Don Bernardo, el presidente que no fue

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Juan José Cresto
Don Bernardo, el presidente que no fue
Para LA NACION
Hace cien años, moría en Buenos Aires, donde había nacido, el mayor diplomático que
tuvo nuestro país en toda su historia: don Bernardo de Irigoyen. La ciudad se conmovió,
y el país. En el año que terminaba se habían ido para siempre los fundadores de nuestras
instituciones y hacedores del progreso visible que el país gozaba y que crecía día tras
día: Mitre, que era un pedazo de la historia nacional, el 18 de enero; Manuel Quintana,
por entonces presidente en ejercicio, el 12 de marzo; Carlos Pellegrini, el gran tribuno,
llamado "Piloto de Tormentas", el 17 de julio, y, finalmente, don Bernardo, el formador
de nuestros límites, el 27 de diciembre.
Un desaliento generalizado se percibía en la gente, sin distinciones de partidos. Dos
años antes había muerto Vicente Fidel López. En las calles se canturreaba a media voz:
"Han muerto don Carlos y don Vicente / don Bernardo y don Bartolo, / el pueblo ha
quedado solo / aunque haya mucha gente".
Y era cierto: el pueblo había perdido a sus conductores, a los hombres de probada
eficiencia y patriotismo que habían construido una nación, la nuestra; se habían ido para
siempre aquellos en quienes se confiaba. Nada había cambiado y, sin embargo, todo
sería diferente.
Irigoyen nació el 18 de diciembre de 1822 y era, por lo tanto, un año y medio menor
que Mitre, pero, a diferencia de éste, que se vio obligado "a tomar las armas y correr los
campos", aun contra su voluntad, como lo dijo más de una vez, el joven Irigoyen, doctor
en derecho a los 21 años, se hizo diplomático y fue enviado a Chile por el gobierno, con
carácter de oficial de la legación argentina, para defender los derechos de nuestro país
sobre la Patagonia y el Estrecho de Magallanes; aunque las malas lenguas adjudicaban
el traslado del joven funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores a un presunto
romance con Manuelita Rosas. ¿A qué podía aspirar el joven Bernardo, carente de
fortuna y porvenir político?
Sin embargo, bien pronto demostró altas cualidades diplomáticas, amor a la patria,
fidelidad a su tierra y nobleza de espíritu. En una época tan cruel de nuestra historia,
Irigoyen jamás empuñó la espada, ni aun cuando, estando en Mendoza, la ciudad fue
atacada por los montoneros del Sur. Habló con ellos y salvó la ciudad. En 1893, cuando
se produjo la fracasada revolución radical y los acusados prisioneros estaban
condenados a muerte e iban a ser fusilados, debió exiliarse en Montevideo. Era
presidente el anciano jurista Luis Sáenz Peña, ex compañero suyo en la Facultad de
Derecho. En aquellos trágicos días, don Bernardo, uno de los hombres más queridos y
respetados del país, le envió a su antiguo amigo un telegrama, que se hizo público: "No
manches tu nombre poniendo tu firma al pie de la sentencia de muerte", y salvó sus
vidas.
Apenas una semana después de Caseros, se planteaba el gran dilema para la Argentina:
¿qué haría el vencedor con los gobernadores aliados de Rosas, ya vencido y fugitivo,
que habían jurado venganza contra el general Urquiza? Muchas voces, en particular de
los exiliados unitarios que habían pasado en el exterior largos años de miseria, exigían
venganza y también la supresión de aquellos mandones, muchos de ellos manchados
con crímenes.
Urquiza no pensaba así. Iniciar una campaña, trasladar largos ejércitos por nuestro vasto
y despoblado país en pos de venganza, no era sensato. ¿Qué hacer entonces con lo único
que quedaba en pie y que, mal o bien, era la única sombra de legalidad? La respuesta
era simple: en lugar de hacer la guerra, pactaría con ellos. ¿Cómo hacerlo? Entonces
acudió al joven doctor Irigoyen, quien tenía la extraña facultad de encontrar siempre la
fórmula de encuentro más satisfactoria para todos.
Y he aquí que Irigoyen marchó hacia el Interior, para hablar con cada uno de ellos e
invitarlos a reunirse en el entonces pequeño pueblo de San Nicolás de los Arroyos, a
sentarse alrededor de una mesa con el hombre que podía haberlos invadido a sangre y
fuego (!) para llegar a un acuerdo civilizado. Y allá fue Irigoyen. La galera se encajaba
en los caminos barrosos e inexistentes de aquel lluvioso verano o se cubría de polvo
remontando legua tras legua; cruzó campos, atravesó pantanos; estando en Córdoba
obtuvo el concurso y la ayuda del salteño Francisco Uriburu, que se dirigía a Buenos
Aires... ¡para apoyar a Rosas! Le encargó que invitara a los gobernadores de Tucumán,
Salta y Jujuy para una reunión en San Nicolás, mientras él mismo seguía viaje a
Mendoza y San Juan.
Así fue como el 31 de mayo estaban casi todos los gobernadores reunidos y en esas
circunstancias firmaron un acuerdo comprometiéndose a sancionar una constitución
mediante un congreso a reunirse en Santa Fe. En síntesis, así fue como nació la
República. Urquiza le envió entonces una carta a Irigoyen que le decía en un párrafo:
"[...] antes de ahora ya le he manifestado mi aprobación a todos sus procedimientos [...]
le aseguro que los servicios que usted ha prestado a la República son y serán
debidamente apreciados por todos los argentinos [...]". En efecto, la posteridad lo ha
valorado.
Después del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1852, que separó a la familia
argentina por siete años y dos meses, hasta el Pacto de San José de Flores, Irigoyen se
apartó de toda posición política, ejerció su profesión de abogado y también se inició
como ganadero en un campo sin comodidades que había comprado vendiendo la casa
paterna, pero donde, con el tiempo, hizo fortuna.
Rechazó todos los cargos que le propusieron y todos los honores; aceptó
transitoriamente defender los intereses nacionales contras las excesivas pretensiones que
los descendientes de españoles reivindicaban para sí, por las apropiaciones de sus bienes
no indemnizadas en la época de la Independencia. Esto ocurrió durante la presidencia de
Sarmiento, con quien Irigoyen había polemizado en Chile y estaban distanciados; pero
para aquellos gigantes, el país estaba por encima de sus opiniones personales. El propio
Sarmiento, de quien no se puede esperar falsedad en su palabra, lo dijo: "A semejantes
pretensiones, les opuse semejante abogado".
Con Avellaneda, vuelve a la vida política. LA NACION tenía conflictos con todos los
vecinos: con Brasil, por la liquidación de la Guerra del Paraguay; con Paraguay, por el
diferendo del Chaco; con Uruguay, por los límites del Río de la Plata; con Bolivia, por
el problema de Tarija; con Chile, por la Patagonia. "Si seguimos así -escribe a
Avellaneda- en cualquier momento se va a organizar una coalición contra nosotros".
Y bien. Don Bernardo solucionó en tres años todos nuestros conflictos. Es, por lo tanto,
el más grande diplomático argentino y verdadero realizador de nuestros límites, como
hemos dicho. Y todo ello, sin necesidad de apelar a la guerra. A su vez, como ministro
del Interior, cargo que tuvo posteriormente, impulsó la inmigración y la formación de
colonias.
Cuando llega Roca a la presidencia es nuevamente designado ministro de Relaciones
Exteriores, y concluye el tratado de límites con Chile por "las altas cumbres que dividen
aguas", que aún hoy nos rigen. Después de la firma, Roca le envió una carta: "Doctor
Irigoyen: a usted, el mérito, a usted, la gloria; es la página más importante de su vida
pública". Luego fue designado ministro del Interior: gran parte de la obra colosal del
gobierno de Roca, se le debe al sentido constructivo de éste, su ministro, porque la
cartera de Interior, en aquellos días, incluía la de Obras Públicas y la de Ganadería y
Agricultura.
Al término del mandato de Roca, en 1886, el candidato obligado, el mayor estadista del
país, era don Bernardo. Pero Roca se quedó con su concuñado Juárez Celman y armó
las elecciones tramposas para lograrlo, por lo que don Bernardo rompió para siempre
con su amigo. Roca se arrepintió de su error mucho más tarde; tanto es así, que, cuando
fallece Irigoyen, en su vieja casa de la calle Florida, donde el patricio vivía sin lujos y
sin soberbia, el ex presidente dijo, en presencia de los asistentes: "Se ha ido para
siempre uno de los mayores estadistas que ha producido la tierra de los argentinos".
Fue hace cien años. Hoy estamos sumergidos en otro mundo, con otros problemas; sin
embargo, tratemos de no olvidar a quienes, desde su humana dimensión, nos legaron la
Patria.
El autor es presidente de la Academia Argentina de la Historia.
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