dice: estoy triste, pretende que, para ser entendida por el otro, su tristeza
empate con las experiencias de tristeza que posee el interlocutor, tarea azas compleja que
no se resuelve sino a medias. Cada testimonio de estas niñas y niños se refiere a
experiencias sentidas y también a ese cúmulo de decires que atraviesa el mundo de las
drogas y que tienen que ver con un sinnúmero de prejuicios.
Cuando se trata de afectos, probablemente sea imposible e incluso inútil cualquier intento
de neutralidad. Esto sería mucho más evidente en el momento de entender lo que se busca y
lo que se experimenta con las drogas, más aún cuando se trata de niños privados de su
mundo original, y obligados a construir su cotidianidad con el material real de la calle. Ese
amasijo de afectos con los que se vive lo cotidiano sirve para interpretar cada acto y las
vivencias, incluidas aquellas que proceden de las drogas, ya sea como experiencia personal
o como lo dicho por los otros o también de los prejuicios ancestrales que hacen parte de la
cotidianidad callejera.
En la contemporaneidad, las drogas representan una parte importante de lo femenino que
seduce porque en ellas se ve representada la fuente de los placeres y de los olvidos, de los
goces y de las salvaciones. Si, como dice Giddens (2009), lo femenino representa el
principio de incertidumbre, los atributos de las drogas también forman parte de lo
existencialmente incierto, de lo que transita sin cesar por el abanico de afectos y promesas.
Como lo femenino, las drogas no cesan de evidenciar el principio de incertidumbre que,
como en ningún otro lugar, hace presencia en la calle en la que todo es inseguro por sí
mismo. Probablemente, sea la incertidumbre el punto nodal de la seducción que ejercen las
drogas en cualquier espacio en que se manifiesten.
La calle es sufrimiento y ausencia, lejanía y carencia que no terminan de hablar de los
incomprensibles contrastes de la sociedad, las diferencias entre los que poseen hasta la
opulencia y los que carecen de todo hasta la indigencia. En cualquier espacio en el que el
sujeto se halle, las drogas estarán para seducir con sus ofertas tanto de olvido como de
memoria, de placer como de sufrimiento.
El testimonio encierra un universo de representaciones sobre lo que es la calle como lugar
de existencia de niños expulsados del mundo de los otros en el que no existirían los
sufrimientos que la calle produce. Todos, sin excepción, poseen dolores varios, pero solo
los pequeños habitantes de la calle tienen que vivir y hacer una historia única y casi
inimaginable. Para la niña que habla, su historia se inaugura en el papá y la mamá arrojando
a sus hijos a la calle. Antes de ese momento, no hay historia.
146 Ellos usan las drogas es por olvidarse de los problemas, por olvidarse como les
tratan los papás, por olvidarse, o sea, lo que les ha pasado en el día, y eso les causa
que vayan a consumir drogas.
Cada niño de la calle es un hijo sacrificado por el padre Estado, por la madre patria y sus
hermanos, ciudadanos de bien, por todos juntos que, a lo largo de los tiempos, se han
encargado de crear las condiciones necesarias para que nazcan los destinados a la pobreza
extrema y tomen la calle para sobrevivir. En otras palabras, existe un filicidio que se ha
tratado de pasar por alto en especial por quienes aún sostienen que son los hijos los que
quieren asesinar a papá y mamá. Nadie pide perdón ni se estremece 56 . Nada de esto
acontece porque no existe conciencia ciudadana ni política que vea las realidades que hacen
la vida cotidiana, en la que las drogas jamás pueden pesar más que el hambre, la
desnutrición y, sobre todo, su exposición prematura a una vida que no les pertenece de
modo alguno. Si Bauman habla de licuefacción de las relaciones sociales como una de las
características que definen a las sociedades actuales, cuando se habla de los habitantes de la
calle, esta licuefacción se convierte en su contrario porque las cosas aparecen ante ellos y
para ellos con su solidez real, como lo real puro que se resiste a cualquier proceso de
metaforización.
Hay papás y mamás maltratantes que, en su tiempo ya fueron agredidos, sacrificados en el
ara de la miseria. Ahora les toca repetir la historia como, más tarde, harán estos niños
cuando lleguen a ser grandes.
Yo sé que eso me hace daño a mí misma, o sea que me voy matando poco a poco, y
la culpa es la pelea de mis papás, las separaciones de los papás porque por eso los
hijos consumen alcohol y drogas. Pero las drogas nos pueden matar, nos pueden
causar cáncer, nos pueden llegar a hacer enfermedades. La droga es malísima
puede dar un ataque al corazón. También dan retraso mental y pueden ocasionar la
muerte por exageración. Pero no queda más que consumir.
La causalidad no es lineal porque los aconteceres personales y sociales se caracterizan por
la complejidad y la sobredeterminación. Sin embargo, para la informante, puesto que sabe
que nada se explica por sí mismo, acude a la etiología de la violencia familiar para explicar
y quizás también para justificar su esporádico acceso a las drogas. Para ella tanto mal hacen
las drogas como la violencia doméstica y social puesto que, si en casa hubiese un ambiente
de ecuanimidad y ternura, las drogas sobrarían, ya no serían casi indispensables para
sobrevivir.
56
Al respecto, valdría tomar en cuenta los análisis realizados, primero por Kierkegaard y luego por Derrida
sobre el filicidio cuyo modelo es el cometido por Abraham sobre su hijo único, Isaac. El padre callará para
siempre y jamás se atreverá a pedir perdón por lo actuado. En vez de ello, ciertos teóricos, incluido Freud,
quisieron leer la historia al revés: los hijos confabulados para asesinar al padre.
147 Desde estos orígenes de hijos social y hasta familiarmente asesinados, los acercamientos a
las drogas también tienen que ver con la búsqueda de sufrimiento más que de placer. La
búsqueda de ese plus de dolor quizá para que las heridas se agraven y sangren aun más.
Esta sería una diferencia importante entre los usos de los chicos y muchachas que viven,
aunque solo sea en las formas, una vida doméstica natural y los de la calle que subsisten
bajo los regímenes de dolor y la carencia. Los otros buscan el placer, hasta hablan de
pretender encontrarse ahí cara a cara con la felicidad57 , en cambio estos niños tras las
drogas preferentemente encuentran malestares y el fantasma de la muerte. El informante
habla de lo mal que se sienten sus amigos con las drogas y sugiere que sería mejor que se
dedicasen todos al estudio antes que andar en esas aventuras, pero lo hace como quien se
encuentra fuera de una experiencia que la considera innecesaria y dañina.
Es Goffman quien enseña a dar importancia a las rutinas sencillas que hacen la
cotidianidad, a aquellas que, por parecer tan obvias, se las pasa por alto porque no se toma
en cuenta que en cada una de esas acciones se revelan los sujetos en sus múltiples
dimensiones. Sus análisis microsociológicos permiten aproximaciones libres y espontáneas
a la cotidianidad entendida como el escenario primario de los sujetos y, en este caso, de los
niños que viven en la calle aun cuando algunos regresen a casa para pasar la noche. Al
abordar esta cotidianidad es posible captar su identidad profundamente deteriorada y
alienada a las condiciones propias de sus orígenes. En estos espacios se construyen el yo,
sus transformaciones y descomposiciones.
Yo no lo he probado, pero se sienten muy mal al estar con las drogas. Por lo que he
visto, es muy feo. Se ponen revoltosos y quieren robar o quieren pegar a alguien, el
comportamiento es muy feo, porque piensan que ya son más grandes y quieren
pegar a todos. Otros se ponen asustados y creen que ya viene la policía, porque
siempre están pendientes de que les va a encontrar la policía. Pero ellos dicen que
las drogas les hacen sentir bien, aunque yo he visto que se vuelven como locos. Yo
por eso no he querido comprar pega o drogas porque después me voy a hacer loco.
Se trata de niños cuyas edades van, más o menos, de los cuatro a los doce años y que
caminan hacia la droga no se sabe buscando exactamente qué más allá de lo manifestado
conscientemente. Pero parecería que la experiencia sufriente, dolorosa o violenta ocuparía
un lugar preferencial quizás porque en cada uso pretenderían realizar un nuevo retorno a
sus orígenes.
Hay testimonios en los que la búsqueda del mal aparece de manera más nítida quizás
dejando al descubierto alguna idea de muerte e incluso de suicidio. No son raras las ideas
57
Pueden revisarse los análisis realizados en Drogas, usos, lenguajes y metáforas (2003) y El sujeto y sus
drogas (2009), en los que se evidencia que, para los usadores, prima la búsqueda del placer en casi todos los
usos. Es raro que los usadores se refieran de manera tan clara a la búsqueda del sufrimiento por el sufrimiento
mismo tal como acontece con estos niños en los que parecería que las palabras placer y goce ni siquiera
pertenece a sus lenguajes.
148 suicidas en los niños e incluso ciertos actos que dan cuenta de un deseo de muerte que se ha
instalado y que hasta podría llegar a la actuación que, como es común, serán interpretadas y
registradas como accidentes. La depresión anaclítica descrita por Spitz (2003), da cuenta de
los profundos procesos depresivos por los que pueden pasar niños menores de un año a
causa de las súbitas separaciones de su mamá. Si no es atendida de manera oportuna y
adecuada esta depresión, el niño cae en un estado de marasmo tal que lo conduciría a la
muerte. Por otra parte, aun cuando no llegue a estos extremos, cada evento depresivo
infantil deja huellas que se reactivarán más tarde.
En consecuencia, es importante pensar que algunos de los niños que viven en la calle
pueden pasar por períodos depresivos nuevos capaces de conducirlos a realizar intentos de
suicidio ya sea de forma consciente o inconsciente. Hay autores, como Geller (2008), que,
al analizar algunas conductas antisociales, las han asociado a procesos depresivos. La
depresión infantil es una realidad incuestionable que en la actualidad se expresa cada vez
con más frecuencia. Si bien la tristeza constante e incluso a veces profunda es el síntoma
más evidente, sin embargo, es necesario tener presente que también ciertas formas de
hiperactividad que aparecen de súbito pueden ser síntomas de cuadros depresivos que
aparecen y desaparecen o que finalmente se instalan en la vida de los niños.
La depresión debe ser entendida como uno de los muchos síntomas que podría construir un
niño para dar cuenta de los conflictos que vive en casa o en otros lugares como la escuela.
La depresión quiere decir hundimiento y desaparición. Lo que se hunde o desaparece son
los sentidos que tienen los otros en particular aquellos que lo acompañan en la cotidianidad,
entonces en su lugar aparecen los vacíos de significación que el niño ya no consigue llenar
con nada. Si un estado así se prolongase en un tiempo mayor al que el niño puede soportar,
bien podrían aparecer las ideas de desaparición y muerte. De suyo la vida en la calle da
cuenta de inconmensurables pérdidas por las que han atravesado y atraviesan estos niños,
algunas ciertamente irreparables como la pérdida por abandono definitivo o por muerte del
papá, la mamá o de ambos a la vez. A eso es preciso añadir las otras pérdidas de todo orden
que se originan en el ejercicio de la cotidianidad y entre las que no se puede pasar por alto
las que tienen que ver con la amistad y con los incipientes amores que también aparecen
prematuramente. Como dice el testimonio, hay quienes usan drogas para matarse de otra
manera luego de haber perdido a alguien querido.
Sí hay muchos chicos que utilizan drogas para matarse por el despecho que les han
ido dejando las novias.
No hay ninguna razón para pensar que estos procesos no son posibles en la calle. La idea de
que están hechos al sufrimiento desde antes de nacer no es sino una salida poco ética y nada
académica. Por el contrario, para algunos de ellos, la perenne exposición a la carencia y la
frustración, a la soledad y la violencia podría conducirlos a la idea de desaparición y
muerte. Es probable que algunos terminen actuando este deseo. Pero otros podrían derivar
sus fantasías autodestructivas a ciertas conductas como las delictivas o al consumo de
alcohol o al uso de drogas.
149 Hay algunos que dicen que ya no quieren estar en esta vida. Entonces, ellos mismos
se drogan y se quieren matar con las drogas, y otros se quieren matar con gillettes
cortándose las venas.
No es cierto que fundean solamente por fundear ni para sentirse mejor, también es
para sentirse peor que antes, aunque a veces puede ser para sentirse mejor.
Con el pegamento también se marean, y a veces así también buscan bronca, se
vuelven como locos y hasta se quieren botar matando.
Cuando usan drogas, algunos de estos niños pueden llegar a tener experiencias alucinatorias
seguramente más que un adolescente o adulto porque es reducida su capacidad física y
psíquica de tolerancia. Luego de la experiencia podrían sentir miedo y deciden no volver a
ningún uso. Otros siguen atrapados a sus experiencias pese al terror que podrían
experimentar como cuando creen que ha visto al diablo en persona que amenaza y persigue.
El diablo es el mal, el mal hacer y el mal vivir desde esas éticas elementales que les
pertenecen y que, pese a los desórdenes de la calle, siguen actuando. El diablo es la
personalización del mal y de la incongruencia entre las ofertas de bienaventuranza y lo
ominoso de una realidad que, como noria, gira y gira sin producir cambio alguno.
Yo le sé ver al diablo. Entonces de repente sí me asusto. Pero cuando aparece el
Tintín, no me asusto, pero cuando veía al diablo ahí sí me quedaba espantado, me
quedaba como inválido. Entonces yo estaba agonizando. Porque cuando yo bebo y
fundeo y ya no veo puro estrellas sino que entonces estoy ya agonizando. Pero
ahora ya no me gusta gomear, porque antes gomeaba bastante, ahora solo fumo.
El sufrimiento y el malestar son los efectos que más se mencionan en estas prácticas que
aparecen como realidades impuestas por el solo hecho de pertenecer a la calle como las
mismas drogas. En la calle, niños, alcohol y drogas se pertenecen por derecho propio,
constituyen una suerte de unidad inquebrantable y, si bien es cierto que no todos lo hacen,
beber, fumar marihuana o base son parte inseparable de una cotidianidad pobre y frágil.
También se habla de que, en ciertos casos, podría darse la presión de amigos y compañeros
para usar una droga aunque no sería esta precisamente la tónica general sino más bien la
excepción 58 .
Hay unos que a veces sí obligan, pero nosotros que somos sanos no aceptamos.
Pero algunos usan no porque ellos quieran sino porque les obligan y les dicen que
58
Lo mismo acontece entre adolescentes escolarizados de todos los niveles. Salvo excepciones, los usos de
drogas son asuntos personales y nadie obliga al otro como parte del ejercicio de la ritualística que exigen los
usos. Para ellos está claro que un amigo, si en verdad lo es, no va a obligar a hacer al otro lo que no desea,
sobre todo en lo que concierne a las drogas. En cambio, con el alcohol, las presionen suelen ser más
frecuentes y eficaces. La legitimidad social del uso de alcohol frente a la ilegitimidad de las drogas
probablemente tenga que ver en estos hechos. (Cf. Tenorio: 2009).
150 tienen que fumar, tomar y también usar las drogas. Incluso les dicen: tómate esto, o
fúmate esto y yo te pago, y ellos, por llevar plata a la casa fuman, pero llegan
mareados a la casa, y la mamá les pregunta, y no saben qué decir.
Esta presión para usar drogas no es constante pero sí aparece con frecuencia, algo que
contrasta con lo que sucede entre adolescentes de la vida común que más bien rechazan la
idea de que los amigos presionan y hasta obligan a usar drogas (Tenorio: 2009). En la calle,
la violencia está siempre a flor de piel y de palabras, en todo hacer y decir. Por lo mismo,
algunos niños ciertamente podrían ser obligados o por lo menos presionados a usar drogas
contra su voluntad, contra esa voluntad evidentemente lábil porque todas las realidades de
la calle se caracterizan por la inestabilidad y la inconsistencia que hacen que el respeto al
deseo del otro cuente poco al momento de las decisiones.
Es evidente la conciencia del daño que ocasionan las drogas. Pero, mientras los
adolescentes y adultos de la vida común no buscan de manera directa y consciente hacerse
daño, parecería que en la calle este deseo se halla menos camuflado por el deseo de
bienestar y de placer que también se halla presente. En los informantes no pesa tanto su
criterio sobre el daño cuanto la supuesta búsqueda consciente del daño que actuaría de
manera directa. Cuando los informantes se refieren al daño que ocasionan las drogas,
comúnmente dan a entender que se trata de un daño buscado y deseado, que esta ruta es
más eficaz para lograr ese malestar tan buscado, como si el de la vida cotidiana y
consciente no fuese suficiente. Para entender estos confusos procesos es preciso ir a las
construcciones psíquicas infantiles en las que las capacidades de verbalizar de manera
directa los afectos y las fantasías son menores a sus posibilidades de actuar.
Porque para ellos es lo mejor tomar drogas para hacerse mucho daño, y así dicen
muchos chicos de menor edad, porque así se han acostumbrado a tomar la droga.
También hay los otros mayores que han comenzado a obligar a los niños a tomar
drogas para que les coja la locura de ir por ahí haciéndose daño o haciéndose
malos.
La indiscriminación de la calle tiene que ver también con la convivencia no necesariamente
protectora entre grandes y pequeños ya que nadie tendría por qué responsabilizarse de los
otros. La calle desvanece cualquier clase de responsabilidad y de mutuidad ya que grandes
y pequeños se encuentran en idéntico escenario en el que la edad no cuenta realmente como
para permitir o prohibir, para aprobar o censurar. Por el contrario, parecería que es
obligación de los grandes introducir a los niños en las realidades que hacen la calle, una
tarea carente de contemplación y distingos, categorías estas ajenas a su dinamia
significante.
En consecuencia, las relaciones se establecen de conformidad a los códigos de la calle que
disponen que el bien y el mal respondan a categorías específicas en las que la sobrevivencia
constituye seguramente la más importante de todas. Sobrevivir implica aprender los
sistemas de códigos de lo cotidiano en el que beber, usar drogas, defender a las buenas y a
151 las malas cada espacio, cada pertenencia, forma una unidad de sentido que es preciso
sostener.
Unos señores que son viejos y unos señores que son jóvenes saben estar ahí con los
niños y les dicen: toma, prueba esta droga, porque ellos quieren que sean así como
ellos para que ellos de grandes sean así gomeros y fumones.
En la escena, las tres generaciones están presentes en un ceremonial absolutamente
elemental pero que posee el poder de asegurar la mínima cultura de la calle que incluye los
ritos de utilización de las cosas entre las que las drogas y sus usos ocupan un lugar propio.
Como se advierte en el testimonio, los niños son invitados a formar parte de esa
microcultura como estrategia elemental pero necesaria de sobrevivencia.
Algunos niños, probablemente los que aún no se han callejizado de forma radical, critican
esta temprana introducción en los usos de drogas. En el testimonio, no se critican los usos
sino el hecho de que los adultos no reconozcan ni respeten las diferencias que existen entre
las edades. Por ende, estos niños llegarán a las drogas de manera legítima e incuestionable.
Los adultos piensan que para ellos está bien, pero para ellos puede que esté bien,
pero para los menores no porque los menores todavía estamos en la etapa de
crecimiento.
152 De los inhalantes a la base
Hasta hace unos pocos años, la droga de la calle, a más del alcohol, fue el cemento de
contacto, también llamado pega o lisarcol que forma parte del grupo de solventes.59 En la
década de los 80, los solventes constituían la droga recreativa más importante utilizada por
los niños que trabajaban o vivían en las calles. Investigaciones de la época (Tenorio, 1989),
dan cuenta de que fundear constituía entonces una actividad común de los niños, luego de
la bebida. 60 Aun cuando se han reportado casos en los que los inhalantes fueron y aún son
utilizados por colegiales y hasta por universitarios, casi siempre han sido la droga por
excelencia de la pobreza y, de modo muy particular, de los habitantes de la calle. Un
estudio llevado a cabo en el estado de Nueva York 61 con alumnos de secundaria, demostró
que el 5.2% había usado inhalantes, y que casi el 2% lo había hecho en los últimos 6 meses.
También en estos casos había sido la droga de inicio.
La absorción de los inhalantes se realiza por los pulmones y sus efectos aparecen de manera
casi inmediata porque llegan enseguida al sistema nervioso central que se deprime de forma
acelerada. En general, la intoxicación suele durar pocos minutos lo que hace que el usador
deba inhalar con frecuencia para sostener la intoxicación. Los usuarios pueden sentir una
leve excitación, euforia y risa. Cuando se producen inhalaciones sucesivas, pueden aparecer
alucinaciones auditivas y visuales, modificaciones de la conducta, irritación conjuntival,
tos, nauseas, vómitos que pueden resultar muy molestos. El usador también puede
experimentar menos inhibición y menor control de la conducta. A veces, el sujeto podría
experimentar visiones borrosas y confusión.
La aspiración de cantidades muy concentradas de las sustancias químicas que contienen los
disolventes o los aerosoles puede ser causa directa de insuficiencia cardiaca y muerte. Eso
es muy común con el abuso de los fluorocarburos y gases similares al butano. Las elevadas
concentraciones de inhalantes también causan la muerte por asfixia al desplazar el oxígeno
de los pulmones y del sistema nervioso central, con lo que la respiración se paraliza. El
cemento de contacto, como en general cualquier droga, produce diferentes grados de
59
Los solventes constituyen un grupo de hidrocarbonos volátiles derivados del petróleo y del gas cuyo punto
de ebullición es bajo por lo que se evaporan al entrar en contacto con el aire. Los solventes activos tienen
como función disolver sustancias no hidrosolubles y para ello se requiere en primer lugar determinada
viscosidad, contenido de sólidos en la solución y la velocidad a la que el solvente se evapora al aplicarse en el
producto que interviene (acetona, acetato de etilo, thiner, etc.). Su importancia y patrón de uso determinan su
clasificación en: solventes activos, consolventes, solventes latentes, y diluyentes.
60
La inhalación tiene como antecedente más famoso el oráculo de Delfos en Grecia. Las pitonisas, bajo los
efectos de los vapores pronosticaban el futuro o sugerían medidas que los griegos debían seguir en cuanto a
las cosechas, comercio, guerra, salud. Hubo una época en que el éter no se inhalaba tan sólo por sus
propiedades inhalantes. La universidad de Harvard, entre otras, fue el escenario de ether frolics, "debates de
éter" donde el éter se empleaba por sus pretendidos efectos estimulantes de la "consciencia mística". 61
Boletín informativo, U. S Department of Justice, septiembre, 2002.
153 dependencia, en particular la denominada dependencia psicológica que se caracteriza por
una urgente necesidad de inhalar y por la presencia de ansiedad cuando no se encuentra a
mano la sustancia. Es común que los usadores afirmen que no les es complicado abandonar
su uso y sustituirlo por otras sustancias, como la marihuana.
Parecería que el menor uso de estos inhalantes en la calle no se debe a razones técnicas
sobre sus efectos altamente nocivos sino a la mayor presencia de otras drogas como la
marihuana y la pasta base de cocaína, o lo que se vende como tal por los pequeños brujos 62
que atienden las demandas de la calle. Desde luego que el orden en el que mencionan las
drogas que existen en la calle es un orden aleatorio, sin embargo, si los inhalantes fuesen
usados con frecuencia y más que las otras drogas, se esperaría que aparezca en el primer
lugar. En realidad, en casi todos los discursos, el cemento de contacto aparece hacia el final
de esa lista mágica. 63
Por otra parte, de los testimonios se desprende que hay una conciencia cada vez más
establecida de que el cemento de contacto produce más daño que las otras drogas, sería la
droga que ciertamente enloquece, como dicen, o daña el cerebro de una vez por todas. Sin
embargo, los inhalantes tienen una presencia significativa en la calle y, en este caso, no
importa mucho si ahora no ocupa el primer lugar ya que esta clase de clasificaciones no
tiene mayor importancia ante el daño que implica el uso de drogas para estos niños
pequeños que estarán listos a usar cualquier cosa que se les ofrezca sobre todo si está al
acceso de su magra economía.
Acá se vende la cocaína, la hierba, una pastilla que también es droga, el cemento
de contacto. Yo he conocido a muchos chicos que utilizan la cocaína. Solo a veces
saben utilizar el cemento de contacto para drogarse porque el cemento sabe hacer
mucho daño. A veces te engañan como cuando alguna persona les dicen ven acá te
invito un dulce, y ese caramelo tiene cemento de contacto, y así empiezan a estar
oliendo el caramelo. En las ferreterías compran no más el cemento de contacto.
Hasta cuando dejan el cemento porque ya saben que deben dejar de usar porque o
si no te vas a dañar el cuerpo o te puedes dañar el cerebro.
Pese a que en ciertos momentos de los usos las drogas se reducen al orden de lo real, sin
embargo fundamentalmente constituyen parte del orden de los objetos que hacen la
cotidianidad imaginaria y simbólica de los sujetos. Cada sustancia, para ser usada, debería
formar parte de los sistemas de significación puesto que solo desde ahí son capaces de
brindar aquello que el sujeto espera y construye. Sin embargo, cada sustancia no deja de
62
Brujo: pequeño traficante de la calle.
63
Los niños de la calle, tradicionales consumidores de inhalantes utilizan ahora también pasta básica de
cocaína (20%) y marihuana debido al abaratamiento en el precio de esas sustancias, dice Alfonso Adrianzén
de la universidad San Martín de Porras de la ciudad de Lima.
154 pertenecer al mundo de lo real, incluso cuando es tratada como droga, es decir, cuando es
capaz de convertirse en alterador de los sentidos, de lo ideativo o de lo afectivo.
Para que esa sustancia-cosa que, al inicio es marihuana o base o cemento de contacto, se
convierta en droga, hace falta una suerte de alquimia destinada a cambiar su valor de cosa
para convertirla en aquello que el sujeto desea, es decir, en una sustancia dadora de placer,
provocadora de calma o de angustia, de exaltación o de hundimiento. Esta alquimia no es
sino el efecto del deseo sin cuyo poder nada sería posible en lo que respecta a los efectos
que cada sustancia es capaz de producir puesto que tan solo el poder transformador que
posee el deseo es capaz de mutar la cosa real en actor principal de una escena que se
desarrolla en diferentes niveles de sentido.
El deseo posee el poder de convertir la realidad de la cosa en sustancia mágica destinada a
brindar placer, calma, alegría y hasta sufrimiento. Si no se tomase en cuenta el poder del
deseo, el proceso quedaría ciertamente incomprensible puesto que la cosa llamada
marihuana no se halla en sí misma ligada a fuente alguna de poder capaz de ofrecer lo que
busca su usador. El deseo, que se halla presente desde el inicio del proceso que conduce al
sujeto a la droga, se encarga de la alquimia que muta los sentidos de las cosas.
Cuando los acercamientos a las drogas se realizan al margen del deseo, entonces se produce
la relación sujeto-cosa-droga en la que prima la cosa-droga que se impone por sí misma.
Este sería el sentido de lo que se denomina drogadicción puesto que ahí ya no cuentan los
valores de significación de la sustancia convertida en fuente de sentidos y experiencias
múltiples, sino la cosa en sí misma de la que ya no se puede prescindir, tal como acontece
con el alcohólico que debe beber alcohol para sobrevivir porque ha llegado al estadoalcohol del que ya no puede salir puesto que el alcohol se ha convertido en parte primordial
de la vida. Es esto lo que vuelve al alcoholismo en enfermedad crónica y prácticamente
irreversible. En ese proceso consistiría el verdadero sentido de la adicción que no sería,
pues, sino lo que queda cuando la relación sujeto-sustancia ha sido despojada de sus
sentidos mágico-míticos para que en ella aparezca tan solo la cosa en su realidad física.
En la calle acontece, no el extremo de la adicción in-significante, sino una precariedad
significante que se produciría desde el inicio mismo de la callejización y que afecta casi
todo lo que tiene que ver con la existencia. No puede ser de otra manera cuando estos niños
para vivir deben abandonar series de realidades que sostienen los órdenes simbólicos como
la vida de familia, la casa, la escuela, en suma, los lenguajes que hace las sociedades y las
subjetividades. Carecería de todo sentido pretender analizar lo que acontece en la calle
desde los criterios con los que se analiza la existencia común de niños y niñas que viven la
vida normal. En la calle todo es anormal puesto que los organizadores culturales, si bien no
estarán nunca ausentes del todo, en buena medida ni actúan ni son organizadores de la
existencia.
Acá en la calle se toma trago, marihuana, la pipa, en la pipa se pone un papelito y
se riega con algo, son pepitas, y se fuma y así se comienza a drogar. Entonces eso
es malo para los riñones y para la cabeza.
155 Con su concepto de hiperrealidad, Baudrillard (1993), se refiere a lo que realizan los
medios de comunicación cuando dejan de lado la historia y la misma realidad de los
acontecimientos, cuando los presentan desconectados de la historia. En la calle, se daría
algo similar puesto que lo que acontece a cada uno de estos niños se encuentra
desvinculado de la historia, de la cultura a la que pertenecen los hijos de mujer para quienes
la sociedad ha creado el espacio original de la familia, del domus, de los lenguajes propios
de estos órdenes puesto que solamente ahí es posible vivir la vida social y cultural. La calle
rompe con este ordenamiento obligando a un grupo de niños a prescindir de los lenguajes
que les pertenecen para optar por otros que se ven obligados a incorporar para sobrevivir.
Ellos saben ir por detrás de la línea del tren, ahí saben estar fumando y
drogándose. Por la mañana, yo sé bajar por el parque, y un amigo me sabe decir
que siempre se sabe drogar, que sabe fumar un polvo. Yo le sé decir que eso es
malo porque le puede dar cáncer, pero él no me hace caso y fuma no más.
Otro se pone así en la calle con la cabeza entre las rodillas y con la chompa
esconde el cemento y ahí están fumando u oliendo lisarcol, una amiga mía sabe
usar el cemento y a veces la policía le sabe quitar porque la pobre huele y se sabe
marear. Entonces se marean, y así a veces te buscan bronca y ni saben lo que
hacen, se vuelven como locos y si es posible pueden botar matando.
Cada una de estas escenas da cuenta del dominio de lo real sobre los ordenamientos
simbólicos e imaginarios que podrían proveer de sentidos a los usos de drogas en
circunstancias distintas en las que las drogas no están destinadas a producir la abolición del
sujeto sino, en alguna medida, a su exaltación aun cuando esta se produjese tan solo en el
deseo. En la calle se produce una suerte de anulación puesto que el sujeto se ha cosificado
al quedar identificado con la cosa-droga que lo aliena. La peor de las alienaciones no
consiste tanto en ser despojado por el otro, sino en vivir despojado del otro. Es decir, como
en la calle, los niños se entregan al uso de una droga sin que el otro tenga algo que ver
porque en esa escena, como en todo sus aconteceres, el otro no solamente que está ausente
sino que, en buena medida, ni existe. Ahí el otro aparece identificado con el niño como
ausencia lo que constituye la verdadera fatalidad. A diferencia de lo que acontece en los
niños comunes para quienes los otros aparecen “en el juego translúcido de la frivolidad”,
como señala Vásquez (2007), en la calle no existe ningún lugar para frivolidad alguna
puesto que ese otro que la sostiene casi ha desaparecido. Si parte de la frivolidad es vivirse
con el otro en una relación especular, para estos niños el otro es réplica de ausencia y
abandono más que de identidad posible.
La identidad no es tautológica puesto que exige la presencia del otro como referencia
destinada a marcar diferencias y similitudes dentro de un proceso en el que parte de la
complejidad consiste en señalar al otro como distinto, como lingüísticamente diferente. En
efecto, el yo se hace en los procesos de enunciación que el niño va construyendo desde que
nace y que no desaparece sino con la muerte. De ahí que la callejización implique una
grave herida a los procesos de subjetivación puesto que ahí cada niño se sabe expuesto a ser
156 despojado del otro lo que constituye su peor fatalidad porque permanecerá abandonado a su
propia suerte.
Como efecto de esta falla en la subjetivación, las drogas son vividas como causantes de
violencia y no precisamente de regocijo ni de esa suerte de bienaventuranza de la que dan
cuenta los adolescentes que viven sus propios espacios. 64 Brota la violencia que se
encuentra a flor de piel porque ya nada puede sostenerla ni metaforizarla incluso en formas
amorosas, tal como lo plateaba Freud 65 mediante sus pares antitéticos que dan cuenta de
una suerte de alquimia destinada a salvar al sujeto de su propia perdición tanto en el amor
como en el odio. Esta ambivalencia en la calle no puede ser manejada mediante
construcciones simbólicas puesto que es actuada lo que los conduce una y otra vez a la
violencia que con facilidad los desborda.
“Las relaciones de copresencia, dice John Urry (2002:255-274), implican siempre cercanía
y lejanía, proximidad y distancia, solidez e imaginación”. Sin embargo, en la calle las
relaciones no se producen desde este modelo eminentemente doméstico sostenido en una
territorialidad simbólica y real pues se refiere a lo físico y a lo simbólico de los espacios
compartidos y diferenciados, propios y ajenos. La ajenidad es indispensable para que sea
eficaz la función mitológica y poética de los espacios, puesto que tan solo así se producen
los sentidos de lo propio. Freud, por ejemplo, hace que aparezca el deseo desde la función
prohibidora de los espacios que median entre los niños, el papá y la mamá porque esta
podría ser deseada, desde una posición infantil del deseo, tan solo en tanto ajena. De hecho,
antes que la prohibición en sí misma, lo que para el niño empieza a surtir efecto de
separación es la noción de lo ajeno al que más tarde se anexará el sentido de lo prohibido.
Ahora bien, la situación vital de estos niños y niñas hace que cualquier principio, como el
de lo ajeno, no se construya con la solidez que las prohibiciones exigen para que se
impongan los principios de la cultura. Mientras en otros espacios es la intimidad la llamada
a construir verdades y límites, en la calle la ficción y el espectáculo de las relaciones
quedan anulados por la ausencia de la intimidad que se hace evidente en los usos de las
drogas reducidos al hecho real de fundear, fumar marihuana o pasta base.
Ahora se usa la marihuana, así comienzan con la marihuana, también el polvo de la
coca, saben hacer la pipa o si no también como droga el licor porque todos saben
beber. Pero mejor la cocaína, el polvito, la hoja de marihuana y muchas otras
cosas más que hay por aquí.
64
Tenorio, R.,: “Yo te digo así, la droga no te hace acabar rapidito, No ve, hay manes que se van a pegar un
palo al barrio y terminan rapidito, En cambio si usted se ha fumado su grifo, usted como media hora está
culea y culea y no se acaba” (2007).
65
Freud, S., Pulsiones y destinos de pulsiones.
157 Nosotros sabemos fumar un quintal, un quintal es una de esas piecitas chiquitas,
eso que no pesa nada, como menos de una libra, así no más es, y eso ha costado
como diez dólares.
Lo que es yo, a veces me gomeaba, me iba a la calle por tres días, cuatro días y
hasta por una semana, entonces me gomeaba y me quedaba perdido, ya ni sabía en
dónde estaba ni lo que hacía, ya no me acordaba de nada. Pero ahora ya no eso,
ahora le doy a la marihuana pero no tanto que digamos, porque la goma hace
locos, aunque otros dicen que mejor es la droga en polvo.
En estos espacios, la única sobredosis posible es la de lo real que posee el poder de anular,
aunque solo sea por un momento, ese pequeño mundo simbólico de estos niños presas de
realidades que no les pertenecen. Las drogas para ellos no forman parte ni del orden del
placer ni del olvido, sino al de la anulación que ellos denominan locura no tanto por las
incongruencias que digan o hagan sino por esta anulación de la subjetividad.
En estos casos, se produce una pérdida de lo que Baudrillard denomina el sistema de los
objetos que, como signos, daban sentido a la existencia. Los niños, bajo el efecto de las
sustancias, se anulan a sí mismos como parte de una lógica sacrificial de la que, quizás
felizmente, nada saben ellos y que se ejerce en esos días enteros entregados a gomear para
deambular inconscientes por las calles de la ciudad como espectáculo para un público que
no existe salvo algún policía que oficia de custodio no del niño precisamente sino de ese
público inexistente. Porque, de hecho, en cualquiera de esos escenarios, lo peor que les
acontece es que deben ejercer la lírica de la soledad y del abandono como un acto en el que
ellos mismos son los actores y el público, autores que perfeccionan su ser en la repetición
de actos, dramas y tragedias que, además, no interesan a nadie o quizá tan solo a un
pequeño grupo que vive de esta clase de espectáculos. “Puedes decir y hacer lo que quieras,
este es un país libre”, incluso para vivir muriendo en la infancia cuando recién se comienza
a vivir, cuando cada día hay más derechos que los protegen como parte de la sobredosis de
realidad y de palabras.
Sin embargo, la situación de estos niños está muy distante de ser evidente porque de lo que
menos se sabe es de aquello que se encuentra día y noche ante los ojos crónicamente
acostumbrados a mirar tan solo lo que interesa y a enceguecerse ante lo que corre el riesgo
de evidenciar las iniquidades que, cuando ya es imposible no tomarlas en cuenta, solo
sirven para culpar una vez más a esos niños convertidos en autores de su propia
ignominia 66 , de su vida y de su muerte. Ellos empiezan a morir aun antes de su nacimiento,
como acontece a todos los que vienen al mundo de la indigencia.
66
El humo flota y me tranquiliza / si es alto el efecto tal vez me de risa / mi mente aterriza siempre a la
deriva. / Dicen que tu esencia va acabando con mi vida /mientras que mi boca se queda sin saliva / yo tengo
una duda cannabis sativa / ¿será esto cierto? yo pienso que son mentiras.
158 Yo vi a uno que se murió acá, vi que él mismo se cortaba acá en los brazos. Claro,
cogía esa cinta, de ahí se apretaba y se hacía fuerza y, ¡puag!, se rompía el brazo
atrás. Simón, unas cinco líneas se había hecho, claro estaba fundeado.
Desde antes estos niños se hallan condenados a la indiferencia social que poco o nada tiene
que decir, salvo quizá esos pequeños escándalos que provoca para que no muera del todo la
conciencia social. Un niño de la calle muerto será una pequeña noticia condenada al más
rápido de todos los olvidos. Puesto que la experiencia de placer apenas si logra revelarse a
escondidas, los usos de drogas casi nada tienen que ver con la diversión y la celebración
sino con la reproducción de su realidad.
Parecería que esta exposición cruda de la realidad con facilidad se convierte en una suerte
de acto obsceno puesto que destruye la posibilidad de descubrir los interjuegos de los
deseos y de las fantasías que, en cambio, se encuentran a flor de piel en los otros usos. Si en
algún uso y lugar el sujeto aparece cosificado es en la calle porque ni siquiera existe el
espacio mágico necesario para que se haga presente la mirada del otro. Como diría
Baudrillard (2002), allí, como en la pornografía, aparecen totalmente realizados los cuerpos
sin los vacíos de los misterios y de las dudas, quizás ni siquiera con los rastros de los
deseos. Cuando los deseos no aparecen, se corre el riesgo de que se cosifique el universo
simbólico.
Algunas veces saben estar en la calle enfermos, y no saben que es la droga lo que
les está dañando el cuerpo, nadie sabe o nadie dice, es lo mismo, por eso no hacen
caso, por eso un amigo mío decía que para curarse hay que fumar más polvito, así
dicen que se curan.
La verdadera enfermedad de estos niños es la soledad que habita en la calle y que se
convierte en una suerte de condición de existencia puesto que de ahí derivan todos los otros
problemas. Es preciso reconocer que, en cierta medida, las pulsiones han sido expulsadas
de tal forma que cada niño se convierte en una suerte de clon de los otros, de aquellos que
estuvieron antes, en ese inicio quizás mítico de la callejización.
159 Al otro lado de la calle
Aunque realmente se trata de una excepción, un pequeño grupo de niños va a la escuela.
Como ya se ha señalado, la experiencia escolar también es precaria y, por lo general, tarde
o temprano termina en deserción, no solo porque no poseen ni tiempo ni espacio para lo
escolar, sino porque de suyo no existe compatibilidad alguna entre la calle y la escuela
puesto que, implícita y explícitamente, una y otra conforman pares antitéticos: mientras la
escuela representa el orden de los otros organizados en los parámetros de la cultura, la calle
es su antítesis. Para que realmente los niños logren establecerse en la escuela, debería
producirse un rompimiento significante con la calle que dejaría de ser la morada de los
niños para volver a ser lo que social y culturalmente es: ruta o, a lo más, espacio laboral.
Pero la realidad es otra. Para estos niños, la escuela se convierte en una continuación de la
calle, rompiéndose así los esquemas sociales y culturales de la escuela. De esta manera, los
niños llevan a la escuela todo lo que les pertenece en la calle, se van ellos con lo que son:
ese conjunto inacabado de carencias del que las drogas forman parte. Ya en la escuela, las
drogas se constituyen en los representantes de la inadecuación existencial de los niños, en
su carnet de identidad.
Pero como la escuela no se halla preparada para manejar ni asumir estas contradicciones, de
forma directa o indirecta, crea sus propias barreras expulsoras. Desde ahí se explican los
abandonos que no tienen que ver tan solo con las drogas sino con la existencia misma de
estos niños que, previamente expulsados de la sociedad, no cuentan con los organizadores
significantes de la escuela. Las drogas no representan sino una parte de la ruptura casi
absoluta entre la calle y la escuela, son el emblema de la ilegitimidad de la pertenencia de
estos niños a dos realidades que se oponen.
Ahorita, ya en la escuela, un chico dijo que va a traer droga, yo tengo droga aquí,
dice, y claro que me mostró, me mostró polvo, y eso es lo que amortigua la lengua,
pero la de él era de la dulce. Ellos las han tenido escondidas ahí, en esas plantas,
ahí entre las plantas hacen un huequito, las esconden y dejan señalando, también
mi hermano había llevado. Y casi les expulsan.
¿Acaso no viven ya expulsados del mundo, de su vida, de la familia, de la niñez? La
escuela no puede ser la excepción, y si profesores y directivos los expulsan, no hacen otra
cosa que confirmar una realidad que ya está dada de antemano. Estos niños son los
expulsados de la sociedad, de la infancia y, por lo tanto, la escuela no será la excepción.
La escuela reacciona de la misma manera que la sociedad y la casa. Al expulsar a los niños
del aula, repite las viejas historias que vienen dándose generación tras generación en una
continuidad discursiva que no va a quebrarse por sí sola porque en ello radican y se
sostienen los principios que hacen que existan niños en la calle. Por lo mismo, es del todo
comprensible que la escuela no haga otra cosa que repetir actitudes y discursos porque su
construcción simbólica e imaginaria contradice la realidad de la calle.
160 Entonces, ahí también, en la escuela, había asaltos y peleas por las drogas porque
no ves que también se robaban la droga que llevaban, a veces ni siquiera se daban
cuenta que estaban golpeados y seguían peleando porque pedían que les devuelvan
la droga.
Puesto que los niños viven la escuela como una prolongación lógica y real de la calle, la
institución no logra ni recibirlos ni acogerlos. No son alumnos como los otros niños. Los de
la calle no contarían con la capacidad ideativa y lingüística de realizar esa mínima ruptura
indispensable entre la calle y la escuela para convertirse en estudiantes. Por sus propias
limitaciones lógicas e institucionales, la escuela carece de la capacidad para discriminar
lógica, administrativa y emocionalmente a estos niños de los otros alumnos. Cree que, una
vez dentro de su espacio, todos son igualmente estudiantes.
Claro que si quiere usarla puede hacerlo, pero no puede hacerlo cuando alguien le
está viendo porque pueden avisar al licenciado, otros que le están viendo le dicen
que no lo haga porque es malo y porque les van a botar. Porque muchos ya se han
ido de nuevo a la calle porque han estado con drogas. Pero no les importa y siguen
no más con las drogas y luego ya no hacen los deberes.
Ya se ha señalado que para estos niños casi no existe casa, salvo para ese pequeño grupo
que va y viene de la casa a la calle y que tienen un referente familiar más o menos estable.
Las reacciones de estas familias ante las drogas no son claras sino equívocas tal como
acontece con el alcohol. No puede ser de otra manera cuando mamás y papás se hallan
igualmente inmersos en el mundo de la desprotección, el abandono, la miseria.
Seguramente dirán que el alcohol y las drogas no deben ser parte de la cotidianidad de los
niños, pero estos decires no causan ningún efecto cuando la calle y sus cosas se imponen
por sí mismos.
Cuando el niño matriculado abandona la escuela, en casa no acontece prácticamente nada.
Y cuando llega con los efectos de la droga, si se diese alguna reacción, la violencia sería la
única posible. No se castiga para prevenir sino para que lo hecho conserve la rúbrica de la
violencia, para que cualquier placer futuro no se separe del dolor ya que en esto consiste
buena parte de la pedagogía de la miseria. En estas microsociedades, el dolor es la forma
natural de vivir lo cotidiano, y el placer su excepción.
Al comienzo, en la casa no saben, pero con el tiempo, hay vecinos que nos ven en la
calle utilizando la droga, les avisan a nuestros padres. Cuando nosotros llegamos a
la casa, ya nos están pegando, nos maltratan o también mejor nos botan de la casa.
Estas cotidianidades calle-casa se caracterizan por la acumulación de violencias ya que la
una convoca la otra como parte de un proceso que responde a una lógica irreductible,
ahincada en la historia de la pobreza que la calle no hace sino evidenciar e incrementar.
Como en ningún otro lugar, en la calle podría ser cierto aquello de que hay dolores que han
perdido la memoria y que ni siquiera saben por qué son dolor puesto que ahí, finalmente, el
dolor no es noticia. “No podemos decir que se ha naturalizado, porque el concepto de
161 naturalización también se ha naturalizado. Prefiero pensar que el dolor ha sido capturado
por el sentido único de la cultura represora que consiste en reprimir el deseo y sostener el
mandato”, dice Grande (2007), el mandato de que en la calle lo que mejor se ejerce es la
violencia.
Quizás haya algún interés en escandalizar con lo que acontece con estos niños atrapados en
la materialidad de las drogas que los aniquilan para no ver que ellos también se han
convertido en el objeto de los placeres perversos. Es decir, estos niños de la pobreza se
hallan incluidos en los megamercados de los placeres en los que su dolor como acto y el
sufrimiento como situación, han sido proscritos. El dolor queda circunscrito a esos lugares
en los que la ética social y personal se debilita y quiebra hasta desaparecer. En ese
momento, los sufrimientos de los niños podrían convertirse en el placer buscado y
construido por otros. En efecto, en todo el mundo hay quienes buscan ir a los infiernos de
los niños para ahí armar sus goces perversos. En cada uno de esos actos se les da la muerte.
El abuso sexual infantil es una de las formas perversas de dar la muerte, pues las víctimas
arrastran la experiencia durante toda su vida, y esto altera la construcción de su identidad
porque deben reprimir su trágica historia. Esta situación se agrava cuando la sociedad cede
mecanismos de expiación para los agresores. El dolor ha sido y seguirá siendo la
herramienta de quienes cosifican a los niños de la pobreza a favor de sus placeres
exitosamente promovidos puesto que, de antemano, ahí ya ha sido borrada toda culpa. En
efecto, la verdad del abuso a los niños se da tan solo con la condición implícita y explícita
de que permanecerá para siempre formando parte del silencio social. Allí, en lugar de dar el
bien, se da el mal, se da la muerte como don.
“Con el dolor podemos hacer cualquier cosa, menos que duela. Puede haber hambre, pero
no dolor de hambre. Puede haber frío, pero no dolor de frío. Drogas culturales, ilegales,
pero necesarias para la legitimidad represora, eliminan los dolores del no parto, los dolores
del no vivirás. ¿Si podemos coquetear con el terror, por qué no hacerlo con el dolor?”, se
pregunta Grande. De hecho, a nadie le preocupan las violencias de la calle ni aquellas que
se producen en los tugurios en los que habitan estos niños, nadie escuchará jamás sus gritos
y llantos de dolor. Como corolario, hay quienes pretenderán otorgar algún estatuto
científico al dolor de los niños, de modo particular al de los niños que habitan la soledad.
Desde el otro lado de la calle, surge el interés por saber de qué manera estos niños podrían,
por ejemplo, abandonar los usos de sus drogas, de esas cosas que les acompañan con la
misma naturalidad que la calle en sí misma, el dolor y la soledad. Buena parte de estos
intereses se sustentan en la creencia de que se ha dado un acto más o menos propositivo en
el mismo niño tanto para el ingreso a la calle y la permanencia en ella como en las cosas
que les acontecen como los usos de drogas, la violencia física y los abusos sexuales. ¿De
qué otra forma podrían ellos responder sino desde una práctica que los delate y que,
además, demuestre que los discursos oficiales no les llegan porque se quedan en alguna
parte, probablemente enredados en las fraseologías vacías?
162 La sociedad de quienes se encuentran más o menos bien situacionados en la otra orilla, de
los que habitan en el más allá de las aceras, no tiene vergüenza alguna cuando se interesa
por las estrategias que estos niños podrían utilizar para abandonar la calle y las drogas que
no son de estos sujetos, que no les pertenecen sino en tanto habitantes de la calle.
Todo petitorio o imposición de retornar al mundo supuestamente bueno de los otros podría
ser leído e interpretado en términos de una economía del sacrificio puesto que cada uno de
estos niños y niñas no son más que víctimas ya sacrificadas. Ellos son las figuras de la
muerte ya dada y recibida.
Quizás no haya nada más solitario que el dolor y más aún cuando nace de la soledad
misma. La soledad toma cuerpo, se hace sujeto en la calle. En ese momento aparecen estos
niños, como ninfas nacidas del agua que, en su caso, se llama abandono sacrificial
sacramentado por la misma sociedad. Por eso ahí el dolor se ha convertido en un presente
continuo, sigue aconteciendo y no dejará de acontecer porque, si se detuviese, si ya no se
produjese nunca más, ya no habría ni calle ni niños habitándola, ni sacrificio, ni tampoco
quienes se laven las manos con ruidosas obras sociales de valor circunstancial. Este es uno
de los signos que hacen los sentidos del tercer mundo, nombre con el que se pretende
producir ocultamientos para que no aparezcan las verdaderas realidades.
En verdad, quizás nadie sepa cómo funcionan los dispositivos sociales, políticos,
económicos y también culturales que intervienen en el día a día de la calle y cómo
terminaron seduciendo a la pobreza para que la habite. De por medio hay una ética que
actúa convenciendo a todos de la legitimidad de lo que acontece en la sociedad entera y en
la calle. Es esta ética la que aparece en boca de niños y niñas que hablan, por ejemplo, de lo
malicioso de las drogas y de cuáles serían las buenas y verdaderas rutas que deberían
caminar los usadores para dejarlas de una vez por todas.
En boca de los niños, estas recetas parecerían señalar, más que las posibles rutas realmente
válidas, la necesidad de un repetir en eco lo escuchado sin siquiera saber lo que implica
cada una en particular. Nadie sabe que tanto el camino del bien como el del mal pertenecen
al orden del misterio. El misterio de empezar a usar drogas sin saber exactamente por qué,
el misterio de abandonarlas sin que medien intervenciones de ningún orden. En la vida se
presentan mandatos que operan por sí mismos y cuyo origen a nadie le interesa conocer.
Hay que dejar de tomar las drogas porque las drogas nos llevan a otro camino que
no podemos ir, el camino del mal
Hay casos en que dejan de usar drogas porque ya se han dado cuenta que se están
matando ellos mismos, poco a poco. Pero hay casos en los que ellos se siguen
matando porque ya les da lo mismo.
Probablemente ese sea el punto nodal desde el que se usan las drogas, el sentido de que
todo da igual, de que la vida y la muerte, la salud y la enfermedad se equiparan en una
relación en la que no existe interrogante alguno y, por ende, respuesta para lo que se
163 presenta como acontecer ineludible. Por lo mismo, a lo mejor no sean tan distintos entre sí
los caminos del bien y los del mal.
Para dejar de usar drogas tendrían que ya olvidarse de las drogas para, o sea,
enfrentar los problemas que ellos tienen dependiendo de las drogas.
No dicen que existe alguna clase de problemas determinados que los han conducido a las
drogas, sino que las drogas se han convertido en problema y que es necesario liberarse de
este problema porque saben bien que sus verdaderos conflictos no pasan por usar o no
drogas sino por las condiciones existenciales que los han arrojado a la intemperie de la
calle. Las drogas, en cualquiera de sus formas, son parte de la calle. En consecuencia, se
insiste en los males físicos que ocasionarían, pero no en esos otros males que tendrían que
ver, por ejemplo, con la conciencia y la pérdida o suspensión de habilidades mentales,
como se suele decir.
La chica piensa que la droga es mala, la droga se va al corazón, a los pulmones, al
riñón, también podrían tener una enfermedad maligna. Por eso, para dejar podría
ir a un psicólogo para que le diga que no tenemos que utilizar drogas.
Parecería que el camino del mal es autorreferencial, que se explica por sí mismo y por
oposición a los senderos del bien que, probablemente, nadie conoce, pero del que, sin
embargo, todos hablan con unción. Es interesante la unión mágica establecida entre todos,
como si se tratase de una cadena que los ata existencialmente, hasta el punto de que si
alguien fuese al psicólogo, por ejemplo, lo que el profesional pudiese decir serviría a todos
por igual. Es decir, no habría un paciente individualizado, pues todos serían uno.
En la calle, la epidemia no es la droga sino la pobreza y, más que la pobreza, la ignominia
del silencio que sirve para que todos, los de dentro y los de fuera, se convenzan de que las
cosas son así y sin remedio,
Desde una perspectiva absolutamente mecanicista, se ha hablado de situaciones de riesgo
que entrarían en el juego de los deseos y de las explicaciones para entender las razones por
las que un chico usas drogas. Ubicadas estas situaciones, se arman los oscuros proyectos de
prevención. Postura eminentemente lineal que de forma propositiva busca reducir a casi
nada la infinita complejidad del sujeto y sus deseos, de la sociedad y sus falacias.
La calle no es una situación de riesgo sino la condición en la que la existencia se anonada
hasta el punto de que el sujeto queda reducido a su mínima expresión. La idea de las
situaciones o condiciones de riesgo representan un sistema eminentemente ético y político
destinado a crear un conjunto de condiciones tanto subjetivas como sociales que, unidas al
sujeto, se convierten en causantes directas de los usos de drogas o de otras actividades. Por
lo mismo, si se pretende que alguien no se exponga a la posibilidad de usar una droga, su
entorno debería carecer de cualquiera de estas condiciones. En el fondo se pretende
construir una realidad aséptica, un mundo inmune, una existencia tan perfecta que nada, por
sí mismo, se convierta en agente directo o indirecto para que un sujeto use drogas, beba
164 alcohol, fume cigarrillos. Se trata de un micro universo de perfección y, por ende, de
existencia tan pura que se asimilaría a ese más allá de la vida que es la muerte pues
únicamente en la muerte ya nada acontece, pues ahí ya no hay lugar para el deseo.
Esas categorizaciones decalógicas de las situaciones de riesgo se olvidaron del universo
oscuro e inevitable del deseo. Porque es la existencia en sí misma la causante de lo bueno y
lo malo, del placer y del sufrimiento, de lo permitido y lo prohibido. El deseo se presenta a
sí mismo en la existencia, está en el sujeto, lo hace. Si se pretendiese ser riguroso con los
conceptos, no cabría otra cosa que afirmar que el deseo constituye la única y verdadera
situación de riesgo, necesaria, inevitable, perenne.
Pero en la calle, el mundo es otro. La pobreza indigente es la enfermedad maligna que
nadie cura y que corroe los sentidos de la vida hasta casi deshumanizarla. Sin embargo, no
es capaz de destruir del todo el deseo, salvo en los casos en los que la indigencia llega a tal
extremo que termina anulando al sujeto, colocándolo en los bordes de la deshumanización.
Mientras, al otro lado de la acera, el mundo corre desbocado, como diría Giddens, en la
calle, las cosas no se mueven porque su misión es repetir sin tregua la historia de los
desamparos que ciertos discursos políticos pretenden desconocer. Al otro lado, las
realidades sociales y subjetivas son parte primordial de transformaciones aceleradas
destinadas a crear cada vez nuevos mundos marcados por la oferta de todos los placeres y
por la presencia innegable de la incertidumbre, moneda indispensable para los intercambios
simbólicos de la calle.
Para los usadores de drogas ajenos a la calle, la experiencia de incertidumbre juega un
papel importante en el momento de usar drogas sobre todo cuando los usos no son
conflictivos. Es cierto que la aceleración de los cambios provoca inseguridad e
inestabilidad que no son vividas necesariamente como dañinas ya que forman parte de la
seguridad del cambio. En la calle, las realidades y los lenguajes se repiten una y otra vez
haciendo que la existencia se estabilice en su precariedad anonadante del sujeto y sus
deseos.
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