Dos que echan cuento - Centro Nacional del Libro

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Las palabras del Comandante Chávez “Hoy Tenemos Patria”, nos
dicen y nos seguirán diciendo que hemos vencido la imposición
del destierro y la alienación. Patria o Matria para nosotros significa
refundación, reconocimiento y pertenencia. Hace 15 años las
generaciones más jóvenes estaban hambrientas, perseguidas
o idiotizadas. Hoy las juventudes venezolanas se pronuncian
y se mueven en diversidades activas, manifiestas, con rostro
propio. Hoy deseamos y podemos vivir luchando por mejorar
y profundizar nuestro anclaje a esta tierra venezolana. Hoy la
política no es tabú o territorio tecnócrata. Hoy la participación es
ley y movimiento continuo.
Para defender lo avanzado en estos años de Revolución Bolivariana
es impostergable que sigamos fortaleciendo nuestra consciencia y
nuestro espíritu en rebeldía. La lectura nos ayuda a comprendernos desde múltiples espacios, tiempos y corazones, nos da un
necesario empujón para pensar-nos con cabeza propia en diálogo
con voces distintas.
Leamos pues y escribamos nuestra historia. Leamos y activemos la
reflexión colectiva que emancipa, seamos capaces de empuñar las
ideas y trasformar-nos con palabras y obras.
Decía Martí que no hay igualdad social posible sin igualdad
cultural, esta es una verdad luminosa que nos habla de la necesidad
de alcanzar una cultura del nosotros histórico, que nos una en la
inteligencia, el pecho y los sentidos hacia la Patria Nueva, hacia la
afirmación de la vida en común, para todos y todas.
Leamos y escribamos, que de ello se nutrirán muchos más de
los nuestros y seguiremos creciendo, pues con todos y todas
sumando, no será en vano la larga lucha de los pueblos hacia su
emancipación definitiva.
¡Vivan los poderes
creadores del Pueblo!
¡Chávez Vive!
Dos que echan cuento
María Alejandra Rojas / Luis Alfredo Briceño
Fundación Editorial El perro y la rana, 2014
Centro Simón Bolívar, Torre Norte, piso 21, El Silencio,
Caracas - Venezuela, 1010.
Teléfonos: (0212) 768.8300 / 768.8399
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Páginas web
www.elperroylarana.gob.ve
www.mincultura.gob.ve/mppc/
Hecho el Depósito de Ley
Depósito legal lf 4022014800358
ISBN 978-980-14-2747-6
Dos que echan cuento
¿Por qué escribir
un cuento?
En este tiempo hay quien dice que lo único que cuenta
es el lenguaje de las ametralladoras.
Yo te voy a repetir lo que le dije a Collazos en nuestra polémica:
cada uno tiene sus ametralladoras específicas.
La mía, por el momento, es la literatura.
Julio Cortázar
Debemos contextualizar esa frase de Cortázar en
una América Latina signada por las derechas, por
dictaduras que tenían como principal ejercicio las
desapariciones forzadas y torturas. En ese momento,
cuando la esperanza del pueblo estaba herida de
muerte, la lucha armada exigía que todas las personas
participaran en ella porque ya sólo escribir y denunciar
no era suficiente. Entonces a los escritores se les llamaba
a sumarse a las armas, y algunos, como Julio Cortázar,
asumieron que su compromiso con la lucha política
podían seguir manifestándolo desde la literatura.
Hoy día, después de más de una década de proceso
Bolivariano en Venezuela, esa frase sigue vigente pero
con otro sentido, pues en un sistema-mundo en el
que la violencia, como diría Galeano, “se vende como
espectáculo” y es convertida “en objeto de consumo”,
el capitalismo es quien hace apología y da valor al
lenguaje de las armas, soslayando y desechando
cualquier expresión cultural liberadora.
En este escenario, nuestra propuesta desde la Editorial
Escuela el perro y la rana es apostar por las voces
jóvenes, algunas de las cuales escriben desde esos
espacios tan hostiles y a la vez tan comunes, espacios
y experiencias que no son una celebración del
abuso, el atropello o la injusticia, sino un cristal que
nos devuelve una imagen deforme de la sociedad,
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de nosotros mismos. Es ahí cuando en medio, quizá, de una risa
dolorosa, dejamos de ser sólo lectoras o lectores y nos damos cuenta
de que esas historias que estamos leyendo nos resultan conocidas,
que son una reproducción de nuestra cotidianidad, que esos
personajes han sido reales, los conocemos y tal vez nos han dolido.
Justo en ese momento podemos reconocer a la literatura como un
lenguaje potencialmente liberador, con el que no sólo advertimos
una situación de violencia sino que a la vez nos invita a reflexionar
sobre las causas que la provocan.
En el tiempo que vivimos en Venezuela, y desde la palabra, tenemos
un compromiso: el compromiso con la vida, que únicamente
será posible con la liberación de nuestras mentes; base de nuestra
Revolución. Parafraseando al escritor Rodolfo Walsh y a Salvador
Allende; un joven que no sea revolucionario, que no comprenda lo
que pasa en su tiempo y cuyo compromiso no sea con la paz, es una
contradicción andante.
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KHATERINE CASTRILLO
MARÍA ALEJANDRA ROJAS (CARACAS, 1980)
Poeta, narradora, editora y guionista. Es licenciada en Letras por la
Universidad Central de Venezuela. En 2005 obtuvo el Primer Lugar
en el Festival Literario Ucevista, mención Poesía. En los años 2006,
2008 y 2009 participó en el Festival Mundia de Poesía de Venezuela.
Es ganadora del Primer Premio del Concurso Literario Fundarte
2007, mención Cuentos, con el libro De volar. Obtuvo premio en el
Certamen de Guión Cinematográfico de la Fundación Villa del Cine
en el año 2009 con el largometraje Por un gallo. Es ganadora del
Primer Premio del IV Concurso de Narrativa Salvador Garmendia
2010, con el libro, Todas las noches parece y otros relatos. Es una de
las fundadoras de esta casa editorial, a quien consagró sus labores
hasta 2011. Actualmente coordina la Agencia Literaria del Centro
Nacional del Libro.
En la sala olía a plancha caliente mientras las camisas
colgadas en el armario guardaban incontables arrugas
en los brazos, en los puños y en el cuello. La ropa
estaba, una parte en la cuerda y la otra poniéndose
hedionda dentro de la lavadora.
En la habitación la cama sin hacer, en el baño el
champú destapado, en la cocina las cuatro hornillas
prendidas. La mujer de Eliécer era malabarista
doblando interiores, cosiendo medias y licuando
tomates para la salsa... Estaba llena de vida.
Cuando Eliécer la conoció quedó confundido, creyendo
que era amor la revuelta decidió casarse con ella,
días antes ella le dijo que no, que no se iba a ir a vivir
con él, que tenía que pensarlo mejor; al otro día se
casaron mientras ella le juraba un amor que según
la desarmaba… Eliécer viendo todo esto decidió no
preñarla. No, jamás, se repetía cuando le acariciaba
las piernas −tumbados en el sofá− y le encontraba
mechones de vello dispersos por las pantorrillas. Ella
decía que comenzaba a depilarse y de repente zuás
se iba a atender otra cosa, a los días −si se animaba−
volvía a pasarse la máquina depiladora pero el notar
que tenía que sacarse el champú del cabello y escurrir
el baño la hacían desistir. No podía terminar nada de
lo que comenzaba y si lo hacía era porque en intervalos
retomaba alguna abandonada labor.
María Alejandra Rojas
La mujer
de Eliécer
La mujer de Eliécer era una inconstante. Comenzaba
a lavar los platos y habiéndolos enjabonado soltaba la
esponja, cerraba la llave del grifo y se secaba las manos
en el shorcito dejando empegostados los cubiertos por
los que Eliécer se molestaba cuando se comía la cena
medio hecha.
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Se sostenía en la cuerda floja, era una tipa nerviosa, nunca trabajaba,
no sabía con certeza qué le gustaba o disgustaba hacer, no tenía
amigos, hablaba muy poco de su familia y no recordaba números
de teléfono.
A veces en la familia de él −esos que la veían morderse las uñas en
todas las reuniones− se rumoraba que no lo quería. Que si el pobre
Eliécer que la mira así enamorado y ella tomándose un refresco,
un café, revisando el teléfono celular, caminando por el jardín,
saludando…
Dos que echan cuento
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Con la suegra −la señora Mariana− conversaba de muchas cosas
a la vez dejándola completamente atarantada. La mujer de Eliécer
lloraba por lo que lloran todas las mujeres, porque Eliécer no la
escuchaba, porque no le provocaba hacer el amor cuando a ella se
le antojaba, porque sentía que nunca habría un orden completo en
derredor. Él la amaba, la amó desde siempre a pesar de su manía
de apagar la luz y pararse a encender otra y llevar vasos con agua
y colocarlos en la mesa de noche y así irlos amontonando, él le
adoraba sus risas regadas de lagrimones, esa cara, y eso tal vez era
precisamente lo que lo mantenía intrigado, sin preguntar jamás
el porqué de tantas manías dejó pasar el tiempo acariciándole el
cabello a la hora de dormirla. Pero la mujer de Eliécer esa noche
antes de dormir pensaba en una única cosa, su pensamiento había
conseguido concentrarse: un insecto había entrado por la ventana,
volado sobre su cabeza y posado en la pared encima del copete de
la cama. No tiene alas… recapacitó mientras se cortaba las uñas
de los pies. Se inclinó para tomar la chancleta, no olvidó ni obvió,
claro el objetivo lanzó el golpe, lo vio brillar antes de caer. La luz se
extinguía, Eliécer dormía desde hacía minutos. No era cucaracha
voladora, maté un cocuyo coño, maté un cocuyito y se envolvía en
la cobija recordando cuando fue niña y dormía con las rodillas y
los codos llenos de tierra, cuando tras los bloques venía el otro día.
Trataba de dormir mientras todo se le abalanzaba encima.
—Otra vez un hombre blanco no, por el amor de Dios,
no - rogó.
Tuvo que trabajar esa noche.
—¿Es que los hombres blancos no se cansan de morir?
−preguntó− Qué fastidiosa es esa piel.
Seguro sería lo de las últimas sosegadas semanas,
como regalos de Dios: muerte natural, entre sesenta
y setenta años, arritmias devenidas a infartos o paros
respiratorios, algo como asfixia por la mirada del
pobre... ah no, es una muchacha. Pálida ya, bastante
jovencita, con los ojos cerrados, toda una durmiente.
—¿Cuánto tendré que esperar yo para llegar a la
pensión y acostarme sobre la colcha? −meditó ella.
María Alejandra Rojas
Márilin
Dejó entreabierta la reja del jardín, avanzó presurosa
hacia la casa, apretó las llaves con los dedos, alzó un
poco el ruedo de su falda para subir los escalones
tomando la precaución de no ir a dar contra el suelo.
Siempre se precisa un mínimo de seguridad para seguir
el camino. Tomó la cartera marrón que había olvidado
sobre la mesa y al notar el descuido se aproximó a la
ventana para cerrarla, la fresca brisa nocturna aireó
sus cabellos, ella suspiró. Tuvo que salir de la casa esa
noche aunque no quería. Tropezó con el hombre de
siempre: el vigilante que está en la entrada justo bajo
el letrero que indica en letras itálicas Línea de la mano.
Saludó al jefe, el señor Miguel, dueño de una pasmante
sonrisa. Pasó silenciosa al segundo salón, sintió acidez
frente a la jarra de café. Miró en derredor.
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Aunque a veces el señor Miguel le hacía concesiones dejándola
dormir en el cuartico de la funeraria destinado a los familiares esa
noche ella no quería, era algo de capricho tal vez, pero esa noche
quería descansar en su cama.
—Gracias a Dios Jeremías no tuvo que bañar a esta muchacha, está
limpia, parece que estaba preparada para cuando la muerte la atajó,
iba de salida, seguro a encontrarse con algún novio −y se divertía
pensando esto.
Márilin revisaba a la chica, olía su cuerpo ya sin precauciones, sin
mascarillas ni guantes, hay cosas tan naturales de otros que por
repugnantes que parezcan terminan siendo parte de nosotros.
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—El pobre Jeremías ya tan viejito cargando muertos todos los días,
porque todos los días sale alguien del juego, es un trabajo sin fin. Ni
la muerte, ni Dios, ni nosotros tomamos vacaciones; sin embargo
está bien así, sino qué haríamos con tanto tiempo y tantas ganas
–concluyó Márilin.
—¿Ganas de qué Márilin, usted tendría ganas de algo? –espetó bajo
Jeremías, que se encontraba detrás de ella.
La muchacha estaba ahí, tendida. Pocas horas desde el deceso, sin
rastros de dolor. Nada físico que indicase por qué había acudido a
ese sitio.
—Qué muerte tan discreta, ¿no, Jeremías? Parece que estuviera
dormida y se fuera a despertar en cualquier momento.
—Márilin, está muerta como todos. Seguro fue un paro o algo de
eso... –ahora Jeremías sí hablaba con algo de fuerza.
La difunta permanecía rígida, como todo alrededor de Márilin
seguía siendo rígido, por suerte. En esta oportunidad no habría
que colocar por orden la vestimenta: ni pantalones, ni camisetas,
ah, la fastidiosa ropa en ellos, que según el señor Miguel era tan
innecesaria, o la que para Jeremías era ritual mientras que para
Márilin era la razón para ganar el cheque con el cual cancelaba la
pensión cada mes.
—A esta muchacha la trajeron inmediatamente, los de la morgue
la dejaron hace poco tiempo, no es casi trabajo, si usted quiere
Marilin vuelva a su casa –decía Jeremías con descuido, sin mucho
convencimiento, casi por cortesía.
Marilin le acomodaba el cuello de la blusa, le sacaba los botones y
ensartaba la aguja. Cómo le gustaba coser, tal vez al dejar el oficio
en la funeraria se propondría montar un tallercito, tal vez con un
adelanto, el señor Miguel no se negaría... De la falda también sacó
un botón, unas puntadas y ya.
—¿Por qué no habrá aparecido algún lloroso familiar, o un esquivo
pariente deseoso de agilizar un proceso tan embarazoso?– soltaba
al aire Márilin.
Siempre vienen algunos que desean verlos por última vez, una madre
o una viuda tragicómica que se abalanza y besa al difunto como si de
verdad el amor existiese y no fuese un llamado inexorable al egoísmo,
o algunos abandonados, arrebatados a lo que es el comienzo de las
explicaciones.
—¿Por qué? ¿Dónde estaba toda esa gente ahora? Seguro una madre
anciana que tardaba en llegar −era todo lo que pensaba en ese
momento.
María Alejandra Rojas
—Esta gente pesa tanto... A la hora de la muerte todo se vuelve
pesado, cuando no hay movimiento posible todo se queda agolpado...
¿verdad Jeremías?
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Mojaba los algodoncitos en el formol: nariz y orejas. Tarde o
temprano llegaría la sangre, eso no puede evitarse. Márilin sacó de
su cartera un estuche con compactos, de ahí el polvo color muñeca
china que daba con el tono de la muchacha, pero se equivocaba.
—¡Carajo! Este compacto es tan oscuro que la gente pensará que le
bronceamos al familiar. Ja, solarium para cadáveres, qué idea tan
graciosa, cuánta pérdida de dinero y de tiempo −ella dejaba colar
una sonrisa ante pensamiento tan idiota.
Dos que echan cuento
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Pero es que a la hora de la muerte cualquier tontería es chistosa.
La muchacha tenía las uñas un poco largas y desarregladas, mejor
cortárselas. Aunque Márilin no estaba para manicuras, ¿dónde
podría estar ella ahora? Lo importante es que no se sentía ya tan
sola. ¿Pero por qué sentirse sola? Estaban los inquilinos de la
residencia, esa gente que le guardaba comida porque siempre había
habido alguien que se compadecía de su trabajo nocturno. Estaba el
señor Miguel, con su café amargo y su sonrisa indecente paseando a
altas horas de la noche.
—¿Cómo era posible que alguien como él viviese aún? Era un
hombre tan viejo y el trabajo de gerente funerario acababa con
muchos buenos organismos. Era tan suyo el oficio que decía ver a la
muerte sentada en el recibidor, en su escritorio, aseguraba sentirla
a su lado, en la calle, a cualquier hora del día, sin embargo él seguía
tan tranquilo como quien espera el turno en la carnicería –creía
Márilin de su jefe.
Aplicó el polvo, le colocaba un poco de brillo en los labios y el rosario
entre los dedos. Buscaba el cepillo, Márilin cepillaba mecánicamente
la larga y castaña cabellera. El silencio se cortaba con el encuentro
de las cerdas del cepillo y las hebras del cabello de la chica. Aunque
llegaba siempre el segundo silencioso, el espacio que nos hace pensar
de nuevo: ¿Soledad? Estaban los cadáveres. Siempre los cadáveres
silenciosos y esperanzantes. Sin quejidos, sin críticas, sin muchas
preguntas, así como entraban salían, unos más queridos, otros
menos significantes. Y estaba Jeremías, un excelente compañero
de trabajo, prudente y reservado. Siempre tratando de protegerla,
inventando historias en las rondas más aburridas, puliendo ataúdes
armoniosamente al final del pasillo, Jeremías ayudándole a sacar
flores de las coronas para ella llevarse un ramito a su habitación.
Jeremías con gran esfuerzo colocaba a la difunta en el ataúd, el señor
Miguel arrastraba el coche-camilla hasta el salón, ambos hombres
alzaban el ataúd y lo subían sobre la plancha de mármol, Márilin
encendía los cirios de las cuatro esquinas mientras ellos colocaban
el vidrio. Se detuvieron al fin, después de tanto ajetreo y cuando
Marilin regresaba de colocar la cruz sobre el cristal, el señor Miguel
tomándola por el hombro izquierdo:
—Márilin, hija, ¿usted no se ha dado cuenta, verdad?
—¿De qué señor Miguel? –preguntaba temerosa– ¡No, por favor!
¿Otra vez se me olvidó algo?
Los hombres cruzaban miradas hasta que Jeremías decidido, se sitúo
frente a ella y asiéndola por ambos hombros le decía:
—Márilin niña, usted está muerta, esa muchacha es usted. Mírese.
Márilin se acercaba sigilosa al ataúd. En efecto, era ella, su cabello,
sus dedos, su paz al dormir, la misma blusa blanco perlado, la falda...
Se observó ahí, a la luz de los cirios, se observó pocos minutos, sintió
una profunda vergüenza y con lentitud se daba la vuelta.
—¿Y de qué me morí señor Miguel? –exclamaba con su voz de
muerta-viva.
María Alejandra Rojas
—Márilin, niña, ya esta muchacha está lista, espabílese –soltó
Jeremías haciéndola a un lado.
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—Bueno, los de la morgue dijeron que fue muerte instantánea,
fractura de la cervical, te diste un golpe.
—Sí, un golpe seco –agregaba Jeremías y no cesaba de asentir.
—Al parecer estabas lista para venir para acá y resbalaste en uno
de los escalones de tu casa, te golpeaste el occipital, estás muerta,
Márilin.
Ella abría considerablemente los ojos.
—Estoy muerta...
—Sí niña, a veces uno no se da cuenta de las cosas hasta que se las
dicen –Jeremías pasaba su mano sobre los cabellos de Márilin.
Tornó el silencio entre ellos.
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—¿Y ahora qué hacemos? –acotó pertinentemente Márilin.
—¿Qué vamos a hacer pues? –y sonreía el señor Miguel– ¡Lo
natural! Velarte.
—Claro... Velarme ¿Y yo qué hago?
—Ve al cuartico de los familiares, escóndete allá, tal vez logres
dormir algo...
—Está bien –asentía Márilin mientras emprendía el camino hacia la
habitación, es mejor retirarse cuando uno está sobrando.
Jeremías y el señor Miguel tomaban café sentados frente al ataúd, y
afuera en la larga noche todo seguía avanzando.
La mujer entredormida –casi sonámbula– se soltaba
el cabello, pasaba la mano por su sien, colocaba
un pie sobre el otro (como Cristo en la cruz), y
regresaba poco a poco de las escaleras oscuras de su
ensoñación donde había pasado parte de la noche,
aparecía mirando de soslayo la pantalla y soltaba un
lejano y tímido ¡ay...! El marido dormía tranquilo
a su lado derecho –pegado a la pared– dormía
en interiores, a sus anchas y la noche era mejor
que la cobija. Antes de ir a la cama ella se había
incomodado con él y lo evitaba en silencio, con
barricadas de odio se arrellanaba en su incipiente
malestar. Cuando despertó por completo, ya
punzada por su pequeño y maquiavélico cerebro,
imaginó que un hombre pendía ahorcado frente
a ellos y ella se divertía sádicamente cerrando los
ojos y abriéndolos para temer de la aparición, pero
nada había, ni sombras colgando, ni piernas al
aire, ni pieles verduscas; olvidó la jugarreta infantil
cuando sintió el brazo tibio de su marido pasando
por encima de sus hombros y atrayéndola hacia él.
Sintió ternura. Se acercó a él, respiró bajo y dijo
Me duele la cabeza... Nada escuchó por respuesta.
Nada se escuchaba en el cuarto y fue cuando notó
María Alejandra Rojas
Señor Drácula,
¿qué pretende usted?
Se quedó dormida con el televisor encendido. El
programa no había terminado y eran ya las dos de
la mañana. Ella y su marido dormían en un colchón
muy pequeño. En su pedazo de colchón ganado a
puje, buscaba acomodo mientras el dolor de cabeza
cobraba, reforzado, un aire catacúmbico. Dicho
dolor se expandía en lo profundo de su cerebro: ya
dentro del mismo había entrado (el dolor) pisando
a propósito, aplastando la masa encefálica, riendo y
pesadillesco clavaba los tacones de sus botines.
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Dos que echan cuento
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que el televisor estaba apagado. ¿Apagado? reparó en ello segundos
hasta que sintió que se abrían de golpe los ojos de su compañero
y fijo y zombi le decía Tengo a alguien detrás de mí. La mujer se
espabiló. El brazo sobre sus hombros apretaba, el antebrazo llegaba
a su garganta y ella comprendía la señal: había alguien más en el
cuarto, alguien que probablemente habría salido de la pared y
se escondía a espaldas del marido. Se acercó a él y lo vio sonreír,
cuando separaba los labios ella reparó en los colmillos y extrañada
trató de incorporarse, pero el brazo apretaba como una tenaza
y le impedía moverse, alcanzó a ver justo detrás de este marido
colmillento o este Drácula transfigurado en su esposo al primer
marido, al que se había acostado inicialmente con ella esa noche
y notó que éste que se encontraba entre los dos, asustándola, tenía
unos inmensos colmillos de plata que le caían casi a la mitad de la
barbilla. Se escalofrió. Algo terrible, siniestro y repetitivo sucedía, su
marido, el verdadero, detrás del impostor empujaba con las rodillas
para volver a entrar en su cuerpo y el Drácula encarnado apretaba
el brazo intentando a toda costa estrangular. Un hueso sonó: la
cervical. La mujer, sudando, ahogada, atenazada, soltaba gritos
que no se traducían en sonido, en el medio del terror veía a los dos
maridos idénticos entre sí luchando por tener esa vida. Pudo sentir
el cambio de temperatura del cuerpo, el cual tornaba de tibio a frío,
cuando clavó sus uñas en una pierna, pero nada detenía al brazo
asesino, casi matando. Ahora sí, frente a ellos el ahorcado, colgando,
balanceándose en el aire y voces, muchas voces que murmuraban no
la dejaban terminar de morir, pero su marido no cesaba de empujar
con fuerza hasta lograr encarnar de nuevo su abandonado y usurpado
cuerpo. Los colmillos desaparecieron como en un artilugio, el brazo
aflojó y la mujer decía a punto de orinarse encima Señor Drácula,
¿qué pretende usted? Su esposo con los ojos cerrados emulaba un
cadáver pacífico y ella con espinosos escalofríos en todo su cuerpo
trataba de recuperar la cordura, mientras se avecinaba otro terrible
e infatigable dolor de cabeza.
María Alejandra Rojas
Todas las noches
parece
Afuera, en la mitad de la sala de la casa, hay un
fantasma que saca con sus espectrales dedos terrones
de una mata, de esas matas que aún cuida y le quedan
a mamá. Dicha aparición se asemeja bastante a quien
escribe estas líneas y deja constar qué sucedió. En
la casa de mis abuelos paternos había un amplio
jardín como recibidor, luego unos altos escalones
que conducirían a la primera parte o planta de esa
casa alta que construyeron en los años cuarenta, la
urbanización La Concordia de Barquisimeto, estado
Lara. Mi abuelo, aquel calvito sordo, simpático y
mocho de dos dedos de su mano derecha, había
entrado y salido a la fuerza, perseguido o conducido
por la Seguridad Nacional; años después murió,
muchos años después murió en la placidez de su
habitación, en la noche, una noche de julio cuando
cumplía, creo, si mal no recuerdo, ochenta y un años.
Murió siendo visto por el retrato de su madre Adela
y por el espíritu de su nieta quien se despidió de él
estando casi muerto, nieta que soñaba a trescientos
sesenta y cinco kilómetros de distancia, en Caracas,
nieta que al despertar de un tirón dijo a su padre
que su abuelito se había acostado a dormir y no se
despertaba más. La nieta, en el medio del patio y de la
noche larense (esto es parte del sueño) había comido
un poco de tierra. Ese patio sirvió para todos, olía a
deliciosa tierra mojada, era el ombligo de una casa,
de los cuartos que lo bordeaban, los de los rebeldes,
la tía comunista esa y su padre, el atolondrado. En
esa casa todo el mundo estaba completamente loco,
gracias a dios. Mi abuela, quien es prácticamente una
sobreviviente, ya casi no va a esa casa de lámparas de
araña y revólveres antiguos dormitando en los cajones.
Mis tíos crecieron. Quien fue de pasada movió una que
otra cosa. En algún momento de la historia mi padre
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Dos que echan cuento
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también moriría en esa casa, pero yo no doy testimonio de eso aquí,
porque no es algo que interese ahora, no aporta en realidad mucho
a la historia y es, a fin de cuentas, algo profundamente doloroso para
mí. Estuvo la cosa en algo que pasé por alto, que se ocultó en los
años sagazmente, un detalle casi imperceptible hasta ahora que sé;
un fantasma se come la tierra de una mata de mamá. Todo comenzó
décadas, tiempo, mucho tiempo atrás cuando bisabuela Adela vivía
con sus catorce hijos y bisabuelo Ovidio en el pueblo de Aguada
Grande. Ella era geófaga y melancólica y malgeniada, por dentro
la habitaba el mundo, comía sistemáticamente porrón por porrón
de pedazo donde se sentara. Comía descaradamente como ahora
como yo, porque las taras se heredan y porque en el sueño de las
tres urnitas blancas de los bebés familiares ella tiene algo que ver.
La sangre llama, la tierra también y como no me he muerto, me
propuse hacerme un cementerio por dentro. La tradición de comer
tierra nadie se la vio a nadie. Vicio solitario y oculto; generaciones
de campesinos, de rurales, marginales, de caminantes, de paridoras
y todo fue así, yo me recuperé un poco, haciendo esfuerzo, de ese
mal que me consumía, giré en la cama y di con ella, la sensación
de que en el medio de la noche me había muerto, y entonces iba a
la ventana donde está la mata. Todas las noches parece que muero.
Bisabuela más allá del claro me veía y decía “Muchacha pendeja
cuando regresés pa tu cuarto te vas a volvé a espantá, allá estás
mirate”, y yo un poco temerosa termino de escribir esto para dejar
constancia de que estoy en mi cama, sentada, y de que afuera hago
un poco de ruido chupándome mis cadavéricos dedos. Allá en la
sala, en el medio de la casa, están las mujeres y de seguro las urnitas
blancas con los bebés de la familia.
LUIS ALFREDO BRICEÑO (Cúa-Venezuela, 1982)
Narrador. Es antropólogo egresado de la Universidad Central de
Venezuela. En 2008 ganó el III Concurso Nacional de Narrativa
Salvador Garmendia, mención novela corta, con el libro Hay algo
que no he dicho, el cual fue publicado por la Casa de las Letras Andrés
Bello. Colaboró en el libro Diez años de Revolución en Venezuela con
el artículo “El cuerpo en la Revolución Bolivariana”. Los cuentos acá
compilados pertenecen a su libro Avísale a mis contrarios que aquí
estoy yo, de próxima publicación por esta editorial.
Las noches de las semanas que siguieron al primer
encuentro con Castel, le hablé de mis deseos de ser
escritora. Le conté de mis tías y demás mujeres de la
familia, quienes me habían conseguido un trabajo y
pagado un cupo en una universidad, queriendo evitar
que insistiera en esos deseos, en los que sólo veían un
hábito bochornoso que debía ser corregido. Castel
oía sin interrumpirme. Esperaba mis silencios, y me
preguntaba por mis sentimientos sobre esa situación.
A la media noche apagaba el tocadiscos y leía alguno
de sus poemas, que eran muy malos. Terminaba de
leer su poesía, y me pedía que le trajera una botella
al siguiente día, dándome un papel con el nombre de
lo que quería para que se lo diera al encargado de la
licorería. Yo lo guardaba en mi cartera sin leerlo, y
me iba antes de que mi mamá se pusiera intensa y
subiera a buscarme.
Pasaba por la licorería y hacía lo que me pedía Castel.
El tipo le escribía una letra al papel, un número, un
dibujito o un garabato y me lo devolvía mandándole
saludos al viejo. Le entregaba la botella a Castel, y
me miraba con ojos impacientes para que le diera
Luis Alfredo Briceño
No traía pantaletas
Pedro Asunción Castel, mi vecino del piso de arriba,
era un escritor alcohólico de quien me hice amiga.
El piso de su apartamento estaba lleno de botellas,
libros amontonados y discos. En la sala, tenía una
máquina de escribir vieja. En esa máquina –me
contó– escribió un par de novelas cortas y un libro de
cuentos que había publicado en los ochenta. Castel
nunca me mostró esos libros. Por mi cuenta supe
que eran considerados por los críticos lo mejor de la
literatura nacional en los últimos treinta años.
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el papelito. Al dárselo se iba al cuarto a guardarlo en un cofre,
empinándose la botella.
Yo estudiaba en la mañana, trabajaba por las tardes operando una
máquina de fotografías instantáneas y me gustaba un muchacho
altísimo que trabajaba en el mismo centro comercial que yo, a quien
le escribía declaraciones de principios existenciales que nunca
le entregué, rematadas con promesas camufladas de buen sexo.
Eran días miserables de calor y humedad, que yo sentía despuntar
hacia noches de encierro y cena fría mal cocida, de insomnio y
masturbación rutinaria en la casa de mamá.
En la universidad frecuentaba a un grupito de escritores que se
la pasaban mandando a la mierda la literatura. Me avergonzaba
entregarles lo que escribía. Entre todos esos personajes, me llevaba
bien con una muchacha llamada Sebastiana, que exigía que la
llamaran HJ-0. Fue a HJ-0 la primera persona a quien le conté sobre
Castel.
Dos que echan cuento
28
HJ-0 entró a casa de Castel mirándolo todo con éxtasis porque, como
ella decía, así debían vivir los escritores. Castel se sentó y se sirvió el
primer trago de la noche. Ella fue a la biblioteca, sacó un libro, leyó
algo. Él le contó una anécdota sobre el autor y ella sonrió. Toda la
noche HJ-0 repitió sus movimientos. Él respondió sus lecturas con
un comentario complaciente, o terminando de recitar algún pasaje
si lo tenía memorizado. Sus búsquedas, eran decepciones por no
poder encontrar un libro del viejo. Otra noche, HJ-0 llevó uno de los
libros de Castel, y le leyó unos párrafos. Castel, bajando la cabeza al
reconocer la portada del libro, se quedó en silencio.
Ella leyó y leyó. En un momento se detuvo y la llamé aparte para
que dejara a Castel en paz. HJ-0 agarró sus cosas y se fue. Otro día
trajo unas botellas. Como Castel le vendía el alma a cualquiera por
un whisky, de nuevo se puso simpático. Afirmada en las debilidades
de Castel, HJ-0 trajo al resto del grupito. La casa se fue llenando
de intelectuales y escritores autodefinidos como irreverentes. Traían
botellas y cumplidos como si fueran ofrendas al altar de un dios
alegre. Dieron fiestas en su honor, lo llevaron a aquelarres literarios,
se tomaron fotos con el “maestro”.
Pasamos juntos unos tres o cuatro meses de celos y locuras. Tirar
era tan esquizofrénico que algunos días parecía que lo que él sentía
por mí le iba a arrancar los dientes, y otros días no le alcanzaba para
ocultarme su indiferencia. Él me cortó, en ese tortuoso punto. Yo
quedé obsesionada por un tiempo y lo llamaba y lo buscaba, hasta
que se me fue pasando.
Uno de esos días de exilio y abstinencia volví a ver a Castel en el
ascensor. Él me saludó como si nos hubiésemos visto el día anterior.
Apretó uno de los botones para cerrar la puerta y vi la artritis en
sus manos. Dijo que subiera esa noche a su casa, que me había
extrañado.
En la noche nos vimos y todo fue como antes, sólo que en lugar
de apagar el tocadiscos en señal de que leería sus poemas, se fue al
cuarto y no regresó. Fui a su cama y le quité los zapatos, y antes de
apagar la luz me llevé el cofre con los papelitos. Detrás de ellos había
anotado frases o textos derivados de los símbolos que le reenviaba
el tipo de la licorería. Pasé toda la madrugada leyendo las notas
alumbrada por una lamparita.
A los días nos volvimos a ver en su casa. Aguanté mis ganas de
preguntarle por las notas. Me daba aprensión pensar que se volvería
loco o algo así. Tranquila, asumí mi secreta y exagerada admiración
por esas notas que eran de una sensibilidad y belleza increíbles.
Luis Alfredo Briceño
El grupito y el viejo se convirtieron en una misma entidad. Dejé
de frecuentar las reuniones, y me alejé de Castel. También lo hice
porque andaba con el muchacho del centro comercial.
29
Todas parecían piezas de un orden sin límites, cuyas posiciones eran
intercambiables e infinitas. Su identidad era múltiple, lo que me
hacía pensar que bien podía ser un poema, una novela o cualquierotra-cosa.
Mis rutinarias visitas a su casa fueron sorprendidas por el anuncio
de que iba a morirse pronto. Quise saber qué podía hacer por él. Dijo
que después sabría qué era lo que quería de mí. Esa noche bebimos,
igual que el resto de las que quedaban de esa semana.
Dos que echan cuento
30
El domingo desayunamos, y en la mesa me contó una historia que
resumía los muchos años que tenía sin sexo. Pensé que quería hacerlo
antes de morir, y que me iba a mandar a comprar unas pastillas,
en su historia se remarcaba con insistencia que no se le paraba. Le
dije que estaba bien, que yo le compraría las pastillas. Y él, riendo,
dijo que no era eso lo que quería. Sacó de uno de los bolsillos de su
camisa una foto y me la mostró. En la foto vi el acercamiento de un
pubis depilado cuya piel desnuda dejaba ver unos apretados labios
vaginales en la parte inferior. Ninguna de las mujeres con las que se
acostó en su vida la llevaba depilada. Quería que yo le consiguiera
alguien así, que le contara lo que pasaba, lo que él deseaba y se la
llevara a su casa, que le iba a pagar bien y que todo era en beneficio
de la ciencia y bromeó con eso. No supe qué decir. Él pidió una
cerveza y yo pedí otra. El anuncio que me había hecho de su muerte
lo tenía viviendo días felices. No pude negarme. Llamé por teléfono
a mis amigas y les conté. Algunas se horrorizaron, otras se rieron
sin control.
Pasé un par de meses en esas diligencias sin éxito. La desesperación
de Castel se reflejaba en sus últimos poemas. La foto y sus deseos
incumplidos pasaron a ser sus motivos principales. Por esos días vi
a Sebastiana –que ya no quería que la llamaran por su seudónimo–
y le dije que el viejo Castel iba a morir, y como yo ya había juntado
tanto su último deseo a ese hecho, se lo conté. Rió con fuerza, para
ella Castel estaba acabado hacía tiempo y afirmó que era por esas
Corrí a mi casa antes de que fuera tarde. Me di un baño y con una
tijera, para ayudar el trabajo de la hojilla, corté sin cuidado los vellos
más largos. Depilar el pubis y nada más, cumpliría el deseo de Castel,
pero hacerlo así me pareció una jugada extraña e irrespetuosa.
Rasuré mis piernas por completo. Fui cuidadosa, no quería irritarme
o cortarme, apostando por la perfección. Terminé y me di otro baño,
me perfumé las piernas y salí en busca de una falda corta. Yo no
recordaba tener faldas cortas. Revolví el closet y saqué todo de las
gavetas. Encontré una falda del liceo. Tras un breve forcejeo, contuve
la respiración y logré abrocharla. Me puse una camisa larga y gastada
que usaba para estar en casa sin ropa interior, convencida de que la
visita a Castel sería corta. Lo llamé por teléfono y le dije que ya había
conseguido a alguien para la tarea que me había encomendado y
que íbamos para allá. Dijo muy contento que nos esperaba. Salí de
mi casa y subí las escaleras, el roce del entalle apretado de la falda
me picaba en la cintura. Sudaba demasiado, la camisa se me pegaba
a la espalda y al pecho. Llegué a su casa. La reja y la puerta estaban
abiertas, y Castel estaba tirado cerca de la máquina de escribir. Entré
sin desesperos y me paré a su lado. Subí mi falda unos segundos
apuntando hacia sus ojos muertos. Me arrodillé cerca de su cara y
lo miré. Con mi mano rocé las suyas, y recordé las pocas veces que
lo había visto escribir. Tomé los papelitos y salí de la casa dejando
abierta la puerta y cerrando la reja. Bajé a la placita y me senté en
un banco. La falda, por lo apretada que me quedaba, se me encajó
en la barriga. Abrí el cofre y quise llorar. Me contuve. Tenía mucho
trabajo que hacer para terminar ese gran poema, novela o lo-quefuera-esa-cosa-que-estaba-allí. Una brisa fría subió por mis piernas
y me recordó que no traía pantaletas.
Luis Alfredo Briceño
extravagancias. Le pregunté si ella no se la mostraría al viejo. No, ella
guardaba esos sacrificios para otras ocasiones más trascendentales.
Con movimientos histriónicos me dijo al oído que por qué no lo
hacía yo, que ella creía que eso era lo que quería el viejo. El abandono
del muchacho altísimo me había hecho olvidar tanto que tenía un
cuerpo, que nunca pensé en mí para cumplir el deseo de Castel.
31
Agustina
qué absurda eres
Dos que echan cuento
32
Mi abuelo y mi padre acaban de morir, y me siento
mal por no haber llorado. Los dolores en mis senos,
que en estos días me queman más de lo habitual,
se suman a la lejana esperanza de tiempos más
animados. Acostada en mi cama, mis ojos recorren el
techo hasta que me duelen de no cerrarlos. Mi mamá
está en su cuarto acompañando su presencia liviana,
casi inexistente, con la programación de la televisión.
Escucho que me llama, debe querer agua y que le pase
la mano por el cabello. Como no tiene ganas de vivir
con este tiempo de lluvia que nos encierra, rechaza
hacer cualquier cosa que la impulse. Sí, quizás es
mejor quedarse en silencio en un rincón a esperar
que la vida llegue a donde tiene que llegar. Salgo
de su cuarto después de darle el agua en la boca, y
me siento en el pasillo con ganas de que se quemen
los bombillos y la oscuridad se haga de repente. La
gata se duerme con su cabeza entre mis pies. Suena
el timbre, una, dos, tres veces. Me levanto, cargo a
la gata. No quiero que se asuste y vaya corriendo al
cuarto de mamá y la despierte.
Es Sergio, tenemos un mes saliendo. Nos hemos
besado un poco, me ha dado vergüenza con mis
muertos y con mi madre hacer cualquier otra cosa. Él
es enfermero en la clínica donde murieron mi padre
y mi abuelo. Sergio entra a la casa, y cruzando la sala
me abraza. Su beso es muy suave. Veo en sus ojos
la impaciencia, como si tratara de armar una pared
en medio de un aguacero. Me acaricia las caderas.
La gata se ha ido corriendo hacia la cocina y mis
brazos quedan libres para abrazarlo. Todo lo hago
con suavidad, intentando que el sonido de nuestros
cuerpos no alerte a mi madre. Ese abrazo parece darle
ánimos y me da un beso más profundo, más invasor.
Lo dejo hacer. La gata regresa y se mete entre nuestras piernas.
Lo acompaño a la puerta. Su despedida es un beso seco. Camina
hacia la esquina con lentitud; la rigidez en sus pasos me enternece y
me hace extrañarlo, y siento impulsos de gritarle para que regrese.
Como temo despertar a mamá, aguanto el grito en mi garganta. Me
siento en el piso del pasillo, la gata sube a mi regazo y se duerme.
Mamá me llama, ya es de noche. Prendo el televisor y nos ponemos
a ver programas de concursos. A medianoche se duerme y salgo
de su cuarto. El televisor sigue prendido, puedo oírlo desde mi
cuarto donde batallo con el insomnio. Me visto para largarme a la
calle a caminar por la ciudad sin pensar en peligros ni estadísticas.
Después de deambular por la plaza y el bulevar Arlinda Toncel Solá,
tomo un taxi hasta la clínica donde trabaja Sergio. Él está parado
afuera fumando y se sorprende de verme. Me dice que termina su
turno el día siguiente, que no puede hacer nada para irse conmigo.
Le digo que no quiero eso, sino sentirme acompañada. Se molesta y
me deja en un pasillo cerca de Emergencias. Amanece, regreso a la
casa. Mamá duerme bañada por la luz del televisor. La gata parada
en el medio de mi cama me sorprende, y se arrima un poco para
hacerme espacio. Se me pasa el día viendo al techo y oyendo los
ronroneos que hace la gata acostada sobre mi vientre.
En la noche Sergio viene a ver cómo estoy. Se sienta en la sala y pide
un café. Desde la cocina escucho que mi madre me llama. Voy a su
cuarto, quiere saber quién ha tocado la puerta. Le digo que alguien
que quería una colaboración para la virgen. Pongo el volumen del
televisor al máximo. En la cocina sirvo el café deseando que Sergio
Luis Alfredo Briceño
Vamos a la cocina y hacemos café. Sergio me recuesta contra el
fregadero, sube mi vestido. Me acaricia en círculos las piernas, las
nalgas, la cintura. Dice que va a acabar con mi tristeza. Le digo que
se esté quieto que mi mamá puede vernos. Él no se detiene. Lloro, la
cara se me pone roja y sudada. Sergio para poco a poco sin cesar del
todo. Le digo que se vaya, que se tome un café y se vaya.
33
aparezca y me tomé por atrás, pero no lo hace. Cuando regreso a la
sala, veo que tiene a la gata sobre sus piernas, y la acaricia con los
ojos cerrados. Llamo su atención para que los abra. Toma la taza de
café y juega con la cucharita en el fondo sin beberlo. No nos decimos
nada, aunque quisiera que alguna palabra suya o mía borrara la
inquietud que tengo por no saber qué quiere a esa hora.
Hace un movimiento y la gata salta y se pierde en el pasillo. Él toma
un trago de café. Está frío y lo deja con un gesto de queja sobre la
mesita. Me acerco a él. Trata de acariciarme una rodilla y me alejo,
montándome en el borde del mueble. Él respira confundido. Le digo
que vaya al baño y se lave las manos, que nos vemos en mi cuarto.
Lo espero ansiosa, pero nunca aparece. Salgo al pasillo, veo que se
ha ido. Me siento al lado de la puerta de mamá y escucho los sonidos
de la tele.
Dos que echan cuento
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Sergio regresó una noche en que llovía. Hacemos todo igual, sólo
que esta vez sí entra a mi cuarto. Viene secándose las manos con una
toalla de papel y la deja sobre la mesita al terminar. Se me va encima
para besarme, con un ligero empujón lo aparto y cae sentado en
la cama. Respira confundido. Me recuesto de la cabecera de la
cama, abro las piernas. Levanto apenas las caderas y me quito las
pantaletas. Le doy un envase para estar más segura. Va al baño y lo
trae lleno de agua y se limpia las manos. Se acerca, me toca con los
ojos cerrados. Se sienta entre mis piernas, pone una mano en cada
rodilla. Desciende. Su caricia va a una velocidad casi imperceptible.
A mitad de mis muslos, le digo que se detenga y se lave las manos.
Repite la operación, mirándome a los ojos. Va al closet y saca las
toallas que tengo. Escoge una y se seca. Colocándose entre mis
piernas, sigue bajando, sólo se detiene ante mis órdenes. Me acaricia
como quiere, pero con la manos bien limpias.
Me lo pasa por la cara. Lo aparto. Contrariado se sienta frente a mí.
Le pido que por favor lo lave como había hecho con sus manos. Toma
el envase y sale al baño a traer agua limpia; desnudo, sin importarle
En la mañana salgo del cuarto a tomar aire. No había visto a la gata
la noche anterior, es extraño que no haya ido a mi cuarto en busca
de Sergio. Está bajo el marco de la puerta abierta del cuarto de mi
madre. La mirada fija en las flores del pasillo. Esperando desde
anoche que fuera a despedirme de mamá.
Luis Alfredo Briceño
que mi madre pueda verlo. Frente a mí lo estruja con odio. Le digo
que se siente al borde de la cama y se lo enrollo con un pañuelo.
Me dice que los encajes le lastiman la cabeza. Recorto el pañuelo
con una tijera. Todos los retrasos parecen ponerlo más duro, y
fantaseo con que explotará en burbujas de sangre. Lo acaricio y no
me detengo hasta que acaba larguísimo sobre el pañuelo y el piso. El
olor asfixiante de su sudor y su semen impregna el aire y las sábanas.
Sergio trata de tocarme y lo aparto. Él se acuesta y cierra los ojos. Su
cosa, pequeña y grasosa, descansa entre sus muslos. Una sonrisa de
satisfacción se dibuja en su rostro pero, con el paso de los minutos,
desaparece en una mueca de odio. Se levanta de la cama, toma sus
ropas, una toalla y sale de mi cuarto. Lo espero, pero no regresa.
35
Tito Rodríguez,
este es mi último fracaso
Dos que echan cuento
36
Me siento en uno de los cafés de la avenida. Hace
calor, pido agua fría y un café cargado. El sudor se
pega al cuello de mi camisa, me quito la chaqueta.
Bebo el agua en dos tragos. Centímetros de mi
cuerpo se confunden con la humedad y la tela.
Desde niño he odiado estar vestido. Traen el café
pero su aroma nunca llega. Dos policías sacan de
un local que está al lado del café, a un hombre de la
edad de mi padre. Mirando el círculo de personas
que rodean al hombre y a los policías, me levanto
y le pongo el dinero en las manos al mesero, que
mira a los curiosos en silencio, sin prestar atención
a lo que hace. Al igual que los demás, camino
hacia el hombre y los policías. Mucha gente cruza
la avenida y se reparten los pocos espacios libres.
Los ojos verdes del señor miran al piso y a nuestros
zapatos amontonados. Se me ocurre una idea, un
fogonazo de palabras y sentimientos y me dan ganas
de escribir. Toco mi pecho buscando papel en los
bolsillos de la chaqueta. La he dejado sobre la mesa,
y salgo corriendo hacia mi casa.
Vivo a ocho cuadras y a la mitad del camino mi
velocidad se apaga por el cansancio. Llego a la
puerta, abro, apenas puedo subir las escaleras. Entro
en la casa, me saco los zapatos por los talones y los
alejo de mí lanzando patadas. Enciendo la máquina.
Desanudo mi corbata, bebo agua. Mañana volveré
a salir vestido por esa puerta. Suspiro. Escucho
un golpe en el piso de arriba que no me inquieta.
Sentado en la mesa noto que falta una de las sillas
del comedor. Sin apuro subo las escaleras, y veo
a Fiona colgando del techo. Uno de sus zapatos
ha caído al suelo, una de las tiras de su vestido se
dobla mostrando parte de un seno. Sus hombros y
He traído mis zapatos en la mano, me calzo sentado en la puerta de
la calle. Las paredes del apartamento dejan oír la lucha que Fiona
tiene contra sí misma por haber fracasado. Destrozará lo poco que
nos queda hasta quedarse dormida. Espero que no se atreva con la
máquina.
Tomo el primer taxi que pasa. Arranca. Los carros nos tocan la
corneta por la baja velocidad con que nos movemos. Los que nos
pasan hacen señas al taxista. No se entera de que lo están puteando.
Unos muchachos en bicicleta se burlan, me sacan la lengua, se nos
adelantan, los veo maniobrar cerca del capó. Nos detenemos en un
semáforo y los muchachos se comen la luz, se alejan y nos hacen
cortes de manga. Alguien abre la puerta, se sienta a mi lado. Su
movimiento es tan ágil que apenas me entero. El taxista pone en
marcha el carro y pienso que es sordo o está muerto. El tipo que se
ha montado dice que está armado, que no me ponga nervioso. El
hombre no saca el arma, sólo me apunta con los ojos. La cara del
tipo está llena de pecas. Le grito al taxista si conoce al tipo. Cambia
la emisora, montándose en una de tangos. Le digo al tipo que tome
todo lo que tengo y me llevo las manos a los bolsillos. Me ordena
dejar las manos donde las pueda ver y me dice que esto no es un
robo, sino un paseo peligroso.
Luis Alfredo Briceño
el pie desnudo, se estremecen. Suspiro, levanto la silla, subo en ella
para descolgar a Fiona. Los parpados se le han puesto lívidos y le
cuelga la lengua enrojecida. Los labios resecos parecen dos piedras
a punto de desmoronarse. La acuesto sobre la cama para desanudar
el lazo de su cuello. Vuelve en sí quejándose. Intenta rasguñar mi
cara, le sujeto las muñecas. Siempre que lo hago me impresionan los
destrozos que han hecho los cortes en la piel de sus brazos. Le doy
dos bofetadas suaves que le marcan la piel delgada. Llora. La dejo en
la cama. Quita las sábanas del colchón. Abro la llave del lavamanos
y dejo correr el agua. Miro al espejo, reviso mis ojeras. Fiona tira al
piso los pocos portarretratos que tenemos cerca de la cama. Cierro
la llave, apago el bombillo y bajo las escaleras.
37
El tipo habla de su familia, de su trabajo, de sus amigos, del país, del
tráfico. Hace preguntas, repite las historias. Me siento seguro. Insiste
en que responda a sus preguntas. Le digo cualquier cosa, lo aconsejo.
Afuera crece la oscuridad; en el carro, el tedio, la decepción por no
haber estado en un peligro real. Llueve. Fiona duerme desnuda sobre
un piso frío. Espero que por lo menos haya cerrado las ventanas.
En una esquina el carro se detiene poco a poco. Se ha acabado la
gasolina. El taxista enciende un cigarrillo. El tipo y yo, en silencio, lo
miramos botar el humo hacia la lluvia. El tipo me ve, sonríe, sonrío,
ambos reímos a carcajadas. Saca el arma, abre la puerta, cruza la
calle corriendo. En la acera lanza dos tiros al aire y desaparece por
una esquina.
Dos que echan cuento
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La puerta ha quedado abierta y el agua que choca con el pavimento
entra al carro salpicándome los zapatos. Sentado sobre el borde del
mueble miro atrás. No veo ni personas ni carros. Salgo. Corro en
dirección opuesta a la que tomó el tipo. Intento no mojarme, pero es
inútil y dejo de correr.
El viento trae restos de la lluvia que ya se debilita. Los taxistas me
hacen señas con las luces. Ven que soy negro y estoy mojado, y
siguen su camino. En este estado, no intento tomar un autobús. He
caminado tres horas sin ver el reloj. Está lleno de agua y lo guardo
en un bolsillo. Doblo por una esquina y veo la plaza de hermosos
jardines que está frente al edificio de mi novia Norma, la fotógrafa.
La llamo por el intercomunicador. Contesta con voz molesta. Le
digo que soy yo, y dice que quién más va a ser a estas horas. Le digo
que necesito quedarme a dormir, dice que está bien y cuelga.
Abre la puerta. Antes de que ponga un pie en la alfombra, me
lanza dos toallas grandes que trae consigo. Sube las escaleras
dejándome atrás. En su apartamento siento calor. Limpio mis pies
en la alfombra, me doy un baño caliente; sobre el tendedero dejo
la ropa mojada. No hay más nada que hacer y me acerco al cuerpo
de Norma. Me acuesto, mis pies fríos pierden voluntad y tocan
sus piernas, la acarician. Mierda esta mujer me va a matar si llego
a despertarla. Pega sus nalgas a mi cuerpo y echa una mano atrás
buscando abrazarse a mi cuello. Jugamos oyendo el silencio lleno de
ruiditos que queda después de la lluvia.
En la oficina no han notado mi ausencia. Nadie despega los ojos
de las pantallas de las computadoras para saludarme. Intentando
recuperarme de los rigores del día anterior, me echo a dormir en
un rincón.
Fiona me está esperando sentada en la entrada de la academia. Trae
puesto un sombrero y unos lentes oscuros casi tan grandes como su
cara. Una bufanda que intenta tapar las marcas de su cuello la hace
ver ridícula. La beso, la siento fría. Vamos al restaurante libanés que
queda a dos cuadras. En la mesa, Fiona me habla de las cosas de
siempre con su particular inflexión incoherente. Hay una súplica
de rehabilitación en los vaivenes de sus palabras. Le pregunto sin
rodeos si quiere internarse. No dice nada. Tomados de la mano
salimos del restaurante. Un taxi nos lleva a casa. Llegamos. Tengo
ganas de coger. Adivinando mis intenciones me echa una mirada
de tregua. Por primera vez siente vergüenza de que vea el estado de
destrucción de la casa y quiere estar sola para reparar y limpiar las
cosas. Cierro la puerta del taxi y voy al trabajo. Llamo a Norma, le
cuento lo que me pidió Fiona.
Luis Alfredo Briceño
Es de mañana. Cogemos de costado. Por la ventana se ven crecer
la luz y los cornetazos en la calle. No estoy preocupado en llegar
temprano a la oficina, quiero que me despidan. Suena el teléfono.
Nos dejamos llevar para coincidir en el placer y acabamos riquísimo.
El teléfono se queda en silencio. Se detienen nuestros movimientos
y temblores. El sonido del teléfono interrumpe nuestro silencio, es
Fiona. Me invita a almorzar. Cuelgo. Norma ya no está en la cama.
39
Salgo de la oficina a las siete de la noche y entro en un bar para
tomarme unas cervezas en soledad y pensar. Pido una cerveza tras
otra y veo un partido de fútbol en la televisión muy entretenido.
Siento que las cosas empiezan a ir mejor y una mano se posa sobre
mi hombro derecho con fuerza. Me volteó y encuentro al hombre del
taxi, parece que hubiese estado allí esperándome desde ayer, desde
siempre. La fuerza de los dos balazos que me pega en el estómago,
me hacen caer del banquito en el que estaba sentado en la barra. El
charco que hace mi sangre se ensancha. El hombre muerde el cañón
del arma. Después del disparo su cabeza destrozada golpea el piso
con suavidad.
Vuelvo en mí y ya me han operado. Cerca de la cama Fiona y Norma
lloran sonrientes. Por lo que me cuentan, casi muero entre el paseo
por hospitales y la indolencia de mi aseguradora.
Dos que echan cuento
40
A un mes de la partida de Fiona, me llegaron dos cartas, primero
una de Norma y dos días después una de Fiona. Norma me dice que
está viviendo en un sitio cerca de la frontera, hace frío y ha hecho
lindas fotos. A Fiona le va muy bien en su recuperación, ya no siente
temblores. Quiere dejar el baile para dedicarse a la escultura. En sus
cartas me dicen que ya no quieren nada conmigo, que entienda. Se
despiden pidiéndome que no las busque, como si creyeran que sus
razones no me van a parecer convincentes, y sí lo son.
Otra vez la puerta.
—Dama o caballero le pido que me disculpe, es que
estoy desnudo y no encuentro cómo taparme. Usted
ha hecho dos llamadas a mi puerta y temo que haya
una tercera. Así que por favor, vuelva mañana.
Luis Alfredo Briceño
El anís con yogurt enloqueció
a Inocencio Salvatierra
Una calurosa medianoche meditaba cansado
frente al televisor. Seis latas de cerveza vacías
acompañaban mi soledad y mi odio. Las razones
de mi estado no eran claras. Quizás la muerte de
mi novia. Quizás mi rencor histórico, subjetivo y
poderoso. El trabajo no, era demasiado monótono
y sin sobresaltos. Tocaron a la puerta. Debe ser
alguien que se ha equivocado. Tal vez un visitante
inconsciente incapaz de respetar los horarios. Se
cansará de tocar y se irá. Estaba muy cómodo en la
hamaca.
Tocaron.
—Le imploro que por su bien vuelva mañana, hace
años que no juego fútbol, como mal y bebo mucho,
le aseguro, no querrá verme desnudo.
Tocaron con más fuerza.
Abrí toda la puerta y ¿qué vi? A mi tía Olga cara de
perro.
—¿Qué coño es lo que te pasa a ti chico? ¿Te volviste
loco? –cruzó la duda o la ternura por sus ojos, y
bajó la guardia.
Le dije que pasara y se sentara. Su arrepentimiento
no me hizo olvidar que era medianoche, la hora de
las malas noticias.
—¿Guasop tía?
41
—¿Qué?
—¿Que qué pasó?
—Ay mijo Inocencio, es Inocencio.
Siempre era Inocencio.
—Sí, lo sé, pero qué le pasó.
—Nada.
—¿Y entonces?
—Que te está llamando. Se la pasa diciendo “traigan a Abelardo,
traigan a Abelardo” y nada más dice.
Nos fuimos en mi carro hasta su casa.
—¿Todavía extrañas a Leonora mijo?
Dos que echan cuento
42
—Un poco, sí, ¿por qué?
—Es que Shoni Rivas se la pasa preguntando por ti.
—¿Esa es la escritora?
—Sí, esa misma, ayer me llevó uno de sus libros y…
—Paso y gano.
Leonora, Leonora, hermosa Leonora. Bebíamos ron y bailábamos
borrachos todos los fines de semana. Tu olor a tugurio aún flota en
la casa. Busca lo tuyo y déjame en paz.
Subí al segundo piso y atravesé el pasillo oscuro guiado por un fulgor
que venía del cuarto. Entré al baño y me subí a un banquito para ver
por una ventanita. Inocencio avivaba una fogata con pedazos de lo
que había sido el marco de un cuadro.
—Apaga eso chico, no ves que puedes quemar toda la casa.
Me miró. Sus ojos verdes reflejaban las llamas y me sentí bíblico. No
tenía otra idea del infierno.
—Abelardo, viniste, aunque todavía es temprano para el gran fuego.
¿Por qué no entras?
La puerta y la ventana que daban al pasillo estaban cerradas por
dentro.
No me oyó y miró la fogata. (Ahorraba fósforos, como en el
manicomio).
—Cuidar el fueguito estando solo es más difícil ¿no? –le pregunté.
—Por eso te llamé, estoy cansado.
—Hombre abre la puerta.
No me oyó. Acercó su cara al fuego y algunas puntas de su cabello
cogieron candela, con ellas encendió un cigarrillo. Jodido loco.
—Hombre qué olor a mierda hay aquí.
Miré atrás y uno de mis sobrinos estaba sentado en la poceta.
—Muchacho, ¿qué haces?
—¿Qué crees? –sonrió victorioso.
—¿Abelardo? –preguntó Inocencio.
—Aquí estoy.
—Abriré la puerta.
Luis Alfredo Briceño
—Si quitas la tranca puedo entrar.
43
El cuarto olía a mierda. Una mierda distinta a la del sobrino, vieja.
Los lienzos de los cuadros estaban llenos de elipsis hechas con
mierda y lápiz. Inocencio había arrancado el papel tapiz y todas las
maderas del piso. Pedazos de guitarras y muebles se amontonaban
para futuras fogatas. En cada rincón, la comida mohosa se distribuía
en raciones uniformes. Interesante. Bueno no tanto. Me fijaba en
esos detalles evitando ver a Inocencio, sus dientes podridos, su
barba llena de comida seca.
—Bienvenido Abelardo Salvatierra.
—Hola Inocencio, Inocencio Salvatierra.
—Siéntate.
Por fortuna había traído el banquito.
—Te ves bien, Abelardo.
—¿Qué te parece si salimos al pasillo? Mi tía está preocupada.
Dos que echan cuento
44
—Bluf, Abelardo qué mal quedaste después del manicomio. “Mi tía
está preocupada”, eso es lo que hace la cordura, que la gente loquee
con el lenguaje.
—¿Qué vas a decir tú malparido? Has llenado de mierda unos
cuadros y te quemas el cabello para fumar cigarrillos.
—Sabes que es hermoso.
—Salgamos al pasillo.
—No, tengo que esperar el momento del gran fuego.
Inocencio Salvatierra, mi primo. Mi hermano. De chamos
andábamos parriba y pabajo con dos amigos más. Mismo barrio,
mismo prostíbulo. Jugábamos en el juvenil de Miranda. Nos
gustaba la salsa y bebíamos anís con yogurt. La gente decía que
tomarlo quemaba la cabeza y tenían razón. Uno por uno caímos
en el manicomio. Yo salí rápido. Dos, no regresaron: Álvaro Edgar
está desaparecido, Hernando Julio se escapó y lo mató un carro en
la carretera. Inocencio volvió bien, consiguió trabajo y todo, hasta
el día que se encerró en el segundo piso de la casa y destruyó lo
que consiguió. Mi tía no quiso regresarlo al manicomio. Lo controló
durante años metiéndole pepas en la comida. Una vez se escapó
y mi tía me pidió buscarlo. Lo encontré a kilómetros de la casa,
caminando por el hombrillo de la carretera. Traía un gatico que le
mordía un dedo de la mano derecha.
—Voy a matar a este gato sólo para verlo morir.
“Mi tía está preocupada”, Inocencio tiene razón. La cordura, la
calle, estar fuera del manicomio me habían empobrecido. No tengo
amigos, no tengo a nadie. Ni salsa Leonora.
Amaneció y saqué a Inocencio de la casa. Subimos al carro y pusimos
al Sexteto Juventud, música ideal para atravesar la zona industrial
una mañana sudorosa y húmeda. No esperaríamos más la llegada
del gran fuego. Iríamos por él. Las razones de Inocencio Salvatierra
eran las ganas de dejar de hacer elipsis y descansar. ¿Las mías? No
las tengo claras. Quizás la esperanza de no huir nunca más. Pisé el
acelerador y el ruido del motor hizo que se aliviaran un poco mis
deseos. Sólo un poco.
Luis Alfredo Briceño
—Inocencio móntate, mi tía está preocupada.
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Índice
7
11
13
19
21
¿Por qué escribir un cuento?
MARÍA ALEJANDRA ROJAS
La mujer de Eliécer
Márilin
Señor Drácula, ¿qué pretende usted?
Todas las noche parece
LUIS ALFREDO BRICEÑO
27
32
36
41
No traía pantaletas
Agustina qué absurda eres
Tito Rodríguez, este es mi último fracaso
El anís con yogurt enloqueció a
Inocencio Salvatierra
Se terminó de imprimir
en febrero de 2014
en Editorial Latina, Caracas.
La edición consta
de 3.000 ejemplares.
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