Imagenes - Grado de Historia del Arte UNED

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TEMA 1
Figura 1 a-b. Babilonia
Reconstrucción de la puerta de Ishtar y de la muralla en la fase final, correspondiente a
Nabucodonosor II (604-562). Detrás se encuentra el palacio real, y al fondo el recinto de Marduk
con el zigurat. Una vía procesional fortificada, de unos 20 m de anchura, conducía hasta el centro
de la ciudad en un recorrido de 250 m. las paredes de la puerta y de la vía estaban adornadas con
unos 20.000 ladrillos vidriados de extraordinaria calidad. Se representaron con ellos leones,
dragones y toros. El león simbolizaba a Ishtar, señora del cielo, diosa del amor y protectora del
ejército. El toro salvaje era el símbolo del dios de la tempestad Adad. El dragón Bel representaba
a Marduk, el dios de la ciudad que debía mantenerla eternamente en la prosperidad.
En el plano (b), se puede apreciar la doble fortificación de la ciudad, atravesada por el río. Hay
una fortificación cuadrangular, a la que se accede por la puerta de Ishtar. Pero los edificios más
importantes quedan incluidos también en la segunda fortificación, constituida por el Éufrates y por
una muralla angular, de 18 km, que tiene un bastión en el punto en el que se junta con el río; ahí
comenzaba la vía procesional. En caso de amenaza, este segundo recinto podía albergar a mucha
gente, instalada en tiendas.
Figura 2. El zigurat de Babilonia en el recinto de Marduk (propuesta de reconstrucción)
Una tablilla cuneiforme del 229 a.C., que copiaba un documento más antiguo, lo llama "torre de
sustentación del cielo y la tierra" (etenemanki). Es el túmulo primordial, la montaña sagrada, que
arranca de las profundidades de la tierra y cuya cumbre penetra en el cielo, poniendo así en
comunicación los dos ámbitos de las potencias sobrenaturales, el de abajo y el de arriba. El texto
describe ese templo de Bel-Marduk (el Señor Marduk. Que había sustituido a Shamash en
Babilonia), reconstruido en la época neobabilónica por Nabopolasar y Nabucodonosor II, como
una torre escalonada de siete pisos, este último de los cuales sería el santuario de la divinidad.
Ya no ocupaba el zigurat la posición principal de la ciudad, que correspondía al palacio del rey;
pero seguía siendo un elemento fundamental. La base de la "torre de Babel" del Antiguo
Testamento medía más de 91 m de lado; la altura total era, probablemente la misma. Diodoro de
Sicilia dice que los astrónomos hacían sus trabajos en ella, lo que permite suponer que fuera
construida como un observatorio destinado a esos fines. La propia tablilla indica que las medidas
de la torre eran "sagradas", por lo que debían ser conocidas sólo entre los "iniciados". Sabemos
que la astrología tenía muchísima importancia en Babilonia, y que las predicciones asociadas a
ella y a los fenómenos celestes influían sistemáticamente sobre la política, tanto en el sentido de
inducir comportamientos como en el sentido de sancionar positiva, o negativamente, actuaciones
ya realizadas. El secretismo que rodeaba a esos científicos fue causa sin duda de la perdida de
muchos de sus conocimientos.
Figura 3. Imperio Neo-Asirio (máxima extensión con Assurbanipal hacia 652 a.C.)
Figura 4. El supuesto Sargón de Akkad.
Cabeza de bronce (2ª mitad del III milenio), que debía
pertenecer a la estatua de un rey, aunque no al fundador de la
dinastía Akkad, porque ese estilo lo desarrolla el arte acadio
bajo sus sucesores. Fue objeto de violencia presumiblemente
por parte de sus enemigos. Separaron la cabeza del cuerpo, le
sacaron os ojos y le cortaron las orejas y parte de la barba.
Sargón de Akkad fue el fundador de la primera dinastía
semítica que podemos considerar como histórica. Pero también
tuvo su mito: en un relato autobiográfico tardoasirio, se
presenta como el hijo prohibido de una sacerdotisa, quien
habría tenido que abandonarlo, colocándolo en una cesta para
que el río se lo llevara. Gracias a la protección de la diosa
Ishtar, no sólo consigue salvarse sino convertirse en rey.
Estableció en Akkad o Agade (de ubicación desconocida) la
capital de un reino convertido en imperio, que llegaba desde el
golfo Pérsico hasta el Mediterráneo, a lo largo del Éufrates y el
Tigris, y que incluía también el Elam.
Figura 5. Divinidades mesopotámicas
Sello cilíndrico acadio (2º mitad del III milenio). La inscripción indica que se trata del sello de un
escriba (dub-sar), llamado Adda. Las tiaras con cuernos identifican a todas las figuras como
divinidades, que se muestran siguiendo una iconografía convencional. Las dos montañas gemelas
evocan el espacio divino. Entre ellas surge Shamash (el sumerio Utu) como símbolo del sol, con
sus rayos, y abriéndose camino por el este con un cuchillo dentado, para cumplir su recorrido
hacia arriba y de nuevo hacia abajo. Es también el dios de la justicia y el garante de los
juramentos. A su izquierda, sobre una de las montañas, se muestra Ishtar (la futura Astarté de los
fenicios) como diosa guerrera y con las alas de la victoria; de sus hombros surgen las armas, y, en
su mano izquierda, lleva un racimo de dátiles, símbolo de la fertilidad que presidía la sumeria
Innana con la que se identifica. Junto a ella se encuentra el motivo del árbol de la vida. Ishtar
representa la sexualidad salvaje e insaciable que garantiza la reproducción.
La figura que lleva el arco y que va acompañada por el león es un dios de la caza no identificado.
La divinidad que pone su pie en la otra montaña es el dios sumerio Ea o Enki, que no tiene
correspondencia con ninguno semita. Hace brotar el agua de la tierra, por lo que se asocia al
mundo subterráneo, pero también patrocina la sabiduría de las artes y los oficios, incluido el de los
escribas. De sus hombros salen las aguas con sus peces. Además del toro, con el que se identifica,
lo acompaña su fiel Usimu, una especie de visir bifronte (de doble cara). El pájaro Zu, también
llamado Imdugud y Anzu, es el genio acadio con poder sobre las tormentas, que se representa a
veces como un grifón (la combinación inversa, es decir, el águila leontocéfala, también se ha
considerado tradicionalmente como imagen de Imdugud, aunque ya no existe acuerdo sobre ese
punto).
Figura 6 a-b. Escritura cuneiforme.
El archivo de la ciudad sumeria de Shurupak (Tell Fara, muy cerca de Umma), fechado hacia el
2500 a.C., proporciona una buena muestra del uso de la escritura en la fase inmediatamente
anterior al periodo de Akkad, y de la organización económica y social para la que funcionaba esa
forma de registro; los antropónimos revelan, por otro lado, la mezcla de población sumeria y emita
que caracteriza a esa fase. En esta tablilla (a) aparece una relación de trabajadores locales y
procedentes de otras varias ciudades sumerias: 140 de Uruk, 215 de Adab, 74 de Nippur, 110 de
Lagash, 66 de Shurupak y 128 de Umma. En este centro redistributivo, que tuvo ocupación desde
el 3000 hasta el 2000 a.C. aproximadamente, y a quien atribuye un rey la Lista Real Sumeria, y
otro más la leyenda de Gilgamesh, se han encontrado silos en mayor número que en cualquiera de
las demás ciudades sumerias.
Esta escritura funciona con unidades silábicas a las que corresponde un signo cuneiforme (los
circulares funcionan como numerales). Pero existe homofonía, en la medida en que varios signos
pueden representar la misma sílaba (unos catorce, en el caso de la sílaba- gu-, con una derivación
pictográfica clara el correspondiente al "buey"); y también hay signos que pueden representar
distintas sílabas. Es un sistema que permite transcribir palabras tan largas como se quiera. Enme-ba-ra-ge-si, que fue en-si de la ciudad de Kish hacia 2600 a.C., es el primer individuo del que
nos ha llegado una inscripción cuneiforme conmemorativa.
La segunda imagen (b) muestra un dibujo del arado con dos signos cuneiformes derivados de un
pictograma, que funcionan como unidades silábicas. En el uso neoasirio del primer milenio a.C., se
leen, respectivamente, como AN y SHAR, por lo que se utilizan combinados para escribir el
nombre del dios Assur.
Figura 7 a-b-c. Vaso de Uruk (Warka).
Tan importante como las tablillas, en la documentación de esta fase de Uruk, es un famoso vaso
trabajado en alabastro, procedente de nivel arqueológico del 3000 a.C. del santuario de E´ana
situado en esa ciudad. Su decoración, organizada en tres bandas en forma narrativa, concuerda
con imágenes de sellos y de otro vaso similar muy mal conservado, hay que suponer, por tanto, que
representa algo muy convencional y, a la vez, muy importante.
La banda inferior muestra por abajo el agua, que es la base de la vida y, en especial, de las
plantas, que aparecen como palmas y espigas saliendo por ella. Por encima se encuentra una
procesión de ovejas y carneros; es decir, el ganado, que depende de la vegetación. La banda
intermedia consiste en una fila de individuos cargados con productos vegetales y animales. El
episodio de la banda superior muestra a alguien que lleva la cola de un individuo vestido con un
faldón- la parte superior de la figura no se ha conservado-, al que precede uno de los que entregan
los productos. Recibe al cortejo una figura femenina, donde se puede ver a la diosa Innana (una
especie de Afrodita) o a su sacerdotisa. Tiene detrás dos postes terminados en espiral, que
representan probablemente un edificio de uso comunal del tipo llamado mudhif que siguen
construyendo con cañas los habitantes de las marismas del sur de Irak (c). detrás hay dos carneros
que soportan a dos figuras sobre pedestal y de tamaño menor, aparentemente estatuas, y, tras ellos,
el interior de un almacén, con símbolos de alimentos vegetales y animales.
Se ha interpretado esta escena como un testimonio de la celebración ritual del matrimonio
sagrado, en este caso, entre el en de Uruk y la diosa Innana, que evocaría la unión de la diosa con
Dumuzi -una divinidad sumeria de la vegetación a quien un mito posterior de tinte semita presenta
como un rey pastor casado con Innana. Pero más tarde se ha podido constatar que una de las
figuras de menor tamaño de la última escena del vaso lleva la identificación del en, por lo que no
se trata de Dumuzi. Tras la entrega de los productos en el almacén, que también es el templo, y que
recibirá simbólicamente la diosa (o ritualmente su sacerdotisa), se representaría de nuevo al en,
acompañado de la misma figura femenina ambivalente, como administrador y como responsable
del reparto.
Por otro lado, se conoce una canción de amor, bastante posterior, que concuerda con la escena del
vaso, aludiendo a la unión sagrada de Innana y Dumuzi y al encuentro del en con la diosa:"En la
puerta de lapislázuli del gipar (una parte del templo de Innana) se encuentra el en con ella; en la
siguiente puerta del almacén que está en E´ana (el barrio de Uruk donde se levanta el templo de
Innana) se encuentra Dumuzi con ella".
Figura 8 a-b. Sellos cilíndricos de Uruk.
La iconografía del en de Uruk, que es la que representa al rey-sacerdote de las ciudades sumerias,
incluyen muy especialmente la faceta de cazador, pero también su función en el ámbito de la
guerra, como muestran estos dos sellos procedente de Uruk y datados en 3300-3000 a.C. En ambos
casos, la figura del en es la figura humana de mayor tamaño, de acuerdo con la llamada
"perspectiva social".
El primer sello (a) ofrece una representación ritual de la caza del toro salvaje, con un rey que lleva
su atuendo ceremonial de sacerdote, mientras un asistente, que carga con el carcaj, le va pasando
las flechas. La caza del toro salvaje, o del león, por parte del en simboliza, al parecer, su dominio
sobre las fuerzas de la naturaleza. En la segunda escena (b), aparecen cuatro enemigos
inmovilizados y un quinto haciendo un gesto de rendición y/o petición de clemencia. Dos figuras
con espada representan convencionalmente al ejército. No hay muertos no rasgo alguno de
crueldad. A lo que parece, el en está decidiendo la suerte de los vencidos, y la lanza dirigida hacia
abajo posiblemente significa una decisión negativa: si no la muerte, la reducción a esclavitud.
Figura 9. El mito de Etana.
Sello cilíndrico acadio (2º mitad del III milenio). La Lista Real Sumeria establece que la realeza
había bajado del cielo de Kish después del Diluvio. También presenta a Etana de Kish como "el
pastor que subió al cielo y consolidó todos los territorios extranjeros". Si ese gobernante de
comienzos del tercer milenio fue una gran figura histórica, es probable que haya convertido en un
estado a una serie de pequeñas comunidades acadias que hubieran creído en su especial capacidad
de comunicación con los dioses. La implicación de los acadios en los orígenes de la realeza
mesopotámica propiamente dicha, es una fase anterior al reinado de Sargón, no se puede
concretar; pero la población de Kish tenía un fuerte componente semítico, y los nueve nombre que
preceden a Etana en la LRS son palabras acadias correspondientes a animales. Es probable que
Etana -cuyo mito aparece reflejado en no menos de veinte sellos- haya sido el primer rey de Kish,
tras una fase tribal de pequeños poderes independientes.
De cualquier modo, Kish conservó un valor simbólico, porque el título adicional de "rey de Kish"
fue adoptado por monarcas de Akkad, de Ur y posteriores. En cuanto al propio Etana, tuvo una
gran importancia en la fase acadia, hasta el punto de desarrollar una presentación iconográfica
narrativa de su mito, que sirve como único motivo para sellos cilíndricos, con algunas variantes de
detalle. Es un caso verdaderamente singular. En este ejemplar vemos al pastor Etana, con su
rebaño y su ayudante, saludando a un águila que se yergue sobre un "árbol de la vida" flanqueado
por dos leones. A continuación se podía ver, en el cilindro, a Etana montando en el águila sobre
dos perros en posición heráldica, que podrían simbolizar su condición de rey. Las tres figuras
humanas situadas sobre el rebaño deben de representarlo en actuaciones características de la
función representativa de la realeza; tal vez haciendo una libación la de la izquierda.
El problema es que la leyenda de Etana sólo se conoce por una versión paleobabilónica y, sobre
todo, por la tardoasiria procedente de Nínive, que sería más de dos mil años posterior a al
personaje; a lo largo de todo ese tiempo parece haber sufrido transformaciones. Un águila y una
serpiente anidan en la copa y en las raíces de un mismo árbol. Primero se hacen la competencia en
la búsqueda del alimento, pero luego juran ante el dios Shamash que con lo que cacen se
alimentarán mutuamente a sus crías; sin embargo, el águila devora los huevos de la serpiente. Con
la ayuda de Shamash, ésta consigue cortarle las plumas de las alas y arrojarla a un pozo. En ese
punto, el dios aconseja al rey-pastor Etana que negocie con el águila para que lo lleve hasta el
cielo a cambio de liberarla y ayudarla de nuevo a volar. De esta forma conseguirá Etana "la
planta del nacimiento", gracias a la cual tendrá al fin el hijo que desea.
La combinación de las dos historias produce un mito que simboliza por un lado esa especie de
"contrato social", garantizado por la divinidad, cuyo fin es llevar a cabo en común la obtención de
alimentos y la protección de la descendencia; y, por otro, la necesidad que tiene ese "rebaño" de
contar con un pastor que lo dirija y lo salvaguarde, funcionando como intermediario frente a los
dioses y perpetuándose en su hijo. No sabemos cuándo se construyó este mito, pero no permite la
lectura iconográfica del sello. Lo que tenemos aquí es una asociación del águila con el árbol de la
vida, lo cual simboliza la comunicación con el mundo sobrenatural superior; los leones, en cambio,
evocan la muerte, las fuerzas sobrenaturales nefastas del mundo subterráneo. La fábula del águila
y la serpiente no parece tener ahí cabida. También se sospecha que la planta de que habría ido a
buscar Etana sería la misma que interesaba al también mítico rey Gilgamesh de Uruk: la que
procuraba la inmortalidad bajo una forma de renacimiento. Posiblemente haya detrás de ser un
ritual de la realeza más primitiva, pero la falta de versiones originales de esas leyendas no permite
concretar mucho más. Tipológicamente, es un mito de subida a los cielos en conexión con la idea
de la inmortalidad, aunque, en la versión que conocemos, es de los que se cierran con un fracaso:
cuando estaban a punto de llegar a su destino, Etana y el águila se precipitan en el vacío. Tampoco
a Gilgamesh le permite la reelaboración de la leyenda conseguir su objetivo, porque una serpiente
le roba la planta milagrosa. En Mesopotamia, la divinización del rey estaba mal vista: incluso
entre los reyes históricos del tercer milenio fue un hecho excepcional.
Figura 10. Placa conmemorativa de la construcción de un templo.
La figura de mayor tamaño es el en-si Ur-Nanshe de Lagash (hacia 2500 a.C.), fundador de una
dinastía que dominó esa ciudad sumeria durante ciento cincuenta años antes del período de Akkad.
En el registro superior aparece, en compañía de su familia, cargando un cesto con la tierra
necesaria para la fabricación ritual del primer ladrillo del templo de Ningirsu, el dios protector de
la ciudad. En el registro inferior debe de estar procediendo a la consagración del santuario. Tras
él se encuentra su copero, con un recipiente destinado a hacer libaciones, mientras los otros cuatro
individuos están en actitud de oferentes. En otra placa similar, que también lleva el agujero
destinado a facilitar su fijación en la pared, aparece Ur-Nanshe en esa misma actitud. La
construcción de los templos se consideraba como un encargo de la propia divinidad y estaba
rodeada de un gran ceremonial protagonizado por el dirigente político-religioso de la comunidad.
Otros individuos importantes, además del en o el en-si, y también mujeres, dedicaban placas y
estatuillas de oferentes de distintos tamaños y con las correspondientes inscripciones
identificativas. En la región del río Diyala (al este del Tigris a la altura de Bagdad), se ha
encontrado un lote de esas estatuas, entre las que se cuenta una mujer acompañada de una
criatura, aunque de esta última sólo se han conservado los pies sobre la base. Por otro lado, en el
Norte de Mesopotamia y a orillas del Éufrates medio, la ciudad de Mari ha proporcionado una
magnífica colección de esas estatuillas.
Figura 11. Dur-Sharrukin (Khorsabad).
Reconstrucción del palacio de Sargón de Assur, con el zigurat al fondo.
Figura 12. "Estandarte" de Ur.
Interpretados inicialmente como fragmentos de un estandarte real, se considera hoy que esas
piezas pertenecían a una caja que formaba parte del ajuar de una de las mejores Tumbas Reales de
Ur (hacia 2550 a.C.). Se conocen, respectivamente, como "la guerra" y "la paz", por el aparente
contraste de su temática.
En la cara de la guerra, el registro inferior presenta una línea de carros de cuatro ruedas macizas
(la rueda radiada no aparece hasta bien entrado el segundo milenio), que avanzan, con un auriga y
un lancero montado en ellos, sobre los cuerpos de los enemigos muertos. Van tirados por onagros
(asnos salvajes domados) que llevan una argolla en la nariz para pasar las riendas y otro pasador
en el yugo (el bocado se introduce un milenio más tarde). Esos carros no podrían ser eficaces
luchando unos contra otros, porque resultaban pesados y de difícil maniobra, teniendo en cuenta,
además, que los onagros estaban sujetos por el cuello y no por el hombro, como se hace con los
caballos. Los siguientes registros muestran a soldados de infantería precedidos por prisioneros
hasta llegar a la persona del rey, que ocupa el lugar principal, con su guardia y su carro detrás.
En la cara de la paz, el registro superior presenta al rey en un banquete, donde todos beben
mientras alguien toca una lira adornada con una cabeza de toro, igual que la que se ha hallado en
otra de esas tumbas; también los asientos llevan patas de toro. Los dos registros inferiores parecen
representar, o bien la entrega de tributos, o bien los productos requeridos a los campesinos de
acuerdo con el modelo de economía redistributiva. En ambas escenas, el rey está representado a
mayor tamaño, pero como una pieza de la comunidad que preside; esa idea funcional de la realeza
debe de haber fundamentado el hecho de que su tránsito al más allá tuviera también lugar en
comunidad, como muestran las tumbas reales de Ur.
Figura 13. Teomaquia. (=lucha con o contra los dioses)
Sello cilíndrico acadio procedente de Kish (2ª mitad del III milenio). La escena representa una
lucha entre dioses, porque todas las figuras llevan la característica corona de cueros, aunque no
aparezcan elementos diferenciadores. Lo que se aprecia es que todos son varones y que hay tres
figuras victoriosas, que intentan privar de sus coronas a otras tres: la primera, por la izquierda,
lleva una gran daga en la mano y pisa a un dios derribado; la figura central levanta su maza
contra un dios a quien se le cae la suya de la mano; y la segunda por la derecha tiene a su enemigo
ya en el suelo.
No conocemos ningún mito mesopotámico que permita explicar ese modelo iconográfico tan
repetido, pero es probable que remita al mismo arquetipo que encontramos en la mitología griega:
lucha de unas generaciones de dioses contra otras, que termina reduciendo a los más antiguos a la
condición de dioses inactivos. Es el caso de Zeus y los llamados Olímpicos frente a una generación
de Crono, quien, a su vez, había derrocado a la generación de Urano. No se trata, por tanto, de
una guerra entre dioses de distintos pueblos, como podrían ser los sumerios y los acadios, sino de
un mito cosmogónico, es decir, relacionado con la evolución del mundo desde el caos hasta el
orden social y político desconocido.
Figura 14. Fragmento de una estela atribuida al rey Ur-Nammu.
En el registro inferior, el fundador de la III dinastía de Ur (2112-2004 a.C.) aparecía en esta estela
con el mismo atuendo que lleva el ensi Gudea de Lagash en las numerosas estatuas que se conocen
de él: un gorro ajustado a la cabeza y un manto que deja desnudo el hombro derecho. Pero, en
lugar de mostrarse con las manos cruzadas, en actitud de oferente, como corresponde al momento
de la consagración, lo tenemos aquí como constructor del templo, cargando, con la ayuda de un
asistente, las herramientas necesarias para fabricar el primer ladrillo. Arriba vemos una imagen
convencional de un dios, sobre un trono que representa el altar/santuario, con la tiara de cuernos
rematada por un disco y sujetando con la mano derecha lo que aparece claramente una cuerda
enrollada y una vara de medir. Se ha interpretado también como la cara del pastor y la argolla
destinada a controlar al ganado (o a los prisioneros tratándose del rey) por la nariz con la ayuda
de una cuerda.
Figura 15. Estela de Naram-Shin.
(2ª Mitad del III milenio). Conmemoraba, en la ciudad de Sippar, la victoria del nieto de Sargón de
Akkad y unificador imperial de Mesopotamia sobre los Lullubi, habitantes de la región montañosa
de los Zagros, que separa Mesopotamia del Irán. Representa al rey en una doble dimensión. En la
parte inferior tenemos la imagen del guerrero victorioso, con sus armas y su atuendo convencional,
que pone su pie sobre los enemigos muertos y que encabeza la subida de su ejército por los
bosques. Pero los cuernos que lleva en el casco presentan a Naram-Shin divinizado, y esa montaña
cónica cuya cumbre alcanza las estrellas, que tiene delante, es el elemento iconográfico que
simboliza el difícil acceso al mundo superior, es decir, la conexión con los dioses. Sobre la
montaña se ha grabado una inscripción que lo llama "dios de Akkad y rey de las cuatro partes del
mundo (es decir, de los territorios situados en los cuatro cuadrantes cardinales)". El poder de
Akkad ya no sólo llegaba por el sur hasta el golfo Pérsico sino que se extendía, a lo largo del
Éufrates por Siria y quizá también por Anatolia; por la línea del Tigris, había penetrado en Asiria.
Su frontera occidental le marcaba el desierto; y la oriental, las igualmente inhóspitas altiplanicies
del Irán. Cuando los elamitas -los habitantes más aculturizados de la región de los Zagrosconsiguieron, más de mil años después, una victoria sobre la Babilonia de los casitas, se llevaron
esa estela a su capital Susa, y le añadieron una nueva inscripción conmemorativa a modo de
revancha. De todas formas, el Imperio de Akkad se colapsó unas décadas después del reinado de
Naram-Shin debido a la presión de otro pueblo de los Zagros: los guti.
Figura 16. Estela de Hammurabi.
Parte superior de una estela de diorita (2,25 m de altura total) colocada probablemente en el
templo dedicado en Babilonia por el rey Hammurabi al dios Marduk, a quien convirtió en cabeza
del panteón babilónico. Al igual que la de Naram-Shin, fue llevada a Susa por los elamitas en
1160 a.C. En sus 44 columnas de escritura cuneiforme, se pueden leer las leyes que puso en vigor
el rey con la legitimidad que le otorgaba el dios Shamash (o Marduk), garante del orden social y
la justicia. En el relieve que encabeza la estela –seguramente copiada y enviada a distintas partes
del reino- se muestra Hammurabi recibiendo del dios el cetro y el anillo que simbolizan la
autoridad del legislador.
El objetivo declarad de esa codificación es la defensa del débil frente al fuerte, lo que se logra
“destruyendo el mal y haciendo resplandecer la justicia por todas las tierras”. Se sigue la
tradición mesopotámica por la que se espera del nuevo rey que corrija las desviaciones del sistema
que amenacen con desestabilizarlo y hacerlo vulnerable. La justicia, asociada a la luz del sol,
representa el modelo de desigualdad social necesario y querido por los dioses; las tinieblas del mal
corresponden a quienes no asumen el sistema, tanto por abuso de poder como por insumisión al
mismo, por más que la presentación un tanto demagógica del legislador cargue las tintas sobre lo
primero.
Hammurabi es el sexto rey de la primera dinastía de Babilonia, y el primero cuyo nombre no
pertenece al grupo semita de los acadios sino al de los amorritas, que empiezan a aparecer en los
documentos cuneiformes a comienzos del segundo milenio a.C. Su largo reinado (1792-1750 a.C.)
empezó en una posición de debilidad frente a los asirios y otros poderes, como el reino de Mari. Sin
embargo, logró consolidar su reino, reforzándolo con obras de fortificación, hasta el punto de
hacer frente a sus rivales y de construir un poder hegemónico sobre ellos. El imperio de
Hammurabi incluía todo el valle del Éufrates hasta el reino de Mari, y todo el valle del Tigres
hasta el reino de Eshnuna, ambos inclusive.
Figura 17 a-b. La cacería de los reyes asirios.
El primer relieve (a) pertenece a un famoso conjunto, procedente de Nimrud (Kakah), que muestra
a Assurnasirpal II (siglo IX a.C.) protagonizando una impresionante cacería. Más que una
actividad lúdica, o un entrenamiento para la guerra, la cacería del rey asirio tenía una función
ritual; como vemos en el otro relieve (b), donde aparece Assurbanipal (siglo VII a.C.) en su palacio
de Nínive, se hacían libaciones delante del altar de la divinidad sobre las piezas abatidas, leones y
toros salvajes. Encerrados en estrechas jaulas, los leones eran liberados, hambrientos y nerviosos,,
para que el rey los acribillara con sus flechas, desde el carro guiado por un auriga, o, montado en
su caballo, como aquí, les clavara su lanza. Los relieves de Nimrud, de extraordinaria calidad,
ilustran el vestuario y el arreglo del cabello, al igual que los arneses de los caballos, con todo lujo
de detalles.
Figura 18. Empalamiento.
En la ciudad de Imgur-Enlil (o Imgur-Bel), actual Balawat, que fue construida, entre Nínive y
Nimrud, en el imperio Neo-Asirio, fueron encontrados una serie de relieves de bronce
pertenecientes a la puerta monumental de un templo. Representan, en bandas paralelas, las
campañas del rey neo-asirio Salmanasar III (859-824 a.C.), realizadas por toda Mesopotamia y
parte de la región sirio-palestina. Imágenes de gran crudeza nos ilustran, lo mismo que las
numerosas inscripciones encontradas, sobre las atrocidades al uso. Y También sobre esa especie de
guerra psicológica de los asirios, consistente en anticipar con claridad a los potenciales enemigos
lo que les esperaba en caso de oponer resistencia. A algunos de los vencidos los dejaban clavados
en estacas alrededor de las ciudades conquistadas por la fuerza, como muestra igualmente un
relieve de Tiglatpileser III (744-727 a.C.). A otros los cegaban, para que no pudieran escapar,
utilizándolos luego como fuerza de trabajo, por ejemplo en las norias. También mutilaban los
cuerpos, y cortaban las cabezas, lo que hacía más fácil el cómputo de los muertos. En los textos
bíblicos relativos al ataque de Senaquerib a Jerusalén (704-681), vemos que los asirios instaban
formalmente a rendirse a las ciudades, garantizándoles la supervivencia en paz. Cuando no lo
aceptaban, solían ensañarse con una comunidad pequeña para resultar más convincentes.
Figura 19 a-b. Los guardianes de las puertas (reconstrucciones).
Una de las figuras (a) que flanqueaban las puertas del palacio construido en Nimrud (Cala) por
Assurnasirpal II; su altura máxima era de 3,5 m. Este guardián tetramorfo combina el rostro
humano con cuernos de toro, representativo de los dioses mesopotámicos, con dos animales, que, a
su vez, tenían larga tradición como motivos asociados; el león y el águila. El segundo guardián (b),
también neo-asirio, es poco más de un siglo posterior; procede de Khorsabad, la antigua DurSharrukin, construida por Sargón II de Asiria a finales del siglo VIII a.C. (fig.11). Con una altura
máxima de 4,20 m., estos toros alados androcéfalos flanqueaban también la entrada al palacio.
Aquí ha desaparecido el león como elemento integrante, no sabemos exactamente por qué. El
simbolismo de esos animales resulta, en general, difícil de interpreta. Dos siglos más tarde serían
copiados, el modelo y la función, por el rey de persa Darío I para su ciudad sagrada de Persépolis
(tema 3).
Figura 20 a-b. Los relieves de Nimrud.
Más de 310 placas en relieve cubrían las paredes del palacio de Assurnasirpal II en Nimrud
(Cala), la ciudad fundada por el monarca asirio. Este genio alado (a) aparece, alternativamente,
con cabeza humana; los Apkallu acadios son siete démones (divinidades menores) sabios, de origen
sumerio, creados por el dios Enki (acadio Ea) para que transmitiera a los hombres la civilización,
es decir, las habilidades manuales y las normas de conducta. Se consideraba que habían surgido de
las aguas primordiales (Apsu), por lo que se representan como disfrazados de pez, pero también
totalmente antropomorfos, o, como en este caso, con cabeza de ave.
Delante de un Apkallu con cabeza humana, pero, por lo demás, idéntico al que vemos en esta
imagen, se encuentra en otras placas el rey, con la misma vestimenta, y los mismos dos cuchillos,
que ellos, aunque con la tiara real y con el arco y una flecha en la mano. Toda la escena forma un
conjunto de contenido místico. El rey, cabeza militar de la comunidad e instrumento del dios Azur,
está protegido, en su palacio, por esos genios, que llevan en las manos objetos simbólicos: la sítula
alude al rito del primer ladrillo de la construcción, mientras la piña es un símbolo de la fertilidad.
En la segunda imagen (b) podemos ver a Assurnasirpal –también protegido por un apkallu y esta
vez con el cetro como símbolo de poder –delante del Árbol de la Vida. Del águila que aparece
sobre él, recogiendo la tradición iconográfica mesopotámica, surge el dios Azur, con el anillo en la
mano (figs. 14 y 16).
La inscripción, en cuneiforme, sobrepuesta a las figuras comienza en todos los relieves del mismo
modo: “Palacio de Assurnasirpal, del príncipe de la ciudad del dios Azur (…), del poderoso rey,
del rey de la totalidad, del rey de la tierra de Azur (…)”.
Figura 21. El dios Marduk.
Sello cilíndrico de época casita (comienzos del Bronce Reciente, siglo XVI a.C.); se considera
como una representación del dios característico de Babilonia, que habría asumido la iconografía
de Asmas y de Enki o Ea. Lo vemos aquí, entre las dos montañas coronadas por árboles y
asociadas a estrellas, como divinidad que hace surgir el agua de la tierra, habiéndola derramado
previamente desde el cielo. El hallazgo de este sello, y de otros muchos, en el centro palacial
micénico de Tebas concuerda con el mito griego de Cadmo, quien habría llegado allí en busca de
su hermana Europa (tema 4). Esos sellos son el testimonio más occidental de la influencia de
Mesopotamia sobre el mediterráneo en esa época.
Figura 22. Imagen de una diosa (“relieve Burney”).
Placa de terracota procedente de la baja Mesopotamia (Ur, Nippur o Iin sugieren los paralelos
conocidos) y datada a comienzos de la época babilónica, o bien en la inmediatamente anterior. Por
sus dimensiones (49,5 y 37 cm.) se supone que se trata de un objeto de culto, aunque no
perteneciente a un santuario, donde las representaciones de los dioses eran de bulto redondo. Los
restos de pigmento conservados indican que el cuerpo de la figura femenina estaba pintado con
ocre rojo (más intenso en el triángulo público), mientras las plumas de sus alas y las de la lechuzas
que la flanquean alternaban el ocre con un negro de carbonilla y un blanco de cal, color este
último de los leones sobre lo que descansa.
La corona de cuernos en forma de tiara que lleva sobre los cabellos indica que se trata de una
diosa. Al igual que en la estatuaria de bronce o piedra de esa época, sus ojos estaban formados por
piedras incrustadas. Muestra las palmas de las manos con las tres principales líneas bien
marcadas: la de la vida, la de la cabeza y la del corazón. Y sujeta con cada una de ellas el símbolo
formado por la vara y el anillo, que se encuentra en Mesopotamia desde el llamado Renacimiento
Sumerio (después de la dinastía de Akkad) hasta la época neoasiria. Su representación en una
estela atribuida al rey Ur-Nammu (Fig. 14) invita a considerarlo como la combinación de una
cuerda y una vara de medir, aunque se ha propuesto para ese anillo, que aparece asociado a la
diosa griega Niké, otras interpretaciones (sobre el shen egipcio, ver tema 2). El rasgo más
llamativo de esa diosa es la transformación de las piernas en pata de ave, lo que, en combinación
con las alas, prefigura uno de los tipos iconográficos de la sirena que se encuentra en el mundo
griego, también en época romana.
Contamos, sin embargo, para interpretar esa figura, con una serie de placas, un sello cilíndrico y
el llamado “vaso de Ishtar” (procedente de la ciudad de Larsa), todo ello de la misma época
(comienzos del segundo milenio a.C.). Esta última pieza muestra a la diosa Innana-Ishtar desnuda,
con la tiara de cuernos, el collar, los brazaletes, la misma posición de los brazos y las palmas, las
alas, el triángulo púbico bien destacado y unos pies de ave. Los sellos acadios también colocan a
Ishtar sobre una montaña, que se representa convencionalmente con esas escamas que aparecen en
esta placa. Existe, por otra parte, un himno que describe Ishtar sentada sobre leones. El mito del
descenso de Innana al mundo inferior (los Infiernos) la describe con el collar y el símbolo de la
vara y el anillo.
La diosa mesopotámica del amor es llamada también “prostituta” (kar-kid) en un texto, y sabemos
que ejercía su protección sobre esas mujeres; por eso se ha planteado la posibilidad de que esta
placa hubiera sido la imagen cultural e un burdel. También se ha sugerido, sin embargo, que puede
tratarse de Ereskigal, hermana y antagonista de Ishtar; en realidad, su doble en el mundo inferior.
El color negro del fondo de la placa, la orientación de las alas hacia abajo y la compañía de las
rapaces nocturnas permiten conjeturar que se trata de una diosa de la oscuridad y la muerte. Se la
identificó inicialmente como el demonio sumerio femenino llamado Lilitu, del que habría derivado
la Lilith de los hebreos.
Figura 23. La sociedad de los dioses.
Todas las figuras de este sello cilíndrico acadio (2ª mitad del III milenio) son divinidades, porque
llevan una corona con cuernos, pero tres de ellas se dirigen a la que está sentada en un trono y
flanqueada por los rayos del sol.
El dios del cielo Asmas recibe a los otros tres, representados en actitud de oferentes. En el ámbito
sumero-acadio, la sociedad de los dioses se imagina como la sociedad humana, que habría sido
creada a su imagen y semejanza. Según el mito que nos transmite una versión del Diluvio, los
dioses inferiores tenían que alimentar a los dioses superiores, para lo cual construyeron canales en
la tierra, que debían mantener limpios. Pero, como esa prestación resultaba dura, decidieron crear
a los hombres para que la realizaran. Los hombres asumen, por tanto, el rol de los dioses
inferiores, de modo que la entrega de los alimentos en el templo/palacio funciona al mismo tiempo
en la dimensión humana del modelo redistributivo y en la dimensión religiosa que lo sacraliza.
TEMA 2
Figura 24. Los campos de los Bienaventurados.
Fragmento de la decoración de la cámara funeraria de Sennedyem en Tebas (Reino Nuevo,
Dinastía XIX). El difunto aparece con su esposa trabajando en los sekhet-iaru (los “campos del
paraíso”, en el sentido de vegetación abundante y corrientes de agua), un lugar idílico y feraz. Es
la parte luminosa de los dominios de Osiris, descrita como islas integradas en ríos y situadas en las
proximidades de la salida del sol y en las de su ocaso, es decir, donde la tierra conecta con el
ámbito celestial divino. Tras haber pasado favorablemente el juicio de los muertos, se llegaba allí
en barca, “convertido en un ser resplandeciente, para hacer todo cuanto se hace en esta vida: arar,
cosechar y copular”. No había que hacer ningún esfuerzo ni pasar fatiga alguna: los servidores de
Horus preveían de todo lo necesario. Además, en el Reino Nuevo se introdujo la costumbre de
depositar en las tumbas los llamados ushebti (“los que contestan”), figurillas que, a modo de
dobles del difunto, debían responder “aquí estoy” cuando se les requiriera del más allá para
cualquier trabajo. En el ajuar funerario de Tutankamón se han encontrado hasta 413, hechos de
piedra, cerámica o madera. Reproducen la momia del faraón difunto con distintos detalles.
Figura 26. Mujeres en un banquete.
Fragmento de la decoración de la tumba de Neb-Amun e Ipuki, escultores al servicio del Faraón
(Reino Nuevo, Dinastía XVIII). Las pinturas de las tumbas son la principal fuente de información
sobre la sociedad egipcia, de cuyo funcionamiento se sabe más bien poco. En realidad, los egipcios
no llegaron a desarrollar una tradición escrita relativa a la expresión de las opiniones y a la
reflexión personal; siguen la tendencia del mundo Antiguo a registrar a los seres humanos en la
forma en que se adaptan a los ideales vigentes en la sociedad. Aunque son atendidas por servidores
de ambos sexos, las mujeres se sientan juntas, separadas de los hombres por los músicos y
danzantes. Hay, por tanto, una tendencia homosocial, que presupone una orientación de la vida
individual condicionada por los rores de género. El de la mujer es la condición de esposa y madre
sin participación en la vida pública. El color más claro, que se suele atribuir a su piel, sugiere que
estaban normalmente en casa; lo mismo ocurre con las actividades –hilar, tejer, hacer pan o
cerveza- que se les asigna iconográficamente. A finales del Reino Nuevo, el faraón Ramsés III
presume de haber hecho posible que las mujeres de Egipto pudieran ir a donde quisieran sin que
nadie las asaltara por el camino, lo que indica una posible causa de su permanencia en el hogar, y
también que eso no respondía a razones ideológicas.
La religión ilustra, por lo general bastante bien, la consideración de las mujeres en una
determinada sociedad. En el caso de Egipto, el elemento femenino tiene la mayor importancia:
aunque el dios solar es masculino, el cielo es femenino, y el disco solar funciona como símbolo y
atributo de divinidades femeninas. La función reproductora de las mujeres, protagonizada por
Hathor y sublimada por Isis, alcanza la más alta consideración.
Pero Hathor reviste una naturaleza dual: proporciona vida y también destrucción. La sexualidad
femenina asegura la supervivencia de la sociedad cuando se somete a un orden: no sólo las madres
también los padres tienen que poder identificar a sus hijos, y, para que eso ocurra, las mujeres
necesitan comportarse de una determinada manera. La mujer ideal aparece al lado de su esposo.
Pero las egipcias salían de casa. Las de las clases altas desempeñaban sacerdocios en los templos,
aunque no estaban integradas en la burocracia, lo que significa que necesitaban aprender a leer y
a escribir. Ignoramos en qué medida lo aprendían por gusto, y en qué medida el hacerlo, o no
hacerlo, limitaba su nivel de cultura. Es obvio, que quienes necesitaran esas habilidades y pudieran
aprenderlas, lo harían; pero lo que no resulta obvio es que la incapacidad de leer y escribir fuera
un obstáculo para su autonomía económica. Las mujeres egipcias podían heredar de sus padres y
administrar su riqueza con independencia. Documentos del Reino Nuevo muestran que, al menos
en teoría, las mujeres eran iguales que los hombres ante la ley. Podían heredar, poseer, disponer
de la propiedad por si mismas, contratar negocios jurídicos y acudir a los tribunales como
demandantes, como demandadas o como testigos. No necesitaban un representante legal para esas
actuaciones.
Fig. 26. recipiente de uso cosmético.
La ideología en Egipto en el Reino Nuevo va más allá de la representación del faraón como
vencedor, y de los extranjeros entregándole tributos y rindiéndole pleitesía. La alta sociedad
egipcia disfruta con la imagen cotidiana de las criaturas exóticas afanándose en prestarles
servicios. Pequeños recipientes destinados a contener ungüentos y otros cosméticos simulan objetos
pesados que cargan, con dificultad pero con gracia, individuos de ambos sexos que no suelen
parecer egipcios.
Esta pieza, datada en la época de Amenofis III, o IV, pertenece al ajuar funerario de una dama;
era un objeto de uso cotidiano, que debía seguir utilizando en el más allá: el cosmético y el
asistente que tan ceremoniosamente se lo ofrece. Es una pieza de importación, fabricada en función
de los gustos del cliente en el norte de Siria, según parece. Se ha querido reconocer como modelo
del recipiente un vaso de cobre con incrustaciones de plata que habría sido reproducido como
miniatura, en esta figurita de madera, a base de pintura e incrustaciones de hueso, añadiéndole
una tapa, necesaria para el uso pretendido.
Figura 27. Un escriba junto al dios Tot (Thoth o Theuth).
Pequeño grupo escultórico de esquisto procedente del Reino Nuevo (comienzos del siglo XIV a.C.).
El babuino que acompaña al escriba es una de las representaciones del dios patrono de esa
importante actividad. Se encuentra sobre un altar, que tiene delante una mesa de ofensas. Las
invocaciones contenidas en la inscripción incluyen la de " dueño de las palabras divinas".
Representado frecuentemente como una figura humana con cabeza de ibis, era un dios sabio, que
pasaba por haber "creado" no sólo la escritura sino también las palabras, es decir, el lenguaje
humano: para los egipcios, tanto los jeroglíficos como las palabras eran seres dotados de una
cierta fuerza vital. Al propio Tot se le llegó a considerar como símbolo de la palabra divina que
había dado origen al universo; dueño de la magia, controlaba las fórmulas capaces de curar las
enfermedades, o de embrujar a los humanos.
En el diálogo Fredo de Platón, el "mito de los dos egipcios" presenta a Tot como inventor también
de la aritmética, la geometría y la astronomía; de los juegos de fichas y dados, y, en general, de
todas las artes. Se presentó un día ante el rey de la ciudad de Tebas, del dios Amón en realidad,
proponiéndole transmitir sus habilidades a los egipcios: el uso de la escritura, en particular, los
haría más sabios, en la medida en que aumentaría la memoria que conserva y transmite los
conocimientos. El filósofo Sócrates, defensor de la "sabiduría viva" manifiesta su desacuerdo por
boca del rey-dios:"La escritura producirá, en las almas, el olvido de los conocimientos, porque la
confianza en unos caracteres externos, y ya no en la capacidad interna de rememorar, conllevará a
un descuido de la memoria. No es una medicina para la memoria lo que has inventado, sino para el
olvido. Apariencia de sabiduría es lo que proporcionas así a los que aprenden, no sabiduría
verdadera; porque, al leer tantas cosas sin la correspondiente instrucción, parecerá que saben
mucho cuando en realidad serán en gran medida unos ignorantes, y resultará difícil comunicarse
con ellos al haberse convertido en sabios aparentes, no verdaderos".
Hasta ahí las supuestas consecuencias del uso de la escritura en el desarrollo de la filosofía. En el
de las sociedades de la Edad del Bronce, fueron distintas. Hizo posible una forma de organización
del trabajo y distribución de la riqueza, en comunidades sedentarizadas relativamente grandes en
relación con el espacio ocupado y la explotación de los recursos; y poco fue contribuyendo a la
fijación de unos patrones ideológicos político-religiosos, que dieron estabilidad al sistema. No es
de extrañar, por tanto, la importancia del escriba en esas sociedades; el caso de Egipto resulta por
demás significativo. Nebmertouf, el personaje reproducido aquí en actitud convencional. Leyendo
un papiro desenrolladlo sobre las piernas, fue sacerdote, archivero y escriba de Amenofis III, con
rango de ministro; lo sabemos porque aparece representado junto a él en un templo. Esa imagen
de " escriba sentado", aunque con la mirada dirigida hacia el frente y sujetando con los dedos un
pincel hoy desaparecido, es decir, escribiendo, está documentada en el Reino Antiguo, entre otras,
por una famosa escultura del Museo del Louvre procedente, al parecer, de Saqqara y fechada en
la Dinastía IV o V:
Fig. 28 a-b-c. De Naqada II a Naqada III.
La primera imagen (a) muestra la decoración característica de la cerámica en la fase II de
Naqada: los triángulos probablemente representan las montañas del desierto; la barca de remos,
los desplazamientos por el Nilo; y, en lo que se supone sería el valle, hay aves, gacelas y figuras
humanas-en este caso una mujer- con los brazos en alto.
Naqada III es un periodo arqueológico que se imbrica con el periodo histórico llamado
Protodinástico o Dinastía 0, coincidiendo al final con él. A las primeras fases (la Naqada III que se
asume como periodo histórico predinástico) pertenecen las dos imágenes siguientes. La primera (b)
representa un cuchillo de sílex con un mango de colmillo de hipopótamo artísticamente decorado.
En esta cara, aparece un "señor de los animales": una figura masculina flanqueada, en este caso,
por dos leones rampantes cuyas cabezas sujeta con los brazos sin ninguna dificultad, mientras
otros animales cubren desordenadamente el espacio restante. El personaje lleva una túnica y un
gorro característico de Mesopotamia, de donde procede el motivo. El señor de los animales
aparece ya de modo esquemático en los frescos de una tumba de Hieracómpolis perteneciente al
periodo Naqada II.
La última imagen (c) es el fragmento conservado de la llamada "paleta de las ciudades", similar a
la de Narmer (fig.29), aunque algo más antigua. Mientras por el otro lado tenemos frisos de
animales domésticos (buey, asno, y cabra), por éste hay siete ciudades representadas por sus
murallas y cuyos nombres aparecen dentro de jeroglíficos. Animales que representan el poder del
rey parecen atacarlas y dominarlas.
Fig. 29 a-b. Paleta e Narmer.
Procede de Hieracómpolis, La ciudad sagrada del Alto Egipto predinástico, lo que hace suponer
que se trate de un objeto votivo, o bien de uso ritual en relación con la estatua del rey. Su función
práctica resulta clara: en el espacio circular excavado en el centro de una de las caras y rodeado
por los cuellos de dos leones alargados artificialmente (a), se preparaba la pasta con la que se
maquillaban los egipcios los ojos. Pero también tiene una función narrativa, valdría decir
historiográfica, que constituye una novedad. La representación del rey a mayor tamaño y de los
enemigos con las cabezas cortadas son recursos de una retórica iconográfica de la victoria con
gran poder de comunicación. Lo mismo vale decir del lenguaje simbólico: el toro que aparece en
un extremo de la paleta representa, verosímilmente, la capacidad del rey de defender la ciudad
(identificada por un tramo semicircular de la muralla) haciendo huir al enemigo (en un fragmento
de otra paleta similar el toro tiene a un enemigo bajo su cuerpo). El nombre de Narmer se
encuentra escrito en jeroglíficos en los serekh situados en la parte superior de las dos caras y están
flanqueados por protomés de toro.
Se ha supuesto que los dos leones entrelazados, motivo central de una de las caras de la paleta,
simbolizan la unión entre el Alto y Bajo Egipto, aunque no se puede demostrar. Una paleta,
procedente también de Hieracómpolis, pero algo más antigua, muestra ya esos leones de largo
cuello rodeando la zona central, aunque no entrelazados. La disposición heráldica de los leones en
relación con el rey es de tradición mesopotámica. En el registro superior de la misma cara de la
paleta, se muestra el ejército de Narmer en una perspectiva jerárquica: más grandes los que
suponemos que son los generales y mucho más pequeños los soldados que portan las enseñas. El
faraón lleva aquí la corona del Bajo Egipto, lo que significa, quizá, que se evoca la victoria por la
que fue posible la unificación. La representación de los enemigos es conceptual, no visual: se
muestra n en pie, como si estuvieran vivos, pero tiene las cabezas cortadas entre las piernas y están
en disposición horizontal.
La otra cara de la paleta (b) se dedica a la representación de Narmer como rey del Alto Egipto,
sujetando al enemigo por el cabello y levantando la maza para darle muerte, una imagen que
también se encuentra en mesopotamia; en el registro inferior, huyen otros enemigos, como
resultado final de la victoria, el halcón, que simboliza al dios Horus y al propio faraón, está
posado sobre una cabeza humana, de cuya prolongación salen plantas de papiro: es la imagen del
Bajo Egipto incorporado al nuevo estado faraónico. La paleta de Narmer muestra ya las
tendencias iconográficas egipcias: tanto la organización del espacio como la selección de los
motivos y el tratamiento de las figuras están condicionados por la transmisión de un mensaje
conceptual que no resulta accesible inmediatamente: necesita de claves para su interpretación.
Figura 30 a-b-c. Los nombres del faraón.
Son cinco, aparte de los títulos que se pueden añadir; pero los más importantes son tres. Hay un
nombre personal, que es el que se le impone al nacer, cuando no se sabe si va a ser faraón; a veces
es el nombre del padre o del abuelo. El nombre de Horus es el más antiguo atestiguado, y el que
toma el faraón como muestra de identificación con esa divinidad del estado. Aparece poco antes de
la Dinastía I, incluido en el serekh, un espacio cuadrangular sobre el que descansa un halcón y
que lleva dentro la fachada de un palacio, por encima del cual se sitúa el jeroglífico distintivo. A
partir de la Dinastía IV se puede escribir sin el serekh, con los jeroglíficos en horizontal,
empezando por el signo del halcón.
El tercer nombre que aparece siempre en los monumentos de los reyes es el nombre dinástico,
elegido también por el faraón cuando se convierte en tal; es el que lo singulariza como señor del
Alto y el Bajo Egipto (Señor del Junco y de la Abeja). El nombre personal y el nombre dinástico se
incluyen en sendos cartuchos (shenu), que no son otra cosa que el símbolo shen de la
eternidad/infinitud; en lugar de circular, es oblongo, para facilitar el acomodo de los jeroglíficos
en su interior, y puede estar en posición vertical u horizontal. Cuando se representa con suficiente
detalle, es una doble cuerda con un nudo.
En la primera imagen (a) se puede ver el Serekh del llamado "rey serpiente". Es el nombre de
Horus de un rey de la Dinastía I, que se completa con el ideograma de la serpiente (Horus Wadji);
procede de una estela situada delante de la mastaba que tenía ese rey en Abydos. La segunda
imagen (b) incluye jeroglíficos del rey Djoser (Dinastía III). Corresponden los de arriba a su
nombre dinástico (como "Señor del Junco y Señor de la Abeja", es decir del Alto y del Bajo
Egipto); a continuación debería ir el cartucho con el nombre distintivo, lo único que de verdad se
encuentra en muchos casos. Los de abajo son los de su nombre nebti (o "de las Señoras", la diosa
buitre Nekhbet del Alto Egipto y la diosa-cobra Wadjet del Bajo Egipto), a los que seguía el
nombre del faraón ya sin cartucho.
En la tercera imagen (c), hay un buen ejemplo de shenu. Se trata de un pectoral de la princesa SatHator-Iunit, hija de Sesostris II (Reino Medio). En el cartucho se ve el nombre dinástico del
faraón, que no va acompañado del junco y de la abeja. El halcón-Horus, con el que se identifica,
lo flanquea en disposición heráldica, sujetando con su garra el símbolo shen. Lo mismo hace el
doble uraeus, la cobra, que rodea el disco solar situado sobre la cabeza del halcón y se entrelaza
con el símbolo de la vida. Por debajo se encuentra el dios Heh, que representa el espacio y el
tiempo como magnitudes-es decir, como algo que no se puede medir- pero ad infinitum. Se muestra
arrodillado y sujetando con las manos dos ramas de palma, que simbolizan la sucesión de los años
de reinado; de su brazo cuelga un renacuajo, con el que se representa la cifra 100.000 como
exponente de infinitud.
Figura 31. Sarcófago mumiforme de
Tutankamón (Reino Nuevo, Dinastía XVIII)
Muestra al faraón con uno de sus atuendos
característicos desde el Reino Antiguo. Se
cubre la cabeza con un paño de rayas (nemes)
recogido por detrás en forma de coleta y con el
doble símbolo del Alto y Bajo Egipto, la cabeza
de buitre y la cobra, respectivamente. Era más
ligero y sin duda más cómodo que las coronas.
Tutankamón lleva la barba ceremonial,
cuidadosamente trenzada, y dos cetros que
también simbolizan las dos parte integrantes del
estado egipcio y unido bajo el poder del faraón.
El bastón curvo (heka) identifica al rey como
pastor con poder sobre las comunidades sedentarizadas del Bajo Egipto, lo que probablemente del
Próximo Oriente; el otro se ve como una forma estilizada de representar pieles de animales
colgadas de un palo, un símbolo de poder de los cazadores nómadas que habían vivido en el Alto
Egipto prehistórico. El faraón utilizaba un tercer cetro (sejem), más corto, que confería la fuerza
de la autoridad y que también era usado por otros elementos de la sociedad imbuidos de poder.
Figura 32. Triada de nomo.
En el templo del valle perteneciente al conjunto
funerario (fig.24) del faraón Micerino, se
encontraron ocho piezas similares a ésta, en las que
aparece acompañado de la diosa Hathor y de una
figura femenina que lleva sobre la cabeza el emblema
de uno de los nomos; en este caso, se trata de la
personificación divina del nº 17 del Alto Egipto, cuyo
nombre griego, Kynópolis ("ciudad del perero"),
traducía el egipcio Hr-dj. La composición de esas
tríadas muestran al faraón como el legítimo contacto
entre las comunidades humanas y la divinidad,
representada por Hator, diosa madre y esposa,
símbolo de la fertilidad (le coge del brazo unas veces,
y otras, la mano). El disco solar la identifica como
divinidad celeste, asociándola de un modo especial al
faraón. Las placas llevan inscripciones donde
aparece Micerino como el " elegido de Hator" y
donde la divinidad del nomo dedica sus ofrendas al
"eterno dios de Egipto".
Figura 33. El “faraón” Kefrén (Reino Antiguo Dinastía IV)
Esta estatua sedente, de tamaño algo mayor que el natural (1,68 m de altura), representaba, con
otras veintidós más, a Kefrén en la sala hipóstila del templo del valle de su pirámide-una de las
tres de Guiza (Gizeh). A pesar de que los rasgos fisonómicos están individualizados, hay
idealización en el retrato, y una mirada distante, dirigida hacia el infinito. Su cabeza se funde con
el halcón, que la rodea por detrás con sus alas como símbolo del dios Horus y de la propia realeza.
La palabra “faraón” procede del egipcio peraa (“casa grande”), que originariamente era la
designación del palacio real. Hay que esperar hasta el Reino Nuevo, con Tutmosis III, para
encontrar el término aplicado a la persona del rey; y, aún así, ese título del rey del Alto y el Bajo
Egipto no solía formar parte del protocolo oficial. En la lengua copta, que es el estrato lingüístico
más moderno del egipcio, es la palabra normal para “rey”, y en la Biblia se aplica a todos los
reyes egipcios. Pero no deja de ser anacrónico: Siamun (el sexto rey de la Dinastía XXI, en el
Tercer Período Intermedio, fue el primer rey de Egipto que llevó el nombre de “faraón” en la
titulatura oficial. Sin embargo, se ha impuesto, en el uso, lo de llamar faraones a todos los reyes de
Egipto de una cierta entidad, desde el Período Protodinástico. Un criterio empírico es el uso del
cartucho para escribir su nombre, o, en su defecto, el uso del título de “hijo de Re”. Ahí se incluyen
determinados reyes de los Períodos Intermedios que seguían la tradición de los faraones, lo mismo
que los monarcas helenísticos Ptolomeos (tema 6) y los emperadores romanos no cristianos.
Hasta mediados del siglo XX se ha sostenido que los egipcios consideraban al faraón como un dios,
aunque eso no se corresponde con el tenor de las fuentes. Desde la Época Predinástica se le veía
como un hijo de la divinidad solar, pero hay muchos hijos de dioses, en el Mundo antiguo, que no
son dioses, sino seres intermedios entre el hombre y la divinidad. Tiene un componente divino, pero
sólo a su muerte se integran de verdad con los dioses; mientras están vivos entre los humanos,
comparten su naturaleza. En Egipto, el faraón se podía ver como un delegado plenipotenciario de
los dioses, lo que no significa que se le viera a uno como un delegado plenipotenciario de los
dioses, lo que no significa que le viera como a uno de ellos. Su identificación con Horus, que es la
realeza divinizada, sugiere que la función, y no la naturaleza, lo que convertía al faraón en hijo de
dios y en ser divino. Divinidad y divinización no era la misma cosa, y ésa es una distinción que
pasa al ámbito grecorromano y que se ve en los emperadores.
La divinidad del faraón no se transmitía de padres a hijos; sólo quien conseguía suceder al faraón
muerto, tanto si era uno de sus hijos como si no, alcanzaba ese tipo de condición divina. Es una
prueba evidente de que la divinización estaba en la realeza y no en la persona, por mucho que
funcionara la tradición dinástica. Esa tradición servía para simplificar la contingencia sucesoria,
pero no obstaculizaba el reconocimiento como faraón de quien se hubiera hecho con el poder,
siempre que se mostrara dispuesto a asumir el rol en los términos tradicionales; es decir, siempre
que funcionara conforme a lo previsto. El faraón era solamente la versión humana de la realeza
divina representada por Horus.
Fig. 34. Un complejo cultual solar.
Situado en Abou Ghorab, un punto de la orilla izquierda del Nilo próximo al comienzo del Delta,
forma parte de una amplia necrópolis de los reyes de la Dinastía V, que habrían construido hasta
seis del mismo tipo. Sigue el esquema básico de los complejos funerarios (fig.42). El pequeño
templo del valle, accesible desde el río, se comunica con el recinto principal por un corredor
cubierto, que salva el desnivel existente entre las dos partes; pero, en lugar de un nuevo templo, lo
que hay en este conjunto solar es un altar al aire libre, delante de un obelisco de 36 m., que
descansa sobre un zócalo de 20 y que sustituye a la pirámide. La punta del obelisco representa la
colina primordial sobre la que había llevado a cabo el sol la creación del mundo. Por fuera del
recinto se ha encontrado una barca de ladrillo de 30 m de largo, colocada en una fosa. Esas barcas
“funerarias”, halladas en número de 37en la tumba de Tutankamón (Reino Nuevo), y que se
remontan a los comienzos del Egipto unificado, debían estar a disposición del faraón muerto, para
que pudiera realizar, lo mismo que el sol, el viaje que lo llevaba por las aguas desde el punto del
occidente donde se ponía, hasta el punto del oriente por donde volvía a aparecer. La imagen del
faraón navegando en su barco por el más allá no sólo se identificaba con la percepción real de la
muerte y resurrección del sol sino con la igualmente familiar experiencia de verlo recorriendo el
Nilo cuando se trasladaba de un lugar a otro.
Figura 35. Sesostris III.
El realismo en el retrato inaugurado por ese faraón ha sido calificado como “trágico” en lo que a
esta estatua en concreto se refiere. Los gruesos párpados, las bolsas de los ojos y las marcadas
comisuras producen una impresión de cansancio o decepción. El faraón arrodillado en actitud
reverente parece un simple ser humano que se pone a merced de la voluntad de los dioses; alguien
capaz de cometer fallos y de sentirse responsable de ello. Pero se trata, evidentemente, de una
nueva imagen que quiere imponer, porque Sesostris III es un faraón muy poderoso, que representa
la culminación del Reino Medio.
En una estela colocada en Semna, en las proximidades de la 2ª catarata, se ufana de haber llevado
hasta allí la frontera de Egipto con Nubia y exhorta a sus descendientes a que luchen por
mantenerla: “Yo soy un rey que habla y actúa: lo que planifica mi corazón lo realiza mi brazo (…).
Firme en la clemencia, sin piedad para el enemigo que me ataca (…). Si se es agresivo contra el
nubio, vuelve la espalda; si uno se retira, él ataca (…). No es gente de valor, son pobres diablos
(…). Cautivé a sus mujeres, me llevé a sus siervos, fui contra sus pozos, maté su ganado, corté su
mies, le prendí fuego (…)”.
Figura 36 a-b. Soldados del Reino Medio.
Las figuritas proceden de una tumba del nomo nº 13 (Asyut), en el Alto Egipto. Era un lugar estratégico,
debido a la estrechez del valle y a la comunicación con uno de los oasis, por lo que debía de tener una
guarnición importante. Durante el Primer Periodo Intermedio, los nomarcas de Asyut apoyaron a los reyes
de Heracleópolis en su conflicto con los nomos del sur; pero al final se produjo la victoria de Tebas, con la
consiguiente reunificación de Egipto y el comienzo del Reino Medio (Dinastía XII). El nomo nº 13 siguió
teniendo la misma importancia, según prueba la calidad de tumbas como ésta, pertenecientes a nomarcas o
a altos funcionarios del faraón. En el nuevo ejército profesional del Reino Medio, había, además de los
lanceros egipcios de infantería pesada (a), arqueros nubios, que están representados en el segundo grupo
(b).
Figura 37 a-b-. Hatshepsut y Tutmosis III.
Aunque la identificación del faraón con Horus apuntaba a una personalidad masculina, hubo cuatro mujeres
que asumieron ese papel, y el de "hijo de Re" (incluso cinco, si se pudiera incluir en ese grupo a la famosa
Nefertiti tras la muerte de su esposo). No era imposible, pero sí muy excepcional- por no decir anómaloconsiderando que los faraones se sucedieron durante más de tres mil años. A ello hay que sumar, en el cado
de Hatshepsut (a), la ilegitimidad de su acceso a semejante condición, que estuvo basado, a todas luces en
una patraña.
A los tres años de reinado, Tutmosis II "subió al cielo y se mezcló con los dioses", por lo que su hijo de corta
edad, que había nacido de una esposa secundaria, "ocupó su lugar como rey de las dos Tierras, con el
nombre dinástico de Menkhepere", mientras su madrastra Hatshepsut "asumía el cuidado del país,
quedando las dos Tierras bajo su dirección". Las palabras del alto funcionario Ineni dejan muy claro que la
reina viuda debía funcionar como regente de Tutmosis III (b) hasta su mayoría de edad. Sin embargo, en el
año segundo de su regencia, invirtió los papeles. Se había aparecido el dios Amón bajo la forma de su padre,
Tutmosis I, y la había colocado en el trono, entregándole los cetros faraónicos. Rectificaba así,
supuestamente, lo ocurrido en el pasado, cuando, a su muerte, le había sucedido a Tutmosis II (hijo de una
esposa secundaria) debido a su matrimonio con Hatshepsut, la hija de la esposa principal, que debió
conformarse con la condición de la esposa del faraón.
Gracias a esa especie de legitimidad retroactiva, basada en la voluntad de Amón, y con esa doctrina nueva,
que habilitaría a las mujeres como sucesoras legitimas del trono de Egipto, asumió Hatshepsut la condición
de faraón, tomando el nombre dinástico de Maatkare ("Verdad y fuerza en Re"). Sirviéndose de un
precedente del Reino Medio, nombró entonces corregente a su hijastro como virtual sucesor, lo que situaba
en una posición marginal; y, de ese modo, ya no tendría que cederle el trono cuando llegara a la mayoría de
edad. Es evidente que la reina tenia poder y que no le faltaba decisión, en los puestos más importantes
colocó a personajes de su entera confianza, incluso de origen extranjero. Hubo un nuevo primer sacerdote
de Amón, mientras Senenmut se convertía en ministro plenipotenciario, responsable de todas las obras y
preceptor de su única hija. Con el título de "esposa del dios Amón", que había llevado Hatshepsut como
esposa del faraón, y que ya conocemos; por eso se sospecha que la reina quería hacer de ella su sucesora,
en perjuicio una vez mas de su hijastro Tutmosis.
El grandioso templo funerario que se hizo construir Hatshepsut en el Valle de los Reyes tenía doscientas
estatuas de ella, y un ambicioso programa iconográfico, que la magnificaba desde el mismo momento de su
nacimiento, con una capilla dedicada en exclusiva a la expedición de cinco naves al riquísimo "país de Punt"
(en la costa de Somalia), que durante los veintidós años de su reinado, hasta seis campañas militares, en
Nubia y en la región sirio-palestina, que en parte fueron comandadas ya por el corregente Tutmosis. Por
entonces había muerto Nefrure, por lo que Hatshepsut ya no podía tener esperanzas de perpetuar su linaje
femenino.
Pero eso no fue todo. En una inscripción muy poco posterior a su muerte, un alto funcionario se refiere a ella
como "esposa del dios" y como "esposa real", es decir, con los títulos que había tenido antes de su
coronación; la menciona por el nombre que había tomado de Maatkare, pero sin identificarla en absoluto
como faraón. Cabe suponer, por tanto, que su condición fue revocada, y que no tuvo los funerales que le
habrían correspondido por ella. En la última etapa de su reinado, Tutmosis III mandó borrar su nombre de
todas las inscripciones, incluidas las de sus estatuas; y arrancar de ellas los símbolos faraónicos, como se ve,
en este caso, como el uraeus. De conformidad, seguramente, con el clero de Amón, se trataba de dejar claro
que no había existido un faraón bajo el nombre de Hatshepsut: que Hatshepsut sólo había sido una
usurpadora. A pesar de su alto pedigrí -nieta, hija y esposa de faraón- y de su probada condición para el
desempeño del cargo, su afán de conseguir que las mujeres pudieran acceder al trono de Egipto en las
mismas condiciones que los hombres había resultado infructuoso. Tal vez la ideología militarista de la época
jugó un papel importante en ese sentido.
Figura 38. Embajadores extranjeros postrados ante el faraón.
Este fragmento de relieve procedente del templo de Atón en Karnak (Tebas), construido por Amenofis IV
(Reino Nuevo, dinastía XVIII), muestra arrodillados y besando el suelo a una serie de individuos
diferenciados étnicamente por el color de la piel, los rasgos fisonómicos y los detalles del cabello y la barba.
El de la izquierda, todo él rojo, con una trenza en la sien y con una pluma de avestruz blanca, es un libio; el
siguiente, con el cabello negro sujeto por una cinta y la barba completa, procede de la zona sirio-palestina
paralela a la costa; el tercero, totalmente rasurado excepto la patillas y la parte inferior de la barba, viene
del norte de Siria; y el último, con perfil negroide, cabello rizado y un aro en la oreja, es un nubio. El relieve
mostraba, verosímilmente, la sumisión de los pueblos extranjeros al poder del faraón, como recurso de
propaganda ideológica del Reino Nuevo.
Figura 39. El faraón en su carro de guerra.
Decoración de un cofre procedente de la tumba de Tutankamón (Reino Nuevo, Dinastía XVIII). Montado en
su carro de guerra disparando flechas y precedido por sus perros, el faraón está representado en una
batalla imaginaria contra los pueblos asiáticos, que forman un amasijo de cuerpos derribados. Ocupa la
parte central de la escena de mayor tamaño que sus enemigos y que los egipcios que le siguen en perfecta
formación. Por encima de su figura y enmarcados por una inscripción donde se le celebra como el más
valeroso, se muestran, en disposición heráldica, tanto la diosa-buitre del Alto Egipto como la diosa
serpiente del Bajo Egipto.
Figura 40 a-b. El juicio de los muertos.
Pintura sobre papiro (Reino Nuevo, Dinastía XIX), que ilustra uno de los pasajes más famosos del Libro de
los Muertos. (a) El difunto Hunefer es introducido por el dios Anubis (el chacal guardián de las tumbas) en
el lugar donde se encuentra una gran balanza coronada por la imagen de Maat. Anubis coloca en un platito
el corazón del difunto, sede de las emociones y los pensamientos, esperando que sea más ligero que la
pluma de Maat, situada en el otro -lo que en efecto ocurre en este caso. El dios Tot, con cabeza de ibis
(fig.27), apunta el resultado del juicio (b). Una vez constatado el hecho de que Hunefer ha vivido de
conformidad con el derecho y la moral, el dios Horus, con cabeza de halcón y portador del símbolo de la
vida, lo lleva a la presencia de Osiris. Se encuentra el dios en su representación habitual del faraón del más
allá (fig. 45-a), sobre un trono del que emerge una planta de loto con los cuatro hijos de Horus, y con el
halcón cuya cabeza es el ojo de Horus (fig.48). Las diosas Isis y Nephthys, compañeras de Osiris simbolizan
el principio femenino capaz de alumbrar una nueva vida.
Figura 41 a-b. El ka y el ba (ver págs. 105 y 111).
La primera imagen (a) corresponde al ka del rey Hor de Menfis (Segundo Periodo Intermedio,
Dinastía XIII). La estatua representa al rey, mientras que el ka está representado por el
correspondiente signo jeroglífico, situado en su cabeza. Estaba pintada de gris, con los dedos y
algunas otras partes del cuerpo revestidos de oro, símbolo de la vida eterna de los dioses.
La segunda imagen (b) pertenece a la cámara funeraria de Irinifer en Tebas (Reino Nuevo,
Dinastía XIX). Ilustra la representación convencional del ba como un ave con cabeza humana. En
el texto jeroglífico, que pertenece al Libro de los Muertos, se lee: "fórmula para abrir la tumba al
ba y a la sombra del difunto, para que salga durante el día y pueda utilizar sus dos piernas". El ba
de Irinifer aparece saliendo de la tumba y regresando a ella. En el dibujo hay un disco solar
negro, correspondiente al mundo inferior.
Fig.42. Un complejo funerario de pirámide.
Construido por Sahure (Reino Antiguo, Dinastía V), muestra todos los elementos característicos
del enterramiento de un faraón en el Reino Antiguo, que no sólo servía para cumplir con el
ceremonial de la sepultura sino como lugar de depósito de ofrendas y de celebración de culto del
personaje divino allí inhumado. Hay un pequeño templo del valle, por el que se accede al conjunto
y que se encuentra al borde del Nilo; un templo funerario, por lo general adosado al costado
oriental de la pirámide y precedido de un patio porticado; un largo corredor, que une los dos
templos atravesando el valle hasta llegar a la zona desértica; una gran pirámide, con las cámaras
funeraria en su interior, y una pequeña pirámide destinada al culto. Alrededor del complejo se
encontraban las necrópolis donde se enterraba a los parientes del faraón, a los personajes
importantes e incluso a la gente común de servicio.
La pirámide pretendía mantener la momia y el valioso ajuar funerario a resguardo de los
saqueadores; pero también constituía el punto de partida ideal en el viaje hacia el más allá para el
faraón difunto. Los llamados Textos de la Pirámides, que se encuentran en las paredes de las
cámaras funerarias, indican que, tras su ascensión a los cielos, su eterna morada estaba en el
firmamento: en el ámbito de la divinidad solar, pero vinculado a una determinada estrella.
Figura 43. Conjunto funerario de Mentuhotep II.
El fundador del Reino Medio (Dinastía XI) no construye una pirámide para su enterramiento.
Aprovecha un amplio valle situado enfrente de Tebas (la nueva capital del Egipto unificado), en la
orilla izquierda del Nilo, para hacerse una tumba rupestre, que se adentra más de 150 m en la
roca. Delante de la pared se encontraba el templo funerario (similar al que se adosa a la pirámide
en el otro modelo) con un patio rodeado por una galería porticada y una sala hipóstila, donde
había un santuario del dios de Tebas Amón y del faraón divinizado. El conjunto funerario se
completa con un enorme templo aterrazado. Allí situó Mentuhotep un túmulo que reproducía el de
Osiris en Abydos: la colina primigenia, al mismo tiempo origen del mundo y lugar de
comunicación con la divinidad. Ese templo sustituía a la pirámide, no en su función de
enterramiento, pero sí en la de comunicación con la bóveda celeste.
Figura 44. Ceremonia de la apertura de la boca.
Pintura de la tumba de Tutankamón, en el Valle de los Reyes (Reino Nuevo, Dinastía XVIII). El
faraón Eje, sucesor del difunto, le practica el ritual de la apertura de la boca, que era el más
importante de los realizados en la momia antes de introducirla en la sepultura. Servía para
restaurar en ella todas las funciones y facultades del cuerpo necesarias en la otra vida, y lo llevaba
a cabo un sacerdote en representación de su hijo. En las pinturas de las tumbas, a veces se realiza
sobre la momia, pero otras veces sobre la estatua del difunto (de las numerosas estatus, tratándose
de un faraón), que debía servir como cuerpo para el ka y como sustituto de la momia, si llegaba
está a desparecer. El faraón está representado aquí como la momia de Osiris.
Se hacían purificaciones con agua y se recitaban textos adecuados al caso. El oficiante debía tocar
la cara de la estatua o de la momia con una serie de objetos específicos, uno de ellos terminado en
un gancho, o como vemos en la imagen, y otro, en una cabeza de serpiente. También se hacían
diversas ofrendas, la más importante de las cuales era un corazón y una pata delantera de toro,
que vemos sobre la mesa.
Figura 45 a-b-c-d. Divinidades egipcias (Osiris, Isis, Horus y Anubis).
Los elementos figurativos de las representaciones de las divinidades egipcias son intercambiables,
por lo cual la sola imagen no siempre sirve para identificarlas. Amón, rey de los dioses, se muestra
como hombre, como carnero, como ganso, y también como hombre con cabeza de carnero; pero
una divinidad antropomorfa con cabeza de carnero puede ser también el dios Khnum, que tenía su
santuario en Elefantina, donde empezaba para los egipcios el Nilo con la 1ª catarata (era el dios
que aportaba esa agua y el limo depositado en el valle con las crecidas; el “alfarero divino”, que,
con ese barro modelaba a los seres humanos y los colocaba en los vientres de las madres). La
diosa Hathor se puede confundir con Isis, porque las dos aparecen con los cuernos de vaca y el
disco solar en la cabeza; sin embargo, la vaca representa a Hathor, y, en cambio, Isis puede
adoptar forma de halcón, que es propia de su hijo Horus. Las funciones de los dioses también se
solapan, porque, como divinidades locales, tienden a cubrir todos los aspectos: en Tebas, Amón
actúa incluso como dios de los muertos.
Se podría decir, por tanto, que los dioses egipcios son versiones distintas de un mismo dios: el
intento de hacer aprehensible a la percepción humana una enorme pluralidad de manifestaciones
divinas. En el Reino Antiguo, de hecho, se evita presentar a la divinidad, y, cuando se hacen
referencias a ella, se aplica el término netjer, traducido por los griegos como theós (“dios”). En el
Reino Medio se configura Amón como la divinidad más importante, pero su nombre significa
“oculto, escondido”; una indefinición que lo consagra, en el Reino Nuevo, como dios universal. El
intento del faraón Amenofis IV de limitar la religión egipcia a un único concepto teológico y visual
fracasa, sin embargo, porque los egipcios están acostumbrados por entonces a percibir la
divinidad, y a representarla, como pluralidad: como un sinfín de dioses y démones, que están por
todas partes y lo controlan todo; y como una larga serie de alternativas iconográficas más o menos
codificadas.
La única tendencia unificadora que acaba por imponerse, y que convierte la religión egipcia en un
producto de exportación –en el ámbito helenístico, primero, y luego por todo el Imperio romano-,
es la que implica a Osiris, Isis y Horus en una construcción donde el mito y el culto tienen su
vertiente cósmica, política y escatológica. La vida y la muerte, lo masculino y lo femenino, la
naturaleza y la sociedad, el poder y la justicia se integran en un conjunto armónico. Vemos aquí la
representación estándar, en el Reino Nuevo, de las figuras principales de esa religión. Osiris (a),
como rey del más allá, con el que se identifica el faraón difunto, se muestra como una momia, con
la barba ritual y los cetros del faraón, pero con una corona especial (atef), que es la del Alto
Egipto, flanqueada por dos plumas de avestruz o de halcón. Isis (b) representa a la esposa-madre,
a la mujer, en definitiva, en su rol característico; tiene su papel en el más allá, junto a Osiris, en la
acogida de los difuntos, pero es también la diosa que simboliza la fertilidad; por eso se la
representa con los cuernos de vaca y el disco solar que habían sido propios de Hathor. Horus (c)
sigue siendo el halcón que simboliza el estado: de ahí la representación con la doble corona, la
blanca del Alto Egipto y la roja del Bajo Egipto. Anubis (d), con la cabeza de chacal, es una figura
secundaria, pero imprescindible, en ese conjunto. Desde el Reino Antiguo aparece asociado al
enterramiento de los faraones como principal dios de los muertos. Cuando Osiris asume esta
función, Anubis se mantiene como guardián de las tumbas, pero, sobre todo, como divinidad
psicopompa, es decir, conductora de los difuntos en el tránsito hasta su lugar definitivo en el más
allá. Es también el dios embalsamador y el encargado de controlar la balanza utilizada en el juicio
de los muertos (fig. 40-a).
Figura 46. La creación del cielo y de la tierra.
Papiro mitológico (fig.48). Se representa en este caso, la creación del mundo. La diosa del cielo,
Nut, forma un arco, a modo de bóveda celeste, sobre su esposo Geb, dios de la tierra. Por encima
de él se muestra el dios sol, en su barca, con la pluma de Maat sobre las rodillas. También está
representada Maat enfrente del sol, con el símbolo de la vida; y el poder del faraón, detrás, por el
uraeus y la corona del Alto Egipto.
Según el relato cosmogónico correspondiente a la época de la restauración religiosa llevada a
cabo tras el reinado de Akhenatón, el dios sol (Re) vivía inicialmente en todas las cosas, incluidos
los dioses, de las que era al mismo tiempo la sustancia y el creador. Pero la humanidad se rebeló
contra él, y por eso perdió su gracia. Re envía a su ojo (fig. 50) a dar muerte a los rebeldes, lo que
hace bajo la forma feroz de la diosa-leona Sekhmet; pero también se muestra como Hathor, la
fuerza capaz de reproducir la vida.
Decidido a cambiar de morada, el dios ordena a Nut que se separe de Geb formando así la bóveda
celeste, con la ayuda de Shu, el aire, y Heh y Hauhet, el infinito y la eternidad (a veces
considerados los Heh como un colectivo de ocho divinidades, fig. 47); luego toma un barco para
recorrerla. La luz y el tiempo quedaron entonces divididos en las horas del día y de la noche. De
modo que el universo era un eterno ciclo de luz y tinieblas dentro del espacio ocupado por Nut,
Geb y Shu, que, como una burbuja, se encontraba en las aguas del océano primordial, Nun.
Figura 47. La vaca del cielo.
Dibujo realizado a partir de la decoración de una tumba tebana de la dinastía XIX. La vaca, son
las estrellas pintadas en la panza, da forma a la bóveda celeste, que sostienen el dios Shu (el aire)
y los ocho Heh. La vaca del cielo es una representación de la diosa Hathor.
Figura 48. La barca del sol.
Papiro mitológico (textos funerarios creados para el clero tebano de Amón en el Tercer Periodo
Intermedio, dinastía XXI, donde lo más importante es la ilustración). Sentado en su barca, el diossol, representado como Horus (cabeza de halcón y disco solar) y escoltado por el propio Horus y
por Tot con cabeza de Ibis (fig. 40-a), recorre las aguas de la noche para volver a aparecer en el
horizonte. Tras él corta un león la cabeza de una serpiente. Que lleva clavados varios cuchillos. Se
trata de Apofis (Apep), símbolo del caos y las tinieblas, y, por lo tanto, opuesta a Maat, el orden, y
a la luz que aporta el sol. Cada amanecer tiene algo de cosmogónico, en la medida en que repite el
origen del mundo como una victoria de lo positivo sobre lo negativo.
En el centro de la escena se representa el “ojo de Horus” (wedjat), símbolo de protección,
normalmente asociada a la figura del faraón en el más allá (fig.50). También funcionaba como un
signo jeroglífico. Wedjat era una de las divinidades más antiguas de Egipto, protectora del Bajo
Egipto, que se identificó, más tarde con otras diosas, como Hathor o Bastet (respectivamente, la
diosa del amor y la diosa de la caza, representada esta última como un gato doméstico).
Figura 49 a-b. Pectorales procedentes de la tumba de Tutankamón (Reino Nuevo, Dinastía
XVIII):
Las representaciones de los dioses que cubren las momias tienen una función protectora; ponen el
cuerpo del difunto en contacto con lo divino. En especial busca el faraón la proximidad de las
diosas, que le harán renacer y también perpetuarse en su sucesor. En la primera de las piezas (a)
se puede ver a Isis y a Nut (Nephthys), imágenes aladas que acogen al faraón difunto,
representado por sus cartuchos y por el doble uraeus con las dos coronas, que cuelgan del pilar
Djed- símbolo del dios de la vegetación y la resurrección. Osiris –sobre el que se sitúa el disco
solar. Con Osiris se identifica el faraón difunto para engendrar, como un Horus (hijo de Osiris), al
nuevo faraón; pero la vida que surge de él depende de su vinculación con la divinidad solar. En la
segunda (b) aparecen la diosa-buitre Neckhbet y la diosa-cobra Wadjet, protectoras,
respectivamente, del Alto y el Bajo Egipto, y divinidades emblemáticas del faraón. Neckhbet sujeta
con sus garras el shen, símbolo de la eternidad.
Figura 50. Amuleto.
Este es uno de los 143 que rodeaban la momia de Tutankamón para evitar la destrucción del
cuerpo con los recursos de la magia. La fuerza procede, en este colgante pectoral, del “ojo de
Horus”, una combinación de ojo humano y ojo de halcón, con la mancha vertical característica del
ave, y con un elemento en espiral que nos e ha podido explicar. De acuerdo con el mito, Horus
perdió el ojo en su lucha con su tío Seth, que había matado a su padre Osiris y usurpado el trono.
Seth lo hizo trozos, pero, con la ayuda del dios Tot, pudo ser recompuesto y recuperó su poder;
Horus lo utilizó para devolver la vida a su padre. La fuerza mágica residía en el ojo derecho, que
representaba al sol, mientras que el izquierdo correspondía a la luna. En realidad eran los ojos de
una antigua versión de Horus, una divinidad de la creación, a la que llamaron los griegos
Haroeris, y que era el primitivo antagonista de Seth, como principio positivo frente al negativo:
como oposición entre el fértil valle del Nilo y el árido desierto. El desarrollo posterior del mito de
Osiris reconoció como su hijo a Horus, una divinidad, en origen, totalmente distinta de la otra; y
la fuerza mágica del ojo se incorporó a esa nueva religión.
El wedjat está flanqueado en este amuleto, por las diosas del Alto y Bajo Egipto (fig. 30-b y 49-b):
la diosa buitre con la corona atef y el símbolo shen (fig.30), que lleva dentro del disco solar; y la
diosa cabra. Figuritas de dioses y diosas, de unos pocos centímetros, eran colocados entre los
vendajes de las momias para que las protegieran: Isis amamantando a Horus, Horus flanqueado
por su madre Isis y su tía Nephthys, Anubis, Tot y el horrendo Bes son los más comunes. También
se encuentran símbolos de esas divinidades, o animales que debían transmitir al difunto las
capacidades asociadas a ellos. Otros amuletos son partes del cuerpo, como manos, pies o cabezas,
tal vez potenciales sustitutos de las que resultaran destruidas en las momias. Se encuentran, en fin,
los instrumentos característicos del constructor- la escuadra y el ángulo- como símbolos de
rectitud y equilibrio, y algunos otros objetos que ni siquiera se pueden identificar con certeza.
Figura 51. Amenofis IV (Akhenatón).
Estatua procedente del templo de Atón en Karnak (Tebas) construido por el faraón en los primeros
años de su reinado; es decir, antes de que existiera la nueva ciudad de Amarna (Akhetatón) y antes
de que Amenofis cambia su nombre. Esas figuras colosales (5 m de altura) funcionaban en número
de 28, como pilares del patio porticado.
El rostro caricaturesco del faraón resulta inconfundible: nariz excesivamente larga y estrecha, ojos
demasiado rasgados, pómulos muy marcados, mejillas caídas; comisuras profundas, que forman
labios gruesos y muy perfilados; el mentón retraído se prolonga, en fin, en la larguísima barba
ceremonial.
Figura 52. Templo de Atón en Amarna.
Ramsés II mandó derribar todos los templos que había construido Akenatón en Amarna para
reutilizar la piedra en construcciones de Hermópolis, al otro lado del Nilo. Sin embargo, las
imágenes encontradas en las tumbas de altos funcionarios de Amarna han permitido reconstruir el
gran templo de Atón. Incluso la sala hipóstila tenía un pasillo central abierto, que se prolongaba
en grandes patios con dos filas de altares. Como centro de culto de todo el reino, recibía allí Atón
numerosas ofrendas en sus centenares de altares al aire libre -como ya lo habían estado los de los
templos solares del Reino Antiguo.
Figura 53. La familia de Akhenatón.
Altar procedente de una de las casas de Akhetatón, la ciudad fundada por el faraón Amenofis IV
en Tell-Amarna (Reino Nuevo, Dinastía XVIII). Todos los rostros presentan un tratamiento
individualizado. Akhenatón ofrece un pendiente a su hija mayor Meritatón, mientras su esposa
Nefertiti sujeta con la mano izquierda la cabeza de la pequeña Ankesenpaatón, futura esposa del
faraón Tutankamón, y cruza la mirada con la mediana, Meketatón, que pretende acariciarle la
barbilla. Con esa imagen beatífica -de la que se conocen variantes en la posición de las niñas y en
su interacción con los padres- debían identificarse las familias egipcias para recibir, a través del
faraón y su esposa, la gracia divina de Atón, representada por los rayos del disco solar que caen
sobre ellos. Las inscripciones mencionan los nombres y títulos de las personas representadas, así
como el nombre de Atón.
Figura 54. La familia real y la gente.
Reconstrucción de un relieve que decoraba la tumba en la ciudad de Akhetatón (Tell-Amarna),
Akhenatón, su esposa y sus tres hijas se muestran ante los egipcios reverentes y dan regalos a
quienes se acercan. Era la oportunidad de tomar contacto con ese ser humano divinizado por la
monarquía divina. Al igual que el relieve dela altar, el faraón y su esposa llevan la llamada
"corona azul", un bonete cuyo significado no está claro. El de Akhenatón tiene forma globular,
mientras que el de Nefertiti es troncocónico, como el que vemos en el famoso busto conservado en
Berlín.
Figura 55. Control o entrega del ganado (tumba de Meketre, Tebas, dinastía XI).
Este conjunto de figurillas de madera policromada es una de las mejores muestras de un género
destinado a los ajuares funerarios de los personajes importantes. Desde el Primer Período
Intermedio, lo que habían sido, en el Reino Antiguo, figurillas de caliza se convierte en esas
maquetas montadas sobre tableros, que incluyen también talleres de carpintería y textiles,
mataderos, barcos o unidades de tropas (fig. 36); es decir, grupos de prestación de trabajos y
servicios. Son similares a los que se encuentran pintados en las paredes, pero dan una mayor
sensación de estar vivos. Su finalidad es obvia es mantener al difunto integrado en la realidad
cotidiana, que debe seguir proporcionándole todo cuanto necesite. La figura sedente de un alto
funcionario, rodeada de sus escribas y demás asistentes, controla la producción de ganado
impuesta a los campesinos en el sistema redistributivo. Algunos de ellos han pasado ya por el
puesto, otros estaban esperando para hacerlo y hay uno que se encuentra en el trance. Por no
haber cumplido con su deuda, o bien como una cuestión de rutina, uno de los asistentes del
funcionario mantiene un palo levantado a sus espaldas.
Figura 56. Familia representada en una tumba.
El enano Seneb (finales del Reino Antiguo, Dinastía VI) era un importante funcionario, con
responsabilidad sobre los telares reales; tenía distintos títulos de corte, y su esposa también era de
alto rango. El grupo escultórico, de 33 cm de altura, fue hallado en la tumba privada próxima a la
pirámide de Khufu. Los complejos funerarios constituidos por las pirámides tenían al lado campos
de tumbas correspondientes a los funcionarios y sacerdotes, que les había n sido regaladas por los
faraones; al final del Reino Antiguo había también tumbas modestas de pequeños funcionarios y
artesanos. Los campos de mastabas más extensos son los que rodean la pirámide de Khufu.
Aunque, en algunos casos, se encuentran también en la parte de la tumba accesible a quienes
atendían el culto, las estatuas privadas de ese tipo- que son características del Reino Antiguo, a
partir de la Dinastía III- no estaban destinadas a ser vistas. Su verdadero lugar de destino era el
serdab, una cámara situada detrás de la cámara del culto y separada por ella por una falsa puerta.
De ahí se deduce que el esfuerzo dedicado a reproducir a los difuntos con el mayor realismo y de
una forma en que parecieran estar vivos (policromía, incrustaciones en los ojos, eta.) tenía una
motivación peculiar. Se trataría de proporcionarles un cuerpo alternativo-identificado con el
difunto también por llevar la inscripción con su nombre-, que recibía las ofrendas depositadas en
la cámara de culto, y podía disfrutar de ellas; para eso se practicaban dos perforaciones, en la
falsa puerta. A la altura de los ojos de las estatuas.
Figura 57. El último templo de Isis en su emplazamiento actual.
Uno de los complejos religiosos de Egipto mejor conservados es el que se encuentra en la pequeña
isla de Angilkia, que baña el Nilo poco antes de llegar a la 1ª catarata. Por la izquierda destaca la
puerta monumental, unos propileos de sección piramidal que dan acceso a la sala hipóstila y al
resto del santuario de Isis; el edificio de la derecha es una construcción del emperador Trajano.
Pero, como en el caso de Abu Simbel, no es ése su emplazamiento original. Se encontraba en la
isla de Philai (File), que, después de la construcción del primer embalse, en 1902, permanecía bajo
las aguas la mayor parte del año, lo que acabó con las pinturas que decoraban las paredes de
algunas de las construcciones. Por eso fue trasladado a una isla próxima, aguas arriba del Nilo.
El nombre de Philai corresponde a dos pequeñas islas, situadas en el límite geográfico de Egipto y
Nubia. Los egipcios mantuvieron una guarnición en esa zona, que tuvo su continuidad en época
ptolemaica y romana; también se realizaban allí intercambios comerciales. Pero Philai tenía un
carácter sagrado. Considerado como uno de los lugares donde había sido enterrado Osiris,
contaba la leyenda que, en un principio, ni las aves ni los peces se atrevían a profanarlo en su
presencia, y solamente los sacerdotes podían permanecer en él. Luego se convirtió en un punto de
peregrinación, tanto para los egipcios como para los nubios, y también para los romanos, en la
medida en que el culto de Isis llegó a propagarse por todo el Imperio; los últimos emperadores que
colgaron allí sus relieves conmemorativos por todo el Imperio; los últimos emperadores que
colgaron allí sus relieves conmemorativos fueron Marco Aurelio y Cómodo, en la 2º mitad del
siglo II d.C. Al decir de los viajeros, era un lugar de una belleza impactante: debido a la
proximidad del trópico, el sol producía efectos peculiares sobre las construcciones de piedra,
rodeadas por los cañaverales y la vegetación colorista, por el azul del Nilo y, en último término,
por las rocas y arenas del desierto.
El edificio más antiguo fue construido por un faraón de la Época Baja unas décadas antes de la
conquista de Alejandro Magno, es decir, en el siglo IV a.C. Lo dedicó a Isis, que fue la primera
divinidad venerada en la isla. Los reyes Ptolomeos (tema 6) construyeron el gran templo y otros
edificios, entre los cuales un santuario de la diosa Hathor (fig. 45-b). El tema principal en la
decoración era el mito de Osiris, y los romanos parecen haber construido allí un templo dedicado a
Amón-Osiris. Desde la época ptolemaica, como una especie de reserva del Egipto faraónico
tradicional, al menos en el ámbito de la religión. El decreto del emperador Teodosio, del 391 d.C.,
que prohibía los cultos llamados paganos, y que dio lugar a que esos templos fueran demolidos y
convertidos en iglesias cristianas, no se aplicó allí; había obispado y una iglesia de San Esteban,
pero el santuario de Philai aguantó hasta el siglo VI d.C., en que lo clausuró el emperador
Justiniano (en el 535, probablemente). Entonces el culto de Isis se sustituyó por el de la Virgen
María, que era la figura más afín, tanto en el mito como en la iconografía: la madre gozosa que
sostiene en sus brazos y amamanta al hijito (fig. 164), y la madre doliente que llora su muerte,
gracias a la cual se produce la salvación de los hombres.
Figura 58. Cleopatra VII.
Último faraón de la dinastía griega de los Ptolomeos (tema 6) cuyo destino estuvo vinculado
siempre a Roma: primero con Julio César, el supuesto padre de su hijo Cesarión; después con
Marco Antonio, de quien había tenido tres hijos; y finalmente con Octaviano, el futuro Augusto,
que la llevó al suicidio tras derrotarla en la batalla de Accio (31 a.C.). A Roma había tenido que
huir ya su padre Ptolomeo XII, desde Alejandría, para buscar apoyos que compensaran su
debilidad política. Ninguno de sus cinco hijos murió de muerte natural; pero Cleopatra, nacida
quizá de una esposa egipcia de la más alta alcurnia sacerdotal, logró capitalizar al máximo la
conexión con Roma, y durante algún tiempo vivió el sueño de convertirse en faraón de todo el
Oriente y de todo el Mediterráneo.
En las fiestas organizadas en Alejandría para celebrar el triunfo del general Marco Antonio en
Armenia (34 a.C.), Cleopatra apareció en un trono de oro, vestida como Isis, que era la divinidad
con que pretendía identificarse. Sus cuatro hijos también estaban entronizados y rodeados por una
guardia personal; pero a mayor nivel Ptolomeo XV César (Cesarión), que era oficialmente
corregente de Egipto con su madre. Un heraldo anunció que Cleopatra llevaría en adelante el
título de "Reina de reyes"; César, cuya condición de hijo de Julio César fue anunciada
públicamente, el de "Rey de reyes". En cuanto a los hijos habidos de Marco Antonio, Alexander
Helios (6 años), que iba vestido de rey persa, fue proclamado Gran Rey de Armenia, Persia y todas
las tierras situadas más allá del Éufrates; Ptolomeo Filadelfo (2 años), con atuendo de rey
macedonio, rey de Siria y Asia menor; y Cleopatra Selene (6 años), reina de Cirene. Cleopatra
proclamaba de hecho la monarquía en el estado romano, dando por supuesto que el hijo de Julio
César (divinizado tras su muerte en el 44 a.C.) tenía derecho a sucederle como rey. No sólo era un
atentado contra la república sino contra Octaviano, a la sazón hijo adoptivo de Julio César y
decidido heredero político, dentro de la legalidad republicana. La osadía de Cleopatra y la
disposición de Marco Antonio a seguirle el juego resultan sorprendentes.
TEMA 3
Figura 59. La competencia de los grandes estados a mediados del segundo milenio.
Los primeros faraones del Reino Nuevo, desde Amosis I hasta Tutmosis III, consiguieron, con una
larga serie de campañas militares, afirmar su poder en la codiciada región sirio-palestina. En los
reinados de Tutmosis IV y Amenofis III Egipto perdió terreno en el norte de Siria debido a la
pujanza del reino de Mitani. La correspondencia de Amarna revela el descuido de Amenofis IV
(Akhenatón) por la zona en el aspecto militar. Solamente Horemheb, el general que logró
convertirse en el último faraón de la Dinastía XVIII, volvió a hacer campañas en la región siriopalestina. Pero, en ese momento, los hititas eran ya muy fuertes, y, además, el reino de Amurru
(ver más adelante) funcionaba como un poder intermedio, con su propia capacidad de control de
los estados menores y jugando activamente su carta de vasallaje frente a las grandes potencias. Es
la situación a la que habrá de hacer frente la Dinastía XIX y que logrará estabilizar a Ramsés II
tras la batalla de Kadesh.
Figura 60. El dios Baal-Hadad.
Estela procedente del centro palacial de Ugarit (hacia 1350-1200 a.C.). Baal es una palabra
semítica se significa "señor, dueño, esposo", y que tiene una forma femenina Baalat con las mismas
acepciones. Se aplica a distintos dioses y diosas, y también a seres humanos; no designa, sin
embargo, la condición de "rey". En Ugarit, se encuentra Baal como nombre del dios Hadad (o
Adad), cabeza del panteón cananeo e hijo de El, que lo había sido con anterioridad. Dios del cielo
y señor de la lluvia, es también el dios de la fertilidad, en una zona como la región sirio-palestina,
cuya supervivencia depende de ella. En esta estela, el par de cuernos que lleva la tiara lo identifica
como dios. Con la mano derecha levanta la maza, mientras clava con la mano izquierda, en la
tierra, una lanza terminada en un brote vegetal. Esa imagen se interpreta como una presentación
descriptiva de la tormenta provocada con la maza y de sus benéficos efectos. En cuanto a la
pequeña figura que se muestra en actitud de oferente, debe de ser el rey de Ugarit, cabeza de culto
y representante de la comunidad.
En la ciudad de Tiro del primer milenio a.C., Baal es el dios local Melqart, que forma la triada
fenicia con su padre El y con la diosa Astarté. Los hebreos utilizaron al principio el término Baal
para referirse a su dios; pero la confrontación con las ciudades cananeas y la afirmación del
monoteísmo acabaron por estigmatizarlo, quedando restringido, entre ellos, a las falsas
divinidades y a las imágenes de culto que las representaban; baal pasó a significar, por tanto,
"ídolo".
Figura 61. La "Señora de los animales".
Tapa de marfil de una cajita de maquillaje (13 cm de diámetro) procedente de una tumba de Minet
el Beida, el puerto de Ugarit (hacia 1200 a.C.). En ella se representa una figura femenina sentada,
alimentando a dos cabras que la flanquean. El esquema heráldico de los animales, y la
representación del lugar sagrado como dos montañas gemelas unidas por la base, tienen una larga
tradición en el próximo Oriente (fig.5). Sin embargo, la falda, el torso desnudo, el perfil del rostro
y el arreglo del cabello son claramente de inspiración minoico-micénica (tema 4). Ugarit era un
enclave comercial del Mediterráneo oriental adonde acudían minoicos y micénicos desde
comienzos del Bronce Reciente. No existe acuerdo sobre la diosa de cananea representada aquí,
porque el tipo de divinidad femenina domadora y alimentadora de los animales muestra variantes
iconográficas que remiten a distintas figuras divinas documentadas en textos. En el ámbito
minoico, la encontramos en sellos, y vuelve aparecer en el arte griego arcaico, donde se identifica
como Ártemis, la diosa virginal de la caza. En los poemas homéricos, redactados en esa época,
aparece el epíteto potnia therón ("señora de los animales salvajes"), de larga tradición
seguramente, que debe referirse a ellas.
Figura 62. Las tres migraciones de los kurganes (según J.P. Mallory y D. Q. Adams).
Documentadas por su cultura material, parecen haber sido el agente primario de la
indoeuropeización. No llegaron a cruzar el Cáucaso y, por lo tanto, no son responsables directas
de la indoeuropeización de Anatolia, Irán y la India. Tampoco llegaron a todas las áreas europeas.
En los restantes territorios, la indoeuropeización se produjo más tarde y por obra de comunidades
que ya no eran de kurganes, aunque tuvieran, además del parentesco lingüístico, algunos de sus
rasgos característicos. Un caso significativo es el de los celtas, que colonizan, desde Francia, las
Islas Británicas y la Península Ibérica, realizando, en época histórica, movimientos hacia el este,
con una instalación en Anatolia.
La primera oleada de kurganes (1) se fecha 4500-4300 a.C. aprox.; la segunda (II), en 3500 a.C.
aprox., la tercera (III), en 3100-2900 aprox. Las tres estarían relacionadas con cambios climáticos
importantes, que afectan de un modo especial a los ganaderos nómadas en el invierno de
2009/2010 perdieron los mongoles en la estepa, a cusa de los intensos fríos, más de dos millones de
cabezas de ganado. El Periodo Atlántico (6900-4100 a.C.) fue una fase de calor y humedad, que
llegó a producir en la estepa rusa, hierba de 2 m. de altura con la consiguiente proliferación de los
caballos y de quienes vivían de ellos; eso motivó, verosímilmente, al final del período la primera
expansión de los kurganes por tierras de agricultores sedentarios. Entre 4100 y 3800 a.C. se
sucedió una fase cada vez más fría, que alteró el equilibrio biológico de las estepas; debió de
producir la segunda oleada migratoria de los kurganes. Finalmente, el Período Subboreal (3800600 a.C.) fue desecando progresivamente la estepa, por lo que debe de haber ocasionado la tercera
migración. En ese tipo de economía, el impulso migratorio viene provocando tanto por la
sobreabundancia de recursos como el déficit.
La idea tradicional de que los kurganes habían sido grandes hordas de jinetes procedentes de la
estepa rusa, que se habían extendido con gran violencia hacia el occidente, es, sin embargo,
insostenible. Las comunidades de agricultores situadas al noroeste del mar Negro revelan, a
mediados del quinto milenio a.C. -es decir, como consecuencia del primer movimiento de los
kurganes -un modelo de integración, que parece haber funcionado del mismo modo en sucesivas
migraciones. Por primera vez se manifiestan diferencias importantes en los enterramientos: pro
sólo unas pocas tumbas, en cada necrópolis, se distinguen tipológicamente de las demás,
mostrando una extraordinaria riqueza, y que nos han trasmitido los objetos de oro más antiguos
del mundo. Se trata, evidentemente, de una elite política, procedente de la estepa, que se ha
establecido en tierras ocupadas ya por agricultores. Están organizados en clanes, que, de un modo
u otro, han conseguido imponer su autoridad en las comunidades donde se han instalado. El
modelo difundido por los kurganes, y correspondiente a la primera fase de la indoeuropeización,
sería, por tanto, el de un control político de las comunidades sedentarias de agricultores por parte
de una élite de nómadas criadores de caballos. Una vez instaladas, esas élites se habrían
mantenido en el lugar, es decir, sedentarizadas; pero sus descendientes estarían volcados a la
expansión para reproducir el modelo en otras tierras. De esa forma la indoeuropeización habría
funcionado como un proceso continuo y sin grandes movimientos puntuales de población.
Figura 63 a-b-c-d. Santuario hitita de Yazilikaya.
A 2 km. de la capital de los hititas se encontraba su santuario nacional (a): una pared rocosa que
formaba dos galerías al aire libre y que probablemente había sido un santuario rupestre muy
antiguo. En esas galerías, una mayor (A) que la otra (B), se grabaron sobre la roca, en el siglo XIII
a.C., dos procesiones, integradas por un gran número de divinidades de ambos sexos. En un
principio, sólo una cerca separaba el recinto religioso del espacio exterior, pero luego se fueron
construyendo una puerta monumental y una serie de edificios complementarios. Yazilikaya es un
documento excepcional sobre la religión y la realeza hitita, aunque encierra muchos enigmas
iconográficos, así el llamado dios –espada (b), un relieve de tres metros de altura: de un puñal
clavado en la roca salen, a modo de pomo desproporcionadamente grande, pero destinado a
componer una figura humana, dos leones rampantes invertidos, dos protomés de león por encima
de ellos y, como remate, una cabeza convencional de dios con el casco cónico característico.
El principal problema que plantea la religión hitita es que la conocemos en una fase muy avanzada
y por unos textos de un carácter más administrativo que otra cos; y lo que conocemos es solamente
un tipo de religión oficial, donde a todas luces se han integrado muchos elementos de muy variada
procedencia en el tiempo y en el espacio, que en gran medida resultan reinterpretados. A lo que
llevaran como bagaje religioso los inmigrantes indoeuropeos llegados a Anatolia se sumó, igual
que en el ámbito de las instituciones políticas y jurídicas, lo que encontraron en ese territorio, tanto
de la población hática como de los hurritas; pero también hay influencias sirias y mesopotámicas,
directas o indirectas. Los “mil dioses de la tierra de Hatti” no fueron seguramente tantos, pero sí
muchísimos, porque todas las divinidades locales fueron incluidas en el panteón común. A su vez,
los dioses principales tenían nombres diferentes según el ámbito geográfico, como muestra una
plegaria del siglo XIII a.C.:” ¡Reina del sol de Arinna, reina de todas las tierras! En la tierra de
Hatti llevas el nombre de reina del sol de Arinna, pero en la tierra del cedro (Siria) llevas el
nombre de Herat.”.
En la galería A de Yazilikaya se encuentran hasta 63 figuras, identificables por el jeroglífico que
llevan al lado; aquí vemos a tres de ellas (c). a la cabeza del panteón está el dios responsable del
tiempo meteorológico, Taru o Tarhunt, que es el hurrita Teshub, representado también como un
toro, o encima de un toro. Es el "rey del cielo" y el "señor de todas las tierras". Lleva en la mano el
rayo, o la pata de toro con forma de boomerang, o la azuela, o, como en este caso, la maza. Su
condición de dios se muestra por la tiara cónica con seis cuernos delante u seis atrás, y por la
semi-elipse, que es un ideograma de "dios", repetida den el costado de la tiara. Se encuentra sobre
dos montañas (elemento iconográfico de tradición mesopotámica), pero divinizadas como Nanni y
Azzi. Tenía dos toros sagrados, Serri y Hurri, que se pueden ver al fondo; sus nombres significan
en hurrita "Día" y "Noche", lo que sugiere que son dos versiones del toro celeste. Su pareja es la
"diosa del sol Arinna", "madre del país", llamada por los hurritas Hepatu. Lleva la tiara cilíndrica
terminada en una corona almendrada. Se encuentra sobre una leona. La tercera divinidad, de
tamaño menor y con una corona menos importante, es el dios Sharruma; también está sobre una
leona y lleva un hacha muy larga. Debe de haber sido la divinidad masculina compañera de la
diosa del sol, junto a la cual suele aparecer representado como su hijo. Pero los textos hurritas lo
hacen hijo de Teshub, probablemente como resultado de una reorganización de esas divinidades
bajo la fórmula de familia biparental.
Un lugar principal de la galería A lo ocupa la imagen del Rey Tudhaliya IV con los pies sobre
sendas montañas, lo que es propio de los dioses; pero no lleva la tiara de cuernos sino el gorro
ajustado a la cabeza, característica de los reyes hititas. Hay, por tanto, una cierta ambigüedad en
su condición pretendidamente superior a la des resto de los humanos. En la galería B lo vemos
rodeado por el brazo del dios Sharruma (d), un gesto que, según el testamento de Hattusili,
significa honor y protección. El dios representa a mayor tamaño que el rey, y, por otro lado, al no
estar en presencia del dios supremo, su corona lleva los ideogramas de "dios", aunque tiene menos
cuernos y sólo por delante.
Figura 64. Representación más antigua de un caballo.
Realizada en hueso (hacia 5000 a.C.), procede de la cultura de Samara (6000-5000 a.C. aprox.),
en el curso medio del Volga, que dependía del caballo, aunque no sabemos si ya lo montaban. La
conversión en estepa, hacia el 8000 a.C. de una zona anteriormente más húmeda, situada entre el
Volga y el Don, obligó a sus habitantes a seguir a los caballos para encontrar los manantiales y las
zonas con hierba. Los duros cascos de los caballos salvajes rompían la nieve helada, dejando al
descubierto zonas donde podían encontrar alimento; además, el caballo no come la parte baja de
la hierba, que pueden aprovechar después ovejas y cabras. De cazadores y recolectores se
volvieron esas gentes ganaderos nómadas, y poco a poco fueron domesticando al caballo, que tiene
una singular importancia en el mito y en la religión de los pueblos indoeuropeos más antiguos. El
vocabulario que se puede retrotraer a la lengua originaria es consonante con ese género de vida;
por el contrario, los términos que corresponden, en las lenguas indoeuropeas, a agricultores
sedentarios están más diversificados, por lo que deben de haberse introducido cuando ya existían
varias lenguas indoeuropeas.
A partir del séptimo milenio fueron criados caballos en la estepa rusa, al mismo tiempo que ovejas
y cabras. Los más dóciles podían ser montados por los pastores para controlar los rebaños; y se
ordeñaban las yeguas, cuya leche se bebía, o se utilizaba para hacer mantequilla y queso. Pero
esos pastores se servían al mismo tiempo, de los caballos salvajes, con los que estaban muy
familiarizados. La ganadería del caballo, igual que la del toro, alcanzó un gran estímulo a partir
del quinto milenio con el uso del carro. En el segundo milenio alcanza una nueva demanda como
tiro del carro de guerra.
Figura 65 a-b. Batalla de Kadesh (1274 a.C.) y estatua colosal de Ramsés II.
Relieve (a) del Templo Grande, construido por Ramsés II (Reino Nuevo, Dinastía XIX) en AbuSimbel, cerca de la 2º catarata, para conmemorar la batalla de Kadesh. Una de las cuatro estatuas
colosales de Ramsés II (b), de 20 m de altura en posición sedente, que flanquean la entrada al
templo. Siguiendo las convenciones egipcias de la época, los enemigos se muestran en desorden, lo
que significa que están a punto de ser derrotados, mientras los egipcios, en perfecta formación,
aparecen como vencedores. Sin embargo, Ramsés había cometido un error estratégico muy
importante, y, si pudo presentarse en Egipto como vencedor, fue porque logró retirarse a tiempo,
evitando así la destrucción de su ejército, lo que también minoraba la victoria de los hititas. Eran
dos potencias muy fuertes, que habían conservado sus respectivos ejércitos tras la batalla y que se
disputaban el control de la región sirio-palestina; cabía esperar, por tanto, un nuevo
enfrentamiento. Así era como se resolvían esas diferencias, y tales victorias reforzaban el poder de
los soberanos. Sin embargo, para sorpresa de los historiadores, ocurrió algo revolucionario; las
dos potencias firmaron un tratado de paz y mutua cooperación entre iguales, asumiendo el estatus
quo. La tablilla de barro con la versión cuneiforme de se texto está colgada actualmente en el
vestíbulo del edificio de las Naciones Unidas, en Nueva York, como testimonio del primer tratado
de paz de la Historia.
La muerte del rey hitita poco después de la batalla, y las peripecias de la sucesión, fueron la causa
de que pasaran quince años hasta que se firmó el tratado; pero también de que las intenciones de
Ramsés llegaran a buen puerto, porque la amistad con Egipto significaba un refrendo para un
sucesor débil en el ámbito interno. El mérito de Ramsés fue manejar Kadesh como una victoria no
sólo de puerta adentro sino también en su negociación con el joven Hattusili, porque, desde esa
posición, pudo hacer lo que realmente quería: cerrar el frente de guerra con una situación estable
en la región sirio-palestina.
Figura 66. Los “Pueblos del Mar”.
Fragmento de un gran relieve del templo funerario de Ramsés III (1184-1153 a.C.) construido en
Medinet Habu. Es una batalla naval entre unos egipcios, que apuntan desde la izquierda con sus
arcos en buena formación, y una masa desordenada de enemigos incapaz de hacerles frente. Se
reconoce a los filisteos por su casco terminado en un penacho. A diferencia de los egipcios, los
invasores tienen las costillas bien marcadas, lo que debe de tener una relación con la hambruna
supuestamente causante de los movimientos migratorios de esos llamados “pueblos del mar”.
Figura 67. Jehu de Israel.
Uno de los veinte relieves que decoran el "Obelisco Negro", conmemorativo de las campañas de
Salmanasar III (periodo Neo-Asirio). Su inscripción ha proporcionado la primera confirmación
externa de la existencia de un reino israelita:"Jehu, hijo de Omrí" es el personaje que se arrodilla
ante el monarca sirio -quien, a su vez, se dirige en actitud de oferente al dios Assur, que legitima y
sacraliza el dominio sobre los demás pueblos (tema 1). Se trata, sin embargo, de un usurpador,
porque, según indica el libro bíblico de los Reyes, el fundador de Samaria, Omrí, fue el padre de
Ahab, no de Jehu.
Figura 68. Judíos vencidos y deportados.
Fragmento de un gran bajo relieve procedente del palacio de Nínive, cuyo tema es el asedio de la
ciudad judía de Lakish, varis veces citad en la Biblia, por el rey neo-asirio Senaquerib (siglo VII
a.C.). Estaba situada entre la llanura costera palestina y los montes de Judea, en un lugar
estratégico para la defensa de Jerusalén. Habría sido una de las ciudades cananeas conquistadas y
destruidas por los hebreos; y adjudicada, concretamente, a la tribu de Judá.
Se ha podido reconocer, en las excavaciones realizadas en el lugar, la rampa construida por los
sirios para facilitar el acceso a la ciudad amurallada, así como numerosos cráneos y puntas de
flechas. Recuperada su independencia, la ciudad cayó de nuevo en manos de los babilonios (errata
libro=asirios) bajo el reinado de Nabucodonosor II (586 a.C.). Las familias deportadas por orden
de Senaquerib se trasladan, con sus animales y sus enseres, custodiadas por los soldados. Abajo,
un vencido pide clemencia al rey, mientras crucifican a otro y trasladan a un tercero.
Figura 69. Pátera fenicia de plata dorada.
Procede de una tumba de Praeneste, en el lacio (Italia) y está fechada en la 1ª mitad del siglo VII
a.C. Una serpiente bordea la decoración, organizada en dos registros y un medallón central. El
registro externo, trata, posiblemente, un mito que no conocemos por otras fuentes, pero que se
encuentra en otra pátera similar. Un rey (o un noble) sale de ciudad a cazar montado en un carro
con una sombrilla, conducido por su ayudante. Se baja para abatir con su arco a un ciervo, al que
debe perseguir por las montañas. Mientras el ayudante se ocupa de los caballos, él descuartiza al
ciervo muerto para ofrecer los huesos a la divinidad. Lo hace a continuación, y ella lo recibe de
buen grado, mostrándose en forma de disco solar alado por encima de los altares. De las montañas
surge un gran simio en actitud amenazante, pero la divinidad en cuestión salva al héroe levantando
el carro hacia el cielo con sus brazos. Luego éste sigue cazando y se vuelve a encontrar con el
simio, al que derriba con su carro y da muerte en una lucha cuerpo a cuerpo. Finalmente regresa a
su casa sano y salvo. El registro interior está ornamentado con una fila de caballos y de aves.
Mientras el primer registro es de inspiración asiria, el círculo central tiene sabor egipcio, aunque
no está claro lo que representa. Un hombre con barba ha sido atado a un pilar, y luego otro
reduce, con la ayuda de sus perros a un tercer y cuarto individuos. Los fenicios distribuyeron esas
páteras de bronce o plata por todo el ámbito comercial del Mediterráneo que controlaban. Los
motivos de decoración forman parte de un repertorio reducido, donde se mezclan las esfinges, los
grifones y el disco solar alado con todo lo relativo a la caza y a la guerra. Destinadas a las
libaciones de las tumbas y a los ajuares funerarios de lujo, no eran fabricadas de modo específico
para los clientes de un área determinada. Se sospecha que se compraban en función de su distinto
valor, y no por lo representado en ellas; la amalgama iconográfica que muestran debía de servir,
como tal, para representar en forma vagamente idealizada el escenario exclusivo de los elementos
dirigentes de todas esas sociedades.
Figura 70. Relieve fenicio de marfil.
Procede el palacio asirio de Nimrud (finales del siglo VIII a.C.). La combinación del grifón con el
árbol de la vida responde a una larga tradición mesopotámica, porque ese animal fabuloso es en
realidad una combinación iconográfica del ave que simboliza el mundo superior con el león que
simboliza el mundo inferior. El grifón está representado con frecuencia en el arte neo-asirio. Es
esta versión fenicia, la cabeza es la de un pavo real, que procedente de la India, e había
introducido, como animal sagrado, no sólo en Mesopotamia sino en el resto del Próximo Oriente y
en las islas griegas del Egeo; lo tenemos ya en los grifones que decoran el salón del trono del
palacio de Cnosos en el segundo milenio A.C. Coge con el pico una de las flores de loto, mientras
se apoya sobre otra: el árbol de la vida del que se muestra como guardián es efectivamente, en este
caso, un loto. Los marfiles trabajados en las ciudades fenicias y del norte de Siria constituían un
artículo de lujo de gran demanda para decoración de piezas de mobiliario y otros muchos objetos.
El repertorio iconográfico es similar al de las páteras.
Figura 71. Proskýnesis.
En este relieve del palacio de Persépolis, se ha pretendido ver a un medo, con dos lanceros persas
tras él, haciendo al Gran Rey el tipo de saludo descrito por el historiador Heródoto: "Cuando los
persas se encuentran por el camino, se puede saber si pertenecen al mismo nivel social por lo
siguiente. En ese caso, se besan en la boca sin decir palabra; si uno es ligeramente inferior al otro,
lo que se besan son las mejillas; pero, si está muy por debajo, se inclina y hace la proskýnesis".
Sería, por tanto, un beso en las puntas de los propios dedos, manteniendo la distancia física y
haciendo una reverencia, con el cuerpo más o menos incurvado, mientras la otra parte permanece
impasible. Aunque no era un gesto de sumisión, ni debido en exclusiva al Rey, les parecía a los
griegos un modo adecuado de saludar a los dioses, pero no a los seres humanos. Algunos
personajes, como Alcibíades, entendieron que debían asumir el protocolo cuando estaban en
Persia; otros lo encontraban tan humillante que preferían comunicarse por carta, o buscando un
subterfugio como dejar caer un anillo oportunamente, para recogerlo.
Figura 72. La "Vía Real" de los Aqueménidas.
Figura 73. Arquero persa de los llamados "Inmortales" (hacia 510 a.C.).
La proximidad respecto de Babilonia explica sin duda que, a diferencia de lo que hicieron en
Persépolis, utilizaran los Aqueménidas en el palacio de Susa el ladrillo vidriado, en lugar de los
relieves, para la decoración de los muros. La extraordinaria calidad de esas piezas nos permite
imaginar, mucho mejor que en los relieves de Persépolis, el magnífico efecto de los frisos de
arqueros con su atuendo ceremonial. Por el historiador Heródoto sabemos que iban armados
también con lanzas, puñales y escudos, constituyendo al mismo tiempo la guardia del Rey y su
ejército de élite. Cuando salían de campaña, los acompañaban concubinas y sirvientes, que les
preparaban una comida de consumo exclusivo. Heródoto los llama "los diez mil inmortales" y
explica ese apelativo por el hecho de que las bajas eran inmediatamente cubiertas, se ha
sospechado, sin embargo, que haya habido un malentendido por su parte, confundiendo la palabra
"anausha" ("inmortal") con la palabra "anushiya" ("compañero"). Esos soldados participaron en
las distintas campañas con las que consiguieron los persas formar su imperio; también en las
llamadas Guerras Médicas, y, por lo tanto, en la Batalla de las Termópilas. Sus largas túnicas les
retaban movilidad frente a los hoplitas, y las armas de estos conseguían traspasar fácilmente las
corazas que llevaban debajo; por eso resultaban inferiores luchando con los griegos.
Figura 74. El imperio Persa en su mayor extensión, durante la dinastía Aqueménida.
Por el este llegaba hasta el Indo, incluyendo Afganistán y parte de Paquistán.
Figura 75. Palacio de los Aqueménidas en Persépolis.
En primer término, reconstrucción de una escalinata decorada con bajorrelieves que representan a
la guardia real, igual que en el palacio de Susa (fig.73). Daba acceso a la apadana, una sala
hipóstila destinada a la recepción de los representantes de dentro y fuera del Imperio por parte del
Gran Rey; es un elemento característico de los palacios persas. La apadana de Pasargadas,
construida por Ciro el Grande, y las de Persépolis y Susa, programadas y en parte construidas por
Darío I, son la mayores y más suntuosas. La apadana de Persépolis, que tenía dos escalinatas,
media 112 metros cuadrados y tenía 72 columnas de 20 m de altura. Fue destruida por Alejandro
Magno, pero, en el siglo XX, se ha conseguido volver a poner en pie 14 columnas. Al fondo se
pueden ver los restos del palacio de Darío I.
El conjunto de Persépolis fue la obra de toda una dinastía, que tardó sesenta años en terminarlo
(520-460 a.C.). Responde al deseo de Darío I de tener una capital consonante con el imperio
construido por Ciro el Grande se planifica y s realiza a escala colosal, porque debe ser mucho
mayor que los palacios de las satrapías. La hipótesis de que haya sido una especie de ciudad
sagrada, destinada a celebrar el festival del Año Nuevo, no se ha podido demostrar. Además de la
apadana, comenzada por Darío I y acabada por su hijo Jerjes, había una "sala de cien columnas",
que empezó Jerjes y acabo su hijo Artajerjes I. el palacio propiamente dicho era un conjunto de
edificios.
Figura 76. Escitas llevando al rey persa un caballo y dos torques.
En los bajorrelieves de la escalinata que conduce a la apadana de Persépolis se representó al Gran
Rey recibiendo el homenaje y los tributos, o dones, de los distintos pueblos -en número de veinte_
más o menos sometidos, o más o menos integrados en ese construcción peculiar que era el Imperio
Persa de los Aqueménidas. Son introducidos por soldados medos, como el que vemos aquí. Se
pueden distinguir por el atuendo, en este caso, a los escitas del otro lado del Cáucaso, que aportan
los necesarios y codiciados caballos, y también torques fabricados con el oro del que disponían y
que trabajaban con gran maestría.
Figura 77 a-b. El rey persa ante Ahura- Mazda.
Relieve de la tumba rupestre del rey Aqueménida Artajerjes II o III, en Persépolis. Las
inscripciones de Darío I y sus sucesores sólo citan a este dios, representado como un águila o
disco solar alado, un motivo de tradición iconográfica asiria y egipcia. Debajo aparecen
representantes de todos los pueblos sometidos, lo mismo que en la tumba de Darío.
Figura 78 a-b-c-. El enigma de la iconografía de Persépolis.
A primera vista, parece el toro el elemento más importante de la decoración. Toros androcéfalos
alados, integrados en la construcción como guardianes de las puertas (a), reproducían los del
palacio de Sargón en Khorsabad (fig. 19-b), pero con una altura de 6 m, consonante con las
extraordinarias dimensiones de los palacios Aqueménidas. Los capiteles, diseñados especialmente
para soportar las vigas de cedro de la techumbre, se adornaban con parejas de toro (b), aunque
también de grifones. Se podría ver ahí un simple recurso a la tradición mesopotámica, que ofrecía
grandes posibilidades para la decoración.
Sin embargo, en esos palacios el mensaje iconográfico tiene mucha importancia; y, tanto la figura
del rey persa como su fundamento religioso, constituyen una novedad. No es casual que no
aparezcan ahí los genios alados de los asirios, y que estén en su lugar los soldados de la guardia
del Rey. Por eso el motivo de la lucha del león con el toro (c), que tiene un lugar privilegiado en la
escalinata de acceso a Persépolis (fig.75), y que aparece hasta veintisiete veces en todo el conjunto,
sigue constituyendo un desafío de interpretación.la cuestión principal es determinar hasta que
punto ha sido utilizado como motivo mesopotámico tradicional, que se podría remontar hasta el
cuarto milenio a.C. y cuyo significado se nos escapa, y hasta qué punto incorpora un mensaje
especial en el contexto persa. Y la cuestión secundaria, que también tiene una dimensión
cronológica, es si se trata de interpretar el mensaje en clave astronómica, es decir, entendiendo
que el toro representa la constelación de Tauro y el león la de Leo.
Lo de la clave astronómica no está claro, entre otras cosas porque no nos funciona como
interpretación del motivo mesopotámico de la lucha entre el toro y el león, tan frecuente en los
sellos y que no ha podido ser explicado, por otro lado, la sustitución de tauro por Leo no encuentra
un eco en la orientación nordeste-suroeste del palacio, que tampoco se puede demostrar que haya
sido construido para celebrar el año nuevo (que coincidía con la sustitución del cuarto año
correspondiente a Tauro por el cuarto año correspondiente a Leo). La impresión general es que
Persépolis sirve a la exaltación de la monarquía persa. El León parece un símbolo del poder real,
que se muestra en la decoración del vestido del Rey y de su carro; aunque, el hecho de que, en la
entrada a la Sala de las Cien Columnas de Persépolis, el rey Jerjes se hiciera representar
luchando con un león y clavándole su daga sugiere que se veía como una fuerza a derrotar. ¿Cuál
era, entonces, la lectura del ataque del león al toro, que aparecía como guardián del palacio y
como sustentador de toda la construcción a través de los capiteles? Un sello de la Sardis
aqueménida, recuperado hace unos años, apoyaría la interpretación en el sentido de que el
combate entre el león y el toro representara la consecución del día, simbolizado por el león, y la
noche, por el toro.
Habría que asumir, entonces, que la lucha entre el león y el toro (un león atacando a un toro,
normalmente) simbolizaba, desde finales del cuarto milenio a.C. y a partir de algún lugar que
desconocemos, la lucha entre fuerzas contrapuestas, el conflicto natural y cósmico donde se
integraba el papel del rey como director de la comunidad y como mediador entre lo divino y lo
humano. El rol del león y el del toro habrían podido sufrir, entonces, sucesivas interpretaciones
hasta llegar a la fase aqueménida. Pero nos faltan sencillamente textos para poder entender la
función de esos animales en este último contexto y en el mensaje que pretenden transmitir.
TEMA 4
Figura 79. Los centros palaciales minoicos: gran tinaja de almacenamiento (pithos):
Procede de Cnosos, de la época de los primeros palacios minoicos, pero se han hallado otras
similares, algunas con tapa, en distintos lugares de la isla. Todas ellas llevan esas múltiples asas y
la decoración de cuerda, que indica lq forma en la que eran desplazadas. Muchas tienen la altura
superior a un hombre.
La base de la organización política, social y económica eran los grandes palacios, o centros
palaciales, como se suelen llamar, porque no se trata tan solo de residencias de reyes. Surgieron en
Knossos, Mallia y Phaistos (en la costa norte los dos primeros y en la costa sur el último), a
comienzos del segundo milenio, como centros administrativos de una clase dominante. Se trataba
de una élite que contaba con poder y riqueza, y que representaba el papel de intermediaria entre
los hombres y la divinidad; a lo que parece, su posición de dominio, y la organización del trabajo
que controlaba, eran aceptadas de buen grado. Esas construcciones tan complejas, con sus grandes
almacenes, sus talleres y sus archivos de tablillas, fueron el resultado del esfuerzo colectivo de una
población integrada, según todos los indicios, en un modelo económico redistributivo. Los
campesinos llevaban a los palacios, o a los centros administrativos más pequeños, sus cosechas,
algunos otros alimentos y materias primas como la lana, de acuerdo con las cantidades previstas y
apuntadas. Luego recibían las raciones de alimentos básicos y el grano para la siembra, así como
la ropa y utillaje que necesitaran. La confluencia en esos centros de lo que se obtenía, aunque no
fuera en su totalidad, y la existencia, dentro de ellos, de talleres de manufactura, permitían ir
cubriendo las necesidades no sólo de los productores de alimentos sino también de quienes estaban
dedicados a otras tareas. Permitía asimismo custodiar de un modo seguro el grano necesario para
llegar a la siguiente cosecha, y, en general, todas las reservas. Es del modelo de Mesopotamia y
Egipto.
Hacia 1700 a.C. una serie de terremotos destruyó estos centros palaciales y muchas viviendas. Los
cretenses reconstruyeron lo destruido y crearon nuevos complejos similares, decorándolo todo con
gran suntuosidad. Empieza así la fase neopalacial de la cultura minoica, caracterizada por su
proyección económica hacia el exterior. El objetivo de la producción ya no es sólo la subsistencia,
sino e disponer de un excedente que permita traer de fuera, por vía de comercio, artículos de lujo y
esclavos. Creta cuenta entonces con una flota, y podría haber desarrollado una especie de imperio
económico marítimo: la llamada talasocracia cretense. Pero hacia 1450 a.C.- según la cronología
establecida, a comienzos del siglo XX, por Arthur Evans -esa cultura, que nos deslumbra con su
vitalidad y con su arte, se colapsa, y ello por razones que están todo menos claras. Las
excavaciones arqueológicas muestran incendios y destrucciones en todos los palacios que habían
marcado el cenit de la bautizada por Evans como civilización Minoica, a partir de su mítico rey
Minos. Solo se salvó, en Knossos, el palacio propiamente dicho (si es que no fue reconstruido); el
área residencial adjunta, resultó destruida.
Figura 80 a-b. El fin de la Creta minoica y la erupción de Tera.
La teoría más difundida sobre la destrucción de los centros neopalaciales de Creta es la que lanzó,
en 1939, el arqueólogo griego Spyridon Marinatos. La atribuye a una gran erupción volcánica,
que se habría producido en una isla del archipiélago de la Cícladas, llamada Thera en la
Antigüedad y rebautizada más tarde como Santorini ("Santa Irene"). Situada a 112 km al norte de
Creta, Santorini es en realidad un enorme volcán, que se ha ido formando y transformando en los
últimos 1,8 millones de años con una larga serie de erupciones de distinta magnitud. Marinatos
imaginó que hacia 1450 a.C. se había producido una semejante a la del volcán Krakatoa, en
Indonesia, que había matado a unas 36.000 personas en 1883, porque un tsunami, con olas de 15
m, había barrido las costas de las islas vecinas.
Cerca de la moderna localidad de Akrotiri, en Santorini, comenzó en 1967 la excavación de un
asentamiento que se conoce como Pompeya minoica. La erupción del volcán ha conservado, muy
bien, bajo seis metros de cenizas, un pequeño poblado, que sorprende por la riqueza de su cultura
material: frescos de la misma calidad, e incluso mayor, que los de Knossos cubren por completo
las paredes de algunas estancias; y tampoco son inferiores la cerámica o el mobiliario. Las calles
estaban pavimentadas, con un sistema de drenaje por debajo. Las casas, de tres plantas algunas de
ellas, habían sido construidas con una estructura de madera resistente a los terremotos. También
se han encontrado tablillas escritas en el silabario Lineal A, es decir, minoicas. No se han hallado,
sin embargo, cadáveres, lo que indica que al menos ese lugar fue evacuado a tiempo. Es posible
que solo se tratara de un barrio de una ciudad situada mayoritariamente en un terreno
desaparecido tras la explosión volcánica.
Por otro lado, se ha podido establecer en 2006 una datación muy exacta de esa erupción, que ha
sido asumida con carácter general. Las dataciones realizadas algunos años atrás, a partir del
radiocarbono incluido en material orgánico de corta vida, como son las semillas, habían sido poco
precisas. Sin embargo, ya despertaban las alarmas, porque ofrecían un margen de fluctuación
entre 1663 y1599 a.C., que no se podía sincronizar con las destrucciones minoicas, como
pretendiera Marinatos. El extraordinario golpe de suerte ha sido el hallazgo de la rama de un
olivo que fue enterrado vivo por la lava. Eso ha permitido realizar un estudio muy completo, que
arroja una fecha de 1627-1600 a.C. con un margen de confianza del 95%. Incluso si se atribuye a
un posible error del 50% del cómputo de los anillos, debido a la irregularidad potencial del
crecimiento de la rama, sólo aumentaría en una década la fluctuación de la fecha. Son, por tanto,
unos ciento cincuenta años de diferencia con respecto a la datación propuesta por Evans para la
destrucción de los palacios minoicos (14560 a.C.). Aunque esa datación es discutida y se puede
llevar bastante más atrás, el hecho es que la erupción de Tera no ha podido ser la causa inmediata
del paso de la Creta minoica ala Creta micénica.
El primer fragmento (a) de este fresco minoico, hallado en Akrotiri y, por lo tanto, anterior a 16271600 a.C., pertenece a una escena que reproduce la salida de barcos desde una ciudad y su llegada
a otra: tal vez el tráfico entre la ciudad minoica situada en la isla de Tera y un puerto de Creta. El
segundo fragmento (b) es más enigmático. Lo que se ve en primer plano ha sido interpretado como
una representación de un tsunami, pero podría tratarse de un ataque o batalla naval. Las figuras
que aparecen en línea por debajo de los hombres que conducen el ganado son claramente
soldados, con los escudos en forma de torre recubiertos de pieles y los cascos formados por
colmillos de jabalí que conocemos bien como armamento micénico de la fase más antigua; pero no
necesariamente pertenecen a comunidades políticas micénicas, ya que podrían tratarse de
mercenarios utilizados por entonces en las minoicas.
El caso es que la ocupación de la isla por parte de los griegos micénicos parece la única
explicación posible del colapso minoico. La catástrofe de Tera puede haber ocasionado en Creta
pérdida de barcos y de muchísimas vidas humanas, muerte de ganado y destrucción de cosechas.
Cabe penar que eso haya facilitado la entrada en la isla a los micénicos, a la sazón clientes
comerciales de los minoicos, que se convirtieron en rivales y finalmente los desbancaron. La
continuidad de la Creta neopalacial durante acaso cincuenta años, o algo más, es compatible con
un aumento progresivo de la presencia micénica en la isla, aunque no haya dejado huellas
arqueológicas. Hasta es posible que haya sido el enfrentamiento entre los elementos dominantes de
los propios micénicos lo que haya causado las destrucciones de los palacios, porque el resultado de
esas destrucciones fue la existencia de un único centro palacial micénico en Cnosos. Sus archivos,
escritos ya en el sistema Lineal B, registran unas 100.000 ovejas, lo que constituye una cuarta
parte de las que tenía toda la isla en 1927, y unas 30 toneladas de lana. La nueva clase dominante
incluía, al modo micénico, personal militar y dignatarios civiles, que tenían asignada, como
remuneración por sus servicios, una parte muy importante del producto de las tierras trabajadas
por los campesinos.
Figura 81. Área de dispersión de la cultura micénica (Bronce Reciente)
Los primeros yacimientos del Neolítico se concentran en el área de Tesalia (Grecia Septentrional),
que fue colonizada desde Anatolia por población no indoeuropea. Sin embargo, los griegos
micénicos, que sí son indoeuropeos (Tema 3), desarrollan esa cultura en la Grecia Central (Beocia
y península Ática) y en determinadas regiones del Peloponeso. Son las áreas mejor comunicadas
con la isla de Creta y el mediterráneo Oriental, y eso es lo que hace posible la formación de la
cultura micénica. Los antepasados de los griegos micénicos habían empezado a entrar en la
Península Balcánica, por el norte, desde comienzos del Bronce Medio, si no antes; procedían, en
último término, de las estepas situadas al norte del Mar Negro, por lo que no tenían una palabra
para designar el mar. Tomaron esa palabra (talaza), y las artes de la navegación, de las
poblaciones prehelénicas. Como buenos criadores de caballos, encontraron en las llanuras de
Tesalia un lugar idóneo para su asentamiento, pero se extendieron por toda Grecia.
Figura 82 a-b. “Diosas de las serpientes” minoicas.
Así consideró el arqueólogo Arthur Evans a la primera figura (a), mientras que a la segunda (b) la
veía como una sacerdotisa. Ambas fueron halladas, junto con las conchas con las que se exhiben,
en el Palacio de Cnosos, en el nivel arqueológico correspondiente a la época minoica neopalacial.
La primera es una pieza muy reconstruida. Solamente el torso, el brazo derecho, la cabeza y una
parte del tocado son originales. En cualquier caso, sirven ambas para ilustrar la faceta
característica de la diosa madre minoica: su relación con la serpiente símbolo de fecundidad. La
primera figura lleva las serpientes enroscadas sobre el vientre. Es probable que la función tan
importante que, al parecer tenían en ciertos rituales atenienses casi mil años después proceda de la
época micénica y sea, a su vez, una herencia minoica.
Como en otros casos, los mitos habrían reinterpretados el ritual. La idea de que los hombres
nacían de la tierra (al igual que las plantas) por la intervención de la serpiente (en un sentido
vagamente fálico) se relacionó con una pretendida autoctonía de los atenienses –por lo demás
falsa- que reforzaba su derecho sobre el territorio y la antigüedad de su dominio. Cécrope, Erecteo
y Erictonio, reyes míticos del Ática (el territorio de Atenas), se imaginaban y representaban como
hombres-serpiente, nacidos de la tierra (los dos últimos llevan en el nombre el lexema griego
chthon-“tierra”). En el caso de Erictonio, conocemos el por qué. El dios Hefesto había intentado
copular con la diosa Atenea, cuyo rechazó provocó la caída del semen a la tierra, ahí se produjo la
gestación, que dio lugar a un niño. En una pieza de cerámica ática del siglo V a.C., se puede ver a
Gea (la madre-tierra) ofreciendo el niño a atenea, que lo recibe amorosamente, y a Poseidón, que
asiste a la escena como padre dispuesto a reconocer al hijo: una pareja de atenienses con un hijo
“autóctono”. Pero contaba la leyenda que atenea confió la criatura, metida en una cesta, a las
hijas de Cécrope, a la sazón rey de Atenas, prohibiéndoles que la destaparan. No hicieron caso, y
huyeron despavoridas, hasta precipitarse en el vacío de la acrópolis ateniense, cuando
descubrieron que lo que había dentro de la cesta era un bebé rodeado por una serpiente, o un bebé
mitad serpiente, según las versiones.
Figura 83. Escritura Lineal B.
Es un silabario, derivado del Lineal A de la Creta minoica. Como en las tablillas escritas en
Lineal B se ha utilizado el griego micénico, que es muy parecido al griego posterior, se ha lograd
descifrar la equivalencia fonética de casi todos los signos. Muchos de ellos coinciden con signos
del Lineal A; pero esas tablillas están escritas en minoico, que es una lengua desconocida para
nosotros. El minoico debía de ser bastante distinto fonéticamente del micénico, porque, incluso con
las adaptaciones del Lineal B, ese silabario no permite una trascripción exacta.
Figura 84. Pictogramas utilizados en las tablillas micénicas.
El personal del palacio que sabía leer el Lineal B (o no conocía la lengua en la que estaban
escritas las tablillas), podía, sin embargo, utilizar en cierto modo las que tenían pictogramas.
Como se ve, algunos de esos signos eran inmediatamente reconocibles; otros debían aprendérselos,
pero resultaba, en todo caso, fáciles de descifrar.
Figura 85. Una tablilla micénica.
Se muestra un ejemplo, con trascripción, lectura y traducción (tomado de J. L. Melena). Los cinco
primeros signos son silabagramas, que transcriben dos palabras micénicas (tossa phásgana,
“tantas dagas”. El sexto signo es el pictograma de la daga. Lo último es el numeral. En este caso,
el griego micénico es exactamente igual que el griego clásico. La falta de adecuación de la
trascripción se debe a las limitaciones del silabario: no existen, en principio, signos para sílabas
acabadas en consonante y no se puede distinguir entre las consonantes oclusivas de cada serie
(entre la b, la p y la ph, por ej.). Por eso tossa phásgana, se trascribe como to-s-pa-ka-na.
Figura 86 a-b-c. Micenas.
Situado en la región de la Argólide (noreste del peloponeso), es el lugar que da nombre a la
cultura característica del Bronce Reciente (1600-1200 a.C. prox. Según la cronología tradicional)
en la península Balcánica (el Heládico Reciente). A la primera fase de ese período (siglo XVI a.C.)
corresponden dos círculos de tumbas de pozo, que han proporcionado riquísimos ajuares
funerarios. De ahí procede un puñal de bronce con incrustaciones de oro y plata (a), atribuido a
orfebres minoicos, pero decorado al gusto micénico, el motivo oriental de la cacería del león está
protagonizado por guerreros micénicos, con los escudos en forma de torre, que ya vemos
representados en los frescos de Akrotiri (fig. 80 b), y con el característico escudo en forma de ocho
que decorará más tarde la fase micénica del palacio de Cnosos. También se han hallado, en esas
tumbas, sellos-sortija del tipo minoico, pero decorados con escenas de caza con arco desde un
carro, de lucha cuerpo a cuerpo con escudos de torre y de lucha de un hombre con un león. La
influencia de Creta sobre toda el área micénica, en esta primera fase, se aprecia igualmente en una
cerámica desarrollada en la región de Laconia y difundida por el resto del Peloponeso y la Grecia
Central, que procede la minoica.
El uso de máscaras funerarias de oro o de electrón (aleación natural de oro y plata) es
característico de los griegos micénicos. Aquí vemos (b) la llamada “de Agamenón”, porque
Schliemann, que fue quien excavó esas tumbas, creó reconocer en ella al mítico rey de Micenas,
organizador, según la tradición épica griega, de una expedición de los griegos a Troya, con el
propósito de vengar el rapto de su cuñada Helena a manos del príncipe troyano Paris. Aunque no
tenemos documentación escrita al respecto, cabe suponer que ese tipo de máscara pretendía
inmortalizar materialmente a un difunto muy especial, destinado a un eterno más allá en la morada
de los dioses. En la concepción griega conocida, esos individuos privilegiados son los héroes, hijos
de una divinidad y de un ser humano mortal, pero no sabemos cómo entendían la inmortalidad
estos griegos micénicos de la Edad Del Bronce. No hay nada, en cualquier caso, que permita
relacionar a Agamenón- un simple mortal, por lo demás-con esas tumbas.
En el siglo XIII a.C. se constituye en Micenas un centro palacial similar al del Pilos (Fig. 89),
aunque mas pequeño. Se amplia la muralla, dejando dentro de ella uno de los dos círculos de
tumbas de la fase anterior, y naturalmente el palacio. Es entonces cuando se construye la llamada
“Puerta de los Leones” (c). Las dos leonas rampantes en composición heráldica remiten al
Próximo Oriente, y también la columna, su es que simboliza el axis mundi (“eje del mundo”), es
decir, la comunicación del cielo con la tierra, y del mundo superior con el inferior. Ese es el lugar
de la epifanía de la divinidad, es decir, donde pierde el ser humano entrar en contacto con ella;
secundariamente, puede representar a la divinidad misma en forma anicónica. Pero en realidad no
sabemos por qué pusieron ese motivo en Micenas sobre la puerta de acceso al conjunto palacial, ni
cómo lo interpretaban. Lo que sí tenemos es un antecedente muy claro: un sello de piedra hallado
en una tumba de Micenas del siglo XV a.C., donde aparece la misma composición, con la única
diferencia de que las leonas son allí grifones. El motivo estaba por lo tanto, presente en micenas
desde un par de siglos atrás.
Figura 87 a-b. Ritual funerario de la Creta micénica.
Dos fragmentos de la decoración de un sarcófago de piedra hallado en la localidad cretense de
Hagia Triada, en el sur de la isla, junto a Festo. Es de medidos del siglo XIV a.C., por lo que
coincide con el final de la Dinastía XVIII de Egipto (época de Tutankamón), en que los contacto
con una Creta que ya estaba en fase de dominio micénico fueron intensos. A esa influencia se podía
deber el hecho insólito, entre los minoicos, de utilizar los frescos para temas funerarios. Pero el
propio sarcófago, tan ricamente decorado, y que constituye una pieza excepciona, se podría
explicar también por la tendencia de los micénicos a realzar las tumbas de los personajes más
importantes (fig. 86). Probablemente sea el difunto, un príncipe micénico, quien aparece
representado (a) junto a un árbol de la vida y delante de un palacio o santuario (o representación
simbólica del sarcófago, o del acceso al mundo subterráneo), recibiendo ofrendas de animales y un
barco para su viaje por el más allá.
El segundo cortejo (b) muestra dos figura femeninas, con la piel clara, en constaste con la oscura
de los varones, que se dirigen hacia la entrada de un ámbito sagrado, marcado por dos postes
sobre dos pilares o montañas (un conocido elemento icnográfico del próximo oriente), coronados
por la doble hacha minoica y por una ve. Acarrean un líquido que derrama una de ellas en un
recipiente grande, situado entre los dos postes, se sospecha que sea la sangre de los animales cuyo
sacrificio está representado en el lado opuesto del sarcófago; tal vez estuviera destinada al difunto,
porque en la Odisea los muertos beben sangre en su otra vida.
El ritual se acompaña con instrumentos musicales: una figura masculina toca una lira de siete
cuerdas (la representación más antigua de la lira en Grecia), y en la escena del sacrificio otro
hombre toca una doble flauta. Las mujeres tienen, en cualquier caso, un papel destacado en el
ritual: algunas de ellas visten con un manto y un tocado especial, lo que también ocurre en el cado
de los dos músicos.
Fig. 88 a-b-c-. Religión micénico-minoica
Sobre las mutuas influencias entre minoicos y micénicos dentro de Creta, durante la fase micénica,
a la que atribuyó el arqueólogo Evans una duración de medio siglo, pero que parece haber sido
tan larga como en el resto del territorio micénico (hasta 1200 a.C. aprox.), no sabemos nada.
Suponemos que fueron relaciones entre dominadores y dominados, pero no sabemos cómo
evolucionaron. Las “tumbas de los guerreros”, que aparecen en torno a Cnoso, la decoración de
la cerámica y hasta el estilo de los frescos del palacio transmiten un clima militar y una rigidez que
antes no había, pero esa evidencia se refiere a la clase dirigente. Los grandes dioses de la Grecia
continental –Zeus, Posidón, Hermes, Hera, Atenea, Ártemis, y el propio Dionisio- fueron
introducidos en Creta por los micénicos, aunque también sobrevivió el culto a las divinidades
locales. Algunas figuras y algunos mitos se reinterpretaron. Pero sólo tenemos datos puntuales
sobre esos aspectos; nada que permitía reconstruir el panorama religioso, o definir, con cierta
precisión, las personalidades que eran objeto de culto. Las numerosas y variadas figurillas,
encontradas en los santuarios de las cumbres montañosas y del campo, correspondientes a la Creta
minoica, micénica y postmicénica siguen siendo enigmáticas. Ni siquiera está clara la distinción
entre las representaciones de oferentes y de divinidades; y, y cuando parece que se trata de esto
último, tampoco somos capaces de reconocer la supuesta figura divina (a). Hay algún testimonio
arqueológico de sacrificios humanos, y de canibalismo ritual practicado con niños,
correspondiente a la Creta minoica, pero nada de eso aparece en los frescos y tampoco sabemos
cómo se integraba en la religión.
La propia religión micénica resulta muy enigmática. La mención, en los documentos en Lineal B,
de las principales divinidades griegas no nos permite atribuirles los rasgos con los que las
conocemos en la Época Arcaica. Porque tenemos buenas razones para suponer que el panteón
griego se ha consolidado en el primer milenio a.C., con nuevas influencias orientales y con un
amplio movimiento y reorganización de poblaciones helénicas y prehelénicas. Por otra parte, esos
documentos no tratan cuestiones religiosas ni aspectos del culto. En los numerosos sellos
encontrados, vemos altares situados al aire libre y asociados a árboles sagrados y a fuentes, con
presencia de animales, que son toros o cabras; debe de tratarse de los lugares de culto,
identificados como tales por los exvotos, que se han hallado bajo muchos santuarios construidos
siglos más tarde. Es decir, que los templos conocidos en la Época Arcaica perpetuaban muchas
veces lugares sagrados de época micénica, pero ese es un hecho muy común, también cuando se
suceden religiones distintas. Las áreas de los centros palaciales destinadas al culto reflejan
procesiones rituales, con depósitos de ofrendas (fig. 91); sabemos también que se hacían libaciones
y sacrificios de animales. Es común, en esas áreas, lo mismo que en las domésticas, la presencia de
figurillas de terracota: exvotos, presumiblemente, en el primer caso, y objetos destinados a atraer
lo bueno y a repeler lo malo, en el segundo.
Los sellos-sortija de oro y los sellos de piedra tallados en contexto arqueológico micénico, que son
de tradición minoica, ofrecen imágenes muy sugestivas. Precisamente cuando se produce la
destrucción generalizada de los centros minoicos y Creta pasa a ser micénica, las escenas de
guerra y de caza de los sellos más antiguos son sustituidas, en los nuevos sellos, por escenas de
contenido religioso; pero su gran diversidad no permite integrarlas en un conjunto coherente, y
tampoco sabemos las razones por las que el dueño del sello se decantaba por un motivo u otro.
Aparece, por ejemplo, una divinidad sentada en un trono (b) y recibiendo ofrendas por parte de
una especie de genios teromorfos (formas monstruosas, donde se combinan rasgos y elementos de
distintos animales y también humanos), en una composición que remite al Próximo Oriente,
también por el atuendo. En otro anillo, hallado en Micenas (C), pero importado seguramente de
Creta, hay una figura femenina central, asociada a otra figura femenina, y a una masculina, en
actitud de arrancar un árbol. Sobre esa representación se ha discutido mucho, pero no sólo
ignoramos el mensaje iconográfico sino la identidad diosa/sacerdotisa de las figuras femeninas, un
problema que se repite en otros sellos.
Figura 89. Pilo(s).
Es el centro palacial más grande de todos los micénicos y donde se ha encontrado el archivo con
mayor número de tablillas. Estaba situado muy cerca del mar, en el suroeste del Peloponeso y fue
construido en el siglo XIII a.C., igual que el de Micenas. Como todos los palacios micénicos, y a
diferencia de los minoicos, tiene un megarón, que es un conjunto integrado por tres piezas: un
pórtico, un vestíbulo y una gran sala sustentada por cuatro columnas, en cuyo centro, abierto por
arriba, se sitúa un hogar circular (nos 8-10). Esta sala se considera como un área de culto,
destinada a realzar la importancia político-religiosa del wánax. Todo lo que la precede, desde el
exterior (nos 1-7), es un área de representación, con un gran patio central, que servía de recepción
para cuanto se entregaba en el palacio y se redistribuía. Muy cerca de la puerta están los archivos;
alrededor de ese núcleo se encuentran los almacenes y los talleres. Lo demás son zonas de
viviendas de distintos tipos. Y, como una construcción aparte, se encuentra el santuario. Los
centros palaciales más pequeños siguen el mismo esquema, porque las necesidades y el
funcionamiento son similares.
Figura 90. Reconstrucción de la sal principal del megarón del palacio de Pilos
En el siglo XIII a.C. hacía mucho tiempo que los griegos micénicos habían asimilado la cultura
minoica, y desarrollado la suya propia combinando muy distintos elementos; por entonces, incluso,
eran ya los dueños de Creta y habían creado en la isla un centro palacial al modo micénico. En el
siglo XIV a.C., se aprecia en distintos palacios de la Grecia peninsular la presencia de decorados
itinerantes, que repiten modelos y detalles, siguiendo las pautas del palacio de Cnosos en su fase
micénica. Pilos debió de ser el lugar más suntuoso. En la imagen se puede ver un escudo en forma
de ocho, como los que decoran el palacio de Cnosos y que ya estaban documentados en los ajuares
de los círculos de tumbas de Micenas (fig. 86).
Figura 91. Mujeres micénicas
Reconstrucción de un fresco hallado en el palacio micénico de Tebas (Beocia, Grecia Central),
donde se representa una procesión de oferentes (siglo XIV a.C.). Aunque el cabello y el vestido son
de imitación minoica, se aprecia, al igual que en la última fase del palacio de Cnosos, el hieratismo
y la composición en serie que tanto contrastan con el estilo de la Creta anterior y el de los frescos
de Akrotiri.
Figura 92. Los últimos micénicos.
El “Vaso de los Guerreros” fue hallado en la acrópolis de Micenas. Pertenece a la última fase
micénica, subsiguiente a las destrucciones de los principales centros, a finales del siglo XIII a. C.
El siglo XII a.C. es un período de inestabilidad; los centros que se abandonan registran una cierta
continuidad, aunque decadente: la homogeneidad de la cerámica en la fase anterior se ve
sustituida por una serie de estilos locales, lo que implica una recesión del comercio. Estos
guerreros van muy bien pertrechados: llevan coraza, grebas y casco; un escudo redondo y una
lanza. Otras cráteras del mismo tipo se decoran con carros de guerra, escenas de lucha y cacerías.
Figura 93. Juegos de toros minoicos.
Esta representación, que decoraba una de las paredes del palacio de Cnoso, se encuentra también
en sellos-sortija y está documentada en algún fresco de los palacios micénicos. No es una
tauromaquia, porque no se trata de una lucha con el toro. Tampoco es una taurokathapsia
(taurocatapsia), porque ese es un término que aplican las fuentes griegas a unas prácticas de la
Tesalia del siglo V a.C., que tienen ciertas semejanzas con lo minoico pero también importantes
diferencias. Vemos lo que vemos, y es poco lo que podemos añadir, como resulta habitual en el
contexto minoico, a lo que vemos. Se trata de una acrobacia practicada por un hombre, que tiene,
posiblemente, una implicación religiosa.
En sus contactos con Creta, los micénicos llegaron a conocer esos rituales. Es posible que los
asumieran, pero que los transformaran; o tal vez el cambio se produjo en las llanuras de Tesalia,
la región de la Grecia Septentrional que se conoce tópicamente como “criadora de caballos”. De
acuerdo con nuestra información, se celebraba allí una fiesta religiosa, que había pasado al Asia
Menor: un jinete fatigaba a un toro, haciéndole correr; cuando ya estaba a punto, saltaba sobre él
agarrándose a los cuernos con el propósito de producirle la muerte por fractura de la zona
cervical.
El toro de Creta, con sus manchas en a piel, es el bos primigenius, la especie desaparecida en el
siglo XVII d.C. y considerada tradicionalmente como el antepasado del buey doméstico, que habría
hecho posible, tirando del arado, la gran eclosión demográfica del Neolítico. Hoy sabemos, sin
embargo, con criterios genéticos, que no fue ese toro europeo el instrumento de su agricultura sino
una especie originaria de Asia Menor, domesticad en la alta Mesopotamia hacia el 10.000 a.C.
Figura 94. Dialectos y grupos dialectales del griego post-micénico.
A comienzos de la Época Arcaica (siglo VIII a.C.), encontramos la lengua griega diversificada en
una serie de variantes dialectales, como consecuencia de los movimientos de poblaciones y de las
condiciones de vida características de los llamados siglos oscuros. El desarrollo de ese proceso es
discutido en algunos aspectos, pero los términos generales están claros. En una parte de la antigua
Grecia micénica (el sur y el noroeste del Peloponeso) y en la isla de Creta, el griego dominante es
el dorio. En la Grecia Central, sin embargo, la antigua área micénica de Beocia (con Tebas y
Orcómeno) habla una variante del griego que se parece a la de Tesalia, en el norte, y a la de la
isla de Lesbos y el norte de la costa de Asia Menor. En cuanto a Atenas, la isla de Eubea, algunas
otras islas próximas, y la parte central de la costa de Asia Menor, hablan otra variante,
diversificada en jónico y ático, el norte del Peloponeso y la Grecia noroccidental presentan
afinidades con las zonas dorias.
Figura 95. El alfabeto griego.
Como se puede comprobar fácilmente, el alfabeto griego procede del alfabeto fenicio. Pero, al
tratarse de dos lenguas con una fonética muy distinta, fue necesario hacer adaptaciones, por
ejemplo, para representar las vocales. El proceso parece haberse iniciado en la isla de Chipre,
que, en los siglos IX-VIII a.C. era lugar de intercambio comercial entre fenicio y griegos.
La segunda columna muestra los signos utilizados por el griego en la Época Arcaica, y la última,
el alfabeto griego de Época Clásica. La importante ciudad de Mileto, en Asia Menor, muestra una
fase intermedia, mientras que Beocia, poco comunicada con el exterior, conservó una forma muy
arcaica, El alfabeto latino también es una derivación del fenicio (a través del griego).
Figura 96 a-b. La Guerra de Troya y Homero
Ánfora monumental de terracota (a) procedente de Mykonos (islas Cícladas) de un tipo que sólo se
produjo en el siglo VII a.C. Estaba toda ella decorada con escenas de la caída de Troya. Aquí se
puede ver el caballo de madera en el que, según la leyenda, se habían escondido unos guerreros
del ejército sitiador para poder abrir desde dentro las puertas de la ciudad. Los demás habrían
hecho ademán de retirarse, dejando el caballo como ofrenda; los troyanos cayeron en la trampa.
La toma y saqueo de Troya no aparece en la Ilíada, que narra un episodio anterior, acabando con
la muerte de Héctor, el príncipe troyano defensor de la ciudad. Sin embargo, otro famoso poema
épico, la Iliupersis, del que sólo se han conservado unos pocos versos, empezaba precisamente con
los troyanos celebrando su victoria y discutiendo sobre lo que debían hacer con el caballo.
La epopeya es el género literario que primero florece entre los griegos; en la época de formación
de la polis les proporciona una historia común, un aparato mitológico y novelesco, y también unos
referentes religiosos y morales. Los poemas de mayor calidad en relación con estos aspectos, y en
su vertiente literaria, la Ilíada y la Odisea, fueron atribuidos a un supuesto poeta ciego y nacido en
Asia Menor, llamado Homero, lo que no ha sido aceptado por la filología moderna, que aprecia
una diferencia importante entre los dos. Para Grecia, Homero era una figura emblemática, cuyos
versos aprendían de memoria los niños en las escuelas.
Figura 97 a-b. El mito de Europa
Representa el reconocimiento por parte de los griegos de su deuda cultural con la Creta minoica
del segundo milenio a.C., por un lado; pero también con el Oriente del primer milenio a.C.,
representado por los fenicios. En los dos ámbitos tenía el toro una larga tradición sacral, asociada
a la realeza y a la fertilidad de las comunidades. La cerámica del siglo VI a.C., con piezas como la
que vemos aquí (a), difunde por el Mediterráneo la imagen de la joven a lomos de un toro,
necesariamente negro; necesariamente rojo aparece en la cerámica ática del siglo V a.C.; sólo lo
representa blanco, como debe ser, la cerámica tricolor de la Magna Grecia, en una crátera de
Asteas (hacia 340ª.c.). De blanco estaría pintado seguramente en la metopa dedicada a ese tema en
el templo que tenía la diosa Hera en Selinunte (una de las colonias griegas más importantes de
Sicilia) y que fue construido hacia el 550 a.C.
Europa (“la de amplia visión”) es hija de un rey de Tiro –la ciudad representativa de los fenicios
–a quien rapta el mismísimo Zeus, cabeza del panteón griego, metamorfoseado en un toro blanco.
No evoca este mito la habitual violencia con la que conseguían su mercancía los traficantes de
esclavos por todo el Mediterráneo. La joven acaricia a un toro que se le acerca mansamente, y,
siguiendo el impulso de Eros, se deja llevar por él hasta la isla de Creta. Ahí engendran ambos a
Minos y a Radamantis; respectivamente, el mítico rey que ha dado su nombre a la cultura minoica,
y el juez de los muertos. En esta vasija aparece Europa cruzando el mar como una novia a quien
conduce el esposo hasta el hogar, donde se consumará el matrimonio. Por eso vemos la imagen de
la victoria (Niké), característica de la iconografía nupcial. Por orden del padre, salieron en busca
de la princesa los hermanos de Europa, que recorrieron el mediterráneo y se asentaron en
distintos puntos –como los fenicios- sin encontrarla. El más famoso era Cadmo, quien se instaló en
Tebas y enseño a los griegos el alfabeto, por lo cual llamaban a esos signos “cadmeos”. Hoy
sabemos que la conexión de Cadmo con Tebas se remonta a una peculiar presencia oriental en la
Tebas micénica (fig.21), que habría dejado sus huellas en la memoria local.
La segunda imagen (b) recoge el anverso de una moneda de la ciudad cretense de Gortina (siglo IV
a.C. Muestra a la joven sobre el olivo que simboliza a la ciudad de tiro; está esperando al Toro,
representado en el reverso. Según la leyenda, se habría producido la unión de Zeus y Europa en
Gortina, una de las “noventa ciudades” que atribuye a la isla, en su fase doria del primer milenio
a.C., el poeta de la Odisea. Esas ciudades, en las que registra el mismo poeta una extraordinaria
mezcla de pueblos y de lenguas, lograron, desde finales del siglo VII a.C., asumir ordenamientos
jurídicos que les dieron estabilidad, mientras, en el resto del Mundo Griego, se veían afectadas las
poleis por la confrontación interna. Centenares de inscripciones documentan esa situación; pero
muy especialmente la ciudad de Gortina, donde se han podido recuperar en gran medida las leyes
grabadas, en el siglo V a.C., en las paredes de un edificio público. El llamado “código de
Gortina”, que refleja la situación especialmente favorable de las mujeres en la Grecia doria (por
eso también en Esparta), da una idea del funcionamiento de esas comunidades en las épocas
arcaicas y clásica.
Es posible que los griegos interpretaran la realidad jurídica de Creta como tradición minoica; en
cualquier caso, reconocían el mítico rey Minos de los cretenses como autor de las leyes más
antiguas. Se las habría inspirado Zeus, padre de Dike, la justicia, y por eso se les podría atribuir
un valor universal:” La mejor prueba de que Minos era un buen legislador es que sus leyes han
permanecido inamovibles, por ser las de alguien que había encontrado la correcta verdad en lo que
toca ala administración de la polis” afirma el filósofo Platón, haciendo a Minos hijo de Zeus, el
mito de Europa permitía asumir la tradición cretense como tradición griega, integrando en lo
prehelénico en una Hélade construida por los griegos indoeuropeos y presidida por la divinidad
celeste de nombre indoeuropeo, Zeus, a quién se había convertido en padre de los dioses y en
garante del orden establecido por la civilización; es decir, no sólo dentro de cada comunidad sino
también en las relaciones externas.
Figura 98. Procesión y sacrificio
Tablilla votiva (pínax) de madera policromada; hallada en una gruta consagrada a las Ninfas de
en la región de Corinto (Grecia Central). Se ha fechado en 540-530 a.C. La escena representa la
llegada al altar de una procesión cuyos integrantes llevan coronas de olivo. La encabeza una mujer
con una jarra en la mano, destinada a las purificaciones, que sujeta con la otra una cesta donde
transporta sobre su cabeza objetos de uso ritual. Le sigue un niño, que conduce una oveja
destinada al sacrificio, y otros dos algo mayores, tocando una lira y una flauta respectivamente. A
continuación van dos muchachas portadoras de ramas de olivo, y, cerrando el cortejo, una figura
masculina muy mal conservada, que aparece en la imagen y que podría ser el padre de la familia.
El papel destacado de las mujeres en esta ceremonia concuerda con nuestra información sobre el
resto de Grecia.
El sacrificio era un elemento característico tanto de la piedad familiar o individual como de la
piedad de la polis, es decir de la religiosidad pública. Se utilizaba en esos dos ámbitos para
intentar remediar una falta cometida contra los dioses, o para conseguir de ellos un bien deseado,
o sencillamente para honrarlos en los actos de culto establecidos. Se distinguía entre el sacrificio
incruento, en el que se quemaban frutos o tortas, y sacrificio cruento, en el que se daba muerta a un
animal. La especie, el sexo, la edad y el color de la víctima estaban determinados por el ritual: por
ejemplo, los animales negros eran destinados a las divinidades del mundo subterráneo, y los
blancos, a las celestes. En principio, el sacrificio se entendía como una privación de un bien, que
se ofrecía a la divinidad; por eso debía ser el mejor, y además, las víctimas se engalanaban con
guirnaldas, y, en su caso, se les pintaban los cuernos.
Aunque el ceremonial de los sacrificios cruentos tenía sus diferencias, había un esquema básico. Se
empezaba por ofrecer a la víctima, quemando, en el altar un mechón de pelos cortados de la
cabeza junto con granos o espigas de cereal. Luego se purificaba con agua. A continuación, el
sacerdote le cortaba la garganta, dirigida hacia arriba o hacia abajo, según el tipo de divinidad
del que se tratara. Finalmente se despedazaba, quemando en el altar o bien las entrañas, o bien
otra parte, en la idea de que el humo era lo que transfería la victima a la divinidad. El resto se
repartía entre los presentes, tomando su parte primero el sacerdote. Lo de compartir las víctimas
con los dioses tenía un sentido de comunión religiosa; sin embargo también encontramos, en
autores antiguos de la época ya avanzada, comentarios jocosos sobre la práctica de dejar para los
dioses las partes del animal que resultaban incomibles, de suerte que el sacrificio era en realidad
un banquete más o menos abundante. En ocasiones excepcionales se hacía una hecatombe, lo que
significa que mataban cien bóvidos.
Figuras 99 a-b-c. Los juegos panhelénicos
Cuando el pintor Clitias decora la crátera ática conocida como "Vaso François" (hacia 570 a.C.)
con una carrera de carros (a), hacía ya dos siglos que se venían celebrando los Juegos de Olimpia.
El vaso pretendía mostrar los juegos fúnebres en honor de Patroclo que había celebrado el Aquiles
de la Ilíada delante de las murallas de Troya; pero quienes lo veían debían encontrar en él,
sublimadas por la epopeya, las mayores celebraciones de su tiempo, identificándose con los
espectadores que llenaban las gradas y se apiñaban alrededor de la pista. Casi todas las ciudades
celebraban juegos en honor de las divinidades a las que rendían mayor culto, pero había algunos
que reunían competidores de todas las procedencias. Cada cuatro años se celebraban en Olimpia,
bajo el patrocinio de Zeus; y también en Delfos, bajo el de Apolo. En Corinto los juegos Ítsmicos,
en honor de Posidón y en la Argólide los Nemeos, como homenaje a Heracles y con el carácter de
juegos fúnebres, tenían lugar cada dos años.
La celebración de los juegos imponía una tregua sagrada a las guerras, transformando la
permanente contienda de las ciudades griegas en competencia amistosa por una gloria personal,
que engrandecía a la ciudad representada por el ganador. El poeta Píndaro compuso decenas de
Odas, de gran solemnidad, para celebrar a esos vencedores; se trataba de aristócratas, que se
habían integrado artificialmente en los linajes de los héroes de la epopeya. Los juegos más famosos
eran los de Olimpia, que servían para fechar los acontecimientos; se desconoce su origen, pero los
griegos establecieron en el 776 a.C. su comienzo, y ahí sitúan los historiadores modernos el
verdadero inicio de la historia de Grecia. Se celebraron hasta el 393 d.C., en que fueron prohibidos
por el emperador Teodosio I (tema 9). Olimpia no era una ciudad sino un enorme santuario y un
complejo de instalaciones deportivas; por eso quienes acudían a los juegos debían acampar en
tiendas. En ese congreso panhelénico al más alto nivel se trataban cuestiones políticas y se
establecían acuerdos comerciales. Los deportistas se mezclaban con artistas y poetas, que también
ofrecían sus respectivos talentos a una muchedumbre de asistentes.
El espectáculo más ostentoso, y también más emocionante, era el de las carreras de carros, donde
competían los dueños de las cuadrigas, que no solían ser los aurigas. Podían competir hasta
cuarenta, en un recorrido de unos 15 Km., que implicaba 24 giros de 180 grados en torno a los
postes situados en los extremos del estadio. Los accidentes eran muy numerosos; a veces el
vencedor era el único que había concluido la prueba. Los aurigas llevaban túnicas blancas, pero
en las demás competiciones prevalecía el cuerpo desnudo, con el sexo ligeramente protegido.
Había varios tipos de lucha. Aquí vemos el boxeo (b), presenta ya en los frescos de Akrotiri, que se
concebía como una lucha a ultranza, pero sin armas. En este representación del siglo VI a.C.,
podemos ver los nudillos rodeados por correas de cuero sujetas en el antebrazo; en el siglo IV a.C.
se utilizaban ya guantes, que dejaban libres los dedos pero reforzaban los nudillos con varias
capas de cuero. Sólo en época romana se aumentaba la fuerza de la pegada añadiendo al guante
piezas de hierro o plomo. Los distintos lanzamientos de disco y jabalina, y los saltos con halteres,
constituían otra serie de competiciones, y también había varios tipos de carrera (c).
Figura 100. Áreas afectadas por las colonizaciones griegas y principales colonias.
Existía, una serie de asentamientos menores o factorías, que dependían de los más grandes, como
es el caso de Ampurias, inicialmente, con respecto a Massalia (Marsella).
Figura 101. La copa de Arcesilao (hacia 560 a.C.).
En esa época la polis espartana vive su apogeo político y económico. Encontramos su cerámica
“laconia”, de paredes muy finas y exquisita decoración, en las ricas ciudades de Asia Menor, la
Magna Grecia y Etruria, donde era muy apreciada. Este es el fondo de un gran Kýlix (una copa
muy plana con dos asas) hallado en Etruria, que representa al rey Arcesilao de la polis de Cirene,
una colonia fundada en el norte de África (en la llamada Cirenaica, hoy en Libia) por la polis de la
isla de Tera (Santorini). Llegó a ser muy próspera, no sólo por la fértil tierra de que disponía sino
por sus actividades comerciales. Como símbolo del estado, con el cetro en la mano, el rey preside,
sobre la cubierta de un barco, la pesada y embalaje de una mercancía que van almacenando en la
bodega. Según indica uno de los rótulos, se trata del silphion, cuya resina (asafétida, o “estiércol
del diablo) tenía una gran demanda, y constituía un monopolio de Cirene. A pesar de que su fuerte
olor resulta en Europa desagradable, era utilizada por los antiguos con fines culinarios,
medicinales y cosméticos; los orientales la siguen teniendo en gran estima. Por encima de la
escena, un mono, un ibis y otras aves exóticas del escenario africano.
Figura 102. A-b. La moneda griega
Para comprar y vender no es necesaria la moneda. Lo único necesario es una noción de propiedad,
similar a la que funciona en el trueque (intercambio de bienes), y la noción de precio, como algo
distinto a la noción de valor. En la compraventa, una de las partes se identifica como vendedor
porque a los bienes de cuya propiedad desea transferir les asigna un precio; y la otra parte se
identifica como comprador porque adquiere esos bienes mediante el pago correspondiente de ese
precio. El precio y el pago son nociones independientes: el precio corresponde al bien destinado a
la transacción, por lo que tiene entidad con independencia de que se llega a producir; el pago es
un elemento de la transacción misma. Se puede establecer el precio por referencia a un bien de
cotización común - un determinado objeto metálico, como un trípode o un hacha, o una cabeza de
ganado- y se puede establecer el pago en otro bien que tenga a disposición el comprador y que
acepte el vendedor -por ejemplo grano, o aceite. En esos casos, lo que podría parecer un trueque
es sin embargo una compraventa, porque la materialidad del negocio se basa en una realidad de
naturaleza jurídica, que tiene su reflejo en el léxico.
La evolución del medio de pago, en el Mundo Griego, hasta llegar a la moneda propiamente dicha,
es compleja y no sigue una línea continua. En el comercio del ámbito micénico se utilizaron
lingotes de bronce y pepitas de oro y plata al peso. Sin embargo, en los "siglos oscuros" que
separan de la Edad de Bronce de las primeras emisiones monetales, se encuentran objetos
diversos, como trípodes, calderos o hachas de bronce. Pero son objetos que, en el ámbito de las
epopeyas situada por los poemas homéricos en la Edad de Bronce, funcionan como presentes de
intercambio, como premios en carreras (fig. 99) o como medios de rescate de cautivos; y se trata
de objetos que se depositaban en los santuarios. Remiten, por lo tanto, a prácticas que no son de
carácter comercial y que tienen connotaciones religiosas. Con la reactivación del comercio, a
comienzos de la Época Arcaica, esos objetos de curso común empiezan a ser utilizado para
establecer el precio de las mercancías, aunque no sabemos cómo se produjo el salto desde un
ámbito hasta otro. En cualquier caso, la función comercial de esos objetos tuvo una vida muy
corta.
Los antecedentes de la moneda griega hay que buscarlos, por un lado, en las pepitas de metales
preciosos y, por otro, en el pincho con el que se atravesaba la carne para asarla sobre el fuego
(obelós), que no está documentado entre esos objetos. La primera evolución no resulta difícil de
entender, porque la moneda es, en definitiva, una cierta cantidad de metal valioso, con un cuño que
garantiza el peso y la calidad. La segunda es más complicada. El obelós ha dado su nombre al
óbolo, que es la fracción del dracma; y el nombre de esa unidad monetal griega procede, a su vez,
de la palabra drax, que designa a un manojo de pinchos de asar. Pero tanto el óbolos como el
dragma (=6 óbolos) eran monedas, no pinchos. A la deducción obvia de que se hubieran utilizado
esos objetos metálicos de uso común en las ciudades griegas cuando todavía no se disponía de
moneda, la moderna investigación ha añadido algo más. Los seis óbolos habrían sido, en origen,
las seis partes en las que se habría dividido ritualmente la victima sacrificada y consumida en
común, y el símbolo, por tanto, de la distribución equitativa de las cargas y los beneficios
implicada en la construcción de la polis. La noción de equidad, inherente a la transacción
comercial, habría encontrado ahí su forma de expresión y su fundamento religioso. En el ámbito de
Creta y Chipre, sin embargo, y en el de las ciudades griegas de Asia Menor, la moneda procede de
las pepitas y los lingotes de metales valiosos utilizados como medio de valoración y como medio de
pago. El paso de lo uno a lo otro se produce, en general, cuando las ciudades deciden poner sus
respectivas identificaciones en el metal, no tanto para facilitar las transacciones como para
afirmar su prestigio comercial y para hacer circular su imagen.
Una moneda es una determinada cantidad de un determinado metal con la garantía de una
autoridad reconocida y reconocible en la propia moneda. Las más antiguas conocidas son las de
electrón (aleación natural de plata y oro) de las ciudades jonias de la costa de Asia Menor (650600 a.C.). Aquí se muestra un tetradracma (cuatro dracmas) de plata de 460-450 a.C.,
característico de Atenas. En el anverso (a) parece la cabeza de Atenea, la diosa protectora de la
ciudad; con hojas de olivo- el árbol sagrado de Atenas- en el casco. En el reverso (b), la leyenda A
TH E (naion), con la lechuza (el mochuelo, en concreto, que es la rapaz nocturna que anida en el
olivo); además de la rama de olivo, llevan estas emisiones monetales un creciente lunar de
significado incierto, a la masiva circulación de las "lechuzas" por el ámbito griego den el siglo V
a.C. precedió la de las "tortugas" de la polis de la isla de Egina en el siglo VI a.C. Los dracmas
equivalían siempre a 6 óbolos, pero había dos patrones básicos; en el patrón egineta, el dracma
pesaba 6,18 gramos de plata, mientras que el euboico (de la isla de Eubea, también próxima a
Atenas), que fue el adoptado por los atenienses , pesaba 4,32 gr. Los múltiplos del dracma eran la
mina que valía 100 dracmas, y el talento, que valía 60 minas.
Figura 103. El Peloponeso
La "isla de Pélope" está unida al resto de la península Balcánica por el istmo de Corinto. En la
zona próxima al istmo, que tenía una gran actividad comercial, se construyeron, en la Época
Arcaica, las tiranías de Corinto, Sición y Argos. El territorio del estado espartano incluía las
regiones de Laconia y Mesenia, separadas entre sí por montañas. En la parte central estaba la
Arcadia, un territorio muy aislado. Las regiones de la Elide, con la ciudad de Olimpia, y de Acaya,
también constituían unidades. Como en el reto de Grecia, las abundantes montañas, hacían
difíciles las comunicaciones; por eso preferían los griegos hacerlas por mar, ya que todas la
ciudades medianamente importantes estaban cerca de la costa. El verdadero inconveniente, en ese
sentido, era el istmo de Corinto, que obligaba a rodear el Peloponeso. Por ello se construyó, en la
época del tirano Periandro al parecer, el Díolkos, una calzada de piedra, de 3,4 6 m de ancho y
una longitud de entre 6 y 8 km (no conocemos exactamente el recorrido), que permitía trasladar el
contenido de unas naves a otras y también arrastrar las naves de carga o de guerra, si resultaba
imprescindible. La extraordinaria actividad comercial de la ciudad de Corinto en esa época
explica que se haya realizado una construcción tan ambiciosa, utilizada hasta el siglo I d.C.
Figura 104. Hoplitas entrando en combate
Detalle del “vaso Chigí”, producido en Corinto a mediados del siglo VII a.C. Es la representación
de los hoplitas más antigua que tenemos, van armados con lanzas, escudos redondos (con motivos
distintivos), cascos coronados por un penacho de crines de caballo y grebas. Avanzan guiados por
el sonido de la doble flauta (aulós) y formando filas cerradas. Las que caigan como consecuencia
del choque serán relevadas por las siguientes. En el siglo VII a.C. se desarrolla esa táctica de
phalanx, que dura hasta el siglo IV a.C. Permite combinar la capacidad individual de lucha con la
fuerza de tanque ejercida por la formación compacta, donde la prestación de los más débiles se ve
compensada por la de los más fuertes. Las falanges de hoplitas fomentan un sentido de igualdad y
solidaridad que tiene consecuencias políticas. Las aristocracias de las poleis siguen teniendo poder
social y económico, pero el conjunto de los ciudadanos consigue protagonismo político no sólo a
través de la asamblea sino por la posibilidad de formar parte de los consejos y de desempeñar las
magistraturas.
Figura 105. Jinete espartano
Esta copa de cerámica laconia (fig. 101) muestra, presumiblemente, a un joven espartano, y lo
hace en forma idealizada. Se le acerca por detrás una imagen de la victoria (Niké) con esos dos
círculos que se suelen interpretar como coronas, pero que tienen una larga tradición en el Próximo
Oriente (fig.22). Las aves que rodean al jinete -una de las cuales va sobre las crines del caballo- se
han relacionado con el templo de Ártemis Ortia, situado en los terrenos pantanosos próximos al
río Eurotas, donde tenían lugar los rituales de paso desde la adolescencia a la edad adulta, tanto
para los varones como para las hembras.
La copa se fecha en 550-540 a.C.; es decir, cuando ya estaba constituida Esparta como una polis
de "Iguales" (Homoioi"), con un lote de tierra asignado por el estado (klaros), que era trabajado
por los ilotas, mientras ellos se dedicaban por completo a su entrenamiento como hoplitas. En ese
constitución igualitaria, atribuida a Licurgo, parece que las únicas familias que estaban por
encima de las demás eran las dos que monopolizaban la realeza: la de los Euripóntidas y la de los
Agíadas. Sin embargo, la representación de ese joven espartano a caballo sugiere la existencia, en
Esparta, de una nobleza más o menos equivalente a la de Atenas, que debía tener un nivel
económico más alto que el común de los espartanos.
En todas la poleis, el caballo estaba asociado a las aristocracias. Sólo en la época helenística lo
convirtieron los macedonios (tema 6) en un arma eficaz para la guerra. En el siglo VI a.C. Atenas
no tenía una caballería organizada: quien iba a la guerra a caballo lo hacía por su propia
comodidad o ventaja. Y luego, en el siglo V a.C., el colectivo militar de los hippeis no llegó siquiera
a los mil hombres. En esa época aparece la espuela, pero se sigue montando sin estribo y sin silla,
lo que es característico del Mundo Antiguo en general.
Figura 106 a-b. Sinecismo y urbanismo (Esparta y Atenas)
Hasta la construcción de una muralla, en la época Helenística, con el probable trazado que se
muestra aquí en la línea discontinua (a), Esparta, capital de Laconia y lugar de residencia de los
espartanos, carecía de unidad en el aspecto físico. Era un conglomerado de cuatro aldeas (Pitana,
Limnas, Mesoa y Kinosoura), una quinta, Amiklas, situada aún más lejos, una acrópolis con un
templo y un par de templos más. Lo que había entre todo eso era área rural, como el resto del
territorio. En la Época Clásica, caracterizado por el desarrollo urbanística de las poleis más
importantes, el caso de Esparta resultaba singular, como muestra un comentario del historiador
Tucídides: "Si ellos abandonaran la ciudad y sólo quedaran los santuarios y los muros de la
construcciones, las sucesivas generaciones considerarían increíble el poder y la fama de los
espartanos". Las excavaciones arqueológicas han confirmado esa apreciación.
Evidentemente, Tucídides estaba comparando Esparta con Atenas, que tenía un verdadero centro
urbano, con edificios suntuosos, y unas murallas que no sólo rodeaban la ciudad sino que
flanqueaban el camino hacia el puerto del Pireo, también fortificado, pero tampoco era Atenas un
modelo de polis. La inmensa mayoría de las poleis tenían un territorio minúsculo, con poblamiento
rural y un centro administrativo muy modesto. Sólo cuando varias de ellas habían llegado a
fusionarse, en virtud de un proceso llamado sinecismo, se había formado una de mayor tamaño.
Era el caso de Esparta, con sus cinco aldeas; a ellas se sumaba el reto de la Laconia como
territorio de la polis, aunque ahí ya no se podría hablar de sinecismo, considerando que las
comunidades de ilotas y las de periecos, que lo poblaban, no formaban parte del cuerpo de los
ciudadanos. y era el caso de Atenas, cuyo territorio abarcaba toda la península del Ática. Sin
embargo, el sinecismo no había eliminado las unidades menores, tampoco en Atenas (b). la
diferencia estaba en el desarrollo de un centro urbano único entorno a la Acrópolis, y en la
tendencia al aumento de población en ese centro urbano único en torno a la Acrópolis, y en la
tendencia al aumento de población en ese centro, que tenía que ver, al igual que en ciudades como
Corinto, con otras actividades comerciales. Ese aumento de la población fue lo que estimuló el
desarrollo urbanístico. Los barrios donde vivía la gente común siguieron padeciendo de
hacinamiento, y tampoco mejoro la calidad de las viviendas; pero se construyeron pórticos,
templos, y otros edificios públicos, además de las fortificaciones.
El sinecismo tenía, fundamentalmente, un carácter institucional. Se trataba de formar un único
estado. Con una respuesta militar unitaria. En Esparta se había llegado a eso muy pronto gracias a
la constitución atribuida a Licurgo. En Atenas, se reconocía como artífice del sinecismo a su
mítico héroe Teseo. Sin embargo, fue el mandato de Pisístrato y, sobre todo, la construcción
política de Clístenes (tema 5) lo que permitió superar una etapa donde la unidad del estado
dependía de las alianzas y de la conjunción de intereses entre las familias dominantes.
TEMA 5
Mapa. La Liga de Delos y la Guerra del Peloponeso (tomado de J.F. Rodríguez Nelia)
Figura 107. Leyes de Solón.
Probablemente, los axones ("ejes), a los que se alude, en los textos antiguos, como "primero",
"segundo", etc., al citar las leyes de Solón, eran bloques prismáticos y giratorios de este tipo, en
cuyas caras se habían copiado las disposiciones. Todos los ciudadanos, no sólo los magistrados,
tenían acceso a ellas, lo mismo ocurría en tantas otras ciudades con la legislación colgada o
grabada en los muros de edificios públicos. Al margen de las cuotas de analfabetismo, no caben
suponer que los ciudadanos de las poleis leyeran estos textos más de lo que lo hacen los de los
estados modernos, la publicación de las leyes era una garantía de su permanencia y de la
adecuación de los jueces a su tenor,; cumplía, por tanto, potencialmente, el objetivo de que
cualquiera, no sólo los ciudadanos, pudiera prever las consecuencias jurídicas de sus actos. Pero
las pautas de comportamiento estaban en la costumbre, transmitida de padrea a hijos; como afirma
el poeta Píndaro, por boca del historiador Heródoto, "la ley es el rey de todas las cosas" (nomos
panton basiléus): y con esa ley se refiere a la norma inveterada, a las leyes "no escritas"
(ágraphoi nomi) cuyo conflicto con la ley producida por el estado trata el poeta Sófocles en su
Antígona. Los dioses castigan, con la extinción de su propia familia, al rey Creonte, que antepuso
la ley de la ciudad a la norma ancestral que obligaba a los miembros de una familia a enterrar a
sus muertos.
La reverencia otorgada por los atenienses a las leyes de Solón descansaba en la idea de que
representaban un ordenamiento ideal de la sociedad, al que remitían, tanto la costumbre como la
ley producida por la asamblea. Sin embargo, en el siglo V a.C., el problema de la legitimidad de la
ley fue ampliamente debatido. Un sofista del 400 a.C. aprox., cuyo nombre ignoramos, deriva del
desarrollo del estado la necesidad natural de vivir en común; pero insiste en que sólo se puede
funcionar cuando so el derecho y la ley quienes lo gobiernan. Naturaleza (physis) y ley (nomos)
son, por tanto, dos dimensiones conciliables de las comunidades humanas. Esa entronización de la
ley la basa el sofista en el principio, formulado mucho más tarde por Rousseau, del contrato
social, no es la fuerza de un jefe tribal ni el instinto gregario basado en la naturaleza, lo que ha
creado el estado, sino el acuerdo entre ciudadanos adultos. El también sofista Licofrón explicaba
la ley como la regulación de las demandas sociales nacida de ciudadanos autónomos, lo que
apunta igualmente a la noción de contrato social. Falta de leyes, guerra y tiranía constituyen, para
el anónimo sofista, las calamidades máximas, a las que sigue el económico, que está
intrínsecamente ligado a la decadencia política.
Por boca de Sócrates ilustra Platón, en el Crotón, la dimensión ética del contrato social. El
filósofo se niega a aceptar la huida que le había preparado, para salvarlo de la cicuta, alegano que
no podía hacer eso a las leyes. Sería incumplir su contrato con ellas, lo que reprocharía con razón,
si se las encontrará por el camino. No sería justo eludir una condena producida por las leyes,
cuando, hasta ese mismo momento, se había acogido libremente a su protección. Pero esta es sólo
una pieza del amplio debate desarrollado en la Atenas del siglo V a.C. sobre la relación entre lo
justo (díkaion) y lo conveniente (sýnpheron) como fundamento de legitimación de la ley. En la
República platónica, el sofista Trasímaco ofrece una teoría que sirvió de pase para la
descalificación ética de la democracia. La justicia es la conveniencia del más fuerte, y el más fuerte
es siempre el que tiene el poder: un individuo en la tiranía, una parte de los ciudadanos en la
oligarquía y el pueblo en la democracia. El poder siempre legisla en su propio interés y proclama
como justo lo que le interesa: la justicia no es más que la expresión del interés del más fuerte, lo
mismo si es uno que si son muchos.
Figura 108. Psephoi.
Los psefos eran las fichas que
servían a los jueces para
ejercer el voto. Se trataba de
discos de bronce, atravesados
por un vástago, por cuyos
extremos se sujetaban con los
dedos pulgar e índice. Cada
juez recibía un juego de dos
fichas gemelas, una con el vástago hueco, que servía para condenar, y otra con el vástago macizo,
que servía para absolver. Las depositaban simultáneamente en dos urnas, una válida y otra
inválida, sin que pudieran percibir los presentes cuál era la ficha que había utilizado como buena.
Llevan grabada la inscripción "psephos demosia" (" del demos").
Figura 109 a-b. El área urbana de Atenas
En orientación norte-sur (a), se muestra la ciudad de Atenas a finales del siglo VI a.C. En
orientación este-oeste (b), un dibujo de Peter Connolly de la Atenas del siglo V a.C. En el siglo VI,
todavía estaban en la acrópolis los templos que fueron destruidos por los persas cuando el rey
Jerjes entró en la ciudad en el 480 a.C. Luego se construyó el Partenón, como nuevo templo de
Atenea, que es el más grande de los que se ven en el dibujo; los nuevos propileos (puerta
monumental), con el pequeño templo de la Victoria (Niké), al final de la rampa y a la de recha, que
conmemoraba la derrota de los persas en Salamina; y el Erecteion en el lado norte, cuyas obras se
inician en el período de paz que media entre dos fases de la Guerra del Peloponeso. El dibujo
muestra también la parte de la muralla que, en ese momento rodeaba por completo la ciudad; lo
que vemos en el plano es la muralla del siglo VI a. C. (17), que estaba destinada a proteger las
nuevas construcciones realizadas por Pisístrato, combinándose con las defensas naturales de la
ciudad.
Entre la acrópolis y la "colina de Ares", donde se reunía el consejo llamado por ello Areópago, se
situaba el ágora primitiva (lugar de mercado, solar de santuarios y edificios de uso común, y, por
encima de todo, plaza pública, donde se comunicaba la gente, tanto los locales como los de fuera),
llamada ágora de Teseo (2-26). Allí había un santuario de Gea Kourótrophos ("amamantadora"),
muy venerada por los atenienses pretendidamente autóctonos (4); un santuario de Deméter Chloe
("Madre-tierra verde"), la tierra como dispensadora de las cosechas (5); y un santuario de
Afrodita Pandemos ("de todo el mundo"), que tenía una relación especial con las prostitutas, bien
porque lo hubiera construido Solón con un impuesto pagado por ellas, o, simplemente, porque le
tenían una devoción especial, en la medida que su actividad quedaba incluida en las competencias
de la diosa (3). A 1 Km. De la acrópolis y muy próxima al Areópago estaba la Pnyx, una pequeña
colina donde se reunía, al aire libre, la asamblea de los ciudadanos; a lo que parece, se trata del
primer parlamento de la Historia. También al pie de la acrópolis, pero en el lado norte, estaban
los edificios tradicionales de gobierno (9-16): el principal era el pritaneo (12), sede del arconte
epónimo, y que servía para la recepción de embajadores y personajes importantes; desde el punto
de vista religioso, era la casa de la ciudad, porque ardí en ella un fuego doméstico destinado a
protegerla. En esa zona se construyó también más tarde (en época de Pisístrato) la Heliea (16),
donde se formaban y reunían los tribunales populares.
En el ambicioso programa urbanístico de la época de Pisístrato, se desarrolló una nueva ágora
(17-31), proyectada e iniciada ya por Solón, en un área de enterramientos del período
submicénico (1). Un nuevo pritaneo (24) servía para albergar a la sección de la boulé constituida
cada mes en gobierno permanente. Entre las construcciones religiosas, destacaba un templo dórico
identificado como el de Teseo (27), héroe particular de los atenienses, al que se atribuyó una
personalidad mitológica que lo conectaba con el pasado minoico (con el Minotauro), y toda una
serie de leyendas. También había un templo de Zeus y otro de Apolo, como dioses panhelénicos
más representativos; y un altar de los doce dioses (Zeus, Posidón, Apolo, Ares, Hefesto, Hermes,
Hera, Atenea, Afrodita, Deméter y Hestia), que constituían el panteón clásico común.
Entre las dos ágoras, y muy cerca del lugar donde brotaba el sagrado manantial llamado Calírroe
(a donde se iba a buscar el agua para el baño ritual de las novias) construyeron los tiranos una
fuente cubierta de doce caños (la construcción alargada del ángulo inferior izquierdo del dibujo, la
más grande y monumental de cuantas fueron distribuidas por la ciudad y que han sido
inmortalizadas por la cerámica ática de la época. Pisístrato acondicionó también la vía de las
Panateneas, que empezaba en una de las puertas de la muralla y bordeaba la nueva ágora en
dirección a la acrópolis, hasta alcanzar la rampa de acceso; debía servir adecuadamente a las
procesiones celebradas en las fiestas de exaltación patriótica desarrolladas por entonces, las
Grandes Panateneas. El primer tramo servía para celebrar las carreras y distintas competiciones
a pie y a caballo, por lo que se conocía como dromos (29). En la orchestra, un escenario
semicircular, que se completaba con un graderío de madera (30), tenían lugar los concursos
dramáticos y los musicales. Un lugar destacado ocupaba, en fin, la estatua de los Tiranicidas (31).
La otra divinidad exaltada por Pisístrato al mismo nivel que Atenea fue Dioniso, en cuyo honor se
crearon las Grandes Dionisias, convertidas en la Atenas democrática del siglo V a.C. en un
festival de máxima envergadura. Se aprovechó un desnivel del lado sur de la acrópolis (no visible
en el dibujo), para construir, junto a un santuario de Dioniso, un gran teatro de madera, que hacia
el 360 a.C. empezó a ser sustituido por uno de piedra, acabado 30 años más tarde.las únicas
competiciones de las Grandes Dionisias era las que incluían tragedia, comedia y drama satírico.
En ese marco de la fiesta, que deja teóricamente e suspenso el orden social y permite transgredir
los límites, se daba la libertad suficiente para que los autores caricaturizaran a las figuras
públicas, cuestionaran los valores convencionales de la sociedad y distorsionaran todos los
modelos y referentes. La seriedad y el patetismo de la tragedia y la farsa estrambótica de la
comedia -con las máscaras que acentuaban la expresión de los sentimientos -producían, en esa
vivencia en común de los ciudadanos, estimulada por una bebida y una comida, en muchos casos,
excepcional. Un defecto que, para el hombre moderno, resulta muy difícil de imaginar.
Figura 110. Eos y Memnón.
Al igual que Aquiles, Memnón tiene como madre
a una diosa, Eos ("Aurora"), y como padre a un
mortal, hermano del rey Príamo de Troya; así
que es un autentico héroe. Cuando la ciudad fue
sitiada por los aqueos (los griegos de la
tradición épica), acudió con un gran ejercito a
prestar ayuda a su anciano tío y fue muerto por
Aquiles, ese episodio no aparece en la Ilíada
porque había tenido lugar después de la muerte
del troyano Héctor, con la que acaba el poema.
Memnón debe de haber sido, en otro epos
("poema épico"), el verdadero antagonista de
Aquiles, que es el héroe más importante del
ejército de los aqueos. Era rey de los etíopes (es
decir de África), y, según una tradición, había
conquistado todo Egipto y Persia, hasta Susa,
desde donde tomo el camino hacia Troya.
Cuando Memnón y Aquiles se enfrentaron, las madres de ambos, Eos y Tetis, acudieron al padre
de los dioses pidiendo cada una de ellas que salvara a su hijo. Zeus puso en una balanza las almas
de los dos combatientes, y pesó más la de Memnón, lo que decidió su suerte. El humo de su pila
funeraria formó aves, la llamadas memnonides, que se mataron unas a otras sobre las llamas.
Todos los años volvían al lugar para repetir la lucha, rociando la tumba con las lágrimas que Eos
derramaba por su hijo; el roció que llevaban en las plumas. Esta leyenda tenía una fuerte carga
simbólica y emocional en una sociedad como la de los griegos, que siempre estaba en guerra y
cuyas madres engendraban, por principio, soldados. Uno de los mejores decoradores de cerámica
ática, Duris, creó hacía el 490 a.C. (es decir, en el contexto de las Guerras Médicas) esta imagen
de Eos recogiendo el cadáver de su hijo, que se ha bautizado como la Pietá de los griegos.
Figura 111. Reloj de agua (clepsidra)
En los juicios de los atenienses, el tiempo asignado a los discursos de acusación y defensa era el
mismo, y se media escrupulosamente. Para ello se utilizaban vasijas, como las que vemos aquí, que
reproducen un orinal, del siglo V a.C., encontrada en la zona del ágora. Llevaban un agujero cerca
del borde superior, para que pudiera comprobar al llenarlas, que tenían la misma cantidad de
agua. Y llevaban otro a la altura de la base, por el que se dejaba salir el líquido retirando un tapón
tan pronto como se oía la voz del orador.
Cuando había que concederle tiempo muerto
para presentar un testimonio o contestar a una
pregunta, se interrumpía el flujo. Cada tribu
tenía sus propias vasijas, que llevaba la
correspondiente inscripción con el nombre (se
trata, en este caso, de la Antióquide). Los dos
signos de abajo indican la capacidad: dos jarras
que duraban seis minutos. Resultaba muy
importante calcular bien el tiempo para
pronunciar completa la frase final del discurso,
que siempre era muy impactante, por su
contenido y por su forma retórica: cuando salía
la última gota, el orador tenía que dejar de
hablar, incluso a mitad de una palabra.
Figura 112. Irene y Pluto
Copia romana (con pequeños cambios) de un original de
bronce realizado por el escultor Cefisódoto, padre de
Praxíteles, que se ha perdido; vestida con un peplo dórico
arcaizante, que le daba una gran solemnidad, la imagen
original fue colocada en el ágora de Atenas, junto al
monumento de los héroes epónimos de las diez tribus. Llevaba
en la mano derecha el bastón de los heraldos, o tal vez un cetro,
y sujetaba con la izquierda una cornucopia, símbolo de la
abundancia, con la que se podía identificar al pequeño Pluto, la
riqueza. La interacción entre las dos figuras, cruzando sus
miradas, y el brazo extendido del niño, plasmaban, en una
imagen tierna y familiar, la dependencia del bienestar con
respecto a la paz.
Hacia el 700 a.C. el poeta Hesíodo había establecido un
vínculo estrecho entre la paz y la justicia haciendo a ambas
hijas de Zeus y, por tanto, instrumentos del orden querido y
protegido por los dioses; sin embargo, las poleis pasaron los
dos siglos siguientes encadenando guerras y celebrando la
victoria, no la paz, como el beneficio divino que garantizaba
prosperidad. Pero, hacia el 421 a.C., en una Atenas derrotada en la Guerra del Peloponeso, el
poeta de Aristófanes estrenaba su farsa Eirene ("Paz"): un canto a la diosa tan ausente y tan
deseada, cuyo culto público se introdujo formalmente en Atenas en el 370 a.C., probablemente. Tal
fue, en cualquier caso, el motivo de la erección de la estatua. Y es que por fin las cosas habían
cambiado.
La idea de la koiné eirene (la "paz común"), vinculada a la idea el panhelenismo (la comunidad
cultural de los griegos), constituye un elemento distintivo del siglo IV a.C., que descansa sobre un
fundamento ideológico novedoso. Se trataba de encontrar formas de tratado, en las que la paz
fuera algo más que un cese de las hostilidades entre poleis vencedoras y poleis vencidas, lo que
siempre había desembocado en nuevas guerras. Se busca ahora una paz que vincule a todas las
poleis; que reconozca su autonomía sobre la base de un derecho internacional de igualdad; y que
no tenga marcado un límite en el tiempo. Desde la "Paz del Rey" del 387 a.C. (así llamada por el
papel tan importante que tuvo el rey persa en una mesa de negociaciones a la que Atenas fue
llevada a rastras y que tenía como documento base una propuesta favorable a Esparta) hasta la
paz arbitrada por Filipo de Macedonia en el 338 a.C. (tema 6), los griegos intentaron
repetidamente cumplir con ese ideal, para acabar por convencerse de que sólo un poder
hegemónico podía garantizar una paz duradera entre ellos.
Figura 113 a-b-c. Los roles de género en el contexto de la polis
La primera imagen (a) está formada de una crátera ática del 430a.c. aprox., es decir, del inicio de
la Guerra del Peloponeso. El motivo tenía tradición en la cerámica del siglo VI a.C., pero parece
que n ese momento recogía la actualidad. Se trata de la despedida del guerreo, un acto ritualizado,
que tenía lugar en el oikos, en presencia de toda la familia. . De hecho, estas dos figuras están
flanqueadas, en el vaso, por la de un anciano de rostro impasible y la de una esclava,
supuestamente, que hace un gesto de despedida con la mano. Pero los protagonistas son el hoplita
y su esposa. Ella está representada como imagen del pudor, con la cabeza baja y el ademán de
cubrirse con un repliegue del peplo. Lleva en la mano una jarra con la que ha echado, en el
recipiente que sujeta el esposo, el vino destinado a la libación. Antes de cruzar el umbral del
hogar, la misión del guerrero ha sido encomendada de algún modo a la divinidad: sale a luchar
por la patria (patris), y, mientras tanto, su esposa procurará mantener incólume la hacienda
(oikos), que es la parte de la patria correspondiente a la familia.
El mito de Odiseo y Penélope, que, como tema de la Odisea homérica, conocían muy bien todos los
griegos, simbolizaba esa separación de los esposos, la fidelidad de las partes y la felicidad del
reencuentro. En una crátera del 475 a.C. aprox. (b), vemos a Odiseo, a su regreso de la Guerra de
Troya, atado al mástil de su nave para no ceder a los cantos de las sirenas, unos monstruos
femeninos que le habrían llevado a la perdición; sus compañeros se habían tapado los oídos con
cera. Mientras tanto, en la pequeña isla de Ítaca, situada junto a la costa occidental de Grecia,
trataba su esposa Penélope de resistir tenazmente a las presiones de quienes pretendían casarse
con ella y adueñarse del oikos, considerando que la larga ausencia de Odiseo significaba que
había muerto, por la noche destejía lo que había tejido durante el día de su velo nupcial,
consiguiendo de ese modo aplazar la boda. El hilado y el tejido eran actividades características de
la cabeza de familia, porque las telas necesarias para el oikos se elaboraban en él. Una jarra del
490 a.C. aprox. (c) está decorada con esta figura femenina que vemos hilando. La imagen es
simbólica, porque el peplo jónico que lleva puesto venía de fuera, y su aspecto general es de una
dama ateniense de la época, medianamente acomodada, que ni hilaba ni tejía.
En la construcción de la polis como un conjunto de familias que defendían y administraban
solidariamente el territorio en el que se integraban las haciendas de las que vivían, los hombres y
las mujeres tenían diferentes roles. El varón representaba a la familia en el contexto de la polis,
por lo que era quien ejercía el derecho a la ciudadanía. Ello es consonante con el hecho de que era
quien asumía la defensa y, consecuentemente, quien participaba en las decisiones de la comunidad,
donde lo político y lo militar constituían, al menos en origen, una unidad; muchas de esas
decisiones se tomaban en campaña. La mujer, por el contrario, tenía la misión, no menos
importante, de perpetuar a la familia, lo que la obligaba a permanecer en la hacienda; asumía el
gobierno del oikos (la "casa y la familia " como una unidad inseparable, que incluía también a los
esclavos en su doble dimensión, patrimonial y personal). Había, por lo tanto, un rol masculino de
ciudadano-soldado y un rol femenino defendido por la maternidad y el gobierno del oikos. Se
entendían que esos roles estaban basados en la diferenciación física, impuesta por la naturaleza. A
cada uno de ellos estaba asociada una virtud, que se constituía en ideal. En el caso del varón, la
areté, la excelencia como combatiente, que se extendía a otros aspectos de su rol. En el caso de la
mujer, la sophrosyne, una mezcla de prudencia, sensatez y sabiduría práctica.
De semejante polarización derivaba una distribución del espacio, que también tenía que ver con las
actividades económicas. El del varón estaba fuera: fuera del territorio de la polis, cuando salía a la
guerra o a otras cosas; fuera del oikos, en sus actividades del espacio público de la ciudad; y fuera
de ella también de la casa propiamente dicha, cuando trabaja la hacienda. En el caso de la mujer,
ocurría al revés: en su papel de madre y ejecutora de labores como el hilado y el tejido, su lugar
estaba en el interior de la casa. Pero esos eran solamente espacios de referencia. Las mujeres se
movían por todo el ámbito del oikos, y eventualmente hacían trabajos al aire libre; iban al
mercado, iban a otras casas, prestaban las atenciones requeridas a las tumbas, participaban en las
fiestas religiosas, incluidas las representaciones de los teatros, y desempeñaban sacerdocios. Y los
hombres también pasaban su tiempo dentro de las casas.
Tiene poco sentido, por lo tanto, preguntarse si había realmente ciudadanas en las poleis o si las
mujeres tenían una ciudadanía pasiva, similar a la de los menores. Desde el punto de vista social,
patrimonial y religioso, lo que de verdad cuenta, en la polis, es el grupo familiar, no el individuo.
En general, las normas reguladoras de los comportamientos individuales parecen dirigidas a la
perpetuación de la familia, y no a primar a los varones. Así ocurre en Atenas, por ejemplo, con el
matrimonio y el divorcio, que beneficia y perjudica a ambas partes con el objetivo claro de
salvaguardar los patrimonios familiares y mantener la unidad del oikos. En Esparta, las mujeres
tenían una disposición fuerte, en el ámbito público, y una situación jurídica privilegiada que acabó
por perjudica a los varones, porque cada vez había más ciudadanos sin patrimonio; pero ni en
Esparta ni en Atenas parecen haberse debido las diferencias entre hombres y mujeres a una
ideología de superioridad, machista o feminista. En las dos poleis emblemáticas del Mundo
Griego, y en todas las demás, en general, estaban esos roles configurados del mismo modo.
Figura 114. El colectivo de los metecos
Hacia el 500-490 a.C. (en vísperas de las Guerras Médicas), esta vasija de cerámica ática (a)
muestra a un individuo de cierta posición. Está representado con el manto (himation), que no
llevaban los trabajadores como el zapatero, porque les daba calor, o porque les importunaba en el
trabajo. Acompaña a su hijo, que también lleva manto, mientras le hacen un calzado a medida (a).
Cabe pensar que se trata de un ciudadano, pero también podía ser un meteco, es decir, un
extranjero afincado en Atenas de modo permanente. Unas décadas más tarde se encuentran
metecos entre los nuevos ricos generados por el desarrollo económico de Atenas. Practicaban las
mismas actividades que los que eran ciudadanos, aunque con la importante salvedad de que no
podían adquirir tierra ni inmuebles; si necesitaban esas propiedades para sus negocios, debían
arrendarlas.
En realidad, dentro de la capa económica de los ricos, esos metecos eran una especie de parias.
Tenían vedados todos los cargos políticos y sacerdocios, así como la participación en la asamblea.
Necesitaban un representante ciudadano (prostates), que supliera su falta de pertenencia a un
demo y demás instituciones relevantes en algunos aspectos, y, además, pagaban un tributo especial,
al que se sumaban las contribuciones extraordinarias de los ciudadanos de su mismo nivel
económico (eisphorá). Ellos si podían incurrir en la esclavitud como consecuencia de condenas
importantes. Y se pasaban, en fin, la vida tratando de hacer méritos para que se les concediera la
ciudadanía, o al menos la capacidad para adquirir bienes inmuebles, lo que ocurría muy
raramente.
Pero había unos 20.000metecos varones, en la Atenas del siglo V a.C. Así que los que no tenían un
negocio propio trabajaban por cuenta ajena en las actividades más diversas. Económicamente,
estaban al nivel de los thetes (ver más adelante); o, si eran artesanos de primera, o profesionales
de otro tipo bien cotizados, llegaban al nivel de los hoplitas. Sin embargo, compartían con los
metecos ricos todas las limitaciones que implicaba no ser ciudadanos, y podían pasarlo muy mal si
no estaban acogidos a la protección personal de algún ciudadano. También había muchas
extranjeras afincadas en Atenas de muy distintos niveles sociales. Hasta el 451 a.C. pudieron
casarse con ciudadanos, pero a partir de entonces sólo podían asumir la condición de concubina
(pallké), como fue el caso de Aspasia de Mileto, la bella y culta pareja de Pericles. En principio,
hacían la vida de cualquier esposa, pero no podían participar en las fiestas religiosas y rituales
exclusivos de las ciudadanas, y los hijos de esos matrimonios no alcanzaban la ciudadanía.
La pena establecida para quien se hacía pasar por ciudadano era la reducción a la esclavitud; sin
embargo, algunas mujeres lo hacían, porque, como las mujeres no estaban incluidas en los
registros de los ciudadanos de los demos, podían intentar que se interpretara a su favor el hecho de
que no existiera un pariente próximo ciudadano, que pudiera dar fe du su estatus. Sólo si se
producía una denuncia tenían que afrontar tal situación, y, en ese caso, un esposo ciudadano podía
conseguir fácilmente testigos que salvaran a su mujer y a sus hijos de las terribles consecuencias
de una condena. El hecho de que los matrimonios legítimos no quedaran registrados facilitaba las
cosas. El discurso de Demóstenes, Contra Neera ilustra muy bien ese tema.
Figura 115. Esclavos
La imagen muestra una forja ateniense de 510-500 a.C., con un artesano que saca una pieza
caliente del horno para trabajarla. El ayudante que espera órdenes podría ser un esclavo. Durante
el siglo V a.C., las forjas de Atenas se convirtieron en un buen negocio, sobre todo por la demanda
de armamento; los dueños, que podían ser metecos, como el padre del orador Lisias, tenían en
ellos grandes plantillas de esclavos. La situación de los esclavos e muestra, de hecho, muy
diferenciada. Parece que lo peor era trabajar en las minas, por la dureza de las tareas, la
insalubridad de las condiciones y la falta de contexto familiar. Los esclavos públicos, propiedad
del estado, resultaban en general, los más privilegiados; se les respetaba mucho, porque
funcionaban, al servicio de los numerosos magistrados, como policía y como secretarios. Por otro
lado, algunos esclavos conseguían trabajar como encargados en los talleres, lo que les
proporcionaba una remuneración, a modo de incentivo, que les permitía vivir en sus propias casas
con sus familias y poseer, incluso, esclavos.
Los griegos estaban convencidos de que la esclavitud era social y económicamente necesaria; pero
también entendían que la condición de esclavo se debía a los caprichos del destino, por lo cual
resultaba superable y debía incluir a la conmiseración. Los esclavos domésticos pertenecían de
hecho a la familia, y a veces contraían con los dueños unos lazos afectivos muy fuertes, que eran
mutuos; no hay constancia de que fueran abandonados por enfermedad o vejez. Sin embargo, la
condición jurídica del esclavo era en sí misma muy negativa. Como se suponía que no tenía nada
suyo, no se le penalizaba con multas sino con latigazos, lo que constituía un castigo ínfimamente,
que marcaba las diferencias ente el esclavo y todos los demás seres humanos. Por otro lado, no
tenía capacidad de prestar testimonio, pero, si se presumía que había sido testigo de un delito, se le
utilizaba para esclarecer para la verdad. Ahora bien: partiendo de la base de que siempre hablaría
a favor de su amo, se le sometía a tortura para liberarlo de ese condicionamiento. La tortura la
practicaban las dos partes del proceso, tratando de evitar con ello que su testimonio favoreciera al
torturador.
Figura 116. Simposio
Las viviendas excavadas en la zona del Pireo, que corresponden a la bonanza económica iniciada
tras las Guerras Médicas y que son muy similares unas a otras, indican que la casa de nivel medio
contaba con un salón en el que se podían instalar varios lechos de un tipo que permitía recostarse
(kline). Ahí tenía lugar la comida de la tarde, a la que asistían hombres y mujeres; y
probablemente también una forma de simposio propiamente dicho como el que celebraban en las
ciudades griegas en general los más acomodados. Después de la cena, las mujeres de la casa se
retiraban, y empezaba una fiesta muy ritualizada, con pasatiempos diversos y con el consumo
continuo de vino mezclado con agua. Los anfitriones invitaban a amigos y conocidos, de modo que
el simposio servía como motivo de contacto social con fines políticos, como tertulia literaria y
filosófica, como ámbito de manifestaciones eróticas, y, eventualmente, como marco de desmanes y
groserías.
El origen del simposio hay que buscarlo, probablemente, en el espacio de la polis característico de
los hombres, que era espacio público. El entrenamiento militar se combinaba con la comida y con
la bebida en común de las fracciones en las que estuvieran organizados los ciudadanos. Así
funcionaban las comidas comunes de los espartanos (sissytia). La celebración de esas fiestas en las
casas de los nobles se ha relacionado con la tensión política del siglo VI a.C., que dividió a los
aristócratas, convirtiéndolos en líderes de facciones donde, a su vez, operaban grupos encabezados
por elementos importantes de la sociedad. Pero existían en Atenas unas unidades sociales, las
fratrías, que reunían a los ciudadanos varones por asuntos de común interés, aunque también para
comer y beber, en un espacio público.
El simposio es un tema frecuente en la decoración de la cerámica que se utilizaba en él. Aquí
vemos a dos simposiastas recostados: uno ha dejado de tocar la doble flauta (aulós) para llevarse
la copa a los labios, mientras que el otro sigue cantando sus versos. Por la izquierda, un esclavo
debe de estar introduciendo en la crátera - el vaso donde se mezclaba el vino con el agua- la jarra
(oinochoe) con la que se servirá las copas. Al fondo se ve una figura femenina bien vestida tocando
el aulós. Se supone que es una hetera, es decir, una animadora de simposio, que trabaja a cambio
de un salario.
Figura 117 a-b. Relaciones pederásticas
La pederastia griega es una relación erótica y afectiva entre un varón adulto y un adolescente,
conocida y aceptada por la familia de éste. Nada tiene que ver, por tanto, con la pedofilia; por otro
lado, para la moderna legislación, sería sexo consentido.
Se puede considerar como homosexualidad masculina que tenía una consideración positiva en el
contexto de la polis. Y ello, por dos razones. En primer lugar, porque, al ser una relación, por
principio temporal, no interfería en la heterosexualidad del varón necesaria para la perpetuación
del oikos y, en definitiva, de la comunidad de los ciudadanos. Y, además, porque servía para que
los adultos formaran, con su experiencia, a los adolescentes, en diversos aspectos; la iniciación
sexual entraba en ese paquete, y el erotismo implicado en la relación se consideraba como muy
positivo. Como, en Atenas al menos, los no solían contraer matrimonio antes de los treinta años, la
parte adulta de la relación podía implicarse mucho en ella; pero esos individuos pertenecían a la
clase acomodada, porque eran quienes carecían de obligaciones y responsabilidades hasta que se
convertían en dueños del oikos, y tenían, por tanto, mucho tiempo libre.
En general, la pederastia se veía como una institución aristocrática, que, según la polis en la que
tuviera lugar, y también según la época, presentaba diferencias. En unos casos se integraba en la
milicia y en las formas de educación establecidas por el estado; y, en otros como el ateniense, en
que la educación no estaba regulada, funcionaba libremente, aunque muy ritualizada por la
costumbre. En Atenas, el marco natural de la pederastia era la palestra, donde se practicaba
deporte, y los simposios. Lo mismo ocurría en las ricas colonias del occidente griego. La primera
imagen (a) pertenece a la decoración de una pequeña cámara funeraria, hallada en Paestrum
(Magna Grecia), y que se ha podido fechar hacía el 470 a.C. las cuatro paredes de lo que se
conoce como la “Tumba del Nadador” por el motivo que decora el techo están cubiertas por un
fresco corrido, que representa un simposio. Esta es una de las parejas pederásticas, compartiendo
una kline. Siguen la convención iconográfica (que no siempre se cumple) de representar al joven
imberbe y al adulto con barba. El joven está tocando el bárbitos, una lira de brazos largos y caja
de resonancia muy pequeña (un caparazón de tortuga, según el mito que remitía su invención a
Hermes) utilizada en interiores. La otra imagen (b), que es ateniense, puede corresponder a un
gimnasio.
La forma más elevada de pederastia era la que estaba orientada hacia la paideia, una educación
intelectual y ética, característica de la cultura griega; se entendía que el erotismo potenciaba el
afán de superación en la búsqueda de la areté (“la excelencia”), tanto del maestro como del
discípulo. Pero ahí ya los límites de edad no eran los mismos; y, una vez superada la adolescencia
del discípulo, habría que hablar de homosexualidad pura y simple, normalmente compatible con la
heterosexualidad del matrimonio. Los límites de la pederastia no son en ese sentido claros, como
tampoco lo son con respecto a la prostitución. Se trata, conceptualmente, de relaciones distintas,
pero en algunos casos concretos pueden resultar ambiguos. La moderna distinción entre conductas
homosexuales, conductas homoeróticas y conductas homosociales –la tendencia a hacer vida social
los hombres con los hombres y las mujeres con las mujeres como origen del homoerotismo –ha
permitido una mejor aproximación no sólo al fenómeno de la pederastia griega sino también al de
las relaciones entre los hombres y entre las mujeres en el Mundo Antiguo en general. En
cualquiera de sus formas, que incluye la posibilidad de que haya nacido como un primitivo ritual
de iniciación, la pederastia es un fenómeno de homosociabilidad.
En la relación pederástica hay una parte que es el amante (erastés) y una parte que es el amado
(erógenos), entendidas, respectivamente, como parte activa y parte pasiva. Eso se da también en
las relaciones heterosexuales, donde la parte pasiva corresponde a la mujer; y no significa que la
parte pasiva no interaccione sino que el comportamiento es asimétrico y está diferenciado. Al
menos así aparece e las convenciones iconográficas. La relación pederástica implicaba un cortejo
del amado por parte del amante; el primero debía hacerse de rogar, pro había que respetar su
negativa cuando era firme. Como mito pederástico de legitimidad funcionaba el rapto del príncipe
troyano Ganímedes por parte de Zeus, que se habría llevado al joven al Olimpo para que le
sirviera como copero, concediéndole la eterna juventud y la inmortalidad. A pesar de la violencia
inicial y de que se trataba del padre de los dioses, la relación se selló con el acuerdo de la familia
del joven, que aceptó un magnífico regalo como compensación. Parece que el tema estaba
representado hasta la saciedad en las artes plásticas. Sólo en la época más antigua aparece un
Zeus humano raptando al niño; más tarde es un águila, como manifestación del dios, la que lo
lleva hasta el Olimpo.
Un testimonio gráfico interesante sobre la bisexualidad de los varones atenienses implicada en la
pederastia se puede encontrar en una copa ática fechada hacia el 510 a.C. y firmada por
Peithinos. El tondo del interior representa de modo magistral la unión de la diosa Tetis y el mortal
Peleo, que dio nacimiento al héroe homérico Aquiles. Había sido un cortejo difícil, por la
resistencia de la diosa, que al final había sucumbido a las habilidades del seductor. En la parte
exterior de la copa, hay dos registros, separados por las asas y por dos elementos pintados bajo
ellas: un perro, que era un símbolo de la parte cortejada, fuera hombre o mujer, y una mesa en
forma de león, el animal que aparece al lado de Peleo, simbolizando la virilidad como fuerza del
cortejo. En cada uno de los registros hay una serie de parejas, donde la parte activa y la parte
pasiva se distinguen entre sí porque la primera es más alta y lleva sandalias, mientras la segunda,
más pequeña, va descalza. Pero, en uno de los lados, lo que tenemos son parejas pederásticas en
una palestra, como muestran las bolsas colgadas de la pared, con los adminículos del deportista.
Esas parejas interaccionan con tocamientos. En otro lado, la parte pasiva es siempre una mujer
ricamente vestida, por lo que debe de pertenecer a la misma clase de ciudadanos. En ese caso, la
interacción –que también incluye el ofrecimiento de presentes amorosos – se produce sin el menor
contacto físico, lo que refuerza la idea de que no se trata de prostitutas o heteras de alterne. El
erotismo de las dos relaciones está tratado de modo paralelo y al mismo nivel; la diferencia reside
en que las restricciones de la sexualidad en espacio público son mayores en el caso de las mujeres,
aunque también las tiene la pederastia en lo que respecta a la penetración.
Figura 118 a-b. Ciudadanía y tenencia de tierra
Las zonas llanas del Ática producían mucho grano y productos hortícolas; en otras se daba muy
bien el olivo, que estaba protegido por el estado con leyes muy duras, porque la exportación del
aceite permitía compensar el déficit cerealístico. También había cantidad de viñedos. En las tierras
que no se contaban entre las mejores, los pequeños propietarios intentaban combinar los cultivos
del modo más adecuado. Las abundantes costas y la proximidad de la mayoría de las poleis a ellas
permitían a muchas familias completar sus recursos enviando a los más jóvenes, libres o esclavos,
a pescar lo que se podía consumir en casa, intercambiar con los vecinos o vender en el mercado.
La primera imagen (a) decora una pieza de cerámica ática de 530 a.c. aprox.; es decir, de la época
de Pisístrato, que continúa la labor de refuerzo del campesinado iniciada por solón. El joven
pescador (b) corresponde a una pieza también ática, aunque algo posterior.
Todas las comunidades del mundo antiguo vivían básicamente de la tierra, pero lo característico
de las poleis era la condición de propietarios (o asignatarios) de tierra que tenían los ciudadanos;
hasta tal punto que la condición misma del ciudadano, con sus derechos y sus deberes, estaba
vinculada ideológicamente a la disponibilidad de una cierta cantidad de tierra como medio de vida
para toda la familia. Es lo que se llama oikos, en general, y kleros (klaros) en Esparta. Cada polis
era en realidad un conjunto de haciendas. Con la excepción de las colonias y del problemático
caso espartano, las poleis no arrancaban de una distribución igualitaria de la tierra, y, además, la
tierra podía ser enajenada de un modo u otro. Estaba admitido, por consiguiente, que las
haciendas de los ciudadanos podían tener muy distintos tamaños y, también por las características
de la tierra, muy distintos rendimientos. La desigualdad económica, y la desigualdad social
consonante con ese tipo de desigualdad económica, no resultaban, por principio, conflictivas.
Cuando el poeta Hesíodo formula sus quejas, hacia el 700 a.C., contra los elementos dominantes
de la sociedad lo hace porque la supuesta corrupción de los jueces (los llamados dorophagoi,
“devoradores de regalos”) ha perjudicado sus intereses en un pleito con su hermano relativo a la
herencia del oikos.
Una hacienda que no hubiera sido necesario dividir entre varios hijos hasta convertir las unidades
resultantes en improductivas permitía perpetuar la familia y tener al menos un esclavo; de ese
modo lograba el ciudadano combinar el trabajo de su tierra con la prestación militar, que se
realizaba exclusivamente en el buen tiempo. Y de ese modo podía satisfacer el viejo ideal de no
trabajar por cuenta ajena, basado en el hecho evidente de que la dependencia del asalariado, en el
contexto económico tradicional, se parecía mucho a la del esclavo. Por otro lado, las haciendas
pequeñas se cultivaban a pleno rendimiento y aprovechando al máximo cualquier fuente
complementaria de alimento. Las malas cosechas podían llevar, sin embargo, a endeudamientos
ruinosos, con el resultado de perder la hacienda. Y, en cada nueva generación de propietarios, el
equilibrio del sistema debía afrontar la prueba demográfica: los excedentes no compensados por
las bajas de las guerras generaban, de un modo u otro, ciudadano sin tierra. Eso sí resultaba
conflictivo, cuando no existían otros medios de vida. Por otro lado, considerando que, en la Atenas
democrática, los ciudadanos no podían ser vendidos como esclavos para afrontar
responsabilidades económicas ni como castigo por los delitos más graves, quienes no tenían un
patrimonio susceptible de ser confiscado gozaban de facto de una cierta impunidad.
En el tránsito del siglo V al IV a.C., el número de los ciudadanos sin tierra era de 5.000, lo que
podía suponer un 15% del total de los que había por entonces en Atenas. Ese colectivo podía
controlar el voto de la asamblea soberana, porque, una vez liquidado el imperio y arruinad como
estaba Atenas por la guerra del Peloponeso, lo formaban, básicamente, desocupados, que además,
vivían en el área urbana. Los grandes perjudicados, colectivamente, con sus decisiones políticas en
la asamblea, e, individualmente, con su voto en los tribunales, eran los colectivos de mayor nivel
económico: unos 1.000 ciudadanos, que debían asumir los gastos regulares del estado, y otro
grupo de 1.000-3.000, donde se incluida también a metecos (los extranjeros residentes, que no eran
ciudadanos), que debían pagar la eisphora, la contribución extraordinaria exigida par afrontar los
gastos que decidía la asamblea afrontar. Por eso la fuente que nos trasmite la propuesta llevada a
la asamblea en 403 a.C. (o muy poco después) en el sentido de desposeer de la ciudadanía a quien
no tuviera tierra, la justifica por el temor de que “la masa (plethos) se dedicara de nuevo a
cometer excesos (hybrizein) contra los ricos, una vez recuperado su antiguo poder”. El poder lo
recuperó, efectivamente, la misma masa (tras la liquidación del régimen llamado de los Treinta
tiranos), porque la propuesta en cuestión no prosperó.
Figura 119 a-b. Erotismo y matrimonio en las mujeres
En esta pieza de cerámica ática (hacia 470 a.C.), se ha representado a Alceo y a Safo (a), los dos
famosos poetas líricos de la ciudad de Mitelene, en la isla de Lesbos, cada uno con un bárbitos en
la mano. Es como si estuvieran en un agón, un concurso en el que debieran actuar
alternativamente, es decir, en forma antifonal; Alceo estaría entonando sus versos mientras ella
esperaba a que terminara para asumir su turno. Eso indica lo mucho que se apreciaba a Safo, con
quien, por otro lado, pretendían identificarse las mujeres de cierto nivel social. Aprendían a tocar
ese instrumento, y se las representa frecuentemente, en ese mismo tipo de cerámica, llevándolo
consigo, o tocándolo, solas o en presencia de otras mujeres (b), posiblemente como
acompañamiento de los poemas que recitaban o cantaban. Una de las mujeres lleva en la mano el
aulós, la doble flauta que tocaban las heteras en los simposios, y que era un instrumento humilde.
La calidad de la obra de Safo ha sido la razón por la que se han copiado tanto sus poemas y han
llegado a nuestras manos. Gracias a ello tenemos documentada una forma de homosexualidad
femenina que probablemente no se limita a ese lugar del Mundo Griego ni a esa época (finales del
siglo VII a.C.; es un tema sobre el que no tenemos noticias directas, probablemente porque no se
escribía sobre él. Safo, era esposa y madre, pero también era maestra en un colegio de la isla de
Mitilene, donde se formaban las adolescentes antes de casarse. Los versos de Safo revelan que, en
ese contexto, se enamoraban unas de otras, incluida la maestra, y probablemente daban alguna
forma física a sus sentimientos. Era un homoerotismo, que, al parecer, las preparaba para el
matrimonio, y para experimentar en él el placer que se suponía necesario para que quedaran
encintas. Se trataba, por tanto, de una bisexualidad motivada, como en los hombres, por los
hábitos homosociales; es decir, por el hecho de pasar el tiempo, desde una edad muy temprana, las
mujeres con las mujeres y los hombres con los hombres. Es imposible saber hasta dónde llegaba la
imitación de Safo entre las mujeres atenienses, porque las convenciones iconográficas era, en
algunos aspectos muy restrictivas. La imagen de Eros que sobrevuela la escena doméstica (el
arcón, la regla en forma de cruz y el chal identifican el escenario), y que es característica del
ambiente nupcial, es la que expresa los sentimientos que no afloran a los rostros. En una hidria
ática de la misma época, otra figura femenina, también sentada y tocando la lira, está el doble
aulós y otra le acerca el cofre de las joyas, indicando con ello que esa figura es la señora de la
casa. Se trata, por tanto, de una escena que se puso de moda en la decoración de los vasos; y no
sólo los de uso femenino, como las hidrias, porque lo que vemos aquí estaba pintado en una
crátera, que, en principio, es vajilla simposíaca.
Figura 120 a-b. Lectoras y deportistas
Estos dos vasos áticos de mediados del siglo V a.C. representan la tendencia homosocial de las
mujeres, que acostumbran a pasar el tiempo unas con otras. La primera (a) corresponde al oikos.
La figura sentada es inequívocamente la de la señora de la casa. Rodeada de las mujeres, libres o
esclavas, que están bajo sus órdenes. Una de ellas le acerca un cofre, que suele ser donde guarda
las joyas y los adornos; es un elemento convencional que ayuda a identificar el escenario. Como se
ve, la mujer está en actitud de leer. Un lecito de la misma época (una jarrita muy relacionada con
las mujeres) muestra a otra señora de la casa, esta vez de pie, leyendo en un rollo similar; el arcón
con la tapa levantada que tiene al lado identifica el ambiente como doméstico.
De que las mujeres atenienses de cierta posición aprendían a leer no hay ninguna duda; a leer y a
escribir, porque en muchos ambientes domésticos representados en la cerámica, aparece colgada
una regla en forma de cruz que en otro vaso se encuentra en una escuela. La cuestión es por qué
son las mujeres, y, además, en el oikos, las que se representan leyendo. Todo se entiende mejor si
suponemos que es una imagen convencional alusiva a un aspecto característico de la mujer casada,
al igual que cuando se la representa tocando la lira o el laúd (fig. 119-b). Y ese aspecto es,
probablemente, el de administradora del oikos. En el Económico de Jenofonte, un rico hacendado
de mediados del siglo IV a.C. presume con sus amigos de no tener que quedarse en casa, porque
todos los asuntos los administra su esposa: él la ha formado para eso.
La segunda imagen (b) también representa algo común, en la Atenas de la época, porque
conocemos dos cráteras contemporáneas con una decoración muy parecida. Podrían ser hombres,
como en otros vasos, pero son mujeres lo que vemos aseándose y pasándose la estrígila para
retirar del cuerpo la consabida mezcla de arena y aceite que llevaban encima los deportistas en los
gimnasios. La conclusión más obvia sobre esta novedad, en la decoración de la cerámica, es que se
habían creado por entonces en Atenas instalaciones de baños y/o gimnasios para mujeres. El
hecho de que no haya constancia de ellas en las fuentes escritas no debe sorprender, porque sobre
las actividades de las mujeres no informan directamente; lo poco que sabemos sobre ellas procede
de noticias indirectas y ocasionales, como, por ejemplo, los discursos forenses. La cuestión está en
saber si iban a esas instalaciones todo tipo de mujeres. Es difícil de creer que se hubieran
construido para las heteras, cuando los gimnasios masculinos eran frecuentados por los
ciudadanos de mejor posición económica. El tópico de la antigüedad que presenta a Atenas y a
Esparta como dos polos opuestos ha influido en la consideración de las mujeres atenienses por
parte de los historiadores modernos, que han asumido la idea de unas espartanas desinhibidas y
deportistas frente a unas atenienses pudibundas y encerradas en casa. Las atenienses de
Aristófanes no son, desde luego, así.
Figura 121. Las nuevas tribus de Clístenes
Cada una de ellas tenía tres partes (trittyes): una de la costa, otra del interior y otra del área
urbana de Atenas y la zona circundante. Solo excepcionalmente eran esas partes contiguas. Esta
nueva organización se muestra como una obra de ingeniería social bastante sofisticada. No sólo no
arrancaba de una situación precedente sino que pretendía modificar esa situación, sustituyendo
una comunidad basada en el poder de unas cuantas familias por un cuerpo de ciudadanos
organizado institucionalmente. Por otro lado, con las reformas de Clístenes se consolida la
unificación del Ática, y la polis Ateniense se convierte en un Estado fuerte debido a su capacidad
de reclutamiento: en la Batalla de Maratón contra los persas, en el 490 a.C., Atenas lucho con
9.000 hoplitas ciudadanos, bastante más de los enviados por Esparta. Esa victoria marcó el hecho,
en el ámbito del Mundo Griego, el relevo de la supremacía espartana del siglo VI a.C. por la
ateniense del siglo V.
Figura 122. Mediadores de la divinidad
Un pintor de cerámica ática del 440-430 a.C. nos ha transmitido una imagen femenina singular,
pero que está en la línea del realce que tiene las mujeres, en la democracia ateniense, como motivo
de decoración de vasos. La escena representa la consulta que había llevado a cabo, en el oráculo
de Delfos, el mítico rey Egeo sobre la posibilidad de tener un hijo (un sucesor), y que había dado
lugar al nacimiento de Teseo, héroe nacional de Atenas.
En Delfos, el dios Apolo había suplantado a la diosa Gea como divinidad oracular; y los
consultantes formulaban las preguntas por medio de un sacerdote y recibían de él también las
repuestas.
Sin embargo, el dios se comunicaba a través de la Pitia, la sacerdotisa que funcionaba como
médium en situación de trance, supuestamente provocado por unos gases emanados de una grieta
de la tierra sobre la que se situaba un trípode, que le servía de asiento. Había sido, por tanto, un
santuario oracular femenino. Los poderes mánticos de las mujeres parecen haber tenido una larga
tradición y haber sido atribuidos secundariamente a Apolo, cuando quedo constituida la
adivinación como su particular competencia. Es probable que tengan una raíz prehelénica. La
adivina mítica por antonomasia, Casandra, es una princesa troyana, no griega; y, aunque había
recibido sus poderes de Apolo, habían intervenido en ello serpientes sagradas. También en Delfos
(llamada Pito hasta el siglo V a.C.) estaba asociada la serpiente a la diosa Gea. Y lo estaba, desde
luego, en Atenas, donde Gea era diosa especialmente venerada, en la medida en que servía de base
para el mito de la autoctonía de los atenienses.
No debería extrañar, por tanto, ver aquí a la Pitia como receptora directa de la consulta, y
comunicándose con la divinidad mientras clava la mirada en el plato de la libación. Sólo la rama
de laurel que lleva en la mano recuerda a Apolo; pero ese es un elemento característico de Delfos,
que sirve iconográficamente para identificar un oráculo que, en los tiempos de Egeo, podría haber
pertenecido todavía a Gea. Por lo demás, la Pitia se muestra como una figura digna y familiar, con
la que podrían identificarse las mujeres atenienses, que, dentro, del hogar y en el ámbito público,
representaban funciones sacerdotales. Unas décadas más tarde, en el 385-380 a.C., nos presenta el
simposio platónico a una adivina con poderes similares a los de la Pitia délfica. Se trata de
Diotima ("honrada por Zeus") de Mantinea (una ciudad griega del Peloponeso que tiene, en su
nombre, el lexema mant- "adivinación"). Es una mujer "sabia", que habría enseñado a Sócrates ta
erotiká ("lo relativo al amor"); pero no, desde luego, la doctrina de los burdeles sino la que aporta
el filósofo al debate sobre Eros. En esa revelación profética, el amor sería el afán de engendrar, en
la belleza, con el cuerpo y con el alma.
Figura 123. Heteras
Es un colectivo de mujeres atenienses muy difícil de definir. Parece un cajón de sastre. No son
esclavas y no son ciudadanas. Pero tampoco está claro que pudieran alcanzar el estatus del meteco
siendo extranjeras sin familia. El nombre de hetairai ("compañeras"), que les atribuyen las
fuentes, responde probablemente al hecho de que se mezclaban con los hetaipoi, los varones que
formaban un grupo social. Algunas emparejaban con ciudadanos que habían enviudado después de
tener descendencia legítima con una esposa. En estos casos quedaban integradas en un contexto
familiar, bajo la condición de concubinas, con un ciudadano que respondía por ellas. Pero otras
muchas tenían que ser autosuficientes. Una afirmación de Demóstenes, en su discurso de
acusación (muy poco anterior al 340 a.C.) contra una extranjera que se había hecho pasar por
ciudadana como esposa y madre de hijos legítimos (es decir, de ciudadanos atenienses); se podría
utilizar como identificación de ese colectivo social. Dice Demóstenes: "Eso es el matrimonio:
procrear hijos, introduciendo (a los varones) en la fratría y en el demo, y casando a las hijas como
propias (como hijas de ciudadanos). Porque a las heteras las tenemos por el placer; a las
concubinas, para que nos cuiden cada día; y a las esposas, para tener una descendencia legítima y
una fiel supervisora de la hacienda".
Falta aquí la mención de la prostituta (porne), un tipo de mujer que trabajaba en burdeles o a
domicilio, y que podía ser libre o esclava. En la consideración social, la hetera estaba por encima
de ella, pero en una cierta ambigüedad. Si funcionaba como pareja, entraba en el concepto de
concubina; si trabajaba asueldo en los simposios, lo hacía como animadora, tocando y bailando.
En muchas escenas simposiacas de la cerámica, aparecen esas animadoras desnudas, pero en
otras están vestidas (fig. 116). Aquí tenemos a una de esas chicas (va coronada de hiedra y el
escenario es simposíaco) soltándose el cinturón que sujeta la túnica, es decir, desnudándose. Desde
el punto de vista de la esposa ciudadana y honorable, que es el papel que asume aquí Demóstenes,
la hetera y la prostituta se solapan.
Figura 124 a-b. La relación con los muertos
Dos escena típicas de decoración de lecitos funerarios áticos de fondo blanco (siglo V a.C.), sobre
las que se encuentran muchas variante. La primera (a) muestran al difunto en relación con el
barquero Caronte; en este caso es un niño de corta edad despidiéndose de su madre antes de subir
a la barca que lo llevará a su ulterior destino. La segunda (b) es una visita a la tumba, en este caso
de un soldado, que hace su viuda, cargada con el cesto donde lleva lo necesario para practicar el
ritual. Otra serie bien documentada corresponde a la escena de próthesis (exposición del cadáver
engalanado), que tenía lugar en la casa.
Sólo excepcionalmente, y en determinados círculos religioso-filosóficos, tuvieron los griegos una
noción del alma como una forma de la persona capaz de existir por separado del cuerpo y de
trascender, por tanto, a la muerte. Los únicos que vivían eternamente eran los dioses, y los únicos
seres humanos que habían accedido a la inmortalidad eran los que habían tenido uno de los dos
progenitores de naturaleza divina. Lo que abandonaba el cuerpo del difunto y lo que transportaba
el barquero Caronte hasta los dominios profundos y tenebrosos de Hades no era más que una triste
sombra, incapacitada para experimentar felicidad o placer; la única pervivencia positiva de los
muertos estaba en el recuerdo de los vivos.
Con el ritual funerario que se dedicaba al cadáver, se ayudaba al difunto a recibir de los dioses el
auxilio necesario para llegar hasta el reino de los muertos. Pero el ritual se repetía, bajo ciertas
formas, en sucesivas visitas a la tumba, cuya finalidad, seguramente compleja, no resultan tan fácil
de explicar con la información que tenemos. La decoración de los lecitos (jarritas) de fondo
blanco, fabricados en Atenas durante el siglo V a.C. para ese ritual -en principio, perpetuo- que se
han encontrado por miles, podría de servir de ayuda. La idea de que las visitas a las tumbas
confortaban a los difuntos, en su desdicha, implica la creencia de que el límite que separaba a los
vivos de los muertos era permeable. Si se trata de atraer al ser querido hasta allí, su
representación en el lecito con el que se practicaba el ritual podría considerarse de ayuda, aunque
fuera, como en la propia estela funeraria, una representación estandarizada.
125. Óstracos
Son fragmentos de vasijas rotas, que se aprovechaban para el
procedimiento del ostracismo, escribiendo en ellas con un
punzón. Se han encontrado unos 10.000.Cada año, y en un mes
fijo, se preguntaba a la asamblea ateniense si se deseaba
iniciar un ostracismo; en caso de respuesta afirmativa, se
convocaba para dos meses después una asamblea especial en
el ágora, bajo la supervisión de los arcontes y de la Boulé. El
ciudadano que quería condenar a alguien debía escribir su
nombre en un óstraco y entregarlo a los representantes de su
tribu, quienes se aseguraban de que sólo hubiera un voto por
cabeza. Se contaban todos los óstrakos, y, sólo en el caso de
que llegaran a 6.000, se proclamaba el nombre del ciudadano
más votado. En el plazo de diez días debía éste abandonar el
territorio ateniense y no regresar a él durante diez años, a
menos que se le invitara oficialmente a hacerlo, como en algún
caso ocurrió.
El ostracismo no implicaba degradación alguna como
ciudadano ni confiscación de propiedad. Era un recurso
preventivo que había establecido la polis para evitar que los
elementos prominentes de la sociedad cayeran en la tentación de ejercer un poder personal en la
forma en que lo habían hecho Pisístrato, es decir, como tiranos. Aristóteles, lo atribuye a
Clístenes, lo que tiene sentido, considerando que sus reformas potenciaban la consolidación de un
ejército ateniense importante y ya no tan dependiente de las cabezas de los grupos sociales, que
podía seguir a un nuevo líder. Pero en el caso es que el primer ostracismo tuvo lugar en el 487
a.C., veinte años más tarde; es posible que se hayan sucedido dos procedimientos similares en sus
efectos, y que sólo el segundo haya recibido ese nombre.
En la vida de Arístides escrita por Plutarco, aparece una anécdota que ha determinado una
interpretación muy negativa del ostracismo. Un ciudadano analfabeto habría pedido, sin darse
cuenta, al propio Arístides que escribiera ese nombre en el óstraco que se disponía a entrega, ante
la pregunta de éste sobre sus razones, le habría respondido que estaba harto de oír que le llamaran
"el justo". En otros casos conocidos, como el de Temístocles -el artífice de la victoria de Salamina
(480 a.C.), que fue el condenado en 470 y cuyo nombre podemos leer en estos óstracos -parece que
se utilizó el procedimiento como especie de moción de censura destina a apoyar indirectamente a
una figura rival. No cabe dudar, en cualquier caso, de que se prestaba a manipulaciones. Con un
último condenado en el 417 a.C., el ostracismo cayó en desuso. La ofensiva para sacar del
escenario a los políticos, con sus consecuencias potencialmente mucho más graves, se canalizó en
adelante a través de la graphé paranomon, una acusación formal de haber propuesto una ley
contraria, en su forma o en su contenido, a las leyes existentes, que tenía como primera
consecuencia inmediata, la suspensión de esa ley, tanto si se había llegado a votar como si no.
Luego se producía un juicio, con resultado de multa en caso de condena; pero la tercera sentencia
condenatoria por ese concepto acarreaba la pérdida de la ciudadanía. Sobre la frecuencia de tales
procesos, puede dar la idea el caso de un político que fue absuelto hasta setenta y siete veces. La
más famosa graphé paranomon es la que conocemos a través del discurso de Esquines contra
quien propuso la concesión de una corona para su rival y enemigo Demóstenes.
Figura 126 a-b. Los misterios de Eleusis y el culto de Deméter
Por todo el Mundo Griego está atestiguado el culto de una doble divinidad femenina, Deméter y
Core, la "Madre Tierra" y la "Doncella" (también llamada Perséfone), que es un culto agrario
probablemente de origen prehelénico. Se trata de un culto femenino cuya forma característica es la
fiesta femenina de las Tesmoforias. En el santuario de Eleusis (una polis del Ática que se integró
relativamente tarde en el sinecismo ateniense, y con un régimen especial), desarrolló, sin embargo,
una forma peculiar: estaba abierto a todo el mundo, con independencia del sexo y la procedencia, y
había desarrollado una dimensión escatológica que atraía a los participantes desde los lugares
más remotos, y lo siguió haciendo en época romana. Los Misterios de Eleusis, cuyo contenido
fundamental se nos escapa porque estaba prohibido revelarlo, tiene su fundamento en un mito
nacido para explicar el ciclo vegetal y el origen de la agricultura.
Lo mismo que la semilla, Core desaparece bajo la tierra; ha sido raptada por un dios al que se
llama alternativamente Hades y Plutón: la divinidad que controla la morada subterránea de los
muertos y la divinidad que produce la riqueza vegetal. Su madre Deméter la busca por todas
partes, y, cuando averigua que es la esposa de Hades, se encierra en un santuario que se hace
construir en Eleusis y deja la tierra estéril. Zeus resuelve el problema de la humanidad decidiendo
que Core pase con ella dos tercios del año y con su esposo el tercio restante. Deméter acepta esa
"muerte y resurrección" de su hija y devuelve a la tierra su fertilidad, enseñando además, a los
hombres la agricultura. A ese mito se había adherido un ritual secreto, articulado en dos fases, que
producía una transformación espiritual salutífera. Los participantes asumían la condición de
iniciados y eran objeto de una "revelación": un show de "cosas sagradas", a juzgar por el nombre
de "hierofante" atribuido al sacerdote que la practicaba.
Un fragmento de Aristóteles nos proporciona una clave importante sobre esa revelación. No se
trata de "aprender" (mathein) nada sino que todo se "experimenta (alla pathein); no se revelaban
verdades sino que se provocaban vivencias. De ahí podemos deducir que el ritual potenciaba en los
iniciados una receptividad psicofisiológica destinada a producir una visión beatífica: "Dichoso el
que ha tenido la visión..." proclama el himno homérico a Deméter. En un fragmento conservado de
una pieza perdida de Sófocles, se llama "tres veces dichosos a los mortales que bajan al Hades tras
haber contemplado eso, porque son los únicos que podrán tener una verdadera vida, mientras para
los demás todo es allí malo". El poeta Píndaro refuerza ese testimonio. Pero no hay nada, a no ser
conjeturas, que pueda decir el historiador moderno sobre la doctrina de fondo de esa
manifestación religiosa. Cuando alguien como Cicerón escribe que "Atenas no ha dado al mundo
nada más excelente o divino que los Misterios de Eleusis", nos deja sencillamente perplejos.
El misticismo de Eleusis era compatible con las demás creencias de los griegos y también con el
culto no mistérico de Deméter y Core. En ese culto, intervenía una tercera figura, el joven
Triptólemo, que contribuye a reforzar la hipótesis de su tradición prehelénica. La doble divinidad
femenina, combinada con una figura masculina, infantil o juvenil, parece atestiguada en sellos
micénicos de tradición minoica (tema 4) y en un grupo de marfil hallado en Micenas y fechado en
el siglo XV a.C. (a). Triptolemo era un mítico rey de Eleusis, a quien se atribuía la creación de las
Tesmoforias. No entroncaba con los linajes heroicos de los griegos. Solo era un niño que había
consolado a Deméter mientras lloraba buscando a su hija, y al que la diosa había salvado de la
muerte resucitándolo y/o haciéndolo inmortal. Sobre un carro alado recorría la tierra
distribuyendo por ella las semillas. Conocemos varias piezas de cerámica ática que representan el
momento de la partida, con Deméter despidiéndolo, por un lado, y Core haciendo la libación por el
otro. Están relacionados con la fiesta de las Tesmoforias, y, como vemos en esta pieza (b), fechada
hacia el 470 a.C., aparece también la serpiente, tan importante en el contexto religioso y mítico de
Atenas, y en la tradición religiosa prehelénica. No es posible, sin embargo, con los datos que
tenemos, ni establecer una relación entre el vuelo de Triptólemo y el misticismo eleusino, ni
utilizarlo para interpretar su posible precedente de la Edad del Bronce.
Figura 127. Ciudadanía e imperio
Este borde de copa, del siglo VI a.C., muestra dos naves de la época: la nave de carga, con su
amplia bodega, que servía para el comercio por el mediterráneo navegando a merced del viento; y
la nave de guerra, diseñada para moverse a alta velocidad, gracias al impulso que le daban los
remeros. En la Atenas del siglo V a.C., está última era una trirreme, es decir, una nave con tres
filas de remos por cada lado. Se trata de una construcción muy ligera, de gran maniobrabilidad,
que sirve para las batallas navales, y también para proteger el comercio frente a los piratas. La
alianza establecida por Atenas con una interminable serie de ciudades griegas, después de las
Guerras Médicas -la llamada Liga (Ático-)Délica -no sólo tenía un carácter político de defensa
contra los persas; pretendía también, erradicando la piratería, garantizar un comercio del que se
beneficiaban los atenienses, al mismo tiempo como comerciantes y como dispensadores de
protección a otros comerciantes.
Esa realidad, que se instala a comienzos del siglo V a.C., proporciona un medio de vida a muchos
ciudadanos atenienses como remeros. A diferencia de otras ciudades, que se servían de esclavos,
Atenas los utilizaba en las naves de guerra; pero, como se trataba de los que tenían rentas
suficientes para servir como hoplitas, les pagaba un salario, que salía de las cuantiosas
contribuciones aportadas por los aliados a cambio de la protección. El número de remeros por
trirreme no bajaba de los 200; ello da idea del número de ciudadanos que podía encontrar empleo
en una flota de 100 naves (180 trirremes lucharon en Salamina). Como necesitaban mucho
entrenamiento, no sólo cobraban cuando estaban en el mar; y, por otro lado, el pago, por parte del
estado, de lo que siempre habían hecho los ciudadanos por obligación se extendió a la
participación de los órganos de gobierno. De ese modo, la clase económica de los thetes
experimentó un cambio radical. Ya no eran los campesinos más pobres y los que debían sobrevivir
como asalariados donde pudieran, sin tiempo ni motivación para intervenir en la vida pública: se
trataba ahora de la masa que había hecho posible la victoria de Salamina y se había convertido en
la fuerza militar del imperio ateniense; una masa que tenía orgullo y cohesión, y que, en 467 a.C.,
consiguió, gracias a las reformas sacadas adelante por Efialtes, convertirse en la masa de una
asamblea soberana. Mientras el imperio se mantuvo en pie y no entraron en juego los gastos de
una nueva guerra, la democracia iba viento en popa.
Por otro lado, el imperio político-económico de los atenienses generó nuevos ricos, que no sacaban
sus rentas de la propiedad de la tierra (aunque invirtieran parte de sus beneficios en ese tipo de
propiedad y en inmuebles urbanos, si tenían ciudadanía). Compraban esclavos caros, por su
prestancia física, para trabajar en las minas, o en las grandes explotaciones agrícolas, que se
habían formado en consonancia con la renuncia de muchos ciudadanos a trabajar en el campo; o
en los muchos talleres de muy diversas especialidades que había en Atenas. Se enriquecían muy
rápidamente y también podían sucumbir de la noche a la mañana, porque era mucho lo que
arriesgaban en operaciones comerciales y financieras complejas, donde se perdían naves
cargadas de mercancías, algunos de ellos entraban en la política, buscando el voto fácil de
conseguir mediante el halago de la plebe. De modo que había una competencia, en la elite de la
sociedad, entre la excelencia vinculada al linaje, y a la propiedad de la tierra, y la excelencia que
derivaba de una riqueza espectacular, pero coyuntural, que buscaba sus apoyos en la masa de los
ciudadanos presentes en la asamblea, y que es objeto de las burlas del comediógrafo Aristófanes
en la segunda mitad del siglo V a.C., cuando ya había muchos ciudadanos que se habían quedado
sin recursos económicos.
El historiador Tucídides deja entrever que las tendencias negativas de la democracia griega se
habían manifestado ya durante el gobierno de Pericles, pero que él había sabido "mantener sujeto
al pueblo". La desaparición de la escena política, en el 429 a.C., de ese miembro de la nobleza que
había liderado la democracia ateniense desde la muerte de Efialtes en el 461, marca el comienzo
de la trayectoria decadente de una polis desestructurada. Los ciudadanos podían presumir de su
estatus e intentar sacarle el máximo rendimiento a los órganos políticos, pero los gastos de la
guerra y el eclipse del imperio ponían a prueba el sistema. Por eso se resistía a ultranza Cleofonte
a aceptar la propuesta de paz de los espartanos cuando Atenas tenía prácticamente perdida la
guerra. Lideraba el grupo empeñado en seguir luchando por el mantenimiento del imperio, y una
inesperada victoria en la zona del mar Negro, en 410 a.C., le permitió conseguir que la asamblea
rechazara la propuesta. No sólo eso: también que aprobara la diobelía, una pensión de dos óbolos
diarios para los ciudadanos sin recursos, que contribuyo a dejar las finanzas atenienses en
situación crítica durante los últimos años de la guerra.
Figura 128 a-b. La figura de Dionisio
Desde el punto de vista de la religiosidad,
Dioniso era el más importante de todos los
dioses griegos. El dios del vino sacaba de sí a
todos los humanos, haciéndoles perder la
conciencia de su condición y circunstancias, y
transportándolos fuera de de la realidad. Eso es
literalmente el éxtasis, que, en la religión
dionisiaca, se entiende como una participación
de lo divino, no se trataba de acceder a los
dominios de los dioses, ni de cambiar de
naturaleza: se trataba de entrar en un delirio
frenético, que no era propiamente resultado del
alcohol y que podía ser independiente de él. La
extraordinaria fuerza física desplegada, que
hacía capaces a las mujeres de despedazar
animales con sus manos, se consideraba que
nacía de lo más profundo del ser, en su conexión
con la fuerza divina de la naturaleza. Esta
imagen (a), de comienzos del siglo V a.C.,
muestra a un Dioniso caracterizado como una
ménade, vestido con una túnica jónica como las
que usaban las mujeres, con la característica
piel de animal (nebrís, nébride) y realizando el
sparagmós ("despedazamiento" de un cabrito),
que es lo que solían hacer ellas. El artista ha
querido mostrar, seguramente, que la fuerza de
la ménade procedía del dios. El éxtasis
dionisíaco era una orgía de música y danza. Era una experiencia al mismo tiempo individual y
colectiva: una vivencia personal, pero contagiosa; un fenómeno de masas y de espacios abiertos.
Dioniso está atestiguado en los documentos en Lineal B de Pilos (tema 4), posiblemente en
relación con el vino. Por lo tanto, no era un dios llegado de fuera de la Época Arcaica, como
podría parecer por su leyenda y se había sostenido en otro tiempo. Se le hacía hijo de Zeus y de la
mortal Sémele, quien habría muerto abrasada por el rayo al pedir a su amante divino que se le
mostrara en todo su esplendor. Zeus ordenó entonces que introdujeran en su muslo al hijo que
Sémele llevaba en su seno, para que completara allí la gestación. Dioniso había nacido, por tanto,
dos veces: la primera había salido del fuego (que se utiliza en otros mitos para producir la
inmortalidad), y la segunda, del padre de los dioses, lo que justificaba su posición en el Olimpo; y,
también, la consabida inquina de Hera, esposa de Zeus, contra los "bastardos " de su marido. A
Dioniso lo había enloquecido y condenado a vagar por el mundo haciendo estragos por donde
pasaba, con su cortejo de sátiros y ménades, porque las mujeres sentían un impulso irresistible de
sumarse a él. Dioniso es, por tanto, el dios loco (mainómenos), que les transmite su locura,
convirtiéndolas en mainades. No existe un término masculino correspondiente, de donde se deduce
que el éxtasis ritual de las ménades era un fenómeno exclusivamente femenino; sin embargo,
también había rituales extáticos dionisiacos en los que participaban hombres, aunque las mujeres
tuvieran en ellos un papel importante. Los participantes se llaman, entonces, bacchoi y bacchai
("bacos" y "bacantes").
Dioniso es "el que llega, el que viene de fuera" (expresión consagrada en los estudios modernos):
el que entra en el ámbito de la sociedad regulada por la norma, rompiendo la rutina y trastocando
lo todo. Pero también es el dios del pueblo: quien ayuda a todo el mundo a participar en lo divino
en un éxtasis común, que ignora identidades y diferencias. Por eso es un dios que conecta muy
bien, en Atenas, con el espíritu de la democracia. La cerámica ática de los siglos VI y V a.C.
representa la llegada de Dioniso de formas distintas, por referencia los detalles de su mito y de su
culto. Esta imagen (b) está ampliamente documentada en la cerámica y fuera de ella. Representa la
llegada del dios, coronado de hiedra, a lomos de un asno o mula, con la copa del vino (tipo
kántharos) en la mano (b). La imagen que vemos decora a por uno de los lados un ánfora (hacia
460 a.C.), que lleva por el otro una ménade con el tirso y la jarra de servir el vino. Esta forma de
montar a la grupa es característica de los príncipes orientales, por lo que responde a la idea de los
griegos, en el sentido de que Dioniso había llegado desde Oriente. Si efectivamente lo había hecho,
sería porque había emigrado, desde la Grecia micénica, con los griegos que se habían asentado en
las costas de Asia Menor en el tránsito del segundo milenio a.C. al primero. Ahí puede haber
entrado en contacto con técnicas de éxtasis procedentes del Asia Central. El problema es que los
textos conservados no nos permiten conocer cómo era el éxtasis dionisíaco; sólo nos dicen que se
trataba de una forma típicamente griega.
Figura 129 a-b. Cleroterios
La primera imagen (a) muestra la parte inferior de un cleroterio, una máquina de sortear la
composición de los tribunales, hallada en el ágora ateniense. Están documentadas a partir del 390
a.C., pero hasta el siglo II a.C. no se hicieron de piedra, así que las anteriores han desaparecido
por completo. Sabemos que había distintos modelos, en función del uso pretendido y de la época,
pero parece que todos se basaban en un diseño similar (b). Para facilitar la interpretación del
procedimiento, se ha dejado visible, en ese dibujo, el interior del conducto por el que bajaban las
bolas. En las ranuras de los Cleroterios, se insertaban unas chapitas de bronce, como las que se
ven en el ángulo inferior izquierdo de la foto, que llevaban grabado el nombre completo del juez (es
decir, añadiendo el nombre del padre y el nombre del demo), así como la sección de la Heliea a la
que pertenecía, y, por supuesto, el sello de la ciudad. En principio, cada sección contaba con 600
juegos y correspondía a una de las diez tribus, de modo que el número total de jueces elegidos para
cada año era de 6.000.
El cleroterio de piedra que vemos tiene 11 columnas de ranuras: la primera de ellas estaba
destinada a introducir chapitas con la letra correspondiente a casa sección, que completaría una
fila de diez jueces. Entendemos que el número total de filas horizontales de esa máquina era de 50
(cinco para cada sección). En ella se podrían introducir, por lo tanto, hasta quinientos jueces, que
habrían sido seleccionados inmediatamente antes, también por sorteo a razón de diez por cada
sección de la Heliea, entre los que hubieran acudido al edificio a la hora señalada y con la
correspondiente chapita de acreditación.
Para realizar el sorteo, el magistrado introducía por el embudo que daba paso al conducto una
mezcla de bolas blancas y negras, que totalizaba el número de filas horizontales, aunque era el
número de bolas blancas el que se correspondía con el número de filas requeridas. Las bolas iban
cayendo de una en una a la parte inferior del cleroterio; cada bola blanca confirmaba una fila de
jueces y cada bola negra eliminaba una, empezando por arriba.
Con las filas confirmadas quedaban formados los distintos tribunales, que tenían un número muy
variado de jueces según fuera la importancia el caso.
Ese sistema de composición de tribunales de la Heliea no sólo buscaba la rotación de los jueces,
sino que pretendía descartar la posibilidad de que fueran sobornados o presionados. Por eso se
formaban en el último momento, y por procedimientos que trataban de garantizar el carácter
aleatorio del proceso de selección y de la coincidencia, en un mismo tribunal, de personas más o
menos relacionadas entre sí. Sin embargo, el hecho de que fueran convocados cada vez todos los
jueces del año, teniendo que presentarse de madrugada en la sede de la Heliea y con una
posibilidad relativamente baja de ser elegidos, debía de resultar disuasorio para muchos de ellos, a
no ser que tuvieran un interés especial en determinado asunto. Parece que eran más o menos los
mismos quienes acudían habitualmente, por la proximidad de su domicilio y por la disponibilidad
de tiempo.
Figura 130 a-b-c. Las facetas del dionisismo
En un famoso estudio, publicado a finales del siglo XIX, el filósofo F. Nietzsche presenta a los
griegos, y a su tragedia, como un prodigio de difícil equilibrio entre pensar/sentir, control/pasión,
orden/caos, cultura/naturaleza, etc... Al componente integrado por los primeros conceptos de tale
antítesis lo bautizó como "apolíneo", y al otro, como "dionisiaco". Al margen de que las
diferencias entre Apolo y Dionisio no se pueden establecer de este modo, hace tiempo que la teoría
de Nietzsche, cuestionaba sucesivamente desde distintos puntos de vista, ha sido desbancada por la
antropología social. El desenfreno de la fiesta era un elemento estructuralmente integrado en la
construcción de la polis, que no representaba la faceta salvaje del ser humano en dialéctica con la
civilizada. Lo que representaba era más bien el volver a empezar del tiempo cíclico, con un
intervalo de caos (de ningún modo considerado como asocial, sino como sacral), que volvía a
generar el orden. En ese paréntesis catártico, se permitía lo prohibido, lo que, así formulado, no
apunta a las espontaneidad de la naturaleza salvaje sino a las convenciones de la civilización. La
inversión del orden social y la transgresión de los límites, presente en algunos rituales griegos, no
se prestan a una interprestación en términos de ruptura de equilibrio, y tampoco como una
manifestación negativa sino salutífera. A ello hay que añadir que esos rituales los conocemos bajo
las formas que habían alcanzado en el contexto de la polis, donde los aspectos verdaderamente
incompatibles, con su nivel de civilización pervivían sólo en el mito.
El dionisismo no solamente ofrece resistencia a las racionalizaciones decimonónicas. Es tan
polifacético y tan elusivo que tiende continuas trampas al historiador de las religiones cuando
maneja la documentación a su alcance. Dioniso es el dios del engaño y de la ilusión. El teatro, que
pertenece a sus dominios, es pura ficción creada por la máscara. El vino tiene un valor simbólico
en el ritual propiamente dicho, donde se confunde con la sangre; en el kántharos del dionisismo
veían los griegos mucho más que el vino. El delirio, la locura de Dioniso, también creaba ilusión; y
lo mismo cabe decir de la expectativa de inmortalidad que ofrecían algunas formas del culto
dionisiaco. La sexualidad también tiene, en ese contexto, una dimensión fantástica. Las escenas de
sexo explícito, en cortejo de Dioniso, que aparecen en la cerámica no implican nunca al dios, a
quien tampoco se representa nunca en erección. Las ménades interaccionan siempre con sátiros,
que son criaturas imaginarias, y sólo en las piezas más antiguas están representadas copulando
con ellos. La orgía de sátiros que vemos decorando esta copa (a) tiene todo el aspecto de una
fantasía que más que erótico-sexual, deberíamos llamarla fálica, porque no hay que olvidar que
estamos en un contexto religioso de culto de fertilidad, donde le falo funciona como un símbolo y
como un elemento sagrado. La parte femenina está representada aquí por esfinges, y también se
encuentran sirenas (aves con cabeza de mujer) asociadas al komós (el cortejo dionisiaco), en su
manifestación iconográfica.
Frenesí, vino, erotismo y ansias de inmortalidad se combinan en el dionisismo de una forma que
es todo menos trivial. Deberíamos estar preparados para que nada sea lo que parece. En una
crátera fechada en torno al 457 a.C., se representa a Dioniso como un símposiasta (b), reclinad en
un lecho (kline) mientras le sirven la bebida. Pero el gran recipiente del que procede el vino no es
una crátera, como las que se utilizan habitualmente en los banquetes, sino un dinos, un recipiente
que descansaba sobre un trípode; el escaso número encontrado y el hecho de que estuvieran
decoraos con dioses y escenas mitológicas sugiere que tenía un uso ritual. Además, el servidor de
Dioniso es la figura que lo acompaña habitualmente, el sátiro Sileno con su piel de leopardo, que
se muestra itifálico. Tampoco le tiende una kýlix, que era la copa de los simposiastas, sino el
kántharos de Dioniso, de un Dioniso que nunca aparece bebiendo y que tampoco se dispone a
coger la copa. El racimo de uva negra que lleva en la mano contribuya, el fin, a catalogar la
escena como simbólica. Sólo es una forma de representar al dios "que llega", en este caso al
simposio, con su mágico tirso y con el sagrado contenido de su kántharos. En la última escena (c)
vemos también al dios "que llega", esa vez por el espacio abierto de la noche, con la rama de vid
en una mano (de la que cuelga un racimo de uva negra) y el kántharos en la otra, y precedido por
el sonido del aulós. A su cortejo se ha sumado una pareja pederástica convencional de barbado e
imberbe; la piel de leopardo que lleva uno de ellos indica que no son borrachos comunes y
corrientes sino bacchoi.
Figura 131. La cuestión de la pobreza
El empobrecimiento de muchos ciudadanos, en el contexto de la Atenas posterior a la
Pentecontecia (a los cincuenta años transcurridos entre las Guerras Médicas y la Guerra del
Peloponeso, que marcan la etapa más brillante de la historia ateniense) es difícil de valorar, para
el historiador, tanto en términos cualitativos como cuantitativos, porque la documentación no está
clara y resulta muy deficitaria. Por ejemplo, en el Pluto, la comedia que estrena Aristófanes en el
338 a.C., la pobreza personificada defiende su existencia como un estímulo para el trabajo, y
también su respetabilidad cuando va acompañada por el por el esfuerzo destinado a superarla,
mientras condena tanto la mendicidad como los vicios de los ricos. Pero el personaje antagonista,
que es un hombre sencillo recién enriquecido, no ve la pobreza de quien trabaja duro toda su vida,
rodeado de carencias, y ni siquiera puede dejar al final lo suficiente para que lo entierren, ni como
oportunidad ni como virtud sino simplemente como miseria. Por su parte, Platón acusa a Pericles
de haber hecho a los atenienses vagos y perezosos, lo que parece un reproche contra quienes no
querían suplir con otros trabajos la falta de rentas propias ni remuneración por parte del estado.
Tras la pérdida del imperio, la pobreza no debía de ser aceptada por todos los ciudadanos en las
mismas condiciones en las que lo había sido alguna generaciones atrás. La falta de puesto de
trabajos como remeros, y la utilización masiva de esclavos en el sector de la artesanía y el
comercio, forzaría a la nueva generación a buscar otra vez el sustento de la tierra, aunque fuera en
condiciones difíciles. De otro modo no se explica que, hacia el 500 a.C., solo un 15% de los
ciudadanos (o un 25% según las estimaciones más altas) careciera de ese tipo de propiedad. Los
pobres de entonces no eran solamente los desocupados de la ciudad sino muchos campesinos. La
Ley propuesta por Pericles, en el 451 a.C., que exigía la ciudadanía de la madre, además de la del
padre, a los nuevos ciudadanos sirvió, probablemente, para las que las hijas de ciudadano se
pudieran casar con mayor facilidad; pero había que constituirles una dote, de modo que, si la
familia estaba en el límite de la supervivencia, no podría hacerlo. Algunas se habrán integrado en
el colectivo de las heteras (fig.123). Esta copa, fechada en torno al 490 a.C. (es decir, antes de las
Guerras Médicas y del Imperio), nos muestra a una flautista, que, a juzgar por el lecho que se ve a
la izquierda, ha trabajado en un simposio. Sale de allí con sus pertenencias a la espalda, lo que
sugiere que dormía en la calle. Se trataba seguramente de una hetera.
Figura 132 a-b-c. Menadismo
La tesis, tan tenazmente defendida en otro tiempo, de que las ménades que aparecen en las
Bacantes de Eurípides (una tragedia estrenada en Atenas en el 405 a.C.), y las que vemos
representadas en las artes plásticas griegas, eran únicamente las mujeres del séquito mítico de
Dionisio ha ido cayendo por su propio peso con el hallazgo de una serie de inscripciones donde
queda atestiguado el menadismo de época histórica. Está claro, en general, que las mujeres
griegas participaban en fiestas ritualizadas en las que practicaban el sexo en condiciones de falta
de conciencia, aunque no fuera ése el objetivo. El argumento de una de las comedias de Menandro,
que corresponde a la Atenas del siglo IV a.C., va de una joven que había concebido un hijo en una
de esas fiestas (las Tauropolias, dedicadas a la diosa Artemis), pero no sabía de quién era; el
happy end se logra porque se descubre casualmente que el joven con el que se había casado poco
después era el padre del niño, que tampoco recordaba nada. Este es un testimonio fiable en
relación con la clase acomodada ateniense, y con las jóvenes con estatus de ciudadanas. La
participación en tales fiestas era un imperativo social de carácter religioso perfectamente
integrado en la vida de la polis.
Algunas imágenes procedentes de la cerámica han inducido a creer que el éxtasis de las ménades
era una orgía sexual provocada por el alcohol. Sin embargo, no se las representa bebiendo. En las
Bacantes, un informante del rey Penteo -a la sazón muy preocupado, porque las mujeres tebanas
andaban por los montes en el séquito de Dionisio -le dice que no bebían vino, añadiendo la
consideración de que sin vino no había Afrodita, es decir sexo. La cerámica de figuras negras
muestra, en efecto, a las ménades en interacción con sátiros, que no sólo bailan con ellas (a) sino
que las persiguen, las raptan y las penetran. Pero lo de interpretar esas escenas como un reportaje
de lo que habría podido ocurrir, en la fiesta, entre ménades y hombres disfrazados de sátiros no
sólo es la única opción sino que no concuerda con el tratamiento iconográfico de la ménade en la
cerámica posterior. Entre 510 y 470 a.C., los sátiros quedan en un segundo plano, mientras que las
ménades se sitúan en el mismo que Dioniso. Por boca del atónito informante de Penteo, atribuye
Eurípides a las bacantes tebanas el poder milagroso de hacer brotar de la tierra arroyos de vino,
leche y miel; pero ya un siglo antes habían empezado a aparecer en la cerámica con el tirso,
símbolo del poder religioso de la fiesta y de la renovación de la vida; e instrumento con el que
Dioniso hacía brotar de la naturaleza vino y miel.
Otros pintores de comienzo del siglo V a.C. presentan a las ménades acompañadas de sátiros de
menor tamaño, cuya única función parece la de indicar que la escena remite al cortejo de Dioniso;
una de esas piezas presenta a ala ménade como una diosa Gea, una madre-tierra. En la línea de
representación icónica de la ménade, es decir, al margen de la celebración del ritual, está el fondo
de esta copa (b), de la misma época, donde vemos a una ateniense, vestida con la túnica jónica y el
manto que llevaban las damas. El tirso, el pequeño leopardo y la piel felina anudada al cuello la
identifican como ménade. La serpiente rodea, en este caso, los cabellos de la mujer formando un
tocado semejante al de las imágenes cultuales. En esa época aparece también la representación de
la ménade más característica: la figura danzante con la cabeza inclinada hacia atrás, que parece
ajena a cuanto la rodea. Los artistas intentan reproducir una forma de éxtasis, en la que habría
jugado posiblemente algún papel una determinada comprensión de la nuca durante la danza. El
fragmento que aquí mostramos (c) pertenece a una crátera de bronce decorada con incrustaciones
de cobre y plata, que de de haber sido fabricada en Atenas hacia el 410 a.C. Muestra a una
ménade danzante con la cabeza colgando hacia atrás y con el tirso en la mano. En otro fragmento
de la misma pieza, se ve un cabrito a punto de ser partido en dos por ménades que lo sujetan por
las patas mientras danzas en direcciones opuestas. Por lo tanto, la documentación iconográfica de
la ménade, considerada en conjunto, induce a atribuir un carácter simbólico a esa interacción
sexual con los sátiros que encontramos de la ménade es el culto de la fertilidad, en el que
intervienen el falo y una mujer que se identifica fácilmente con la tierra, donde se entierra la
semilla para su germinación (hasta un momento muy avanzado los griegos desconocían la
existencia del ovulo, por lo que atribuían exclusivamente al falo el origen de la nueva vida).
Sin embargo, no consideraban el cuerpo femenino como un receptáculo pasivo. La mujer, como la
tierra, estaba dotada de una fuerza necesaria para la reproducción, que tenía una importante
dimensión religiosa. La participación de las mujeres en los rituales relacionados con la fertilidad
potenciaba esa fuerza, por lo que era tan necesaria para la superveniencia de la comunidad como
el entrenamiento militar de los hombres. Esas fiestas configuraban un espacio público equivalente
al que ocupaban los hombres como soldados. Realzaban la consideración de las mujeres y las
motivaba para culminar con éxito una misión no menos arriesgada, si consideramos que la
maternidad y los aspectos relacionados con ella eran la razón de que las mujeres vivieran menos
años que los hombres. Casi nada sabemos, sin embargo, del contenido de esos rituales. Es de
suponer que fuera descrito en obras antiguas, pero esas obras no han llegado a nuestras manos.
Todo lo que entraba en el concepto del paganismo (lo que no era ni judaísmo ni cristianismo) fue
prohibido a finales del siglo IV d.C. y combatido hasta su total extinción. Por eso sólo
conservamos, al respecto, información contenida en obras de autores cristianos, que es muy escasa
y, si no totalmente inválida, sí se debe tomar con mucha cautela (ante las obvias concomitancias
entre las figuras de Dioniso y Cristo, adoptaron los Padres de la Iglesia una cuidadosa
ambivalencia).Debemos conformarnos, por tanto, con intentar armonizar los escasísimos
testimonios que tenemos, a veces mudos, para hacernos una mínima idea de lo que significaba el
menadismo.
Figura 133 a-b-c-d. Dionisismo y erotismo
La decoración externa de una copa ática, que se fecha en torno al 480 a.C., nos ofrece hasta diez
ménades bailando, con el cabello suelto, en torno a una imagen de Dioniso (a-b), mientras otra
mujer (una profesional, probablemente) toca el aulós. El icono sin brazos sería un poste, sobre el
que se colocaba, en la realidad, una máscara cultual del dios. Se ha vestido y engalanado para la
fiesta; sujetos a la espalda lleva sarmientos de vid, de los que cuelgan ofrendas en forma de torta.
Al lado hay un pequeño altar, decorado con una imagen sedente del dios y que se ha rociado con
sangre. Cuatro de las ménades tienen tirsos en las manos, pro otra toca los crótalos, unas
castañuelas que están bien atestiguadas, en relación con las ménades, en la cerámica más antigua
(fig. 132 a). Otra ménade sujeta un cervatillo en el aire con una mano; otra, en fin, lleva consigo
un skyphos, que es un tazón con dos asas. También aparece, en la escena, una crátera coronada de
hiedra.
Esta fiesta dionisiaca debe ser la de las Leneas, que es otro nombre de las ménades en Atenas y en
el área jónica de Asia Menor (quizá relacionado con el lagar, lenós). Se celebraba en enero y
probablemente rememoraba el renacimiento de Dioniso niño después de haber sido despedazado y
devorado por los Titanes cuando había adoptado la forma de un cabritillo. Eso era un modo
distinto de presentar el mito las consecuencias de los celos de la diosa Hera por la concepción de
Dioniso a sus espaldas; pero ese mito era el que servía de base para un ritual de comunión mística
en el que se comía simbólicamente la carne del dios. Un Dioniso llamado Zagreo habría sido
engendrado por Zeus, bajo forma de serpiente, en el seno de Perséfone (una diosa del mundo
subterráneo identificada con Koré, la hija de Deméter); estaba destinado a ser el sucesor de Zeus,
pero fue malogrado por los celos de Hera, que utilizó a los Titanes para intentar matarlo. Las
ménades danzantes que tendríamos aquí serían las nodrizas de Dioniso, las mujeres encargadas en
el mito, de cuidar y alimentar al niño divino. Esa relación resulta fundamental para entender el
erotismo femenino del contexto dionisíaco, que parece haber potenciado la sexualidad pero sin
incluir el sexo dentro del ritual, lo que tendría sentido si era con Dioniso con el que se producía la
interacción erótica de las mujeres en ese contexto. El fondo de una copa ática del siglo V a.C.
muestra a una dama ateniense sentada, en funciones tal vez de sacerdotisa, que lleva en su regazo
un niño con cabeza de cabrito. Probablemente representa a Perséfone en la realización de un
ritual.
El erotismo del propio Dioniso también resulta peculiar. Es un dios que se deja amar por las
mujeres (en la decoración de un vaso ático de figuras negras, una de ellas le ofrece una liebre,
regalo convencional de amantes), no un seductor, como Zeus o Apolo. Por otro lado, a partir del
siglo IV a.C., se configura una imagen juvenil de Dioniso con rasgos claramente femeninos, que
confirma y acentúa el carácter espiritual y simbólico de su relación con la sexualidad. Ariadna
representaba, en él, el elemento femenino con el que se identificaban todas las mujeres. Una
crátera de la segunda mitad del siglo V a.C. (c) se ha relacionado con ese ritual debido a que la
presencia de Eros identifica la escena como nupcial. La mujer semidesnuda y con el tirso recibe a
una figura que está a punto de colocarse la máscara de Dioniso y que llega acompañada de un
sátiro, supuestamente Sileno.
Parece, en cualquier caso, que Ariadna representaba a todas las mujeres enamoradas
espiritualmente de Dioniso, y que todas se identificaban con la esposa de Teseo, dormida en su isla
mientras su pareja estaba fuera, atendiendo a sus obligaciones masculinas. Un skyphos ático del
siglo V a.C. muestra una escena compuesta sobre un modelo contemporáneo de despedida del
guerrero (fig. 113-a). Con el tirso en la mano izquierda, Dioniso tiende su kántharos a una mujer
que hace el gesto de pudor con el manto y lleva en la mano una oinochoe. Es la jarra con al que se
sirve el vino en las copas, pero también la jarra con la que se hacen las libaciones. El paralelismo
de las dos escenas difícilmente podría ser casual.
La dimensión escatológica que había alcanzado, en algunas formas mistéricas de culto, el erotismo
dionisíaco está atestiguada por un documento precioso, hallado hace unos años dentro de una
tumba del siglo V a.C. del norte de Grecia. En una lámina de oro con forma de hoja de hiedra, que
había colocado sobre el pecho de la difunta, aparece una clara alusión a la expectativa del
renacimiento después de la muerte, que le había proporcionado el dios "liberador" (Lyaios). Y
también se alude al vino como elemento material de la transformación espiritual de los
bienaventurados.
TEMA 6
Figura 134. El “mosaico de Alejandro”.
Un extraordinario mosaico, solo parcialmente conservado, que decoraba el suelo de una de las
principales estancias de una casa pompeyana, representa, probablemente, la batalla de la llanura
de Isso (333 a.C.), decisiva para el avance de Alejandro, como símbolo del enfrentamiento entre
Oriente y Occidente. La tradición ateniense había magnificado su victoria sobre los persas, en las
Guerras Médicas, presentándola como la lucha de la libertad griega contra la tiranía oriental.
Paradójicamente, el resultado de la empresa de Alejandro es la instalación, en la Grecia
helenística, de un poder monárquico, de influencia oriental, que, a su vez, está en el origen de la
transformación de la república romana en un estado autocrático.
La marcha militar de Alejandro por el territorio persa se veía como una revancha de los griegos
frente al cruce del Helesponto, que había llevado a cabo el rey persa Jerjes siglo y medio antes,
con un impresionante ejército, en dirección a Grecia. El mosaico pompeyano copia algún cuadro
realizado no mucho después de la muerte de Alejandro en el 323 a.C. Montado sobre su Bucéfalo,
el joven macedonio carga contra un rey persa que lo mira aterrorizado, mientras su carro ya ha
dado media vuelta y él ordena, impotente, a sus tropas la retirada. El arma genuina de Alejandro
es la larga lanza de los jinetes. El casco perdido, que funciona como un detalle efectista y permite
singularizar la figura y el rostro del vencedor, atrayendo la atención sobre ella, está representado
en el suelo.
Figura 135 Reyes helenísticos y faraones
Este bajorrelieve, procedente
del santuario de Edfu, en el
Alto Egipto (tema 2), es uno de
los muchos que muestran a los
monarcas Ptolomeos como
faraones. Ptolomeo VIII lleva
aquí la doble corona y está
flanqueado por las diosas (de
izquierda a derecha) Nekhbeth
del Bajo Egipto y Wadjet del
Alto Egipto, identificables por
sus
respectivas
coronas.
Aunque ya con anterioridad
habían asumido los egipcios
como faraones a reyes
extranjeros conquistadores de
su territorio, no se había dado
el caso de que Egipto se
hubiera convertido en un reino
extranjero. Esto es lo que
ocurre tras la conquista de
Alejandro y el fraccionamiento
de su imperio. En el conjunto
de los reinos helenísticos,
Egipto es uno de ellos, aunque
la población nativa perpetúa su inveterada y peculiar cultura.
Desde que los griegos fundaran la colonia de Náucratis en la desembocadura del Nilo, los egipcios
se habían acostumbrado a tener en su territorio un enclave de cultura griega y, por consiguiente,
de unas características políticas y sociales muy distintas de las suyas. La fundación de Alejandría
seguía en esa línea, aunque con grandes posibilidades de crecimiento y de promoción en todos los
sentidos, porque ya no había un poder faraónico egipcio que las limitara. Gracias a eso los
Ptolomeos pudieron vivir como griegos, en sus costumbres y en su atuendo, y con toda la
magnificencia de los monarcas de la época, sin dejar de tener una presencia continua y efectiva en
el reino. Se entendían con el clero de los templos, eran generosos con las construcciones religiosas
y procuraban dar esa imagen de permanencia y seguridad, tan apreciada por los egipcios, con la
que disfrazaban una explosión económica férrea. Los romanos siguieron más tarde su ejemplo. El
emperador no podía vivir allí, pero, por sí mismo en alguna visita ocasional, o a través del
gobernador, procuraba seguir haciendo de faraón, lo encontramos a veces en representaciones
similares a ésta. Licinio, el rival de Constantino, a comienzos del siglo IV d.C. es el último
emperador romano cuyo nombre se encuentra en cartuchos jeroglíficos. Los emperadores
cristianos ya no perpetúan ese ritual.
Figura 136. La tumba de Alejandro Magno.
En esta recreación fantástica de E. Baier, se ofrece una idea de cómo pudo ser el panteón de los
reyes Ptolomeos, en Alejandría, en torno a la tumba de quien había hecho posible, con la
conquista de Egipto, ese riquísimo reino familiar griego. Sabemos que fue una iniciativa de
Ptolomeo IV Filopátor (221-203 a. C.), que los retos de Alejandro yacían bajo un túmulo y que los
enterramientos de los Ptolomeos estaban rematados por pirámides, la necrópolis se encontraba en
el área residencial de los reyes, situada en la costa, junto al enorme puerto. Al fondo se puede ver
el faro de Alejandría, una de las construcciones más notables de la Antigüedad.
Figura 137. El helenismo de Bactria.
El cruce del Helesponto en dirección a
Asia por parte de Alejandro marcó el
comienzo de un proceso que convirtió en
"helenístico" la mayor parte del mundo
conocido de entonces. La cultura griega
se amalgamó de distintas formas con las
culturas indígenas. En la región de
Bactria, que se extendía sobre los
actuales territorios de Uzbekistán,
Tayikistán y Afganistán, y que había
formado parte del Imperio Persa, se han
encontrado testimonios importantes de
ese tipo de interacción cultural. Uno de
los lugares más significativos es Ai
Khanum, situado en el valle del río
llamado, en la Antigüedad, Oxo, entre
las cadenas del Pamir y el Hindu-Kush (Afganistán). Se trata del yacimiento arqueológico
correspondiente a una de las poleis creadas poco después de Alejandro: Alejandría de Oxo, o bien
Eukrateia. Estaba situada en una altura con defensas naturales, pero tenía muralla; contaba con
un teatro y un gimnasio del tipo helenístico, es decir, con biblioteca y actividad cultural. Los
templos y el palacio, que tienen un pórtico de estilo griego, muestran muchos elementos de cultura
local. Fue destruida hacia el 145 a.C., luego abandonada y nunca reocupada.
Aunque el objetivo primario de esas fundaciones haya sido el de asegurar el control del territorio,
sus efectos culturales fueron profundos y tuvieron una larga continuidad. La región bactriana era
por entonces extraordinariamente rica; quedo integrada en el reino de los Seléucidas, pero se
independizó, formando unos reinos conocidos como greco-bactrianos, que han dejado testimonios
arqueológicos impactantes de su realidad cultural. Por ejemplo, los restos se una gran estatua de
culto, hallados en la cella del principal templo, corresponden a un Zeus con atributos del Mitra
iranio (tema 8), lo que permite suponer que esa era la divinidad venerada allí, por más que hubiera
adoptado, en la estatuaria, la iconografía de Zeus. Se ha podido comprobar, de hecho, que, en la
zona de Gándara (al sur del Hindu-Kush), el budismo logró desarrollar una dimensión plástica
asumiendo modelos helenísticos.
En uno de los templos de Ai Khanum se han encontrado dos discos, que probablemente servían
como imágenes cultuales. Uno de ellos, de bronce, lleva grabado el busto de una diosa-luna; el
otro, de plata y en su día totalmente cubierto de oro, es que vemos aquí. Representa a Cíbele, la
diosa frigia (minorasiática) de la vegetación, en su carro tirado por leones. En la parte superior
del disco hay un busto del Sol y otros dos signos celestes; en el lado derecho, vemos un altar de
tipo iranio, donde se alimentaba un fuego ritual. La divinidad minorasiática debió asumir, en el
Irán, formas indígenas de culto.
Figura 138. El camino hacia el federalismo.
Las formas más logradas de federalismo, en Grecia, fueron el estado federal de los etolios, en la
Grecia Central, y la Confederación Aquea en el Peloponeso. El término "liga" es el más amplio,
porque es el que tiene un contenido semántico menos marcado. En principio, sirve para cualquier
tipo; también para las llamadas "alianzas", como la espartana del siglo VI a.C., donde las partes
están unidas con un estado hegemón por un tratado bilateral. La palabra "confederación" es, en
principio, más restringida, porque implica, en el uso, la existencia de unos fondos comunes y algún
tipo de institución distinta de las que tiene cada uno de los estados implicados. No se aplica a la
Alianza Espartana, pero sí a las ligas atenienses de los siglos V y IV a.C., que también son de
carácter hegemónico. Al pasar a la Época helenística, tenemos de todo. Por un lado, los reyes
fomentan la agrupación de las pequeñas poleis, y la creación, en ellas, de instituciones de gestión y
representación común. Por otro lado, los viejos estados tribales tienden a desarrollar formas más
modernas -más operativas- de agrupamiento, que en casos como el de los etolios y los aqueos (y
también los beocios, según parece) nos permiten hablar de federalismo en un sentido más
moderno. Ese tipo es el que se llama koinón ("comunidad"), para distinguirlo del ethnos (el estado
"tribal" de las fases precedentes). Nos podemos quedar con la idea básica de que, en el mundo
helenístico, todas las confederaciones son ligas, pero no todas las ligas son confederaciones,
porque, precisamente por el hecho de haberse desarrollado en esta época un auténtico
federalismo, conviene restringir el uso de "confederación" a los casos auténticamente federales.
Aunque eso también es, por supuesto, una cuestión de consenso entre los historiadores. Pero, en
general, se puede hablar de federalismo con cierta propiedad, primero, cuando existen
competencias federales, y consecuentemente, órganos federales distintos de los que tienen cada
una de las piezas; es decir, cuando una asamblea no es la reunión del conjunto de los
representantes enviados en esa ocasión por cada uno de los estados, sino un órgano político que
tiene su propia configuración; y lo mismo vale decir de los magistrados y de los fondos
económicos. El segundo elemento identificador del federalismo va implícito en el primero: es el
desarrollo de la proporcionalidad. Cuando todos los miembros dejan de contar como uno y pasan
a contar como cuotas proporcionales a sus dimensiones y capacidades, es cuando queda fuera de
sistema el estado hegemón, porque es cuando verdaderamente se reparte el poder de la liga entre
sus miembros.
TEMA 7
Figura 139. El centro de Roma en época de Augusto.
El área formada mostrada incluye las principales colinas: EL Capitolium, con la ciudadela (arx),
el Palatinus y el Quirinalis, que fueron los primeros lugares ocupados a comienzos del primer
milenio a.C.; y también el Aventinus, adonde se habían retirado, según la tradición, los plebeyos,
en el siglo IV a.C., para conseguir así sus reivindicaciones frente a los patricios. El historiador
Tácito sitúa en el Palatino la ciudad supuestamente fundada por Rómulo en el 753 a.C.; y el poeta
Virgilio introduce, en su Eneida, la leyenda de Evandro, que habría asentado allí con un grupo de
inmigrantes procedentes de la Arcadia (sur de Grecia). En esa colina estaba también la cueva del
Lupercal, donde fueran abandonados los gemelos Rómulo y Remo y amamantados por una loba. Y
allí había dado muerte el forastero Hércules, el héroe Heracles latinizado, al célebre ladrón Caco:
un mito que seguramente simbolizaba las dificultades iniciales de los comerciantes griegos en sus
relaciones con los primitivos habitantes del lacio, el territorio de los latinos.
La otra parte sustancial de la Roma primitiva, sin la cual no es posible entender la existencia de la
propia Roma, es la zona situada entre el río (flumen) y las tres colinas más próximas a él. En ese
lugar se encontraba el portus Tiberinus, porque allí se cruzaban la vía fluvial del Tíber, por la que
llegaban muchas mercancías procedentes del cercano puerto de Ostia y del propio Mediterráneo, y
la vía terrestre que unía Etruria con la Campania; atravesaba esta última el río por el vado de la
isla Tiberina, convertido más tarde en un puente, y continuaba por el valle donde se construyó el
Circo Máximo. A la altura del puerto estaba situado el Forum boarium (“bovino”), la plaza del
mercado, originariamente de ganado, donde se construyó hacia el 120 a.C. un templo redondo de
mármol para Hércules, que ha sido considerado durante mucho tiempo como templo de la diosa
del hogar Vesta; sustituía a un primitivo altar, un Ara Maxima de Hércules, relacionada
presumiblemente con las primeras transacciones de los comerciantes griegos. Al igual que en otros
lugares, la presencia de ese viajero infatigable considerado como un dios –que representaba y
protegía a quienes seguían, por intereses comerciales, las rutas que él mismo había explorado con
anterioridad –sacralizaba los acuerdos, amenazando tácitamente con vengar su incumplimiento.
La urbanización de Roma llevada a cabo por los reyes etruscos se concreta en dos obras
fundamentales. En primer lugar, la muralla atribuida a Servio Tulio, que dejaba en su interior no
sólo las tres colinas primitivas sino también el Aventino, y las tres que constituían una ampliación
del territorio por el este: el monte Caelius, el Esquilinus y el Viminalis. La otra gran obra fue el
drenaje de la llanura central con la construcción de la Cloaca Maxima, que llevaba las aguas al
Tíber. Gracias a ese se pudieron ir construyendo, entre las dos líneas de colinas, los sucesivos
foros (plazas porticadas) y los principales templos, que llegaron a constituir el corazón político y
cultural no sólo de la ciudad de roma sino de todo el Imperio.
Figura 140. Los consulares a la cabeza del senado.
Este fresco de Cesare Maccari (1889) presenta al consular y gran hombre de letras Marco Tulio
Cicerón (106-43 a.C.) denunciando ante los demás senadores al senador Catalina por conspirar
contra la república. La concepción de los asientos es totalmente anacrónica; pero el cuadro
transmite la exclusión de la clase dirigente y el fin de la carrera política implicadas en la primera
fase del discurso, que se ha hecho famosa por su mortal carga retórica: Quo usque tandem abutere,
Catalina, patienta nostra? (“¿Hasta cuándo, Catalina, vas a seguir abusando de nuestra
paciencia?”).
La constitución romana sigue el modelo básico de la constitución de la polis: el conjunto de los
ciudadanos forma una especie de asamblea; hay un consejo de ciudadanos selectos que de alguna
manera dirige/condiciona el funcionamiento de la asamblea; y hay unas magistraturas, que son
cargos de duración limitada. La idea básica es que, tanto la asamblea como el consejo, se ocupan
de todo, mientras los magistrados tienen atribuciones concretas. Las magistraturas son cargos
personales, pero suelen ser colegiados, es decir, con más de un magistrado en la misma esfera de
competencias.
Los dos cónsules romanos son los dos magistrados más importantes, no solo por la naturaleza de
sus poderes sino porque, dentro del senado, los consulares, son quienes llevan la voz cantante. Son
también los cónsules quienes dan nombre al año, lo que sirve para fechar los acontecimientos
(“siendo cónsules tal y tal” es la fórmula usual). Les siguen, por lado, los censores, con grandes
atribuciones, pero sin el poder supremo militar y civil que se llama imperium. Les siguen, por otro,
los pretores, que si tienen imperium. Los dos cónsules son elegidos todos los años por los comicios,
es decir, por el populus Romanus, pero podemos comprobar que sólo resultan elegidos individuos
que ya tienen un importante poder social. Eso se explica por la ideología de la sociedad romana, e
la que cada ciudadano tiene una ubicación concreta en la sociedad, que está determinada por toda
una relación de dependencias. A las elecciones consulares concurren candidatos que ya tienen sus
votos; entre otras cosas, por acuerdo de los poderosos en cómo manejar electoralmente en cada
caso, sus respectivas clientelas.
Hasta las reformas de Sila (81 a.C.) los cónsules se dedican sobre todo a comandar el ejército
fuera de Roma. Por eso, en la etapa media de la República, en que la actividad militar es tan
importante, apenas tienen actividad los cónsules en la esfera civil. Pero, a partir del momento en
que los gobernadores provinciales son procónsules o propretores, es decir, personas distintas de
los cónsules, encontramos a muchos cónsules proponiendo leyes para su votación den los
comicios. A esas leyes se suman los plebiscitos, propuestos por los tribunos de la plebe, que siguen
siendo mucho más numerosos y que abarcan más materias. A cambio de eso, los cónsules tienen,
gracias al imperium, un poder “ejecutivo” y una capacidad de imponer sanciones, de los que
carecen por completo los tribunos. El máximo exponente de ese poder es el llamado senatus
consultum ultimun (“senadoconsulto extremo”), un acuerdo del senado que se formula en
abstracto con un videant consules res publica ne capiat detrimentum (“ocúpense los cónsules de
que la república no sufra daño”). Eso faculta a los cónsules para hacer casi cualquier cosa,
incluido el linchamiento.
Los cónsules se mantienen durante todo el Imperio Romano. Los propios emperadores ejercen de
vez en cuando el consulado, normalmente sólo una parte del año, para dar paso luego a cónsules
“supletorios” (suffecti). En el Bajo Imperio, el consulado es solamente un cargo honorífico, y
precisamente para mantenerlo como el más alto de los honores suelen desempeñarlo los
emperadores para abrir el año. En esa época, la representación convencional del cónsul es un
individuo sentado, sujetando con el brazo izquierdo el cetro representativo del cargo y agitando
con la derecha el pañuelo con el que se da salida a las carreras de carros.
Figura 141. Las Guerras Púnicas y el imperialismo romano.
Son tres guerras que libraron sucesivamente los romanos, por entonces dueños ya de Italia, con los
cartagineses, que dominaban comercialmente el Mediterráneo. El nombre se debe al hecho de que
los romanos llamaban Poeni a los de Cartago, una fundación colonial de los fenicios de Tiro, en la
costa de Túnez, que se había convertido, a su vez, en metrópolis de una serie de colonias. Como
todos los estados poderosos de la época helenística, Roma y Cartago habían desarrollado sus
respectivas esferas de acción política, incluyendo en ellas, por las buenas o por las menos buenas,
a una serie de piezas más débiles bajo la condición de aliados. Las ricas ciudades de la feraz sicilia
estaban en la órbita de los cartagineses, pero eran apetecidas por los romanos. Los mutuos
intereses de los dos estados hegemones habían sido regulados hasta entonces por tratados, pero
saltó una chispa en Sicilia que desencadenó la primera guerra (264-241 a.C.), cuyos costos
materiales y humanos fueron muy importantes.
La derrota de Cartago hubo de asumir una indemnización muy elevada: sin los recursos ya de
Sicilia, Córcega y Cerdeña, no podían pagarla. Por eso se dirigió a la Península Ibérica, que,
entre otras riquezas, tenía minas de plata. Pero ahí saltó de nuevo una chispa, más o menos similar
a la de Sicilia, que fue la cuestión de Sagunto. Los romanos la aprovecharon para intentar frenar
la recuperación de Cartago. Su desembarco en Emporion (Ampurias) marcó el comienzo de la
segunda guerra Púnica (218-201 a.C.). El general cartaginés Aníbal jugó muy fuerte, invadiendo
Italia por el camino que muestra el mapa y constituyendo una amenaza para la propia ciudad de
Roma. Pero, a pesar de sus éxitos iniciales, pasó de largo por la ciudad dirigiéndose a Capua; la
sangrienta batalla de Cannae, que vino después, volvió a decidir la guerra en contra de Cartago,
reducida, tras la batalla de Zama (202 a.C.), a la condición de un estado vasallo. Se produjo años
después, en Roma, un duro debate sobre lo que convenía hacer con los cartagineses. No estaban
ahora en condiciones de disputarles nada, por lo que cabía justificar como defensiva una nueva
guerra contra ellos – argumentaban unos. Pero otro sector sostenía que Cartago debía ser
destruida para evitar el riesgo de que volviera a hacerse fuerte con el apoyo de otros pueblos
africanos. Obviamente, los romanos apetecían para sí el norte de África. Justificaron, sin embargo,
como una especie de guerra preventiva esa tercera guerra Púnica (149-146 a.C.) con la que
borraron del mapa el estado cartaginés el mismo año en el que la destrucción de Corinto los
convertía en dueños de Grecia.
Está claro que la expansión territorial a ultranza que llevaron a cabo los romanos en la época
republicana servía a los intereses de la clase dirigente: y no sólo a intereses económicos, sino
también de promoción política, en la medida en que las victorias en los comandos militares
resultaban decisivas en ese sentido. Pero la guerra tenía unas implicaciones religiosas, porque no
podía romper la pax deorum (“paz de los dioses”), el pacto con las fueras sobrenaturales que
obligaba a los hombres a comportarse de una determinada manera para no acarrear sus efectos
maléficos. Se trataba sobre todo de realizar rituales y prácticas adivinatorias, pero también se
había desarrollado el concepto de “guerra justa” (bellum iustum) al que debían adecuarse las
declaraciones de guerra; y, además, el concepto de fides imponía límites al vencedor sobre la
manera de tratar al vencido. Lo de vender como esclavos a todos los cartagineses supervivientes,
intentar que no quedara piedra sobre piedra y abrir surcos en la tierra de cultivo para sembrarla
de sal, declarándola maldita, fue algo verdaderamente excepcional.
Figura 142. La luxuria de la sociedad romana.
En la zona de Boscoreale, próxima a Pompeya, tenían sus villae numerosos de la nobleza romana.
Algunas de las pinturas murales más importantes que se han conservado proceden de una de ellas,
construidas poco después de mediados del siglo I a.C. Esa villa, cuyo modelo podemos ver aquí (a),
pertenece al llamado villa rustica, una casa de campo que contaba con tierra de explotación
agrícola (la pars rustica). Pero estaba destinada sobre todo a residencia ocasional del dueño, que,
además de su mansión de Roma, podía tener varias villae. Tales propiedades características de la
época de gran enriquecimiento de una parte de la sociedad romana como consecuencia de la
explotación de los territorios provinciales: el dinero que venía de fuera se invertía en propiedad
itálica, que era puesta en explotación con mano de obra esclava.
La planta baja de una parte de esta villa estaba dedicada al almacenamiento y la producción.
Había una prensa de vino y un molino de aceite, y también se encontraba ahí el alojamiento de los
esclavos. La villa contaba con un silo y con un taller de curtidos. En el patio se pueden ver los
dolia, unas tinajas que servían para guardar vino, aceite y grano; eran unas ochenta. La capacidad
de almacenamiento ha permitido calcular en 25 hectáreas a pars rustica de esta propiedad, o que,
dada la calidad del suelo, producía, seguramente, una rentas elevadas. La parte residencial tenía
una cocina, un horno, una letrina y un gran salón (triclinium).
En esa pieza y en toda el área residencial de las villae, no sólo era lujosa la decoración de las
paredes. Los dueños hacían ostentación de un mobiliario carísimo, y trataban de sorprender con
adquisiciones de obras de arte y otros objetos suntuarios. Este fresco (b), procedente de la villa de
Livia, la esposa de Augusto, en Prima Porta, puede dar una idea del ambiente paradisiaco que
pretendían lograr los romanos. En tipos de vivienda abierta hacia adentro, donde las habitaciones,
accesibles desde patios y pasillos interiores, carecían de ventanas, la simulación del exterior por
medio de la pintura transformaba el escenario.
La crítica de la lujuria es un tópico de la sociedad romana precisamente porque era uno de sus
signos de identidad: el afán y la sofisticación con la que gastaban su dinero los más ricos entre los
ricos, para poner de manifiesto ante los otros que estaban en la cumbre. La palabra es
intraducible: “lujuria” significa, por supuesto otra cosa; pero “lujo” tampoco nos sirve, porque
no lleva implícita la condena y la complejidad del término latino. Los hombres que se jugaban la
vida continuamente, a todos los niveles, y que estaban tan endurecidos por la educación y el
entrenamiento dirigido a la acción y siempre pendiente del éxito, necesitaban de la lujuria para
desempeñar su rol social dominante, aunque debieran también censurarla, como si se encontraran
por encima de ella, y como si fuera algo que tuvieran que asumir por necesidad. Desde medidos de
la República, en que la conexión con el mundo helenístico rompe el modelo de la vieja austeridad
romana, surgen voces, como la de Catón el viejo (muerto en 149 a.C.), que consideraba la luxuria
como una amenaza mayor para el papel dominante de roma. Los filósofos y los autores de sátira
nos dan a conocer sus variedades y nos transmiten, hasta cierto punto, las claves para entenderla.
Había luxuria en la comida, lo que no significaba comer bien y regalar el paladar, sino sorprender
a los demás con lo más caro y lo más sofisticado: lenguas de ruiseñor, por ejemplo, y otras
aberraciones culinarias como las que se atribuyen a un tal Apicius. En esa línea iba también la
lujuria de la sexualidad. Lujuria eran las villae fastuosas, llenas de estanques con peces raros, a
los que ponían pendientes y collares valiosos; la residencia que tenía Cicerón en el Palatino le
había costado 3 millones de sestercios (la fortuna mínima de tres senadores), y tenía varias villae
rusticae. El equivalente de los coches de lujo eran perros y caballos de competición y exhibición,
que alcanzaban precios astronómicos.
Luxuria era el afán por coleccionar obras de arte, que decoraban las villae, el gusto por la
carísima púrpura, por las joyas y por los muebles exóticos, todo lo cual situaba al riquísimo
patrono en un plano sideral frente a los miembros de su clientela, que acudían a casa todos los días
a presentarle sus respetos y mendigarle sus favores (la llamada salutatio matutina). Lujuria era
también la plétora de esclavos domésticos, de las más variadas especialidades y habilidades,
incluidas las intelectuales, con las que el dueño sorprendía a los invitados; o simplemente
despertaba la admiración, en los espacios públicos, por nutrido acompañamiento. Las mujeres
derrochaban el dinero en joyas pero se cuentan de Pompeyo que, para la solemne procesión de su
triunfo, tras su victoria sobre el rey Mitrídates, se hizo fabricar un retrato todo él de perlas de
variados colores. Las mesas, que eran del gusto particular de los hombres, con sus maderas
exóticas y sus adornos metálicos, podían ser carísimas: Cicerón había pagado medio millón de
sestercios por una de madera de limonero, cuando la fortuna exigida a un eques para pertenecer a
su clase no pasaba de cuatrocientos mil sestercios. No era el disfrute y la estimación personal de
los bienes “exclusivos” el contenido real de la lujuria, sino su capacidad de funcionar como
instrumento de afirmación de un estatus siempre relativo al estatus de los demás. El objetivo de la
lujuria era, literalmente, deslumbrar, lo que se podía hacer también destruyendo ostentosamente lo
que había costado una fortuna.
Figura 143. Legionarios.
Reconstrucción de una marcha de las legiones romanas a mediados del siglo I d.C., donde se
puede apreciar la diversidad de los cascos y de las piezas de protección del cuerpo. En primer
plano se ve al centurión controlando la columna; tiene el penacho del casco orientado de un modo
especial (cresta transversa) y ostenta condecoraciones (phalerae). En cabeza va un portador de las
enseñas de la legión (signifer), cubierto por una piel de oso. Tras él marcha el cornicen
(“trompeta”) con una piel de lobo. La imagen de las largas travesías era, sin embargo, muy
distinta. Los legionarios llevaban cargados a la espalda sus equipos y colgado el casco por
delante. Se protegían del frió con un amplio capote de lana (paenula), que les cubría por completo
la cabeza y les permitía taparse parcialmente la cara.
Figura 144. Enseñas de una legión.
En esta reconstrucción (a), se puede ver el águila, símbolo de Júpiter, posada sobre el rey o del
dios, que llevaban todas las enseñas. Por la izquierda está el vexillum, bandera distintiva de la
legión. La segunda imagen (b) muestra una phalera hallada en las excavaciones de un
campamento. Estaba mezclada con restos de las enseñas de una cohorte y tenía al lado el esqueleto
del signifer. La perforación conserva una punta de flecha, testimonio del ataque sufrido. Las
phalerae eran discos de bronce, plata u oro, que se habían concedido a los soldados, o bien a las
unidades militares, por un comportamiento especialmente destacado en el combate. Eran un signo
de orgullo y distinción: por eso las llevaban puestas los soldados y por eso se incorporaban a las
enseñas (a).
Figura 145. La testudo.
Los relieves de la columna honorífica de Trajano (107-117 a.C.), en Roma, muestran ese recurso
de las legiones romanas: están intentando entrar una ciudad indígena de la Dacia (Rumanía). Los
escudos rectangulares de los legionarios forman un caparazón de tortuga, que protege la columna
por delante, por arriba y por un flanco. Para resultar eficaz, ese tipo de formación requería un
buen entrenamiento y una disciplina considerable. A propósito de la campaña de Marco Antonio
en Asia, en el 36 a.C., tanto el biógrafo Plutarco como el historiador Casio Dión, hacen una
referencia al testudo y recalcan su capacidad de protección frente a las flechas. Casio nos describe
un escenario en el que los animales de carga las tropas armadas a la ligera y la caballería van en
el centro de un rectángulo en formación de testudo, con los escudos protegiendo por arriba y por el
exterior, y con las lanzas dispuestas para su uso. Añade que, en esa construcción, sólo se ven los
escudos, y que es tan maravillosamente compacta y resistente que, cuando pasa por un desfiladero,
incluso los caballos y los vehículos pueden ser cargados sobre ella.
Figura 146. Caballería.
Un jinete romano en traje de parada (a), según la reconstrucción de M. Junkelmann. El casco (b)
reproduce un original hallado en el campamento de Carnuntum, perteneciente al limes de
Pannonia (tema 8). La parte frontal del casco lleva una máscara inspirada en la imagen de
Alejandro Magno. La cinta de la parte posterior tiene un carácter religioso, porque la utilizaban
los sacerdotes y los reyes helenísticos en funciones sacerdotales. En otros casos, el casco llevaba
una peluca. El torques es un elemento distintivo de las tropas auxiliares celtas.
Figura 147. Medea y sus hijos.
La conexión con Grecia, que tuvo lugar durante la expansión hacia el oriente, produjo, en la Roma
republicana, un extraordinario impacto cultural. Los romanos se incorporaron al Mundo
Helenístico y consumieron ávidamente todos sus productos. “La Grecia conquistada conquistó al
fiero vencedor e introdujo las artes en un lacio de campesinos” (Graecia capta ferum vitorem cepit
et artes intulit agreste Latio) se permite afirmar el poeta Horacio en la segunda mitad del siglo I
a.C. Por entonces todo lo griego estaba de moda. Los frescos de Pompeya continúan una tradición
de decorar las paredes de las casas con temas mitológicos. En este caso, parece que
contempláramos una escena de interior de una vivienda de la época, con una dama romana
distraída, mientras juegan sus hijos a las tabas en presencia del pedagogo. Sin embargo, la dama
sujeta con la mano izquierda un cuchillo que la mano derecha pretende coger. Es la Medea del
mito, que no se atreve a perpetrar el crimen: una mujer traicionada por su esposo que sólo puede
vengarse de él adecuadamente quitándole lo que ella misma le había dado: la preciada
descendencia. En la Atenas del siglo IV a.C., Eurípides se había servido de los mitos para llevar al
teatro, con una fuerte carga emocional, las vivencias de las mujeres, que, como bien sabemos,
asistían a las representaciones; Medea había sido uno de sus personajes.
El mito narraba la historia del héroe Jasón, que había ido a la salvaje tierra de la Cólquide (junto
al Mar Negro) para hacerse con un vellón de oro protegido por un dragón asesino. Culminó con
éxito su empresa gracias a las artes mágicas de la princesa Medea, con quien se caso. Pero luego
se enamoró de otra mujer y quiso poner fin a la relación, provocando con ello una terrible reacción
de despecho. Esta pintura pompeyana remite a un original atribuido a un famoso pintor griego,
que representaba el momento crucial de la tragedia, con la lucha interna de la madre, la inocente
indefensión de los niños y el gesto de impotencia del pedagogo. Por la época en que se hizo la
pintura pompeyana, el filósofo Séneca escribía su Medea, y otra serie de tragedias, lo que prueba
el interés que despertaba ese género literario en la Roma del siglo I d.C.
Figura 148. Moneda de Augusto.
Este aureus (denarius aureus, moneda de oro y mayor nominal del sistema monetario romano
desde el siglo I a.C., hasta principios del siglo IV d.C., cuando Constantino lo sustituyó por el
solidus) presenta en el anverso un retrato de Augusto y la leyenda CAESAR AVGVSTVS. En el
reverso, la corona civica enmarca la leyenda OB CIVIS SERVATOS (“por haber salvado a
ciudadanos”). Este homenaje tradicional de la república romana lo recibió Augusto,
probablemente en el 27 a.C., por haber dado fin a las guerras civiles que sucedieron al asesinato
de César en 44 a.C. Habían costado la vida a muchos ciudadanos romanos, y Augusto había salido
victorioso de ellas en la batalla de Actium (31 a.C.), iniciando así un periodo de paz interna, que
resultó muy largo. Razones estilísticas aconsejan fechar esta emisión monetal a partir del 19 a. C.
Debido a las semejanzas que presenta el retrato de Augusto con el que aparece en ciertas
acuñaciones locales de provincias, se ha querido atribuir este aureus de las cecas provinciales (en
este caso concreto, a la de la colonia Patricia Corduba), lo que -a falta de confirmación
independientes- no es más que una conjetura.
La fórmula onomástica de Augusto experimentó cambios importantes a lo largo de su vida.
Primero se llamó Gaius Octavius, como su padre porque le impusieron el mismo praenomen y,
naturalmente, debía llevar el mismo gentilicio. Sin embargo, al convertirse en hijo adoptivo de
Julio César, a la muerte de éste en el 44 a.C., augusto cambió de gens; es decir, dejó de ser un
Octavius y se convirtió en un Iulius Caesar (Caesar era el cognomen de una rama de la gens
Iulia). Hasta el 27 a.C. no recibió del senado ese título de Augustus que agregó al que por
entonces era su nombre, configurando la fórmula Caesar Augustus que tenemos en esta moneda.
Diecisiete años separan, por tanto, al Octavius del Augustus. Y nunca se llamó Octavius durante
su vida pública, que empezó a raíz de la muerte de César.
Pero, además, tan pronto como consiguió convertirse en un Iulius, decidió el princeps dejar en el
público olvido al oscuro senador que había sido su primer padre. Por eso no utilizó jamás el
cognomen Octavianus, con el que habría podido dejar constancia de su primera familia, como lo
hacían normalmente en roma los hijos adoptivos engendrados por padres ilustres –utilizando un
cognomen formado a partir del nomen que habían perdido. Era un recurso útil para mantener
vivos los lazos de dependencia que unían a la plebe romana con los miembros de la nobilitas,
pudiendo así sumar, en lugar de reemplazar, los apoyos clientelares quienes pasaban de una
familia a otra. Pero por ese camino no tenía nada que ganar el joven Iulius Caesar, porque su
primera familia solo le servía para empañar la nueva y magnífica imagen que le proporcionaba la
segunda.
Su enemigo político Cicerón lo llama Octavianus precisamente para recordar que no había nacido
patricio sino plebeyo, aunque hubiera dejarlo de serlo gracias a la adopción; y así se le llama en la
moderna historiografía, porque resulta más cómoda esa identificación, entre el 44 y el 27 a.C., que
la de Julio César el Joven, utilizada normalmente por sus contemporáneos. Pero lo de llamarlo
Octavio Augusto, como se hace a veces en España, es sencillamente un disparate.
Figura 149. Dos aspectos del limes germánico.
El limes (plur. Limites) es lo que marca la separación entre territorios o fincas: puede ser una
franja de tierra sin cultivar, un camino, un curso de agua, etc. Por eso se aplica también a las
fronteras del Imperio, que quedaron fijadas, con pequeñas variaciones, a partir de la época de
augusto. En la medida de lo posible, el limes siguió, en Europa, el curso de los ríos Rin y
Danubio; el Éufrates en Mesopotamia, y los desiertos Arábigo y del Sahara en África. En esos
tramos se construyeron torres de vigilancia y una calzada que permitía el movimiento de las tropas
(b). Pero el tramo considerable que discurría entre el Rin y el Danubio fue necesario fortificarlo
de un modo más eficaz. Lo mismo ocurría en otras zonas. La fortificación se hacía de distintas
formas, en función de las circunstancias. Aquí vemos (a) un modelo utilizado en la frontera de
Germania. Hay una empalizada como primera contención, seguida de un foso y un terraplén
continuos. Detrás de eso se sitúan torres de vigilancia, y todavía más adentro pequeños
campamentos fortificados (castella). El sistema permitía desarrollar estrategias envolventes frente
a las incursiones. Una vez avistado el peligro, acudían destacamentos desde los campamentos más
próximos al punto amenazado del limes y también salían por las puertas de la empalizada para
cortarles el paso o evitar que huyeran. El castellum tenía un área religiosa (b). En su forma más
completa, cuenta con un templo, una capillita (aedicula) y una pila de agua. Al lado se amontonan
los altares dedicados por los soldados, como en el caso de los beneficiarios (fig.155).
Figura 150. Busto del emperador conocido como Caracala.
(Marcus Aurelius Antoninus Augustus, 209- 217 d.C.)
Hay una serie de emperadores romanos que han pasado a la historia como prototipos de crueldad,
falta absoluta de escrúpulos, arbitrariedad sin límites y desafío a las normas básicas de
comportamiento. Acabaron asesinados, y se les ha diagnosticado algún trastorno de la
personalidad afín a la locura, que estaría asociado de alguna manera al ejercicio de un poder tan
ilimitado como tenían. Los autores antiguos que se refieren a ellos de modo especial apoyan esa
visión; otros documentos, sin embargo, obligan a ser más restrictivos, al menos en el sentido de
considerar que los comienzos de esos reinados no fueron tan malos y que, una vez deterioradas las
relaciones con la clase senatorial, la lucha por la supervivencia era necesariamente a vida o
muerte. También se hace constar la posible exageración de las fuentes filorrepublicanas, y el
hecho de que el asesinato político era práctica bastante frecuente entre los emperadores; Augusto
y Constantino son dos pruebas de ello.
En esa lista negra se integran los Julio-Claudios Calígula y Nerón, el Flavio Domiciano, o el
Antonino Cómodo, sucesor del ilustre emperador filósofo Marco Aurelio. Otro caso que puede
servir como ejemplo de los emperadores “nefastos” es también el de un sucesor de una figura muy
positiva para Roma: la de Septimio Severo, que consiguió poner bajo control los principales
problemas del momento. Dejaba, sin embargo, a su muerte dos sucesores rivales, sus hijos
Caracala y Geta, de quienes se dice que habrían dividido el Imperio de no haber intervenido en
contra de su enérgica madre Julia Domna. Caracala resolvió el problema asesinando a su
hermano y a quienes lo apoyaban, lo que le obligó a ganarse al ejercito acaso con las misma
palabras trasmitidas por el historiador Casio Dión: “Soy uno de vosotros; sólo para vosotros
deseo vivir, para colmaros de beneficios; porque todos los tesoros son vuestros”. La misma fuente
afirma que Roma fue privada de los hombres de talento y que, en detrimento del senado, dejó
Caracala la ciudad en manos de un eunuco, especializado en brujería, cuando partió con sus
tropas hacia el oriente. Se complacía en humillar a los senadores delante de los soldados, a
quienes trataba como compañeros, aumentando su paga por medio de subidas de impuestos y de
creación de otros nuevos. En Alejandría, dejó un recuerdo inolvidable; según las fuentes. Porque
habían llegado a sus oídos las críticas por la muerte de Geta y las burlas por su pretendida
identificación con Alejandro Magno, cuyo dominio por el Este pretendía restablecer para Roma
de alguna manera. Asesinó a toda la clase dirigente que había salido a recibirle fuera de la ciudad,
como era costumbre, y luego mandó concretar a los jóvenes, a quienes también dio muerte, es
posible que esa ciudad, siempre turbulenta, le pareciera una amenaza para sus planes militares y
diplomáticos por oriente.
Hay que decir, con todo, que las campañas realizadas al otro lado de la frontera del Rin hasta el
Danubio fueron muy eficaces. Debió de ser por entonces cuando visitó la túnica celta (caracalla),
que le proporciono el apodo con el que se le conoce. Sus gustos marciales y su afición por los
juegos gladiatorios no excluían que se expresara de un modo elegante, conforme a la educación
recibida, y tampoco que se ocupara de las tareas de la administración, que despachaba, sobre
todo, a través de su madre; numerosos documentos, indican, que resolvía personalmente muchos
caos con un buen conocimiento de causa. Se le reprochan, sin embargo, sus arranques
temperamentales, lo que dificulta, por ejemplo, la interpretación de una trascendental medida: el
reconocimiento como ciudadanos romanos, en el 212 d.C., por la llamada constitutio Antoniniana,
de todos los habitantes libres del Imperio. Casio Dión dice que lo que pretendía era cobrar a todo
el mundo los impuestos por manumisión y sucesión, que sólo pagaban los ciudadanos romanos,
pero lo cierto es que habría tenido otras formas de conseguir tales ingresos. Es posible que
quisiera mostrarse como el gran patrono; que deseara, como en efecto ocurrió, que muchísima
gente por todo el Imperio pasara a llamarse Marcus Aurelius. Por otro lado, quienes ya eran
ciudadanos no se sentirían socialmente devaluados por esa medida, porque la diferencia entre
honestiores y humiliores era lo que contaba cada vez más en las relaciones con el estado.
Figura 151. La apothéosis (“divinización”) de Antonino Pío y Faustina.
Relieve de la base de la columna erigida en Roma en honor del emperador divinizado y de su
esposa por sus hijos adoptivos y sucesores Marco Aurelio y Lucio Vero, que no se ha conservado.
El lado opuesto lleva la inscripción conmemorativa, mientras que los dos restantes se representan
los ejercicios (la decursio), realizados por la caballería en los funerales. El relieve principal
muestra la divinización como una subida a los cielos. Una figura juvenil desnuda, que se ha
requerido identificar como Aión (la “Eternidad”), eleva con sus alas a la pareja, flanqueada por
dos águilas. La escena se sitúa en el Campo de Marte, el lugar emblemático del ejército, donde se
reunían tradicionalmente los comicios centuriados y donde tenía lugar el ritual de la divinización
de los emperadores. Está representado por su Genios loci (el numen del lugar), la figura
antropomorfa que sostiene el obelisco traído por Augusto de Egipto y situado allí como dial del
mayor reloj solar (horologium) construido en la Antigüedad. A la derecha, la personificación de
Roma, la dea Roma –con casco y con un escudo en el que se puede ver a los gemelos Rómulo y
Remo amamantados por la loba –hace un gesto con la mano: da su consentimiento,
verosímilmente, par la divinización, lo que en realidad hacía el senado romano como
representante del estado.
Todavía se puede ver, en el área romana del foro, el magnífico templo en el que recibió culto esa
pareja, que se identifica por la inscripción: Divo Antonino el Divae Faustinae es s(enatus)
c(onsulto) (“Al divinizado antonino y a la divinizada Faustina, por decisión del senado”). En
realidad se construyó cuando murió ella (141 d.C.), y, a petición de su esposo, fue divinizada; a la
muerte del emperador, veinte años después, se añadió la primera línea de la inscripción. Faustina
había sido una matrona romana ejemplar, que le había dado cuatro hijos; una mujer muy hermosa,
celebrada por su inteligencia y por su generosidad con los más desvalidos. En recuerdo de ello
creó el emperador las Puellae Faustinianae (“Niñas de Faustina”), una institución de caridad
para huérfanas, que se conmemora en el reverso de una moneda dedicada a la emperatriz.
Figura 152. Los mal llamados “Catón y Porcia”.
Este famoso grupo escultórico de época augústea (fechado entre el 10 a.C. y el 10 d.C.) formaba
parte de un monumento funerario de un tipo muy común desde mediados del siglo I a.C. hasta el 30
d.C. más o menos, en el que los bustos de los difuntos se enmarcan en un nicho cuadrangular,
dando la sensación al viandante de que se encontraban asomados a una ventana. El marcado
realismo y la calidad de la ejecución, así como la policromía, de la que se conservan restos,
contribuía sin duda, en este caso, a incrementar tal efecto. Es, con mucho, el mejor ejemplar
conservado de semejante género. Por una inscripción ahora perdida sabemos que se trata de
Marcus Gratidius Libanius y su esposa Gratidia M(arci) liberta Chrite. El nombre griego de él
sugiere que hubiera nacido esclavo y que fuera por tanto, un liberto, aunque no lo indique la
inscripción; pero lo que sí sabemos por ese texto es que había manumitido a una joven esclava
también de nombre griego, a la que transmitió su gentilicio, y a quien hizo su esposa cuando él ya
era más que maduro, como evidencia la escultura.
La pareja responde al modelo familiar republicano, con una sólida unión de los cónyuges basada
en la fides y la concordia: en la lealtad de las partes y el buen entendimiento. Era lo que se había
llevado por delante, en la nobilitas romana, la vida licenciosa de la última fase de la República, y
lo que augusto pretendía restaurar. La composición del grupo resulta muy expresiva. Al igual que
en otros muchos relieves funerarios, los esposos se muestran como contrayentes, realizando el
gesto ritual de la dextrarum iunctio, la unión de las manos derechas, con las que se sellaba el
vínculo de la fides inherente a las iustae nuptiae (el matrimonio legal que permitía al ciudadano
transmitir la ciudadanía romana a los hijos y que producía hijos legítimos). Por otro lado, la
obligada compostura del temperamento romano no excluye lo que se describe como un gesto
cariñoso de Chrite hacia su marido: el hecho de que le ponga la mano en el hombro. Pero, más que
una concesión del artista a las emociones contenidas, podríamos ver ahí la expresión de la
maritales affectio, el consentimiento continuo; porque, según el jurista Ulpiano, era eso, y no el
coito, lo que probaba que el matrimonio seguía existiendo (non enim coitus matrimonium facit sed
maritales affectio). La libertad de Libanius había seguido siendo su fiel esposa hasta su muerte;
ése parece ser el mensaje que nos transmite la joven en el momento funerario construido a la
muerte del esposo, o todavía en vida de ambos.
Figura 153. Probable herma-retrato de un banquero romano.
Las representaciones del dios griego Hermes como símbolos de la fertilidad sirvieron de modelo a
los romanos para un tipo de retrato masculino peculiar, del que se conocen muchísimos
ejemplares. Una cabeza que reproducía fielmente al sujeto, con las pupilas incrustadas y los labios
pintados de rojo (o policromada en su totalidad, si era de mármol) remataba un pilar de sección
decreciente hacia abajo y terminado en una base, pudiendo llegar así al tamaño natural. También
llevaba una representación realista del sexo, que no tienen, sin embargo, los hermas-retratos de
Hispania.
Comúnmente, esos retratos, destinados al ámbito de las casas, eran costeados por un liberto o un
esclavo, y dedicados por él al patronus o al dominus, en su calidad de pater familias de toda la
unidad socioeconómica a la que pertenecían. Pero el destinatario de la dedicatoria no era el
homenajeado propiamente dicho sino su genios (de la raíz gen-, “engendrar”); es decir, la entidad
sobrenatural sin forma propia (numen) que moraba en él, mientras estaba vivo, garantizando su
capacidad de perpetuar la familia. La inscripción que acompaña a este magnífico retrato reza así:
Genio L(uci) nostri/Felix l(ibertus). “Al genio de nuestro (señor) Lucio. Félix, (su) liberto”.
La pieza fue hallada en el pasillo de entrada desde la calle (las fauces, que es donde se ponían esas
cosas) de una de las buenas casas de Pompeya. Por los archivos encontrados en ella, sabemos que
pertenecía a Lucius Caecilius Iucundus, un argentarius, hombre dedicado a las operaciones de
crédito, que tenía una plantilla de libertos y esclavos. Se entendió desde un principio que era el
Lucius del retrato; sin embargo, si se data la pieza en época augústea, habría que asumir que se
trata de un antepasado, porque las actividades profesionales de Iucundus llegan hasta el año 62
d.C., en el que se produjo un terremoto en Pompeya que debió de costarle la vida.
Lo propio del argentarius era financiar las operaciones de subasta, pagando al vendedor y
ofreciendo al comprador un plazo de unos meses, o hasta un año, para devolverle el dinero.
Cobraba por ello unos intereses y una comisión. Pero algunos de esos individuos se ocupaban
también de la gestión de las deudas y actuaban como intermediarios entre prestamistas y
acreedores. Las actividades crediticias eran fundamentales en la economía de los romanos, y
podían llegar a ser muy complejas en su vertiente jurídica. Quedaban registradas en tablillas de
madera recubiertas de cera, que formaban dípticos o trípticos (fig. 157); de esa forma se podía
escribir por dentro y luego cerrarlas, atándolas con alambre y sellándolas con lacre siete testigos,
como garantía de que el texto no sería alterado. El interés legal máximo, en la época imperial, era
del 12% anual; pero tenemos archivos de prestamistas en cuyos documentos no constan los
intereses de un modo expreso, sino solamente la cantidad que el prestatario se había obligado a
pagar, por lo que no podemos conocer los verdaderos términos del acuerdo. En caso de impago, el
acreedor podía resarcirse con la garantía exigida previamente, pero debía anunciarlo por escrito
durante 30 días en un lugar público. Las discrepancias entre las partes desembocaban en pleitos.
Figura 154. La Colonia Claudia Ara Agrippinensium.
Aunque las colonias romanas eran fundaciones de nueva planta, destinadas, en principio, al
asentamiento de los soldados licenciados, tenían muchas veces una larga prehistoria, que quedaba
integrada en la nueva fundación. Este es un caso significativo. Durante su estancia en Germania
en el 19 a.C., Marco Vipsanio Agripa, el famoso general de Augusto, sentó en el solar de la actual
ciudad alemana de Colonia (Köln) a los ubios, uno de los grupos de población germánicos que
vivían en la otra orilla del Rin. En el contexto de las campañas llevadas a cabo por Julio César en
las llamadas Galias, los ubios se habían convertido, en el 55 a.C., en amici populi Romani
(“amigos del pueblo romano”), una condición del derecho internacional utilizado por Roma, que
presuponía, aunque de un modo inconcreto, mutua cooperación y lealtad. Así que el traslado se
hizo de común acuerdo, alcanzando ahora los ubios la nueva condición de socii (“aliados”). Se les
asigno un amplio territorio, y quedaron constituidos como una civitas foederata; en el foedus
(“tratado”) suscrito por las dos partes, se comprometían seguramente a proporcionar efectivos a
los ejércitos romanos.
El oppidum Ubiorum (“asentamiento de los ubios”), como lo identifica el historiador Tácito
utilizando la denominación material, nacía con la importante función de ayudar a Roma a
controlar una provincia todavía muy problemática. Pero pronto tomó Augusto la decisión de
incorporar al dominio romano la Germania situada en la orilla derecha del Rin, lo que llevó a
cabo entre el 12 y 7 a.C. Los romanos establecieron entonces un nuevo acuerdo con los ubios, que
les permitió mantener acuarteladas en su territorio las legiones que necesitaban para esa campaña.
Al igual que en otros lugares y por similares razones, Augusto erigió allí un altar al que acudían
periódicamente los representantes de las tribus sometidas para manifestar su lealtad de una forma
ritualizada, y para entrar en contacto con las autoridades romanas.
En el 9 d.C., el desastre de Teutoburgo obligó al princeps a desistir de la ampliación y a volver a
establecer la frontera en el Rin. Pero permanecieron allí dos legiones hasta el 30 d.C.; por eso
nació en ese lugar Agripina la Menor, hija del gran general conocido como Germánico, que
pertenecía a la doble familia dinástica de los Julio-Claudios. En el 50 d.C., el emperador Claudio
tomó la decisión de refundar la civitas de los ubios como colonia romana, lo que significaba una
importante promoción en el rango de las ciudades. Se llamó Colonia Claudia Ara Agrippinensium
(“colonia de Claudio (y) altar de los agripinenses”); es decir, la colonia tomó su nombre del
emperador, pero los ciudadanos tomaron el suyo de Agripina, la fundadora formal, que era la
esposa de Claudio y que llevaba en su nombre el cognomen de su abuelo Agripa, fundador de la
civitas Ubiorum. Por otro lado, el nombre de Ara Agrippinensium perpetuaba el de ad Aram
Ubiorum (“del altar de los ubios”), con el que se había designado al campamento. La CCAA,
como se identifica en las inscripciones, fue la capital de la provincia Germania Inferior y la sede
de la flota del Rin. Todos los ciudadanos de la colonia tenían la ciudadanía romana: una parte
eran ubios procedentes de la civitas amortizada; otra parte eran soldados eméritos de distintas
procedencias, que ya eran ciudadanos romanos, o bien como antiguos legionarios, o bien por
haber obtenido la ciudadanía romana a los ubios que no la tuvieran era necesaria, si se quería
disolver la civitas Ubiorum sin dejar a una parte de sus ciudadanos como elementos marginales de
la nueva ciudad. Y tampoco deben de haber resultado perjudicados los ubios por el asentamiento
de los veteranos, en la medida en que se contaba con el suelo que había ocupado el campamento.
La construcción más impresionante fue la de las murallas, de 8 m de altura y 2,5 de ancho, que
rodeaban una superficie de 97 hectáreas con un perímetro de casi 4 km. Tenían 19 torres y 9
puertas. El tejido urbano ajedrezado, que forman las manzanas de viviendas (insulae), se organiza
en cuatro sectores separados por el cardo maximus y el decumanus maximus (perpendicular y
paralelo al río, respectivamente). Como en todas las colonias, esos grandes viales se cruzan en un
espacio público conocido como foro, que, en este caso, se compone de varios pórticos y edificios en
dos niveles. A todo ello se accedía por la puerta principal de la ciudad, que miraba al rió. La otra
construcción importante intramuros era el praetorium, la residencia y el ámbito de trabajo del
gobernador provincial, un ex-cónsul con el título de legatus Augusti pro praetore, porque se
trataba de una provincia imperial –es decir, gobernada en realidad por el emperador- y de las más
importantes. Ese legado, que era elegido por el emperador y estaba subordinado a él, reunía en su
persona el mando de las tropas y el gobierno del territorio, incluidas las funciones judiciales,
contaba con una cancillería y un variado personal, y tenía asignadas de modo permanente una
cohorte de infantería y un ala de caballería. Aunque no se conoce el emplazamiento concreto, la
colonia tenía un capitolium, es decir, un templo dedicado a la Tríada Capitolina (compuesta por
Júpiter, Juno y Minerva), que recibía culto como representante del estado romano. Sabemos que
existía también un templo dedicado al dios de la guerra Marte, al que rendían culto público los
solados; según la tradición, se conservaba en él una espada utilizada por César en su victoria
contra los eburones, el grupo de población que mayor resistencia había ofrecido a la conquista
romana del territorio. La ciudad contaba también con un anfiteatro y unas termas. En torno al
área amurallada se encontraban las parcelas cultivables asignadas a los ciudadanos.
Figura 155. El agradecimiento de un soldado.
El museo de Aschaffenburg (Alemania) ofrece a sus visitantes, con la policromía supuestamente
original, uno de los varios exvotos que, a lo largo de su vida, llegaría a dedicar un ciudadano
romano común a las potencias sobrenaturales. Se trata, en este caso, del legionario Gaius
Secionius Seniles, que acababa de cumplir un servicio especial en una statio, especie de puesto de
policía, con una pequeña cárcel, allí permanecían de modo permanente dos legionarios, que
relevaban cada seis meses. Junto a una de esas construcciones, situada en un lugar del limes
germánico, ha sido hallada esta pieza, de factura tosca: un artículo de serie, que se individualizaba
con los datos distintivos. Antes de regresar al campamento, o de empezar otro servicio, Seniles
cumplía la promesa que había hecho a los dioses de dedicarles un altar si salía sano y salvo (en la
segunda imagen, se puede apreciar el focus semicircular, destinado a las libaciones y al depósito
de las ofrendas).
En la parte superior del altar se representa al dios Júpiter, con el rayo en la mano; efectivamente,
es el primer destinatario del ara, bajo la fórmula I(ovi) O(ptimo) M(aximo) Conservatori: “a
Júpiter Óptimo Máximo Conservador”. Se trata de la cabeza de la Tríada Capitolina (Júpiter,
Juno y Minerva), que recibe culto público por parte del estado romano; y también es la cabeza del
panteón romano común. Como garante de las instituciones, lo es Júpiter también de los pactos,
amenazando simbólicamente con su rayo a quien los incumple; por eso está representado ese
instrumento de la cólera divina de un modo tan especial en un costado del ara (b).
Pero, como muestra la inscripción, las dos imágenes más poderosas corresponden,
respectivamente, a Isis y Sarapis (o Serapis), dos divinidades egipcias, cuyos cultos histéricos
fueron introducidos en Roma en época republicana y se extendieron por todo el Imperio (ver pág.
148). Conforme a las asociaciones convencionales, Isis se identifica por el creciente lunar y
Sarapis por los rayos del sol: lleva un cetro y una especie de corona, en realidad troncocónica, que
representa una medida de grano (modius). Tras cumplir con la religión pública y con la piedad
individual de una forma específica, se trata de no quedar mal con ninguna de las innumerables
fuerzas divinas: de ahí la fórmula ceteris deis deabusque (“a los demás dioses y diosas”).
A continuación aprovecha el soldado para mostrar su reconocimiento al gobernador de la
provincia donde se encuentra, dedicando también el ara a su genios (fig.153): Genio Iuni
Victorino con(n)s(ularis), “al genio de junio Victorino, consular”. Después viene el nombre del
dedicante y la mención b(eneficiarius) co(n)s(ularis), “beneficiario del consular”, es decir, del
gobernador. Como jefe de las tropas estacionadas en su provincia, el gobernador administraba los
premios y castigos de los soldados. El bebeficium en cuestión es un “privilegio”, que exime de las
tareas más duras, como cavar zanjas o ir a buscar agua. La inscripción se cierra con la fórmula
s(olvit) l(ibens) m(erito), “cumplió (el voto) gustosamente, porque lo debía”.
En la medida en que es una pieza de serie, este altar ilustra muy bien el espectro psicológico de la
religión en ese tipo de individuos. El pacto con la divinidad, que obliga a las dos partes, no sólo
funciona con la religión tradicional del estado, sino que se extiende al ámbito de una piedad
individual basada en las religiones de salvación, que son de otra especie; y también sirve para
corresponder frente a los superiores, cuyo reconocimiento del trabajo bien hecho se conceptúa
como dádiva..
Figura 156. Monumento funerario de una joven romana.
En un nicho excavado en la parte frontal del altar que constituía el monumento –imitación de las
hornacinas donde se colocaban las imágenes de culto- se ve un altorrelieve de la Diosa Diana (la
divinidad romana que había asumido el mito y la iconografía de Ártemis) acompañada por un
perro y sujetando un arco, mientras saca una fleja del carcaj. Es el tipo estatuario conocido como
“Ártemis de Versalles”, que probablemente se remonta a un original del escultor griego Leocares
de mediados del siglo IV a.C. El texto inscrito es el siguiente:
D(is) M(anibus)/ sacrum/ Deanae et/ memoriae/ Aeliae/ Proculae/ P(ublius) Aelius Asclepiacus/
Aug(usti) lib(ertus) el ulpia Priscilla filiae/ dulcissimae fecerunt.
“Consagrado a los Dioses Manes. A Diana y a la memoria de Elia Prócula, su hija dulcísima,
hicieron (este monumento) Publio Elio Asclepíaco, liberto imperial, y Ulpia Priscila”.
Este altar, procedente de Roma, sirve para ilustrar algunos aspectos importantes. En primer lugar,
su objetivo fundamental es la auto-representación del padre de la difunta en el medio social en el
que vive. Está claro que el antiguo esclavo Asclepíaco – un nombre griego, que eran los que se
solían poner a los esclavos – había sido manumitido por el emperador Adriano (117-138 d.C.) y
por eso había asumido el gentilicio de éste, Elio. Es, incluso, posible que su esposa, Ulpia Priscila,
lleve el gentilicio del predecesor de Adriano, Marco Ulpio Trajano, por ser hija de un liberto suyo.
Los libertos imperiales eran, con mucho, los de más alto rango, de modo que podían hacer gala de
su condición, por eso las letras AVG LIB (“liberto imperial”) están destacadas de ese modo en el
epígrafe. Estaban destinadas a llamar la atención del viandante, invitándole a leer el resto del texto
para saber de quién se trataba.
La dedicación de una tumba a los dioses Manes, los espíritus de los difuntos, viene a ser habitual
en las inscripciones funerarias de Roma e Italia a partir de mediados del siglo I d.C., siendo más
tardía en provincias. Lo que resulta excepcional es que se combine con la dedicación a otra
divinidad, pero eso se explicaría aquí por su presencia en el relieve. La Diosa Diana tiene, en este
caso, un rostro infantil, por lo que corresponde a una moda, que empieza a difundirse en el siglo I
d.C., en el sentido de colocar en los monumentos funerarios estatuas de divinidades con unos
rasgos faciales que pretender ser los del difunto. Es una moda que prende en la gente un tanto
acomodada (otros no se lo podían permitir) de nivel social más bajo –libertos-, aunque también
sube de escala, y que tiene una implantación geográfica muy desigual. En total, se conocen pocos
casos.
Figura 157. Retratos de Pompeya.
Los frescos de la ciudad de Pompeya constituyen documentos excepcionales sobre la Roma
Imperial. La erupción que la destruyó en el 79 d.C. ha conservado unas pinturas que en otros
lugares han desaparecido. La joven que vemos aquí ensimismada, con un cuaderno de tablillas de
madera cubiertas de cera y el punzón de hueso (stylus) que servía para escribir sobre ellas, fue
considerada como un retrato de la poetisa griega Safo; no parecía que pudiera tratarse de una
persona común. La segunda pintura, sin embargo, indica que responde a un retrato convencional
de las mujeres romanas, si la idealización y el gesto de la primera figura sugieren que estuviera
escribiendo poesía, el segundo retrato hace pensar que se modelo representa a la mujer como
administradora de la hacienda. Tampoco está del todo clara la convención iconográfica de la
figura masculina, el rollo de papiro que lleva en la mano parece representar al sujeto como un
intelectual; pero, si lo que vemos en él es un sello de lacre, entonces se trataría de un documento,
que identificaría al portador como un magistrado local, vestido como está con su toga. Podríamos
tener una iconografía de roles, con la esposa polarizada en la administración de la casa y el
marido en la gestión de la comunidad. Y podríamos tener también un modelo idealizado de una
aristocracia inclinada hacia los otia litterarum, el solaz de las letras, donde la mujer se distrae
componiendo versos mientras el varón hace uso de la biblioteca que existía en todas las casas de
alto nivel. Tratándose de Pompeya, sin embargo, y considerando que la casa donde se ha
encontrado el retrato –según todos los indicios, de los dueños de la misma era más bien modesta,
tendríamos, en este segundo supuesto, una imitación un tanto grotesca de la clase dirigente
romana.
El hombre y demás circunstancias de ese pompeyano están envueltos en la polémica, porque los
grafitos que podrían referirse a él se prestan a distintas interpretaciones, y la comunicación de su
casa con un negocio de panadería medianero también plantea incógnitas. Parece que no se trata,
como se entendió en un principio, del panadero Paquius Proculus, a quien alguien recuerda, en
uno de esos grafitos, que tiene el deber de votar a su amigo Frontón (Procule, Frontón tuo
officium cómoda); sino de un Terentius Neo, que, en una pared de la entrada de la casa,
manifiesta su apoyo a favor de otro individuo para el cargo de edil (Cuspium Pansam aedilem
Terentius Neo Rogat).
Figura 158. Mitra Tauróctono.
Este relieve, hallado en Roma, es uno de los mejores ejemplares de una larga serie conocida, que
se distribuye por todo el Imperio. Se colocaban en el fondo de los mitreos, donde tenía lugar el
ritual que representaban. Ni en los Vedas hindúes ni en el Awesta persa está atestiguado el Mitra
sacrificador del toro, de donde se deduce que ese tema ha entrado en su leyenda más tarde. Y lo
habrá hecho en un medio social que considerara al toro como fuente de vida, y a su muerte como
renovación de la misma. El taurobolium (“sacrificio de un toro”) se practicaba de hecho en el
culto histérico de la Magna Mater o Cíbele, que tuvo su origen en Asia Menor; la muerte del toro
había desarrollado, en ese caso, una dimensión escatológica, en la medida en que propiciaba una
renovación de la vida en el propio individuo, no sólo a través de su descendencia.
Es lo que vemos, aparentemente, en el mitraísmo; sin embargo, aunque la muerte del toro se
muestra aquí como motivo central, la conexión mística de los participantes se establecía con Mitra:
como vencedor del toro, era él quien aseguraba a los humanos el renacimiento en una vida eterna.
La muerte del toro significa en ese caso el triunfo del bien sobre el mal, de la luz sobre las
tinieblas y de la vida sobre la muerte. Pero el triunfador es Mitra; él es el salvador, que utiliza la
sangre del toro como instrumento de transmisión ritual. La fuerza simbólica de la tauroctonía se
expresa también a través de otros motivos: la serpiente y el perro suelen participar de la sangre
derramada por el toro; y suele aparecer el escorpión agarrado a sus genitales. La interpretación
exacta de se mensaje iconográfico resulta, sin embargo, controvertida. Como es habitual, vemos a
Mitra con el traje característico de Asia Menor, que incluye el gorro frigio. De igual forma visten
los dos personajes que lo acompañan, representados siempre en menor tamaño, Cautes y
Cautópates: el primero dirige una antorcha hacia arriba y el segundo hacia abajo. Simbolizan,
posiblemente, la vida y la muerte, la luz y las tinieblas.
Figura 159. La presencia de los difuntos.
Probable aspecto de la calzada de acceso a la Colonia Augusta Treverorum (actual Traer o
Tréveris, en el oeste de Alemania). El nombre de Augusta se debe seguramente a que fue fundada
por el princeps en el 18/17 a.C., en el contexto de su organización de las Galias. Habría
configurado como una civitas estipendiaria el territorio ocupado por los tréveros (sur de Bélgica,
Luxemburgo y parte de Alemania). Su conversión en colonia se debe tal vez al emperador
Claudio. La puerta monumental que se ve al fondo (la llamada en la Edad Media, Porta Negra,
debido a la suciedad acumulada por la piedra), que era una de las cuatro de la ciudad, da una idea
de su importancia como capital de la provincia Bélgica (ver mapa en la pág. 376). Era, por tanto,
una de las pequeñas Romas del Alto Imperio, y en el Bajo Imperio fue, incluso, a más (fig.167).
Siguiendo la costumbre que ya tenían los griegos, se situaban los enterramientos a los lados de las
vías que salían de las ciudades. Así podían los muertos seguir interactuando con los vivos a través
de las representaciones figurativas, de las inscripciones situadas en los monumentos y de la
importancia misma de la sepultura, por su rigidez y su ubicación. En el tráfico habitual de la
calzada se integraban de vez en cuando cortejos funerarios, con el abundante acompañamiento de
instrumentos, con los gritos y la exagerada actuación de numerosas plañideras, y con una
larguísima fila de parientes, amigos y dependientes, que, en el debido orden de proximidad,
seguían a un lujoso carro fúnebre vestidos de negro. Encima de él iba el difunto a la vista de todos,
acostado sobre un lecho, con su mejor toga, maquillado y adornado. El cortejo había partido des u
casa y recorrido la ciudad antes de tomar la vía donde se encontrara el enterramiento. De ahí para
abajo la escala social marcaba las diferencias en los funerales.
TEMA 9
Figura 160. Los Tetrarcas
Este grupo de pórfido, llevado a Italia en 1204 desde un palacio de Bizancio y que se puede ver en
la plaza de San Marcos de Venecia, expresa perfectamente el concepto del poder inaugurado por
el emperador Diocleciano. El abrazo y la similitud de las figuras simbolizan la concordia
pretendidamente existente entre los Augustos y el Caesar. Sólo la barba revela el rango superior
de los Augustos.
Figura 161. Roma en la época de Constantino.
El museo de la Civilta Romana (roma) exhibe una maqueta de la Urbe en la época de su mayor
expansión, la del emperador Constantino: en el siglo IV d.C., la ciudad podría haber llegado a
tener 1.200.000 habitantes. Su primera etapa urbanística la había conocido bajo los reyes etruscos,
en el siglo VI a.C., que habían transformado una serie de colinas habitadas en un área continua de
ocupación, es decir, en una ciudad propiamente dicha (tema 7). Sin embargo, el saqueo de los
galos produjo, en el 390 a.C., una destrucción tan grande que algunos de los supervivientes
propondrían abandonar el solar y trasladarse a Veyes. No consiguieron convencer a los demás;
pero la reconstrucción se hizo de forma precipitada y sin planificación alguna, lo que, combinado
con la irregularidad topográfica tan acusada, resultó en una acumulación caótica de viviendas de
mala calidad separadas por calles tortuosas. Los únicos edificios distintos, aunque todavía
modestos, eran los de carácter público: templos y basílicas. Un nuevo elemento arquitectónico se
fue abriendo camino, sin embargo, y consiguió transformar el paisaje urbano: el arco, utilizado en
acueductos, puentes y puertas de la ciudad; pero también en solitario para rendir permanente
honor a quienes prestaban los mejores servicios a la república.
La conexión con el mundo helenístico de los miembros de la clase dirigente, y su nuevo y
espectacular poder adquisitivo, despertó en algunos de ellos, como Pompeyo Magno, el deseo de
realizar grandes obras públicas que redundaran en su propio honor. A mediados del siglo I a.C.,
Julio Cesar habría concebido el plan de desviar el Tíber para unir el Campus martirios (el gran
espacio extra muros de uso militar, donde se reunían los comicios centuriados, que comienza en el
ángulo superior izquierdo de la imagen, aunque ya aparece cubierto de construcciones) con el
actual Trastevere, para disponer así de un área residencial de lujo. Su hijo adoptivo y sucesor
político, Augusto, dirigió sus esfuerzos a la remodelación general de la ciudad y a las
construcciones de interés común. Según su biógrafo Suetonio, presumía, al final de su vida, de
haberse encontrado una ciudad de ladrillo y dejar una ciudad de mármol. Ese tipo de ciudad de
mármol policromado –no hay que olvidarlo. Es el que se perpetúa en Roma, cada vez más llena,
por fuera de edificios y por dentro de obras de arte de los más variados gustos y procedencias. El
afán de los emperadores por dejar una huella perenne, y la obligación impuesta a los senadores de
todo el Imperio (por principio, los hombres más ricos) de residir en la urbe, fueron haciendo a
Roma cada vez más abigarradamente suntuosa. El imperativo social romano de dejar a todo el
mundo con la boca abierta lo lograba Roma fácilmente con quien llegaba allí por primera vez.
Los edificios que más destacan en esta foto parcial de la maqueta fueron construidos para poder
ofrecer a una masa siempre creciente los ludi, los espectáculos favoritos: el gran anfiteatro
(Coliseo) de los emperadores Flavios (siglo I d.C.) y el enorme circo destinado a las carreras de
carros (con su spina central), construido por Trajano, en el siglo II d.C., en su forma definitiva,
aunque ya existía allí un circo desde la época de los reyes (fig. 139). Por el este lo flanquea el
Palatino, con la llamada Domus Augustaza; es el área residencial de representación de los
emperadores, que cubría el palatino. Un agua de excelente calidad llegaba allí por el ductus aquae
Claudiae, el acueducto que se ve parcialmente, empezando por el emperador Calígula en el 38 a.C.
y concluido por Claudio en el 50 a.C. La Roma de Constantino llegó a tener 19 acueductos. El
templo rodeado de jardines y de un pórtico cuadrado es el divus Claudius (“Claudio divinizado”).
Al otro lado del Coliseo están las termas de Tito (emperador Flavio) y las enormes termas de
Trajano (iniciadas en el 104 d.C.). La línea de edificios y pórticos que arranca del Coliseo en
dirección noroeste, dejando a la izquierda el Arco de Constantino, es la línea de los Foros
Imperiales. Pero primero se ve el templo de Venus Felix (“dispensadora de la fortuna”) y Roma
Aeterna (“eterna”), el mayor que llegó a tener la ciudad, inaugurado por el emperador Adriano
en el 135 d.C., aunque fue terminado por su sucesor Antonino Pio. Y, a continuación, aparece la
gran basílica construida por Constantino. Entre los foros y el Tíber se puede ver la colina del
Capitolio, con la arx, y los principales templos antiguos. Entre el Capitolio y el Tíber, en fin,
destaca el Teatro de Marcelo, iniciado por César y acabado por Augusto en los años 13-11 a.C.
sus grandes dimensiones (110 m de diámetro, con un aforo de 11.000 espectadores) pueden dar
una idea del interés que despertaban tales espectáculos en el siglo I a.C.
Figura 162. Constantino y Justiniano.
Este mosaico de Santa Sofía (Estambul) muestra a los dos emperadores artífices de
Constantinopla. El fundador, Constantino, lleva la maqueta de la ciudad en la mano, mientras
Justiniano sostiene la de la iglesia. Tras haber sido destruida dos veces la Megale
Ekklesía(“”Gran Iglesia”) de Constantinopla, inició Justiniano, en el 532 d.C., la construcción
de una iglesia, con la que, según el historiador Zonaras, había soñado: “Algo que no habría
podido existir nunca, desde los tiempos de Adán, y que no podría ser repetido jamás.” Se ha
calculado en 145 toneladas de oro la cantidad registrada como inversión de Justiniano, que
visitaba las obras a diario, porque, en el modelo ideológico de symphonia estado-Iglesia, la
construcción y reconstrucción de los templos era responsabilidad y competencia del emperador.
Parece que las urgencias de Justiniano no permitían que el mortero se consolidara
adecuadamente, porque hubo muchos problemas en la construcción. Pero en menos de seis años
pudo entrar en el templo, en su carro triunfal, y exclamar, en la ceremonia de
consagración:”Honor y gloria al altísimo, que me ha considerado digno de concluir una obra
semejante. ¡Te he superado, Salomón!” Era la iglesia que habría de servir para la coronación de
los reyes bizantinos: la iglesia del estado, donde tenían lugar las grandes ceremonias religiosas
con la participación de los emperadores.
Figura 163. El Medallón de Constantino y el “Edicto de Milán”.
Se llama medallón, en Numismática, a una emisión especial, de tirada limitada y normalmente de
alta calidad artística. Este es de oro y tiene un valor de nueve solidi, la nueva moneda de oro
introducida por el emperador Constantino. Fue acuñado en el 313 d.C., en Ticinum (Pavía, cerca
de Milán), según se indica en el exergo (espacio de la parte inferior del reverso de la moneda,
separado por una línea): S(acra) M(oneta) T(icium, es decir, ceca sacra (=imperial) de Ticinum.
El medallón lleva, en el anverso (a), un busto de Constantino en atuendo militar, con coraza, lanza
y escudo. En la parte visible del escudo aparece la cuadriga del dios sol, con una estrella y un
creciente lunar por encima; abajo, las personificaciones de Tellus (la Tierra) y Oceaanus (el mar).
Detrás del busto de Constantino hay un busto del Sol, que se identifica como tal por la corona
radiada. La leyenda del anverso es INVICTVS CONSTSNTINVS MAX (imus) AVG(ustus). El
título de Invictus (invencible) se hace frecuente, en la titulatura de los emperadores, durante el
siglo III d.C., mientras que el de Maximus es asumido por Constantino después de su victoria
sobre Majencio en la batalla del Pons Milvius (312 d.C.). La asociación con el Dios Sol como
única divinidad tutelar, que vemos aquí, constituye una prueba de que Constantino no atribuyó
públicamente su reciente victoria al Dios de los cristianos. El grandioso arco que dedicó en el foro
romano, junto al Coliseo, en julio del 315 d.C. como conmemoración de la batalla también lleva la
cuadriga del sol.
El reverso del medallón (b) muestra a Constantino con lanza y corona de laurel, haciendo el gesto
convencional de saludo. Lo precede una Victoria, que levanta con la mano una corona y lleva una
palma; es un símbolo de la condición de invictus implicada en el título. Detrás va un soldado, con
lanza y enseña militar, como representación del ejército. La leyenda FELIX ADVENTVS AVGG
NN (Augustorum nostrorum duorum), “Llegada feliz de nuestros dos Augustos” hace referencia
al acontecimiento que pretende conmemorar el medallón: el encuentro, en la residencia imperial de
mediolanum (Milán), de los dos Augusti: Constantino I, emperador de la parte Occidental del
Imperio, y su colega Licinio I, emperador de la parte oriental. El término felix alude a la feliz
circunstancia de que, en un momento difícil para la Tetrarquía, y, por lo tanto, para la unidad del
imperio, los dos Augustos hubieran dejado constancia pública de su concordia. El matrimonio de
Licinio con una hermanastra de Constantino contribuía a prestarle credibilidad. Con un presente
tan valioso, del que nos ha llegado un único ejemplar, habrá obsequiado Constantino a altos
dignatarios de la corte, por cuya adhesión estuviera particularmente interesado.
En esta reunión, celebrada en febrero del 313 d.C., se debió de gestar lo que conocemos como
”Edicto de Milán”, que en realidad no es un edicto y tampoco proclama la libertad de cultos en el
imperio. Se trata de una carta (las Epistulae de los emperadores también son constituciones, pero
no de alcance general); enviada por el emperador Licinio, en junio del 313 d.C., a los
gobernadores de una serie de provincias de la pars orientis. La razón es que, en esas provincias, se
había ignorado el edicto de la tolerancia, favorable al cristianismo, con el que se había puesto fin
de modo oficial a la persecución iniciada por Galerio bajo el gobierno de Diocleciano. la carta no
había podido ser enviada inmediatamente después de la reunión porque esas provincias se
encontraban todavía bajo el control de Maximino Daya, un antiguo Caesar, proclamado por
Augustus por los soldados bajo su mando, que se resistía a abandonar el poder; sólo después de
derrotarlo y obligarlo a suicidarse pudo Licinio ejercer como Augustus en esas provincias. Cabe
suponer que, entre las condiciones que puso no, estaba la de redactar la epístola favorable a los
cristianos. El edicto de tolerancia religiosa había sido promulgado en el 311 d.C. por los entonces
tetrarcas Galerio, Constantino y Licinio; pero Galerio era en ese momento la cabeza de la
Tetrarquía (como lo había sido antes Diocleciano). Es el texto que sirvió de base para la carta de
Licinio-Constantino. Además de la exhortación a reconocer al cristianismo como una religión más
del imperio, en nombre de unos principios que debían de ser de recibo para los politeístas (la
mención de la summa divinitas como referente común de las religiones, sobre todo), más de la
mitad de la carta es una orden insistente y conminatoria de devolver a los cristianos las
propiedades personales o colectivas (iglesias) que se les hubiera confiscado.
Las fuentes cristianas –la obra de Lactancia De mortibus persecutorum, escrita poco después de
la muerte de Constantino, y la Vita Constantini de Eusebio de Cesarea (muerto en el 339 d.C.)resultan engañosas, porque dan una imagen de Constantino como cristiano y como artífice de la
promoción de la iglesia que no sabemos en que medida corresponde a su fuero interno, pero que no
resiste el contraste ni con el reto de la documentación no con los datos arqueológicos (sobre
Constantinopla, por ejemplo). El propio Lactancio afirma que Licinio revalidó las medidas que
había tomado Galerio en su edicto de tolerancia. Constantino era un hombre pragmático, que
necesitaba, como en otro tiempo augusto, remodelar el estado para adaptarlo a las nuevas
circunstancias. Para eso tenía que hacerse, primero, con la pars orientis del imperio, lo que no era
posible sin el apoyo de los sectores que seguían al politeísmo grecorromano y, en el plano más
elevado, al neoplatonismo y al helenismo de la llamada segunda sofística. Se trataba de mucha
gente influyente, en Oriente como en Occidente, que, por su misma posición politeísta, podía
asumir la existencia del cristianismo como una religión más el imperio, si se presentaba bajo una
forma aceptable (el edicto de tolerancia de Galerio ponía como condición a los cristianos, para
beneficiarse de la tolerancia, que no alteraran el orden público y que incluyeran en sus oraciones,
al emperador y al Imperio). Por otro lado, los cristianos, cada vez más poderosos, estaban muy
divididos. Intentar resolver esas disputas e integrarlos en la construcción politeísta del imperio
parece haber sido la verdadera política religiosa d Constantino.
Figura 164. Isis con un Hor-pa-khered (Horus niño).
Fresco procedente despoblado egipcio de Karanis (El Fayum, hoy Kom Aushim). Podría ser del
siglo IV d. C. Ya no parece que se pueda decir que el “Horus niño” (Hor-pa-khered) atestiguado
en Egipto desde el Tercer Periodo Intermedio, es el dios Harpócrates helenístico-romano. Se ha
podido constatar que, como simple trascripción del nombre egipcio, se refiere a distintas
divinidades infantiles, con distintos rasgos, según las épocas y los lugares. La interpretación como
un gesto de silencio del dedo índice apoyado en el rostro cerca de la boca, y la consiguiente
explicación litográfica, parece una falsedad de la obra de Plutarco (aprox. 50-125 d.C.). Estudios
diversos realizados en las últimas décadas inducen a considerar como un Harpócrates a todas las
divinidades egipcias infantiles de la Baja Época egipcia y de la época grecorromana. No tendría
sentido, por tanto, buscar la divinidad originaria no intentar establecer su genealogía. En
Alejandría, al mismo tiempo que un culto egipcio de un Hor-pa-khered, existió un culto helenizado
independiente de un Harpócrates.
La iconografía de Hor-pa-khered en época helenística y romana es muy variada. Los dos rasgos
que se habían considerado tradicionalmente como distintivos, el mechón de pelo lateral y el índice
cerca de la boca, sólo aparecen en algunas variantes; y, además, combinados de distinto modo con
otros elementos iconográficos. En muchísimos templos, Hor-pa-khered forma triada con sus
padres Isis y Osiris, lo que fue apoyado por los Ptolomeos, con ciertos cambios relativos a su
nacimiento; al mismo tiempo , los reyes desarrollaron, como una forma helenizada, el culto de la
tríada de Isis, Serapis y Harpócrates (Serapis era también una versión helenizante de Osiris). En
época romana, el culto del Horus niño egipcio se extendió por el Mediterráneo, y, especialmente,
por el área de Cartago. Los cristianos coptos equipararon a Isis y Hor-pa-khered con la Virgen y
el niño Jesús, lo que, conceptualmente, se entiende muy bien. Sin embargo, eso no funcionaba con
los sincretismos politeístas (“paganos”, en el lenguaje de la época), debido al carácter exclusivista
del cristianismo. La versión no cristiana se veía como error y como competencia, por que tendió a
ser eliminada tan pronto como la legislación de Teodosio I lo hizo posible.
Figura 165. Bañistas y deportistas.
Fragmento de un mosaico procedente de la villa romana de Casale (Piazzza Armerina, sicilia),
datado en el primer cuarto del siglo IV d.C. Se conoce como el “mosaico de las chicas en bikini”.
En dos registros, representa a diez jóvenes así vestidas haciendo deportes variados lanzamiento de
disco, carrera con alteres y juegos de pelota. Una mujer con toga lleva en la mano una corona en
disposición de colocársela a la chica que vemos aquí por la izquierda. La que lleva la palma en la
mano ya tiene la corona puesta. El escenario apunta a las termas, que en época bajoimperial
existían también en algunas villae. En Época Imperial, las termas, constituían el principal
referente de la vida social romana, una especie de signo de identidad del individuo urbano frente al
rústico. Además de disfrutar del agua de distintas formas, allí se hacía deporte y se encontraba
diversión. Las de cierto tamaño habían imitado a los gimnasios griegos de época helenística, por
lo que tenían bibliotecas, áreas de lectura y pórticos para pasear y coincidir con la gente.
Las termas las construía el estado y cobraba por la entrada una cantidad que estaba al alcance del
ciudadano medio. Como las actividades cotidianas solían empezar con la salida del sol, los
romanos podían ir habitualmente allí después de ellas y antes de la cena. En función de ese
horario, estaba establecido para las mujeres un turno de mañana, que terminaba a las dos de la
tarde, por otro lado, pagaban el doble que los hombres. La reiterada prohibición por parte de los
emperadores de los baños mixtos indica que la prohibición al respecto no se respetaba, aunque no
sabemos si eran prostitutas quienes lo hacían.
Figura 166. El engranaje económico del Bajo Imperio.
Realizado hacia el 400 d.C., este mosaico evoca la riqueza de una villa, de un tipo de explotación
agrícola y residencia de tradición republicana (tema 7), que, en el siglo IV d.C., alcanza unas
dimensiones extraordinarias y funciona, en determinadas zonas del Imperio, como centro
económico y como centro de poder. En estas mansiones residían los miembros de la aristocracia
imperial, que eran los principales terratenientes y los individuos más ricos. Por ahí circulaba el
dinero del estado y ahí se realizaban grandes negocios.
El conjunto de la documentación arqueológica y literaria del imperio muestra una importante
recuperación económica en el siglo IV d.C., tras el declive del siglo III. Se vuelven a cultivar
tierras abandonadas y se ponen en cultivo áreas de colinas, e, incluso, desérticas. Se reactiva el
comercio, y el uso de la moneda alcanza una extensión sin precedentes. El notable incremento de la
producción agrícola, en esa época, tiene que ver con la política monetaria y fiscal del estado, pero
también, necesariamente, con una disponibilidad de mano de obra por parte de las clases
dominantes. Algunos testimonios indirectos sugieren que la población tuvo una tendencia general a
aumentar.
También es cierto que los cambios producidos distan mucho de ser uniformes, y que pueden haber
existido grandes diferencias a lo largo y a lo ancho del imperio. El crecimiento explosivo de las
áreas rurales en la parte oriental no se corresponde con un proceso similar en Italia o Hispania.
Aquí la tendencia es la de una reducción de la densidad de población de los asentamientos rurales,
consonante con la aparición de grandes explotaciones agrícolas (villae)). No está clara la relación
de esas tendencias con el factor demográfico. Por otro lado, la prosperidad del Bajo Imperio
parece que hay que entenderla en términos de una creciente desigualdad social. La evidencia
sugiere que la sociedad del siglo VI d.C. Estaba mucho más diferenciada que la el siglo III. En
algunas áreas parece haber prevalecido la gran polarización entre un puñado de ricos hacendados,
que lo controlaban todo, y una masa un tanto homogénea de campesinos sin tierra, en situación de
colonos o asalariados, que tenía un nivel económico muy bajo. A su vez, las diferencias en la
gradación social de la masa podían ser grandes, sobre todo en las áreas urbanas.
La obligación de pagar los impuestos en moneda parece nacida de la presión de los altos
funcionarios de la burocracia estatal, que habrían preferido cobrar enmonada, porque eso les
proporcionaba una mayor capacidad de negocio y de especulación con la tierra. Lo que veían los
contemporáneos como el dominio desenfrenado de una aristocracia burocrática debía de ser en
realidad una forma de opresión ejercida por un grupo económicamente poderoso y socialmente
dominante de terratenientes negociantes, que controlaban por completo sus respectivas regiones. A
pesar de las diferencias entre Oriente y Occidente, y entre las regiones –que determinaban una
mayor o menor unidad entre los elementos dominantes y una mayor o menor continuidad de las
aristocracias –esa nueva clase dominante nutrida por el estado se muestra como una tónica común.
El otro rasgo relevante de la Antigüedad Tardía, que concuerda con la deriva económica de tipo
capitalista, es el desarrollo de la mano de obra asalariada, con una gran diversificación, donde
entra el trabajo agrícola estacional/ocasional y toda una serie de actividades específicas. Eso se
combina, por supuesto, con la existencia de esclavos y, también, con la existencia de trabajadores
autónomos. El ideal de autosuficiencia de las grandes explotaciones avícolas (villae) no implica en
este caso un aislamiento o un modelo de economía natural. Son muy complejas, pero no porque
deban producir todo cuanto necesitan sino porque se someten a una explotación racionalizada y
burocratizada, que diversifica la producción para optimizar los recursos (la falta de desarrollo
tecnológico no permitía hacerlo de otro modo); y ahí entra también la racionalización de la mano
de obra. Parece que funcionaban como grandes empresas, donde e invertía mucho dinero y donde
las relaciones de producción (esclavista, servil o asalariada) estaban determinadas, en cada caso,
por factores de mercado y por la disponibilidad de la mano de obra. Esa sería la línea general, con
las consiguientes diferencias por zonas y en función de los intereses e iniciativas de los
propietarios.
Aunque las fuentes escritas apenas lo reflejen, habría que imaginarse a banqueros, dueños de
barcos y comerciantes locales al por mayor operando con redes de negocio que los conectaban a
unos con otros, y también con la producción y el intercambio en las áreas urbanas y rurales. Toda
esa construcción estaba basada en la existencia de una moneda de valor real y cotización
creciente, que circulaba por esas vías, respaldaba las operaciones y potenciaba los rendimientos
de esos terratenientes que han dejado sus huellas en las lujosas áreas residenciales de las villae.
Figura 167. Augusta Treverorum, una nueva capital imperial.
La que ya había sido una ciudad importante en el Alto Imperio (fig.159) se convirtió, en el 293
d.C., en residencia de los emperadores y, por lo tanto, en centro de la política romana. La maqueta
(a), que es antigua, pretende reproducir su tejido urbano a comienzos del siglo IV d.C., partiendo
de la uniformidad y la similitud de las viviendas atribuibles a una colonia. Sólo destacan las
grandes construcciones. En primer plano está el complejo de la primitiva catedral (329-346 d.C.);
a continuación la residencia imperial; al fondo las termas y, por la derecha, el foro. Sin embargo,
las excavaciones llevadas a cabo desde los años 90 han venido a corregir esa imagen, y también la
idea de que las casas respondían al modelo pompeyano. Las dimensiones, y el lujo con el que
estaban decoradas, han superado cualquier idea previa. Se entraba en ellas a través de amplios
vestíbulos y pórticos cubiertos. Corredores de hasta 15 m. de largo, a modo de galerías, aislaban
la vivienda y el jardín del trasiego de la calle. El dibujo de L. Dahm (b) reconstruye el aspecto de
las calles, con sus pórticos decorados con pinturas, sus vías pavimentadas y sus fuentes. A finales
del siglo II d.C. se había alterado ya la primitiva parcelación del suelo urbano, con una tendencia
a la ampliación de las viviendas. Pero la promoción de la ciudad al estatus de residencia imperial
debió de provocar un autentico boom inmobiliario, debido al interés que despertaba el estar cerca
de los emperadores y a la necesidad social y política de hacer pública ostentación de la riqueza. La
transformación experimentada por esa nueva Roma, debido a las grandiosas construcciones
públicas y a la suntuosidad de las residencias privadas debió de ser impactante.
Figura 168. La leyenda negra de los vándalos.
La imagen tradicional de los vándalos como agentes de destrucción y responsables de una supuesta
decadencia del norte de África procede de los escritos de los autores católicos y de sus enemigos
políticos. Porque a diferencia de los godos y longobardos, carecen de un historiador propio. La
nueva investigación ha venido a constatar, en el terreno de la cultura, de la instrucción, del
comercio y de las artes manuales, una importante continuidad bajo su presencia. En el riquísimo
suelo norteafricano, el rey Genserico (428-477 d.C.) había logrado crear un estado fuerte a partir
de un grupo migratorio germánico de organización tribal. Según Procopio de Cesarea, los
vándalos tomaban baños calientes todos los días y consumían en sus mesas los mejores platos que
ofrecían la tierra y el mar. Llevaban ricos adornos de oro y vestidos de seda. Se pasaban la vida en
los teatros, en el circo, escuchando música, alternando y bebiendo.
En realidad, los vándalos vivían, a finales del siglo V y comienzos del VI d.C., como lo había hecho
la aristocracia romana del siglo IV, que aparece reflejada en este mosaico procedente de Cartago.
Ni las villae ni la producción de cerámica muestran cambios importantes durante su presencia. Su
riqueza venía del saqueo de Roma y, además, parecen haber allegado recursos, a sus arcas reales,
procedentes de la aristocracia senatorial y de la iglesia católica, lo que no habían hecho nunca los
emperadores romanos. De ahí viene, seguramente, su pésima imagen. El hallazgo de una serie de
tablillas de madera con contratos, pertenecientes a la etapa en la que los vándalos tenían su
posición consolidada, y a una zona montañosa alejada de las ciudades, ha venido a constatar no
sólo el uso de la escritura en los medios rurales sino la continuidad jurídica entre el África
romana y el África De los vándalos. Bajo el tercero de sus reyes, Gutamundo (484-496), se
produce, incluso, una especie de renacimiento de las letras, con escuelas de derecho, retórica y
bellas artes; y no sólo en la capital sino en otras ciudades.
La nueva valoración del desarrollo cultural de África vandálica es altamente positiva. El profundo
arraigo de la cultura romana en las provincias africanas parece haber dado lugar, ya desde el
siglo II d.C. y gracias, finalmente, al apoyo de los reyes cándalos, a una floración de la literatura,
la arquitectura y las artes de extraordinaria calidad para su tiempo. En dimensiones menores, esos
reyes actuaron igual que los emperadores romanos: costeaban termas y juegos, mantenían
escuelas de retórica y apoyaban a los poetas. Algunos vándalos ricos imitaron, por su parte, el
evergetismo de sus predecesores romanos, con dádivas en beneficio de las comunidades, que
rentabilizaban socialmente.
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