Sencillamente resultaba imposible de entender.

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Sencillamente resultaba imposible de entender.
-No es tan complicado, Miriam. Las calles de la ciudad tienen una cierta capacidad, y
si circulan más coches de los que caben, pues se produce un atasco. Y todos nos quedamos
parados.
Imposible de entender. Incluso aceptando una explicación tan sencilla, ¿qué pasaría si el
primer automóvil de la fila (pues toda fila debía tener un principio y un final) empezaba a
circular a una velocidad relativamente lenta, qué se yo, veinte millas por hora? Si todos los
demás coches le imitaran, manteniendo esa misma velocidad y una distancia mínima entre
ellos, ¿acaso no se lograría rápidamente una marcha sosegada pero constante? Los coches
que alcanzaran el final del atasco deberían esperar un rato parados, pero llegado su
momento, podrían reemprender la marcha disciplinada de la fila, sin necesidad de volverse
a detener. ¡Qué diferencia con la insoportable intermitencia de movimiento, salpicada de
frenazos y acelerones, que sufrían cada mañana!
-No, Miriam. Es mucho más complejo. No sé, piensa en los semáforos, por ejemplo.
Ahí el movimiento se interrumpiría, y empezaría a formarse el caos.
Pero.. ¿qué sucedía en las autopistas? Allí no había semáforos, pero también se formaban
atascos. Los semáforos no eran más que una parte evidente del problema.
-No hay que darle tantas vueltas, hija. Todos usamos el coche a la misma hora, y
saturamos las calles. Si llenas demasiado el vaso, se desborda. Intenta mirarlo desde fuera,
un instante, y lo entenderás.
Pero ésa no era la lógica de Miriam. Asomada a la ventanilla trasera de la ranchera, le
angustiaba el razonamiento pétreo y simplista de su padre. La idea de la “caravana de las
veinte millas” sólo intentaba desmontar esas explicaciones, capaces de aceptar, sin más, que
el problema se redujera a que circulaban demasiados coches. La ciudad no era un vaso. No
puede serlo.
Tenía que haber algo más. Algo más complejo. En primer lugar, cada persona salía de un
lugar distinto, y se dirigía hacia un destino diferente. Sólo tenían en común ciertas partes del
trayecto. Pero nadie hacía ese trayecto de la misma manera: cada uno tenía la capacidad de
hacer cosas imprevistas. De hecho, ella nunca había vivido dos atascos iguales.
Desde el vaho de la ventanilla, Miriam lograba observar cadenas infinitas de fenómenos que
influían decisivamente en la marcha renqueante del todoterreno. Una furgoneta de reparto
de prensa se detiene, en una impúdica doble fila, frente a cada kiosko de periódicos. Aquella
anciana que intenta cruzar por el lugar menos apropiado. Allá, en la intersección de dos
calles, un motorista tendido en el suelo, y la ambulancia llegando con su estruendo de
sirenas. El autobús detenido en su parada, y un carril cortado: obras. El hombre que cambia
la rueda trasera del coche, dos policías enfundados en chalecos reflectantes que desvían el
tráfico desde la plaza principal. Aquella chica sonriente que sintoniza la radio y tarda un
siglo en arrancar.
-Pero todo eso son pequeñas perturbaciones, Miriam. Si las eliminaras, nada
cambiaría. El problema es que hay demasiados coches.
No, sin duda no era tan sencilla la respuesta. Cada una de aquellas situaciones estaba
influyendo directamente en el estado del tráfico, y además... Si el problema se limitara al
número de coches que circulaban por las calles, cada mañana debería repetirse un escenario
parecido. Y sin embargo había días en que las retenciones eran mucho más largas e insoportables de lo habitual, y otros en que se circulaba con una fluidez inusitada. No,
decididamente, aquellas explicaciones lineales no podían ser satisfactorias.
-Pero cómo que no hay dos atascos iguales, hija. Todos los atascos son iguales.
Y sin embargo todos aquellos hechos observables que determinaban el movimiento de su coche estaban queriendo decir algo. Eran señales, indicios visibles de algo excepcional y subterráneo que estaba sucediendo, cada mañana, delante y detrás de los ojos. Algo que nadie
comprendía, pues cada uno estaba observándose sólo a sí mismo.
-Todos son iguales. Todos tienen las mismas causas, y producen los mismos efectos.
No. El caos no se formaba sólo porque hubiera demasiados coches, ni porque los semáforos
se pusieran en rojo sin tener en cuenta los vehículos que circulaban por sus calles. Aquellos
incidentes que ocurrían, bloqueando los carriles y congestionando las avenidas, llevaron a la
imaginación de Miriam un universo oculto, escondido a la visión por los edificios y la distancia, en que todas aquellas cosas se combinaban aleatoriamente, influyendo en el estado
del tráfico y alargando, o acortando, la duración del trayecto desde su casa al colegio.
Influyendo sobre mí.
-Si te escucho, hija. Pero tú no quieres mirar las cosas. Malgastas tu inteligencia
intentando sentir que todo gira a tu alrededor... No quieres mirar las cosas. Hay demasiados
coches, y punto.
Miriam podía observar por la ventanilla cómo los médicos intervenían para salvar la vida
del motorista, pero no podía ver que, dos calles más allá, un autobús escolar se había
averiado bloqueando el tránsito de la calle, ni que un coche intentaba aparcar en la acera de
enfrente reteniendo la circulación unos segundos. Tampoco podía saber que un empleado de
banca había despertado tremendamente enfermo, y al pedir la baja en la oficina, había
ahorrado la voluminosa presencia de su berlina al tráfico de la calle por la que su padre se
estaba desviando en ese preciso instante. Nada podía sugerir a Miriam que el hecho de que
el delegado del gobierno no hubiera autorizado una manifestación frente al ministerio le
había robado unos quince minutos de reflexión silenciosa, ni que una señora con cara de
sueño, al retrasarse diez minutos en la cita habitual con la amiga que la lleva en coche al
trabajo, le había devuelto tres. Todo habría sido diferente si la noche anterior no se hubiera
desplomado un cartel en una de las autopistas de circunvalación de la ciudad, o si hubiera
amanecido un día lluvioso, o si en su colegio se hubiera desatado un brote epidémico y se
hubiera cerrado el centro durante una semana. En ese caso, su propio padre habría ido
directamente a su trabajo, y se habría ahorrado el mal humor y el periplo por las calles
congestionadas del centro de la ciudad.
Todo girando a mi alrededor.
Aquel pensamiento le hizo sonreir. Ella misma tenía la innegable capacidad de influir sobre
el estado del tráfico de su ciudad, ella, algo tan pequeño en una ciudad tan grande.
Evidentemente, no podía reclamarle a nadie el reconocimiento de esa capacidad ni la
admiración de su poder personal, pues al igual que su padre, la mayoría de las personas
tendían a liquidar las preguntas con respuestas sencillas e incontestables. El caos y los
conductores. Ellos se hundían en el stress y desperdiciaban su energía psíquica golpeando el
volante, maldiciendo, desesperándose en la impotencia. Pero a ninguno se le ocurría pensar
que ellos mismos, en el discurrir habitual de sus rutinas, estaban formando, o aliviando, o
descomponiendo el caos: cada uno de ellos era una pequeña parte de él, y en él podrían
maniobrar. Lo alimentaban y lo sufrían. Pero estaban mirando hacia otra parte.
-Eres muy idealista, Miriam, y eso no es malo. Pero hay ciertas cosas que no podemos
cambiar, porque somos demasiado pequeños. Como el tráfico.
Miriam observó el reflejo de la imagen de su padre en el espejo retrovisor. ¿Cómo explicarle
que la decisión más simple, la más banal en apariencia, podría tener consecuencias
extraordinarias sobre la vida de otras personas? No lo entendería, le parecería una
chiquillada mental más. Él no aceptaría ser una parte del caos. Ël nunca circularía a veinte
millas por hora.
Ella sí lo aceptaba. Vivía en un lugar en que la simple convivencia producía hechos
desastrosos e incomprensibles, como los colegios y los atascos matutinos. Todos se
necesitaban, pero el hecho de estar juntos hacía que sus vidas fueran sensiblemente peores.
De todos modos, pensó Miriam, las cosas funcionan de tal forma que nuestro cerebro no las
comprende. Parece que la culpa no es de nadie, y así nadie hace nada por cambiarlas. Parece
que la culpa no es de nadie. Y sin embargo, he llegado tarde al colegio.
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