13.2 El consejo de seguridad, Kennedy

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El acertijo del Consejo de Seguridad
Siempre ha habido grandes potencias. E l I m p e r i o romano t u v o
mucho m á s poder y g o z ó de muchos m á s privilegios que los galos,
los antiguos bretones y las tribus de España, y la dinastía Q i n n o t u v o
rival comparable en Asia. A partir del a ñ o 1500, siempre se consideró que las principales potencias europeas p e r t e n e c í a n a otra categoría diferente de la de los estados medianos y los reinos menores que
las circundaban. E n 1814-1815, una p e n t a r q u í a compuesta p o r A u s tria, G r a n B r e t a ñ a , Francia, Prusia y Rusia c r e ó , y a c o n t i n u a c i ó n
rigió,
el sistema de paz posterior a las grandes guerras del largo si-
glo x v m . Y cuando aquel C o n c i e r t o de Europa se d e r r u m b ó
final-
mente en 1914, el espantoso conflicto subsiguiente d i o lugar a una
nueva c o n s t e l a c i ó n de grandes potencias victoriosas que r e m o d e l ó
el sistema s e g ú n su propia conveniencia en 1919, a m e n u d o frente
a los gritos de protesta de otros actores de m e n o r envergadura.
Cuando la Segunda Guerra M u n d i a l se aproximaba a su desenlace,
otro selecto grupo de grandes potencias se r e u n i ó para negociar
el n u e v o orden m u n d i a l de 1945, de manera que, ¿ p o r q u é iba a
sorprendernos que se arrogaran para sí determinados privilegios?
Las gentes de la é p o c a h a b r í a n quedado estupefactas si n o hubiera
sido así.
Sin embargo, a cualquier persona sensata de nuestros días le resulta vergonzoso que solo cinco de los 191 estados soberanos que
constituyen las Naciones Unidas tengan poderes y privilegios especiales. C i n c o países, Gran Bretaña, Francia, la R e p ú b l i c a Popular C h i na, Rusia y Estados U n i d o s , ocupan u n escaño permanente en el c o pe
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^ L A 1ÍVOLUCIÓN UK L A S M U C H A S N A C I O N l i S
UNIDAS
EL ACKHTIJO D E LCONSEJO D E S E G U R I D A D
razón del Consejo de Seguridad de la O N U , que, como hemos ex-
pi opios derechos de s o b e r a n í a . Para los estados m á s p e q u e ñ o s , este
puesto e n el capítulo precedente, es a su vez el c o r a z ó n de nuestro
m i ulente confirmaba sencillamente los primeros temores de que el
sistema mundial de seguridad. Sobre l o que hacen o deciden n o ha-
t .11 upo de j u e g o estaba construido cuesta arriba para ellos.
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cer, y sobre l o que están de acuerdo o vetan, descansa el destino de
A j u i c i o de los primeros intemacionalistas n o era una insensatez
los esfuerzos p o r alcanzar la paz mediante tratados internacionales.
M tstoner que debía hacerse uso del veto para cuestiones relativas a la
A ú n m á s asombroso e inquietante resulta que cada u n o de los cinco
t-i ierra y la paz, y n o para cuestiones menores. D e hecho, la Carta es-
miembros permanentes pueda paralizar, en caso de que su gobierno
tablece que u n m i e m b r o permanente n o puede vetar si es parte i m -
nacional esté decidido a hacerlo, la acción del Consejo de Seguridad;
pluada en una disputa «pacífica», sino ú n i c a m e n t e si se ve implicado
es más, hacerlo formaría parte p o r entero de sus derechos constitu-
••ii una disputa que representa «una amenaza a la paz» ( C a p í t u l o V I I ) .
cionales. Algunos estados son m á s iguales que otros.
I 'ero la vaguedad del lenguaje, la contundencia de la actitud de V i s -
E n el c a p í t u l o anterior hemos expuesto las ecuaciones del poder,
hinsky y la aquiescencia estadounidense supusieron la c r e a c i ó n de
las apreciaciones históricas y los temores ante el futuro a partir de los
un importante precedente en la primera infancia del Consejo de Se-
cuales se forjó el Consejo de Seguridad. C o m o vimos, las grandes
guridad. Si u n m i e m b r o permanente p o d í a controlar negativamente
potencias asumieron la m á x i m a responsabilidad: la de decidir sobre
• I proceso de d e s c o l o n i z a c i ó n , ¿a q u é otras cosas p o d r í a poner obs-
la guerra y la paz. Cuando el Consejo de Seguridad se estrenó e n el
i.u ulos si l o deseaba?
m u n d o de la posguerra, el reto consistía en poner en práctica las pa-
La respuesta parece ser la siguiente: a una atroz infinidad de c o -
labras minuciosamente escogidas de la Carta. Fue entonces cuando se
sas. A l principio siempre h a b í a vetos de la U R S S , exceptuando u n
inmiscuyeron en ella las realidades de la incipiente guerra fría, que
veto francés, en una o c a s i ó n , sobre u n asunto colonial. Q u i z á fueran
se revelaron p o r primera vez cuando, t a m b i é n p o r vez primera, la
• i miprensibles algunas intervenciones soviéticas en relación c o n
U R S S utilizó el veto para una cuestión que en m o d o alguno p o d í a
• onflictos en el seno de Grecia, de sus vecinos comunistas o entre
considerarse que amenazaba directamente a los intereses soviéticos.
ambos. Pero la utilización m á s frecuente del v e t o p o r parte de M o s -
E n febrero de 1946, el comisario soviético A n d r e i Vishinsky p r o -
• I'I consistía en impedir el ingreso en la O N U de países que t e n í a n o
n u n c i ó u n «nyet» en una disputa sobre la retirada de las fuerzas fran-
habían tenido o r i e n t a c i ó n fascista, que t o d a v í a eran considerados sa-
cesas del L í b a n o y Siria porque la U R S S consideraba que los r e g í -
télites neocoloniales o que eran estados católicos conservadores. E l
menes herederos de aquellos países eran lacayos imperialistas de
13 de septiembre de 1949, M o s c ú obstaculizó en solitario el ingreso
Occidente. E l aspecto m á s interesante de este incidente, h o y en gran
de Austria, C e i l á n , Finlandia, Irlanda, Italia, Portugal y Jordania; e n
medida olvidado, fue la r e a c c i ó n del senador Vandenberg. Cuando
septiembre de 1952, se p r o n u n c i ó en contra de Libia, J a p ó n , C a m -
i n f o r m ó a sus colegas del Senado de Estados U n i d o s , les dijo que
boya, Laos y V i e t n a m del Sur. Algunos países t e n í a n que volver una
Occidente n o d e b e r í a entender la medida soviética c o m o una bofe-
y otra vez para encontrar siempre el mismo o b s t á c u l o . E l 13 de d i -
tada, sino m á s b i e n como la c o n f i r m a c i ó n de que «el sistema funcio-
• iembre de 1955, M o s c ú v e t ó a todos los arriba mencionados y a a l -
naba». H e a h í u n o de los miembros permanentes ejerciendo su de-
gunos m á s : dieciséis en total. D e vez en cuando, se p r o d u c í a n vetos
recho a veto contra algo de l o que discrepaba, y Estados Unidos sería
rigurosos acerca de cuestiones de seguridad, c o m o cuando los b r i t á -
el ú l t i m o país e n quejarse de ello. E n realidad, l o que Vishinsky ha-
nicos y los franceses i m p i d i e r o n la a p r o b a c i ó n de resoluciones c o n -
bía hecho era demostrar el acierto de la vehemente a r g u m e n t a c i ó n
denatorias durante la crisis de Suez de 1956 (véase la página 90). Sin
que h a b í a expuesto Vandenberg el a ñ o anterior ante los dubitativos
embargo, incluso en los primeros años de la O N U , el veto se a p l i -
senadores, s e g ú n la cual la Carta de la O N U j a m á s amenazaría sus
caba a cuestiones que n o guardaban r e l a c i ó n c o n conflictos i n t e r n a -
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LA E V O L U C I Ó N D E L A S M U C H A S N A C I O N E S U N I D A S
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E L A CURTI J O D E L C O N S E J O ü l i S E G U R I D A D
dónales, corno la elección del secretario general. Una vez más, fue
I Moscú el que sentó el precedente; pero, una vez sentado, q u e d ó est a b l e c i d o . E n los años posteriores, China también utilizaría su veto
para impedir el acceso a la secretaría general de un candidato que
Beijing considerara inadecuado, y Estados Unidos rechazaría posteriormente la reelección del secretario general Boutros Boutros-Ghal i . Por su parte, Francia amenazó con oponerse a todo aquel candidato que no hablara francés con fluidez. Aquí, si acaso, se subrayaba
aún más el privilegio de los cinco miembros permanentes. Bastaba
con que alguno de ellos amenazara con ejercer el veto para que los
demás se vieran obligados a transigir, por lo general durante una
charla informal en una de las salas de reunión privadas del propio
edificio de la O N U . Aquello era sin duda mejor que la posibilidad
de que las grandes potencias llegaran a las manos, pero con toda seguridad congelaba o ralentizaba el proceso de toma de decisiones y,
lo que resultaba a ú n más perturbador, reducía el n ú m e r o de cosas
que la organización mundial podía hacer en realidad,
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Por asombroso que resulte, durante los primeros veinticinco
años Estados Unidos no e n c o n t r ó ninguna razón para aplicar el veto;
lo cual, como es lógico, indica que los órdenes del día de la O N U
solían orientarse en sentido favorable a ese país. Su primer veto se
produjo en marzo de 1970, igualando el voto británico contra la i n jerencia de la Asamblea General en la cuestión del sur de RJiodesia.
Pero aquella medida de Londres y Washington hoy día olvidada fue
un presagio del cambio de los tiempos, de que la organización acabaría dominada, al menos en la Asamblea General, por países de
Africa, Asia y América Latina, y de que la agenda se orientaría hacia
cuestiones como la descolonización, las relaciones Norte-Sur y las
guerras civiles de Africa. Cada vez más, Estados Unidos se descubrió
bloqueando resoluciones en relación con lugares donde consideraba que tenía intereses importantes que proteger: el canal de Panamá,
la i n c o r p o r a c i ó n de Corea del N o r t e , Angola o Nicaragua. Sobre
todo, se d e s c u b r i ó atraída hacia los asuntos de Oriente P r ó x i m o ,
principalmente para bloquear votos hostiles con Israel. Así, por curioso que resulte, las cifras de vetos rusos y estadounidenses se invirtieron: por ejemplo, entre 1985 y 1990 no hubo n i n g ú n veto sovié-
tico, y sí veintisiete estadounidenses. Sin embargo, el hecho de que
Washington y las otras cuatro potencias pudieran impedir la p r o puesta de resoluciones y acciones, supuso a su modo una válvula de
escape. Pocos representantes extranjeros en la O N U l o reconocerían, pero más valía que Estados Unidos adoptara una actitud obstruccionista en lugar de abandonar por completo la organización. L o
que según los más críticos era una terrible debilidad del sistema, representaba ajuicio de los realistas u n rasgo redentor, llegando i n c l u so a afirmar que era mejor que las naciones más grandes estuvieran
dentro del sistema de la O N U antes que fuera.
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Aunque la guerra fría supuso que se utilizara el veto con demasiada frecuencia, y sobre demasiados asuntos, ejerció u n impacto a ú n
más decisivo sobre el C o m i t é de Estado Mayor: dada la desconfianza mutua entre el Este y Occidente, sencillamente había demasiadas
cosas sobre las que discutir. Y en j u l i o de 1948, y por emplear la expresión del profesor Nicholas, «con una franqueza n o siempre p r o pia de los divididos comités de la O N U » , el c o m i t é informó al C o n sejo de Seguridad de que la situación era insostenible. Cualquier
proyecto en ciernes se estancaba, la idea básica se abandonaba y toda
esta sección de la Carta se olvidaba. El c o m i t é todavía pervive sobre
el papel incluso hoy día, como u n armazón guardado en un armario, y se r e ú n e periódicamente pero sin orden del día. Por desgracia,
como veremos en el capítulo siguiente, el hecho de que sucumbiera víctima de los primeros compases de la guerra fría supuso que el
Consejo de Seguridad y la Oficina del Secretario General estuvieran
mal dotadas de todo tipo de mecanismos prácticos cuando posteriormente se vieran enfrentados a crisis que exigían medidas de i m posición y mantenimiento de la p3Z.
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Así, al cabo de un par de años de la Conferencia de San Francisco, las mayores ambiciones del Consejo de Seguridad habían quedado hechas trizas. Los optimistas de la época afirmaban que este organismo tendría mayor autoridad que cualquier otro organismo de la
historia, pero olvidaban recordar a sus lectores y oyentes que todo
dependía de que hubiera acuerdo entre las potencias con derecho a
veto. D e vez en cuando, una Asamblea General frustrada aprobaba
resoluciones en las que instaba a que los cinco grandes fueran u n á -
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1 A E V O L U C I Ó N OH L A S M U C H A S N A C I O N E S U N I D A S
nimes, y a finales de 1947 c r e ó su propio c o m i t é provisional para
poder responder a crisis internacionales repentinas en el caso de que
el Consejo de Seguridad estuviera dividido; pero ese comité carecía
de autoridad y poco a poco se desvaneció. E n octubre de 1950, con
las dotes de persuasión estadounidenses y con el fin de sortear el veto
soviético, la Asamblea General a p r o b ó la famosa resolución U n i ó n
pro Paz, por la cual se autorizaba a sí misma a reunirse y discutir p o sibles acciones en el caso de que alguna medida del Consejo de Seguridad fuera bloqueada por algún veto pero la mayoría de los
miembros del Consejo fueran partidarios de realizar algún m o v i miento. Q u i z á esta fue la tentativa más atrevida jamás llevada a cabo
para alterar la relación de poder entre los órganos de la O N U , y despertó mucho atractivo; no debe sorprendemos que volviera a aparecer en las resoluciones de la Asamblea General durante la crisis de
Suez de 1956. Pero no tenía n i n g ú n respaldo constitucional (esto es,
de la Carta) y , como veremos, n o servía para coaccionar a n i n g ú n
obstinado miembro permanente con derecho a veto.
La actividad del Consejo de Segundad durante sus primeros
cuarenta años era u n barómetro fiable de las tensiones entre las grandes potencias durante la segunda mitad del siglo x x : Corea, Suez,
Berlín, Congo, conflictos árabe-israelíes, América Central y Africa.
El Consejo de Seguridad se o c u p ó de todas ellas, pero el modo en
que se resolvieron dependió n o solo de la situación sobre el terreno,
sino de si había consenso en el P5.
EL ACERTIJO D E L CONSEJO D E SEGURIDAD
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•le paz de la O N U de todos los tiempos. Obviamente, no hubo unanimidad alguna entre los cinco miembros permanentes: la U R S S estaba furiosa por l o que estaba sucediendo y por su propio error, y se
quejó enérgicamente, pero e n vano, del papel de la O N U . Nunca
más se ausentaría del Consejo y se reveló dispuesta a vetar cada vez
i on mayor frecuencia en respuesta a Occidente. Además, cuando l a y
< :hina comunista sustituyó finalmente a los nacionalistas como m i e m bro de la O N U , alimentó una rencilla directa contra Estados Unidos
no solo por las bajas en el campo de batalla, sino, de forma más general, porque Estados Unidos representaba al odiado sistema capitalista. Si acaso, y tras la muerte de Stalin, la China de Mao habría de
ser u n actor a ú n más revisionista e impredecible que la URSS en el
propio Consejo y en el seno del sistema internacional en su conjunto. Por ú l t i m o , Beijing se opondría (y todavía se opone hoy día) a
cualquier acción que estableciera u n precedente de injerencia en la
soberanía de cualquier miembro sobre sus asuntos internos. Por t o das estas razones, la unanimidad de los cinco miembros permanentes, sobre la que descansaban tantas cosas, se convirtió en algo cada
vez más difícil de alcanzar, salvo en cuestiones de escasa relevancia.
E l primer hito fue la invasión de Corea del Sur por parte de C o rea del N o r t e en 1950. Se trataba de u n caso típico de agresión i n ternacional tal como lo consideraba la Carta; sin embargo, en aquel
momento las tensiones entre el Este y Occidente en el Consejo de
Seguridad y el uso recurrente del veto por parte de la URSS indicaban que había pocas posibilidades de que hubiera una respuesta colectiva de la O N U . Pero el boicot temporal de M o s c ú en el Consej o de Seguridad (en protesta por la exclusión de la República
Popular China en favor de la China nacionalista) permitió que se
produjera u n movimiento liderado por Estados Unidos para autorizar, y después emprender, una «acción policial» contra el agresor. La
guerra fue larga, tensa y difícil; fue la mayor campaña de imposición
Por consiguiente, la guerra de Corea ocasionó una curiosa mezcla de actividades amparadas por la Carta y al margen de la misma.
Ivas operaciones de la O N U se inscribían claramente en el a r t í c u lo 42, que permitía emprender cualquier tipo de acción para m a n tener o restablecer la paz y la seguridad internacionales. Pero n i el
pleno del Consejo de Seguridad n i su C o m i t é de Estado Mayor des e m p e ñ a r o n u n papel relevante. T o d o el mundo podía percibir que
la operación era en esencia una campaña liderada por Estados U n i dos, apenas revestida de las necesarias resoluciones de la O N U ; algo
no m u y distinto en muchos aspectos de la guerra del Golfo (1991),
a e x c e p c i ó n de que en este ú l t i m o caso n o hubo una URSS enojada y obstruccionista. E l comandante en jefe estadounidense en C o rea informaba a Washington D . C , no al cuartel general de la O N U
en Nueva Y o r k , y las fuerzas armadas empleadas en el conflicto
eran, j u n t o con las propias tropas surcoreanas, estadounidenses por
mayoría abrumadora (si bien participaron y combatieron muy bien
muchas otras naciones prooccidentales). Dado que tan solo la ausen-
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LA EVOLUCIÓN D E LAS M U C H A S NACIONES UNIDAS
EL ACERTIJO D E L CONSEJO D E SEGURIDAD
cia casual de los soviéticos había permitido en primera instancia que
la intervención se produjera, las operaciones ofrecían pocas lecciones y escasa orientación para que el Consejo de Seguridad autorizara futuras acciones.
pero l o pertinente para l o que ahora nos ocupa fue el debilitamiento de la relación entre los cinco miembros permanentes y las contribuciones militares nacionales a las labores de pacificación e imposición de la paz. Las grandes potencias acordaron de forma tácita
mantenerse al margen. Esta fue otra de las bajas ocasionadas por las
tensiones de la guerra fría, y supuso un paso de gigante en dirección
contraria a las intenciones de los fundadores de la O N U . Aunque es
cierto que los británicos y los franceses participarían en algunas m i siones en las décadas posteriores, las dos superpotencias se reservaban
un papel poco preponderante ofreciendo, por su parte, apoyo logístico. Así, en lugar de que las grandes potencias fueran las principales
«abastecedoras» de seguridad, dejaron que esas labores fueran asumidas por miembros no permanentes, sobre todo por países neutrales
< orno Suecia e India. Dado que M o s c ú y Washington estaban enzarzados en una guerra declarada para obtener el favor de los estados
no alineados, y puesto que ambos bandos de la guerra fría sospechahan que el otro se aprovecharía del desarrollo de los acontecimientos si enviaba fuerzas sobre el terreno, este era el ú n i c o modo de
avanzar. Pero despojó de todo sentido a aquel principio en virtud
del cual los países con las espaldas más anchas fueran los que cargaran c o n los mayores pesos en el mantenimiento de la seguridad i n ternacional. T a m b i é n hizo que los privilegios de los cinco miembros
permanentes parecieran cada vez más anacrónicos. Ellos continuarían
lijando las normas y acordando cuáles de las acciones propuestas se
aprobarían (o, al menos, n o se vetarían); pero los cascos azules que
intervinieran sobre el terreno n o serían suyos.
El siguiente hito fue la doble crisis de Suez y H u n g r í a en 1956,
que al menos tuvo dos consecuencias sobre la posición y las prácticas de los miembros permanentes. Para los indignados países neutrales, la acción militar anglo-franco-israelí contra Egipto y el aplastamiento del levantamiento h ú n g a r o por parte soviética eran en
principio esencialmente l o mismo: agresiones de grandes potencias
contra otras potencias menores. U n a Asamblea General furiosa se
esforzó por tener voz y voto, aunque no tuvo mucho efecto. Tanto
Gran Bretaña y Francia por una parte, como la U n i ó n Soviética por
otra, utilizaron el veto en el Consejo de Seguridad para proteger sus
. intereses frente a resoluciones hostiles. Pero la auténtica diferencia
residía en que, cuando un Eisenhower frustrado y enfadado ejerció
presión (principalmente económica) sobre Londres y París para que
depusieran su actitud, las dos naciones de Europa occidental se vieron obligadas finalmente a ceder; con lo que Gran Bretaña extrajo la
conclusión de que no podía desarrollar una política independiente
con la desaprobación de Estados Unidos, y Francia tuvo que volverse menos dependiente de la h e g e m o n í a estadounidense imperante.
Por contra, ninguna de las protestas contra la U n i ó n Soviética por la
represión del levantamiento h ú n g a r o fue efectiva; H u n g r í a estaba
bajo la órbita de influencia soviética y nadie podía salvarla sin una
guerra a gran escala (posiblemente nuclear). Nadie podía arriesgarse
a eso, n i siquiera el secretario de Estado estadounidense, John Foster
Dulles, que había flirteado con la idea de «hacer retroceder» al comunismo. Por tanto, incluso en los cinco miembros permanentes se
había abierto una brecha militar entre los miembros más débiles y las
potencias más poderosas, si bien estaba u n tanto disfrazada por el hecho de que individualmente poseían derecho a veto y un escaño
permanente en el Consejo.
La segunda consecuencia importante de la crisis de Suez fue la
operación de pacificación que se estableció en el Sinaí tras las hostilidades. E n el p r ó x i m o capítulo nos ocuparemos con detalle de ella,
Esta es la razón por la que las crisis internacionales de las décadas
de 1960 y 1970, como la catástrofe del Congo o las reiteradas guerras
arabe-israelíes, obraron pocas consecuencias sobre las estructuras y
poderes del Consejo de Seguridad, si bien tuvieron la máxima i m portancia en la historia de la evolución de la pacificación y el mantenimiento de la paz. E l Consejo, como es lógico, se veía reiterada y
dramáticamente involucrado en ambas regiones. Tanto el bloque
oriental como Occidente contaban con estados cuentes a los que trataban de favorecer, de forma positiva mediante apoyo diplomático o
suministros militares, y de forma negativa utilizando el veto para b l o -
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LA EVOLUCIÓN P E LAS M U C H A S NACIONES UNIDAS
EL ACBRTIJO D E LCONSEJO D E SEGURIDAD
tal. Hasta el diestro héroe de El criado de dos amos, de Cario Goldo
n i , podría cometer un error aquí.
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raelíes a l o largo de la frontera entre Gaza e Israel; y aplacando todas
las sensibilidades del modo más extraordinario. Cuando un a ñ o después de la crisis fue reelegido por unanimidad para u n segundo
mandato de cinco años, afirmó ante la Asamblea General que, aunque siempre había preferido que le indicaran sus obligaciones, había
habido veces en que había tenido que actuar sin orientación alguna
"ion el fin de contribuir a llenar cualquier posible vacío que apare-
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Durante las tensiones de la guerra fría, la tarea era auténtidamente imponente. E l primer secretario general, Trygve Lie, t u | o
una c o n c e p c i ó n expansiva de sus funciones políticas casi desde tel
comienzo mismo de su mandato, pero su acción durante la crisis coreana, impulsando las resoluciones contrarias a Corea del Norte en
el Consejo de Seguridad e instando a la Asamblea General a que se
pronunciara a favor de la resolución U n i ó n pro Paz, significó que
tuviera poca influencia una vez que los enfurecidos soviéticos regresaron a las Naciones Unidas. Por irónico que resulte, precisamente
en la época en que la URSS se negaba a trabajar con Lie y vetaba la
prolongación de su mandato, Joseph McCarthy y sus partidarios lanzaban un ataque contra el organismo mundial por considerarlo u n
núcleo clandestino de influencia comunista en Estados Unidos. Tras
la renuente renuncia de Lie a finales de 1952, su sucesor, Dag H a m marskjóld, resultó ser la persona perfecta para esta labor imposible:
era firme, u n político, un idealista pragmático e innovador. Incluso
en sus pocos y relativamente tranquilos años de mandato, construyó
una estrategia especial entre la diplomacia discreta y los bastidores
para resolver cuestiones peliagudas. Allí donde Lie había pregonado
con excesiva publicidad los denominados «buenos oficios de mediador» del secretario general, Hammarskjóld simplemente los ejercía.
E l punto culminante de esa labor ejecutiva se produjo sin duda
durante la doble crisis de Suez y Hungría. La historia merecería un
relato mucho más detallado de l o que es posible aquí, puesto que
Hammarskjóld estuvo a punto de obrar milagros: viajando regularmente de uno a otro de los cinco países miembros permanentes del
Consejo, tres de los cuales estaban acusados de violar el derecho i n ternacional y la propia Carta; trasladándose de las sesiones de urgencia de la Asamblea General a las reuniones de urgencia del Consejo
de Seguridad, y luego de vuelta otra vez a la Asamblea; construyendo un lenguaje que hiciera avanzar el proceso de paz y dejara a las
grandes potencias sin escapatoria; formulando, en menos de cuarenta y ocho horas, el plan para introducir una misión de paz internacional (la F E N U ) que se desplegara entre las tropas egipcias y las is94
< iera en los sistemas que la Carta y la diplomacia tradicional propor«ionan». Se trataba de una aguda autoevaluación de su función, y
nadie, n i siquiera los soviéticos, protestaron, pese a su creciente i n satisfacción ante sus funciones. A u n así, como revelaron posteriores
desacuerdos, habría sido imprudente suponer que los miembros soheranos de la O N U aceptarían de forma automática semejante dis< recionalidad en los secretarios generales del futuro. Las dos personas que le sucedieron, U Thant y K u r t Waldheim, tuvieron ásperos
iiifrentamientos con varios miembros permanentes, y Boutros B o u iios-Ghali, como ya hemos señalado, no fue renovado en su cargo
i-n 1 9 9 6 debido a la oposición estadounidense.
Sin embargo, había venido sucediendo algo que iba significati\ miente m á s allá de lo estrictamente previsto en los artículos del Capítulo X V para la función de la Secretaría. E n la crisis del Congo de
I ' X Í O - 1 9 6 1 , Hammarskjóld y su magnífico equipo, incluido el p r o pio Bunche, Andrew Cordier y Brian Urquhart, se mantuvieron en
«I centro de la acción; fue todo u n símbolo el que Hammarskjóld
muriera en u n avión cuando volaba desde el Congo hasta el norte
de Rhodesia, precisamente en mitad de su m i s i ó n de «buenos o f i i ios de mediación» y para «rellenar un vacío». E n aquella época, la
Asamblea General ya le buscaba para que fuera el mediador del m u n do, y su función le había resultado cada vez más útil incluso a los
i meo miembros permanentes.
El riesgo de sobrecarga, y de que se produjera una reacción v i o le uta por parte de los miembros si las cosas no salían bien, era elevado. U n a cosa era, por ejemplo, que el secretario general K u r t
Waldheim volara a Argelia en 1977 para rescatar a rehenes del m o vimiento de liberación del Polisario. ¿ Q u i é n p o d í a poner una obje»ion a eso? Pero la apuesta había sido mucho más alta cuando su pre95
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LA EVOLUCIÓN D E LAS MUCHAS NACIONES UNIDAS
EL ACERTIJO D E L CONSEJO D E SEGURIDAD
decesor U Thant trató de negociar el fin del conflicto de Vietnam
pese a las sospechas de Estados Unidos; y aún mayor antes, en 1962,
cuando t o m ó iniciativas para distender la crisis cubana de los misií les. E n este caso, estaba claro que las decisiones últimas sobre la
i guerra y la paz iban a tomarse en Washington y en M o s c ú , y que t o dos los demás desempeñaban u n papel secundario o inexistente: así
era la naturaleza del mundo bipolar de la guerra fría. D i c h o con crudeza, la O N U y la Secretaría tocarían u n segundo violín durante las
emergencias más importantes, mientras que los «dos grandes» aceptaban tácitamente permitir que el organismo mundial se ocupara de
la descolonización, el desarrollo, etcétera, siempre que aquello no
interfiriera en sus intereses en materia de seguridad. Pero el propio
hecho de que el secretario general interpretara los papeles que desempeñó confirma que el mundo había avanzado desde 1914 o 1870.
En muchos conflictos más limitados, su función asumía, o así solía
atribuírsele, el papel protagonista. Incluso durante los desacuerdos
entre las grandes potencias o c u p ó , en teoría, un lugar como agente
imparcial deseoso de contribuir a resolver disputas, o actuó simplemente como mensajero confidencial.
Estos mismos autores pasan después a describir no menos de diecisiete acciones de «mediación» desarrolladas ú n i c a m e n t e en las d é cadas de 1980 y 1990; algunas autorizadas por el Consejo de Seguridad, otras por la Asamblea General y unas terceras emprendidas
por propia iniciativa del secretario general. Claramente, el fin de la
guerra fría contribuyó mucho a rebajar la desconfianza tanto en
Moscú como en Washington contra cualesquiera terceras partes que
tuvieran algún papel en los asuntos mundiales; l o cual supuso de he• lio, en muchas ocasiones, que vieran al secretario general como u n
valioso instrumento para resolver problemas espinosos. C o n mucha
liccuencia era un enviado especial o representante especial del se-
6
< ivtarío general cuidadosamente seleccionado quien encabezaba los
iiiterados viajes diplomáticos, ya mera en la r e g i ó n que sufría la tensión o en algún lugar neutral como Ginebra. Algunas de las cuestiones eran por su naturaleza de p e q u e ñ a escala, como la disputa fronteriza entre Guayana y Venezuela o las riñas entre Nueva Zelanda y
I rancia por las pruebas nucleares francesas en el Pacífico; pero otras
••ran auténticamente importantes para el mantenimiento de la paz y
la seguridad internacionales, como la supervisión de las elecciones
• amboyanas o las labores para alcanzar acuerdos de paz en América
t cutral. N o todas estas misiones diplomáticas fueron éxitos rutilantes; así l o atestiguan los esfuerzos realizados en vano por Vanee y
Así, poco a poco y a menudo de mala gana, cada vez más naciones acabaron por reconocer la importancia de contar con una Secretaría que no hiciera política, sino que desempeñara u n papel activo en la resolución de controversias. Los profesores Franck y Nolte
lo exponen con precisión:
!
(A mediados de la década de 1980] los secretarios generales se habían sentido justificados en ocasiones para actuar por cuenta propia en
aras de salvaguardar lo que entendían que eran los criterios mínimos
del orden mundial; y habían conseguido trazar con un éxito absoluto
una línea entre su función y la función desempeñada por los órganos
políticos a instancias de los estados miembros... La Asamblea General
podía hacer más ruido, y el Consejo de Seguridad podía actuar con,
mayor decisión siempre que hubiera unanimidad entre los miembros
permanentes. Pero en el reducido margen en que la O N U estaba cosechando algún efecto beneficioso en el mundo real al margen de la»
derivadas de su propia composición, se debía principalmente a las funciones desarrolladas por el secretario general.
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96
< Kven para tratar de detener el derramamiento de sangre en Bosnia
en 1992-1993, sobre cuya responsabilidad se c o n t i n ú a discutiendo
en la actualidad. El hecho categórico era que, si una o ambas partes
•le un conflicto preferían los combates a la negociación, o si una
Hian potencia echaba u n jarro de agua fría sobre una misión, la m e diación neutral no podía funcionar.
Así pues, la transformación del papel de la Secretaría de la O N U
i n los asuntos internacionales fue acogida positivamente en todas
fiarles de forma paulatina, pero la ironía residía en que esta expansión de las actividades del secretario general d e p e n d í a exclusivamente del consentimiento de las superpotencias. N o hubo en realidad
ningún cambio en las estructuras de poder subyacentes. Las misiones
de las Naciones Unidas eran ahora más frecuentes sencillamente
porque los hielos y las nieves de la guerra fría habían empezado a
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LA EVOLUCIÓN D E LAS M U C H A S NACIONES UNIDAS
EL ACERTIJO D E L CONSEJO D E SEGURIDAD
fundirse, desde aproximadamente 1987 en adelante, al principio con
delicadeza y después con u n goteo más regular, cuando el nuevo l í der soviético Mijail Gorbachov e m p e z ó a impulsar sus políticas l i beralizadoras y Occidente respondió con cautela. Los no menos beneficiados de este deshielo fueron las Naciones Unidas, el Consejo
de Seguridad y la Oficina del Secretario General, puesto que Gorbachov solía afirmar que a M o s c ú le gustaría cooperar con las N a ciones Unidas, e incluso fortalecerlas, como medida conciliatoria
que complementara su calendario interior de refonnas.
podíamos sorprendernos de que el presidente George Herbert W a l ker Bush empezara a hablar de u n «nuevo orden mundial». Era así,
aunque, por desgracia, no por demasiado tiempo.
Las consecuencias de esta transformación de las grandes potencias para el Consejo de Seguridad fueron poco menos que revolucionarias. Los cinco miembros permanentes trabajaron juntos en un
tema tras otro como no lo habían hecho jamás. Recuperaron por
tanto la función original que les adjudicaba la Carta, pero también
formularon muchas más demandas sobre la Secretaría y autorizaron
cada vez más acciones de pacificación. Es cierto que a menudo los
representantes chinos en el Consejo de Seguridad simplemente se
abstenían, advirtiendo de que no les gustaba el nuevo brote de actividad porque podría sentar precedentes para la injerencia en los
asuntos internos de los estados miembros. Pero se trataba de una advertencia, n o de u n veto. (Es preciso señalar aquí que, con el paso
del tiempo, las grandes potencias habían acordado que una abstención cumplía con la exigencia del artículo 27 acerca de «los votos
afirmativos de todos los miembros permanentes».) L o más asombroso era que la U R S S no solo votaba afinnativamente, sino que también estaba dispuesta ahora a desempeñar una función diplomática
de primer orden para contribuir a resolver contiendas regionales, y i
apartó la dimensión de la guerra fría de las disputas acerca del Tercer M u n d o . U n a resolución del Consejo de Seguridad concebida
por los cinco miembros permanentes y negociada por otra misión de
«mediación» más del secretario general puso fin a la guerra entre Irán
e Irak en 1988. E l secretario general también n e g o c i ó la retirada soviética de Afganistán al a ñ o siguiente guardando las apariencias de
M o s c ú en todo el proceso. E n esa misma época, Cuba se retiró
de Angola y Namibia consiguió la independencia, en ambos casos
bajo la mirada entusiasta del Consejo de Seguridad. Difícilmente
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Luego se produjo otra sorpresa: el flagrante acto de agresión iraquí contra Kuwait en agosto de 1990. Retrospectivamente, está ciato que Saddam Hussein erró muchos cálculos al lanzar ese ataque:
cometió errores de cálculo en relación con la determinación esta< lounidense, la tecnología militar estadounidense, las actitudes árabes
v la o p i n i ó n pública mundial. Pero quizá uno de sus mayores e r r ó l o s fue no reparar en que había proporcionado al Consejo de Segundad el típico caso para autorizar una acción militar amparada en el
< Capítulo V I I de la Carta de la O N U . A q u í estaba el ejemplo perli-cto de l o que los planificadores de 1944-1945 contemplaban; a ú n
más que en el caso de Corea, ya que en esta ocasión no comportaba
la ausencia n i el enojo de una potencia con derecho a veto. N i n g u no de los cinco miembros permanentes tenía interés en bloquear la
i» ción del Consejo de Seguridad: Gorbachov estaba preparándose
pira transformar la URSS y buscaba la amistad de Occidente; C h i n.i difícilmente podía vetar una cuestión relacionada con una agresión clara de u n miembro contra otro, y Gran Bretaña y Francia se< lindaron a u n Estados Unidos excitado. Además, Hussein tenía
muchos enemigos en la región y era un famoso violador de los derechos humanos, e incluso tenía el aspecto de villano clásico (no
muy distinto de Hider, con su mostacho, según decidieron muchos
i .iricaturistas occidentales). A q u í estaba la nueva crisis de Abisinia o
Rcnania, pero sin la ineficacia de la Sociedad de Naciones. Hasta los
críticos que reivindicaban que el gobierno estadounidense tenía i n tereses concretos para emprender una acción militar (como garantizar el abastecimiento de p e t r ó l e o , penetrar más en Oriente P r ó x i m o
0 demostrar que sus inmensos gastos militares de la década de 1980
estaban bien hechos), tuvieron que reconocer que la guerra contra
li.ik estaba perfectamente justificada según el derecho internacional.
Sin embargo, era asombroso que el Consejo de Seguridad h u biera condenado la invasión iraquí en la tarde de aquel mismo día.
1 hitante los meses posteriores, se aprobaron otras once resoluciones
más, que autorizaron en primer lugar la aplicación de sanciones eco99
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EL ACERTIJO D E L CONSEJO D E SEGURIDAD
nómicas, después un embargo marítimo y, por ú l t i m o , el uso de la
fuerza. Sin duda, la aplicación de aquellas resoluciones n o se derivaba plenamente de la Carta; por ejemplo, con u n C o m i t é de Estado
Mayor fenecido y con Rusia y China dispuestas a sancionar pero n o
a participar, la campaña militar contra Irak se convirtió en una alianza de hecho, dirigida y orquestada por Estados Unidos y con arsenal
estadounidense que abastecería a la mayor parte de las fuerzas de la
coalición. Tampoco el éxito de la operación se tradujo en alguna
medida de seguridad más permanente, como que los gobiernos
aceptaran poner fuerzas militares a disposición de la O N U (como así
lo ampara el artículo 43) para desarrollar actividades en esta zona.
Por tanto, no había ninguna garantía de que alguna crisis futura
en relación c o n Irak provocara una respuesta idéntica a lo sucedido en 1990-1991.
Brasil, contaban con el «empuje» n i con la potencia de fuego que les
permitiera actuar con éxito en el extremo opuesto del planeta. Por
consiguiente, si estallaban conflictos lejanos pero de proporciones
considerables, habría sido imprudente insistir en la imposición agresiva y generalizada de la paz como política habitual. Si el conflicto
ora una guerra civil a p e q u e ñ a escala, se emplearía a los diplomáticos
ile la O N U para que negociaran una paz, y a c o n t i n u a c i ó n quizá p o drían intervenir los cascos azules encargados de mantener la paz.
Pero ¿por q u é comprometerse a ciegas de antemano?
Ese mismo tipo de tratamiento ad hoc de una crisis internacional
tenía u n precedente, casualmente, en la guerra de las Malvinas de
1982. N i China n i Rusia tenían n i n g ú n interés en aquel conflicto, y
tampoco una cautelosa Francia n i u n Estados Unidos más eficaz protestarían por la contraofensiva británica contra Argentina. En caso
de que tuvieran elección, como la tuvieron, los estados miembros
prefirieron n o entrometerse demasiado, sino más bien valorar cada
emergencia tal como surgía y en función de si estaba implicado o no
un miembro permanente.
Aunque según los intemacionalistas convencidos esta política
pragmática hacía gala de una voluntad frágil, probablemente fuera
un sabio modo de proceder. La solidaridad entre los miembros del
P5 era siempre una plataforma frágil, incluso tras el fin de la guerra
fría. Si en el futuro se producía una crisis en la que una potencia con
derecho a veto se opusiera a la acción, el Consejo de Seguridad haría muy poco. Si se producía en u n plano de disputa distinto (es decir, inferior), el Consejo valoraría c ó m o responder. La geografía
desempeñaría con frecuencia u n papel tan importante como el derecho internacional: ¿estaba el conflicto cerca de casa o en un lugar
remoto? A l fin y al cabo, aparte de Estados Unidos, ninguno de lo*
demás miembros permanentes o grandes potencias regionales que
reivindicaban u n escaño permanente en el Consejo, como India o
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Pese a este tipo de cautelas, la operación contra Irak había supuesto indudablemente una victoria para el sistema de seguridad de
la O N U (sobre todo en o p i n i ó n de los estadounidenses), para la
imagen del propio Consejo de Seguridad, para los creadores de
la Carta y para el imperio de la ley; n i siquiera el hecho de que Saddam Hussein conservara el poder en Bagdad durante otra década
podía restarle méritos a ello. Si este hubiera sido el fin de las operaciones de imposición y mantenkniento de la paz en la década de 1990,
los funcionarios de la O N U y sus partidarios exteriores habrían c o n (emplado el fin de siglo con satisfacción. Sin embargo, justamente
mando este clásico caso de resolución y acción del Consejo de Seguridad estaba llegando a su fin, algunos retos m u y diferentes y m u cho más difíciles afloraron para sacudir hasta la raíz el sistema de las
Naciones Unidas y plantear una pregunta a ú n m á s importante sobre
la capacidad que tenía la organización mundial de satisfacer los n o bles objetivos que la Carta formulaba para la humanidad.
Esos retos fueron el repentino estallido de guerras civiles, de
violencia étnica y religiosa, las violaciones masivas de los derechos
humanos, las descomposiciones de la autoridad y las emergencias
humanitarias producidas a principios de la década de 1990. Las e x i gencias prácticas y operativas que estos muchos conflictos plantearon a la capacidad de mantenimiento de la paz de la O N U se analizan con detalle en el p r ó x i m o capítulo; ahora nos ocuparemos de l o
que significaron para el Consejo de Seguridad y el secretario general. Mientras los miembros del Consejo escuchaban consternados y
*e enteraban del desarrollo de las tragedias de Yugoslavia, Haití, Somalia, Africa central, el Cáucaso y otra docena de lugares más, solo
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LA EVOLUCIÓN D E LAS M U C H A S NACIONES UNIDAS
EL ACBRTIJO D E L CONSEJO D E SEGURIDAD
podían concluir, por irónico que resulte, que la reciente crisis de
Irak era en realidad muy simple comparada con todo esto.
para autorizar una nueva o p e r a c i ó n de la O N U era todavía un asunto lento, y los contingentes de paz y ayuda humanitaria solían llegar
una vez que ya estaba hecho el d a ñ o más importante; pero la mayoría de las decisiones originaron pocas tensiones entre las grandes p o tencias. E l problema era que, al no disponer de un C o m i t é de Estado Mayor n i de fuerzas destacadas pertenecientes a los estados
miembros, todo despliegue debía organizarse desde cero. Estaba
muy bien que el Consejo autorizara una nueva o p e r a c i ó n en un determinado lugar del mundo, pero se dejaba al desafortunado secretario general que visitara a los miembros de la O N U , gorra en
mano, pidiéndoles que contribuyeran con soldados, fuerzas policiales, administradores, apoyo logístico y abastecimiento alimentario.
Algunos miembros aportarían de buena gana fuerzas para distribuir
alimentos en África central, pero se negarían a que sus tropas fueran
destacadas entre serbios y croatas en Bosnia. Algunos países ofrecerían tropas para el mantenimiento de la paz, pero rehusarían i m p o nerla de forma coercitiva. Cada misión comportaba una combinación nueva y diferente de naciones colaboradoras, pero muchas de
ellas carecían incluso de verdadera capacidad y necesitaban apoyo
núlitar y e c o n ó m i c o antes de poder intervenir. Inevitablemente, esa
distancia entre las promesas y el cumplimiento de las mismas no hacía sino dañar la reputación del Consejo de Seguridad y proporcionar m u n i c i ó n nueva a quienes se oponían a la ampliación de las actividades de la O N U .
¿Por q u é las múltiples crisis de la década de 1990 planteaban una
amenaza tan grave para el sistema de la O N U ? E n primer lugar, el
tipo de caos interno y desintegración del tejido social en lugares
como Haití y Somalia sencillamente no estaba previsto en absoluto
en la Carta. C o m o hemos visto, claro que había habido determina- •
das crisis anteriores, como la del Congo en 1960, que proporcionaban pistas para una acción de la O N U , aun cuando esa analogía no
sirviera de nada si literalmente no había ningún gobierno con el que
pudieran trabajar los organismos mundiales.
En segundo lugar, hubo demasiadas llamadas solicitando ayuda
de la O N U en u n período demasiado corto. Así, comprender plenamente cada crisis y decidir después q u é hacer con ella era prácticamente imposible cuando el Consejo de Seguridad hacía frente
uno tras otro a algún tema apremiante: Camboya, Ruanda, M o zambique, Haití, Kosovo, etcétera. Sin embargo, el apremio por actuar se vio alimentado por las clamorosas necesidades de tantos seres
humanos y por el no menos importante hecho de que los medios de
comunicación de todo el mundo ponían a diario estas tragedias en
conocimiento del público en general. Si el Consejo de Seguridad
hubiera comprendido y abordado correctamente la cuarta parte de
estos casos, habría constituido una hazaña sobresaliente de la organización; abordarlos todos, aun cuando se hiciera de forma moderadamente adecuada, era inconcebible. Pero la Carta los obligaba a ello,
y era l o que los parlamentarios, los votantes y , naturalmente, las comunidades angustiadas esperaban que asumieran.
En tercer lugar, los recursos para ejecutar las muchas órdenes del
Consejo de Seguridad eran completamente inadecuados. Claro que
era una buena noticia que el Consejo trabajara estrechamente y a
diario sin los agrios enfrentamientos del período de la guerra fría.
Solo alguna vez (por ejemplo, en relación con el malestar ruso por
las iniciativas contra Serbia a principios de la década de 1990) surgió
la posibilidad de que se produjera u n veto. Y ninguno de los cinco
miembros permanentes tuvo motivos ulteriores en Africa, donde se
estaban desarrollando la mayor de las tragedias. Alcanzar un acuerdo
Por ú l t i m o , estaban los crecientes costes de toda esta actividad,
ül presupuesto para el mantenimiento de la paz era siempre independiente, y se estimaba de diferente modo, del presupuesto general de k O N U . Si ya era difícil convencer a todos los países de que
pagaran los costes de funcionamiento ordinarios del organismo
mundial, hallar la financiación necesaria para cada acción de mantenimiento de la paz suponía u n reto tremendo. E n 1993, y por p r i mera vez en su historia, los costes del mantenimiento de la paz eran
entre dos y tres veces superiores al presupuesto ordinario anual de la
O N U para el conjunto de la organización. Esta carga adicional recayó más sobre los hombros de los cinco miembros permanentes
con más peso que sobre los de los miembros más pobres y desfavo-
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LA EVOLUCIÓN D E LAS M U C H A S NACIONES UNIDAS
EL ACERTIJO D E L CONSBJO D E SEGURIDAD
recidos* (como no podía ser de otra manera, puesto que eran p r i n cipalmente ellos quienes autorizaban el inicio de las misiones).
Pero no todo el mundo l o entendía así, y el problema se a c e n t u ó a
causa del giro a la derecha del Congreso de Estados Unidos a finales de 1994 y de la exigencia de este último de que se renegociara la
contribución estadounidense (de aproximadamente el 28 por ciento
del presupuesto de mantenimiento de la paz). C o n independencia
de l o que opinara de esta demanda la gente de la época (tenía cierta
lógica fiscal, pero los políticos que reclamaron el reajuste hicieron
gala de una dureza y una sorna indebidas hacia el organismo m u n dial), dejaba a la Secretaria tiritando, hacía pedazos las finanzas y las
competencias de la O N U , y aterraba y enojaba a muchos otros estados miembros ante la aspereza de la exhibición de poder del C o n greso estadounidense.
tas intervenciones y esperar después que las naciones no pertenecientes al Consejo, que no habían tomado parte en la toma de decisiones, atendieran una y otra vez las peticiones de ayuda del secretario general? Y si, por ejemplo, u n país como India contribuía en las
misiones de pacificación o imposición de paz de la O N U más que la
mayoría de las naciones, ¿por q u é no debería contar con u n escaño
permanente en el Consejo de Seguridad?
A medida que se iba aproximando el cincuenta aniversario del
organismo mundial, cada vez había más demandas de reforma y cambio. E n medio de todos estos acalorados debates, n i n g ú n otro asunto
era más p o l é m i c o que el de la reforma del propio Consejo de Seguridad: su composición, sus poderes y su forma de proceder. Y los desacuerdos más profundos giraban en t o m o a los asuntos gemelos del
veto y de los cinco países que tenían derecho a esgrimirlo.
* Aunque a China y a una Rusia económicamente débil tras el desmoronamiento de la Unión Soviética se les asignó una cuota inferior debido a su bajo producto interior bruto (PIB) per cápita.
Era conveniente e importante que el organismo mundial revisara sus propias estructuras ahora que habían pasado cincuenta años y
la organización había cambiado tanto; en o p i n i ó n de muchos críticos, era por suerte u n tiempo ya pasado. J a p ó n y Alemania, los enemigos de la Gran Alianza medio siglo atrás (y a los que la Carta t o davía se refería en el artículo 53, como «estados enemigos»), eran
ahora el segundo y tercer m á x i m o s contribuyentes al presupuesto de
la O N U y consideraban que tenían derecho a u n escaño permanente. Pero las mayores quejas sobre la situación existente procedían,
eon toda la razón, de los países del mundo en vías de desarrollo, sobre todo de los más grandes, como India, Brasil y M é x i c o . Q u e las
Í inco potencias vencedoras de 1945 poseyeran todavía sus privilegios especiales les parecía desde hacía mucho tiempo u n anacronismo, especialmente dada la reducida extensión mundial de Gran Bretaña y Francia. Aquello no era tan enojoso cuando la guerra fría
había paralizado la capacidad del Consejo de Seguridad de hacer
gran cosa, pero ahora que la O N U había pasado a su fase de actividad desenfrenada posterior a 1990, la configuración actual era m u i l i o menos tolerable. Y l o era sobre todo porque, aparte de las operaciones en los Balcanes y de las nuevas tentativas de misiones en
zonas de la antigua U R S S , todas las decisiones del Consejo de Seguridad sobre la intervención (o no intervención) afectaban a países
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E l resultado de todo esto fue que, a mediados de la década de 1990,
las Naciones Unidas estaban deformándose por la p r e s i ó n . Como
veremos más adelante, hubo algunos éxitos inadvertidos en medio
de esta crisis de múltiples facetas. Pero el hecho insoslayable era que
en 1995 o 1996 el organismo mundial se había agotado. Las afortunadas «coaliciones de países serviciales» que se habían sumado con
entusiasmo a las primeras misiones de pacificación, se quejaban de
la fatiga del donante unos cuantos años después; pagar todas estas
operaciones y , aún más, volver a proporcionar contingentes para
cada nueva crisis agotaba la paciencia hasta de los estados miembros
más leales. Y la triple catástrofe de Somalia, Ruanda-Burundi y Bosnia durante mediados de la década de 1990 no solo había sembrado
negras nubes acerca de las competencias de la O N U , sino que tamb i é n había desencadenado problemas delicados acerca de la soberanía, la responsabilidad y la irnparcialidad. ¿Cuáles deberían ser las
orientaciones del Consejo de Seguridad cuando los estados miembros se desmoronaran y la Carta n o proporcionara n i n g ú n principio
de acción? ¿Acaso no se excedía en sus atribuciones al autorizar tan9
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LA EVOLUCIÓN D E LAS M U C H A S N A C I O N E S U N I D A S
EL ACERTIJO D E L CONSEJO D E SEGURIDAD
del Sur. Desde el punto de vista de Nueva Delbi o Brasilia, la idea
de incorporar al Consejo de Seguridad más estados ricos como Jap ó n y Alemania y ninguno del mundo en vías de desarrollo era sencillamente otro insulto más. A menos que las cosas se modificaran, y
de forma espectacular, la autoridad del Consejo y el respeto que
despertaba en la mentalidad de gran parte del mundo se verían más
debilitados.
vadoras propuestas de financiación de mediados de la década de 1990,
como gravar con un p e q u e ñ o impuesto las transacciones internacionales para financiar las operaciones de la O N U , quedaron en el camino debido a la resistencia de los republicanos estadounidenses. E n
cuestión de unos pocos años, las esperanzas y los planes para fortalecer el organismo mundial y aproximarlo a los objetivos de la Carta
se habían desvanecido, no por completo pero sí de forma sustancial.
Quizá no era tan terrible como pensaban los intemacionalistas en
aquella época. Exigir que las Naciones Unidas modificaran su constitución de forma profunda e importante en la misma época en que
batallaban con dieciocho misiones de pacificación e imposición de la
paz, atravesaban por una crisis presupuestaria y m a n t e n í a n reiteradas
disputas con su miembro más poderoso, era quizá invitar a su desintegración y derrumbamiento. Hacían falta tiempo para respirar y
medidas menos ambiciosas y polémicas.
Pero ¿ c ó m o iban a modificarse exactamente? C o m o veremos
cuando expongamos la reforma del Consejo de Seguridad en el ú l t i m o capítulo de este libro, todas las propuestas de cambio suscitaban
de inmediato discrepancias sustanciales, incluso entre aquellos países
en vías de desarrollo ansiosos por modificar el sistema existente. Haber modificado esta estructura en la época de menor actividad h u biera exigido un j u i c i o salomónico que resultara inteligente, persuasivo y aceptable para todas las partes. Es difícil de imaginar, incluso
hoy día, q u é supondría eso; realizar una reforma estructural durante
las crisis de mediados de la década de 1990 era imposible. E l organismo mundial era único e irreemplazable, pero se había fraguado
en circunstancias que lo volvían anticuado, aun siendo todavía central para el sistema internacional de cincuenta años después. Valiosas
comisiones externas y comités de la Asamblea General de reciente
creación trabajaban en vano. Desde el exterior de sus muros, los
críticos solicitaban una «limpieza del corral» y los congresistas continuaban negándose a votar partidas económicas para satisfacer la cuota estimada de Estados Unidos. Las peticiones de «reforma» aumentaban, pero esa palabra significaba cosas diferentes para los distintos
países, O N G e individuos. Las ideas del senador Jesse Helms acerca
de reducir la O N U tenían poco en c o m ú n con el afán del gobierno de India por obtener un escaño permanente en el Consejo de Seguridad.
En resumen, el momento no era el adecuado. Otras propuestas
incluso más modestas, como incorporar al Consejo unos cuantos
miembros no permanentes adicionales, no fueron planteadas; n i tampoco ninguna idea para resucitar el C o m i t é de Estado Mayor, n i la
propuesta a ú n más asombrosa de Brian Urquhart y otros de crear un
ejército permanente de la O N U a las órdenes del Consejo. Las inno-
Este era sin duda el sentido que tenía reemplazar como secretario general a Boutros Boutros-Ghali por Kofi Annan. Ambos estaban entregados al organismo mundial, pero este ú l t i m o parecía d o tado de más astucia política y podía llevarse bien con los espinosos
políticos estadounidenses, restablecer la moral del personal y actuar
a un ritmo menos frenético. Conjuntamente con el Consejo de Seguridad, su oficina puso fin a algunas misiones y adelantó con m u cha prudencia otras nuevas; le favorecieron éxitos como el de c o n seguir gestionar paso a paso la transición de T i m o r Oriental a la
independencia a partir de 1999. Las medidas prácticas para adelantarse y atajar crisis, así como para fomentar las labores de reconstrucción tras u n conflicto, confirieron a la O N U una apariencia más
competente, y el á n i m o político estadounidense se t o r n ó menos
hostil. E l secretario general era plenamente consciente de la espantos;» y creciente brecha entre las necesidades del m u n d o y sus recursos, y r e c o n o c i ó la atemperada voluntad de ayudar de los estados
miembros m á s ricos. Pero tampoco veía n i n g ú n sentido en adoctrinarlos; era mucho mejor propugnar una política de educación pausada. T o d a v í a había muchas misiones sobre el terreno, además de
aquellos problemas que se cocían lentamente entre estados y que se
negaban a desaparecer: el irregular proceso de paz palestino-israelí,
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LA EVOLUCIÓN DE LAS MUCHAS NACIONES UNIDAS
EL ACERTIJO D E L CONSEJO D E SEGURIDAD
la eterna disputa entre India y Pakistán acerca de Cachemira, la amenaza constante de Saddam Hussein y, j u n t o a todos ellos, la erupción
de nuevas matanzas en África (Congo, Sierra Leona).
ques el propio edificio de las Naciones Unidas fue desalojado, por
temor a que existieran más planes suicidas), tanto el Consejo de Seguridad como la Asamblea General se apresuraron, por supuesto, a
manifiestar su solidaridad y unirse a la lucha contra el terrorismo.
Por consiguiente, la mayoría de los miembros del Consejo de
Seguridad entraron en el siglo xxi con u n ánimo cauteloso, por no
decir escarmentados. Las ideas de cambio de mayor envergadura ya
n o resultaban atractivas, si es que l o habían sido en algún momento
para el P5. El énfasis recaía ahora sobre la vertiente práctica, no sobre la teoría, que ayudara a que el gobierno estadounidense convenciera al Congreso para restaurar el pago de su cuota completa de los
gastos del organismo mundial. E n el Consejo había diferencias de
enfoque y de o p i n i ó n acerca, por ejemplo, de Palestina o de c ó m o
tratar a Irak, pero en términos generales funcionaba sin asperezas.
Aunque, como ya hemos mencionado con anterioridad, la O N U
todavía se enfrentaba a un volumen importante de conflictos regionales, su n ú m e r o y su gravedad había disminuido desde los tiempos
de crisis de mediados de la década de 1990. Pese a todas las distracciones, Arman parecía obtener cada vez más éxitos a la hora de llamar la atención sobre África, el continente que se enfrentaba a la
mayor concatenación de retos, y en lograr que la o p i n i ó n pública
reconociera que los esfuerzos para ayudar a las sociedades africanas
debían i r acompañados no solo de recursos sustanciales, sino sobre
todo de una labor colectiva inteligente por parte de todos los miembros de la O N U , además de las O N G , las iglesias y las empresas m u l tinacionales. S e g ú n esta perspectiva holística y más amplia, el C o n sejo de Seguridad no es sino uno de los actores; sin duda u n actor
vital, porque todas las comunidades necesitan sus vigilantes nocturnos y sus policías, pero es necesario mucho más para que la comunidad mundial esté satisfecha y sea próspera.
Las acciones que siguieron a los ataques de Al-Qaeda recogen
adecuadamente la naturaleza multidimensional que ha adoptado el
sistema internacional a principios del siglo xxi. Muchas de ellas n o
fueron necesariamente obra del propio organismo mundial, pero i n dicaban que existía algo similar a una comunidad global. Se p r o dujo una impresionante cooperación entre bancos centrales, fuerzas
policiales y servicios de seguridad de todas partes, como respuesta a
las peticiones directas de Washington, para congelar todos los activos relacionados con organizaciones terroristas y detener a células
locales. Los países que combatían a los terroristas de su propio territorio o a los movimientos revolucionarios que empleaban el terror
romo una más de sus herramientas, se dieron cuenta de que tenían
mucho más en c o m ú n de lo que pensaban anteriormente.
E n este escenario relativamente más calmado se estrellaron los
pilotos suicidas de Al-Qaeda el 11 de septiembre de 2001, y rápidamente se t o m ó conciencia de que el mundo había descubierto, con
toda gravedad, una forma de amenaza para la seguridad diferente de
la que procedía de los estados transgresores. Dada la atrocidad del
golpe sufrido p o r Nueva Y o r k y la consecuencia de que nadie estaba a salvo de algo similar (la m a ñ a n a en que se produjeron los ata-
Pero estas respuestas t a m b i é n dieron lugar a consecuencias m u cho más cuestionables para las Naciones Unidas y supusieron u n
reto para ese enfoque holístico de los problemas del mundo m e n cionado pocos párrafos más arriba. Si había que reajustar y reorientar el organismo internacional para emprender una cruzada contra el
terrorismo allí donde acechara (una aplastante adición a las atribuciones de la Carta original), entonces, cualquier estado miembro
•me eliminara a los disidentes internos, como, p o r ejemplo, a los
grupos étnicos escindidos, podía caer en la tentación de justificar sus
acciones describiendo a la oposición bajo esa misma rúbrica. Llevado hasta u n extremo demasiado lejano, y empleado con cinismo,
esto debilitaría a ú n más u n r é g i m e n internacional de derechos h u manos para el que ya era difícil abordar las muchas violaciones y
transgresiones del momento. A los defensores de la O N U t a m b i é n
les preocupaba la naturaleza de la misión militar de los meses posteriores contra las fuerzas talibanes y de Al-Qaeda en Afganistán.
( ttalquiera podía ver, y la Casa Blanca estaba feliz de proclamarlo,
que esta era una operación abrumadoramente estadounidense, m á s
incluso de l o que lo habían sido la guerra del Golfo y la guerra de
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Corea; las p e q u e ñ a s contribuciones de otras naciones y la retórica
pública gubernamental acerca de la alianza mundial contra el terror
n o podían ocultar el hecho de que se trataba de otra operación d i r i gida por el P e n t á g o n o obedeciendo las órdenes del presidente. Desde 1950, la inmensa mayoría de las acciones militares estadounidenses, o bien no fueron sancionadas en absoluto por el Consejo de
Seguridad (Vietnam, América Central) o bien fueron operaciones
«subcontratadas» respecto de las cuales el Consejo pensaba que no
recaían verdaderamente dentro de su á m b i t o (Corea, la guerra del
Golfo, Mogadiscio, Afganistán). Las grandes potencias suelen ser
creaciones obstinadas y exigentes, pero en el amanecer del siglo XXJ
no era agradable para los internacionalistas liberales pensar que el
principal órgano de seguridad de la O N U pudiera convertirse en u n
mero sello de caucho de su miembro más poderoso y autoritario, sobre todo cuando Estados Unidos parece estar acumulando una lista
de estados transgresores y regímenes malvados para posibles trata, mientos en el futuro.
U n a ñ o después, aquellos temores liberales se plasmaron en la
decisión de la Casa Blanca de derrocar a Saddam Hussein, lo cual d i fícilmente podía calificarse de un acto de «legítima defensa» n i siquiera «estirando» de algún modo el artículo 51 de la Carta. Las disputas del Consejo de Seguridad acerca de entrar en guerra con Irak
> en 2002-2003 revelaron, con mayor énfasis aún, el problema especial de si Estados Unidos podía ajustarse al sistema y c ó m o lo haría.
Para los críticos antiestadounidenses de Francia, Alemania y muchas
otras partes del mundo, este parecía u n problema tan grave como el
» del propio terrorismo. ¿ C ó m o iba a tratar el Parlamento de la H u manidad a una única nación autoritaria que en 2003 gastaba en armamento tanto como el resto del mundo junto? Irónicamente, el
debate sobre los privilegios de los cinco miembros permanentes estaba ahora ensombrecido por el intenso debate internacional acerca
de la posición única y monopolar que Estados Unidos ocupaba en el
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sistema de los estados. El desafío había estado presente desde 1945,
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cuando Estados Unidos casi se acercó a producir la mitad de la p r o j
ducción total del mundo; pero en aquella época Estados Unidos
contaba con un liderazgo político que, por lo general, estaba dis1
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EL ACERTIJO D E LCONSEJO D E SEGURIDAD
puesto a refrenar para apartarse del unilateralismo y depositaba grandes esperanzas en la reforma del sistema internacional. Más de medio
siglo después, el punto muerto en el Consejo de Seguridad demostraba que esos sentimientos multilateralistas habían disminuido, tanto
en Washington como a l o largo y ancho del interior de Estados U n i dos. T a m b i é n revelaba que el gobierno estadounidense podía hacer
literalmente lo que quisiera si estaba respaldado por el Congreso.
Sin embargo, en otros aspectos las disputas internas del Consejo
de Seguridad acerca de Irak n o resultaban en m o d o alguno nuevas
para cualquiera que estuviera familiarizado con los duros enfrentamientos de la década de 1960, y por tanto no d e b e r í a n haberse c o n siderado tan sorprendentes. Francia insistía, una vez más, en su derecho constitucional al veto a menos que la acción militar propuesta
por Washington contra Irak se produjera bajo el estrecho control del
Consejo; y Estados Unidos, perdiendo la paciencia ante el hecho de
que Saddam Hussein había desafiado diecisiete resoluciones anteriores, decidió dar u n paso adelante sin que hubiera otra más que l o autorizara explícitamente. E l tono de mutuo menosprecio entre París
y Washington era lamentable, a menudo j u v e n i l , pero en todo caso
podía sostenerse que el sistema funcionaba, puesto que las potencias
con derecho a veto siempre eran diferentes de las demás. Y la i m a gen del primer ministro T o n y Blair volando de u n lado al o t r o del
Atlántico haciendo esfuerzos agotadores por obtener u n acuerdo recordaba u n tanto a similares políticas británicas de 1943-1945, d u rante la crisis cubana de los misiles o la guerra de Vietnam; tratar de
encontrar u n modo de impedir que Estados Unidos abandonara deíinitivamente el corral. Quienes en aquella é p o c a afirmaban que las
Naciones Unidas habían «fracasado», se equivocaban. L o que había
sucedido era que uno de los mecanismos de corte del circuito (fusibles) incorporados al sistema de 1945 se había disparado. Esto n o
pretende restar importancia a la rabia y a los prejuicios de tantos estadounidenses en una época en que suponían, inexactamente, que
podían esperar solidaridad mundial. Tampoco significa desechar el i n menso pesimismo que se vivía tanto en círculos favorables a la O N U
como en muchos gobiernos extranjeros cuando contemplaban c ó m o
empeoraban las discrepancias en el Consejo de Seguridad y se preo111
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