Libro de Patricia Bottale.: LibroCostaBouchard

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BOTTALE
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Diseño: Juan Balaguer
Primera edición: agosto de 2014
© Patricia Bottale, 2014
MOR
José Hernández 1638
S2005OAR, Rosario, Argentina
www.desarrollomor.com
Edición obsequio. Prohibida su venta.
ISBN:
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del
Copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de
esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el
tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o
préstamo público.
Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723
Impreso por Gráfica Triñanes
Impreso en Argentina
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Palabras de la autora
Con “Patente de Corso”, el duro capitán, Hipólito Bouchard, luego
de su valiente defensa de la causa de la independencia argentina,
vuelve hecho nombre e historia.
Sobre la fuerza de su valor, nace una nueva propuesta de vida.
Una propuesta que nos elije, porque marca el derrotero que los
hombres recorrieron en la búsqueda de sus valores más altos.
El corsario ahora se detiene para anclar en la costa que defendió con sus ideales. En ella, podemos amarrar cada uno de nosotros, rescatando su modelo de valor y libertad, que enarboló más
allá de sus mástiles, fundando su permanente orilla.
El 4 de enero de 1837 asesinaron al hombre, no a la leyenda,
cuya huella surge hoy del olvido en esta tierra y este río, con la
fuerza de una nueva revolución.
PATRICIA BOTTALE
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No hay historia de piratas, que tenga un final feliz…
Ni ellos ni la censura lo podían permitir
Por la espalda, en una esquina, gente a sueldo los asesina
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omó el papel que el director supremo interino, Ignacio Álvarez Thomas, le entregaba
en sus manos. Su mirada rotunda se paseó por
la habitación.
Batallas para buscar la paz, pensó con ironía, y en silencio
saludó con un movimiento de su cabeza, y salió del lugar.
El rollo lacrado avalaba una vida apasionante en la que el iracundo capitán, de origen francés, Hipólito Bouchard, comenzaba,
una vez más, un recorrido de aventuras y temeridades.
El papel era un contrato fechado el 12 de setiembre de 1815.
En él, el Estado otorgaba al portador el “derecho a atacar y saquear
todo buque que enarbolara una bandera enemiga, a cambio de permitirle poseer una parte del botín”.
Hipólito Bouchard acababa de recibir en Buenos Aires su Patente de Corso.
El proyecto independentista del país contaba con una armada improvisada, casi inexistente, hasta entonces al mando del navegante maltés Juan Bautista Azopardo, que debió enfrentar la
poderosa flota que controlaba el Río de la Plata. Comenzaba el año
1811, y Azopardo había sido tomado prisionero, después de la derrota en San Nicolás. Entonces, los rebeldes decidieron otorgar Patentes de Corso a aventureros de diferentes nacionalidades, como
una manera legítima de dar batalla. Necesitaban una Marina…
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En algunos casos, el Estado otorgaba al corsario una nave y la
tripulación, y éste debía aportar los gastos que pudieran surgir de
la campaña, que duraría alrededor de un año, a cuyo término, una
vez más, el Estado retenía lo entregado, y confiscaba las armas,
las municiones y la parte correspondiente de los bienes obtenidos, ya que no se otorgaba con el objeto de robar, sino de producir pérdidas al enemigo.
El corsario debía registrar por escrito todos los acontecimientos de la campaña e izar la bandera del país emisor de la patente
antes de entrar en combate. En el caso de las Provincias Unidas del
Río de La Plata, debían izar el pabellón “blanco en el centro y celeste
en los extremos, a lo largo”. Además, quedaba claro que, en caso de
naufragio, el corsario no se veía comprometido con deuda alguna.
Me necesitan; para pelear hace falta algo más que coraje.
Bouchard conocía muy bien el precio de llevar a cabo la lucha en
el mar, pero era parte de la libertad del hombre que elije una forma
de vivir su destino, a todo o nada.
Más de sesenta corsarios actuaban en el Atlántico Sur y el
Caribe, muchos de ellos, como el general Guillermo Brown, bajo
los colores argentinos. Incluso, desde la Banda Oriental, Artigas
había otorgado más de treinta patentes, cuyos corsarios capturaban naves españolas y portuguesas.
El mar… baúl de barcos perdidos y tiempos antiguos, distancias
vencidas por las corrientes de la voluntad y los vientos cruzados
de las historias del hombre. La sal del océano acompañaba sus
pensamientos, llevándolo a otro puerto, al puerto de Bormes,
cerca de Saint Tropez, en su lejana Francia.
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—André Paul, voy a volver a casarme… —la voz de Thérese
Brunet, su madre, tenía la musicalidad de una temerosa dulzura,
sin embargo, él la recibió como una tempestad.*
Sus ojos negros se cerraron con fuerza, tratando de dibujar en
la ceguera impuesta, el rostro de su padre, también llamado
André; un próspero fabricante de corchos que solía mitigar las
travesuras de su hijo, llevándolo a conversar con la gente de
mar. André Paul pasaba las tardes, fascinado, escuchando aquellos
diálogos de guerras y batallas más allá del horizonte.
El recuerdo de su padre, muerto muy joven, le hizo caer en
la cuenta que ya nada sería igual, y no se equivocaba…
El nuevo esposo de Thérese, como André Paul había previsto,
despilfarró la pequeña fortuna familiar. El muchacho, entonces,
con dieciocho años de edad, tomó la decisión de cambiar su nombre por el de Hippolyte –Hipólito–, tras intentar arrojar a su padrastro por la ventana, irse de su casa, y enrolarse en la Armada
Francesa, en tiempos en los que su país resistía duros enfrentamientos con Inglaterra. De esta manera inició su peligrosa vida en
el mar, sirviendo en las malogradas campañas de Egipto y Santo
Domingo, bajo las órdenes de Charles Victor Emmanuelle Leclerc,
general de brigada a las órdenes de Napoleón I, muerto por fiebre
amarilla en 1802.
El sol del crepúsculo se debilitaba detrás de las nubes bajas. Bouchard seguía recordando, como si su propia historia fuera una
* En todos los casos, el lenguaje de los diálogos –ficcionados con el objeto de novelar la historia– ha sido actualizado
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interminable carta de navegación, con coordenadas aún en
blanco.
Había dejado atrás Francia y su lucha contra Inglaterra, desilusionado con el curso de la Revolución Francesa, y ajeno ya a lo
que había sido su tierra natal, emigró al Río de la Plata, embarcado en un buque francés, arribando al puerto de Buenos Aires
en 1809, unos meses antes del estallido de la Revolución de Mayo.
Una multitud de riesgos cerraba su renuncia al pasado, y con
una extraordinaria pasión, como motor de sus convicciones liberales y antimonárquicas, pronto comenzó a sentir un profundo
acuerdo con los ideales expuestos por los sectores más radicales
de la Primera Junta, liderada por Mariano Moreno, poniendo su
experiencia y conocimientos navales a disposición de la revolución.
Entonces, fue nombrado por el gobierno, segundo comandante
de la recientemente creada Flota Nacional Argentina al mando del
bergantín “25 de mayo”. Lo acompañaría Ángel Hubac como segundo al mando, también de origen francés.
Aquella nave, de 26 metros de eslora, fue su bautismo de
fuego, en defensa de la revolución argentina, al enfrentarse a la
flota realista, bajo las órdenes del capitán de navío Jacinto Romarate, en costas de San Nicolás. La derrota los sorprendió el 2 de
mayo de 1811.
—Cobardes, sin vergüenza— vociferó con extraordinaria fuerza, en su precario español, cuando observó que sus hombres entraban en pánico en pleno combate.
La tripulación estaba compuesta por ochenta marinos, y él
solo permaneció en cubierta hasta que, herido –cuando el “25 de
mayo” estaba por ser abordado– se arrojó al agua.
Bouchard soportó una injusta acusación por “cobardía e
irresolución”, que concluyó en un proceso a causa de los cargos
recibidos. Finalizado el juicio, el Capitán fue absuelto, y se le re-
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conoció haber cumplido con su deber, sin apoyo alguno de la tripulación.
El bergantín fue capturado y adjudicado a la escuadra española.
Entre los meses de julio y agosto del mismo año, tuvo que demostrar –y lo hizo– su valor, destacándose en los enfrentamientos
con las naves españolas que bloqueaban Buenos Aires.
Las condiciones eran adversas, al frío del invierno se le sumaba un clima de tormentas persistentes. La cubierta se inundaba,
y los hombres se refugiaban en el puente con sus capas mojadas
y sus gastadas botas ante el avance de la sudestada, que convertía
el poco calado del río en una trampa.
De pie, entre los cañones, mientras su cuerpo no conocía el
cansancio, observaba, apretando sus manos en la espalda, las
naves que el español Francisco Javier de Elío* había enviado para
bombardear el puerto argentino.
Y como si ese impulso no supiera de frenos, durante los
meses siguientes luchó en el río Paraná infatigablemente, al
mando de una balandra, pequeña, con un solo mástil, “el bote de
Bouchard” –como lo llamaban– acosando las naves enemigas
hasta el mes de marzo de 1812.
Aquella fecha surgió junto al recuerdo, con la urgencia de las
decisiones irrevocables.
Hipólito Bouchard se unía como alférez al Regimiento de Granaderos a Caballo, bajo las órdenes del general Don José de San
Martín.
Dejando atrás la desmesura del océano, desconocía el importante papel que iba a protagonizar en el primer combate, la batalla de San Lorenzo, el 3 de febrero de 1813.
* Francisco Javier Elío había declarado a Montevideo Capital del Virreinato, asumiendo como Virrey, gracias al Concejo de Regencia, que le había otorgado tal
nombramiento.
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En el parte de guerra figuraron las propias palabras del general
San Martín, que expresó:
una bandera que pongo en manos de V.E., y la arrancó con
la vida al abanderado, el valiente oficial, Don Hipólito Bouchard.
Inundó su recuerdo el fuego dirigido desde el corazón mismo del
enemigo, cuando el estandarte estuvo en sus manos.
Tocó su oreja, aún lucía con orgullo el aro, símbolo de los granaderos. El mismo orgullo que había nacido cuando, una vez leído
el parte de guerra, la Asamblea Constituyente le concedió la ciudadanía de las Provincias Unidas del Río de la Plata, como premio
a su valor.
El pasado iba desvistiendo sus trajes, el niño que jugaba en las
playas de Francia a ser capitán de navío era llamado “ciudadano”
de otras tierras. Tierras que él necesitaba conquistar íntimamente
desde el juego de diferentes pasiones, y así lo supo cuando se encontró frente a una puerta cuyo destino también estaba dispuesto
a abrir, simplemente… una mujer
La muchacha lo saludó desde su piel blanca y sus rizos oscuros; hija de un ex oficial español y hermana de su amigo Ramón,
Norberta Merlo representaba una maravillosa mezcla de pureza y
bella conveniencia para ascender en la escala social, emparentándose con una familia rioplatense.
De ese modo, 1813 lo sorprendió contrayendo matrimonio,
luego de acompañar al general San Martín a reforzar el Ejército
del Norte, (hasta entonces comandado por Manuel Belgrano), e
incorporarse, más tarde, al Ejército de la Banda Oriental.
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Como justificando su absoluta falta de participación familiar, repitió su pensamiento en alta voz: No he llegado hasta aquí para
no hacer nada; las mismas palabras que había repetido en su híbrido español mezclado con su francés de Provenza, al retornar,
después de dos años, a la vida en el mar, abandonando el Regimiento de Granaderos a Caballo y a la aún pequeña familia que
había formado.
Ahora era tarde para echar culpas… Las nubes se habían transformado en una amenazadora tormenta, y el aire se había convertido en una fuerte y fría brisa. Subió el cuello de su saco, y se
dirigió a la taberna.
El ambiente era húmedo. Una ciega soledad lo acompañaba.
—¿Ginebra, capitán? —Una voz le ofreció la bebida detrás de
un mostrador en sombras.
Con su temperamento huraño y exaltado, prefirió no hablar; levantó la mano en señal de afirmación. Se decía que no era extraño
verlo pegando sablazos a sus subordinados más indisciplinados,
pero la admiración por su coraje lo precedía, reconociéndosele
una entrega incansable.
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quel atardecer de septiembre pintaba óleos en
el horizonte, la tormenta avanzaba con lentitud, y la bebida ahogaba la extraordinaria fuerza
del hombre que enfrentaba su propia historia.
Ahora era un corsario, y el contrato que descansaba en el bolsillo
interior de su abrigo era una patente legítima para participar en la
expedición que financiaba Vicente Anastasio Echevarría.
Bouchard trató de imaginar los rasgos del hombre que acababa
de conocer… Echevarría era un conocido abogado y comerciante;
sus padres habían deseado que siguiera la carrera sacerdotal, pero
él había decidido estudiar leyes y casarse con su prima, lo que
había provocado un escándalo que había llegado a los Tribunales.
Dueño de una fortuna considerable, trabajó en la causa de la revolución, financiando al ejército patriota y cerrando acuerdos,
casi desde el anonimato.
Bouchard, que sabía ganarse antipatías con mucha facilidad,
debido a su férrea personalidad, tenía sus reparos; consideraba,
entre otras cosas, que la nave de construcción francesa, que había
comprado Echevarría, no era muy sólida en su estructura. Sin embargo, su sangre bullía con la idea de la próxima travesía. Debería
comenzar a supervisar el equipamiento de la corbeta “Halcón”,
que pondría proa al Cabo de Hornos, luego de coordinar las acciones conjuntas de la campaña con el almirante Guillermo Brown
en pleno corazón del Pacífico.
Mientras se agotaba la noche, tomó el último trago, dejó la jarra
sobre la mesa junto a unas monedas y salió a la calle, con las primeras gotas de lluvia que ya mojaban las tablas del puerto.
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La flota de la campaña estaría compuesta por la “Hércules”, al
mando del almirante Guillermo Brown; la “Santísima Trinidad”,
al mando de su hermano, Miguel Brown; la corbeta “Halcón” de
Hipólito Bouchard, ligera, con una única cubierta de combate, y
la goleta “Constitución”, semejante a un bergantín pequeño, a las
órdenes del marino escocés Oliverio Russell, que había desplegado una notable actuación como segundo en la Escuadra del almirante.
Las naves “Hércules” y “Santísima Trinidad” partirían desde
Montevideo hacia el sur, el 24 de octubre de 1815; las otras zarparían cinco días después, para encontrarse en la isla Mocha,
frente a las costas de Chile, donde establecerían un acuerdo para
las operaciones.
El día amaneció claro, eran los últimos meses del año 1815, y el
calor se hacía sentir. En el puente, mientras se equipaba la nave
“Halcón” supervisando los depósitos de víveres y pólvora, los oficiales esperaban la presencia de Bouchard. En su mayoría eran
franceses, pero el segundo comandante, Robert Jones, era de origen inglés. Contaban, además, con el chileno Ramón Freire.
Poco antes de zarpar, se produjo el primer enfrentamiento entre
ellos.
—Rodear el Cabo de Hornos es un desatino…— resolvió el oficial francés Severino Prudant, promoviendo el levantamiento de
la plana mayor, una insubordinación que llegó al borde del amo-
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tinamiento, que no se produjo, gracias a la intervención de Echevarría por lo que el conflicto no llegó a mayores.
Como lo habían previsto los oficiales, las tormentas del sur no
se hicieron esperar, los furiosos envites del viento y la fuerza de
las olas los azotaron durante catorce días.
La nave bajo las órdenes de Russell se encontraba cargada de
cañones de grueso calibre y una importante carga, por lo que se
cree que no pudo resistir la tempestad. El barco se hundió y nunca
volvió a ser visto.
Bouchard logró salvar al “Halcón” y rodear el Cabo, pese a la
férrea oposición de sus oficiales que exigían volver.
La corbeta “Halcón” se acercó, por fin, a la isla de Mocha. El encuentro fue tenso, con personalidades fuertemente opuestas,
cuyas tripulaciones emulaban el carácter de sus respectivos capitanes: disciplina profesional, respeto y silencioso orden en el
barco irlandés del almirante Guillermo Brown; una atmósfera de
indisciplina y enfrentamientos en la nave del francés. El 31 de
diciembre de 1815, Brown y Bouchard acordaron operar juntos
durante los primeros cien días de 1816. Por lo demás, el almirante
Brown sería el comandante general, cargo que Hipólito Bouchard
debió aceptar, a pesar de no encontrarse de acuerdo con sus planes: bloqueo total a la fortaleza española de El Callao, en el Perú,
¡una temeridad!
También acordaron la forma en que dividirían, en el caso que
los hubiera, los bienes obtenidos. El botín se repartiría en cinco
partes, de las cuales, dos le corresponderían a Brown, por ser el
comandante en jefe; una y media para la “Santísima Trinidad” y
una y media para la “Halcón”.
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Hipólito Bouchard y Miguel Brown se dirigieron, entonces,
hacia las costas peruanas, mientras la “Hércules” partía hacia el
archipiélago chileno Juan Fernández, con sus islas Más a Tierra y
Más afuera, para liberar a algunos patriotas que se encontraban
prisioneros.
Días después, volvieron a reunirse las tres embarcaciones cerca
de El Callao, en Perú. Los oficiales llegaron a desembarcar en las
playas, iniciando el bloqueo, y hasta bombardearon a la población
con el fin de cortar las líneas de comunicación realista.
Al día siguiente, apresaron al bergantín “San Pablo”, que fue utilizado, con la urgente piedad de las guerras, para alojar a los enfermos.
Las sombras de los compatriotas heridos navegaban junto a la
continua presencia del peligro. El escorbuto era un enemigo más,
que se manifestaba con inflamación de las encías, caída de los
dientes, hemorragias y dolores generalizados, y se sumaba vertiginosamente al agotamiento.
Desde el timón, Bouchard observaba el bloqueo sumido en su
silencio, con una mirada que podía significar demasiadas cosas…
Sin embargo, algo lo sacó de sus reflexiones: habían tomado la fragata “Gobernadora”, y en ella se encontraba el teniente coronel
Vicente Benegas, oficial del Ejército Republicano de Nueva Granada, quien, de inmediato, se sumó al grupo de oficiales en la
causa de la revolución; era una buena noticia.
Vientos favorables soplaban a su favor. Unos días más tarde,
capturaron cuatro naves, entre ellas, la goleta “Carmen”, un Místico y un pailebote.
El día 21 bombardearon nuevamente las fortalezas, y, por la
noche, aun cuando el latido del mar se hacía cansancio en el alma
de aquellos hombres, hundieron la fragata “Fuente Hermosa”, sin
dar tregua a sus claros objetivos.
Pasada una semana, cayeron las fragatas “Candelaria” y “Consecuencia”, (esta última, de cuarenta metros de eslora, tendría un
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papel protagónico en la vida de nuestro marino, ya que sería luego
rebautizada con el nombre de “La Argentina”, el buque que daría
la vuelta al mundo al mando de Bouchard).
Deseando zarpar, el 29 de enero de 1816, decidieron dirigirse
hacia el Norte, en busca de la boca del río Guayas, arribando casi
una semana después a la Isla Puná, en Ecuador, en las cercanías
de Guayaquil.
Los tres capitanes volvían a encontrarse.
—Miguel, hermano, tú y Bouchard permanecerán fondeados
para proteger las siete presas que hemos tomado—.
Luego de impartida la orden, el almirante Guillermo Brown se
puso al mando de la nave más veloz, la “Santísima Trinidad” con
la que se disponía atacar Guayaquil.
La empresa no era fácil. Al día siguiente, logró capturar y demoler el Fuerte de Punta Piedras, que se encontraba a cinco leguas de Guayaquil, pero al intentar tomar el Castillo de San
Carlos, fue apresado por las fuerzas españolas, que contaban con
cuatro cañones de grueso calibre.
Tras un intenso encuentro, quedó varado debido a una bajante
de la marea, muy cerca del enemigo, por lo que debió rendirse
para evitar más muertes.
Entonces, una Junta de Guerra se dispuso a juzgar al “Pirata de
Buenos Aires”.
El temor era compartido por todos, y un nuevo desafío se cernía sobre el abatimiento. Así, tras una dura negociación, Hipólito
y Miguel lograron canjear a Guillermo Brown por la fragata “Candelaria”, tres bergantines y cinco cajones de correspondencia que
transportaba la “Consecuencia”.
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Con la promesa de culminar toda hostilidad hasta la total retirada, los corsarios argentinos se llevaron las fragatas “Hércules” y
la “Consecuencia”, la corbeta “Halcón” y la goleta “Carmen”.
Tras observar como el océano engullía tablones y lastres, dejando fragmentos del casco al sol, aun sin peligro de hundimiento,
debieron abandonar la “Santísima Trinidad” en manos realistas.
Pasados tres días, el mismo Bouchard tuvo que informarle a
Brown que su nave hacía agua, y que sus oficiales, una vez más,
querían volver a Buenos Aires. Por lo que solicitaba, con apremio,
la liquidación del botín, aun conociendo, con seguridad, que dejar
al “Halcón” le sumaría una deuda.
En el reparto, Bouchard obtuvo la fragata “Consecuencia”, la
goleta “Carmen”, también llamada “Andaluz”, y, lamentablemente, una deuda de tres mil cuatrocientos setenta y cinco pesos.
Pocos días pasaron cuando el corso decidió volver a Buenos Aires
por la ruta del Cabo de Hornos, por lo que nuevamente surgieron
problemas con la tripulación. La herrumbrosa punta de su espada se levantaba una vez más, como se levanta un juramento
hacia el cielo, solucionando los enfrentamientos con la amenaza
de una implacable justicia que, en algunos casos, suele ser violenta.
La tarde, tensa de adversidades, se perdía en el horizonte infinito, cuando recibió el informe del oficial, donde se le informaba
que la goleta “Carmen” también hacía agua… En realidad, Bouchard, al recibir la división del botín, dentro de sus planes, ya
había manejado la posibilidad de quedarse con la deteriorada
nave “Carmen” para dejársela a los oficiales que habían intentado
subordinarse.
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Respondiendo a su más profunda pasión, el capitán declaró:
—Volveremos a Buenos Aires, rodeando el Cabo de Hornos…
de todas maneras, no voy a echar la embarcación a pique.
Durante unos minutos, nadie habló, sujetos a la fuerza extraordinaria que emanaba de su presencia, pero la reacción no se
hizo esperar. Los oficiales de la goleta, presionados por la tripulación, desobedecieron las órdenes de Bouchard, y cambiaron de
rumbo hacia las Islas Galápagos.
La “Consecuencia” arribó al puerto de Buenos Aires el 18 de
junio de 1816, desafiando al mar y a sus propios hombres…
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apitán, volveremos a zarpar…
— Hay mucho que preparar, necesitamos recursos— Su voz se perdió bajo el sol de Buenos Aires, que se derramaba con el poder de un
remedio esperado en pleno invierno.
Moviéndose con rapidez, se puso en contacto, en primer lugar,
con su armador, Vicente Echevarría. Para la nueva campaña, Bouchard había decidido utilizar la fragata la “Consecuencia”, que
había tomado frente a las puertas de El Callao. Juntos decidieron
cambiar el nombre de la embarcación por el de “La Argentina”.
El tamaño del buque era considerable, por lo que no era sencilla la tarea de preparar su armado. Contaba con cuatrocientos sesenta y cuatro toneladas de desplazamiento y calaba un poco más
de dos metros.
Echevarría adquirió treinta y cuatro piezas de artillería, dieciocho cañones de a ocho, dieciséis piezas cortas de artillería de
a doce, llamadas carronadas, y contrató carpinteros experimentados para que la emplazasen. Como contaban con el apoyo de
Juan Martín de Pueyrredón, a cargo del gobierno argentino como
director supremo de las Provincias Unidas del Río de La Plata, Hipólito Bouchard jugó una carta fuerte: pedir la colaboración del
estado, mediante la fianza del comerciante argentino Juan José de
Sarratea. Con ese aval, recibió del gobierno cuatro cañones de
bronce y doce de hierro, ciento veintiocho fusiles, ochocientas
balas de cañón de a doce y novecientos de a ocho. La nave llevaba, además, tres mil balas de a veinticuatro, que al no poder ser
utilizadas en combate, servían de lastre, junto a trescientos lingo-
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tes. Pero no contaban con algo que era imprescindible para la
lucha a corta distancia: pistolas y sables de abordaje. Bouchard
solicitó que se le entregaran, al menos, cuarenta sables de caballería, pero ni siquiera en el depósito se encontraba esa cantidad.
El ministro de guerra, Matías Irigoyen, consiguió, por una
parte, seis quintales de plomo de las reservas del estado y, además, se instalaron dos hornallas a bordo para calentar las balas
encadenadas para romper los mástiles e incendiar el velamen del
enemigo.
Por otra parte, debido a su rápidamente difundida reputación
de hombre duro, no sería fácil reclutar a la tripulación, que debía
ascender, por lo menos, a ciento ochenta hombres.
Por fin, la plana mayor quedó compuesta por: el capitán Nathan Sommers; los primeros tenientes Guillermo Sheppard, Miguel Burgués y Luis Greissac; el teniente de infantería José María
Piris; los cabos de presa Juan Arhens, Carlos Douglas y Martín Van
Burgen; el cirujano Bernardo Copacabana; los pilotines Tomás Espora, Juan Agustín Merlo y Andrés Gómez. En su mayoría, los marinos eran extranjeros, sólo algunos eran nacidos en las provincias
de Corrientes, Entre Ríos y Buenos Aires, por lo que Echevarría solicitó al gobierno el uso del uniforme de la Marina de Guerra para
los oficiales de la campaña, con el objeto de motivar a la tripulación, y mejorar el orden y el respeto a bordo.
Pero algo más se convertía en un escollo y, a la vez, en un desafío para Bouchard: la infantería de desembarco era inexperta, sin
la menor noción de disciplina ni respeto por el orden jerárquico;
la mayoría se trataba de hombres que nunca se habían subido a
un barco. Desde lejos se podía notar la ignorancia que los sumía
en un constante nerviosismo, y dejaba al desnudo, una vez más,
las miserias humanas.
En esas condiciones, los incidentes no se hicieron esperar: el 25
de junio, con la nave aún en puerto, estalló el primer enfrenta-
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miento en el que un marinero golpeó al armero, lo que era considerado, por supuesto, un acto de indisciplina.
Bouchard, de inmediato, ordenó el arresto del agresor. No
podía permitir que la ruta comenzara con problemas antes de partir, pero uno de los compañeros del marinero, que formaba parte
de la protesta que se había levantado contra el comandante –debido a su decisión de castigarlo– tuvo el infortunado impulso de
atacarlo, por lo que el capitán Sommers le disparó, hiriéndolo de
muerte.
Aun después de ello, no se produjo la paz en la nave, todo lo
contrario; el resto de los marineros se agruparon en la batería del
entrepuente hasta que, por fin, fueron desalojados por la Infantería de Marina, a cargo, una vez más, del capitán Sommers.
Como consecuencia de aquel hecho, se contaron dos muertos
y cuatro heridos.
Hipólito Bouchard observaba los cuerpos; no había llegado a
llamarlos “sus hombres”, y ya su sangre se pegaba en la cubierta…
—No haber zarpado todavía es el motivo de tanta furia… Armé
esta fragata para que navegue, no para que duerma en puerto—. La
voz de Echevarría se perdía en un murmullo, mientras escribía
una carta al gobierno argentino, encabezado por el director supremo, Juan Martín de Pueyrredón, justificando la insubordinación por una cuestión de permanencia del barco en el puerto de
Buenos Aires.
El gobierno, sin embargo, no permitió que la embarcación zarpara, y ordenó, al mismo tiempo, una investigación sobre las causas del motín. Nuevamente, Echevarría tuvo que intervenir, y dos
días después, “La Argentina” partió hacia la Ensenada de Barragán.
Los rumores comenzaron a correr: “Bouchard había desertado”… Pero no había sucedido de ese modo; la fragata había
abandonado Buenos Aires por una disposición general que establecía que los buques que se encontraban amarrados, demorados
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en su partida por distintas razones, debían abandonar puerto para
permitir que los barcos de guerra pudieran obtener libertad de movimientos, en caso de ataque enemigo.
Por supuesto, Bouchard no iba a abandonar su empresa; mucho
había logrado en este extremo del mundo que lo había recibido
como un hijo de esta tierra; amaba el viento en su rostro cuando
su espíritu viajaba más allá del peligro, con un objetivo preciso
que era a la vez su motor y su destino.
Comenzó, entonces, su verdadero derrotero de aventuras: el
gran desafío contra los barcos negreros. El país había adquirido
una clara posición, luego que la Asamblea del año XIII decretara
la “libertad de vientres”, por la que se otorgaba la libertad a todos
los hijos nacidos de esclavos.
El Comandante abrió las cartas de navegación, estudiaba la
mejor manera de dirigirse hacia Las Filipinas, quizás, atravesando
el Estrecho de Sunda… Observaba el grueso papel, haciendo cálculos por varias rutas, previendo el curso de las corrientes y los
vientos favorables. Aunque sabía que el mar siempre tiene la última palabra, y se rige por sus propias leyes, planeaba navegar en
busca de la gran corriente ecuatorial que atraviesa el Atlántico
hasta las costas africanas.
—Aquí está —señaló— esto me permitirá bordear el Cabo de
Buena Esperanza…
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Capítulo IV
Cuerpos por la borda
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u idea era perseguir los barcos de la Compañía de Filipinas que navegaban por las costas
de la India, pero parecía que algo superior manejaba las emociones del viaje: el 19 de julio se
desató un incendio en la nave que se extendió con rapidez. Los
hombres trabajaron muchas horas para controlar el fuego. A la
noche, exhaustos, con las manos ampolladas y los cuerpos sudorosos, cayeron sobre sus cujas anhelando un sueño reparador,
sumiendo a la nave en un extraño silencio, cargado por un imprevisto espíritu que los había hermanado en el peligro, a pesar de
la escasez de víveres, las ratas y las múltiples incomodidades de
la navegación.
Al llegar al Océano Índico, el buque se dirigió hacia el Nordeste, hasta alcanzar la Isla de Madagascar. Por fin, al cabo de sesenta días de viaje, “La Argentina” ancló en la costa de Tamatave,
al este de dicha isla.
Una luna enorme y clara abrió, de pronto, el baúl del escondido recuerdo de una piel igualmente blanca, que se encontraba
muy lejos, al otro lado del mar. El viejo latido conocido inundó
sus músculos; se sentía abrumado por la íntima soledad. Aquella
tensión física lo transportó hacia las inquietantes caricias de una
mujer de la que poco sabía. Norberta continuaba siendo casi una
desconocida… Pero el límite de la nostalgia y de la excitación de
su propio cuerpo era la consagración a una pasión aún más poderosa: sus ideales de valor, no negociables ni siquiera por el pulso
del amor, que lo reclamaría desde siempre, como una vieja deuda.
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La noche, en apenas un duermevelas, pasó veloz. Al amanecer, un
oficial británico se presentó con la intención de solicitarle apoyo
para impedir que cuatro buques negreros –tres ingleses y uno francés– zarparan aquel día. Bouchard, ansioso por comenzar, le ofreció todas las fuerzas con las que contaba, para malograr el tráfico.
—¡Que los cañones apunten directo a los barcos! —ordenó;
mientras él, junto a varios hombres armados ejerció el “derecho
de visita”, que se aplicaba en África desde 1812, por parte de Gran
Bretaña y Estados Unidos de América.
A medida que recorrían la costa, confirmó los dichos del oficial
a cargo de la corbeta Comway, por lo que, de inmediato, logró evitar que las embarcaciones abandonaran el puerto, dejándolo al capitán británico a cargo de las tareas de supervisión.
—Le encargo la vigilancia de las naves —le notificó al comandante inglés, luego de lo cual, “La Argentina” levó anclas.
Antes de partir, se apoderó de los alimentos que cargaban los
buques negreros y tomó prisioneros a cinco marineros de la nave
francesa.
Bouchard retomó el rumbo nordeste para llegar hasta los barcos
españoles que, sabía, surcaban aquella zona.
“La Argentina” navegó durante casi un mes, afrontando un
clima de tormentas; el cielo se rasgaba en nubes cargadas de electricidad y vientos de direcciones opuestas que revolvían el océano, minando la confianza humana más férrea.
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En esos días, muchos hombres de la tripulación se vieron enfermos de escorbuto -la peste del mar- por el fantasma de la mala
alimentación, ya que a bordo sólo quedaban galletas, demasiado
duras como para las dentaduras de los enfermos que, para poder
morderlas, debían pasarlas por agua. Se sumaba la falta de aseo y
las tempestades que los acompañaron hasta el estrecho de Sunda,
que separa las islas de Java y Sumatra, por lo que no quedó otra
posibilidad que fondear allí para que los infectados pudieran ser
debidamente atendidos. No había día que no arrojaran un muerto
por la borda.
A principios de noviembre, con una paupérrima tripulación,
fondearon en la isla Nueva de Cabeza de Java. De inmediato, armaron tiendas de campaña para poder bajar a los enfermos. Luego
de ocho días, Fray Bernardo de Copacabana, el sacerdote que
hacía las veces de médico a bordo, al ver que no había mejoría,
decidió experimentar con un nuevo método para recuperar a los
hombres: los enterró bajo la arena hasta el cuello. Muchos recuperaron la movilidad de sus miembros, pero también muchos murieron.
Pasado un tiempo considerable, pero necesario, “La Argentina”, debilitada por las malas condiciones en las que se encontraba la agotada tripulación, al alejarse de la isla de Java rumbo a
las Filipinas, debió enfrentarse a un nuevo peligro: los barcos piratas malayos. Estas naves eran veloces, de poco calado, con cañones en proa y popa, una sola vela y remos fuertes.
El encuentro inicial se produjo la mañana del 7 de diciembre,
al madurar el alba, y avistar cinco de sus embarcaciones. Llegado
el mediodía, la más grande de ellas se preparó para el abordaje,
por lo que Bouchard tomó la decisión del combate cuerpo a
cuerpo.
Tras lograr medir la fuerza física de contacto, bajo el sonido de
los golpes en la carne y el filo del metal en el aire, los derrotaron,
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por lo que ordenó tomar el barco pirata, mientras el resto de las
pequeñas naves huían con rapidez. El comandante malayo, al ver
su derrota, se clavó dos puñaladas en el pecho, y se arrojó al mar.
Cinco de sus hombres, impresionados por la actitud de su capitán,
lo imitaron.
Hipólito Bouchard, siguiendo una precisa estructura de mando,
convocó un Consejo de Guerra para juzgar a los capturados, sentenciándolos, finalmente, a la pena de muerte, con excepción de
los más jóvenes que fueron tomados como grumetes; para lo cual,
devolvió a los prisioneros a su barco, al que había, previamente,
derribado los palos. Entonces, ordenó que dispararan sobre la
nave hasta hundirla.
A lo lejos, en el cielo limpio, una vez silenciados los cañones,
graznó una gaviota…
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Capítulo V
Encuentros y desencuentros
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a Argentina” dejaba atrás el estrecho de Macasar, que separa la isla de Borneo y la isla
Célebes, atravesando el mar del mismo nombre, y fondeando en la isla de Joló para reaprovi-
sionarse y dirigirse directamente a la ciudad que Bouchard tenía
pensado bloquear: Manila.
Se sucedieron, a partir de allí, encuentros y desencuentros con
buques negreros, en un juego fatal de “policías y ladrones” y caminos peligrosos. Antes de llegar a Manila, ocurrió el primero de
ellos, al toparse con una fragata inglesa. Bouchard decidió “revisarla”, y su capitán, al comprender el objeto de su visita, dio
aviso a las autoridades españolas al llegar a puerto para que esperaran alertas.
Comenzaba un nuevo año, y el comandante observaba la muralla que rodeaba la ciudad como un presagio. Debía cambiar la estrategia, la valla también se encontraba constituida por el Fuerte
de Santiago, con un torreón que contaba con poderosa artillería.
Bouchard, entonces, comenzó a capturar los barcos que se encontraban en la zona, a una distancia que lo mantenía siempre
fuera del alcance de las armas españolas.
Durante los dos meses siguientes, tomó dieciséis embarcaciones, por medio de un cañoneo y un veloz abordaje. La población
comenzó a sufrir la suba significativa de precios que, en algunos
casos, se habían triplicado debido al bloqueo.
El gobernador de Manila tomó la decisión de salir a buscar al
corsario, sin embargo, Bouchard, estratégicamente, ya había partido.
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Un nuevo encuentro se produjo al poco tiempo, cuando “La
Argentina” se topó con un bergantín proveniente de las islas Marianas. Debido al poco calado, el abordaje debía realizarse en
botes, al mando de Sommers, Greissac y Van Buren. Uno de los
botes volcó, y el enemigo, en lugar de tomar prisioneros, asesinó
a catorce marineros. Bouchard, decidido a vengarse, buscó una
embarcación de menor calado, para lo cual, ordenó a Greissac que
tomara una de las goletas que navegaba en las cercanías.
—La armaremos con una carronada de a doce y también cañones de menor calibre. ¡Teniente Greissac!, ¡Teniente Oliver!, agrupen treinta y cinco hombres. ¡Ustedes estarán al mando! —gritó
Bouchard.
Pasados diez días del mes de abril, la goleta abordó la nave enemiga, sin mayor resistencia, rescatando el barco capturado que se
encontraba amarrado en la costa.
Otro encuentro no tardaría en producirse, y sería protagonista de
múltiples sospechas. Una vez alejados del lugar, tomaron una
nave española cargada de tesoros; una goleta que fue abordada
sólo por un oficial y ocho marineros como toda tripulación.
Desde “La Argentina” pudieron tenerla a la vista durante cinco
días, luego de lo cual, nunca más tuvieron noticias de ella. Mucho
se sospechó que la huída fue producto de un motín producido por
la carga de objetos preciosos.
También perdió, como compañera, la nave al mando del teniente Oliver, debido a la magnitud de los vientos, aun después
de haber acordado encontrarse en el puerto de San Ildefonso, en
caso de separación, por lo que Bouchard decidió continuar su derrotero.
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—El mar tiene vida propia, y juega con el destino de los hombres…
Sin embargo, Oliver tenía experiencia como para volver solo
a Buenos Aires. Ese pensamiento lo tranquilizó…
Durante la travesía, Bouchard se había enterado que los buques
de la Compañía de Filipinas ya no navegaban hacia Manila, desde
tres años atrás, sino que operaban en la zona cercana a Pekín. Sin
dudarlo, tratando de organizarse debido a las nuevas circunstancias, puso proa hacia China con el objeto de capturar a alguno de
ellos, pero los fuertes vientos y la falta de alimentos lo obligaron
a cambiar el rumbo hacia Hawái, que era una especie de paraíso
para los navegantes por la desinhibición y belleza de sus mujeres,
rotundas nativas que se paseaban con los pechos descubiertos,
para delicia de los hombres que arribaban a sus tierras doradas, rodeadas de maravillosa vegetación.
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Capítulo VI
Un barco
por un uniforme
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mediados del mes de agosto de 1818, queriendo recobrar el tiempo perdido, Bouchard
tocó la salvaje Bahía de Kealakekua, que, en
idioma hawaiano significa “camino de los dio-
ses”. Con un gran acantilado, contaba, sin embargo, con un pequeño puerto.
Al fondear, con las primeras luces de la mañana, una canoa tripulada por nativos se les acercó y, en un inglés muy rudimentario, uno de ellos, que oficiaba de vocero, dijo:
—En el puerto está amarrada una corbeta del rey Kamehameha
I, pero antes fue española… y anoche una fragata salió, no sabemos hacia dónde…
Con esa información, Bouchard, de inmediato, decidió buscar
la fragata, que no podía estar muy lejos. La ausencia de viento y
la calma extrema del mar se sumaron para que pronto la divisaran.
—Teniente Sheppard, tome un bote y diríjase a la fragata. Necesitamos indagar sobre la nave que se encuentra en el puerto.
Luego de realizar la diligencia, Sheppard le comunicó que se
trataba de la “Santa Rosa” o “Chacabuco”, una corbeta que había
partido de Buenos Aires el mismo día que “La Argentina”, y que,
al llegar a las costas de Chile, había sufrido un amotinamiento,
por lo que había tenido que cambiar el rumbo hacia Hawái.
Una vez que conoció la breve historia de la “Santa Rosa”, Bouchard ordenó a la fragata regresar a puerto, pues sospechaba que
entre los hombres se encontraban algunos de los amotinados.
—Necesito revisar la tripulación —informó lacónico.
Miró fijamente a los ojos a cada hombre, el silencio crecía. Por
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fin, reconoció a nueve marinos que había visto en Buenos Aires.
Sin esperar, ordenó:
—Amarren sus pies y manos a la barra de hierro, tienen algo
que decirme…
Las respuestas al interrogatorio no tardaron en aparecer, los líderes de la rebelión se encontraban en la isla de Kauai.
Al regresar al pequeño puerto, encontró la corbeta desarmada.
—Es preciso que me lleven a la presencia de su rey —solicitó
Bouchard a los nativos.
El corpulento rey Kamehameha I, conocido por sus ideas progresistas y su bondad, había armado una pequeña flota con la cual
unía todas las islas y, a la vez, comerciaba con China; también se
había relacionado con algunos consejeros europeos que lo asesoraban sobre posibles intercambios con distintos países del continente. Kamehameha I esperaba al capitán vestido con el uniforme
de teniente coronel de la Provincias Unidas del Río de la Plata.
Durante la reunión, el comandante le demandó la devolución de
la corbeta, pero el rey había pagado por ella seiscientos quintales
de madera de sándalo, y no estaba dispuesto a renunciar a una
compensación.
Lo que ocurrió después entre el rey y el corsario es casi un misterio, pero al retirarse, el día 26 de agosto, Bouchard se hacía cargo
de la “Santa Rosa”, a la que tendría que rearmar para darle utilidad, y el rey se mostraba con una magnífica espada y un uniforme
de supremo gobernador, más el título de teniente coronel de los
ejércitos de las Provincias Unidas del Río de La Plata. Los víveres
tuvieron que ser adquiridos en Morotoi, ya que Kamehameha I
sólo pudo aprovisionarlos con escasez.
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El 1° de octubre, “La Argentina” fondeó en Kauai. En una rápida operación, Bouchard capturó a quienes habían dirigido el
motín en la “Santa Rosa” y no tuvo piedad. No entendía la traición
en ninguna de sus formas, y su gente lo sabía. Fusiló a los líderes
y mandó azotar doce veces al resto de la tripulación.
Una ley del mar, que Bouchard aplicaba sin discusión, establecía que cualquier capitán que encontrase marineros amotinados, debía ejecutarlos sin dilación, como escarmiento y ejemplo
para el resto de los hombres.
En aquellos días, las tripulaciones, en general, estaban formadas por pocos oficiales; la mayoría eran esclavos, levados y prisioneros.
Aprovisionó su nave con víveres y municiones, contrató
ochenta y nueve marinos y, con la flota lista, partió rumbo a California, donde se ganaría la reputación de “Pirata de California”, a
menudo llamado “Pirata Buchar” por los españoles.
En aquellos años, California estaba formada por un grupo de
misiones franciscanas establecidas en la costa, donde convivían,
en armonía, religiosos y nativos. La capital era Monterrey. Allí se
cultivaba alfalfa y trigo, y el clima era propicio para el crecimiento
de árboles frutales y viñedos. Vecina al desierto, la comunicación
se establecía por mar, sobre todo para el desarrollo del comercio
de cueros, sebo, vinos y manufacturas de ganado ovino.
Su vida dibujaba, una vez más, una historia que no sabía de
pausas.
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Capítulo VII
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n California, Bouchard esperaba aprovecharse
del comercio realista, pero las autoridades españolas sospechaban las intenciones del corsario, pues una semana antes, el capitán de la
nave “Clarion” les había notificado que dos buques argentinos estaban preparándose para atacar aquellas costas.
—Retiren de la ciudad todos los objetos de valor y transporten,
a una prudente distancia, las dos terceras partes de la provisión
que quede de pólvora.— Las palabras del gobernador, Don Pablo
Vicente Solá, que vivía en Monterrey, tenían urgencia.
El 20 de noviembre de 1818, desde uno de los extremos de la
Bahía de Monterrey, un vigía de Punta de Pinos avistó las dos embarcaciones, y dio aviso al gobernador.
“Espero que el viaje haya sido cómodo”, pensó irónico Solá,
“pero también espero que estén preparados los cañones de la
costa…” Entonces, ordenó:
—¡Supervisen las armas de la guarnición y envíen a las misiones de Soledad a las mujeres, los niños y los hombres que se encuentren incapacitados para luchar!
Mientras tanto, Bouchard se reunía con sus oficiales para organizar el ataque. En aquel momento, fue muy importante el
aporte de Peter Corney, un ex marino a quien Bouchard había conocido en Hawái, regenteando la Taberna del lugar. Corney ya
había estado varias veces en Monterrey, y conocía los accidentes
de la bahía, como el hecho de su escasa profundidad.
—De acuerdo, atacaremos con la “Santa Rosa”, en ella concentraremos la tropa para el desembarco —respondió Bouchard.
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De ese modo, la “Santa Rosa”, remolcada por varios botes, se
acercó, aún lejos de la artillería española al mando del oficial
Sheppard, junto a doscientos hombres armados con fusiles y lanzas.
La noche, una vez más, era compañera y cómplice, cuando la
corbeta ancló en las cercanías del puente.
Los hombres se encontraban agotados por el esfuerzo del remolque, por lo que Sheppard decidió no atacar, y darles unas
horas para reponerse.
Al alba, cuando la perezosa niebla marina comenzó a levantarse, Sheppard descubrió que había anclado muy cerca de la
costa; quizás, la corriente había deslizado las anclas sobre un
suelo más arenoso de lo previsto. Como fuera, a poca distancia se
encontraba la artillería española lista para atacarlos.
Sheppard, en un rapto de coraje y obediencia, abrió fuego, pero
tras quince minutos de combate, decidió rendirse. No tenía sentido continuar, llevando a la tripulación a una muerte segura, sin
ninguna posibilidad de fuga.
Bouchard, desde “La Argentina” observó cómo derrotaban a
sus hombres, sin embargo, los españoles, que carecían de embarcaciones, no intentaron apoderarse de la “Santa Rosa”. Bouchard,
entonces, movido por aquel interrogante, ordenó levar anclas y
moverse con cautela en dirección al puerto, pero el calado no le
permitió que se acercara lo suficiente como para cañonear la guarnición realista.
—Esperaremos que el cielo se oscurezca para trasladar a los sobrevivientes de la “Santa Rosa” a “La Argentina” —murmuró el
Comandante, frustrado por el fallido intento. Pero ya en su mente
se preparaba un plan alternativo.
Al amanecer del 24 de noviembre, ordenó a sus hombres que
prepararan los botes. Atacarían por sorpresa desde una nueva posición…
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Junto a Bouchard, se encontraban doscientos hombres, ciento
treinta armados con fusiles y setenta, con lanzas. Desembarcaron
en silencio a una legua del fuerte, en una caleta oculta por las alturas de los acantilados.
La resistencia del fuerte fue escasa y débil. Tras una hora de
lucha, uno de los guerreros hawaianos, que acompañaba a Bouchard, arrió la bandera española y enarboló la de los argentinos
que tomaron la ciudad por el término de seis días, apropiándose
del ganado y quemando el fuerte, el cuartel de artilleros, la residencia del gobernador y las casas españolas, junto a sus jardines
y huertas caseras.
Al sexto día, abandonaron Monterrey, zarpando de la bahía
hacia un rancho llamado “El Refugio”. Los propietarios del rancho
eran los integrantes de una familia que colaboraba con la causa
realista. Tampoco encontraron resistencia allí. A poco tiempo de
desembarcar, sacrificaron el ganado y tomaron los alimentos.
Sin embargo, en los alrededores de “El Refugio” se encontraban, escondidos, unos pocos enemigos, esperando que algunos
marineros de Bouchard se separaran del resto para tomarlos prisioneros, y no se equivocaron. Pronto pudieron apresar a un oficial y a dos hombres que se habían adelantado para llevarse un
carro.
—Los esperaremos hasta que caiga la noche —dijo Bouchard—
deben haberse extraviado.
Pasado todo el día, decidió zarpar hacia Santa Bárbara. Era muy
probable que los tuvieran presos allí.
Antes de partir, como una rúbrica de su paso, incendiaron el
rancho.
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Lo primero que hizo Hipólito Bouchard, al llegar, fue enviar un
emisario para proponerle al gobernador un intercambio de prisioneros, lo que derivó en una ardua negociación. Bouchard tuvo
que entregar sólo un prisionero; “El borracho Molina”; hombre
mal entrazado y pendenciero, del que la provincia anhelaba librarse a cualquier precio. El gobernador, encolerizado, una vez
que Molina hubo regresado, lo sentenció a seis años de prisión,
tras recibir cien azotes.
Los tres hombres de Bouchard volvieron a la “Santa Rosa” para
levar anclas y dirigirse, a mediados de diciembre, hacia la Misión
de San Juan de Capistrano.
Allí, el comandante solicitó víveres a un oficial español, a cambio de no atacar a la población. Éste respondió con sorna: “tenemos bastante pólvora y balas para darle”.
Ante aquella ironía, Bouchard envió cien hombres a incendiar
el pueblo, tomando algunos objetos de valor y una provisión bien
cargada de licores.
Zarpó nuevamente el 20 de diciembre hacia la Bahía Vizcaíno,
donde se ocupó de reparar los barcos y dar unos días de descanso
a la tripulación. Haciendo una excepción a su dureza, se unió a
sus hombres en cubierta, y les dijo:
—El 17 de enero partiremos hacia San Blás, con el fin de bloquear la zona. Tienen quince días para permanecer en tierra y reportarse. Descansen lejos del alcohol, descansen todo lo que
puedan…
El bloqueo comenzó el 25 de enero, y el 1° de marzo avistaron una
goleta que intentaron perseguir, poniendo proa a Acapulco, sin
perder de vista la costa. De inmediato, el comandante envió un
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bote de reconocimiento al mando de uno de sus oficiales, para
contar con un informe detallado de los buques que se encontraban
fondeados en el puerto.
—Mi capitán, ninguna de las naves son de cuidado —notificó
el oficial, por lo que decidieron continuar el viaje hacia Sonsonate, en El Salvador.
Como había sucedido anteriormente, envió un bote para reconocer el puerto, pero esta vez sí había naves para abordar.
Bouchard, sigiloso, pudo capturar, en un principio, un bergantín que se encontraba en la zona, llegando al puerto de “El Realejo”, en Nicaragua, el 2 de abril. “El Realejo” era uno de los
centros más importantes del comercio de la marina colonial española, y principal astillero del Pacífico.
Allí, cruzando el límite de su propio coraje, armó dos cañones
de a cuatro, con sesenta marineros y oficiales, a cuyo mando iba
el propio Bouchard, sin saber que un vigía que se encontraba en
las proximidades había dado aviso a las tropas realistas que ya se
habían movilizado hacia el puerto, protegiendo la zona con cuatro embarcaciones: un bergantín, dos goletas y un lugre –barco
francés con tres mástiles–.
El combate fue intenso; entre turbonadas de pólvora y fogonazos de artillería, se forzaba la lucha. Castigadas las bandas de las
embarcaciones enemigas, se convertían en blancos propicios para
el abordaje. Bouchard logró tomar las tres naves e incendiar el bergantín San Antonio y la goleta Lauretana. Por estos barcos, el Comandante pidió rescate a sus dueños, pero éstos ofrecieron la
ridícula suma de seis mil y cuatro mil duros respectivamente, por
lo que decidió no conservarlos; no así con el lugre, llamado “Neptuno” y con la goleta “María Sofía”.
Finalizada la batalla, como un fantasma, reapareció avanzando
con firmeza, hacia la “Santa Rosa”, la goleta española que se les
había escapado en San Blás. Su tripulación, compuesta por arti-
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lleros y marineros hawaianos, era manifiestamente inexperta. Sin
embargo, en el primer intento de abordaje, la nave realista fusiló
a tres marinos, y dejó graves heridos. En el momento en que el
barco argentino se dispuso a repeler el ataque, la nave enemiga
bajó la bandera española y enarboló la de Chile. La goleta “Chileno”, que se encontraba al mando del corsario Coll, había atacado la “Santa Rosa” creyéndola realista.
Bouchard, al observar esa actitud de parte del capitán, indignado, le solicitó que su cirujano de a bordo ayudara a curar a los
múltiples heridos de la “Santa Rosa”. Coll, como toda respuesta,
se alejó mar adentro.
La extenuante expedición de Hipólito Bouchard llegaba a su fin el
día 3 de abril de 1819, pero no culminaba con ella su intenso ímpetu, la búsqueda de los valores que exaltaban la independencia
y el sueño íntimo de preparar un lugar de libertad e inclusión para
la mujer y el hombre americanos.
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Capítulo VIII
Juicio al corsario
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cercándose a los cuarenta años, empujado
por ese motor progresista, decidió partir hacia
Valparaíso, para colaborar con el general Don
José de San Martín en su campaña libertadora.
El 9 de julio de 1819, día del tercer aniversario de la declaración de
la independencia argentina, la corbeta “Santa Rosa” fondeaba en el
puerto de Valparaíso junto a la “María Sofía”. Esta última era una
embarcación de fabricación danesa, que ejercía el contrabando en
Centroamérica. Tres días más tarde, amarró el “Neptuno” y unas
horas después, “La Argentina”, al mando de Bouchard. Apenas hubieron amarrado, se le notificó que existía una orden de arresto para
su persona, firmada por el vicealmirante Lord Thomas Cochrane
–el “Lord filibustero”, como lo llamaba el general San Martín–.
—El gobierno chileno no tiene jurisdicción sobre mí, sólo responderé a las autoridades argentinas —concluyó el corsario.
Ante esa negativa, y decidido a tomar prisionero a Bouchard a
cualquier precio, Cochrane pensó tomar “La Argentina” durante
la noche.
Espesas nubes habían ocultado las estrellas, y la humedad auguraba tormenta, quizás, al amanecer.
Tomás Espora –quien tendría un destino de honores en la Marina Argentina– hacía la ronda nocturna. Sólo un número escaso
de tripulación se encontraba en la nave, y el comandante se pasea-
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ba pensativo por la cubierta, sin imaginar que, debido a la mínima
cantidad de marineros, les sería fácil tomar el barco a los hombres
de Cochrane, que se acercaban en silencio.
De ese modo, Hipólito Bouchard fue detenido; su patente de
corso había vencido antes de atacar “El Realejo”, sin embargo, no
era ese el real motivo de su arresto, sino la necesidad de recaudar
fondos para mantener la flota argentino-chilena, que formaría
parte de la campaña de liberación del Perú.
El juicio por piratería comenzó el 20 de julio. Llamado Bouchard a declarar, expresó: “Soy un teniente coronel de los ejércitos de los Andes, un vecino arraigado y avecindado en la capital,
un corsario que de mi libre voluntad he entrado a los puertos de
Chile con el preciso designio de auxiliar sus expediciones”.
Cuando la flota chilena partió rumbo a El Callao, los defensores de Bouchard, Tomás Guido, el general San Martín, Sarratea,
O’Higgins y el propio Echevarría, “que había hecho imprimir y
circular por Buenos Aires la memoria sobre el viaje de “La Argentina”, precedida por los siguientes versos:
Salve feliz viajero; ya triunfaste
de tus fieros rivales que sumidos
en su furor inerte con bramidos
el mérito proclaman que ganaste.
Salve otra vez, y mil, pues que pisaste
a la crinosa envidia y abatidos
sus impíos ministros, confundidos
entre las glorias giran que alcanzaste.
Llega ¡oh Bouchard! al seno placentero
de la santa amistad. Allí recibe
de los más dignos premios el primero.
Tu nombre ilustre, ya la historia escribe
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Juicio al corsario
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y la misma por colmo de tu gloria
del tiempo lo encomienda a su memoria.” *
decidieron acelerar el juicio a como diera lugar.
El 30 de agosto de 1819, Sarratea escribió con realismo a su armador Echevarría que “estos hombres se ven precisados de contemplar a Cochrane, y Guido no puede poner el negocio en su
verdadero punto, no basta en atacar a Cochrane por su arbietrariedad, y comprometer al Director á una descición que yera el orguyo del Almirante, qe está más que nunca poseído contra lo que
necesita nuestro país para su defensa”. Y seguía: “Bouchard no
quiere hacerse cargo de esto y se apresura demasiado, es verdad
que tiene mucha, mucha razón (...) pero creo que en estos casos
es necesario vesar qta manos haya y ponerse de rodillas si es necesario.”
Por su parte, el coronel Mariano Necochea, compañero del corsario en San Lorenzo, armó una protesta junto a sus granaderos, y
tomó “La Argentina”, desoyendo las amenazas de las autoridades.
Como consecuencia de ello, el 9 de diciembre, el Tribunal, impresionado sobre todo por las defensas del director del Estado y
por el mismo O´Higgins, se expidió a favor del comandante, devolviendo los buques, los diarios de viajes y el resto de la documentación; no así el dinero ni las mercaderías obtenidas durante
sus expediciones.
Se encontraba cansado, durante los meses del juicio se había
sentido inmovilizado. Sus pasos lentos por el puerto se detuvieron, luego de meses, frente a su nave. “La Argentina” se mecía
desnuda, vacía, sin el orgullo que él le conocía. Los cañones, el
timón, los mástiles y las velas se encontraban ausentes, habían
* Miguel Ángel De Marco, Corsarios argentinos, Buenos Aires, Emecé, 2013,
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servido para equipar otros barcos. La bandera, sucia, era un trapo
tirado en un rincón de la cubierta. Enferma y poseedora de una
infinita soledad, la embarcación esperaba, nuevamente, la presencia y la dirección de su capitán…
Bouchard necesitaba recursos, y no se iba a quedar quieto esperándolos. Para poder conseguir dinero, utilizó por un tiempo la
goleta, apuntando sus velas áuricas hacia el puerto de Buenos
Aires, transportando arcilla.
Mientras tanto, y como para que no existiera ningún inconveniente legal, Echevarría, el armador, solicitó al entonces director
supremo general José Rondeau, que le extendiese cuatro patentes
de corso por un plazo de ocho meses, prometiéndole, a cambio,
que renombraría al lugre como “General Rondeau”.
Bouchard, sin embargo, continuó utilizando las naves como
transporte, pues el tiempo con el que contaban era escaso y los
medios, insuficientes. En aquellos días, decidió modificar el nombre de “La Argentina” por su anterior denominación: “Consecuencia”, para que nadie pudiera asociar la nave que había
participado en las expediciones a su mando con la que realizaba
los trabajos de carga.
Para la campaña del Perú, la “Consecuencia” cargó quinientos
hombres, incluyendo granaderos, y el destino de la “Santa Rosa”
fue el de transportar ganado y armas.
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Capítulo IX
Destino de lena
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ecesito un gran favor de Usted…”, Echevarría sostenía en sus manos la carta que Bouchard le enviara, con letra clara y urgente.
—Ah… capitán… así que necesita un gran
favor de mí…
La antipatía que ambos habían sentido desde el primer día resurgía, entonces, como una presencia viva.
Echevarría no sabía qué pensar. Leía y re leía aquel papel. Un
mes antes, Bouchard le había asegurado que partiría hacia Buenos Aires, y luego notificaba que se sumaría a la campaña libertadora.
“Necesito un favor…”, repitió en voz alta el armador, por fin,
continuó: “ayude a mi familia…”
Bouchard estaba loco si creía que daría las ganancias del transporte de arcilla, con la única promesa de su parte de reintegrarle
los gastos a su regreso del Perú.
El armador se había sentido afectado tras el largo período en
que el corsario había permanecido en prisión, período en que sus
naves habían padecido muchos daños. Los veinticinco mil pesos
del transporte constituían una suma razonable por el perjuicio sufrido.
Así comenzó la real ruptura en la relación entre el capitán y el
empresario, ruptura que se haría, más tarde, definitiva. La familia de Bouchard quedaba librada a su suerte…
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En diciembre de 1820, ya sirviendo en Perú a la marina chilena
desde hacía meses, Bouchard le solicitó permiso al general Don
José de San Martín, para regresar a la Argentina, debido a su penosa situación económica. Su estado dentro de la Marina no se
encontraba muy claro, sumado a su conocimiento que Echevarría
no estaba ayudando a su familia en Buenos Aires.
Pero su pedido fue negado; San Martín le exigió permanecer
cinco meses más en Lima; meses en los cuales ni siquiera se le
pagó por las dos naves tomadas en Pisco.
Su situación se definió por completo cuando Lord Cochrane se
apoderó del dinero depositado en los buques de guerra a su
mando.
Para poder cobrar sus deudas, San Martín decidió enfrentarlo,
por lo que dispuso la formación de una armada peruana, y le ordenó a Bouchard ponerse al mando de la fragata “Prueba”, la nave
más importante de la escuadra.
Cuando Cochrane retomó sus reclamos, parecía inminente el
enfrentamiento, pero éste no intentó combatir contra la “Prueba”,
que se encontraba muy bien armada.
Bouchard, entonces, continuó en aguas peruanas, al mando de
la “Santa Rosa”, ya que “La Argentina” había sufrido un triste destino final: había sido vendida como leña.
La “Santa Rosa” no tuvo mejor suerte, fue incendiada durante
una sublevación en El Callao, en 1824.
Tras la muerte del almirante Martín Jorge Guise, comandante
general de la Marina de Guerra del Perú, de la cual también había
sido fundador, Bouchard quedó a cargo, hasta el momento en que
la nave insignia “Presidente” fue incendiada, abriendo un nuevo
camino para el corsario: su retiro.
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Epílogo
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l gobernador de Perú, en pago a sus servicios, le adjudicó dos haciendas: la de San Javier y la de San José de Nazca. En la hacienda
San José de Nazca, Bouchard fundó un ingenio
azucarero, que sería su último lugar en el mundo.
Su derrotero llegaba a su fin, y, junto a él, la reflexión madura
de su vida de servicio y aventuras.
Se sentía solo; aún cuando naufragaba en la dulzura de una mulata sin rostro que endulzaba algunas noches su piel curtida por
tantos vientos y tanta sal. El cansado luchador vagaba por las habitaciones de la casona y por los campos cultivados con el recuerdo lejano y borroso de su familia de la que había perdido
todo contacto. Después de la expedición junto al almirante
Brown, había convivido con Norberta sólo diez meses…
La soledad, la falta de acción y la nostalgia endurecieron su
rastro por la tierra, como sus ideales se habían endurecido cincelando su carácter en el mar. En la hacienda, trataba a los esclavos
del mismo modo que había tratado a su tripulación…
La siesta se aplastaba somnolienta en aquel rincón de la hacienda.
El capitán no descansaba. De pie, junto a los árboles que bordeaban el valle, cerraba los ojos imaginando la desmesura de otros
paisajes y otros cielos. El cultivo de azúcar se convertía en un cementerio de barcos mal calafateados, que retenían los esqueletos
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de todos los piratas y náufragos, molestando a sus fantasmas.
Miró sus manos, pensó en el hombre y su destino, en el océano
y en el polvo de la tierra, en el país por el que había luchado, un
país que amaba la libertad y, sin embargo, no la entendía ni sabía
convivir con ella.
Miró sus manos una vez más, agrietadas por las rutas de la vida.
Escuchó a lo lejos, una vieja canción semejante al vaivén de la
marea más remota…
No imaginó que los esclavos se habían unido para darle muerte
aquel día.*
No vio la sombra, no advirtió el tiro en su espalda. Sólo se escuchó el inconfundible sonido del trazo de la tinta, al dejar escrito
su nombre “Hipólito Bouchard” en el libro de la historia de nuestro país. Era el 4 de enero de 1837.
* Los restos de Hipólito Bouchard permanecieron perdidos hasta 1962, cuando
fueron encontrados en una cripta ubicada en la Iglesia de San Javier de Nazca,
en la ciudad de Nazca, Perú. El 6 de julio de 1962 fueron repatriados a Buenos
Aires por la Armada Argentina, en combinación con la Armada de Perú. Hoy
descansan en el panteón viejo de la Armada Argentina en el Cementerio de la
Chacarita.
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Bibliografia
´
Armada Argentina; Capitán de navío Hipólito Bouchard.
De Marco, Miguel Ángel; Corsarios argentinos, Buenos Aires, Emecé,
2013.
Enciclopedia Ilustrada de la Lengua Española, tomo II, W. M. Jackson.
Inc., México.
Mitre, Bartolomé; “El crucero de La Argentina, 1817-1818”.
Quesada, Vicente Gregorio; La revista de Buenos Aires, vol. 4, Buenos
Aires, 1864.
www.elhistoriador.com.ar/biografías
www.taringa.com, “La fantástica vida de Hipólito Bouchard”.
www.quintadimension.com, “El corsario albiceleste: Hipólito Bouchard”.
www.wikipedia.org/wiki/Hipólito Bouchard
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Indice
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Palabras de la autora
Capítulo I
Patente para la vida
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Capítulo II
Tormentas dentro del barco
23
Capítulo III
¡
Zarpen de una vez!
33
Capítulo IV
Cuerpos por la borda
39
Capítulo V
Encuentros y desencuentros
45
Capítulo VI
Un barco por un uniforme
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Capítulo VII
California es argentina
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Capítulo VIII
Juicio al corsario
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Destino de lena
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Capítulo IX
Epílogo
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Esta edición de Costa Bouchard, de Patricia Bottale,
se terminó de imprimir el 8 de agosto de 2014
en Triñanes Gráfica, Charlone 971, Avellaneda, Argentina.
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