Don Juan Tenorio para web

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Julio Navarro Albero o la caricia de Don Juan Tenorio
Su protagonista se ha convertido en
un mito, y está presente a través del tiempo en muchas
obras de carácter distinto, con fijación y aumento de sus
rasgos, esencialmente los de su impulso erótico, la
afirmación de su valor y su soberbio desdén
por el castigo divino.
D. Manuel Muñoz Cortés.
Cuando Tirso de Molina, en el siglo
XVII, escribió El burlador de Sevilla y convidado de
piedra, con seguridad, no era consciente de la
trascendencia que iba a tener su obra:
rápidamente, el caluroso gusto italiano por
nuestro teatro barroco lo irradió a todo el
continente, y fue aflorando en otras espléndidas
piezas como Don Juan ou le festin de piêrre de
Molière o Don Giovanni de Mozart.
Pero el verdadero Tenorio, el auténtico
Don Juan es el escrito por Zorrilla. No obstante haber sido tildado de obra menor,
recriminado por sus ripios, reprobado por sus dislates, por sus desatinos cronológicos…,
de los cuatro prototipos humanos universales nacidos en la literatura, el insolente, el fatuo,
el bravucón Don Juan ocupa un puesto de honor junto a otro español, Don Quijote, que se
codean, en ese exquisito elenco con Fausto y Hamlet.
Y ese personaje universal, ha marcado y, en cierto modo, entre algunos, lo sigue
haciendo, una de las tradiciones españolas más arraigadas: la celebración de la noche de las
ánimas, la que transcurre del 1 al 2 de noviembre, debe, para ser perfecta, transcurrir
asistiendo a una representación teatral de Don Juan Tenorio.
Uno de los más lúcidos recuerdos de mi
infancia es vislumbrar, de lejos, cuando pasaba por
el salón, a un joven Paco Rabal que, en blanco y
negro y enfundado en un inmaculado jubón,
invadía la pantalla del televisor como apuesto
protagonista de la obra.
Además, se contaban espeluznantes historias como la de la Santa Compaña: una
procesión de fantasmas, de almas en pena, cubiertas por mortajas con capucha y descalzas,
que en dos filas vagan erráticas rezando, con cantinelas de salmos mortuorios. Es tan
aterradora su presencia que se extingue cualquier ruido en derredor y los animales se alejan
erizados; pero, no es visible para nadie, excepto para los niños que, por error, habían
recibido los santos óleos de alguna extremaunción en su bautismo.
O en el colegio solían leernos o se representaban algunos pasajes de una de las
célebres Leyendas de Bécquer, “El monte de las ánimas”, cuya acción transcurre cerca del
Duero y en el monte que le da título, que espeluznó al propio autor: La noche de difuntos me
despertó a no sé qué hora el doble de las campanas; su tañido monótono y eterno me trajo a las mientes esta
tradición que oí hace poco en Soria. Intenté dormir de nuevo; ¡imposible! Una vez aguijoneada, la
imaginación es un caballo que se desboca y al que no sirve
tirarle de la rienda. Por pasar el rato me decidí a escribirla,
como en efecto lo hice. Yo la oí en el mismo lugar en que
acaeció, y la he escrito volviendo algunas veces la cabeza con
miedo cuando sentía crujir los cristales de mi balcón,
estremecidos por el aire frío de la noche. […]
Desde entonces dicen que cuando llega la noche de
difuntos se oye doblar sola la campana de la capilla, y que
las ánimas de los muertos, envueltas en jirones de sus
sudarios, corren como en una cacería fantástica por entre las
breñas y los zarzales. Los ciervos braman espantados, los
lob os aúllan, las culebras dan horrorosos silbidos, y al otro
día se han visto impresas en la nieve las huellas de los
descarnados pies de los esqueletos. Por eso en Soria le
llamamos el Monte de las Ánimas, y por eso he querido salir de él antes que cierre la noche. […]
-Tú lo sabes, porque lo habrás oído mil veces; en la ciudad, en toda Castilla, me llaman el rey de
los cazadores. No habiendo aún podido probar mis fuerzas en los combates, como mis ascendentes, he
llevado a esta diversión, imagen de la guerra, todos los bríos de mi juventud, todo el ardor, hereditario en mi
raza. La alfombra que pisan tus pies son despojos de fieras que he muerto por mi mano. Yo conozco sus
guaridas y sus costumbres; y he combatido con ellas de día y de noche, a pie y a caballo, solo y en batida, y
nadie dirá que me ha visto huir del peligro en ninguna ocasión. Otra noche volaría por esa banda, y volaría
gozoso como a una fiesta; y, sin embargo, esta noche... esta noche. ¿A qué ocultártelo?, tengo miedo. ¿Oyes?
Las campanas doblan, la oración ha sonado en San Juan del Duero, las ánimas del monte comenzarán
ahora a levantar sus amarillentos cráneos de entre las malezas que cubren sus fosas... ¡las ánimas!, cuya
sola vista puede helar de horror la sangre del más valiente, tornar sus cabellos blancos o arrebatarle en el
torbellino de su fantástica carrera como una hoja que arrastra el viento sin que se sepa adónde.
Dicha tradición no sólo goza de arraigo en la
literatura, también lo hace, y, de manera muy especial en
la gastronomía: los castellanos huesos de santo, el dulce
de membrillo extremeño, los muñecos elaborados con
frutas o los andaluces buñuelos de viento rellenos, que
salvan a las almas del purgatorio, los catalanes panellets o los nuégados de pueblos perdidos
en la sierra de Albacete.
Mucho, mucho, mucho tiempo después, y sin saber cómo –quizás es lo único que
no admiro de los americanos-, nos invadieron las calabazas, las brujas, los esqueletos, las
telarañas… en una mamarrachada de fiesta que, inexplicablemente, está desplazando, entre
los jóvenes y no tan jóvenes faltos de instrucción, la hermosa tradición de respetar, honrar,
casi reverenciar a sus muertos durante el día de Todos los Santos y la noche de las ánimas,
mientras en cualquier iglesia con un leve rumor monocorde las campanas tocaban a
muerto.
Por todo ello y porque el 4º curso de ESO arranca el estudio de su literatura con el
Romanticismo, hace años que, en clase, leo, explico y, esencialmente, disfruto con mis
alumnos del Don Juan de Zorrilla. Entretanto intento conseguir que imaginen su ardua
puesta en escena, comentándoles que hace varios años, muchos ya, asistí por primera vez,
la noche de las ánimas, a la representación que,
en el Teatro Romea, lleva a cabo la Compañía
Cecilio Pineda. El actor murciano que le puso
nombre, fascinado por Don Juan Tenorio, incluyó
en su reparto y representó esta obra desde 1907
hasta 1941, un año antes de morir. Una
fascinación que heredó la actual compañía y, en
cierto modo, la ciudad de Murcia.
Con motivo de la clausura del Certamen
Romea-89, la Compañía Cecilio Pineda asume,
tras la petición del Ayuntamiento, la puesta en
escena de la obra. Dirigidos magistralmente por
Julio Navarro Carbonell, unos cuarenta actores
ataviados con prendas de la madrileña colección
de Cornejo y arropados por unos excelsos
decorados de fines del siglo XIX, reanudan la
tradición hasta 2007, cuando tras diez
representaciones, comenzaron las obras de restauración en el Teatro Romea.
Tras el fallecimiento de Julio Navarro Carbonell en 2011, se quedó huérfana la
escena y, fundamentalmente, lamentablemente, su hijo, Julio Navarro Albero. El padre,
director, compañero de escenas –en un principio enfrentados como Tenorio y Mejía,
posteriormente, como el Don Juan maduro frente al joven y, por último, encarnando a
Don Diego Tenorio, deshonrado padre del crápula Don Juan-, maestro, consejero y amigo,
ya forma parte de la historia; de una historia cuyo testigo ha sabido recoger con inaudito
talento, con señorío, su hijo. Su respeto, su admiración, su cariño, su apasionamiento
mutuos se deslizaban desde las tablas, radiantes, felices, nerviosos, para personarse entre
los cientos de espectadores que los han contemplado. No me cabe la menor duda de que
Julio Navarro Carbonell protege, desde el palco 7 del Romea, que lleva su nombre, a toda
esa comparsa que, con
extraordinaria destreza,
puebla el escenario.
Cuando hace
contados años, Julio
Navarro Albero se
enfrentó en solitario a la
ingente
labor
de
protagonizar y dirigir el
Tenorio, probablemente
musitaba para sí el final
de un poema que, en
una ocasión muy especial, escuchó de labios de su padre: Dejad la puerta abierta / porque un
día puedo volver y con las alas
rotas y el corazón gastado ya
no quedan / fuerzas para
llamar a los amigos. Dejad la
puerta abierta y encendedme
la lumbre por si vuelvo.
Y, asimismo,
recordaría las espléndidas
palabras que un día su
padre le dedicó, y que
estarán fijadas, a modo
de caricias, en su
corazón: “Cuando vi a
mi hijo interpretar el Don Juan completo, me impresionó su enorme talento como actor, ¡es
un Pineda!”.
Espléndidas
palabras
que hacemos nuestras los
que hemos tenido el gozo
de deleitarnos con su
actuación; entre ellos, mis
alumnos de 4º de ESO y de
1º y 2º de Bachillerato, que
el pasado día de las ánimas,
asistieron conmigo y con
dos profesoras más a la
última representación de
este año. Jóvenes que,
conocedores del texto, mantuvieron un silencio “sepulcral”, durante más de tres horas,
descubriendo, apreciando, comiéndose con los complacidos ojos, lo que allí abajo, abajo,
abajo, estaba acaeciendo. Jóvenes conmovidos, embelesados, enternecidos, emocionados
con la prodigiosa escena, con la indescriptible, inefable, insuperable actuación de un
hombre desamparado, desahuciado, repudiado que, redimido por amor, mendigaba la
misericordia divina.
Jóvenes entusiasmados, encantados con el donaire, con el galanteo, con la apostura,
con el endiablado poder de seducción de Julio Tenorio o Don Juan Navarro Albero.
Jóvenes cuyo único reproche, al final de la representación, era no haber asistido el viernes
para que hubiéramos tenido posibilidad de repetir el sábado y el domingo; cuya gran
preocupación era saber si, esa misma noche, podríamos reservar entradas, en el patio de
butacas, para el año próximo.
Sólo nos queda agradecer, antes de firmar y plegar, a la
Compañía Cecilio Pineda, su empeño anual en hacernos disfrutar, con
su arte al batirse el cobre, con uno de los grandes clásicos de nuestra
literatura. Y a Julio Navarro Albero su amabilidad al atendernos, al
posar con nosotros, su sensibilidad al valorar nuestra dedicación y su
pericia para declamar el verso.
Ángela Moreno Torres.
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