Solíamos ir a ahogar nuestras penas al bar Pangea donde

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Solíamos
ir
a
ahogar
nuestras
penas
al
bar
Pangea
donde
trabajaba Aranzazu. Allí, polisentimentales y sin apreciar el
olor a rancio que salía de los inhóspitos rincones donde los que
se sentían más vertiginosos se ponían a vomitar,
tuve
las
mejores conversaciones astrománticas que puedo recordar. Por las
tardes, después de haber pasado el día en la universidad, nos
sentábamos entre el carambolo y el alcornoque de delante del bar
a tocar el clavicordio. Solía acercarse por allí un chico que al
andar parecía un dinosaurio, cauteloso siempre debido a su
anatifaefobia. Enfermizo y abuhado, parecía como si siempre
estuviese en el acmé de un galipandrio. Se quedaba con nosotros
sentado, unas veces con las manos en los bolsillos, otras,
dibujando algo que parecían teseractos en la tierra o en algún
cuaderno que traía. A menudo
Aranzazu, con su aspecto bizarro y
su cara regordeta sonriente, salía a hacernos compañía con su
inseparable caleidoscopio. Era entonces, nunca sabremos por qué,
cuando el silencioso muchacho se marchaba cabizbajo, como si en
su
mente
estuviese
sonando
un
réquiem
interminable.
Permanecíamos sentados hasta que nos sentíamos culpables por si
las cochinillas que habitaban el bar se fuesen a sentir solas.
Entonces, ufanos, entrábamos en el bar y cada noche era para
nosotros una reencarnación de la anterior. En aquellos tiempos
nos era imposible establecer una dicotomía entre lo verdadero y
lo espurio.
Todos los días eran
rocambolescos,
si bien el
alcohol y las circunstancias nos hacían sentir muchas veces una
inevitable morriña y otras nos situaban
en un callejón sin
salida. Pero para nosotros vivir así era fácil. Lo complicado
era tener que volver cada amanecer a casa por el medio de la
selva mar, y más aún recordar lo ocurrido al día siguiente.
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