LECTURAS No. 1 LA TRASCENDENCIA DE LOS DERECHOS HUMANOS EN LA HISTORIA Por José Aníbal Morales C Yo sé de un pesar profundo Entre las penas sin nombre, La esclavitud de los hombres Es la gran pena del mundo. José Martí Cuando Aristóteles se refería a la esclavitud como algo natural, muy seguramente no existía para él la preocupación acerca de si los esclavos tenían algún tipo de derechos pues ellos no eran más que cosas que hablaban; y así, como él, pensaban probablemente la mayoría de los hombres que en aquella lejana época tenían esa posibilidad. Pero el filósofo decía también que los hombres libres no debían estar desprovistos de virtud, pues cuando el hombre está desprovisto de virtud “es el más salvaje de los animales y el peor en el aspecto de la indulgencia sexual y la gula”, y como el hombre es también un ser político o social por naturaleza, la virtud(justicia) es indispensable para garantizar el sostenimiento de la convivencia pacífica (1). Otros filósofos, los estoicos, también en la antigüedad, plantearon la necesidad de ver al hombre como un ser cósmico, con características comunes a pesar de las diferentes razas o naciones. Luego el Cristianismo daría un importante paso adelante al considerar al hombre como persona, ser dotado de una intrínseca dignidad, ser de origen divino, que merecía el respeto de todos los demás, sin hacer discriminaciones puesto que la procedencia era la misma. Sin embargo, bien sabemos que, a despecho de las nobles intenciones de Jesucristo y de sus apóstoles y aún de aquellos que, como Francisco de Asis, mucho tiempo más adelante, quisieron hacer prácticas las enseñanzas del maestro, el ser humano no mereció más respeto que aquel que generaban la riqueza y el poder. Ni los esclavos, ni los siervos, ni los pueblos o razas señalados como inferiores merecieron consideración alguna por parte de sus amos, señores o conquistadores, en relación con su dignidad de personas o de seres humanos. Tuvieron que pasar muchos años y siglos para que los derechos del hombre, de la persona, los derechos humanos, pudieran convertirse en objeto de verdadera preocupación política y jurídica por parte de los gobernantes y de los mismos asociados. Suele colocarse como ejemplo significativo de éste proceso la Carta Magna de 1215, documento que debió firmar el rey Juan, denominado “Sin Tierra”, en la Inglaterra feudal. Ante la presión de los nobles, señores y príncipes, allí quedaron plasmados ya algunos límites a la arbitrariedad del gobernante en relación con la disponibilidad que tenía sobre la persona de los súbditos. Un ejemplo relevante de estos límites fue el derecho de habeas corpus, como garantía de la libertad individual y de inviolabilidad del fuero personal. Este hecho sin embargo, en medio del aislamiento de la Europa feudal, no tiene ninguna trascendencia en los demás territorios o Estados, y se verá que en la misma Inglaterra, posteriormente, la arbitrariedad y el absolutismo campearon impunemente por mucho tiempo. En pleno siglo XVI, María Estuardo podría dar fe de la veracidad de esta afirmación. Es el mundo moderno el que verá la institucionalización jurídica y política de los derechos, su positivación, como le llaman algunos autores. El antropocentrismo del Renacimiento, el humanismo elitista de los burgueses de esa reluciente época de la historia, el desarrollo de la ciencia y la tecnología, el ensanchamiento del cosmos que debió soportar o admirar sorprendido el europeo del siglo XV, todo ello contribuyó a la paulatina formación de una nueva idea de la libertad que finalmente conduciría a las revoluciones económicas, sociales y políticas del siglo XVIII. Marco Polo y sus relatos acerca de otras cosmovisiones, Colón y su encuentro con culturas tan extrañas y disímiles, Bruno y Galileo, contribuyeron de diversas maneras en este proceso. Desde América, aquella salvaje y desconocida de los primeros tiempos de la conquista europea, llegaron las advertencias, las exigencias del humanista que fue Fray Bartolomé de las Casas, acerca de la injusticia y brutalidad con la que los españoles trataban a los indígenas. Bien sabemos que el derecho de gentes, elaborado y desarrollado por humanistas como Francisco de Vitoria y Hugo Grocio, recibió un importante influjo de las ideas de este precursor de los derechos humanos en América (2). Más adelante, ante el absolutismo de los monarcas que atribuyeron origen divino a su poder llegando a exclamar como Luis XIV que “El Estado soy yo”, surgen con vigor las ideas de los Ilustrados, los filósofos de la libertad. Locke, Montesquieu, Voltaire y Rousseau, principales entre muchos más, elaboraron y difundieron con entusiasmo y efectividad, cada uno desde ópticas distintas, nuevas y perturbadoras ideas acerca del valor de la razón, de la importancia del individuo frente a la fuerza pretendidamente omnipotente del Estado, acerca de los derechos y cualidades de cada uno de los individuos. Locke, maestro de los líderes de la liberación norteamericana, se apoyará en el derecho natural y resaltará la inalienabilidad de los derechos a la propiedad y a la libertad por ser justamente connaturales al hombre. Montesquieu, a pesar de su talante monarquista y elitista, insistirá en la necesidad de impedir la concentración del poder en manos del gobernante, dividiendo el poder en varias ramas. Voltaire, será el espíritu insoportablemente crítico frente a la hegemonía del pensamiento y las creencias de la religión católica; hoy, toman especial significación sus planteamientos acerca de la diferencia y la diversidad inherentes a la naturaleza de los hombres y de los pueblos contenidas en su “Elogio de la Tolerancia”(3). Rousseau, difundió su convicción acerca de que la soberanía tenía que estar en cabeza del pueblo y no del monarca; la idea de democracia que la modernidad enseñó, con todas sus limitaciones y virtudes, le debe mucho al autor de “El Contrato Social” y del “Discurso sobre el Origen de la Desigualdad de los Hombres”. Y llegó el momento glorioso de la proclamación de los derechos del hombre por la asamblea revolucionaria del pueblo francés, en 1789. Allí, en el fragor de la lucha contra el absolutismo, parecieran concentrarse los sentimientos y las ideas libertarios de todos los que a lo largo de la historia habían procurado alcanzar un mayor grado de respeto por la dignidad del ser humano. En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano está la esencia de la Revolución Francesa y el nacimiento de un nuevo mundo, no importa que sólo se concentrara en los derechos civiles y políticos y nada dijera prácticamente de los derechos sociales o económicos, ni de los colectivos. Mucho tiempo habría de pasar para que esto fuera posible. Locke y la Revolución Inglesa de 1688, el respeto por el individuo y sus libertades, se vieron plasmados en esa declaración de 17 artículos. No hay que olvidar sin embargo, que ya antes, en América, otra revolución había hecho prácticos muchos de los principios que luego informaron la declaración francesa de derechos: la Revolución de Independencia de los Estados Unidos de 1776. La libertad, la igualdad, la felicidad, la propiedad, el derecho de resistencia, la soberanía popular, como claras derivaciones del más nítido derecho natural al estilo de Locke, se hallan patentizados en los diversos escritos de Jefferson , Franklin, Paine y los demás líderes del proceso de independencia norteamericano. Esos derechos y libertades, denominados por algunos autores, “libertades de los modernos”, no fueron aplicados a los esclavos y a las razas consideradas inferiores, y en ello no hallaron contradicción sus proclamadores. En el siglo XIX, en el país considerado cuna de la democracia y la libertad en América, una novela como “La Cabaña del Tío Tom” será extraordinario testimonio de los horrores de la esclavitud y del menosprecio por seres humanos que aún seguían siendo considerados, como en los tiempos de Aristóteles, meras cosas. Habiéndose abolido la esclavitud bajo el gobierno de Abraham Lincoln (1861), todavía en el siglo XX el Ku Kux Klan y los racistas de todas las estirpes persistirían en sus prácticas segregacionistas contra la población negra; la muerte de Martin Luther King es todo un símbolo de ésta tragedia de los derechos humanos en la historia de América. La misma Francia revolucionaria contribuirá prontamente a la negación fáctica de los derechos proclamados con tanta euforia en defensa del hombre y del ciudadano, cuando sus ejércitos procuraron aplastar los ideales libertarios y antiesclavistas del primer pueblo latinoamericano que logró su independencia definitiva de una potencia europea: Haití. Así, se estaba haciendo evidente que la igualdad, la libertad y la fraternidad (los hermosísimos principios de la revolución!), serían tenidas en cuenta siempre y cuando no afectaran el derecho de propiedad, un derecho al que no todos podían acceder. En la Nueva Granada, como en casi todo el resto de América, los efectos de la Revolución Francesa fueron devastadores para el régimen colonial. Quizás quien mejor entendió el significado de ese hecho histórico fue Antonio Nariño, “El Precursor”. En 1794 tradujo la declaración francesa de derechos al español, y desde entonces debió afrontar la feroz persecución de la policía colonial (oidores). Jamás se le perdonó su tremenda osadía de poner en estas tierras la idea de igualdad entre los que siempre se creyeron diferentes y separados del pueblo por enormes barreras. Sus profundas convicciones, nunca declinadas, lo llevaron a la debacle familiar, económica y política. Siempre me ha parecido de especialísima trascendencia el ejemplo de aquel que, siendo una de las figuras más prominentes de la élite criolla en el virreinato, cambió todas sus prebendas y abolengos por las duras vicisitudes de la lucha contra la opresión y la iniquidad. Frente a la obra de Nariño, el “Memorial de Agravios”, atribuido a Camilo Torres, no es más que una simple proclama de una élite contra otra que no la dejaba participar en el banquete del poder (criollos contra españoles). En Europa, el siglo XIX vio el desarrollo acelerado de la sociedad capitalista-industrial y con él, el de todas las plagas y virtudes que le son inherentes. La explotación de niños, hombres y mujeres de la manera más despiadada por propietarios a los que sólo les interesaba el acrecentamiento también acelerado de sus ganancias y capital (la plusvalía de Carlos Marx). Pronto se hizo fuerte el socialismo marxista, el comunismo, en todo el continente, pero los derechos humanos fueron considerados por Marx y sus amigos como un tema que desviaba la atención de los obreros de su único y verdadero objetivo: la transformación revolucionaria de la sociedad, la abolición de la sociedad sin clases y de la explotación de unas clases por otras. En el mejor de los casos, se trataba de un tema secundario o derivado, pues esos derechos tenían el contenido que le imprimieran los revolucionarios franceses, es decir, aquel de los derechos civiles y políticos de los hombres y ciudadanos burgueses (4). Desde este punto de vista, tales derechos habían cumplido ya su función histórica y resultaban por lo menos insuficientes para los fines de una verdadera liberación humana de los lazos de la explotación y la indignidad. La Iglesia Católica no podía quedarse al margen de los tortuosos procesos de la Europa decimonónica. En 1891 el Papa León XIII publicó su encíclica Rerum Novarum procurando contribuir a la búsqueda de soluciones al enfrentamiento que se ya se hacía explosivo entre socialistas, comunistas y los capitalistas. El capitalismo no podía seguir tratando a los proletarios de la manera como lo venía haciendo, sacrificando su condición humana, pero el socialismo no era la solución pues, según el Santo Padre, negaba la libertad de la persona. En las décadas siguientes, esta convicción de la iglesia se vería comprobada con el establecimiento del régimen estalinista en la Rusia soviética que había fundado V. Y. Lenin. Para constatar lo lejos que estaba la humanidad de llegar a una visión verdaderamente democrática y justa de los derechos humanos, es interesante transcribir unas líneas del mencionado documento papal: Sea, pues, el primer principio, y como la base de todo, que no hay más remedio que acomodarse a la condición humana; que en la sociedad civil no pueden todos ser iguales, los altos y los bajos. Afánanse, es verdad, por ello los socialistas; pero vano es ese afán y contra la naturaleza misma de las cosas... Así que sufrir y padecer es la suerte del hombre, y por ás experiencias y tentativas que el hombre haga, con ninguna fuerza, con ninguna industria podrá arrancar enteramente de la vida humana estas incomodidades...(5) Y, ya en el siglo XX, así como después de las violentas guerras religiosas de los siglos XVI y XVII y de los abusos del absolutismo surgió la declaración francesa de derechos, tras la Primera y la Segunda Guerras Mundiales y una vez detenidos los demenciales propósitos de los nazifascistas, devino la era de la universalización de los derechos del hombre. Tuvieron que pasar los horrores de la guerra para que surgiera la convicción entre los líderes del planeta de que había que crear organismos y mecanismos para impedir que la destrucción de la humanidad misma se continuara de manera tan espantosa. En el seno de la Organización de las Naciones Unidas, se pasó de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con sus treinta artículos ( París, 10 de Diciembre de 1948). La humanidad pareció ponerse de acuerdo acerca de condenar la barbarie, lo difícil sería luego ponerse de acuerdo acerca de los procedimientos para hacer que todos los Estados respetaran efectivamente los derechos proclamados. Hoy, continúan ocurriendo las masacres más repudiables en los más diversos rincones del planeta; el terrorismo de Estado, los terrorismos con supuestas justificaciones nacionalistas, revolucionarias o religiosas, ponen en entredicho la efectividad de los propósitos contenidos en la Declaración; pero ella es un símbolo de la esperanza que la humanidad entera debe albergar en relación con la materialización de la utopía de la convivencia pacífica entre todos los pueblos de la tierra y entre todos los ciudadanos de un mismo Estado. Es la utopía de la paz por la que todos hemos de luchar si aceptamos que lo esencial en la historia es el hombre, el ser humano, la persona, sujeto de derecho frente a todos los demás. NOTAS 1. ARISTOTELES. Obras. La Política. Madrid: AGUILAR, 1973. p. 1412-1413 2. BEUCHOT, Mauricio. Los Fundamentos de los Derechos Humanos en Bartolmé de las Casas. Barcelona:ANTHROPOS , 1994. 174 p. 3. LESSAY, Jean. Un Pionero llamado Voltaire. En EL CORREO DE LA UNESCO, París, 1992. p.14 4. PAPACCHINI, Angelo. Filosofía y Derechos Humanos. Cali: UNIVALLE, 1994. p.106 5. LEON XIII. Rerum Novarum. Carta Encíclica. Bogotá: PAULINAS, 1963. p.16 6. ORTIZ RIVAS, Hernán A. Los Derechos Humanos. Reflexiones y normas. Bogotá:TEMIS, 1994. P.95-166