Historia de un billete - Colegio Santa María – Marianistas

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Alba Leiva Aguilar
Colegio Santa María-Marianistas (Alboraya)
Historia de un billete
Soy verde, verde como las copas de los árboles de donde se sacó el
papel del que estoy hecho.
Cuando salí de la Casa de la Moneda, en Madrid, fui trasladado en un
furgón blindado a un banco junto con muchos otros como yo. Allí nos
encerraron en un lugar oscuro, y según ellos seguro llamado caja fuerte.
No entendía el porqué de tanta seguridad, al fin y al cabo sólo soy
papel. Yo tuve suerte, pronto me sacaron de allí y fui entregado a un
hombre que me quería para pagar el viaje de fin de curso de sus hijos.
Metido en un cajón de la cómoda del salón, oía la mayoría de las
conversaciones de los García, que tenían grandes preocupaciones, la
peor de las cuales consistía en la caída de sus acciones en una gran
compañía. Pero no duró mucho mi estancia con la familia, porque la
noche anterior al día en que debía de ser entregado en el colegio,
entraron a robar en la casa y yo fui una de las cosas que se llevaron.
Los ladrones formaban parte de una banda organizada que robaba
chalets y coches de lujo. Los coches se vendían en Europa del este pero
no así el dinero, que era enviado a Marruecos. De nuevo la suerte me
sonrió y viajé en primera clase, en el bolsillo de un hombre con traje.
Cuando aterrizamos, el hombre me sacó de su bolsillo y me entregó a
un joven, que hizo varias reverencias al cogerme y le aseguró al hombre
que no habría problemas. No entiendo mucho de esto, pero creo que
fui utilizado como soborno, no se exactamente para qué.
Esta vez no había traje en el que meterme, el joven llevaba ropas raídas
y no parecía que comiera mucho. Por lo visto no vivía cerca del
aeropuerto. Caminó durante horas por las polvorientas carreteras del
interior del país, que unían pueblos que nada tenían que ver con la
urbanización de los García y que hacían que el almacén de objetos
robados de la banda fuera un palacio en comparación. A lo largo del
día vi la realidad de esos pueblos, situados a días del centro de salud
más próximo pero en los que, a pesar de todo, la gente sonreía a mi
dueño y le obsequiaban con sonrisas sinceras. Tal vez por eso, nadie
pudo hacer nada por salvar a mi portador cuando un conductor
distraído le arrolló en la calzada, a pesar de que medio pueblo salió
corriendo en su ayuda y la otra mitad trató de localizar a un médico
que, con los escasos medios de los que disponía poco pudo hacer.
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Alba Leiva Aguilar
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Pude apreciar los esfuerzos de aquella gente, incluidos los del conductor
del vehículo, que bajó del coche en cuanto se dio cuenta de lo que
había hecho.
Todo esto lo vi desde una nueva perspectiva, ya que en el choque
había volado hasta quedar enganchado en los bajos del coche. Nadie
se dio cuenta de que yo estaba allí, porque pronto llegó la familia de
quien me había transportado, y la madre rompió a llorar al ver a su hijo
muerto. ¿De qué vamos a vivir ahora? Gritaba entre lágrimas. Alguien le
susurró a otro cerca de donde yo estaba que el marido había muerto
unos meses antes de una enfermedad y que ahora que había muerto el
hijo mayor sólo quedaban en la familia dos niñas de 5 y 6 años.
Ciertamente, ¿quién iba a trabajar ahora para sacar a esa familia
adelante?
Con estos tristes pensamientos reanudé mi recorrido por las carreteras
en mi nuevo alojamiento. Cruzamos la frontera que une el Sahara
Occidental con Mauritania y, ya entrada la noche, paramos en un
pueblo y el conductor que me transportaba paró frente a una tienda.
Poco después del amanecer del día siguiente, unos gritos atrajeron mi
atención. Un hombre había cogido del pelo a un niño de unos ocho
años y lo sacaba a rastras de la tienda. Lo arrojó al suelo justo enfrente
mío y entró de nuevo en la tienda mientras palabras nada agradables
salían de su boca. El niño lloraba tumbado enfrente de mí. Sólo quería
comer, murmuraba una y otra vez. Entonces alzó la vista y sus enormes
ojos negros me miraron.
En ese momento comprendí lo que era la felicidad. Jamás había visto
esa mirada, pero estaba seguro de que nada podría superar la alegría
de esa mirada, de esos ojos que me miraban esperanzados a mí, un
simple billete, como si temieran que sólo fuera una alucinación, me
tomó en sus manos con cuidado, como si me fuera a romper solo con
tocarme.
Nunca nadie me había mirado así. Quienes me fabricaron, me trataron
con indiferencia; el señor García, con resignación; los ladrones, con la
satisfacción del trofeo conseguido; y el joven del aeropuerto, con
temor, como si fuera un regalo envenenado. En la mirada del niño sólo
había fascinación, y me vi reflejado en sus ojos.
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El niño salió corriendo, apretándome contra su pecho, permitiéndome
oír el sonido de su corazón, que ahogaba el que hacían sus tripas, que
demandaban la comida que hacía días que no probaban.
Sus pasos nos llevaron hasta una pequeña casita, tanto que apenas
ocupaba espacio en medio del huerto yermo. En cuanto abrió la puerta
de la casita su actitud se volvió casi reverencial. Cuando se adentró en
la penumbra, entendí el motivo. Una mujer yacía en un jergón. Al oír los
pasos, volvió la cabeza y sonrió a su hijo, que se sentó en el suelo para
permitir que ella le acariciara la cabeza.
-Madre.-dijo-He encontrado dinero, madre. Buscaré un médico y te
curarás.
-No, hijo.- La voz era apenas un susurro y pareció surgir con dificultad.
-Pero madre, el médico dijo que tu enfermedad podía curarse, pero
que hacía falta el dinero para los medicamentos. Y ahora tenemos.Insistió el pequeño.
Una débil sonrisa asomó a los labios de la mujer.
-No, hijo.-repitió finalmente-eso es lejos, en Europa. Aquí no puede ser.
Hemos nacido pobres y somos lo que somos. Guarda ese dinero y úsalo
para algo útil…-la voz se apagaba por momentos-No gastes el dinero
en una causa perdida, hijo. Vive…
-¡Madre!-El niño rompió a llorar. Sus lágrimas resbalaron y probé su
humedad.
-Prométemelo, Ahmed…
-No puedo.
A continuación salió corriendo conmigo fuertemente apretado. Corrió
hasta la casa del médico del lugar y le pidió ayuda con lágrimas en los
ojos. No pudieron hacer nada. Al regresar la mujer estaba inmóvil en su
cama. Había muerto. El niño lloró a sus pies con la mano del médico
sobre su hombro.
Horas más tarde el médico le preguntó a Ahmed si tenía dónde ir. El
niño negó y lucho por controlar las lágrimas que acudían nuevamente a
sus ojos. El médico lo llevó a su casa. Al día siguiente enterraron a la
madre de Ahmed y el médico lo llevó de nuevo a su casa y se ocupó
de él. Ahmed se quedó a vivir con el médico, que no tenía familia y me
rechazó cuando Ahmed me ofreció a cambio.
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Pasaron los años y Ahmed pudo ir a la ciudad a estudiar. Siempre me
llevaba con él, no importaba a dónde. A lo largo de los años, pude ver
pueblos donde la gente sólo podía soñar con el agua potable y sus
habitantes, esqueléticos, a penas tenían qué llevarse a la boca debido
a la sequía que afectaba el país y había acabado con las cosechas.
Ahmed había estudiado medicina. Entrábamos en casas que apenas se
tenían en pie y él trataba de curar a los enfermos, una tarea
complicada, porque aunque superaran la enfermedad, difícil lo tenían
después para comer.
A estas alturas yo ya era un papel viejo y desgastado, pero no me
importaba, porque día tras día podía ver las caras de felicidad cuando
Ahmed anunciaba a alguna familia que el enfermo se recuperaría.
Un día, caminábamos de vuelta a casa cuando encontramos a un niño
sentado en el arcén, con la cara tras las manos. Ahmed se acercó y se
sentó a su lado. El niño no se movió y nadie habló. Más tarde, no podría
decir cuanto tiempo pasó, el niño se volvió hacia Ahmed y pudimos ver
que había llorado, aunque trató de ocultarlo. Ahmed no dijo nada, pero
me sacó de su bolsillo, me miró a la vez que cogía la mano del niño y,
con delicadeza me puso en ella mientras le decía al niño: “Tú lo
necesitas más que yo”. Luego se levantó y se fue.
El niño salió corriendo, tal como lo hiciera Ahmed en su día, con la
diferencia de que en casa le esperaban sus padres y el problema era
que las lluvias torrenciales que habían roto la sequía habían caído en su
pueblo en forma de granizo, destrozando el techo de la casa de su
familia, que apenas tenía medios para subsistir y no podía comprar el
material necesario para arreglarlo.
El niño salió de casa acompañado de su padre. Subimos al autobús
atestado de gente que se balanceaba por los caminos sin asfaltar.
Finalmente llegamos a la ciudad y allí nos dirigimos a un banco donde
esperaba una cuenta abierta pero vacía a nombre de esta familia. El
hombre dijo que quería ingresar cien euros y traspasé un cristal blindado
como aquel que atravesé hacía ya varios años, de vuelta a ese lugar
llamado caja fuerte. El niño y su padre se marcharon y, cuando iba a ser
introducido en la caja, el empleado del banco cambió de idea al ver
mi aspecto desgastado y decidió desecharme.
No me importó, y emprendí mi camino hacia el fin con más billetes, feliz
por todo lo que había visto y vivido, y por ayudar a una familia a vivir.
Aquí acaba mi historia. Sin más que contar, un papel verde se despide.
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