El Paso del Noroeste

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La trágica historia del Paso del Noroeste
Desde los tiempos de Cristóbal Colón fueron muchos los exploradores que
trataron de encontrar un paso que permitiese llegar al Asia Oriental sin tener
que rodear todo el continente americano pasando por el estrecho de
Magallanes.
Esto les llevó a internarse en los mares boreales, por donde esperaban
encontrar un camino más corto. Buscaban el paso del Noroeste, el trayecto
marítimo que va desde la bahía de Hudson al estrecho de Bering.
Pasarían varios siglos hasta que se llevase a feliz término la empresa. Fue
Inglaterra, a principios del siglo XIX, la que más interés demostró por descubrir
esta ruta. Tanto es así, que John Barrow, secretario del Almirantazgo y
fundador de la Real Sociedad Geográfica, logró interesar al Parlamento para
que premiase con 7.500 libras al explorador o grupo de exploradores que
recorriesen estos lugares desconocidos.
Bajo el incentivo del premio se organizaron muchas expediciones, pero ninguna
alcanzó el objetivo propuesto.
En 1818, John Ross y su segundo, el comandante Edward Parry, a bordo de
los barcos Isabelle y Alexander, llegaron al mar de Baffin, cuyas costas
reconocieron por completo. Luego delimitaron la bahía de Melville, desconocida
del Almirantazgo, y entraron en contacto con los esquimales, los cuales les
dijeron que más al Norte el mar se extendía muy lejos. Pero Ross, contra la
opinión de Parry, no quiso seguir adelante, pues pensó que el estrecho de
Lancaster estaba bloqueado por los hielos, y regresó a Londres, donde se
criticó duramente su actitud.
Más tarde, en 1827, el propio Parry, tras buscar el paso en varias ocasiones, se
lanzó con decisión a la conquista del Polo Norte. Aunque no alcanzó su
objetivo, llegó a casi 83° de latitud Norte, lo que le valió grandes honores a su
regreso a Inglaterra.
En 1845, el explorador John Franklin, por entonces gobernador de Tasmania,
recibió instrucciones de organizar una expedición en busca del paso. De
acuerdo con las indicaciones del Almirantazgo, debía llegar al cabo Walker (al
Norte de la tierra del Príncipe de Gales) por los estrechos de Lancaster y de
Barrow, y luego “seguir hasta el estrecho de Bering por el camino más directo
posible”.
Franklin contaba para ello con dos barcos: el Erebus, que capitaneaba él
mismo, y el Terror, que mandaba el capitán Francis Crozler. Componían la
tripulación 138 hombres y llevaban víveres para cinco años.
Hasta 1847 se estuvieron recibiendo noticias de la expedición de Franklin
gracias a la información que facilitaban los balleneros. Por mediación de ellos
pudo saberse que el explorador había llegado a la bahía de Melville y que
había entrado en el estrecho de Lancaster. Pero a partir de ese momento se le
perdió la pista; únicamente se sabía que Franklin y sus compañeros habían
desaparecido de manera misteriosa en dirección Oeste.
El Almirantazgo inglés empezó a dar entonces vivas muestras de interés por la
suerte de los expedicionarios. La “Royal Navy” organizo hasta treinta
expediciones en su búsqueda, operaciones en las que llegó a invertir veinte
millones de libras. En Inglaterra prendió lo que dio en llamarse la “pasión
blanca”, especie de interés desmedido por cuanto se relacionara con los mares
cercanos al Polo Norte.
Hasta muchos años después no se descubrió el lugar donde había
desaparecido el equipo de Franklin. A bordo del yate Fox, el irlandés
McClintock desembarcó en Upernivak, en abril de 1858. Desde allí realizó
expediciones a diversos puntos cercanos. Al año siguiente, en uno de los
reconocimientos que hizo en trineo McClintock llegó a la isla del Rey Guillermo
y consiguió hablar con los esquimales. Después de permanecer varios días con
ellos, descubrió que poseían objetos que habían pertenecido a Franklin y a sus
compañeros, por lo que llegó al convencimiento de que por aquellos parajes
había desaparecido el Erebus. La impresión del explorador irlandés fue
profunda.
La tragedia del Erebus influyó tanto en la imaginación de los indígenas isleños,
que llegaron a convertirla en una especie de leyenda. El danés Rasmussen
pudo comprobarlo cuando cruzó la región en 1923 y se la oyó contar a uno de
los nativos: “Dos hermanos, cazadores de focas, encontraron en el mar un
barco bloqueado y abandonado. Subieron a bordo, cogieron fusiles que
pensaban transformar en arpones y se apoderaron de cuerdas y velas, que ya
sabían manejar. Luego se arriesgaron a inspeccionar el navío, encontrando
varios hombres muertos en sus literas. Descendieron después a un amplio
espacio que ocupaba el fondo del barco. Reinaba la oscuridad, por lo que
pretendieron abrir una ventana para que pudiese penetrar la luz.
Desconocedores por completo de la construcción naval, abrieron, de este
modo, una "brecha en la línea de flotación, por la cual comenzó a entrar el
agua y pronto el barco se hundió con toda su riqueza de madera y metal.”
McClintock realizó una nueva expedición a Cabo Victoria. Allí se enteró por
unos esquimales de que, en la misma época aproximadamente, otro barco
había chocado contra la costa. Efectivamente, un poco más adelante encontró
grandes fragmentos del Terror convertidos en armazón de cabañas.
Allí mismo, en Cabo Victoria, el lugarteniente de McClintock, Hobson, encontró
en 1859 un pergamino, con fecha de 28 de mayo de 1847 y firmado por dos
oficiales de Franklin, llamados Gore y Des Voeux. En aquella fecha todo
marchaba bien a bordo de los barcos. Pero otra anotación, escrita con mano
distinta y fechada el 25 de abril de 1848, relataba la muerte de Franklin, de
nueve oficiales y de quince hombres. Los firmantes de esta segunda nota,
Crozier y Fitz James, declaraban haberse puesto en marcha hacia el Sur a pie.
Luego, McClintock encontró en la bahía Erebus una chalupa colocada sobre un
trineo.
Junto al barquichuelo había dos muertos con los fusiles cargados al lado. Los
útiles de su equipaje se hallaban diseminados por el suelo.
Después de examinar detenidamente todo esto, McClintock y sus oficiales
regresaron al Fox. No existía la menor duda de que Franklin había muerto y de
que no le había sobrevivido ninguno de sus hombres. Después de dos
espantosas invernadas, los poco más de cien supervivientes habían perecido
hasta el último en su intento de llegar al Canadá.
Treinta años después de la tragedia, el teniente norteamericano Frederick
Schwatka encontraría los esqueletos de los desventurados expedicionarios.
Este durísimo golpe enfrió los ánimos del Almirantazgo británico. Aunque, en la
búsqueda de Franklin, el paso había sido encontrado por Robert McClure,
quien había tenido que franquearlo a pie después de perder su barco (tuvo la
fortuna de encontrar otro que le recogiera al otro lado), el honor de navegar en
un mismo buque desde el estrecho de Davis al de Bering le estaba reservado
al gran explorador noruego Roald Amundsen.
Después de estudiar con el profesor Nemmeyer durante seis meses el
magnetismo terrestre, Amundsen compró un viejo barco foquero, de 22 metros
de longitud, llamado Gjóa. Le acopló un motor de 13 CV y zarpó el 17 de junio
de 1903. Su intención era encontrar la famosa vía marítima. Iban a bordo de la
nave seis hombres, con víveres para cinco años.
En septiembre, Amundsen atravesó el estrecho de Peel y fondeó en una bahía
de la Tierra del Rey Guillermo que estaba al abrigo de los temporales. Allí
instaló su tienda para pasar el invierno.
Cuando los exploradores llevaban varios días en aquel lugar, se les acercaron
algunos esquimales para hablar con ellos. La presencia de los blancos les
había llamado poderosamente la atención, pues nunca habían visto hombres
de semejante piel. Amundsen les compró collares y vestidos. Luego hizo
amistad con algunos de ellos, que le facilitaron información sobre sus
costumbres y le acompañaron en varias incursiones en trineo.
En octubre de 1906, navegando por el mar de Beaufort, Amundsen vio a lo
lejos un barco cuya vela movía el viento. Era un ballenero de San Francisco
que acababa de pasar el estrecho de Bering y estaba bordeando en aquel
momento la costa norte de Alaska. El encuentro de los dos navíos demostró
que el paso del Noroeste podía ser vencido.
Amundsen y sus compañeros hablaron con los tripulantes del ballenero,
quienes les dijeron que la vía era difícil y que doce barcos permanecían
bloqueados en el cabo Herschel. Los noruegos decidieron invernar allí en
espera de mejor tiempo.
Cuando se derritieron los hielos, el Gjóa reemprendió la marcha hacia el
Pacífico el 15 de julio de 1907, para entrar en la rada de Nome (Alaska) el 30
de agosto.
El Paso del Noroeste estaba abierto.
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