EL OBSERVADOR SÁBADO 11 DE JULIO DE 2009 | NEGOCIOS 15 Encarar: decisiones y reglamentos POR JUAN JOSÉ GARCÍA PROFESOR DEL IEEM nadie que haya tenido responsabilidades directivas se le escapa lo útil que resulta tener un “reglamento”, una modalidad establecida para tomar decisiones en la empresa. El reglamento es un modo eficaz de evitar que las propias arbitrariedades –que cometemos todos– se infiltren a la hora de resolver problemas que no pueden dejar de plantearse: la vida en general, y la tarea directiva en particular, consiste en resolver problemas, aunque ambas tengan otras dimensiones gratificantes menos conflictivas. Pero ocurre que, también a todos, nos cuesta dar la cara por las decisiones tomadas. Aunque el escudo de Montevideo tenga como lema: Con libertad no ofendo ni temo, sabemos por experiencia que no es poco frecuente que nuestros colegas, nuestros jefes y nuestros colaboradores no acepten fácilmente el legítimo ejercicio de nuestra A libertad personal con la que cada uno decide, y se sientan por eso “ofendidos”. De ahí que resulte costoso ejercerla, y no es extraño que se experimente un cierto temor cuando debemos tomar una decisión, porque no nos es ajena la estima de aquellos con quienes trabajamos. Por tanto, aunque lo ideal sería no temer, el ejercicio de la libertad supone, en mayor o menor medida, la superación de un razonable temor. El problema se plantea cuando no superamos este temor, de un modo a veces no del todo consciente. Y en lugar de dar la cara por las decisiones tomadas, intentamos “escondernos” en lo que establecen unos reglamentos, como si fuéramos totalmente ajenos a lo decidido, casi como si se tratara de una “desgracia” meteorológica. Lo que reduplica la “ofensa”; porque si bien la gente se puede sentir injustamente ofendida por las decisiones legítimamente tomadas, se ofende doblemente, y con razón, cuando pretendemos hacer pasar una decisión en la que hemos tomado parte como si fuera el resultado de una aplicación de un reglamento que se efectúa de un modo automático. Pero, además, a veces perdemos de vista que la tarea directiva comienza propiamente cuando aparecen “lagunas” en los códigos de procedimiento. Por completos que sean, nunca podrán abarcar todas las situaciones humanas po- sibles. Y aunque es legítimo que no se “fabrique” un procedimiento para cada uno dentro de la organización –debe haber unas razonables reglas generales–, tenemos que hacernos cargo de que el ejercicio de la dirección más cualificado e imprescindible comienza precisamente cuando “se nos queman los papeles”, cuando nos enfrentamos a situaciones que nítidamente escapan a la generalidad. Para tareas de gestión ordinaria no hace falta un directivo, con una persona que respete las indicaciones generales establecidas, alcanza –quizá hasta con una terminal de computadora–; pero no para decidir en particular lo que corresponde que así sea dirigido. Por eso no es fácil dirigir. Porque “hay que jugarse”. Y quien “se juega” corre el riesgo de equivocarse. Pero ocurre que el que no se juega, no es que corra el riesgo, es que ya se ha equivocado. (Pensemos por un momento en lo que ocurriría con el tránsito si un semáforo comenzara a dudar y se pusiera a titilar, o peor aun, que se apagara porque no sabe qué hacer). Conclusión: no decidir “contra” lo indicado por el reglamento; si hubiera que hacerlo, fundamentarlo. En caso de que las excepciones fueran muchas, cambiar el reglamento por otro que se ajuste mejor a las necesidades de la empresa. Y cuando se decide, tener en cuenta que no es el reglamento quien ha decidido: solo las personas toman decisiones, aunque esas decisiones estén de acuerdo a un reglamento, y, en general, deban estarlo. Pero jamás pensar que un problema de dirección se puede solucionar “aplicando un reglamento”, porque las cuestiones humanas exigen una reacción, una respuesta, también humana. Lo que implica que será falible, pero rectificable, como todo en la vida. No hay nada “impecable”, y quien aspirara a una dirección impecable, tendría que buscarse otro trabajo, si es que existiera alguno que estuviera al margen del riesgo del error. ●