EL REMO

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EL REMO
Marina
–Haceg mocho calor –dijo el alemán limpiándose el sudor que corría por su frente
con el brazo desnudo.
Nosotros, a pocos metros, tumbados sobre la hierba le veíamos trabajar. Estaba
enmarañando la lona de su piragua. Lo hacía concienzudamente, “made in germany”
rascando con la espátula hasta la menor partícula sobrante de la masa. Luego los
parchazos blancos los pintaba de azul. Su piragua que ya contaba dos años de uso parecía
nueva.
–Parece nueva, pero en realidad estará podrida –dijo el Neco, estirándose en el
suelo y sin levantar la cabeza.
–Está mejor que la nuestra. La cuida mucho y no tiene un arañazo… –comentó el
Tato, que siempre consideraba la actividad del alemán con cierta dosis de envidia, aunque
no con la suficiente para moverle a ser como él.
–No digas tonterías, Tato; tiene que estar podrida… cualquier día se le deshace en
medio del mar. ¿Puede haber lona que resista durante dos años el salitre? No daba cinco
machacantes por ella… insistió el Neco con voz soñolienta.
– ¿No los dabas? Yo sí. ¿Y tú León?
–Cinco, no; pero tres si daba… –dije.
–Pues yo también. Aún sabiendo que está podrida… Después de todo, el verano ya
duraría –volvió a decir el Neco.
– ¿Tres…? ¿Y por qué tres si vale más?
–Es que, amigo Tato, mi dinero asciende justamente a ese capital… –repuse
levantando la cabeza para mirar el mar.
–“Señoges, non vendeg” –dijo el alemán que nos había escuchado atentamente. –
“No integerag vendeg”.
–Bueno, hombre, bueno; ya sabemos que tú no eres capaz de vender para hacer un
favor a un amigo… Me parece que me duermo… –comenzó a decir el Neco haciendo
cada vez más bajo el tono de su voz, mirando al final algo ininteligible.
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El mar estaba quieto y oscuro, parecía una balsa de aceite. Por la mañana había
soplado un nordeste suave que mantuvo el cielo despejado y que duró exactamente hasta
la pleamar. Entonces, poco más del mediodía, cesó el viento y rápidamente como si una
mano gigantesca corriese una cortina, el cielo se cubrió de una gran nube grisácea; todo
él quedó de un solo tono, de un blancor de perla inalterable. El mar se inmovilizó por
completo. El festón blanco de la isla de Santa Marina, de las Quebrantas y de las
rompientes de Langre desapareció; la masa oscura y espesa de las aguas lo llenaba todo.
El calor se hizo pesado y sofocante, cual si el cielo se aplastase sobre nosotros. No
nos quedó otro remedio que tumbarnos en el Promontorio, bajo las acacias y pinos.
Comenzaron a regresar las lanchas de pesca alcanzando a los botes mas rezagados
que a golpes de remo
– ¡Santo Dios, remar en una tarde como aquella! –buscaban
refugio seguro contra lo que parecía avecinarse. Podía ser una simple amenaza o podía
ser un tormentazo o una galerna, que era mejor soportar al amparo de los muelles o en
Puerto Chico. El mes de Junio es el mes de las tormentas en el Cantábrico; son
tremendas, pues se presentan inesperadamente y en pocos minutos, un mar bonancible se
trasforma en una sucursal del mismísimo infierno, donde no hay paz ni tregua y todo
parece dispuesto para hacer astillas, pequeñas y grandes embarcaciones. Una tras otra
volvían todas; llegaban en fila, trepidando en el aire los cascados motores y dejando
detrás un reguero de humo que se sostenía flotando inmóvil en el aire pesado de la tarde.
– ¿Sabéis lo que he soñado hoy? –preguntó el Tato, y como nadie pareciese
interesado en sus sueños, añadió: –Pues que me había convertido en mujer…
¿En mujer…? –exclamó el Neco incorporándose y mirándole detenidamente de
arriba - abajo cual si jamás le hubiera visto.
– ¿Dices que en mujer? ¡Que asco!
La bahía iba quedando desierta. Solamente en las proximidades de la canal quedaba
un bote con dos hombres, que no parecían advertir lo que se preparaba.
– ¿Qué harán esos dos imbéciles? –dijo el Neco señalándolos.
–Posiblemente sean forasteros que no saben lo que es un mar quieto y
excesivamente tranquilo… Estarán pescando, ciegos y sordos con la ganancia, –dije.
– ¡Pronto sabrán lo que es bueno! Lo que es de ésta… Oye, ¿Qué de particular tiene
que haya soñado que era mujer? Me parece que se dan mejor vida que los hombres; ni
trabajan ni se preocupan por nada…
– ¡Calla iluso! –Le interrumpió el Neco – ¿Crees que ibas a estar aquí ahora si
fueses mujer? Cá; estarías en casa, limpiando cacerolas o reparando calcetines… Las
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mujeres no descansan; se levantan primero que nosotros, limpian la casa, hacen la
comida, luego ya tienen que hacer la cena, pelean con los críos y los vendedores, no
paran nunca… ¡Claro que es una desgracia el nacer mujer!
–Yo me refiero a una mujer rica…
–Hay más pobres que ricas, Tato. Tendrías que trabajar.
–Yo no trabajaría siendo mujer…
–Entonces, ¿tú serías una de esas…? Mira lo bien que estamos aquí y estaremos
hasta que nos de la gana. Ser hombre es un privilegio, injusto o no, pero lo es…Excepto
tipos como éste, el alemán; estos son…
– ¿Qué son Neco? –le preguntó intrigado el Tato.
El alemán también le miraba y esperaba la respuesta con interés. Estaba descalzo y
desnudo de medio arriba con la bola de masa en una mano y la espátula en la otra. Su
gesto atento recordaba el de una persona sorda.
–Cosas muy raras. –Dijo sentenciosamente. Se puso la mano de visera y miró el
mar, hacia el único bote que quedaba y que se mantenía en su sitio.
El mar se había puesto tenso, cual una lona estirada desde sus extremos. Me parecía
que de continuar así se rasgaría sin remedio. Inmóvil y de un verde denso y oscuro. Solo
la línea del bote y las siluetas de los dos hombres ponían un punto en su uniformidad de
azogue. Ocurrió de pronto; en el cielo también liso y uniforme, se produjo un
alargamiento, una arruga negruzca que lo cruzó desde lo alto de Peña Cabarga hasta su
centro. El extremo se retorcía en espiral y se destrenzaba cual una bocanada de
humo…Todo ello en silencio y lentamente, como un esfuerzo agobiante y doloroso, hasta
que el cielo se agrietó y mostró su profundidad azul.
–“¡Haceg mocho calog!, Non trabajag mas”… –exclamó el alemán y tiró sobre la
quilla de la piragua la masilla y la espátula.
Como respondiendo a un conjuro de sus palabras, una bocanada abrasadora nos
golpeó el rostro; las grietas del cielo se ramificaron y prolongaron resquebrajándose en
mil lugares y el mar se estremeció al sentir sobre su superficie aquella cálida y encendida
caricia. Un rayo de sol se precipitó de lo alto y puso un manchón encendido en las aguas
que se agitaron, ondularon y chocaron entre sí; la danza de la naturaleza había
comenzado.
Los tres a una nos habíamos sentado y contemplábamos el espectáculo. El viento
comenzaba a gemir entre los árboles y las primeras olas que aun eran pequeñas y
espaciadas, rompieron sobre el muro y las rocas de la ensenada. El mar parecía haber
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entrado en ebullición. Su color se transformó en otro de un verde amarillento, terroso y
sucio. Espumarajos saltaban en el aire. El tamaño de las olas crecía y al derrumbarse
producía un rumor gruñón e iracundo.
–Surazo y bajamar; ¿qué harán esos “pasmaos”? –murmuró el Neco que estaba
junto a mí.
En unos segundos la decoración había cambiado. En el cielo se apelotonaron nubes
negras que se amarraban entre sí, flameando sus encendidos bordes en los intervalos en
que el sol surgía entre los claros. Las olas, ese oleaje turbio, enloquecido e insistente del
mar, saltaban en el aire para derrumbarse en un chapoteo sin pausa. No había una tregua,
ni un descanso; el mar era el lomo erizado y estremecido de una fiera irritada.
En el bote cundió la alarma. Las dos figurillas se movieron tratando de armar los
remos. Una de ellas fue derribada en un bandazo y se levantó tentándose la parte
dolorida. La otra pugnaba por sacar el ancla desde popa… Les dominaba la inquietud y el
pánico.
–Amigos. –Dijo el alemán sentándose junto a nosotros –“vamos a pesensiag uno
tagedia”.
–Si sacan el muerto –exclamó el Neco que se había puesto en pie al tiempo de
sentarse el alemán, –se van al garete… A las rompientes de la Magdalena.
Miramos hacía la península de la Magdalena. Apenas se veían las rocas; eran un
hervidero de espuma amarillenta en el que se descubrían de vez en cuando, en los
socavones de las olas, unos puntos negros y aguzados cual dientes de sierra. Las
corrientes de la baja mar trazaban un remolino dibujando espumas en la superficie del
mar.
– ¡Debemos ayudarlos! –Exclamó el Neco – ¿Quién me acompaña?
Y al decirlo me miró a mí. No me había pasado por la cabeza el ayudar a aquél par
de imprudentes y al encontrar fijos en los míos los ojos del Neco, me estremecí. Yo era
buen nadador, posiblemente mejor que él, pero me faltaba algo que le sobraba: Amor al
heroísmo.
Siento amor a la aventura, pero soy prudente y jamás me he visto en papel de héroe.
El héroe está dispuesto a darlo todo y en especial la vida; parece ser que el hallar la
muerte en su empresa es el fin verdadero de todo héroe.
Y el Neco tenía temperamento para ello. En el tiempo que le conocía le había visto
dos veces salir con vida cuando lo lógico hubiera sido perderla. El destino se lo reservaba
para otras ocasiones. Estaba predestinado. Pero cayó, como otros muchos, en nuestra
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guerra civil, sin pena ni gloria; un tiro limpio y certero le entró por la frente… Dejemos
esto que entonces pertenecía aún al misterioso futuro y volvamos al Promontorio, al año
1934 a una tarde calurosa del mes de junio en que tres amigos y un alemán, que no era
amigo de nadie, contemplaban y razonaban sobre la próxima tragedia de dos hombres
desconocidos.
– ¡”Imposible, podeg ayudag!” ¡Imposible! –dijo el alemán sin mirarnos.
Acaso ya estuviera en mi interior decidido o si no lo estaba del todo me decidieron
las palabras del alemán. Aguante la mirada del Neco, sonreí un poco mordiéndome los
labios y dije:
–Andando.
–Iremos en el patín… –me dijo comenzando a andar en dirección al cobertizo donde
guardábamos las piraguas. Al pasar junto a la piragua del alemán cojió uno de sus remos.
– “¡Es mi gemo!” –clamó aquel levantándose.
– ¡Calla “gemo” cobarde! –gritó el Neco volviéndose.
–Yo me detuve a su lado y en aquél momento estaba decidido con todas mis fuerzas
a defender la causa del remo robado. El alemán, pese a doblar su corpulencia a mi amigo,
se detuvo a prudencial distancia. Si hubiera sido hombre valiente, acaso, no hubiéramos
partido a la aventura; pero optó por decir:
–“Yo, dejag. Pero mirag del gemo.”… ¡“Seg gemo mocho bono”!
Continuamos nuestro camino sin darle las gracias; por las buenas o las malas nos
hubiéramos llevado el remo. ¿Debíamos agradecer algo? Nada.
–Cuando vuelva le acuchillo la piragua –me dijo el Neco.
Mientras sacábamos el patín yo pensaba en sus palabras: “Cuando vuelva…”
Esperaba volver, pero ¿volver solo? ¿Por qué no había dicho? “Cuando volvamos…” Eso
quería decir que estaba seguro de si mismo, que volvería para cumplir su amenaza. Debía
yo creer también su sortilegio, una especie de círculo cerrado entre la salida y la vuelta
con una promesa para cumplir en el regreso.
–Yo, le romperé el remo en tres pedazos, cuando no nos haga falta –dije mirando a
mi amigo.
–Entonces llévale tú. –me dijo cambiándomelo por el que tenía el patín.
El patín es una embarcación primitiva, creo que oriunda de las islas del Pacífico;
consistentes en dos flotadores huecos de madera o de latón unidos por tres tablas: La
tercera y la del centro pueden servir de asiento y la restante para apoyar los pies. Se
impulsa con pagayas o a vela y su velocidad es poca aunque se compensa con la
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seguridad; siendo los flotadores de madera resulta prácticamente insumergible. Lo
descarnado de su construcción lo hacen propio de lugares cálidos ya que desde el primer
momento se encuentra uno calado.
Y así nos sucedió a nosotros. Apenas conseguimos saltar a él desde el muro, una ola
nos cubrió hasta la cabeza. Sentí todo mi cuerpo estremecerse y mis músculos contraerse
oprimiendo con fuerza el remo.
– ¡Rema, León! –me gritó Neco.
Hundí mi remo acompasándolo al suyo que iba en la tabla delantera. Miré como nos
separábamos del muro y avanzábamos sacudidos por las olas… Algo nuevo pasaba por
mi cabeza, como si hubiera despertado o se hubiera llenado de luz. Son momentos en que
uno lo piensa todo y en realidad no se piensa nada ya que es imposible concretar ni apear
los pensamientos; es el instante ese que los psicólogos denominan pensar con el cuerpo,
ya que pensar es acción.
Veía la espalda morena y musculosa de mi amigo contraerse en cada movimiento.
Aquél hincharse y distenderse de los músculos me resultaba tan claro como si me
hablase; sabía cuando debía hundir la pala del remo con fuerza o ciar para mejor aguantar
el bandazo de una ola. Algunas reventaban con fuerza sobre nosotros y brevemente nos
sumergíamos; al elevarnos el agua escurría por nuestro cuerpo con un chorreteo alegre y
excitante.
Desde que nos separamos de tierra me olvidé del peligro. Me entregué por entero a
la tarea que nos habíamos impuesto; tenía algo de diversión nueva e incomparable. Me
empinaba un poco sin dejar de remar, para ver el bote cada vez más cerca que aparecía y
desaparecía a intervalos en el mar revuelto y agitado.
En el momento en que me elevaba veo una ola gigantesca de una transparencia
sucia ahuecarse ante nosotros, reventó sobre el patín. Me cogió desprevenido y mal
sentado y sin ser capaz de evitarlo me arrastró al mar; el remo se fue de las manos y
millones de burbujas revolotearon ante mis ojos, narices y oídos… Un movimiento de
piernas me devolvió a la superficie justamente cuando otra ola caía sobre mí. Antes de
que me golpease la cabeza arrastrándome al fondo, vi el patín escorado, en el aire uno de
los flotadores y al Neco gritando y alargándome su pagaya. Después nada; el agua verde
me ceñía por todas partes y de propio intento permanecí unos segundos bajo el agua; me
sentía atrozmente divertido.
– ¿Te has hecho daño? –me gritó el Neco, que se puso a mi lado en cuanto volví a
la superficie.
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Le dije que no con la cabeza y me cogí al patín para subir,
– ¡Es formidable. Neco! –dije riendo.
Me ayudó a subir, lo que fue bastante difícil pues no había forma humana de
aguantar el equilibrio. Arrastrándome cual un gusano lo conseguí. Luego tuvimos que
retroceder unos metros para recoger el remo del alemán.
–No quisiera perderle –dije. Ya sabes que tengo que romperle en la orilla…
–Mira… –me dijo.
Los del bote debían haber cortado el muerto que los mantenía quietos y remando
trataban de poner la proa a tierra. El viento y la corriente les arrastraban hacia la isla de la
Torre.
– ¡Se van a estrellar!
Volvimos a remar tratando de cortarles en su insensato avance. El incidente parecía
haber despertado en nosotros nuevas energías y las puntas afiladas de los flotadores de
nuestro patín cortaban y partían las olas como la aleta dorsal de un toíno.
– ¡Adelante Neco! –grité a mi amigo que remaba con fuerza, mientras de sus
cabellos caían hilillos de agua.
Ya veíamos con claridad a los hombres; uno era un joven de diez y seis o diez y
siete años; el otro, algo mayor tenía en su rostro un bigotillo y unas gafas. Remaban como
mejor sabían, sin advertir que se agotaban y que eran arrastrados hacia los rompientes de
la isla o por lo menos hacia las de la Magdalena.
Cuando pudieron oírnos el Neco les gritó que procurasen aguantarse hasta que
lleguemos. Se sorprendieron de nuestra aparición, pues no nos habían visto acercarnos.
No es extraño ya que nuestro patín avanza a ras de agua y con aquel oleaje iba medio
sumergido. Luego nos dijeron que les parecía avanzábamos sentados sobre el agua, pues
no veían más que nuestras cabezas y los remos.
–Saltaré yo… –Me dijo mi amigo, tú aguanta el patín y trataré de amarrarle…
El Neco saltó al bote y busco una cuerda que me lanzó; no la cogí. Volvió a
echármela y volvió a escaparse. Aproximé lo que pude nuestra embarcación y crucé el
remo bajo las piernas…Esta vez conseguí coger la cuerda y la estaba atando cuando un
golpe de mar me lanzó sobre el bote; crujió algo: el remo del alemán se había roto en tres
pedazos.
Un estremecimiento me recorrió la espalda y me quedé alelado. Comencé a
presentir que me iba a ocurrir algo, ya que el sortilegio había sido roto por la casualidad y
que…
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– ¿Qué diablos esperas, León –oí gritar al Neco –¡Pon la proa hacia el dique y rema
cuanto puedas!
Me dio el otro remo y comencé a remar. El y los otros desde el bote también lo
hacían, pero era yo el que tenía que sostener la dirección. Remaba sin fuerzas y como
desfallecido. Llegaré a agotarme, pensaba y caeré de cabeza al mar, de donde nadie me
sacará… En cada palada se me acababan las fuerzas y me parecía que iba a ser la última.
Si perseveraba era, sin duda, por inercia ya que no ponía apenas voluntad.
El viento y las olas me daban de frente y me costaba saber hacia donde me dirigía.
No obstante continuaba remando y recordando el remo roto que ya no podía romper al
regreso…Me gritaron algo los del bote, pero no pude oírlo; una ola gigantesca levantó el
patín por delante, fui arrastrado y choqué contra el bote. Me crujieron los huesos de la
espalda y de la cabeza: luego me sumergí y al pretender ganar la superficie tropecé con
algo duro que me lo impedía…Una mano me prendió por los cabellos y pugno de ésta
forma por mantenerme en el aire; dos olas seguidas me abofetearon con fuerza
impidiéndome gritar y respirar.
– ¿Qué haces que no subes? –clamó el Neco a mi oído sacudiéndome con fuerza.
Aunque lo intenté sujetándome con las dos manos no lo hubiera conseguido de no
ser ayudado por los de dentro. Caí entre los bancos y los paneles cual un fardo y allí
estuve hasta que el hombre del bigotillo dijo:
–Miren, ¡viene un barco!
– ¡Es el Tritón! –dijo el Neco.
Cuando desde el remolcador nos echaron un cabo enfilábamos en línea recta las
rompientes del palacio. Mi amigo lo amarró rápidamente y al levantar la cabeza, vi que
caminábamos remolcados en su estela y envueltos en la nube de humo negro de la
chimenea. Veinte minutos después entrábamos, nosotros en el bote y el patín en cola, en
Puerto Chico.
Los cuatro fuimos llevados a la Comandancia de Marina; los del bote iban en
camisa y chorreando agua, nosotros dos en taparrabos. Nos tomaron declaración y un
señor grueso y al parecer muy indignado nos echó una filípica llamándonos imprudentes
y perturbadores de su jurisdicción… Por una ventana se veían las olas saltando por el
Malecón y desbordando en la calle.
Señor. ¿Y eso no perturba también? ¿Por qué no abre la ventana y riñe a los vientos
y a las aguas? Estuve tentado de decírselo; lo tenía en la punta de la lengua. No lo hice
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por no alargar más las cosas y porque me estaba acordando con insistencia del jersey que
tenía en el Promontorio.
Cuando trotando el Neco y yo por el camino bajo de San Martín, se me ocurrió
decírselo e hicimos lógicas conjeturas sobre la impresión que mis palabras causarían a
aquél señor, no podíamos aguantar la risa. Al pasar frente a los calafates uno de ellos
dijo:
–Debe ser una carrera…
Nos aguardaban el Tato, el alemán y un grupo de personas reunidos e interesados en
nuestra aventura.
–“¿Non traen el gemo? ¿Dónde estág mi gemo?” –nos preguntó el alemán sin
dejarnos cobrar aliento.
El Neco le agarró del brazo, le señaló el mar y dijo:
– ¿Tu remo? Está allí… Vete a por él.
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