1 Algunas reflexiones acerca de la relación entre representantes y

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Algunas reflexiones acerca de la relación entre representantes y representados
Paula Biglieri
Gloria Perelló
1. Introducción
A menudo escuchamos, desde distintas latitudes de occidente, la afirmación de que la
representación política atraviesa una crisis. El rotundo diagnóstico es lanzado desde los
medios de comunicación masivos por periodistas, desde las universidades por los académicos, desde la arena política por los propios políticos, desde las organizaciones de la
sociedad civil por los líderes sociales. En nuestro país ese juicio prácticamente alcanzó
el grado de certeza después de la crisis de diciembre de 2001, con el estallido de los
cacerolazos y la consabida formación de las asambleas barriales. La crisis de representación entonces resultó una obviedad que se renueva en cada oportunidad en que se producen elecciones.
En este contexto sólo una minoría se ha detenido a reflexionar y problematizar lo
que se presenta como una certeza. Y es, a este escaso número, que queremos sumar la
siguiente presentación.
En algún momento Rinesi (2004) afirmó que cuando se habla de crisis de representación se está dando por sentado que hay un lazo que une a los representantes con los
representados y que esta unión ha entrado en crisis. Este autor cuestiona este supuesto
señalando que difícilmente la representación sea un lazo, porque tal cual está pensada en
la tradición argentina (devota de la norteamericana), se trata de “una distancia estipulada para no ser franqueada”. Vale decir, la representación es “un mecanismo de salvaguarda de los poderes instituidos respecto de los eventuales poderes constituyentes de
un pueblo al que se le teme”. Para Rinesi el problema de aquellos que consideran que la
representación política ha entrado en crisis es que confunden a cual tradición es tributaria dicho concepto, en la medida en que entienden que éste responde a la tradición del
pensamiento político demócrata; en vez de considerarla, como en efecto es, un concepto
fundamental de la tradición del pensamiento político liberal.
Podríamos agregar, siguiendo la tesis de Macpherson (1968), que toda esta confusión se produce a partir de 1867 con la incorporación de la clase obrera inglesa al sistema político, porque generó una doble mutación: por un lado, la democratización del
liberalismo y, por el otro, la liberalización de la democracia. A partir de entonces se
empieza a entender a la democracia como el derecho a participar en procesos electorales
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y no como autogobierno o asambleísmo, tal como lo presentaba Rousseau. O como manifiesta Manin (1998), hay una confusión en cuanto a catalogar la situación actual como
crisis de representación porque se piensa al gobierno representativo como una forma
indirecta del gobierno del pueblo. Pero hay una diferencia fundamental entre la democracia directa y la forma representativa de gobierno. La primera se basa en el principio
de autonomía del pueblo, es decir, el pueblo no está sometido a otra cosa que no sea su
propia voluntad. En cambio, el gobierno representativo, no descansa sobre este principio y siempre ha consagrado cierta independencia de los representantes en relación a los
representados.
Más allá de estas atinadas intervenciones, queremos dar un paso más para sostener que las interpretaciones que diagnostican esta mentada crisis de representación
(además de confundir la tradición teórico-política que le da origen al concepto) se olvidan o simplemente pasan por alto que ésta es una relación entre representantes y representados. Así, sólo tienen en cuenta el lugar del representado y, en consecuencia soslayan el papel del representante y pierden de vista la importancia decisiva que tiene la
brecha que se establece entre uno y otro.
Ahora bien, consideramos que la representación no sólo se trata de un mecanismo que instaura una distancia insalvable entre representantes y representados; sino que
este hiato entre unos y otros es una brecha constitutiva del vínculo mismo de representación, lo que le imprime un carácter paradojal a la relación porque no únicamente separa sino que también los vincula.
Así, el objetivo del presente trabajo es introducir una reflexión acerca del vínculo paradojal entre representantes y representados a partir de una lectura de la posición
que tienen sobre el tema algunos autores que, sin dudas, podemos calificar como clásicos de la modernidad: Hobbes, Madison, Rousseau y Lenin. En ese sentido, el objetivo
del trabajo es delinear someramente los rasgos generales que cada autor tiene sobre la
representación política, a partir de una interpretación que apela a algunos elementos del
psicoanálisis, el posmarxismo y la deconstrucción.
Así, veremos cómo en el caso de Hobbes la relación de representación se disuelve por el lado del representante. En el caso de Madison el énfasis también es colocado
del lado del representante. Mientras que en las antípodas se encuentra Rousseau que
disuelve el vínculo por el lado del representado. Finalmente, planteamos desde una lectura de psicoanalítica de la posición de Lenin, la imposibilidad de cualquier tipo de disolución.
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2. La paradoja de la representación
Nuestra lectura del concepto de representación parte de algunos supuestos básicos que,
antes bien, hacen falta aclarar. La pregunta obvia que se nos presenta al abordar este
concepto es: ¿qué sentido le asignamos al verbo representar?
Tomaremos como eje de análisis la representación tal como la concibe Derrida.
Es decir, como resultado de la deconstrucción del par binario tradicional (habla y escritura) de las teorías del lenguaje, en las que el habla, se considera superior y más digno
de atención que el otro, la escritura.1 En esta concepción clásica la escritura desempeña
una función subordinada al habla, como técnica al servicio del lenguaje, es decir, la escritura es entendida como función de representación del habla (Derrida: 1998, 40).
Esta preeminencia del habla se funda en la noción dominante del pensamiento occidental que Derrida denomina la metafísica de la presencia. Las palabras habladas están aún
más próximas al emisor, a aquel centro que garantiza su significado, cerca de la intención, del logos que lo formuló y que puede responder por él. Este logocentrismo, presupone una presencia plena tras el lenguaje que representa.
En este sentido podemos considerar a la palabra representación constituida por
dos partes: un prefijo re que está calificando la (re)presentación. Así, el verbo
(re)presentar puede ser planteado en el sentido de volver hacer presente algo en otro
lugar. (Re)presentar puede entenderse como hacer presente algo que no lo está, es decir,
hacer presente algo que está empíricamente ausente. De esta forma suponemos, en primer lugar, una ausencia (algo que no está ya ahí) y, en segundo lugar, una ausencia que
se vuelve a hacer presente.
Vorstellen parece querer decir solamente, como subraya Heidegger,
poner, disponer ante sí, una especie de tema sobre el tema. Pero ese
sentido o ese valor del ser-ante está ya actuando en «presente». La
praesentatio significa el hecho de presentar, y la repraesentatio el
hecho de volver presente, de hacer-venir como poder-de-hacervolver-a-venir, y ese poder-de-hacer-volver-a-venir-a-la-presencia
de forma repetitiva, conservando la disposición de esa indicación,
está marcado a la vez en el re-de la representación y en esa posicionalidad, ese poder-poner, disponer, colocar, situar, que se lee en el
Stellen y que de golpe remite realmente a sí, es decir, al poder de un
sujeto que puede hacer que de nuevo venga a la presencia y que
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Fundamentalmente se está haciendo referencia al modelo clásico de teoría del lenguaje presentado por
Condillac y a la lectura que de éste hicieron los ideólogos del Instituto de Francia fundado por Napoleón.
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puede volver presente, volver para sí presente, o simplemente volverse presente. (Derrida: 1996).
La representación viene entonces a repetir un presente, representar es siempre repetición, es repetición de un presente que estaría en otra parte y en una anterioridad temporal. La representación supone la presencia de aquello que está ausente. Sin embargo, la
presencia no es sino un efecto de la representación. Y, es en este aspecto, que reside la
paradoja de la idea de representación. Porque (re)presentar implica simultáneamente
algo que está presente y ausente, siendo a la vez espaciamiento y temporización (Derrida: 1994, 49).
En este sentido, nuestro primer supuesto es que toda noción de representación
juega con esta paradoja de presencia y ausencia continua.
El segundo supuesto, que se desprende del primero, es que la representación supone dos niveles. El nivel de los representados, es decir, de aquello que está ausente. Y
el nivel del representante, aquello que permite forjar la presencia de aquello que está
ausente. La representación viene entonces a tender un puente en esa brecha que existe
necesariamente entre uno y otro plano.
Con estos dos supuestos básicos en la mano, entonces avancemos sobre nuestros
autores.
3. Hobbes (o la disolución de la representación por el lado del representante) y
Madison (o la preeminencia del representante)
Si rastreamos la noción de representación en Hobbes sin dudas nos tenemos que remitir
a su clásico y famoso texto Leviatán o de la materia, forma y poder de una república
eclesiástica y civil (1651). ¿Cómo plantea este autor en su texto la representación? Para
buscar una respuesta debemos hacer referencia al capítulo XVI De las personas, autores
y cosas personificadas de la primera sección:
Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando está
representada por un hombre o una persona, de tal modo que ésta
puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran
esta multitud en particular. Es, en efecto, la unidad del representante, no la unidad de los representados lo que hace la persona una, y es
el representante quien sustenta la persona, pero una sola persona; y
la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud.
(Hobbes: 1994, 135).
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En primer lugar, podemos decir que Hobbes plantea a la representación como una función porque afirma que solamente a través de ésta se puede establecer la unidad de un
colectivo. Una multitud se convierte en una persona únicamente cuando es representada.
Vale decir, desde la perspectiva hobbesiana la unidad del colectivo se establece a partir
de la función de la representación o, lo que es lo mismo, un colectivo carece de unidad
como tal a menos que se dé la función de la representación.
Ahora bien, si a través de una representación se alcanza la unida de un colectivo
¿cómo entiende Hobbes la representación? La respuesta es sencilla: básicamente como
un proceso de autorización. Este aspecto de la representación ha sido abordado en profundidad por Pitkin, en su libro El concepto de representación (1985), quien al momento de distinguirla de otros tipos de representación afirma:
La definición de Hobbes es esencialmente formalista, concibiendo la
representación en términos de acuerdos formales que la preceden y
la inician: autorización, el conferir autoridad a un acto. (Pitkin:
1985, 13)
Es decir que la autorización implica un determinado nexo entre esa multitud de hombres
y la unidad de su representante, determinadas relaciones formales que anteceden y dan
lugar a la representación. En palabras del propio pensador inglés:
Todos los hombres dan, a su representante común, autorización de
cada uno de ellos en particular, y el representante es dueño de todas
las acciones, en caso de que le den autorización ilimitada. De otro
modo, cuando le limitan respecto del alcance y medida de la representación, ninguno de ellos es dueño de más sino de lo que le da la
autorización para actuar. (Hobbes: 1994, 135).
Pues bien, rápidamente se plantean dos nuevos interrogantes: ¿qué es un autor según
Hobbes? ¿Qué significa autorizar para Hobbes?
De las personas artificiales, algunas tienen sus palabras y acciones
apropiadas por quienes las representan. Entonces, la persona es el
actor, y quien es dueño de las palabras y acciones es el autor. En este caso, el actor actúa por autoridad. Porque lo que con referencia a
bienes y posesiones se llama dueño y en latín, dominus, en griego,
χύριος, respecto de las acciones se denomina autor. Y así como el
derecho de realizar una acción se llama autoridad. En consecuencia, se comprende siempre por autorización un derecho a hacer algún acto; y hecho por autorización, es lo realizado por comisión o
licencia de aquel a quien pertenece el derecho. (Hobbes: 1994, 133).
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Hobbes define dos tipos de personas, la persona natural: es aquella cuyas palabras y
acciones se consideran suyas y la persona artificial: cuyas acciones no son suyas sino de
alguien más. Este derecho por el cual alguien es “dueño” de sus acciones lo llama autoridad. Haciendo una analogía entre bienes (o posesiones) y acciones, aquello que tratándose de bienes se llama propiedad, en el caso de las acciones Hobbes lo denomina autoridad, define autoridad como el derecho de ejecutar las acciones.
El autor es quien tiene el derecho sobre las acciones. Ahora bien, si se trata de
una persona artificial sus acciones no son suyas, él ejecuta las acciones en tanto “actor”,
pero bajo autoridad del “autor” que es quien le otorga el derecho a actuar. La autoridad
es producto de un proceso de autorización, merced al cual todos se convierten en autores de las acciones del actor, aquél que ha sido autorizado a actuar en su lugar.
Evidentemente para Hobbes un autor es alguien que es el origen de ciertos actos.
Mientras que autorizar implica transferir el derecho a decidir la autoría de los actos a
alguna otra persona. La centralidad de estas definiciones radica en que el vínculo de se
establece a través del principio de autorización, entre representado y representante, nos
remite a uno de los puntos nodales de toda la argumentación teórica hobbesiana. Porque
se trata de un vínculo de representación absoluta. Vayamos a las palabras de Hobbes:
El único camino para erigir semejante poder común, capaz de defenderlos contra la invasión de extranjeros y contra las injurias ajenas, asegurándoles de tal suerte que por su propia actividad y por
los frutos de la tierra puedan nutrirse a sí mismos y vivir satisfechos,
es conferir todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea
de hombres, todos los cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad. Esto equivale a decir: elegir un
hombre o una asamblea de hombres que represente su personalidad;
y que cada uno considere como propio y se reconozca a sí mismo
como autor de cualquiera cosa que haga o promueva quien representa su persona, en aquellas cosas conciernen a la paz y a la seguridad
comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquél, y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es una unidad real de todo ello en una y la
misma persona, instituida por pacto de cada hombre con los demás,
en forma tal como si cada uno dijera a todos: autorizo y transfiero a
este hombre o asamblea de hombres mi derecho a gobernarme a mí
mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él vuestro
derecho, y autorizareis todos sus actos de la misma manera. Hecho
esto, la multitud unida en una persona se denomina Estado, en latín,
Civitas. (…) Y en ello consiste la esencia del Estado, que podemos
definir así: una persona cuyos actos una gran multitud, por pactos
mutuos, realizados entre sí, ha sido instituida por cada uno como
autor, al objeto de que pueda utilizar la fortaleza y medios de todos,
como lo juzgue oportuno, para asegurar la paz y defensa común. El
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titular de esta persona se denomina Soberano, y se dice que tiene
poder soberano; cada uno de los que le rodean es Súbdito suyo.
(Hobbes: 1994, 140 – 141).
Desde el momento que se produce la cesión de derechos a través del pacto, han autorizado al Leviatán a que los represente y, en consecuencia, le han otorgado la autoridad
para actuar por ellos. El Leviatán es el soberano, es aquel autorizado. Así, a partir de
entonces, ya no podrán juzgar o calificar como injustas o incorrectas las acciones que
emprenda el soberano. Porque lo que éste haga, al estar autorizado, es como si ellos
mismos hubiesen realizado los actos.
Entonces, ¿cuál es el problema de la representación en Hobbes? En principio
Hobbes parte del supuesto que hay dos planos: representado y representante. Sin embargo, la autorización que recibe el soberano se caracteriza por ser tan fuerte y absoluta
que rompe con el juego entre presencia y ausencia. Básicamente porque en toda y cualquier acción que inicie el representante, de por sí ya va a estar plenamente presente el
representado. Esto es así porque todo lo que hace el representante es entendido como si
hubiese sido hecho el representado.
Por lo tanto, lo que se plantea con Hobbes a través de la representación concebida como autorización, es una ruptura con la idea política de representación. Si bien el
punto de partida es la distinción entre estos dos niveles, Hobbes disuelve el problema de
la representación solamente en el nivel del representante y, de hecho, una vez que se ha
dado la autorización desaparece la categoría de representado. No hay juego de presencia
y ausencia, sino más bien hay una primacía del representante. El temor lleva a que se
disuelva la representación por el lado del representante, quien guardará por la seguridad
de todos.
La propuesta de Madison también guarda cierta semejanza con la de Hobbes. El
temor a los facciosos deseos de los electores, lo lleva a proponer a la representación
como un mecanismo que les sirva de filtro. Así, opone lo que denomina como “el gobierno republicano” (es decir, el gobierno representativo) a la democracia. Para Madison la república (el gobierno representativo) se diferencia de la democracia por dos aspectos centrales. En primer lugar, justamente porque existe el mecanismo de representación por el cual se delega el gobierno a unos cuantos por parte del resto. En segundo
lugar, y gracias a lo anterior, una república puede incluir un área geográfica y un número de ciudadanos mayor que una democracia. Afirma además que la primera forma de
gobierno es una modalidad superior a la segunda. Pero, ¿por qué el gobierno republica7
no es superior a una democracia? Porque los representantes serán hombres superiores y
desapasionados que deliberan sosegadamente a la luz de la razón y rehúsan dar paso a
intereses particulares por sobre el bien común del país. Así, la consecuencia que produce el mecanismo de representación que Madison plantea en El Federalista (1780) es la
de:
(…) perfeccionar y ampliar las opiniones públicas haciéndolas pasar a través de un cuerpo escogido de ciudadanos cuya sabiduría les
permite distinguir mejor el verdadero interés del país y cuyo patriotismo y amor a la justicia serán los menos susceptibles de sacrificar
este interés a consideraciones efímeras y parciales (…) En un sistema de tal naturaleza, puede muy bien darse que la voluntad pública
formulada por los representantes del pueblo, coincida mejor con el
bien público que si hubiese sido formulada por el mismo pueblo, reunido al efecto. (Madison: 2000, 82).
Vale decir, el objetivo de la representación es poner a los representantes (ya sea el Congreso, el Presidente o los jueces) “a salvo” de las presiones, pasiones e ilusiones efímeras y parciales del pueblo (los representados).
La representación no fue algo totalmente desconocido a las repúblicas antiguas: algunos magistrados fueron tal vez electos, pero al lado de los magistrados electos, la asamblea popular constituía un órgano de gobierno. La verdadera novedad de la república norteamericana no se relaciona con la existencia de una representación sino
con la exclusión total del pueblo como sujeto colectivo respecto del
sistema de gobierno. (Madison: 2000, 241-384).
No cabe ninguna duda que para Madison la función de los representantes no es la de
llevar a las instituciones la voluntad de los representados. Evidentemente, esto implica
el abierto rechazo del mandato imperativo y la revocación automática de los mandatos.2
En todo caso, podemos afirmar que plantea una clara superioridad del representante
sobre el representado; que si bien no alcanza la cualidad de “representación absoluta”
(que termina disolviendo el vínculo entre representantes y representados por el lado de
los primeros) como en el caso de Hobbes, si establece una indiscutible supremacía de
los primeros sobre los segundos.
2 La figura de revocación de mandato es una figura jurídica, con validez política, que no es lo mismo a la
revocación automática de mandato, el juicio político que es una forma de revocar el mandato, tiene que
pasar por ciertas instancias de procedimiento. En algunos casos, el pedir la revocación de mandato a través de iniciativas populares necesita un cierto número de firmas, bajo ciertas causales que exijan la revocación de mandato de un representante, pero ni el juicio político, ni la revocación de mandato, a través de
iniciativa populares, equivalen a la revocación automática de mandato porque hay un procedimiento que
seguir y, en caso de no ser así, no es posible revocar el mandato de un representante.
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Pero, ¿cómo evita Madison caer en una representación al estilo de Hobbes? Básicamente a través de la elección periódica de los representantes por parte de los representados y el ejercicio libre de la opinión pública. El primer aspecto, es un “modo de
designación y de legitimación de los gobernantes que sustituyen progresivamente a
otro” y es “la única voluntad jurídicamente obligatoria” (Manin: 1998, 12-17). El segundo es el espacio en el que el pueblo puede manifestarse como sujeto político. Sin
embargo, los representantes no tienen ninguna obligación de acatar lo que la opinión
pública manifieste.
Entonces, de acuerdo con lo afirmado por Rinesi (2004), hay una clara distancia
entre la decisión pública y la voluntad popular. Con lo cual podemos afirmar que el gobierno representativo no es un sustituto imperfecto pero necesario de la democracia,
sino que se trata de una forma de gobierno diferente que Madison considera ampliamente preferible. Así pues, el énfasis de la representación está puesto en el papel de los representantes, que desplaza a los representados y resta importancia a la vinculación entre
unos y otros.
4. Rousseau (o la disolución de la representación por el lado del representado)
Rousseau, desde la primera frase del Capítulo I del primer libro Del Contrato Social o
Principios del Derecho Político (1762), plantea el problema de la democracia de manera radical y cuestiona los ordenamientos políticos vigentes de entonces. “El hombre ha
nacido libre y por doquiera está encadenado” (Rousseau: 1988, 10). La sociedad civil le
ha quitado al ser humano su libertad natural, lo ha sometido a otros hombres y esclavizado bajo leyes inicuas. La sociedad civil, tal como está constituida, es injusta. Pero,
¿por qué es injusta? Básicamente porque está fundada sobre la desigualdad y la opresión. Se han perdido los atributos naturales de la libertad e igualdad entre los hombres
fundamentalmente gracias a la emergencia de la propiedad privada. Los propietarios
dominan e imponen su voluntad. La voluntad de la libertad natural individual ha cesado
de existir bajo la imposición de la dominación de los ricos sobre los pobres. Bajo estas
circunstancias los ricos imponen un pacto que da nacimiento al orden político que institucionaliza la desigualdad y el dominio de unos sobre otros.
Por ello la propuesta de Rousseau radica en establecer un nuevo contrato social
que de origen a la república. Para ello propone como un acuerdo cualitativamente diferente al pacto inicuo de la sociedad civil corrupta. La república democrática de Rous9
seau debe estar fundada sobre la base de un contrato social que establezca una asociación donde todos los participantes cedan todos sus derechos a la voluntad general y pasen a ser integrantes de ésta.
A diferencia de Hobbes quien propone un pacto único pero con dos aristas: el
pacto de unión que crea la comunidad y el pacto de sometimiento o sujeción que crea el
Leviatán con la función de defender a sus súbditos, donde obviamente prevalece el segundo aspecto sobre el primero; Rousseau afirma que todo pacto de sometimiento es
nulo porque implica encadenarse y nadie voluntariamente renuncia a su libertad.
Ahora bien, es sabido que la noción de representación para Rousseau es anatema. Basta con hacer referencia a su célebre frase respecto del sistema representativo
inglés para noticiarse de su abierto repudio:
El pueblo inglés se piensa libre; se equivoca mucho; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; en cuanto han sido elegidos, es esclavo, no es nada. En los breves momentos de libertad, el uso que hace de ella bien merece que la pierda. (Rousseau: 1988, 98).
Vale preguntarse entonces: ¿por qué para Rousseau son esclavos los ingleses? Por la
sencilla razón de que los ingleses al escoger representantes designan a alguien que vaya
a decidir por ellos. Es decir, al elegir a alguien para que ejerza en su libertad, renuncian
a ésta. Pero además, la opinión que tiene este autor sobre el vínculo representante – representado es francamente desfavorable porque está teñida por la corrupción:
Tan pronto como el servicio público deja de ser el principal asunto
de los ciudadanos, y tan pronto como prefieren servir con su bolsa
antes que con su persona, el Estado está ya cerca de su ruina. ¿Hay
que ir al combate? Pagan a tropas y se quedan en sus casas. ¿Hay
que ir al consejo? Nombran diputados y se quedan en sus casas. A
fuerza de pereza y de dinero, tienen en última instancia soldados para sojuzgar a la patria y representantes para venderla. (Rousseau:
1988, 97).
En la república democrática de Rousseau este vínculo, representante – representado, no
tiene lugar. Porque ésta está fundada sobre la base de un contrato social que establece
una asociación donde todos los participantes ceden todos sus derechos a la voluntad
general y pasan a ser integrantes de ésta. Justamente la voluntad general, como cuerpo
político, está compuesta por la totalidad de los coasociados. Así, el pueblo es reconocido como único e indiscutible titular de la soberanía porque ese cuerpo político está
constituido por ciudadanos libres e iguales. La soberanía es popular. Entonces, el ejerci-
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cio de la voluntad general se conforma a partir de la participación activa de los ciudadanos y se manifiesta en las leyes que dicta. Por lo tanto, la obediencia a la ley es la obediencia a la voluntad general, lo que implica la obediencia a las leyes que uno mismo se
dicta en cuanto ciudadano.
Para Rousseau una verdadera asociación política no debe estar cimentada en la
sumisión de la mayoría del pueblo a una persona o grupo, sino debe ser un ordenamiento donde todos participan en las decisiones públicas y obedecen. De esta manera, la república democrática, nacida a partir del contrato social, implica una sociedad civil identificada con el ordenamiento político porque es una asociación entre un grupo de hombres para formar una voluntad general y obedecerla. Es decir, todos quienes forman
parte de la sociedad civil integran la voluntad general y viceversa. El resultado buscado
por Rousseau es que cada uno recupere la voluntad de la libertad, pero ya no de manera
natural e individual (como alguna vez lo disfrutó el hombre en el estado de naturaleza)
sino de manera civil y general.
En el esquema roussoniano no hay ningún margen de autonomía del representante en relación con el representado, o para ser precisos, no hay vínculo alguno de la representación. Sino lo que tenemos es la presencia plena del pueblo a través de su deliberación. Porque la propuesta política defendida por Rousseau niega la representación
política. La soberanía reside en el pueblo (conjunto de ciudadanos) y tiene un carácter
inalienable. Es decir, ningún grupo o persona puede tener el derecho de representar a los
ciudadanos y a hacer leyes en lugar su lugar. Nadie puede ejercer en nombre de la ciudadanía la responsabilidad ejecutar su libertad. Por tal motivo la voluntad general debe
ser constantemente consultada. Tal es el caso del poder ejecutivo. Porque si bien Rousseau acepta la división entre un poder legislativo y un poder ejecutivo; éste último (sin
importar cuál sea la forma que adopte) debe estar subordinado a la voluntad general y
ejecutar las leyes que disponga. Quien ejerce el gobierno, para Rousseau, no es un representante. En todo caso es un administrador o un comisionado que debe encargarse de
ciertas funciones y tareas encomendadas por la voluntad general. Inclusive, la expresión
de la voluntad general tiene que garantizarse suprimiendo facciones, grupos de interés,
partidos políticos y extremos de riqueza y pobreza entre la población.
Evidentemente que si el vínculo que atañe al poder ejecutivo fuera un lazo de
representación, Rousseau estaría rompiendo con el mismo principio de la voluntad general. Sin embargo, aunque no haya un principio de representación este autor reconoce
que desde el mismo momento en que la división entre poder legislativo y poder ejecuti11
vo ocurre, la delegación de funciones y tareas que implica, juega en contra del principio
mismo de la voluntad general. Ya desde ese momento entonces, empieza a corromperse
la voluntad general a pesar de no mediar el principio de representación alguno.
Entonces, si para el caso de Hobbes tenemos la disolución de los dos niveles de
la representación por el lado del representante; en el caso de Rousseau, no hay ni siquiera vínculo de representación. No hay autorización posible.
Pero si recurrimos al lenguaje de la deconstrucción podríamos decir que en el
modelo propuesto por Rousseau tenemos el campo del representado sin representantes.
Porque si bien Rousseau no hace la distinción entre representante y representado, podemos afirmar que lo que tenemos es la plena presencia del representado. En el sentido
de que a través de la voluntad general alcanzamos la plena presencia del pueblo. La ciudadanía en pleno, el pueblo es el único e indiscutible soberano, que no delega ni autoriza a ningún representante para que en su nombre ejerza la libertad.
5. Del leninismo al psicoanálisis (o la imposibilidad de la disolución)
Si por un lado hemos observado que en el caso de Hobbes tenemos una disolución del
vínculo de la representación por el lado del representante y de en el caso de Madison
una preponderancia del representante y, por otro lado, hemos visto que en el caso de
Rousseau tenemos una negación del vínculo de representación, con lo cual hemos argumentado que plantea la plena presencia del pueblo a través de la voluntad general;
vale preguntarse: ¿de qué otra forma podemos plantear la noción de representación?
Lenin nos abre las puertas para pensar la representación de manera diferente a la
expuesta en los casos anteriores. En efecto, si seguimos la lectura que realizan, de este
autor, Laclau y Mouffe (1987) podemos observar la existencia de dos planos diferentes
a través de la relación entre las identidades e intereses de las clases sociales. En efecto,
si pensamos en la clásica metáfora arquitectónica sabemos que por un lado, tenemos el
nivel de la estructura o la base material. Es decir, el plano económico o el modo de producción donde se configuran las identidades y los intereses de los agentes colectivos (el
proletariado). Aquí, podríamos ubicar el nivel de los representados. El segundo nivel es
el de la superestructura. Allí se ubica la política, por excelencia el plano de la representación.
Evidentemente para Lenin, como para la generalidad del marxismo, la identidad
de los sujetos sociales se constituye en el nivel de la base material. Sin embargo, la pre12
sencia de éstos a nivel supra-estructural va a tener lugar a través de la representación de
intereses. En este sentido, Lenin está presentando dos planos diferenciados: el plano de
los representados, que es el nivel económico donde se constituye la identidad de las
clases sociales; y el plano de los representantes, el nivel de la superestructura en el cual
se aloja la política, donde esos intereses económicos adquieren presencia pero a través
de un mediador llamado partido político.3 Ahora bien, tal como acabamos de mencionar, para Lenin el plano de la representación no es (en principio) constitutivo de la identidad de los representados, porque la identidad de las clases ya está plenamente configurada en el plano económico. Sin embargo, este autor deja una puerta abierta para pensar
el juego entre los dos planos. Veamos:
Todo mundo está de acuerdo en que es necesario desarrollar la conciencia política de la clase obrera. Pero ¿cómo hacerlo y qué es necesario para desarrollarlo? (…) la convicción de que se puede desarrollar la conciencia política de la clase de los obreros desde dentro, por decirlo así, del marco de su lucha económica o sea tomándola únicamente (o, cuando menos principalmente) como punto de
partida, basándose únicamente (o, cuando menos, principalmente)
en esta lucha. Esta opinión es radicalmente falsa (…) La conciencia
política de clase no se le puede aportar al obrero más que desde el
exterior, esto es, desde fuera de la esfera de las relaciones entre
obreros y patronos. (Lenin: 1939, 96 - 97).
Para Lenin si bien la clase obrera se constituye y desarrolla su identidad en el plano material, esto no es suficiente. Porque para que alcance la conciencia política sobre cuál es
el destino revolucionario que le depara en la historia necesita de un plus que le venga
desde afuera. ¿Por qué es esto así? Volvamos al propio Lenin:
(…) Hemos dicho que los obreros no tenían ni podían tener conciencia socialdemócrata. Esta podía serles aportada únicamente desde
el exterior. La historia de todos los países atestigua que la clase
obrera, abandonada a sus propias fuerzas, sólo es capaz de elaborar
una conciencia tradeunionista, es decir, la convicción de que es necesario agruparse en sindicatos, luchar contra los patronos, conseguir del gobierno la promulgación de tales o cuales leyes necesarias
para los obreros. (Lenin: 1939, 52).
La clase obrera necesita un plus del exterior porque, dejada a su propio arbitrio, no puede trascender el nivel de reivindicaciones económicas-sindicales. Por eso, la conciencia
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Estamos dejando de lado toda la interpretación que Laclau y Mouffe realizan al respecto del concepto de
hegemonía en el pensamiento de Lenin.
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política efectiva de clase debe ser introducida desde afuera. ¿Cómo? A través de una
vanguardia partidaria.
Entonces, si bien el argumento de Lenin en primera instancia presupone una
relación de exterioridad pura entre la representación política y la identidad económica
de la clase obrera (porque la identidad de las clase se establecen en el plano económico); cuando afirma que la conciencia política le llega a la clase obrera desde afuera, está
planteando que no hay una relación de exterioridad pura entre el partido político y la
clase. En todo caso, podemos interpretar que la función de representación es necesaria
para configurar (aunque sólo sea parcialmente) la identidad de los representados. Así,
para Lenin el representante no sería un mero depositario del mandatado de los representados. Es decir, el representante no sería una mera caja de resonancia de los representados, sino también aquel que contribuye a forjar los intereses, las demandas y la identidad en general de los sujetos que representan.
Si recapitulamos, una vez más, vemos que si en el caso de Hobbes tenemos una
disolución del vínculo de la representación por el lado del representante, si en el caso de
Madison tenemos una preponderancia del representante, si por el lado de Rousseau tenemos una negación del vínculo de representación y nos plantea la plena presencia del
pueblo a través de la voluntad general, con Lenin lo que tenemos es este juego de ida y
vuelta entre el plano del representado y el plano del representante. En su caso el nivel
económico y el nivel político, hay una primacía del nivel económico pero hay una función del nivel político que no puede derivarse estrictamente del nivel económico.
Ahora bien, este juego presente en Lenin lo podemos analizar a partir del argumento que elabora Lacan en el ensayo: El estadio del espejo como fase formativa del
yo(je)… Este escrito nos interesa porque en el “estadio del espejo”, Lacan desarrolla un
concepto, que queda incluido en una teoría del sujeto que ya no cesará de profundizar.
Un individuo es siempre mucho más que él mismo: es un sistema de relaciones. Desde
esta perspectiva se radicaliza la relación e implicación mutua entre representante y representado, de tal manera que se rompe con la idea de que representante y representado
sean niveles absolutamente separados y externos, esto lo consigue a través de la identificación.
Al igual que Freud, Lacan da por sentado de que el yo no existe desde un principio, antes de que haya el vínculo con la imagen que uno ve reflejado en el espejo, es la
relectura que hace del ensayo de Freud sobre “Introducción del narcisismo”, en el que
dice:
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Es un supuesto necesario que no esté presente desde el comienzo en
el individuo una unidad comparable al yo; el yo tiene que ser desarrollado. Ahora bien, las pulsiones autoeróticas son iniciales, primordiales; por tanto, algo tiene que agregarse al autoerotismo, una
nueva acción psíquica, para que el narcisismo se constituya. (Freud:
1914, 74).
Es decir que el yo no está dado de antemano para el sujeto, el yo deberá constituirse en
determinado momento su vida, hasta entonces no existe una unidad tal, una conciencia
del propio cuerpo, sino que hay fragmentación. Lo inicial, lo primero son la pulsiones
autoeróticas, con la consiguiente fragmentación propia del autoerotismo.
Se requiere de un nuevo acto psíquico para que el yo se constituya. Hasta ese
momento se trataba de pulsiones parciales persiguiendo satisfacciones parciales de manera anárquica, ahora merced a este nuevo acto psíquico se produce la unificación.
Freud lo expresa así, como una nueva acción psíquica, Lacan va a sostener que esa nueva acción psíquica que promueve la unificación es una identificación imaginaria, es
decir que el sujeto se identifica con la imagen reflejada en el espejo. El narcisismo hace
de ese caos una organización, surge en este acto psíquico un objeto capaz de atraer hacia
sí todas las pulsiones. Ese objeto es el yo. Si para Freud el yo es un objeto, para Lacan
es una imagen.
Basta para ello comprender el estadio del espejo como una identificación en el sentido pleno que el análisis da a éste término. (Lacan:
1984, 87).
Lacan destaca la actitud de júbilo o de contento en un niño entre los 6 y 18 meses cuando se enfrenta a un espejo, que así anticipa imaginariamente la integración motora y el
dominio de su cuerpo. Es decir que antes de que el proceso de maduración fisiológica lo
lleve a dominar su cuerpo, el niño por la sola visión de la imagen reflejada en el espejo,
adquiere un dominio imaginario, el yo. Esta imagen le permite a su vez diferenciar su
yo de los otros. Ese es el fundamento de la formación del yo.
Es que la forma total del cuerpo, gracias a la cual el sujeto se adelanta en un espejismo a la maduración de su poder, no le es dada sino como Gestalt, es decir en una exterioridad donde sin duda esa
forma es mas constituyente que constituida, pero donde sobre todo le
aparece en un relieve de estatura que la coagula y bajo una simetría
que la invierte, en oposición a la turbulencia de movimientos con
que se experimenta a sí mismo animándola.(Lacan: 1984, 87-88)
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La primera forma de configuración la llama configuración gestaltica, que es a través de
una identificación con esa imagen reflejada en el espejo. Esa imagen genera efectos
sobre el organismo, otorga conciencia por primera vez de una forma primitiva de identidad llamada el yo. La identificación con esa imagen confiere al sujeto una idea de totalidad asociada con el cuerpo, dicho en otras palabras, la imagen reflejada produce la
unidad del yo, es decir, la unidad de lo representado.
El carácter subversivo en este planteo de Lacan radica en que si para mucha gente, la imagen es siempre lo secundario, es decir: primero tenemos al cuerpo y luego tenemos a la representación. Para Lacan no hay cuerpo, vale decir, sentencia que no hay
unidad excepto por la representación. Está poniendo de relieve el carácter constitutivo
de la imagen, “una exterioridad donde sin duda esa forma es mas constituyente que
constituida”, por lo tanto nos plantea la paradoja de una representación que va a configurar la identidad de lo representado.
El paralelo con Lenin es evidente cuando plantea que la clase obrera requiere del
partido para la introducción de su conciencia política, es decir, para ir más allá de las
demandas puramente económicas. Dicho de otra manera, el nivel político permite completar la identidad del agente social, o en otras palabras, el plano de la representación es,
aunque sólo sea parcialmente, constitutivo del representado.
Pero Lacan va más lejos todavía. Revela el carácter de ficción del yo.
Pero el punto importante es que esta forma sitúa la instancia del yo,
aún desde antes de su determinación socia!, en una línea de ficción,
irreductible para siempre por el individuo solo; o más bien, que sólo
asintóticamente tocará el devenir del sujeto, (Lacan: 1984, 87)
Porque es tan grande la discordancia entre el yo [je] y su propia realidad, que su manera
de captarse, de entrada es ficticia. Ese reflejo en el espejo no reproduce de manera
transparente al yo, por dos motivos:
1. Toda imagen reflejada es una inversión simétrica del objeto que está siendo reflejado.
(…) la coagula (a la forma total del cuerpo) y bajo una simetría que
la invierte, en oposición a la turbulencia de movimientos con que se
experimenta a sí mismo animándola. (Lacan: 1984, 88).
La imagen es la representación del yo y es una representación que está modificando
además su forma, el sujeto se reconoce en una imagen invertida de si mismo.
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2. Identificarse con una imagen implica identificarse con algo que es externo a uno
mismo. El sujeto, desde el comienzo, se busca y se encuentra en una imagen, se
constituye en algo “otro”: la forma anticipada de lo que él no es.
El estadio del espejo distribuye de nuevo las relaciones del exterior y el interior. El
mundo de los acontecimientos exteriores no es una exterioridad real que provocaría solamente reacciones: es un mundo de formas que moldean primero al sujeto en la forma
de una exterioridad a sí mismo, que explican ese desconocimiento sistemático de la realidad que caracteriza al conocimiento paranoico (Lacan: 1984, 89). El yo cree conocerse
pero lo que conoce es al otro, está alienado en el otro, alineación imaginaria con el semejante. Sin embargo es la condición de posibilidad de constitución del yo, la única
posibilidad de adquirir cierta identidad. Puede ser esclarecedora la explicación de Lacan
en un escrito posterior (Lacan: 1984, 110) “soy un médico”, “soy un ciudadano” o “soy
un hombre” sólo quiere decir: soy semejante a aquel que al fundarlo como hombre, fundo para reconocerme como tal”.
En ese punto de juntura de la naturaleza con la cultura que la antropología de nuestros días escruta obstinadamente, solo el psicoanálisis reconoce ese nudo de servidumbre imaginaria… (Lacan:
1984, 93).
El espejo, aquel momento de la primera relación consigo mismo, es irremediablemente
y para siempre relación con otro.
6. Algunas consideraciones a modo de conclusión
Retomando las reflexiones iniciales diremos que toda representación supone dos planos,
el de los representados y el plano del representante, con la consiguiente paradoja del
juego de presencia y ausencia. Esta distinción traza una brecha entre el plano del representado, aquello que está ausente y el plano del representante que vuelve presente aquello que está ausente, y el enlace entre estos niveles estaría dado por la representación
que viene a tender un puente entre ambos.
Las distintas perspectivas respecto de la representación las hemos abordado como diferentes modos de resolución respecto de esta brecha que se abre se entre ambos
planos, representante - representado.
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En la concepción de Hobbes, si bien parte de la distinción entre estos dos planos,
acaba disolviendo esta tensión, porque con la representación concebida como autorización desaparece la categoría de representado. Hay una preponderancia del representante,
es decir, la plena presencia del representante a través de la autorización al soberano,
diluyéndose así también el juego de presencia y ausencia. Madison, por su parte, admite
la separación de ambos planos, pero enfatiza claramente la superioridad de los representantes por sobre los representados. Constituyéndose ambos planos desligados uno del
otro.
En el pensamiento de Rousseau no hay vínculo de representación porque no hay
el plano del representante, plantea sólo la plena presencia del pueblo (en nuestros términos: el representado), a través de la voluntad general.
Lenin plantea los dos planos diferenciados, el plano de los representados que se
constituye en el plano económico y el plano de los representantes, el plano de la política
en el cual los intereses económicos adquieren presencia sólo a través del mediador: el
partido político. Sin embargo, lo que en un primer momento aparece como una relación
de exterioridad entre la representación política y la identidad económica, ulteriormente
no es tanto, puesto que la conciencia efectiva de la clase se introduce desde afuera a
través de una vanguardia partidaria. De este modo incorpora la necesidad de la representación para la conformación (aunque de manera parcial) de la identidad de clase.
Esta perspectiva estaría en línea con el argumento que presenta Lacan en el estadio del espejo, ya que esta fase distribuye de nuevo las relaciones del exterior y el interior. El corolario que nosotros extraemos de este argumento es que no hay una relación
de exterioridad pura entre lo que habíamos ubicado como el nivel del representado, del
“original” y el nivel de la representación, de la imagen. La posición tanto de Lenin como de Lacan rompe con la idea que prevalece en los primeros autores. Establecen la
imposibilidad de cualquier tipo de disolución de ambos planos. Uno porque la instancia
de representación configura los intereses políticos de lo económico y el otro porque
sostiene que la imagen es un suplemento necesario para la constitución del yo. La alteridad, el representante es necesario, en sentido de necesidad lógica, para la constitución
del representado.
Sin embargo la perspectiva lacaniana va más allá porque en su tesis toda representación presupone una identidad que es distorsionada. Y en términos de Derrida:
cuando estamos ante el prefijo re, por definición siempre tiene que haber una modificación de la presencia ausente, como señalamos anteriormente, toda representación presu18
pone un juego continuo entre presencia y ausencia. La ausencia, es la ausencia del pueblo en la escena política, que aparece a través de un sustituto, es decir: el representante.
Pero es una ausencia que supuestamente está presente por efecto de la (re)presentación,
esa ausencia está presente a través de la acción del re que está presentando a esa ausencia.
Evidentemente a partir de estas premisas podemos arrojar algunos corolarios que
contradicen las tesis que subyacen a aquellos partidarios de que vivimos en un período
de crisis de representación:
1. La identidad de los representados no se constituye en y por si misma sino
que se define de manera relacional.
2. Por lo tanto, como consecuencia de lo primero, consideramos que no existe
lo que podríamos denominar una “identidad plena de los representados” que
pueda de manera unívoca trasladarse a las instituciones políticas.
3. Derivado de lo segundo podemos afirmar que no se puede establecer una relación transparente entre representantes y representados. Sino que se trata de
una relación constitutivamente opaca.
4. Así, la representación política no puede ser pensada únicamente como la
alienación de una pureza no contaminada del representado. Sino más bien
plantear que la representación constituye lo representado, en donde distorsión e identidad son presupuestos del acto de representación.
5. Si las identidades se constituyen de manera relacional la brecha entre representantes y representados es insalvable, de manera tal que queda imposibilitada la disolución del vínculo de representación al estilo de lo que plantean
Hobbes o Rousseau, ni tampoco puede establecerse una primacía de alguno
de los planos sobre el otro como lo hace Madison; sino que el énfasis recae
en la relación misma entre representantes y representados.
6. No hay relación de exterioridad pura entre representantes y representados.
7. La brecha existente entre los niveles de representante y representado significa que va a haber un juego permanente o juego continuo de presencia y ausencia, donde los representantes van a desestabilizar a la presencia ausente
del representado y donde la capacidad de juicio y discrecionalidad del representado va a desestabilizar la plena presencia del representante como alguien
que supuestamente se haría cargo de nosotros.
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En definitiva, consideramos que el diagnóstico de “crisis de representación” hace suponer que existe la posibilidad de que haya un momento de “no crisis”, donde la relación
entre representantes y representados sería transparente y unívoca. Sin embargo, pensar
de este modo a la representación política tiene un costo, que es el de soslayar la relación
de representación misma y, en consecuencia, eluden la complejidad implicada en esta
relación. Así, antes bien de hablar de “crisis de representación” hace falta tener presente
la problemática de este vínculo paradojal que al mismo tiempo que une, separa.
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