TRISTAN E ISOLDA: EL AMOR SIN LÓGICA Carlos Eduardo Maldonado Hay amores ridículos, amores imposibles, amores felices, como el de Papageno y Papagena en La Flauta Mágica, hay amores de conveniencia, amores difíciles, y amores incluso mudos, como la pareja de que la habla Sartre en El Ser y la Nada, en esa forma de mala fe que es el silencio como la forma de comunicación de una pareja anciana. J. Waterhouse, Tristan and Isolde with the potion (circa 1916) Y hay amores trágicos. En cualquier caso, no existe el amor. Único o indiviso. Existen múltiples, numerosos amores. Y a cada quien le toca el que le corresponde, y en algunas ocasiones se les distribuyen hasta en dos o tres amores, por ejemplo. Claro, cuando de amor se trata. Pues las relaciones humanas no siempre son susceptibles de amor. Ni siquiera cuando se trata de la felicidad. La ecuación que vincula al amor con la felicidad no es de distribución normal. Por el contrario, se refiere a pocos casos, que matemáticamente pueden ser fácilmente explicados como leyes de potencia. Pocos, muy pocos casos, pero de un impacto enorme, apabullante. “A amar también se aprende”, dice Fermina Daza en El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez. El amor es una experiencia cultural, y no necesariamente de naturaleza metafísica. Debemos poder mirar a los fenómenos mismos, más allá de pre-juicios, y no como quisiéramos que fuera el mundo (whishful thinking). El amor trágico, y el ejemplo por antonomasia, es el de Tristán e Isolda. Una leyenda, un mito, un amor. Existen tres versiones conspicuas de la historia de Tristán e Isolda. La de Berol (francés) (1170), la de Thomas de Inglaterra (1180), y las de Eilhart von Oberg, y Gottfried von Strassburg (Alemania, circa 1180). Focos y acentos diferentes para un mismo drama, el del amor licencioso que no sabe de remordimientos ni pecados. Que aunque está más allá del moralismo, se libera al final en la muerte. Los grandes amores, cuando son grandes, dan origen a mitos y leyendas. Y cuando no lo hacen son amores anónimos, incluso aunque sean felices. Esos amores cotidianos que tanto abundan entre nosotros. Y que algunos incluso hemos conocido/vivido. Los griegos no creían en el amor, y en cambio sí en la amistad. Por lo menos en esas dos columnas egregias que son Platón y Aristóteles. En contraste con la cristiandad, que no confía para nada en la amistad, y reclama en cambio el amor como sustento de la vida, y salvación personal y social. Por lo menos a la luz del Nuevo Testamento, porque el Antiguo es cosa de sangre y venganza justicia y odio, castigo, mucho castigo. Entre tanto, ocasionalmente han pululado la fraternidad – ese ideal de origen y corte eminentemente masón-, y la camaradería, que es la versión socialista y comunista del fundamento de las relaciones humanas. En fin, hemos intentado de tanto en tanto encontrar el cemento de la sociedad, y de la vida, como lo sostiene un científico social. El resto, son tratos de tú y usted, de vosotros – y anonimidad. Y esa forma servil y medieval de Su Majestad, que la implanta por primera vez Ricardo de Bordeaux, ese sátrapa que da lugar después a Ricardo II, el de Shakespeare. Y su extensión hasta las policías y las milicias: “mi teniente”, mi capitán”, etc., todas formas prolongadas de vasallaje y dominación, que se ocultan tras la máscara de la obediencia y el mandato, la jerarquía y el poder. Hay quienes recurren al otro como a una tabla de salvación, y entonces llaman amor a eso; a lo que tienen o han conseguido. Llenan el vacío con una palabra. Pero eso también es válido, sin prejuzgar. La gente tiene el derecho a colgarse de donde pueda, con tal de no sucumbir en la tormenta. Análogamente, en otro plano, a esa obligación –la única obligación moral- de un prisionero, dondequiera que se trate: no dejarse vencer por el control y fugarse, escaparse a como dé lugar. En fin, y en el caso del amor, esos procesos de cristalización, de que habla Stendhal. La primera y la segunda cristalización, que son las que definen al amor normal. “Ama inmensamente y muere joven” – puede ser la contracara de aquella otra más conocida: “vive rápido y muere joven”. Hay quienes viven el amor y sucumben en la experiencia. Y hay también quienes sobreviven a la experiencia del amor. Así, la existencia es simplemente la sombra de una sombra. Amar, contra la razón y las costumbres, amar con desenfreno y sin límites. El amor, estar enamorados, es, al fin y al cabo, una experiencia psicótica. No sabemos de principium realitatis, porque en el amor la realidad no existe. Todo es arrobamiento, alegría, vértigo y pasión. El amor, esa experiencia humana que se quiere leer como metafísica. En fin, el amor, la mejor/única respuesta al realismo político, al poder, y al orden. La experiencia de la anarquía por excelencia. Amar hasta el dolor, hasta la locura, amar haciendo incluso el ridículo, pero sin saberlo. Tener al gran amor de su vida, y perderlo. Y saber que nunca más será ya posible. Porque estamos sujetos, según parece, a la irreversibilidad de la flecha del tiempo. El amor, como la pasión, esas experiencias que nos vuelven psicóticos. El amor, esa experiencia límite, exactamente al mismo nivel que la muerte y la libertad. ¿La muerte? Pensar entonces, una vez más, en La muerte y la doncella, ese cuarteto único de Schubert (Cuarteto para cuerdas, No. 14, en re menor). (Omito aquí deliberadamente cualquier referencia a la película con el mismo nombre de Polanski (1994)). “Le coeur a des raisons que la raison ne connaît point”, esa idea que procede de la historia del romance de Lancelot, justamente en el siglo XII, contemporáneo con la historia de Tristan e Isolda –o Tristán e Iseo-, pero que Pascal hace suya y se conoce en lo sucesivo como si fuera suya. Es la historia misma del amor, y de la vida. Que no se reducen a la lógica. La lógica formal. Ni (= mucho menos) a la teología. El corazón tiene razones que la razón no conoce en absoluto. Supuesto que la cristiandad nos enseñó –o nos hizo creer- que amamos con el corazón. Ese músculo primitivo en la riqueza anatómica y fisiológica del cuerpo humano. ¡Cuando ha habido otras épocas en las que amábamos con el hígado, o con los riñones, por ejemplo, anatómica, fisiológica y termodinámicamente más complejos que el corazón! (La única razón para exaltar la importancia cultural del corazón se debe a la lanza en el pecho de Jesús de Nazareth, crucificado y muriente). Para el verdadero amor debemos, saliendo de la cristiandad, poder amar con algo más que con el corazón. Tan bestia como cuando sostienen los cirujanos: “cirugía de corazón abierto”. Un procedimiento cuidadoso pero ya mecánico hoy en día. La historia del amor de Tristán e Isolda se inscribe en la memoria de la humanidad encontrando sus raíces en la Edad Media. El medioevo, esos diez siglos de teología desde la Patrística hasta la víspera de la caída de Constantinopla, sí tuvo, a pesar de todas las apariencias, una contribución significativa a la historia del conocimiento: notablemente, la lógica. Diez siglos de tête-à-tête entre teología y lógica. Eso es, en términos de conocimiento el medioevo. Diez siglos de enconado encuentro en el que, a la postre, muere la teología como ciencia, y la lógica se desarrolla por caminos sutiles que habrán de conducir, más tarde, al nacimiento propiamente de la lógica formal clásica: lógica sin metafísica. Pero, en otro plano, la otra gran contribución de la Edad Media a la civilización humana fue su literatura; conocida sólo por especialistas. Y bueno, una muestra de esta literatura: la historia de Tristán e Iseo. Sin olvidar, claro, esa idea, fuerte por lo acertada, de Duby, según la cual, con toda razón y contra lo acostumbrado, la Edad Media se extiende hasta 1889. Y no, como ha sido dicho generalmente, que termina con la caída de Constantinopla. Debido, como lo observa con fineza S. Zweig, al olvido de esa puerta advenediza en la historia, Kerkaporta. Que de otro modo jamás habría caído Constantinopla. La Edad Media se prolonga hasta 1889, más allá de las clasificaciones acerca del Renacimiento y la Modernidad. En otro plano, con igual tino, un científico como I. Prigogine señala con acierto que la Modernidad es la continuación de la Edad Media por otros medios: pues la modernidad es el imperio del concepto de “ley”, que no es otra cosa que el equivalente a Dios y la divinidad, en lenguaje laico. El amor, esa experiencia genérica y siempre, siempre única. Y sin embargo, estamos –como lo enseña, egregio, Empédocles desde la Grecia antigua-, terminando la era del odio para entrar (¡nuevamente! ) en el ciclo del amor. Donde no existen los límites ni las condiciones. Y ello para no hablar de ese amor –hay quienes dicen- que es el peor de todos, mucho peor que el amor juvenil, adolescente o de la primera adultez: el amor otoñal. (Habrá que volver a él en otra ocasión, al albur de otro vino). En cualquier caso, la función civilizadora de las experiencias del amor consiste en enriquecer los mitos y las leyendas. Y con ellos, avivar y mantener la llama de la imaginación y la fantasía: los verdaderos nombres del alma. Pues bien, tal es también la función de la tradición folclórica. El caldo primigenio de todas las artes. El folclor, usualmente tan subvalorado por las élites (pseudo)intelectuales. No existe arte, en cualquier acepción de la palabra, sin folclor. Y entonces las ciencias y las artes deben aprender de la sociología (rural), principalmente, de la antropología y la etnografía. Y en el pasado, de la arqueología. Las hebras comprensivas de la cultura humana. ¿Folclor? Tristán e Isolda es literatura de lengua vulgar. Y su primer atractivo es que se trata de una leyenda-novela de origen celta. (Los irlandeses, aquellos que como bien apunta T. Cahill, fueron los salvadores de la civilización occidental desde la caída del imperio romano, precisamente hasta el surgimiento del medioevo). Vayamos, brevemente, a los lugares de encuentro de los dos amantes. Los lugares para los encuentros furtivos son el bosque (lo que se corresponde perfectamente con la tradición celta), y los aposentos privados y jardines (en la tradición francesa). Desde entonces no parece haber más espacios para los amores licenciosos. (En el mundo de hoy, debemos poder inventarnos otros: pero esos los inventaremos como al amor mismo, en cada época). Aunque quizás, hoy en día, el refugio sea otra ciudad, por lo menos como lo hemos aprendido de ese canto que hace L. Durrell en su cuarteto sobre: Alejandría. Huir a otra ciudad, a otro país, para que el amor sea posible. El amor a contrapelo. (Sin mencionar, para nada, ese invento fofo de los gringos con los quickies, en lugares anónimos; no-lugares, todos). Viajar, autoexiliarnos a otra ciudad, para que el amor sea efectivamente posible y verdadero. El de Tristán e Isolda es un amor insensato. Producto de una casualidad, una contingencia. Por tanto, en donde nada tiene que ver el destino. La madre de Isolda, hábil curandera, prepara una bebida de hierbas para crear y fortalecer el amor entre Isolda y el rey Marco. Pero la bebida trastoca su destino, y lo beben Isolda y Tristán. El azar y la contingencia son los nombres mismos de la complejidad. Sin ellos, el amor es cosa rutinaria y aburrida. Con la bebida, los amantes son culpables e inocentes al mismo tiempo. La vida, que juega con la lógica. En el cuadro que tenemos a la vista, un Waterhouse, Tristán e Isolda, hacia 1916, el pintor se ha concentrado, de toda la historia, en el momento singular en el que Isolda –¡siempre son ellas!- invita a Tristán a beber el brebaje que, no lo sabe ninguno de los dos a ciencia cierta, cambiará sus vidas. Y con ellas, la de todo su entorno, lo cual, tratándose de una casa real, no es poco. Esa bebida tiene, desde luego, efectos afrodisíacos. Como corresponde. Es, en cualquier caso, una bebida que quema. Y es Isolda, mujer, quien en toda la historia representa/es la iniciativa, la que invita a dar el siguiente paso. El amor nace entonces, más allá de que hubieran podido conocer algo del nombre del otro. Porque de lo que se trata, después de todo es de reconocer esta clave: el amor siempre tiene nacimiento, lo cual implica que el tiempo y el espacio conocen extensiones en los que el amor no está presente. Nace el amor, y en la unión de la pareja el mundo deja de ser anónimo. Isolda le ofrece la copa a Tristán, y lo mira de frente, para que éste pueda entender la invitación firme. La escena sucede en un barco, el mar anuncia la cercanía de la costa. Todo es movimiento. Y frente a este núcleo, lo demás es periférico: la llegada de Tristán a la corte de Marco, el combate contra el Morholt, el viaje de Tristán a Irlanda, cuando conoce a Isolda, el retorno a Cornualles, la escena del cabello de oro, la historia del dragón, el viaje de Isolda y Tristán para el matrimonio de aquella con Marco, y demás. En prosa o en verso, permanentes o alternativas, estas y otras escenas se hilvanan en torno al brebaje con el que Tristán e Isolda serán propiamente tales – juntos. Por lo demás, en el romance, el problema no es el de la virginidad en absoluto. Eso sería moralizar el tema, y empobrecerlo por tanto. Sino el de haber experimentado sensaciones y sentimientos que acaso nunca más vuelvan. Más bien, el tema de fondo es la flecha del tiempo de esas experiencias que marcan o pueden marcar la vida. Y que, literalmente dejan una impronta en el cuerpo, en el rostro, en la biografía. La complejidad del amor: es posible amar a uno y desear a otro. Amar de manera distinta a dos, y que siga siendo amor a su manera: Isolda hacia Tristán, y Marco. Y no sentir remordimiento, sino el decurso y hasta el destino mismo de la vida. Y es igualmente posible saber que a quien se ama la ama otro o es el objeto de deseo de otro, y debatirse contra el propio destino. El verdadero tema del conflicto tiene lugar entonces entre las pasiones y los sentimientos de un lado, y las instituciones sociales de otro. (Ser libres, no esclavos: es tan terriblemente difícil. Somos libres, con seguridad, en la experiencia del amor (total), que es una locura. Aunque, desde otro punto de vista, sea evidente que en el amor rasguñamos, por decir lo menos, la dimensión de la inmortalidad. Y esa inmortalidad dura – mientras dure el amor. A veces un tiempo, a veces toda la vida). Tristán e Isolda: una novela de educación sentimental. Mucho antes de que Flaubert escribiera la primera novela con ese título expreso L’Éducation Sentimentale, la historia por antonomasia de los desencuentros. (Y ya entrados en emociones, recordar ese cuasi-clásico que es El año próximo a la misma hora (Same Time, Next Year) ese film de R. Mulligan, con Alan Alda y Ellen Burstyn) (1978). Otro desencuentro). El verdadero amor es, según parece, desde los mitos y leyendas, el que está atravesado por la muerte. La muerte y las circunstancias. En el amor, somos marionetas de nosotros mismos, y es el destino el que se complace con la obra. Quizás el amor no sea la solución, sino el nombre del problema. La relación “clásica” del amor puede formalizarse en lógica, así: AB∧C que genéricamente se lee: A implica a B, y C. Pero que en un sentido más laxo significa: A ama a B, pero C – se interpone. C puede ser otra persona, una circunstancia, lo que sea. La fórmula enunciada es perfectamente idónea para designar un tipo de amor. Pero no todo el amor. Y ciertamente no el amor entre Tristán e Isolda, que no se reduce a esquemas de identidad, no contradicción, etc.; es decir, a la lógica aristotélica, o también, a la lógica formal clásica. Pues Isolda ama a Tristán aunque su cuerpo sea de Marco. Tristán ama a Isolda sabiendo que Marco sólo es esposo de Isolda, pero no le produce ni le concede ninguna pasión. Una cosa, en otras palabras, es el amor, y otra la pasión. Marco sabe que Isolda y Tristán se aman apasionadamente, pero las instituciones y las costumbres mandan para él como sobre la vida personal, la conciencia y el corazón. Y lo más apasionante de todo es que no hay contradicción alguna. Es más, se afronta, al final la muerte sabiendo que la muerte misma no es el final del amor, aunque en ella sea donde el amor se realice de la mejor y la última manera. Esta es la complejidad de la historia de Tristán e Isolda. Los amantes de Cornualles, en una novela que tiene más de una versión, y ninguna versión definitiva. Con elementos de familia y por tanto transgresión de las normas sociales más elementales. En el seno de una monarquía. Y por derivación, subversión de todos los valores posibles. Para que, con los avatares que narre un poeta, o un músico (Wagner), con elementos más descriptivos, o más episódicos, descubramos la fragilidad del mundo y del universo dado que, como en el caso de Tristán e Iseo, la muerte no triunfa sobre el amor. Pues, incluso con distintas versiones, enterrados, cada de los amantes recibe sobre la sepultura un árbol, y muy brevemente los dos árboles se entrelazan para jamás ¡nunca!- poder ser separados. El amor tiene, en efecto, de divino que no es enteramente cognoscible. Es incomprensible, digamos, Como a la divinidad, solo se la presiente, se la experimenta, no se la conoce. Se la experimenta en su incertidumbre y vértigo, y siempre esencialmente imprevisible. El amor, como la divinidad, se los presiente en su ausencia de tiempo. Exactamente en esto es el amor una locura, porque rompe el orden de las cosas. El verdadero amor es hybris, más que pasión, pues su naturaleza es ser intrínsecamente transgresora. Pero no porque se lo proponga, sino porque es la voz del destino. Pero no fatalidad, o si no el amor no sería creador de lo primero que puede hacer: crear una atmósfera, un nuevo ritmo, un dimensión paralela, abrir los verdaderos abismos. (Por fuera de esto, todo lo demás es simple enfatuación. Simple gusto, capricho y placer. Todo lo cual es otra cosa). El amor, en la humanidad, no existe. Debe ser creado, de tanto en tanto, para iluminar una época y sostener los ritmos de la existencia. Creado y re-creado, y nuevamente vuelto a inventar e imaginar. Y esa es la función de los poetas, o los escritores, o las leyendas.