I-1 Roberto Gargarella El problema bajo examen Es una idea

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LAS AMENAZAS DEL CONSTITUCIONALISMO :
CONSTITUCIONALISMO , DERECHOS Y DEMOCRACIA1
Roberto Gargarella
El problema bajo examen
Es una idea común aquella que dice que en los últimos años se ha dado un proceso de “inflación
de derechos” que pone en serio conflicto al sistema político mayoritario. Dicho proceso resultaría
especialmente notable en Latinoamérica, sobre todo desde finales de la última oleada militar -una época
a partir de la cual la ciudadanía habría “re-descubierto” el valor del sistema legal. La existencia de esta
“inflación de derechos” parecería avalada por los datos que surgen del análisis de las más recientes
Constituciones latinoamericanas. Ellas muestran un fuerte crecimiento en su sección “dogmática” que
anteriormente, y salvo algunas excepciones importantes, tendían a incluir listas de derechos más modestas.
La citada dinámica “inflacionaria” resultaría ratificada, además, por las crecientes demandas provenientes
de activistas en materia de derechos humanos; de organizaciones no gubernamentales; o de nuevos grupos
de interés, destinados a dar satisfacción a las demandas particulares de algún sector desaventajado dentro
de la población.
Afirmaciones como las anteriores se acompañan muy habitualmente de un juicio de valor negativo
basado –alegadamente- en la idea de que las listas de derechos más abarcativas implican un menor espacio
para la discusión democrática (ya que muchos temas cruciales pasarían a formar parte, ahora, del área de
1
Texto preparado para el SELA, 2001. Agradezco los comentarios de Marcelo Alegre a una versión preliminar de este
trabajo. Los errores y defectos que han permanecido en el mismo deben atribuírsele a él, sin dudas!
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
lo “no negociable”), además de mayores riesgos para el sistema institucional (que quedaría bajo el
permanente “jaque” de una multiplicidad de demandas, cada día en aumento).
Frente a tales planteos, lo primero que podría sugerirse es que para saber si los derechos con los
que contamos son muchos o pocos importa menos saber el número de los mismos (o la extensión de la
“lista” en cuestión) que tener en claro cuál es la concepción teórica de la que partimos. Tal vez contemos
con pocos derechos, en relación con los que deberíamos tener; o con muchos, conforme a lo que podría
aconsejarnos nuestra visión sobre cómo organizar la democracia. En lo que sigue, vamos a proponer una
concepción posible sobre cómo organizar la relación democracia-derechos, para examinar, desde allí, el
modo en que se organizó aquella relación en los textos fundacionales del constitucionalismo latinoamericano
–textos que, según asumimos, establecieron las bases de las instituciones actualmente vigentes.
Democracia y derechos: un posible marco teórico
En lo que sigue, asociaré la idea de democracia con un sistema de toma de decisiones basado en
el principio mayoritario. En este sistema, las cuestiones públicas o de “moral interpersonal” son definidas
conforme con la voluntad de la mayoría, expresada –luego de un proceso de deliberación colectiva- a
través del voto de la ciudadanía; o a partir de las decisiones tomadas por los representantes de aquella.
Según voy a asumir, en dicho sistema de toma de decisiones intervienen (más o menos activamente, según
el caso) todos los ciudadanos de la comunidad. El acceso a la ciudadanía, en tal caso, aparece restringida
solamente a partir de algunas razonables exigencias de edad (para limitarla, normalmente, a los que tienen
cumplidos 18 años); capacidad (no tener, por ejemplo, las facultades mentales seriamente alteradas); o
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
condición (ser, por ejemplo, nacional del país en cuestión; o haber residido en el mismo por un cierto
período).
Tal sistema democrático supone el respeto de ciertas “precondiciones” elementales. En lo que
sigue, destacaré dos de ellas:2 el respeto de algunas reglas procedimentales básicas (que incluyen, por
ejemplo, el establecimiento de la libertad de expresión; la libertad de asociación; las reglas que organizan
el voto periódico y califican la ciudadanía);3 y el respeto de la autonomía de las personas. Con esto último
quiero decir que en dicha democracia se permite (en un sentido fuerte del término) que las personas
escojan y lleven adelante sus planes de vida. El Estado no reprime a las personas por sus convicciones más
íntimas; cuida que nadie interfiera con el modo de vida de cualquier otro; y –asumiendo el valor igual de
todos sus miembros- hace razonables esfuerzos para que todos estén en condiciones de desarrollar sus
proyectos vitales. La idea es que la democracia tiene como objetivo expandir (y no restringir) la posibilidad
básica de cada uno determine qué es lo que quiere hacer con su vida. En este tipo de sociedades, así como
importa que cada individuo organice su propia vida conforme a sus convicciones, así también importa que
los individuos –colectivamente- organicen su vida en común. Debe notarse, este segundo propósito viene
2
Tomo estas dos condiciones del trabajo de Carlos Nino, y en particular del examen que el mismo hiciera sobre el
control de constitucionalidad. Según Nino, dicho control debía concentrarse fundamentalmente a preservar la
autonomía de las personas y las reglas procedimentales de la democracia. De todos modos, debo aclarar que Nino
agregaba un tercer objeto del control (la preservación de la práctica constitucional), que aquí no tomaré en cuenta. Ver,
Nino, C. (1997), The Constitution of Deliberative Democracy, New Haven: Yale University Press. Ver también, Nino,
C. (1991), Ethics of Human Rights, Oxford: Oxford University Press.
3
Ver, por ejemplo, Dahl, R. (1971), Poliarchy: Participation and Opposition, New Haven: Yale University Press.
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
a servir y no a impedir el anterior. De allí que resulte ajeno al ámbito de la democracia la decisión de
aquellas cuestiones que hacen a la vida personal de cada uno (qué religión adoptar; qué creencias políticas
defender; etc.).
Los derechos constitucionales vendrían a servir a propósitos como los establecidos en el párrafo
anterior. Así, y ante todo, los derechos nos ayudan a proteger las reglas procedimentales de la democracia,
de modo tal de asegurar las condiciones del debate público y las decisiones colectivas. Como dijera
Stephen Holmes -en un decisivo artículo referido a la justificación del constitucionalismo- la autoridad
moral de la Constitución se mantiene en la medida en que “asegur[e] los requisitos para el consentimiento
y la disidencia racionales, el debate público, al resolución de conflictos sin violencia y la revisión minuciosa
y acumulativa del propio marco constitucional."4 Esta idea reproduce en buena medida la postura sostenida
por el juez Stone, en el fallo “United States vs. Carolene Products”5 (un fallo que hacía referencia a la
necesidad de dotar de máxima protección a “los derechos de voto, el libre flujo de información, la libertad
de reunión y el acceso político de las minorías”) y es examinada también en otro fundamental trabajo sobre
el tema, elaborado por John Ely. 6
Por otro lado, los derechos constitucionales vendrían a proteger, también, la autonomía de cada
persona, haciendo posible que cada una de ellas pueda llevar adelante su propia concepción del bien. Esta
4
Holmes, S. (1999), “El precompromiso y la paradoja de la democracia,” en J. Elster y R. Slagstad, eds.,
Constitucionalismo y Democracia, México, Fondo de Cultura Económica, p. 122.
5
304 U.S., 152, n. 4 (1938).
6
Ely, J. (1980), Democracy and Distrust, Cambridge: Harvard University Press.
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
visión, compartida por muchos teóricos del constitucionalismo, fue sostenida notablemente por C. Nino
y, más contemporáneamente, por Cecile Fabre, quien ha dedicado un importante trabajo a mostrar la
necesidad de otorgar protección constitucional tanto a los derechos negativos como a los positivos
necesarios para asegurar la autonomía de cada uno.7
De acuerdo con la concepción que aquí se defiende, los derechos son considerados como
incondicionales, en el sentido de que la autoridad pública debe hacerlos respetar con independencia de las
preferencias de alguna persona o mayoría circunstancial. Ello no quita que, en algunos contextos, los
mismos puedan ser desarrollados de un modo más o menos pleno, debido a razones tales como los
recursos económicos existentes en la comunidad; o el tipo de urgencias que deben atenderse; o el número
de personas existentes en situaciones de desventaja; o el grado de arraigo o “enquistamiento” de tales
desventajas. Por ejemplo, en una sociedad con un alto número de enfermos de SIDA a punto de morir,
posiblemente deba darse una atención prioritaria a tales necesidades frente a otras serias pero menos
urgentes; en una sociedad como la norteamericana, con una larga tradición de discriminación racial, tal vez
deban utilizarse mayores recursos para eliminar prioritariamente los efectos de este tipo de
discriminaciones. Elecciones como las citadas son siempre “trágicas,” pero propias también de la vida
cotidiana de cualquier sociedad moderna: permanentemente debemos realizar opciones acerca del uso de
los fondos públicos, y tenemos dificultades para determinar de qué forma emplearlos. Estas razonables
7
Ver Fabre, C. (2000), Social Rights Under the Constitution, Oxford: Oxford University Press, cap. 1.
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
dudas tornan necesario nuestro continuo debate acerca de los contornos, contenidos, y formas de respetar
nuestra estructura de derechos. Sería deseable, por supuesto, tener respuestas claras e indiscutibles sobre
cuestiones tan importantes, pero lamentablemente no las tenemos, ni tenemos una mejor forma de reducir
nuestras dudas que discutiendo colectivamente sobre ellas.
Democracia y derechos en la práctica
A partir de los presupuestos teóricos presentados en la sección anterior, procuraré en lo que sigue
examinar algunos casos provenientes de la práctica política. Para ello, me concentraré especial -aunque
no únicamente- en el análisis del constitucionalismo latinoamericano en el siglo xix. El motivo de esta
recurrencia al pasado no es difícil de justificar: fue entonces cuando los latinoamericanos sentaron las bases
de su organización constitucional (bases que en una gran mayoría de casos permanece casi intocada) y fue
entonces, también, cuando se planteó por primera vez la pregunta acerca de qué derechos incorporar en
la Constitución. Me interesará mostrar que, en una gran mayoría de casos, las elecciones constitucionales
realizadas por nuestros antepasados se contrapusieron groseramente con una orientación como la sugerida
más arriba. Por supuesto, el hecho de que existan diferencias entre una propuesta “ideal” como la referida
y la práctica no es sorprendente. Preocupa, en todo caso, la magnitud de esa distancia, y el impacto que
puede haber tenido una estructura de derechos como la que describiremos en el desarrollo de la vida
institucional de los países de la región. A continuación examinaré algunos de los “desajustes” mencionados
a través de una lista de casos que no pretende ser analítica ni exhaustiva, sino simplemente ilustrativa acerca
de las bases del constitucionalismo regional.
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
i) Violaciones por exceso: Cuando no se respeta la autonomía personal. Existen, sin dudas, muchas
formas razonables de proteger las libertades personales que explican las habituales diferencias que –en esta
materia- separan a las Constituciones aprobadas en distintos países latinoamericanos. Algunas de ellas, por
ejemplo, adoptaron protecciones como las del “amparo” (así, en el “Acta Constitutiva y de Reformas,”
aprobada en México en mayo de 1847, bajo inspiración de Mariano Otero), y otros reservaron este tipo
de remedios para la tarea más cotidiana de la Legislatura. Muchas Constituciones quisieron establecer de
un modo preciso el tipo de penas que se aceptaban o rechazaban; mientras que otras consideraron que
bastaba con consagrar alguna disposición general referida al respeto de la vida e integridad física de las
personas. Diferencias como las señaladas hacen a estilos de creación constitucional diferente, pero siempre
razonables. Sin embargo, algunas variaciones en la materia parecen trascender claramente los límites del
marco referido. Por ejemplo, fue muy común en Latinoamérica la adopción de cláusulas constitucionales
destinadas a favorecer exclusivamente los intereses o convicciones fundamentales de algún grupo.
Típicamente, una gran mayoría de Constituciones, a lo largo del siglo xix, reservaron un lugar especial para
la religión católica, frente al que se reservaba para otras creencias. Las fórmulas empleadas para cumplir
con este propósito “perfeccionista” fueron muy diversas, algunas más “graves” que otras. La Constitución
mexicana de 1857 adoptó una de las variables menos extremas dentro de este abanico. Los liberales
mexicanos, entonces, no pudieron consagrar –como querían- la plena libertad de cultos, en razón de la
presión ejercida por los sectores más conservadores. Estos últimos, sin embargo, tampoco consiguieron
sus propósitos, orientados a afirmar al catolicismo como religión del Estado. En la Constitución argentina
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
de 1853, los liberales cedieron bastante más: aceptaron, en este caso, parte de los fuertes reclamos de los
sectores católicos, e incluyeron un artículo algo ambiguo, estableciendo el “sostenimiento” público del culto
católico,8 además de reservar la presidencia de la Nación para un católico. En los casos más extremos,
se afirmó el valor especial de la religión católica limitando, a su vez, el ejercicio (normalmente público, a
veces público y privado) de otros cultos. Varias Constituciones mexicanas llegaron a estos extremos, desde
la más “radical” de 1814, creado bajo la inspiración del padre Morelos en Apatzingán; hasta la muy
conservadora Constitución de 1836 -las “Siete Leyes” constitucionales promovidas por el general Santa
Anna- en donde se adoptaba la religión católica “sin tolerancia de ninguna otra.” Por su parte, la
Constitución chilena de 1833 –vigente casi sin modificaciones a lo largo de todo el siglo xix- estableció al
respecto que “la religión de la República de Chile es la católica, apostólica, romana, con exclusión del
ejercicio público de cualquier otra” (art. 5). A través de formas como las descriptas, la Constitución rompía
su compromiso fundamental con el respeto de la igual dignidad de las personas: las preferencias de algunos
8
En tal ocasión, y a través del Convencional Zenteno, parte del bando católico propuso la adopción de la siguiente
fórmula: “la religión católica apostólica romana como única y sola verdadera, es exclusivamente la del Estado. El
gobierno federal la acata, sostiene y protege, particularmente para el libre ejercicio de su culto público. Y todos los
habitantes de la confederación le tributan respeto, sumisión y obediencia.” Manuel Pérez sugirió otra en donde el
Estado aparecía profesando y sosteniendo el culto católico apostólico romano; y Leiva propuso “la religión católica
apostólica romana (única verdadera) es la religión del Estado. Las autoridades le deben toda protección y los habitantes
veneración y respeto.” Los argumentos brindados en respaldo de tales propuestas no resultaron especialmente notables.
Zapata consideró suficiente con afirmar que la católica era “la religión dominante y de la mayoría del país.” Leiva hizo
referencia, en cambio, a la necesidad de cuidar de la formación de los a los sectores “más ignorantes.” En su opinión,
si no se incluía en la Carta Magna una alusión explícita al culto católico, recomendándolo, se corría el riesgo de abrir
el texto a malas interpretaciones: “para que fácilmente estuviese a la inteligencia de todos....que era un asunto grave.”
Así –suponía- las “masas” podían advertir que aquella era la religión dominante, que debían acatar, y frente a la cual
les correspondía mostrar respeto.” La “falta de aplicación y de recomendación” al respecto –agregaba- “podía quizá
ser mal interpretada y venir a debilitar el entusiasmo con que deseaba que se recibiese por los pueblos la Constitución.”
Ver Ravignani, E: (1886), Asambleas Constituyentes Argentinas, 6 vols., Buenos Aires: Casa J. Peuser.
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
pasaban a ser (de antemano) jurídicamente más importantes que las preferencias de otros. La Constitución
venía a servir, de este modo, para limitar más que para salvaguardar los derechos de las minorías.
ii) Violaciones en la organización de los derechos: El condicionamiento de los derechos a alguna
concepción del bien particular. En relación con el caso anterior, conviene llamar la atención sobre otra
situación común, que implicó el directo condicionamiento de toda la estructura de derechos frente a las
preferencias propias de un cierto sector de la sociedad. Los derechos resultaban entonces dependientes
del respeto privilegiado de algún otro valor, con lo cual los mismos terminaban perdiendo su carácter de
tales: se los “nombraba,” entonces, como derechos, pero se los trataba como si no lo fueran. En la
influyente Constitución chilena de 1823, redactada por Juan Egaña, la religión católica aparecía sin dudas
como el valor supremo, a cuya luz se organizaban todos los demás valores constitucionales. Egaña ilustraba
bien esta concepción haciendo referencia a los vínculos entre el derecho a la libre expresión (uno de los
derechos normalmente considerados como fundamentales), y el prioritario valor de la religión. Según lo
dispuesto por el afamado constitucionalista, el derecho de imprenta iba a reconocerse en la medida en
que el mismo “contribuy[era] a formar la moral y buenas costumbres; al examen y descubrimientos útiles
de cuantos objetos pueden estar al alcance humano; a manifestar de un modo fundado las virtudes cívicas
y defectos de los funcionarios en ejercicio; y a los placeres honestos y decorosos.”9 En su opinión, “[la]
9
En este sentido también la Constitución volvía al modelo redactado por Egaña en 1811, en donde se disponía la libertad
de prensa, pero enmarcado en un régimen de censura destinado a asegurar que “la moral que aprueba la iglesia
ortodoxa no pueda ser controvertida,” porque era “un delirio” que los hombres desafiasen a la religión cristiana.” Ver,
por ejemplo, Collier, S. Ideas and Politics of Chilean Independence. Cambridge: Cambridge University Press, pp. 2289. Ver también Silva Castro, R. (1969), Juan Egaña. Antología, Santiago de Chile: Editora Andrés Bello.
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
suma de los males que produce la libertad de imprenta en la religión, la moral, la mutua concordia
interior de los ciudadanos, y aun el crédito exterior de la nación, es mucho mayor que sus bienes.”10
De este modo, Egaña –como harían más tarde otros constitucionalistas latinoamericanos- procuraba
justificar el lugar relegado en que dejaba a los derechos (aquí considerados como) fundamentales, que
terminaba privándolos finalmente de su carácter de tales.
Simón Bolívar –de extraordinaria influencia en el desarrollo del constitucionalismo más
conservador, en toda Latinoamérica- se encargó de promover la versión laica de la Constitución diseñada
por Egaña (en quien, según muchos, se inspiraba). En tal sentido, y por ejemplo, Bolívar incluyó en todos
sus proyectos constitucionales una institución destinada a velar por la moral de la nación. La institución
–que recibió en algunos casos el nombre de “Poder Moral”- fue incorporada en la Constitución de Perú
de 1826; y en la Constitución de Bolivia del mismo año. Dicho “Poder Moral” era el encargado de diseñar
los planes educativos para las escuelas; a la vez que debía exaltar y desalentar ciertas conductas (a través
de ceremonias más bien simbólicas), y ocuparse de la “censura” de aquellas “obras morales y políticas,
los papeles periodísticos; y cualesquiera otros escritos [vinculados con] la moral.”11 Nuevamente, en el
10
Egaña (1969), pp. 84-85 (la cursiva es mía). Y agregaba: “Yo en mi república sólo permitiría la libertad legal de
imprenta a los ciudadanos que pasasen los cuarenta años; pero los jóvenes estarían sujetos a una revisión, cuyo juicio
pudiesen reclamar ante la magistratura protectora de esta libertad. En todas las naciones exigen sus códigos una edad
madura para los empleos de senador, de consejero, director de la moralidad, religión o educación: ¿por qué pues se
habrá de permitir que el joven más atolondrado y corrompido suba a la cátedra, no de un colegio o pequeña corporación
sino a enseñar y dirigir a toda la nación, sin otro examen que su capricho y tal vez su arrojada ignorancia? Prohibiría
igualmente todo escrito anónimo, como se prohíben las delaciones ocultas: ellos son la trinchera de la inmoralidad y
la calumnia.” Ibid.
11
Ver Bolívar, S. (1950), Obras Completas, La Habana: Editorial Lex, 3 vols.
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
caso de Bolívar, como en el de Egaña, se tornaba evidente la falta de un compromiso constitucional
efectivo con los derechos que ellos mismos decidían invocar.
iii) Violaciones por defecto: Sobre la regulación del procedimiento de toma de decisiones. Existen
muchas formas posibles de cumplir con el objetivo de organizar el sistema democrático. Por ejemplo,
distintos ordenamientos constitucionales han diferido razonablemente en cuanto al modo en que organizaron
el poder, o las formas en que consagraron el voto periódico. Así, la Constitución de los Estados Unidos
incluyó un sistema de “frenos y contrapesos” que vino enía a rechazar el sistema de “estricta separación”
de poderes preferido en muchas de las Constituciones “radicales” que la precedieron. Este tipo de
diferencias –a pesar de ser muy significativas- no implican, a primera vista al menos, una ofensa al principio
democrático. Muchas Constituciones latinoamericanas, de modo similar, difirieron en cuanto a los
requisitos que exigieron a nacionales y extranjeros para poder acceder a la condición de “ciudadano” (y
así, por caso, al goce de los derechos políticos). Algunas Constituciones, por ejemplo, fueron muy
exigentes en cuanto al tiempo de residencia que pidieron a los extranjeros que pretendían nacionalizarse;
otras, pero no todas, aceptaron como nacionales a los hijos de nacionales dados a luz en el extranjero.
Tales diferencias, nuevamente, no parecen ser graves y muestran, en todo caso, una -en principiocomprensible diferencia de criterios entre los encargados de la redacción constitucional. Ahora bien, junto
a aquellas distinciones más bien razonables, conviene mencionar también que muchas Constituciones
latinoamericanas restringieron de modo extraordinario la amplitud del sistema democrático, al impedir la
participación de la mayoría de la población. Ello, ya sea a través de la limitación de los derechos políticos;
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
el fuerte incremento en las exigencias requeridas para acceder a la ciudadanía; o la consagración de una
larga lista de causales destinadas a autorizar la pérdida de la misma. En tal sentido, por ejemplo, la
Constitución proyectada en 1860 por el peruano Bartolomé Herrera (sin dudas, la figura más notable del
conservadurismo de su país), condicionaba el mantenimiento de la ciudadanía a la capacidad intelectual
y la propiedad dado que –conforme declaraba- el gobierno debía quedar en manos de la “aristocracia de
la inteligencia.” Decía Herrera
“[E]l pueblo, esto es la suma de los individuos de toda edad y condición no tiene la
capacidad ni el derecho de hacer las leyes. Las leyes son principios eternos fundados en
la naturaleza de las cosas, principios que no pueden percibirse con claridad sino por los
entendimientos habituados a vencer las dificultades del trabajo mental y ejercitados en la
indagación científica. La mayoría del pueblo se halla en estado de emprender la difícil tarea
indispensable para descubrir esos principios? No: no tiene tal capacidad. Y quien no tiene
la capacidad de hacer algo no se puede decir, sin caer en un absurdo, que tiene derecho
para hacerlo. El derecho de dictar leyes pertenece a los más inteligentes, a la aristocracia
del saber, creada por la naturaleza...El pueblo no puede ejercer la soberanía verdadera
-el mando- y si no puede ejercerla en este sentido, que es propio y riguroso, no la tiene.”12
A partir de consideraciones similares, la Constitución diseñada para el primer gobierno del
presidente ecuatoriano Flores (en 1830) condicionó la ciudadanía al hecho de tener cierto nivel económico,
saber leer y escribir, y no estar afectado por alguna de entre las diversas causales que se establecían (que
incluían, por ejemplo, la de ser “ebrio de costumbre” o “vago declarado,” categorías normalmente usadas
de modo discrecional, para desplazar de la vida política a quienes se quería desplazar de ella). La de 1869,
12
Citado en Basadre, J. (1949), Historia de la República del Perú, Lima: Editorial Cultura Antártica, pp. 217-18. En
opinión de Herrera, la Constitución tenía que “declarar límites a los derechos políticos y reconocer que no tienen
derecho de sufragio los que no saben leer ni escribir, sea cual fuere su raza, porque no se ve en ellos el indicio de
capacidad.” Citado en Pajuelo, M. (1965), Los fines de la educación necesaria en la ideología y acción educativas de
Bartolomé Herrera y los Hnos. Gálvez, Lima, p. 21.
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
dictada por García Moreno, incluía el extraordinario requisito de ser católico como precondición para el
goce de los derechos del ciudadano. La chilena de 1823 disponía, como exigencia necesaria para poder
ejercer un cargo público, la de haber recibido un “mérito cívico” -una distinción que se otorgaba a partir
de razones más bien excepcionales como las de colaborar con la difusión de la religión; dedicarse al
estudio de ciertas disciplinas; o el ser padre de más de seis hijos legítimos. La Constitución colombiana de
1843, condicionó el mantenimiento de la ciudadanía al no haber sido acusado por ofensas criminales, al
no haber sido condenado por deudas, al no sufrir perjuicios mentales, y al no haber sido privado de la
misma por una decisión judicial. La mexicana de 1836 permitía suspender la ciudadanía por el hecho de
que alguien fuera sirviente doméstico, por causas criminales, y por no saber leer y escribir; mientras que
determinaba la pérdida de la ciudadanía, por ejemplo, en razón de una pena infamante impuesta
judicialmente, por quiebra fraudulenta calificada, por ser deudor calificado del erario público, o por ser
“vago, mal entretenido, o no tener industria o modo honesto de vivir.”
Cláusulas como las referidas (o al menos, la gran mayoría de ellas) afectaban seriamente al proceso
democrático. Ellas buscaban privar de toda participación política legal a una gran parte de la población,
y lo lograban desvirtuando, a la vez, el carácter democrático del sistema político que creaban. 13
13
Por supuesto, no estamos tomando en cuenta aquí la ausencia de cláusulas destinadas a promover una más intensa
intervención ciudadana en los asuntos de la comunidad, o a consagrar nuevos foros para el debate público entre los
ciudadanos, o entre los últimos y sus representantes. Lo cierto es que, desde el ideal del activismo cívico, las
Constituciones americanas resultan extraordinariamente defectuosas: ellas se propusieron explícitamente limitar,
antes que promover, la participación política del pueblo en el proceso de toma de decisiones. Desarrollo este tema en
I-13
Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
iv) Violaciones en el diseño o instrumentación de los derechos. Una concepción muy robusta del
derecho de propiedad. Nos ocupamos ya del caso de aquellas Constituciones que incluían cláusulas
constitucionales impermisibles conforme a nuestro esquema “ideal” (i.e., una religión de Estado). Hicimos
referencia, también, a otros textos que no incluían ciertas disposiciones fundamentales para asegurar el
buen funcionamiento del sistema democrático (i.e., al negar arbitrariamente la calidad de ciudadanos a una
parte significativa de la población). En este caso vamos a ocuparnos del modo en que fueron concebidos
e instrumentados en la práctica ciertos derechos y, muy en particular, del derecho de propiedad. El
derecho de propiedad representa un caso curioso frente a otros porque, por un lado, ha estado siempre
presente en los documentos constitucionales que conocemos pero, por otro lado, dista de ser el derecho
más fácilmente justificable dentro de la organización constitucional. Históricamente, el derecho a la
propiedad (privada) siempre ha tenido un status polémico, constituyéndose en una de las principales fuentes
de enfrentamientos entre “demócratas” y “conservadores.” Thomas Jefferson, por ejemplo, eliminó la
referencia directa a aquel derecho de la “Declaración de la independencia,” reemplazándolo por el derecho
a la felicidad: Jefferson tenía reparos en transferirle a dicho reclamo por la propiedad el status de un
derecho fundamental. Alexander Hamilton, por el contrario, se ubicó entre quienes tomaron a la defensa
de la propiedad como base y objetivo central del sistema político. Era necesario, en su opinión, “proteger
el derecho de propiedad contra el espíritu democrático.”14 En Latinoamérica, del mismo modo, la disputa
Gargarella, R. (1995), Nos los representantes, Buenos Aires: Miño y Dávila.
14
Farrand, M. (1937), The Records of the Federal Convention of 1787, New Haven, Conn.: Yale University Press, vol.
1, p. 562.
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
en torno al status y el alcance del derecho de propiedad también encendió fuertes polémicas: desde Chile
hasta México, el debate sobre cómo re-organizar la propiedad luego de la independencia (propiedad en
manos de los indígeneas o de la Iglesia, por ejemplo) marcó la historia de una mayoría de países.
Ahora bien, aceptando la inclusión del derecho a la propiedad como uno de los derechos
fundamentales, resulta muy discutible que el mismo deba ser concebido con el grado de amplitud con que
se lo concibió en los más diversos países americanos. Ello, en particular, cuando aquellas dudas acerca
del status de este derecho pueden repercutir drásticamente sobre el alcance del sistema político: parece
claro, si se protege constitucionalmente la propiedad, y se concibe a la misma de un modo muy robusto,
luego, el espacio de la discusión y decisión democrática puede quedar fundamentalmente reducido.15
Obviamente, nadie niega la posibilidad de que existan disputas acerca de cómo definir el alcance
de derecho de propiedad: la vida democrática consiste, en buena medida, en la posibilidad de que se lleven
15
Los norteamericanos advirtieron estas profundas tensiones entre la defensa de la democracia y la defensa de un
robusto derecho de propiedad durante la llamada “era Lochner” –esto es, en la época en que, jurisprudencialmente,
comenzó a primar una idea extraordinariamente amplia acerca del significado constitucional de la idea de propiedad.
Muchos de los principales constitucionalistas del liberalismo latinoamericano suscribieron, también, concepciones
muy robustas del derecho de propiedad. Entre muchos otros, José María Samper, en Colombia (involucrado en la
redacción de la Carta de 1886); José Joaquín de Mora, en Chile (principal responsable de la Constitución de 1828);
Juan Bautista Alberdi, en la Argentina (principal ideólogo de la Constitución de 1853); los peruanos José María
Químper o José Simeón Tejada (activos participantes en las discusiones constitucionales de mediados de siglo),
aparecían unidos por la defensa de una idea muy amplia de propiedad, que debía llevar al Estado a una cuasi-inacción.
Como sostenía Samper, “Si se quiere, pues, tener estabilidad, libertad y progreso en Hispano-Colombia, es preciso que
los hombres de Estado se resuelvan a gobernar lo menos posible, confiando en el buen sentido popular y en la lógica
de la libertad; que se esfuercen por simplificar y despejar las situaciones, suprimiendo todas las cuestiones artificiales,
que sólo sirven de embarazo.” Samper, J.M. (1881), Historia de una alma. Memorias íntimas y de historia
contemporánea, Bogotá: Imprenta de Zamalea hnos., pp. 486-488 (las cursivas son mías).
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
a cabo debates sobre dicha materia. Pero es justamente a partir de este tipo de objetivos que resultan
preocupantes los intentos de imponer una particular visión de la materia, ya sea consagrando
constitucionalmente (o jurisprudencialmente) un cierto modelo económico basado en la propiedad privada;
ya sea restringiendo o concentrando la discusión política en los propietarios. Muchos americanos
procuraron alcanzar (aún) el último de los objetivos mencionados, a través de dos vías principales.
Primero, según hemos visto, a través de la restricción del sufragio sobre los más capaces y/o los principales
propietarios (condiciones normalmente asimiladas entre sí).16 Segundo, reservando un lugar especial para
los propietarios dentro del sistema de toma de decisiones.
En los Estados Unidos, una mayoría de entre los Convencionales Constituyentes norteamericanos
–tanto Federalistas como antifederalistas- concibieron al Senado, típicamente, como un espacio exclusivo
para los grandes propietarios.17 En Latinoamérica, tal concepción llegó a tomar formas todavía más
explícitas. El mexicano Lucas Alamán, por ejemplo, presionó por establecer fuertes restricciones sobre
16
En los Estados Unidos, Governour Morris fue uno de los Convencionales Constituyentes que más presionó por incluir
limitaciones en el sufragio, asegurándole el voto sólo a aquellos que gozaban de amplias propiedades. En su opinión,
la omisión de esta medida iba a tener como consecuencia la venta de los votos (de la voluntad) por parte de los más pobres
hacia los más ricos. Morris asumía, como una mayoría de conservadores, que aquellos que carecían de propiedad
carecían, también, de una voluntad propia y que, en definitiva, no se encontraban igualmente capacitados que los más
ricos, como para poder participar en política. James Wilson fue entonces uno de sus principales contradictores, pero
Morris se mantuvo firme en su postura: él sostenía –con razón- que una mayoría de estados mantenía intocadas este
tipo de limitaciones. Y si bien la propuesta extrema de Governour Morris resultó, finalmente, rechazada, también es
cierto que la Constitución de 1787 dejó en manos de los estados locales la regulación del derecho al voto y, de ese modo,
permitió la persistencia de estructuras discriminatorias a todo lo largo del país. Ver Wilson, F. (1949), The American
Political Mind, New York: Mc Graw Hill, cap. 5.
17
Ver, por ejemplo, los testimonios de los Convencionales Davie (Farrand, 1937, vol. 1, p. 562); Baldwin (ibid., p. 470);
Mason (ibid., vol. 1, p. 428); Pinckney (ibid., vol. 3, p. 110). El mismo Madison consideraba que el Senado tenía, entre
sus primeros objetivos, el de “proteger los derechos de propiedad contra el espíritu de la democracia” (ibid., vol. 3, p.
498).
I-16
Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
los órganos legislativos, como forma de asegurar la máxima protección al derecho de propiedad. Para ello,
sugirió ante todo la incorporación de los sectores privilegiados al sistema institucional, y propuso reservar
para ellos un lugar constitucionalmente fijo.18 En su opinión -como en la opinión de una mayoría de
conservadores americanos- sólo los propietarios (y más aún los grandes propietarios) tenían un vínculo
fuerte con los intereses del país y eran capaces, así, de garantizar la defensa de los intereses del mismo.
18
Tal vez valga la pena citar un extenso párrafo redactado por Alamán sobre el citado punto. Escribía Alamán: “No se
entienda por esto que se pretende aquí cerrar la puerta de los cuerpos legislativos a todo lo que no es propietarios. Nada
menos que eso...pero desgraciado también aquel país que pasando al extremo opuesto considere una baja educación, un
modo limitado de ver las cosas, una ocupación mercenaria como un título preferente para el mando...el carácter esencial
de la propiedad, compuesto de los principios combinados de los medios de adquirirla y conservarla es el ser desigual.
Los grandes propietarios pues, que son los que excitan la envidia y tientan a la rapacidad deben ser puestos fuera de
toda posibilidad de peligro, y entonces ellos mismo forman un muro que naturalmente protege a los propietarios
menores en todas las graduaciones de la propiedad. Me he extendido algo sobre estos principios no sólo para demostrar
cuán insuficientes son las cortas restricciones que la Constitución establece para la composición de nuestros cuerpos
legislativos, sino también para hacer ver la necesidad de dar a la propiedad, sobre todo a la territorial, que es la más
estable y más íntimamente relacionada con la prosperidad de la Nación, un influjo directo en la legislación, lo cual no
me ha parecido superfluo en circunstancias en que por preocupaciones muy perjudiciales, en algunos estados sobre
todo, se le ha declarado una guerra a muerte...[para evitar el abuso de poder] se han pretendido establecer por la
Constitución con respecto al Congreso General por la división en dos Cámaras, pero nunca esta división puede llenar
este objeto cuando estas dos Cámaras sólo difieren por el modo de su elección y por algún accidente en el término de
su duración pero que no representan intereses esencialmente distintos cuya combinación deba producir la conveniencia
general de las leyes...por el orden en que se han ido exponiendo estas ideas ha podido verse con claridad desde luego,
la suma preponderancia del poder legislativo sobre los otros poderes, la nulidad o impotencia consiguiente del ejecutivo,
y la insuficiencia de las restricciones que la Constitución establece en cuanto a las personas en quienes la elección
puede recaer...de aquí proceden las precauciones necesarias que varias naciones han establecido limitando el derecho
de sufragio a sólo los propietarios según la suma que por contribuciones directas comprueban haber satisfecho. Estas
u otras restricciones nunca parecen deben ser más necesarias que cuando pasándose de un sistema en que no hay la
menor idea de elecciones populares a otro en que todo depende de ellas, se va a dar una facultad tan importante a un
pueblo que no tiene formado concepto alguno de su objeto, de sus consecuencias, ni de la importancia misma de esa
facultad. En el orden civil más que en el natural todo es graduado, porque el orden civil no es más que el orden natural
modificado, por causas todavía de más lento efecto como son la religión, la moral y la ilustración: nunca vemos a la
naturaleza obrar por motivos repentinos, lo único que en ella es momentáneo son los terremotos y las tempestades y
esos no son medios de creación sino de ruina. Para evitar este inconveniente y salvar siempre la ficción metafísica de
la voluntad general, se ha recurrido al artificio de que las elecciones no sean directas sino que por diversas
graduaciones y reelecciones el nombramiento de los diputados venga a ser la obra de pocas personas....” Alamán, L.
(1997), Los Imprescindibles, Mazatlán, pp. 187-192.
I-17
Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
Darle el poder a los propietarios, en tal sentido, representaba la certeza de un ejercicio responsable de la
autoridad: actuando de un modo egoísta, los propietarios cuidaban de los destinos de la Nación. 19 A través
de concepciones y fórmulas como las señaladas, parte de la clase dirigente americana utilizaba la figura de
los derechos inviolables como mero “escudo de protección” de sus propios intereses frente a las demandas
reales o potenciales del resto de la población.
v) Violaciones de derechos autorizadas por el sistema institucional. Cuando se le permite al
Ejecutivo la restricción de los derechos fundamentales. Como una particularidad propia del
constitucionalismo latinoamericano, muchos países de la región adoptaron Constituciones fuertemente
presidencialistas. La opción por un sistema presidencialista resulta, nuevamente, polémica, pero no importa
19
Poniendo cabeza abajo propuestas como las anteriores, fueron muchos los que consideraron que derechos tales como
el de propiedad debían concebirse de un modo diferente al expuesto, para ponerlos al servicio del robustecimiento
democrático de la sociedad. De este modo, además, vinculaban la cuestión del diseño de los derechos con el punto
examinado en el apartado anterior: la necesidad de asegurar las precondiciones de la discusión democrática. En tal
sentido, por ejemplo, puede mencionarse al notable colombiano Murillo Toro –dos veces presidente de su país- quien
expuso claramente esta posición, al sostener que, así como se realizaban esfuerzos por extender el sufragio a todos los
sectores sociales, así también debía cuidarse la autonomía económica del votante: “Qué quiere decir el sufragio
universal y directo –se preguntaba- en una sociedad en que [la enorme mayoría de los votantes] no tienen la
subsistencia asegurada y dependen por ella de uno solo? Qué quiere decir la federación cuando cada distrito federado
ha de depender en sus más premiosas condiciones de existencia, de uno, de dos, de tres individuos que tienen el
monopolio de la industria y por lo tanto del saber?” “Así –concluía- la gran cuestión está en asegurar la pureza del
sufragio por la independencia del sufragante, y por eso las cuestiones de bienestar tienen que dominar a las otras. Ni
la independencia ni la educación podrán obtenerse nunca sino proveyendo a la subsistencia independiente del individuo
por la libertad y seguridad del trabajo” (citado en Murillo Toro, M., 1979, Obras Selectas, Bogotá, p. 387). Muchos de
los más importantes Convencionales mexicanos que participaron en el dictado de la Constitución de 1857 sostuvieron
una posición similar. Ponciano Arriaga, presidente de la Convención, sostuvo que “La Constitución debiera ser la ley
de la tierra” –esto es, debía dirigirse, fundamentalmente, a establecer los principios para la reorganización social de
la comunidad (citado en Sayeg Helú, J., 1972, El constitucionalismo social mexicano, México: Cultura y Ciencia
Política., pp. 388-389). En dicho criterio –finalmente rechazado por la Convención- Arriaga sería respaldado por otros
Constituyentes notables, como Castillo Velasco, Olvera, o Ignacio Ramírez. José Gervasio Artigas, en el Uruguay de
principios del siglo xix, llevaría adelante, también, una política inspirada en tales ideales –reflejada, por ejemplo, en
su conocido “Reglamento provisorio de la Provincia Oriental para el fomento de su campaña,” del 10 de septiembre
de 1815.
I-18
Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
en principio una directa confrontación con el modelo “ideal” arriba definido. De todos modos, dicha
colisión suele aparecer cuando desmenuzamos el tipo de facultades delegadas sobre tales presidentes. En
especial, corresponde llamar la atención sobre la habitual atribución de “facultades extraordinarias”
autorizadas por muchas Constituciones. Típicamente, ellas le permiten al Ejecutivo declarar (de un modo
más o menos independiente) el “estado de sitio,” y suspender –durante la vigencia de aquél- los principales
derechos y garantías constitucionales individuales. La amplitud de estas facultades; la facilidad con que se
las concede habitualmente; la carencia de controles adecuados sobre las mismas, tornaba a dichas
proposiciones contradictorias con el genuino propósito de preservar la estructura de derechos y un sistema
político efectivamente democrático.
Dentro de las muchas Constituciones que consagraron un presidencialismo fuerte, la chilena de
1833 ocupa un lugar privilegiado. La misma establecía un Poder Ejecutivo que permanecía en su poder
durante cinco años y con la posibilidad de ser reelecto por un período; le otorgaba un lugar predominante
sobre el Legislativo y el Judicial; y le facilitaba amplios poderes –en la forma de “facultades
extraordinarias”- que le permitían durante ciertos períodos de crisis (que en la realidad pasaron a constituir
un tercio del período 1833-1861, o de la “república conservadora”) cercenar los derechos y libertades
personales. Andrés Bello –uno de los responsables de la Constitución- justificó estas amplias atribuciones
I-19
Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
otorgadas al presidente como necesarias para constituir “un dique contra el torrente de las conmociones
de partido” que en su opinión habían asolado al país durante la etapa “federalista” previa.20
En razón de la estabilidad política que ayudó a consolidar en su país, el texto chileno de 1833
resultó muy influyente en el resto de Latinoamérica. El ecuatoriano García Moreno lo adoptó como modelo
(luego de haberlo conocido al finalizar su primera presidencia, y ejerciendo el cargo de embajador
designado en Chile) para su propuesta constitucional de 1869. Esta propuesta –inmediatamente convertida
en Constitución- fue conocida como “Carta Negra de Esclavitud frente al Vaticano,” se distinguió por la
consagración de un Ejecutivo todopoderoso, reeligible indefinidamente, y capacitado para ordenar aún la
condena a muerte de sus opositores.21 Constitucionalistas tan importantes como Alberdi, en la Argentina,
también se inclinaron por el modelo chileno a la hora de organizar el Poder Ejecutivo. En dicho capítulo
–afirmaba Alberdi- la Constitución debía dejar de lado ejemplos como el norteamericano, para adoptar
el practicado en Chile y sugerido por los Egaña que (según él mismo lo había comprobado, durante su
exilio de diez años en dicho país), había aportado orden y estabilidad al país.
De modo similar, fueron muchas las Constituciones que –con el fin de dotar de mayor poder al
presidente, facilitando su capacidad para “reestablecer el orden”- expandieron el rol constitucional de las
fuerzas armadas (a cuyo comando, inexorablemente, se dejaba al líder del Ejecutivo). Por ejemplo,
Constituciones como las de 1832 y 1843, en Colombia; la mayoría de las sancionadas en el Ecuador
20
Citado en Brewer-Carías, A. (1982), “La concepción del Estado en la obra de Andrés Bello,” en Bello y la América
Latina, Caracas: La Casa de Bello, p. 142.
21
La Constitución de 1835 ya permitía la delegación en el presidente de “[todo tipo de] poderes extraordinarios” para
los casos de conmoción interior o ataque exterior.
I-20
Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
(1830; 1835; 1845; 1851; 1852); y varias de las consagradas en Perú (1828; 1834; 1856; 1860; 1867),
delegaron a las fuerzas armadas el control de mantener el orden interno. Otras (como las de Bolivia 1839
y 1851; Perú 1834; Venezuela 1864; y casi todas las adoptadas en el Ecuador después de 1845), le
dieron una cabida más indirecta al poder militar, en el control de que ninguna ley fuera adoptada a partir
de “tumultos populares.”22 Fortaleciendo de este modo la autoridad del presidente –por medio de
amplísimos poderes libres de todo control sensato- la Constitución venía a legitimar, de hecho, la futura
violación de los derechos individuales.
vi)Violaciones al principio mayoritario, a través de los mecanismos destinados a la protección
de los derechos. El problema de la revisión judicial de constitucionalidad. La última cuestión que
examinaremos es la vinculada con el control judicial de constitucionalidad –esto es, con la posibilidad de
que los jueces examinen la validez de las normas elaboradas por el poder político a la luz de la Constitución
-y las invaliden en el caso de encontrar contradicciones con ésta. La institución del control judicial fue
creada por el constitucionalismo norteamericano aunque, en verdad, la misma no apareció incorporada en
el texto de la Constitución de 1787 (como no aparecería, después, en la enorme mayoría de las
Constituciones latinoamericanas). Más bien, la revisión judicial de las leyes fue establecida a través de la
propia acción de los órganos judiciales (en 1801, y a través del famoso caso “Marbury v. Madison”), e
22
Ver Loveman, B. (1993), The Constitution of Tyranny, Pittsburg: University of Pittsburg Press, pp. 399-400.
I-21
Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
impulsada –desde allí y desde la teoría- por algunos sectores (sin duda, los más conservadores) de la
dirigencia norteamericana (por A. Hamilton y el juez J. Marshall, en particular).
El hecho de que la práctica del control judicial haya alcanzado tanta difusión torna más difícil el
análisis crítico de la misma. Sin embargo, pocas dudas caben de que la misma implica un desafío para la
capacidad de la ciudadanía para autodeterminarse. Como dijera un notable defensor del control judicial
-A. Bickel- es posible encontrar justificaciones de la revisión judicial, pero ello no debe impedirnos
reconocer que dicho control implica, en la práctica, contradecir la voluntad presente de los ciudadanos o
sus representantes:23 cuando niegan la validez de la ley, en efecto, los jueces sobreponen su autoridad
sobre la voluntad política de la comunidad (expresada directamente o a través de sus representantes).24
Aquí no cabe sostener -como sostuviera célebremente Hamilton en El Federalista n. 78- que al invalidar
una ley los jueces sólo procuran reestablecer la voluntad democrática de la sociedad incorporada en la
Constitución. Ello, no sólo porque dicha “voluntad democrática” no reside “sólo” en la Constitución,25 sino
porque aún si ése fuera el caso, la Constitución –antes de ser aplicada- debe sujetarse a un inevitable
proceso de interpretación. Dada la especial dificultad que existe para interpretar los textos constitucionales
(en razón de la generalidad y vaguedad de muchos de los principios que típicamente encierran), y nuestra
carencia de una teoría interpretativa más o menos indisputable, luego, es difícil afirmar –como lo hacía
Hamilton- que los jueces sólo aplican la Constitución. Más bien, los jueces interpretan qué es lo que dice
23
Bickel, A. (1961), The Least Dangerous Branch, New Haven: Yale University Press.
Me explayo en el tema, de todos modos, en Gargarella, R. (1996), La justicia frente al gobierno, Ariel: Barcelona.
25
Ver, por ejemplo, Ackerman, B. (1991), We the People: Foundations, Cambridge: Harvard University Press.
24
I-22
Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
la Constitución, frente a las normas que aparentemente la contradicen. Y éste hecho, que la “última
interpretación” de la Constitución quede en manos de un grupo de funcionarios públicos que (normalmente)
ni son elegidos ni pueden ser removidos directamente por la ciudadanía, representa un grave riesgo para
la teoría institucional arriba expuesta: bajo la apelación a una defensa de los derechos, es posible afectar
seriamente el principio mayoritario.26
No sugeriremos aquí –como sí lo hemos hecho en los casos previamente examinados- que
prácticas como la del control judicial de las leyes constituyen un desafío inaceptable frente a nuestros
compromisos con el respeto del sistema democrático. Afirmaremos, en todo caso, que de los distintos
arreglos institucionales que se popularizaron en América desde el siglo xviii, el control judicial es uno de
los que más dificultades plantea frente al alegado respeto del principio mayoritario.
La pregunta que uno debe hacerse, en este punto, es la de si existe o no alguna otra forma de
proteger los derechos que resulte menos ofensiva o costosa frente a aquel principio mayoritario.
Obviamente, si no la hay, luego, no nos queda más que optar entre dos alternativas igualmente discutibles,
al abrir la posibilidad de abusos sobre uno u otro de los extremos en juego -sacrificando algún derecho
o alguno de nuestros acuerdos democráticos. Tentativamente, sugeriría que sí es posible pensar en
26
Es claro que si en Latinoamérica existe un problema en relación con la justicia, ése tiene que ver más con la
dependencia política de la misma, que con el modo en que se ejerce el control de los actos políticos. Dicha dependencia
judicial nació con la misma independencia política de las nuevas naciones y persiste aún, con matices, en una mayoría
de países. Ahora bien, la realidad de esta repudiable situación nos da razones, en todo caso, para reivindicar la
separación más efectiva entre los poderes pero no, en cambio, y como algunos pueden sugerir, para considerar
irreprochable el control judicial.
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
alternativas preferibles al control judicial, que pueden ir desde formas de “reenvío” judicial a los órganos
democráticos; a instancias de control más sensibles a la discusión pública; o recortes estrictos en cuanto
a los alcances o al ámbito posible de la decisión judicial. C. Fabre ha defendido la intervención de los
jueces aún en la protección de los derechos sociales, pero negándoles, al mismo tiempo, la posibilidad de
declarar la inconstitucionalidad de las leyes27 La posibilidad de precisar estas sugerencias, de todos modos,
excede los marcos de este trabajo.
Un breve apéndice: constitucionalismo y escepticismo
El repaso anterior puede ayudarnos a advertir algunos de los riesgos y problemas que encierra el
diseño constitucional. En esta sección final me limitaría a destacar dos de entre tales dificultades.
En primer lugar, mencionaría el problema de los abusos a que da lugar la creación o reforma de
la Constitución. Ocurre, fundamentalmente, que la Constitución que incorpora derechos intangibles nos
promete, por un lado, asegurar el respeto de las libertades de cada uno pero nos amenaza, al mismo
tiempo, con asegurar sólo las de algunos, socavando al mismo tiempo el principio mayoritario. El problema
no es –como algunos quisieran plantear- uno que se vincula exclusivamente con quienes deben implementar
la Constitución y lo hacen de un modo tramposo. El problema es que muchas veces, y conforme viéramos,
27
Sugiere, en tal sentido, tanto la adopción de formas preventivas de control judicial, como el auxilio de otras
instituciones de controlar –del tipo de las Comisiones de Derechos Humanos existentes en algunos países- de modo
tal de servir a la doble finalidad de fortalecer los derechos, y respetar la autoridad democrática de la ciudadanía. Fabre
(2000). Una excelente discusión sobre la materia en Waldron, J. (1993), “A Right-Based Critique of Constitutional
Rights,” Oxford Journal of Legal Studies, 13 (1993), pp. 18-51.
I-24
Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
el propio texto constitucional contribuye decisivamente a la producción de tales excesos. Ello, por ejemplo,
a través del establecimiento de obligaciones moralmente inaceptables; a través del recorte o la no
consagración de ciertos derechos básicos; o a través del diseño de estructuras demasiado frágiles frente
a quienes se encuentran –previsiblemente- animados a la comisión de abusos. Dichos problemas tampoco
se solucionan diseñando en abstracto el esquema de una Constitución “ideal”: como sostiene Jon Elster,
los riesgos de que, en el proceso de creación o renovación efectiva de la Constitución se distorsione
gravemente aquella propuesta “ideal” hasta tornarla favorable sólo a unos pocos, son muy elevados.28
Seguramente, fueron preocupaciones de este tipo las que movieron a muchos “radicales,” dentro
del contexto anglosajón, a desconfiar de las pretensiones de consagrar ciertas listas de derechos
intangibles. Casos como los del inglés Thomas Paine o el del norteamericano Thomas Jefferson resultan,
en tal sentido, paradigmáticos: ambos mostraron una extraordinaria preocupación por los derechos
individuales pero, al mismo tiempo, se resistieron a defender a los mismos ofendiendo al principio
mayoritario. Paine fue, por ejemplo, el autor de The Rights of Man, en donde se defendía la existencia
de ciertos derechos naturales inexpugnables, así como el autor de una Constitución (la de Pennsylvania,
en 1776), que incluía –pioneramente- una “Declaración de Derechos.” Jefferson fue, al mismo tiempo, el
redactor principal de la Declaración de la Independencia Norteamericana, encabezada –de modo similar-
28
Elster, J. (2000), Ulysses Unbound, Cambridge: Cambridge University Press. Allí, Elster confiesa abandonar sus
ideas iniciales sobre el tema (aparecidas en su trabajo “Ulysses and the Sirens,” de 1984), para acercarse más a la
cruda visión según la cual “En política, la genete nunca trata de atarse a sí misma, sino sólo atar a los demás.” Ibid.,
p. ix.
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
por ciertos derechos naturales que les correspondían a todos por igual. 29 Sin embargo, ambos pensadores
se distinguieron por sus reservas frente al constitucionalismo y, en particular, frente a la pretensión de crear
normas inmodificables, organizadas a partir de la existencia de ciertos derechos inviolables.
Así, Paine habló del “derecho de los que viven” como uno que debía prevalecer sobre “la
autoridad de los muertos.” En el mismo sentido, hizo referencia al hecho de que “cada generación es igual
sus derechos a las generaciones que la precedieron, por la misma regla que dice que todo individuo nace
con iguales derechos a los de sus contemporáneos.” Paine concluía su razonamiento afirmando que “cada
época y cada generación debe ser libre para actuar por sí misma, en todos los casos, como aquellas que
las han precedido.”30 A través de afirmaciones como las citadas (que aparecen en sus obras más
importantes, tanto The Rights of Man como Common Sense), Paine procuraba reivindicar la idea de
autogobierno, que veía amenazada por pensadores conservadores como Edmund Burke. Ello, cuando
Burke –como otros políticos de su tiempo- se oponía a la presencia de una ciudadanía cada vez más activa
e insistente en sus demandas, y contraponía frente a ésta (frente a lo que llamaba “los caprichos del
pueblo”)31 la autoridad de las “tradiciones” y “costumbres” más asentadas en la comunidad.32
29
En su comienzo, la Declaración sostiene, efectivamente que: “all men are created equal; that they are endowed by
their Creator with certain undeniable rights; that among these are life, liberty, and the pursuit of happiness; that, to
secure these rights, governments are instituted among men, deriving their just powers from the consent of the
governed.”
30
Paine, T. (1989), Political Writings, ed. por B. Kucklick, Cambridge, Mass.: Cambridge University Press, pp. 56 y
76.
31
Ver, por ejemplo,Adam Ferguson, en Peach, R. (1979), Richard Price and the Ethical Foundations of the American
Revolution, Durham: Duke University Press, pp. 253-260.
32
En tal sentido, el trabajo más notable de entre los publicados por Burke (Reflections on the Revolution in France)
consistía justamente en un alegato destinado a “ahogar” los movimientos de agitación como los presentes en Francia
a fines del siglo xviii, en nombre de acuerdos que los ciudadanos “actuales” debían honrar, a pesar de no haberlos
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
De modo similar, en sus conocidas Notes on the State of Virginia, Jefferson rechazó el carácter
inalterable de la Constitución; como denegó –en una conocida carta a Madison- el derecho de una
generación a limitar la libertad de la generación siguiente (dado que “cada generación” debía ser
considerada tan independiente de cualquier otra, “como una nación es independiente de las demás”);33 y
se opuso a la adopción de cualquier norma legal o constitucional que pretendiera regir con carácter
“perpetuo”: las personas debían tener la posibilidad de gobernarse del modo en que lo prefiriesen, y sin
limitaciones ajenas a su propia voluntad.34 Jefferson afirmaba, como lo había hecho Paine, que “la tierra
pertenece a aquellos que están vivos, y no a los muertos” y, a partir de este tipo de consideraciones,
aconsejó la frecuente reforma de la Constitución, y una permanente discusión sobre sus componentes
esenciales. Jefferson también reaccionaba –como lo había hecho Paine- frente a una dirigencia a la que veía
preocupada por asegurar sus propias ventajas aún a costa del derecho ciudadano al autogobierno.35
Claramente, al avanzar este tipo de criterios -que mostraban su postura escéptica en materia
constitucional- ni Paine ni Jefferson dejaban de lado sus convicciones filosóficas fundamentales, ya que
firmado o consentido de ninguna manera.
33
Carta del 6 de septiembre de 1789, incluida en Jefferson, T. (1984), Writings, New York: Literary Classics.
34
Ibid., p. p. 1446.
35
La tensión entre la postura defendida por Jefferson y la sostenida por quienes se oponían a él se vislumbra
claramente en El Federalista n. 49, escrito por James Madison en réplica a los reclamos de aquél. Madison, entonces,
descalificó los llamados de Jefferson a favor de una más frecuente y más intensa intervención de la ciudadanía en
política. Sus argumentos se basaron, muy especialmente, en la necesidad de solidificar un sistema político aún
inestable. Madison sostuvo, en particular, que la convocatoria frecuente a los ciudadanos iba a socavar la respetabilidad
de las instituciones; sesgar las decisiones del mismo a favor del Poder Legislativo; y “encender” las pasiones
ciudadanas. Una lectura moderna sobre las tensiones entre el ideal del autogobierno y la pretensión de consagrar
derechos constitucionales en Waldron, J. (1999), Law and Disagreement, Cambridge: Cambridge University Press.
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Panel 1: La creciente demanda de derechos: ¿Un peligro para la democracia?
ambos persistían en la defensa de ciertos derechos naturales inalienables. Sin embargo, ambos mostraban,
entonces, su profunda desconfianza política en torno a los abusos que podían llegar a cometerse en el
nombre de aquellos derechos.
Presentada la observación anterior, terminaría este trabajo haciendo referencia al segundo de los
problemas anunciados: el problema de los abusos constitucionales ya cometidos. La idea sería la siguiente:
si nos encontráramos en el estadio inicial –cero- de nuestro constitucionalismo, tal vez resultaría más
sencillo acompañar a Paine o Jefferson en su postura de abstinencia constitucional. Sin embargo, lo cierto
es que ya ha corrido demasiado agua debajo de los puentes de nuestras instituciones, por lo que aquella
abstinencia constitucional vendría a significar, hoy en día, la preservación de un orden cuestionable en sus
fundamentos. Por supuesto, los textos constituciones adoptados en el siglo xix –textos a las que nos hemos
referido en las páginas anteriores- han sido reformados numerosas veces, desde entonces. Sin embargo,
estas reformas constitucionales no niegan dos hechos. Por un lado, algunos de los defectos constitucionales
señalados -típicamente, el lugar privilegiado de la religión católica; los poderes extraordinarios del
presidente; el desaliento o poco aliento a la intervención cívica de la ciudadanía; la frágil protección de los
derechos sociales- siguen caracterizando a muchas de las más modernas Constituciones de la región. Por
otro lado, vigentes en la actualidad o no, es indudable que la larga existencia de muchas de las cláusulas
constitucionales aquí impugnadas ya ha ejercido un impacto significativo sobre la cultura política americana.
Uno debería prestarle atención a tales cláusulas a la hora de estudiar, por ejemplo, los impulsos
perfeccionistas o la apatía política que pueden advertirse en muchas de nuestras sociedades
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Roberto Gargarella, Las Amenazas del Constitucionalismo:
Constitucionalismo, Derechos y Democracia
contemporáneas. Asumiendo este tipo de consideraciones, podría decirse que hoy, la no-reforma del
peculiar equilibrio entre democracia y derechos que consagran nuestros ordenamientos constitucionales
implica comprometerse con un esquema “viciado,” y que ha “viciado” ya nuestras prácticas institucionales.
Distinguidos demócratas nos habían advertido, en su momento, acerca de los peligros que aparecían una
vez que se abría la “caja de Pandora” del constitucionalismo. El interrogante que debemos plantearnos
ahora es el de qué hacer, una vez que la hemos abierto, desatendido aquellas advertencias.
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