Viejos y nuevos sistemas metrológicos Antonio E. Ten Ros Universidad de Valencia Una medida universal E1 26 de marzo de 1791, la Asamblea nacional francesa aprueba una proposición presentada solemnemente ante la cámara por el secretario perpétuo de la Academia de Ciencias de París, Condorcet. La nueva unidad de longitud que la Francia revolucionaria ofrecía al mundo, el "metro", como se la llamaría, sería la diezmillonésima parte del cuadrante de un meridiano terrestre y sus múltiplos y submúltiplos se ordenarían según la escala decimal; la medida de capacidad sería así el decímetro cúbico y la de peso el equivalente a un decímetro cúbico lleno de agua. Directamente sacado de la naturaleza, el metro no pertenecería a ninguna nación. La nueva medida, y sus unidades derivadas para la capacidad y el peso, sería de todos los pueblos y para todos los tiempos. De este modo, la Asamblea Nacional francesa puso las bases sobre las que se edificaría un nuevo sistema metrológico, el que conocemos como el Sistema métrico Decimal, y desde esa fecha comienza un largo proceso, todavía no concluido, hacia la unificación metrológica mundial. No fue esta la primera unidad de medida propuesta ante la Asamblea Nacional Francesa tras la revolución de julio de 1789. El deseo de una solución al caos metrológico francés y a los abusos que de él se desprendían había motivado gran número de peticiones ante los Estados Generales convocados por Luís XVI ya antes de la revolución. La toesa de París, el patrón metrológico más aceptado en Francia, distaba de ser unánimemente aceptado en todo el reino y los mecanismos de control, a menudo en manos de los privilegiados propiciaban gran cantidad de fraudes a los campesinos. El deseo de una única medida y de un control riguroso era ampliamente compartido entre los representantes del tercer estado, los comerciantes, profesionales y pequeños propietarios que acudieron a París. Muchos propusieron aceptar sin más la toesa de París para toda Francia y someter su control a un único organismo estatal, sin mayores pretensiones. Pero la visión de quienes plantearon la reforma desde las nuevas instituciones revolucionarias iba mucho más allá. Los abusos metrológicos se producían en todos los países; la gran cantidad de medidas diferentes para cada producto y el comercio entre las naciones se veía dificultado por la necesidad de conversión de las medidas; las subdivisiones de las medidas, por fin, eran complicadas y variables de unos productos y territorios a otros. En la nueva era que soñaban los revolucionarios franceses, toda la humanidad debía gozar de las mismas ventajas. La nueva medida debía ser universal. Ninguno de los anteriores patrones de medida podía servir para ello. El más importante defensor de una reforma concreta en este sentido ante la Asamblea Nacional, en mayo de 1790, Carlos Mauricio de Talleyrand, entonces obispo de Autún, se inclinó por tomar como nueva medida la longitud de un péndulo que oscilase en periodos de un segundo a la latitud de 45 grados. Para que la empresa no fuese solamente francesa ni siquiera en su determinación, propuso además que de la medición debería encargarse una comisión mixta de la Academia de Ciencias de París y de la Royal Society de Londres, las más importantes instituciones científicas de su tiempo. Así se aprobó por la Asamblea Nacional un 8 de mayo de 1790. A la propuesta de Talleyrand se añadió otra, aparentemente de menor importancia. A petición del representante Bureaux de Pussy, la asamblea aprobó también que los múltiplos y submúltiplos de la nueva medida deberían calcularse por el sistema decimal. Cada unidad derivada sería diez veces mayor o diez veces menor que la precedente y sus fracciones expresadas mediante la coma decimal. El tradicional sistema de dividir en mitades, cuartos, doceavos... debía ser abolido Puesta en marcha la maquinaria administrativa, el embajador francés en Londres invitó a Inglaterra a participar en la reforma. Pero el parlamento inglés ignoró la petición de una autoridad revolucionaria a la que no reconocía legitimidad. Nada se hizo en este sentido. Seis meses más tarde, perdida la esperanza de hacer participar a Inglaterra, la Academia de Ciencias de París proponía a la Asamblea Nacional el cambio del patrón de medida por el que finalmente se aprobaría. El metro, como se llamaría a la nueva medida, debería caber exactamente cuarenta millones de veces en un meridiano de la Tierra. Una medida matemática El nuevo metro nacía así como una medida "científica", matemáticamente satisfactoria para quienes eran capaces de entender lo que significaba medir toda la Tierra... e incomprensible para quien aún medía distancias por el tiempo que un buey tardaba en ararlas. Pero para los científicos, y para los utópicos políticos a la búsqueda de cambios radicales, ese no era un problema grave. Los científicos sabían bien que para determinar el metro no hacía falta-medir todo un cuarto de meridiano, ni siquiera uno de sus cuartos. A finales del siglo XVIII, la geodesia, la ciencia que estudia la figura de la Tierra, era ya una disciplina consolidada. La longitud de un meridiano podía deducirse matemáticamente de la medida de una pequeña parte del mismo. La Academia de Ciencias de París propuso, a tal efecto, que, si todos los meridianos se suponían iguales, podía tomarse un trozo del que pasaba por el Observatorio de París y obtener de él la medida completa. El trozo elegido fue el que, arrancando de Dunkerque, en la costa norte de Francia, llegaba a la costa del Mediterráneo por el sur... en Barcelona. Las razones aducidas eran, prioritariamente, de orden científico. El meridiano de París en territorio francés había sido medido ya varias veces, pero se estimaba mejor tomar un trozo lo más simétrico posible respecto del paralelo 45 y cuyos extremos estuvieran a nivel del mar y alejados de cualquier gran masa de montañas. Barcelona cumplía esta condición... y además hacía participar a otro país. Así se vio el reino de España embarcado en el nacimiento del nuevo metro Obtenidos los permisos necesarios del rey Carlos IV y con la colaboración de algunos marinos y astrónomos españoles, desde 1792 a 1798 los astrónomos franceses Jean Baptiste Delambre y Pierre Frangois Méchain realizaron las medidas necesarias. Este último año, Talleyrand, ya ministro de asuntos exteriores de Francia, propuso que, para mantener el carácter universal de la nueva medida, de los cálculos se encargase una comisión internacional. Compuesta por sabios de países aliados de Francia o neutrales, entre los que se encontraban los españoles Gabriel Císcar y Agustín de Pedrayes, la comisión efectivamente se reunió y en 1799 dio su dictamen: el metro mediría 443,296 milésimas partes de la toesa de París. Había nacido el "metro definitivo". Pero este nuevo patrón, pretendidamente universal, era solo un número y la reforma no consistía solo en cambiar un número por otro. El verdadero problema era hacer que toda la sociedad aceptase la nueva longitud como propia, con sus, múltiplos y submúltiplos de nombres extraños... y se atreviera a pronunciarlos ante sus vecinos y a usarlos en sus transacciones. El verdadero problema era también que la sociedad de la época aprendiese la aritmérica y la notación decimales, con su peculiar forma de utilizar la coma para expresar fracciones y correr la coma para cambiar de orden de magnitud... y los utilizase en sus cálculos. Este problema social se reveló mucho más dificil que el problema matemático de determinar la longitud exacta del metro en función de la vieja medida francesa o de las de cualquier otro país. Una medida en contra de la tradición Cuando se habla de "sistema metrológico" de una determinada sociedad, no se habla solo de los patrones fundamentales del mismo. Un sistema metrológico esta compuesto, además de por un conjunto de unidades patrón, por sus unidades derivadas, por sus múltiplos y submúltiplos y, lo que se olvida frecuentemente, por un conjunto de usos y costumbres metrológicas difícilmente racionalizables pero no por ello menos importantes. Actos como el compensar la elasticidad de una tela con una medida un poco más larga, colmar o rasar una medida de capacidad en función de la calidad del producto, añadir piezas para compensar las defectuosas cuando se venden a peso o utilizar medidas distintas para géneros diferentes... son acciones que encierran una lógica interna y unas formas de picaresca comercial, que se han creado con la práctica de siglos. Cambiar todo un sistema metrológico no consiste simplemente en cambiar las unidades básicas y decretar su aceptación. Cambiar un sistema metrológico supone una verdadera revolución social en la que todos los diferentes agentes sociales, en todos los niveles culturales y económicos, han de aceptar nuevos nombres, nuevas subdivisiones y nuevos usos, que van a influir decisivamente en su bienestar inmediato. Las promesas de bienes futuros han de enfrentarse, ya desde un primer momento, con una nueva realidad, cuyo desconocimiento de partida, unido a la dificultad de aprendizaje y al temor a los fraudes y estafas que inevitablemente se producen en tiempos de crisis, hace que se perciba como una amenaza. Como pronto descubrirán los impulsores del nuevo sistema, las resistencias a aceptarlo, incluso en la misma Francia, iban a ser enormes e iban; a provenir de tres direcciones distintas.; En primer lugar había que dar a conocer las dimensiones de la nueva unidad, es decir, había que hacer llegar patrones de la misma, suficientemente exactos, a todos los rincones de Francia, y ello implicaba un complejo problema técnico. En segundo lugar había que introducir en el habla coloquial más de treinta palabras completamente nuevas, algunas tan complicadas como miriámetro, kilogramo 0 hectólitro. En tercer lugar, por fin, había que enseñar a gente con muy bajo} nivel de formación a contar según el, sistema decimal, con su aparentemente complicado aparato de las fracciones decimales y, encima, pagando el precio de abandonar un sistema bien, conocido y aparentemente natural de números enteros y fracciones sencillas. Tales dificultades afectaban de modos distintos a diferentes capas de la población. Un comerciante acostumbrado a grandes intercambios con regiones o países distintos, con contables inteligentes y preparados, no podía tener, ningún problema y además podía aprovecharse, si no era honrado, de la momentánea ignorancia de los demás. Pero un campesino, un tendero o un artesano no se encontraban en el mismo caso. Pese a los abusos, los fraudes y las dificultades para el comercio, los viejos sistemas de medida tenían una gran ventaja: sus divisiones eran "naturales". Las cosas se podían partir por mitades, mitades de mitades, tercios... A pequeña escala, dichas operaciones eran más sencillas que dividir por diez... porque la gente común no sabía dividir matemáticamente. Con la ley del 18 germinal an III (7 abril, 1795) que instituye un "metro provisional", todavía calculado sobre medidas antiguas de trozos del meridiano de París, a la espera de que terminasen las mediciones en curso, comienza en Francia la historia de los intentos de hacer aceptable la nueva medida por la sociedad. Con una firme,' decisión política detrás, la misma ley crea la "Agencia temporal de pesos y medidas" encargada de convencer a la sociedad de las ventajas del nuevo sistema y de resolver los problemas de su aplicación. Algunos de los mejores sabios franceses, con el matemático Legendre a la cabeza, se dedicarían a combatir las resistencias, a proporcionar patrones de medida y a disponer de los medios necesarios para enseñar a utilizar el metro a toda la sociedad. Y ahí empezaron las dificultades. Si para el sabio, los nombres de las nuevas medidas, sus divisiones y sus equivalencias eran elementales, para el campesino semianalfabeto o para el pequeño comerciante acostumbrado a una rutina de generaciones, la empresa era ciertamente difícil. La Agencia temporal de pesos y medidas utilizó sus mejores armas para dotar de patrones de medida a las ciudades, combatió mediante periódicos y notas a los crificos al nuevo sistema, publicó folletos explicativos de gran valor pedagógico... con muy poco éxito. Francia tardaría aún muchos años en convertir de verdad el metro y sus divisiones en un sistema metrológico verdadera Aunque no tantos, los científicos que crearon el nuevo sistema métrico tardaron también muchos años en comprender la magnitud de las dificultades. Hasta 1840, el sistema métrico decimal no sería definitivamente instituido en la nación que lo creó. ¿Un sistema métrico decimal "español"? Concluída la reunión de París en 1799, los sabios participantes volvieron a sus países y, casi sin excepción, propusieron a sus gobiernos la adopción inmediata del nuevo sistema métrico. Así lo hizo en España, henchido de fervor revolucionario, Gabriel Císcar. Al año siguiente de la conferencia internacional del metro, Císcar eleva al rey Carlos IV la propuesta de aceptar en todo el reino el nuevo sistema y, a tal efecto, publica una obra de carácter pedagógico, tratando de dar a conocer las nuevas unidades, el sistema aritmético decimal y los medios que considera necesarios para hacer más fácil su aceptación en España. En efecto, en su Memoria elemental sobre los nuevos pesos y medidas decimales fundados en la naturaleza (Madrid, 1800), intenta en primer lugar adaptar los nuevos nombres y las nuevas divisiones a la terminología tradicional castellana. Así, valorando que un cambio de medidas y de nombres sería demasiado brusco y difícil de aceptar, propone que el metro, con su longitud establecida en París, se llame en España "vara decimal" o "medidera", en referencia a la tradicional y más difundida medida española, la vara castellana, y calcula que un millón de varas de Burgos, la medida castellana, deberían equivaler a 835906 varas decimales, a la temperatura de 16,25 grados centígrados. Los prefijos grecolatinos deca, hecto, kilo, miria, deci, centi, mili... que los sabios franceses consideraron los más faciles de retener, los transforma Ciscar en "decenas", "centenas" y "millares" o "millas decimales", para aproximarlos lo más posible al lenguaje coloquial. La superficie se mediría por "varas cuadradas", de las que cien harían una "uvada", mil una "decenada" y diez mil una "centenada". Una "fanegada de Castilla", la medida más usual de superficie, equivaldría a 3757,66 varas decimales cuadradas. La yugada castellana de cincuenta fanegas equivaldría así a "3 decenadas, 7 unadas, 57 medideras y 7 décimos". El litro francés lo transforma en el "azumbre decimal", en referencia a la tradicional unidad castellana. Diez de estos harían una "cántara decimal" o "decenera", y que se dividiría en "decimillas", "centimillas" y "milimillas". Para los áridos como el trigo o la cal, la unera se llamaría "decimillo", "celemín decimal" la decenera y "fanega decimal" la centenera. La cántara o arroba de vino de Castilla equivaldría así a "una decenera o cántara decimal, 6 uneras ó azumbres decimales, 1 decimilla y 3 milimillas", mientras la fanega de Castilla contendría "5 celemines decimales o del ceneras, 5 celeminillos o uneras, 5 decimillas, 0 centimillas y 1 milimilla". Para los pesos, por fin, propone traducir la "Kilograma" francesa por "libra decimal" o "una¡", de las que diez harían una "arroba decimal" o "decenal" y cien un "centenal", y que se subdividiría en "diezavos", "cienavos" y "milavos", de manera que la libra de Castilla pesaría "4 diezavos, 6 cienavos, 9 centimilavos y 3 millonavos". Nada mejor que las propias palabras de Císcar para comprender la increíble ingenuidad con que un científico bienintencionado podía llegar a plantearse el problema: "Puede parecer a algunos, que respecto a que las medidas y pesos de Castilla deben ser conocidos en todas las provincias de España, sería más ventajoso el establecer la uniformidad tomando por base las unidades expresadas. En tal caso se perderían todas las ventajas peculiares al nuevo sistema métrico, y se arraigaría mas la monstruosa discordia que se observa entre las unidades de longitud, capacidad y peso (art. 4). Amás de que el conocimiento de las medidas naturales es sumamente fácil de adquirir, y el disgusto con que los ignorantes estúpidos suelen recibir las reformas de esta clase tiene su fundamento principal en la repugnancia a abandonar las rutinas habituales. Es pues probable que les sería menos violento el desechar los pesos y medidas que están en uso en sus pueblos respectivos si se tratase de substituirles otros, que tienen su fundamento en la naturaleza y la razón, y no en el capricho de los hombres..." La bienintencionada propuesta de Gabriel Ciscar constituye así un precioso monumento a la mentalidad "científica" que alumbraba a los ilustrados de finales de siglo... al tiempo que los separaba de las realidades política, social, cultural, educativa y tecnológica de su tiempo. La solución para el "caos" metrológico no la tenían los científicos. La propuesta de Císcar tuvo la gran virtud de replantear en España la necesidad de reordenar el caótico sistema metrológico, incompatible ya con una administración eficaz y con el incremento del comercio interior y exterior. Para quienes mejor conocían la situación real del país a principios del siglo XIX, tan "científica" propuesta se reveló como técnicamente irrealizable y políticamente inaceptable. La alternativa española al sistema métrico decimal Una Real Orden de 26 de enero de 1801 constituye la primera respuesta oficial española al sistema métrico decimal. Para los redactores de la disposición, con Juan de Peñalver como el más destacado, la propuesta "francesa" era totalmente utópica, pero la necesidad de mejorar el sistema metrológico español era algo muy real y necesario. La vía elegida para hacerlo, fue confirmar en su mayor parte los nombres, las divisiones y las prácticas del viejo sistema metrológico castellano y proceder a construir nuevos patrones materiales sobre los que se ajustarían nuevos patrones secundarios que se distribuirían a todas las villas del reino. Así, los patrones fundamentales del renovado sistema metrológico español serían: la vara, construida sobre el modelo de la conservada en el archivo de la ciudad de Burgos; la media fanega, conservada en el archivo de la ciudad de Avila; la cántara, conservada en el archivo de la ciudad de Toledo, y el marco de peso, conservado en el archivo del Consejo de Castilla. En cuanto a las subdivisiones, se reconoce al pie como la raíz de todas las medidas de longitud, dividido, como tradicionalmente en Castilla, en 16 dedos, y el dedo en mitad, cuarta, octava y diez y seisava parte, y también en 12 pulgadas de 12 líneas, como el pie francés. Tres pies seguirían constituyendo la vara española y 20000 pies la legua. Como medidas secundarias de superficie se mantienen la aranzada, o cuadro de 20 estadales de lado, y la fanega de tierra, o cuadro de 24 estadales de lado, dividida en 12 celemines de tierra, a su vez divididos en 4 cuartos y cuartillos. Para los áridos, se conserva el cahiz, de 12 fanegas, cada una de 12 celemines, divididos uno y otra en medios, cuartillos, medios cuartillos, ochavo, medio ochavo y ochavillo. Los líquidos, salvo el aceite, deberían seguir midiéndose en moyos, de 16 cántaras o arrobas, divididas en por mitades sucesivas en medias cántaras, cuartillas, azumbres, medio azumbre, cuartillo, medio cuartillo y copa. El peso por fin, mantiene la libra castellana, ahora española, de 16 onzas como patrón, salvo para usos medicinales, en que se mantiene la libra medicinal de 12 onzas, sin especificar sus divisiones. Se siguen conservando como los múltiplos de la libra de peso, el quintal de 4 arrobas y la arroba de 16 libras, y como sus divisiones la media onza, la cuarta y la ochava, compuesta a su vez de 3 tomines de 12 granos. La onza medicinal, aunque no se recoge en la orden, conserva su tradicional división en 8 dracmas de tres escrúpulos, cada uno de ellos de 24 granos. Una Junta Temporal compuesta por el gobernador del consejo y "cuatro o cinco ministros", debería velar por la adopción del renovado sistema castellano en todos los territorios del reino. La metrología española huía así de innovaciones radicales, a cambio de intentar una todavía no lograda unificación en toda España y en todos los ramos de la administración y el comercio. Pero ni incluso este objetivo, tímido ya para su época, pudo lograrse. La dificultad técnica de disponer de patrones secundarios suficientes y hacerlos llegar a todos sus destinatarios, y el caos político y social en el que el país se vio inmerso hasta años después de la muerte de Fernando VII, lo hicieron imposible. La única consecuencia destacable del trabajo de Gabriel Ciscar y los metrólogos españoles de principios del siglo XIX, fue la fijación definitiva de las equivalencias entre los patrones castellanos y los del sistema métrico decimal. Estas comparaciones fueron las que se usaron cuando la primera revolución industrial de principios del siglo XIX, las requirió. Para la historia quedarían como equivalencias de los patrones castellanos con los métricos, las siguientes: 1 vara = 0835095 metros. 1 libra = 0,460093 kilogramos. 1 fanega de granos = 0.55501 hectolitros. 1 cántara para líquidos = 16.133 litros. Nada se emprendió tampoco para introducir la práctica del sistema decimal en la sociedad. Pese a que en muchos libros de aritmética españoles de principios del siglo XIX comienza a explicarse la aritmética decimal y las operaciones con fracciones decimales, con la excusa y objetivo declarado de hacer inteligibles las obras extranjeras que utilizasen el sistema métrico decimal, ninguna disposición oficial en este sentido se promulga hasta que, cerca ya de la mitad del siglo, las necesidades del comercio, de la industria y sobre todo de la imagen de España que una administración interesada quería proyectar en el resto de Europa, vuelven a poner de moda el problema. De nuevo aparecen en el país defensores y detractores del sistema "francés" y de nuevo se pasa revista a las ventajas que para la sociedad española representaría el cambio del sistema metrológico. La primera ley española sobre la implantación del sistema métrico data de 1849. Para la bienintencionada ley y sus cultos y bienintencionados promotores, en un breve plazo de tiempo, toda la administración, la educación y el comercio, debían obligatoriamente adoptar y utilizar en exclusiva el nuevo sistema en todas las facetas de la vida ciudadana. De nuevo la realidad social, cultural y tecnológica del país los devolvió a la realidad. Hasta 1880 no se aplicaría definitivamente en España el sistema métrico decimal. Pero esta es ya otra historia. Bibliografía [1] CISCAR, G. (1800) : Memoria elemental sobre los nuevos pesos y medidas decimales fundados en la naturaleza. Madrid. Imprental Real. [2] LORENZO PARDO, J.A. (1998) : La revolución del metro.Madrid, Celeste Ed. [3] TEN, A,E, (1989) : El sistema métrico decima y España" Arbor, 134, 101-121. [4] TEN, A.E. (1996) : Medir el metro. Valencia, CSIC-Univ. De. Valencia.