16º Consejo: Canta y Camina

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16º Consejo: Canta y camina
Eudaldo Formet padre de familia, catedrático de Metafísica en la Universidad Central de Barcelona
Todos los consejos que da san Agustín a los jóvenes son muy concretos y aptos
para seguir en nuestra propia vida. Sin embargo, quizá el más práctico de ellos
sea el decimosexto, que dice:
«Procura progresar siempre, no importa la edad ni las circunstancias en las
que te encuentres».
Reconoce así san Agustín que el hombre es un ser que se encuentra en camino y
que debe avanzar siempre por él.
Las tentaciones
En el camino de la vida en el que nos hallamos todos podemos quedamos
quietos o avanzar. La primera actitud se considera la más cómoda; incluso parece
que en estamos quietos, deteniéndonos en los bienes que se encuentran al borde
del camino, es donde está nuestra felicidad, que es el fin para el que hemos sido
creados.
Sin embargo, lo que estos bienes prometen es falso, no porque dejen
de ser bienes, sino porque éstos son medios y no fines. Nuestro egoísmo, el
desordenado amor que se cierra sobre uno mismo, que pone la primacía del amor
en el propio yo, los convierte en destructivos.
El amor egoísta, o repliegue sobre sí mismo, en cuanto principio y fundamento de
todos los amores desordenados a los bienes temporales, o de volcarse en ellos, es
la gran tentación y causa de las diversas tentaciones. Podría decirse que la vida es
una continua tentación: «¿Acaso no es tentación sin interrupción la vida del
hombre sobre la tierra?» (Confesiones, X, 28, 39).
De la tentación del egoísmo, del amor prioritario a uno mismo que lleva hasta
la exclusión de Dios y de los demás, surgen como efectos directos otros tres
amores desordenados, tal como indica san Juan: «No améis al mundo, ni las cosas
que hay en el mundo. Si alguno ama al mundo, no está en la caridad del Padre;
porque todo lo que hay en el mundo es o concupiscencia de la carne o
concupiscencia de los ojos o la ambición del siglo, y no viene del Padre, sino que
viene del mundo» (1 Jn 2, 16).
Nota san Agustín que en esta epístola se entiende por «mundo» a los que lo
aman desordenadamente: «Se denomina mundo no sólo esta obra que hizo Dios,
a saber, el cielo, la tierra, el mar, las cosas visibles e invisibles, sino también a los
habitantes de este mundo; al estilo que llaman "casa" a las paredes ya sus
habitantes».
Todos los hombres del mundo aman. Unos «tienen puesto el corazón arriba,
aunque vivan con el cuerpo en la tierra». Otros son «amadores del mundo» y a
ellos se les «llama mundo». Los mundanos en este sentido, como se dice en el
pasaje bíblico, «no tienen más que estas tres cosas: la codicia de la carne, el
deseo de los ojos y la ambición del siglo».
Los tres amores
Con el primer amor, el de concupiscencia o deseo desordenado de la carne,
aman los mundanos: «Desean comer, beber, la unión sexual, usar de estos
placeres. Pero ¿no hay medida en ellos? ¿Cuándo se dice que no améis estas
cosas; cuándo se dice que no comáis, no bebáis, no engendréis hijos? No se dice
esto, sino que se guarde la medida en todo ello por causa del Creador, para que
no os encadenen estas cosas por el amor, no sea que las améis para gozarlas
cuando debéis poseerlas para usarlas» (Exposición sobre la 1º epístola de san Juan,2,2).
Respecto a la segunda concupiscencia descrita por san Juan, aclara san Agustín
que «llama deseo de los ojos a toda curiosidad. ¡Cuánto abarca la curiosidad!
Se da la curiosidad en los espectáculos, en los teatros, en los secretos diabólicos,
en las artes mágicas, en las hechicerías» (Ibíd., 2, 13). Dicha «curiosidad, como
radica en el apetito de conocer y los ojos ocupan el primer puesto entre los
sentidos cuyo fin es conocer, es llamada en el lenguaje divino concupiscencia de
los ojos» (Confesiones, X, 35, 54). La concupiscencia de los ojos es un deseo
desordenado de tipo cultural, a diferencia de la de la carne, que es un
desorden de algo natural, como es la conservación del individuo o de la especie.
Es un afán de conocer lo que no debería tener interés para uno mismo sólo por
vanidad o vanagloria.
Por el tercer deseo, la «ambición del siglo», apasionadamente deseada por
el mundo, hay que entender la soberbia. «El hombre se jacta con los honores:
se cree grande, ya por las riquezas, ya por algún poder» (Exposición sobre la 1 a
epístola de san Juan, 2, 12).
El hombre mundano ambiciona la soberbia, el amor desordenado a su propia
excelencia. Llega a ella por la ambición de las riquezas y del poder, por los
honores por la vanidad, que le permiten alardear de su superioridad máxima
grandeza. La soberbia le hace asimismo sobresalir y despreciar a los demás, a ser
orgulloso.
El camino de la alegría
Del egoísmo procedente del pecado original, que sembró el desorden en las
inclinaciones humanas, brotan directamente los tres grandes deseos y por ellos
sufrimos siempre tentaciones. Exclama san Agustín:
" Diariamente somos tentados, Señor, con ;"::-.,,. ':":::.:5 tentaciones, y somos
tentados sin cesar. Nuestro horno cotidiano es la lengua humana. Tú nos
mandas que seamos tambien en este orden continentes; da lo que mandas y
manda lo que quieras. Tú conoces en este punto los gemidos de mi corazón
dirigidos hacia ti y los ríos de mis ojos. Porque no puedo fácilmente saber
cuánto me he limpiado de esta lepra, y temo mucho mis delitos ocultos,
patentes a tus ojos» (Confesiones, X, 37, 60).
Los mandatos de Dios piden la continencia o el orden de estos deseos, pero al
mismo tiempo Dios «da» su gracia para que puedan cumplirse. Con la gracia de
Dios, nadie debe atemorizarse ya por lo mandado, sea lo que sea. «Toda mi
esperanza no estriba sino en tu muy grande misericordia. Da lo que mandas y
manda lo que quieras» (Confesiones, X, 29, 40).
Ni en los bienes desordenados, ni en el egoísmo y en sus efectos se encuentra
la alegría, sino muy al contrario lo que san hablo llama la «tristeza de este
mundo» (2 Cor 7,10), porque los bienes del mundo son limitados y el ansia de
infinito del hombre nunca se apaga con ellos. Por el contrario, cuando se avanza
por el camino sin detenerse en la falsa felicidad terrena, surge la auténtica alegría.
Como nos exhorta san Agustín:
«Canta pero camina; consuela con el canto tu trabajo, no ames la pereza;
canta pero camina. ¿Qué significa "camina"? Progresa, progresa en el bien.
Según el Apóstol, hay algunos que progresan para peor. Tú, si progresas,
caminas; pero progresa en el bien, en la recta fe, en las buenas obras: canta y
camina. No te salgas del camino, no vuelvas atrás, no te quedes parado»
(Sermón 256, 3).
El progreso está en el camino hacia la perfección cristiana, que es el camino de
Cristo, el único camino para la perfecta unión con Dios por el amor. «Sólo él
(Cristo) es camino defendísimo contra los errores, por ser él mismo Dios y
hombre: Dios a donde se va, hombre por donde se va»(La Ciudad de Dios,XI,2).
En cambio, los que no lo siguen, nota san Agustín, sufrirán un progreso inverso,
un retroceso, según las palabras de san Pablo a las que alude: «Los hombres
malvados y embaucadores irán de mal en peor, engañando a otros y a la vez
engañándose a sí mismos» (2 Tim 3, 13).
Contra estos engaños y autoengaños con los que se presentan las tentaciones
hay que luchar durante toda la vida, en las sucesivas edades y en todas las
situaciones personales, con el impulso y la fuerza de la gracia de Dios que se
obtiene en los sacramentos. Puede que la pelea sea más fuerte en los años de la
juventud y que con la madurez los ataques de las tentaciones tengan ya menores
fuerzas, pero la batalla dura hasta el final. Siempre hay que luchar y siempre se
puede progresar en todas las perfecciones.
El precepto primero y fundamental es el del amor, es el de progresar en el
amor. La santidad está en el cumplimiento del mandamiento del amor. Pregunta,
por ello, san Agustín: «¿Y qué soy yo para ti para que me mandes que te ame y si
no lo hago te aíres contra mí y me amenaces con ingentes miserias? ¿Acaso es ya
pequeña miseria la de no amarte?» (Confesiones, 1, 5).
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