Peregrina

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Peregrina
Por Eva
“Es como ir a Tierra Santa después de leer la Biblia”, decía con perfecta precisión un
hombre que ya se conoce Villa Odila como la palma de su mano. Y lo era. Pisar las secas tierras que
inspiraron a Leopoldo Panero era leer su poesía a través de imágenes y sin la mediación del
incompleto lenguaje que siempre deja perdido algo en el camino. Ahí estaba, tal era, la poesía viva
y Real de Panero.
El frío viento de las tierras templadas despertaba los sentidos y vivificaba los recuerdos
que nunca tuve, que nunca viví, pero que se me transmitían como por una herencia inexistente a
través de los poros cerrados al frío pero abiertos a la nostalgia, me recorrían las venas desde las
raíces del encinar hasta el corazón estremecido, conmocionado, que leía en cada rama los versos
escritos a cada instante.
Yo ya había estado ahí. Podía verlo correr con Juan hacia el regazo de su abuelo Quirino.
Podía verlos crecer, adolescentes en sombra jugando a la literatura, y su poesía en bruto
limándose y creciendo en cada verso. Luego lo vi, con señorío, pasearse del brazo con una
hermosa dama, o andar de lejos, sin permiso a la interrupción, por las encinas que escondían a la
musa de Homero. Se podían escuchar, si atención se prestaba, las risas de tres niños, futuros
creadores de palabras, jugando alrededor del palomar. Juan Luis, formal y primogénito,
caminando por la finca con su abuela materna. Leopoldo María, el precoz poetiso que jugaba con
su cordero Marcelino. Y Michi, el pequeño encanto que sería por siempre jamás, persiguiendo
conejos sin que lo mirara su mamá.
Allí estaban, ellos, conmigo, (re)encontrándonos y desafiando esas falsedades del tiempo y
el espacio. Anacrónicos, omnipresentes y eternos. La Finca del Monte me presentaba la verdadera
fuente lírica de la más estremecedora poesía, tierra de cultivo de los Panero, la única poesía por la
que una lejana peregrina emprendería el viaje más importante de su vida.
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