a escondidas - Josa y sus cuentos

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A ESCONDIDAS
Él nunca soportó los domingos de playa ¡Nunca! En realidad nunca le gustaron los
domingos...Y menos los de Agosto, con ese calor asfixiante, esa gente por doquier, y
ese empeño en tener que pasarlo bien fuera de casa. Era, como si pasar el domingo
tranquilamente en casa, simplemente leyendo el periódico o viendo la tele, fuera casi un
pecado... Y él no lo entendía.
Por suerte ese día era diferente porque había convencido a María para no ir con toda la
familia – como siempre hacían – y poder marchar a esa cala tranquila donde tanto le
gustaba estar. De acuerdo que bajar todas las cosas por esas rampas, incluso el carro del
bebé, era peligroso, pero merecía la pena.
Ya desde la mañana se sintió bien en esa playa alejada donde apenas si había la gente
necesaria para llenar los escasos metros cuadrados de un chiringuito hecho con carrizos
y maderas.
El calor no solo podía sentirse, sino también verse sobre las piedras ardientes, con esa
especie de luz vibrante que hace que la realidad parezca irreal. Al mirar al frente parecía
como si las piedras estuvieran colocadas sobre unas ascuas que las quemaran
lentamente, provocando un extraño humo transparente que agudizaba la sensación de
sopor.
El agua del mar, templada y cristalina – para quien le guste bañarse. El sol, quemador
de pieles marchitas – para quien le guste el calor abrasador. Las piedras, grandes y
picudas – para quien le guste tirar piedras sobre el mar. A él, como bien puedes
imaginar, nada de eso le gustaba. Él era de mesa camilla, pijama de franela y pipa
después de comer, pero esa mañana todo parecía tan diferente...
Aprovechando que su santa esposa se bañaba en la orilla con ese bebé – tan deseado
para su vida marital como molesto para su relación carnal – él se fue alejando de la
sombrilla como el niño que huye del castigo de un padre autoritario.
Ese hijo que ella tenía entre sus brazos fue el niño deseado durante no menos de un
lustro, lo que le convertía en algo especial, único, pero también se había convertido en
el hacedor de una abstinencia sexual a la que él no estaba acostumbrado. ¿Cuánto había
pasado ya desde la última vez? – se preguntaba mientras se iba alejando - ¿tres meses
ya? ¡Más!
A cada paso dado en su huída luchaba contra el terrible bochorno de un Agosto criminal
y contra otro enemigo más poderoso aún: esas piedras que ardían como recién salidas
del mismo horno solariego. ¡Dios, cómo quemaban!
Caminando con un sigilo aprendido de los paseos por el pasillo de casa para no
despertar al bebé, él los miraba cauteloso mientras giraba también la cabeza para verla a
ella, su gran deseada, que le esperaba zalamera y olorosa, escondida bajo la gloriosa
sombra, como algo prohibido – que lo era.
Bajo esa sombra – hacedora de placeres infinitos – le esperaba la gran deseada, el mejor
de los deleites, y el más grande de los festines, esa por la que estaba dispuesto a
arriesgar parte de su felicidad, que no era poca.
Espiando el baño de su esposa en todo momento caminó de espaldas, como esos
cangrejos mañaneros que huyen del mar en busca de comida. Era así como había que
hacerlo ya que no podía permitirse el lujo de ser descubierto en su infidelidad por esa
mujer a la que tanto debía y a la que había prometido una lealtad que, en este caso, supo
que no podría cumplir... Después de todo, una pequeña mentira no haría ningún daño a
su relación – pensó. Máxime si nunca se enteraba de ella.
Ella seguía bañando a su bebé con esa alegría natural que despertó ese vástago que creía
imposible de mecer entre sus brazos, y allí disfrutaba ajena a todo lo que no fueran esos
bracitos, esas “piernitas”, y esa cara sin gestos aparentes.
Él siguió caminando, sabedor del ridículo de su caminar, hasta que por fin se sintió lo
suficientemente alejado como para no ser descubierto en su aventura. Fue entonces
cuando, al fin, se relajó, aunque no del todo.
Los nervios afloraron de nuevo, y la excitación se hizo carne mientras observaba como
su dama se acercaba silenciosa y taciturna, desprendiendo esos aromas que tanto le
gustaba compartir y que, últimamente, no era capaz de reconocer.
Sí, tenía que hacerlo. O ahora o nunca – se decía mirando de reojo hacia su esposa,
sabedor de que desde allí no podría descubrirle.
Una vez bajo la sombra, siempre espiando el baño de su esposa para no ser descubierto,
esperó a que ella saliera de su escondite abrasador y se acercara hasta él, con esa piel
morena, casi azul, casi desnuda, y tan deseosa como él mismo.
Y ella se acercó, apenas sin mirarle, sin miedo a ser descubierta – ella no tenía nada que
perder ya - y se dejó atrapar por unas manos deseosas que no sabían bien como actuar
debido a la excitación y, sobre todo, al miedo.
Después, como si fuera un ritual ya preconcebido, él la acarició y la olió cerrando los
ojos, sabiendo que pasaría mucho tiempo hasta un nuevo encuentro. Si no se abrazó a
ella fue por su sentido del ridículo y del pudor... Por allí había más gente.
Después, lleno ya de ella, pasó la lengua sobre su piel morena y fresca, descubriendo
placeres prohibidos ante los que no podía luchar, y se deleitó con su pelo de limón y su
cuerpo todo manchado de sal marina.
A escondidas, soportando un sudor deseado, a pesar del tórrido verano, la devoró
deseoso, sabedor de que ese era su momento y que nadie podría robárselo.
Cuán placer en cada mordisco, en cada caricia, y cómo disfrutó de toda ella apartando
sus miedos para poder así disfrutarla de verdad.
- Si me viera mi esposa – se dijo preocupado y dolido por una sabida traición que no fue
capaz de vencer – pero... ¡Está tan buena! – volvió a decir, mordiéndola de nuevo.
Y es que él, como pasa a tantos otros, nunca se pudo resistir al goloso sabor de una
sardina asada bajo la sombra de un chiringuito de playa... Ni siquiera estando a dieta,
como estaba junto a su esposa.
-
josa
Perdón cariño – dijo mirando de nuevo a su esposa.
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