¡Y QUE VIVA EL VIAGRA! por Lorena Hacía bastante tiempo

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Selección de cuentos de ajedrez - Club d’Escacs Sant Martí (Barcelona)
¡Y QUE VIVA EL VIAGRA!
por Lorena
Hacía bastante tiempo, demasiado, que no pasaba por el parque
Rivadavia.
En una época, no hace mucho, se había convertido en una
costumbre para mí recorrer los distintos puestos allí instalados en
busca de libros de autoayuda y similares, los cuáles, por supuesto,
conseguía a precios más que accesibles.
Esta vez me interesaba uno de Bucay, por lo que ni bien dispuse de
un tiempo libre después del trabajo, no lo dudé y me tomé el subte
hasta la estación Acoyte.
Y vaya si no lo encontré cambiado.
Ahora todo estaba mucho más ordenado y prolijo, y hasta el
perímetro del parque propiamente dicho se hallaba resguardado por
una verja, con garita de seguridad y todo.
Si bien había ido en busca de un libro, luego de recorrer algunos
puestos, me entretuve mirando una partida de ajedrez que
sostenían un par de jubilados en una de las mesas de juego
adyacentes a la feria.
No es que sea una aficionada a un juego tan cerebral, el caso es
que me divertían los improperios, siempre en tono de broma, que
los viejos se lanzaban el uno al otro con cada movimiento que
realizaban.
- Dale viejito, comportate que tenemos público - dijo uno al reparar
en mi presencia, y guiñándome un ojo en forma cómplice le cantó
jaque mate a su oponente.
- ¡La puta madre que te parió! - exclamó el derrotado, y, tras pegar
un fuerte puñetazo en la mesa, se levantó y se fue.
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- Este viejo zorete no aprende más - comentó el vencedor, uno de
esos típicos galanes maduros, picaflor consuetudinario, de sesenta
y pico, el rostro surcado por marcadas arrugas que delataban una
vida tórrida e intensa, el pelo blanco cubierto por una gorra acorde,
de esas que usan los hombres de su edad.
- ¿Te gusta el ajedrez? - me preguntó luego, al quedarnos solos los
dos.
Pude haberle dicho que no, darme la media vuelta e irme, en vez de
eso le seguí la corriente. Quería ver hasta donde era capaz de
llegar.
- Un poco - asentí.
- Vení, sentate y juguemos una partida - propuso.
- Soy una pésima jugadora - le aclaré.
- Prometo no humillarte - prometió.
Me senté entonces frente a él y acepté el reto. Y aunque intentó por
todos los medios no precipitar el ineludible final, tras unos pocos
movimientos me hizo jaque mate.
- Le dije que era una pésima jugadora - le recordé.
- Nada que no pueda remediarse, si querés puedo darte algunas
lecciones, las nociones fundamentales - me ofreció con el lógico
interés de entablar una rápida relación conmigo.
- No quisiera molestarlo - repuse.
- Para mí sería un placer - insistió.
Le sonreí, miré el reloj y terminé aceptando la inusual propuesta.
¿Acaso estaba intentando seducirme?, me preguntaba. Su
ofrecimiento posterior no me dejó ninguna duda al respecto.
- ¿Qué te parece si vamos a mi departamento?, está acá nomás,
cruzando el parque, vamos a estar mucho más cómodos y, además,
podemos tomar algo -.
Cualquier otra mujer en mi lugar habría considerado aquello como
la propuesta insolente de un viejo verde.
Yo, en cambio, lo tomaba como lo que era, un simple intento de
seducción.
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¿Se le pararía todavía al viejo?. Supuestamente sí, ya que de lo
contrario no me hubiera hecho semejante invitación.
Se hacía por demás evidente que su verdadera intención no era
enseñarme los secretos del ajedrez, sino cogerme y, sinceramente,
yo no estaba dispuesta a arruinarle la ilusión.
- ¿Su esposa no dirá nada? - le pregunté.
- Soy viudo - contestó.
- Lo siento, no quise... -.
- No hay problema, fue hace mucho, ya estoy acostumbrado a vivir
solo - me disculpó.
- Bueno, entonces estaré encantada de convertirme en su alumna le aseguré, haciendo que sus ojos se llenaran de una luz que antes
había notado opacada.
- Entonces, ¿vamos? - dijo.
- Vamos - asentí, y, sin nada más que agregar, nos levantamos,
dejamos atrás las mesas de juego y cruzamos en diagonal el
parque.
El viejo vivía justo enfrente, en uno de los edificios ubicados sobre
la calle Rosario.
Entramos, subimos al ascensor y nos bajamos en el octavo piso.
- Ponete cómoda, como si estuvieras en tu casa - me dijo ya en el
departamento.
Dejé la cartera en una silla y me acerqué a la ventana a contemplar
el paisaje mientras él acomodaba sobre la mesa un rústico tablero
de ajedrez con piezas talladas en madera.
- ¿Qué te gustaría tomar? - me preguntó ya una vez que estuvo
todo listo.
- Algo fuerte estaría bien - asentí.
Sirvió entonces en sendas copas un delicioso licor de chocolate,
colocando la botella a un costado.
Brindamos e iniciamos la partida.
En apenas unos minutos me liquidó, aunque haciéndome en todo
momento precisas indicaciones acerca de mi juego.
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- ¿Sabe una cosa?, creo que jugaría mucho mejor bajo un poco de
presión, ¿qué le parece si apostamos algo? - le propuse antes de la
revancha.
- ¿Algo como qué?, ¿plata? - quiso saber.
- No, eso sería muy vulgar... mmmhhhh - me hice la que pensaba ¡qué tal esto!, una pieza, una ropa, eso sería emocionante, ¿no le
parece? -.
- Querés decir que... -.
- ... por cada pieza perdida, hay que sacarse algo de ropa y así
hasta el final, lo jugué alguna vez pero con cartas, ahora que me
acuerdo creo que perdí - le expliqué.
- ¿Y después qué?, digo, cuando el que pierda quede desnudo quiso saber.
- Bueno, las reglas dicen que el vencedor tiene el derecho de
pedirle al perdedor cualquier cosa que desee - más explícita no
podía ser.
- ¿Cualquier cosa? - preguntó con los ojos desorbitados.
- Cualquier cosa - enfaticé.
Por supuesto que no fue necesario que se esforzara demasiado
para vencerme en unos pocos movimientos, y, a decir verdad, yo
tampoco le opuse demasiada resistencia que digamos.
Así, ante su perpleja y lasciva mirada, me fui sacando primero la
camisa, luego la pollera, los zapatos y las medias. Cuando me
quedé en bombacha y corpiño, me cantó jaque mate.
¡En apenas unos minutos me había quedado completamente
desnuda!
Al terminar, entonces, el juego, bebí un sorbo del licor, me crucé de
piernas en la silla y le recordé:
- Ahora tiene que pedirme cualquier cosa que desee -.
Se levantó, se me paró enfrente y me dijo:
- Quiero que... me la chupes -.
Desde abajo le sonreí complacida, no esperaba otra cosa.
Separé las piernas, me arrimé un poco más a él y comencé a
palparle la bragueta del pantalón, pero, pese a mi insistencia, no
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podía sentir nada ahí debajo que revelara la excitación que el jovato
expresaba en su rostro.
Nada de nada, ni siquiera un leve abultamiento. Y eso que soy
bastante buena palpando.
¿Acaso era que no se le paraba?
Le bajé el cierre y metiendo un par de dedos adentro le corrí el
calzoncillo.
Lo que descubrí casi me tira el alma al suelo.
El miembro le colgaba como un pellejo mil veces inútil e inservible,
lastimosamente encogido.
Aún así no me amilané en lo absoluto, se lo agarre con dos deditos,
lo saqué afuera y me lo metí en la boca, masticándolo,
succionándolo, atragantándome con los pelitos erizados que
florecían esplendorosos a su alrededor.
Me la sacaba de a ratos de la boca y se la lamía, le lamía también
los huevos y volvía a comérmela, otra vez entera, insistiendo con la
lengua y los labios, recorriéndola desde la base hasta la punta,
chupándole y recontrachupándole la blandengue cabeza como si de
un apetecible bocado se tratara.
Pero... así y todo nada pasaba.
Ni el más mínimo corcoveo.
¿Para qué me había llevado a su casa? ¿Para hacerme sufrir, para
torturarme?
Con el rugoso pedazo todavía en la boca, levanté la mirada y lo
miré inquisitiva, desilusionada.
- No te preocupes, a veces pasa, y para eso tengo el mejor de los
remedios - me aseguró devolviéndome el alma al cuerpo.
Me sacó entonces la impresentable pija de la boca y desapareció
por una de las puertas, regresando poco después con renovadas
ínfulas.
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- Vení, vamos a la cama - me dijo, y tomándome de la mano me
llevó al dormitorio.
- ¿Y ese bendito remedio? - le pregunté.
- Es viagra, ya lo tomé, ahora sólo hay que esperar que haga efecto
- me confió.
- ¡Viagra!, nunca lo hice con alguien que tomara viagra - me
entusiasmé.
- Entonces te vas a sorprender - me aseguró acariciándome
lascivamente el culo.
Ya en la cama, recostados el uno junto al otro, desnudos,
esperamos el tiempo necesario.
Agarrándosela con una mano se la meneaba rítmicamente, de
arriba abajo, colaborando con tal prodigio químico, consiguiendo,
ahora sí, magistrales resultados.
La pija del viejo no tardó en endurecerse entre mis dedos, y para
cuando alcanzó el volumen suficiente se la volví a chupar,
atracándome con su más que respetable tamaño.
Pese a su edad y a la "ayudita" extra recibida, estaba bastante bien
dotado, el paso de los años pudo haber hecho mella en su cuerpo,
no así en su virilidad, más allá de la molesta impotencia inicial,
claro.
Con la conchita ya chorreándome a cuatro mares, me le subí
encima, ensartándome plácidamente en tan apetecible porongazo.
Ahora sí que la tenía dura, durísima, acerada en extremo, con las
venas enardecidas de tanta excitación.
Para cuando empecé a moverme, a mi manera, con singular
destreza y entusiasmo, agitando mis voluptuosos pechos de un lado
a otro, el rostro del vejete se contrajo en un rictus de exaltadísimo
arrobamiento.
Yo le marcaba el ritmo desde arriba, fuerte-fuerte, despaciodespacio, disfrutando cada centímetro de ese renovado esplendor
que exacerbaba y glorificaba mis sentidos.
¡Dios salve a los científicos y a sus milagrosos descubrimientos!
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En cuestión de minutos el viejo impotente y prostático aquel se
había convertido en todo un semental, y, aunque no se moviera
mucho que digamos, con un chotazo de esos yo encantada de
hacer el desgaste.
En algún momento le tuve que agarrar las manos y llevarlas hacia
mis pechos para que me toda entera, una y otra vez, una y mil
veces, como si mi cuerpo y hasta mi propia vida dependiera de esas
profundas y certeras penetraciones.
De solo pensar que ese era el hombre más viejo con quien me
hubiese encamado jamás, y que, incluso, hasta tenía edad para ser
mi padre, me volaba la cabeza, estimulando mi ya de por sí
desatada libido hasta límites incontrolables.
- ¡Ayyyyyyyyyyyy, papito, qué pija más dura! ... ¡Y qué grandota! …
¡Me vas a romper toda! … ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhh! … - le decía
entre exaltados jadeos, echando la cabeza hacia atrás, revoleando
los pelos, sacudiéndome espasmódicamente en torno a tan
vigoroso artefacto.
Desde que empecé a cabalgarlo que no dejaba de mojarme,
empapándome profusamente, ahogándome en mis propios efluvios,
gimiendo y jadeando como una condenada, deshaciéndome
suspiros intensos y estremecedores.
Al rato ya estaba en cuatro, bien afirmada sobre la cama, la cara
hundida en el colchón, la colita levantada, aguantando dignamente
los soberbios combazos que el redivivo vejete me propinaba desde
atrás.
Me la metía toda, hasta los pelos, abriéndome de par en par,
machacándome las entrañas a puro pijazo.
Hacia rato ya que cogíamos y el viejo seguía duro,
extraordinariamente duro y erecto, inalterable pese al prolongado
desgaste que arrastraba.
En algún momento se detuvo, evidenciando ya síntomas de
agotamiento.
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Entonces fui yo la que empezó a moverse, subiendo y bajando la
pelvis para buscar el tan ansiado acople, la anhelada fusión,
revoleando mi colita en pos de tan imponente y eximia dureza.
El viejo bramaba de placer, aferrándome de las caderas para
acompañar mis desaforados aunque efectivos movimientos.
Todo mi cuerpo, y hasta mi alma y mi espíritu se convulsionaban
ante los demoledores ensartes que yo misma reclamaba.
Mis orgasmos se sucedían uno detrás de otro, sin respiro ni
descanso, plácidamente concatenados, sumiéndome en una
acabada constante, con principio pero sin final.
Me corría tanto que iba a terminar deshidratándome.
Cuando se la chupé de nuevo, volví a sorprenderme ante los
efectos de aquella maravilla química.
El viagra sí que hacía honor a su reconocida fama.
Exhausto, aunque todavía bien alzado, el viejo se tumbó de espalda
en la cama, la pija apuntando hacia el techo como un imponente
obelisco de carne.
Me acomodé encima, prácticamente de cuclillas, y con la incitante
habilidad que me caracteriza, me la ensarté por el culo.
Pese a que estoy ya bastante avezada en lo que a sexo anal se
refiere, aquella dureza exquisita me estremeció.
Tras ese impacto inicial, empecé a subir y a bajar, primero muy
lentamente, permitiendo que mi dulce ojetito se amoldara al bravío y
férreo invasor; pero ya una vez que me hube acostumbrado a
semejante volumen, mi ritmo se volvió por demás intenso y
acelerado.
No mucho después el viejo acabó en una forma tremendamente
caudalosa y efusiva, soltando la suficiente cantidad de esperma
como para rebalsarme ambos orificios, y unos cuántos más
también.
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Luego de un poco más de dos horas de un permanente y continuo
mete y saca, su verga comenzaba ya a evidenciar cierta flaccidez.
Dejando que el semen, bien caliente y espeso, discurriera por entre
mis muslos, gocé divinamente, disfrutando esas magníficas
sensaciones que, convergiendo, inicialmente, en un punto
específico, se extendían luego por todo mi cuerpo, envolviéndome
con una voluptuosidad sin par, inigualable, imposible de concebir en
otras circunstancias.
Sólo una pija es capaz de semejante hazaña.
- ¿Cómo te llamas, linda? - me preguntó cuando me recosté a su
lado.
- Lorena - le dije, acurrucándome junto a él, conmovida, todavía, por
los efectos del polvo.
Entre agotados suspiros el viejo se quedó profundamente dormido.
Y aunque aquí es donde, habitualmente, debería decir... y colorín
colorado..., una nueva sorpresa me estaba esperando.
Pero, bueno, esa te la cuento la próxima.
Sólo te adelanto que al rato, y mientras el viejo dormía, llegó su hijo.
¿Te imaginás lo que pasó?
Guardame algo de leche.
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