JOAN VERDÚ, PERFECTAMENTE IMPERFECTO Vicente Jarque I Cuando Joan Verdú irrumpió en serio en el mundo del arte, con su primera exposición individual en Barcelona, comenzaba la década de los noventa, una época que se revelaría como un tanto extraña y, desde luego, bastante deslavazada desde el punto de vista de las llamadas narrativas de la historia de la modernidad. En cierto modo, eso convertía a Verdú en una especie de artista fin de siècle. Pero no por ello habría que considerarlo un decadentista o un mero epígono (y prefiero, dicho sea de paso, no señalar a nadie a título de ejemplo o contrajemplo), como lo prueba el hecho de que poco más tarde se nos haya aparecido como un artista plenamente inmerso en el siglo XXI. Que este siglo en cuestión pueda ser una auténtica birria, políticamente incierto (o más bien temible) y no demasiado brillante desde el punto de vista artístico, pues tal vez sí, más o menos podemos estar de acuerdo en este punto, pero es el que tenemos de momento. Los siglos son así, no los he inventado yo, ni Verdú. En realidad, él se ha instalado hace bastante tiempo en una permanente transición y, ya totalmente acostumbrado a ella, como no podría ser de otra manera, no la experimenta como una especie de agrio drama, ni mucho menos como una tragedia, sino que, al parecer, se la viene tomando como un interesante desafío, como una suerte de segunda naturaleza, y con un más que notable sentido del humor. 1 Lo que llamaba la atención ya en sus trabajos de la primera mitad de los noventa era la franqueza con que asumía una no sé si putativa filiación que en algún lugar vendría a llamar “popoide”. Aunque no fue él propiamente quien lo hizo, sino uno de sus diversos y a veces contradictorios alter egos, con los que suele autoentrevistarse en los textos que se incluyen en algunos de sus catálogos. Así que “popoide”: nueva y extraña palabra, pero no por ello menos precisa, si bien se mira. Porque reconozcamos que nadie hablaría, a título sólo descriptivo, de un pintor “informaloide” o un artista “conceptualoide”(ni aunque lo fuera… y los hay), pero sí podría hacerse, en esos términos, de alguien que se decidiera a moverse libremente en el enorme marco abierto por el denominado arte pop, y ello sin necesidad de ajustarse a ninguna de sus nuevas –y abiertas- convenciones. Aunque, de hecho, el arte pop había surgido (o había sido bautizado) unos treinta años antes, aproximadamente. Yo siempre creí de niño (y casi sigo creyendo todavía) que eso del pop era algo que habían inventado los Beatles; pero luego, acaso demasiado pronto o demasiado tarde (yo -no sé por qué- suelo enterarme de las cosas demasiado pronto o demasiado tarde), me enteré de que fueron gentes como Warhol, Rosenquist, Lichtenstein u Oldenburg quienes, se dice que un poco al hilo de lo que habían desarrollado antes el gran Rauschenberg y su amigo, el fantástico Johns, llevaron el pop a los más espirituales terrenos del arte presuntamente superior o elevado, de tal modo que lograron transformar el arte superior o elevado en algo por fin comparable a, digamos, I wanna hold your hand, esa canción que tan inmediatamente conquistó –y con razón- el número uno del hit parade. En cualquier caso, el pop resultó ser una corriente que, aun cuando indudablemente exitosa en el ámbito de las artes plásticas, y en nuestros días muy apreciada por los avisados coleccionistas y los grandes subasteros anglosajones, quedó un tanto diluida en el 2 centrifugado marasmo de otras muy diversas corrientes contemporáneas de signo más o menos antiformalista ( eso que se conoce como performance, happening, body art, land art, concept art, minimalismo, video art...) que tanto contribuyeron desde los comienzos de los años sesenta a transformar, desarticular, descomponer, fragmentar y –por decirlo en sólo dos palabras-, hacer estallar el curso histórico de las artes visuales, ya desde bastante tiempo atrás cuestionado por la fotografía y el cine (y eso, desde luego, por no hablar de la televisión, ni de Internet). Pero la verdad es que el pop siempre fue un caso especial. Como su propio nombre indica, se vinculaba a la cultura de masas. Lo cual no le impedía desplegarse en los términos más serios y refinados desde una perspectiva intelectual. No en vano el filósofo Danto reconoció en las célebres cajas de Brillo, de Warhol, el preciso instante en el que el arte se presentaba por fin como una filosofía (del arte), presentando (más allá del esotérico Duchamp) objetos artísticos indiscernibles de los no artísticos, de tal modo que los artistas podían en adelante olvidarse de definir lo que es arte y pasar a hacer lo que les diera la gana. Yo creo que exageraba un poco, pero da igual. El caso es que el propio Warhol escribió un fantástico tratado filosófico (“de A a B y de B a A”) en donde hacía ver los algunos de los fundamentos espirituales de su obra, y no pocas pistas hermenéuticas. Gentes tan despiertas como el rico y famoso Jeff Koons –que tanto se supone que tiene de neopop (o “popoide”)- no lo han conseguido, si es que se lo han propuesto. En cuanto al registro pop de Verdú tiene que ver, desde luego, con el uso de colores planos, de figuras más o menos estilizadas, bien reconocibles por conectadas con la experiencia cotidiana, pero muy en particular por su frecuente recurso a la estética publicitaria. A Joan Verdú no le gusta ni mucho ni poco que se hable de Richard Hamilton a este respecto, por las sencilla razón de que él ha hecho sus cosas por su cuenta, es decir, sin inspirarse en el artista inglés recientemente fallecido. Pero a la vista de sus obras “popoides”, con 3 sus evidentes referencias al mundo publicitario, uno no piensa tanto en Warhol como en Hamilton, sobre todo en aquella versión de Richard, según el logo del famoso pastis de Marsella (i.e.: Ricard: una parte del mismo –con sabor a anís- y cuatro partes de agua: algo muy mediterráneo, y que milagrosamente cambia el color del licor en una sustancia blanca). En todo caso, aquí se trata sobre todo de un juego, sin duda: de un juego de palabras que comporta una muy fuerte dosis de esa estrategia que ha venido llamándose apropiacionismo. Pero no del apropiacionismo literal practicado por artistas como Sherrie Levine o Mike Bidlo (el autor de esas cajas de Brillo tituladas This is not a Warhol), sino de algo tal vez mejor, más esforzado, más responsable y posiblemente más fecundo: de la auténtica herencia del pop interpenetrada –y en forma de pintura- con una conciencia derivada del arte conceptual. Esto –el concepto- es algo con lo que no se puede dejar de contar en el arte contemporáneo. Pero lo otro –lo que no es concepto- es precisamente de lo que tiene que ocuparse el arte. El lenguaje de la publicidad fue, de alguna manera, su punto de partida. Pero también, y por lo mismo, una especie de manifiesto. A principios de los noventa su trabajo giraba claramente en torno a unas imágenes publicitarias de las que se apropiaba para alterarlas (Relative vodka –Absolut-, Artcrem –Avecrem-, Marinit -Martini-, Cuélgate –Colgate-, No Vea –Nivea-, etc…). A veces los logos aparecían en vallas publicitarias en playas y/o desiertos: en forma de elementos de un paisaje más o menos exótico. Así que paisajes, pero también retratos, formas, figuras: pinturas al fin y al cabo, vinculadas a la nueva mitología de la publicidad. Es decir, tal vez el núcleo de aquella “nueva mitología” moderna (como contrapartida de la griega), en pos de la cual anduvieron los más lúcidos de los románticos alemanes, desde Herder a los hermanos Schlegel, y que fue quizás la que mucho más tarde halló Warhol (entre otros) y supo 4 reconocer Roland Barthes (entre otros). Y, por seguir con este argumento: juegos de palabras (Witz lo llamaban, o incluso “ironía”), humor, imágenes tan elocuentes como pregnantes, mitología popular, conceptos… De todo eso se deduce una peculiar relación con la pintura. A este respecto se le deben a Verdú unas cuantas frases con apariencia de boutades. Por ejemplo, la siguiente: “a mí la pintura no me interesa ni mucho ni poco” (1995); o bien esta otra: “yo creo que en algún momento abandonaré la pintura” (2003). Sin embargo, hélas, ahí sigue dándole vueltas al asunto –o acaso dándole vueltas a la tuerca-, en una serie de registros que cabría interpretar como una suerte de pintura expandida, en donde tienen cabida los cuadros (óleos, acrílicos) tanto como los papeles, o los collages o los textos; la fotografía como los fotomontajes, o los que una vez llamó “fotobjetos”. Con su característica lucidez, el gran Quico Rivas le calificó una vez (en 2003) como “un gramático pervertido por la pintura”. En otro lugar (en Retrato del artista escindido, de 2008), le veía como un “jugador” empeñado en mantener abierta la partida a base de poner sobre la mesa apuestas cada vez más fuertes. En cierto modo, ése podría ser un buen plan, siempre que uno no se estrelle en route. Pues una de las tareas más relevantes de todo artista contemporáneo, en un momento en que, como dijo Danto, anything goes (al menos en principio) es arreglárselas para seguir produciendo imágenes provistas de algún sentido. Verdú lo vendría haciendo, decía el crítico, “quintaesenciando” su vocabulario (sus figuras de cactus, de agujeros, de conejos, de perros, de calaveras, de escaleras, de cuerpos…) en forma de un complejo pero reconocible repertorio jeroglífico. 5 II Las obras que forman parte de esta exposición (en realidad doble, repartida entre los espacios de Cuenca y San Clemente) fueron realizadas entre 2010 y 2013. La componen tres series, todas ellas vinculadas a la que ha venido siendo su trayectoria. All correct consta de un conjunto de doce acrílicos de temática diversa, pero homogeneizados por las reiteradas alusiones a elementos de ese vocabulario al que acabo de referirme. Su origen tiene que ver con una circunstancia extraña. Cuenta el artista: “Me dieron una carta de colores de Titanlux”. De hecho, Verdú estaba desde tiempo atrás familiarizado con esos materiales (unos esmaltes sintéticos que, por cierto, comenzaron a producirse hacia 1934 –año interesante- en la legendaria fábrica Titán, fundada en 1917 –otro año interesante). El caso es que entonces el pintor intentó “hacer cosas”, pero no con los pigmentos, sino con las planchitas que formaban la propia carta, sacándolas de su sitio, y resulta que se hizo unos cortes en la mano: Els color tallen (“Los colores cortan”). Pero también puede ser verdad que, como reza el título de la pintura que hace pareja con la anterior, Els colors curen (“Los colores curan”). Es clara la referencia a la dimensión física, corporal, también intrínseca a la manera en que Verdú entiende el trabajo del artista. Lo mismo que hiere (en el arte) es lo que cura. Ya lo sugirió el poeta Hölderlin a su modo, en Patmos: “Pero donde hay peligro/ crece también lo salvador”. Por lo demás, también en Verdú parece funcionar esto no sólo en un sentido somático, sino, por así decir, espiritual. O al menos en un registro algo más raro o complejo: un registro de orden, digamos, psicosomático: en Carta de colors (“Carta de colores”) aparecen un enfático torso femenino de pecho y pezón notables (como en otras dos pinturas de la serie, y como tantos otros que había pintado antes), y una especie de conejo bípedo, erguido (dentro del torso, pero con el rabo un tanto indisciplinado) integrados en la cabeza de alguien cuyo perfil coincide con el del artista. El tema del conejo es en Verdú recurrente. En cierta manera, 6 representa al sujeto humano en general, y al artista en particular. Dotado de energía térmica, cinética, eléctrica. Como ya he sugerido, forma parte de su vocabulario desde hace años. Como esa escalera que tantas veces transporta y a la que alguna vez incluso pretende encaramarse, como el bíblico Jacob, hermano de Aarón, tratando de alcanzar el cielo, por supuesto que en vano. Véase al respecto Seven Steps to Heaven (cfr. la célebre composición de Miles Davis), pintura en donde nuestro emblemático conejo asciende por una escalera finalmente ardiente (se diría que en busca de dos senos femeninos, apenas esbozados, aunque el tema de la escalera que arde –Flammes ascendant un escalier- ya estaba en Simples images, de 2010), y eso sin más ayuda que el famoso logo de seven up. De nuevo un juego de palabras insertado en un juego de imágenes, o al revés. El título de la serie podría llamar a engaño. Pues All correct parece aludir a una especie de autosatisfacción, acaso un tanto arrogante, por un trabajo supuestamente impecable. Pero no se trata exactamente de eso. Este conjunto es parte de una trilogía (D’Alló Correcte, “De lo correcto”) en la que había más cosas (24 Relatos cortos, un elenco de motivos de su vocabulario previamente trabajados, y Mystique doméstique, en forma de óleos sobre pizarras) en las que Verdú se mostraba particularmente libre, aunque no libre de su vocabulario. Es natural. En realidad, todo vendría de los orígenes de la expresión ‘OK’, que unos atribuyen al “Zero Kills” (se dice que escrito en una pizarra cuando no se había producido ninguna baja americana en alguna batalla de la Primera Guerra Mundial) y otros al “ol krekt” según la pronunciación de los americanos de los Estados del Sur. Verdú se apropia de la expresión porque –escribe- “por primera vez tengo el convencimiento de que no hay ningún error en el empleo de los colores en las figuras ni en los fondos”. Añade que esa circunstancia (es decir: “ningún error”) no es tanto de orden plástico como psicológico, en el sentido de que –afirma- a cada persona “le 7 corresponden tres colores”. Ahora bien, suponiendo que esa teoría sea cierta o al menos verosímil (el artista ha prometido explicarla más adelante, cuando sea el momento), y dado que aquí se trata en buena medida de figuras de conejos, se diría que esa perfección se aproximaría a lo maravilloso. En otra pintura de la serie aparece el conejo yacente en un lecho amplio bajo una guapa pin up (o play mate). También el tema es la energía en torno al conejo, en esta ocasión Energía sexual. Verdú se ha venido ocupando del asunto, esto es, del erotismo, desde años atrás. Por ejemplo, en 2000, en su exposición de A&D (Ángeles y demonios), en donde lo angelical y lo demoniaco (que fundaba, dicho sea de paso, en un texto del gran neoplatónico Pseudo-Dionisio Areopagita, La jerarquía celestial) se conjugaba con algunas imágenes de unas chicas tan fantásticas como provocativas, en fotografías repintadas al óleo, y en las que aparecían bastante bien reconocibles, por así decir, en su estructura básica. Es así como Verdú transita libremente desde la teología a la psicología, de la psicología al arte, y del arte a la vida. Y viceversa. III Lo cual nos lleva precisamente a la fotografía. En la exposición puede verse también una serie de seis imágenes fotográficas que se presentan a manera de dípticos, con el logo del Gobierno de España (en concreto, del llamado Misterio de la vida y su transcurso), y que se ocupan de El ser humano en algunos de sus aspectos: enigma, fetiche, juego, souvenir, sueño, viaje. En algunos de esos registros, dominados todos por la ironía o el directo sarcasmo, encontramos elementos o claras reminiscencias procedentes de su trayectoria anterior. Esto es obvio, por ejemplo, en Un souvenir, en donde una convencional ristra de postales para turistas es contestada por otra que representa los 8 forats, esos intrigantes “agujeros” que parecieron obsesionarle hacia 2000. En Un viaje –mi foto favorita de la serie-, junto a una especie de bonita azafata marítima, aparece disfrazado el propio artista a manera de orgulloso astronauta fumador, tal vez sea el elemento autobiográfico el que impera… Un astronauta fumador… antes de alunizar en la Luna o desembarcar en Marte. Pero hablamos de un pintor, no de un auténtico astronauta. O quizás de un pintor casi astronauta (aunque demasiado fumador, para soportar un viaje en una nave espacial). En cierto modo, recuerda a aquel protagonista de 2001. Una Odisea en el espacio que, en la gran nave espacial camino de Júpiter (rumbo a lo desconocido), y aunque no fuese sino por pasar el rato (y ya que no le dejaban fumar), resulta que no hace arte en Internet (ni Clarke ni Kubrick lo conocían por entonces, porque no existía, ni falta que les hacía), ni fotografías digitales, ni performances galácticas (como las que le esperaban al heroico astronauta, sin él sospecharlo), sino que se dedica a dibujar como siempre y retratar en un clásico bloc con gusanillo, a lápiz, los cuerpos congelados de algunos otros miembros de la tripulación. Como se sabe, no durarían mucho en vida, por culpa de los imprevistos recelos del superordenador HAL. Pero uno se pregunta al respecto: ¿y los dibujos? ¿qué pasó con ellos? O mejor: ¿qué pasará con el dibujo en el futuro?. En fin, en la última parte de la exposición presenta Verdú una serie de Vidrios. Esta es, tal vez, la parte más metafísica, puesto que tiene que ver con las cosas que no se ven. La idea de fondo puede vincularse a la de la transparencia del cristal –que hace que no se vea el hecho de que existe una barrera entre nosotros y la realidad (o la otra realidad)-, o bien a lo contrario: a su opacidad –como si todo lo viéramos cubierto por una especie de Velo de Maya, como desde tiempo atrás han venido pensando los hindúes y luego, por qué no recordarlo, también el filósofo aguafiestas Schopenhauer. Así que el 9 mundo como resultado de una voluntad (posiblemente ciega) y de una representación (¿racional?). En todo caso, un panorama bastante confuso, en donde no tiene que extrañarnos demasiado que, en el contexto de esos cristales aparentemente rotos, se nos presenten cosas tan inesperadas como familiares: figuras de cómic, logos publicitarios, alusiones más o menos neotecnológicas o imágenes de mercancías baratas, como si la voluntad (el deseo) y la representación (del deseo) se dieran de la mano por un instante. Se trataría entonces de una especie de pop, como diría Kiko Rivas, quintaesenciado… Y para terminar: en la exposición hallamos, un poco a manera de propina, pero en obvia relación con los vidrios y con todo lo demás, un par de obras particularmente sorprendentes. Se trata de un par de ventanas con cristales corredizos, lo que convierte las imágenes que en ellas aparecen (de nuevo referentes a su conocido vocabulario, conejo incluido) en imágenes no sólo superponibles, sino en optativas y hasta, si se quiere, fragmentadas. No son, desde luego, ventanas transparentes e invisibles para ver el mundo exterior, natural (como se sabe que proponía el viejo Alberti), sino pensadas para ver pintura y para reflexionar sobre la pintura. La cual, en nuestros tiempos, y simplemente para ser fiel a sí misma, no tiene más remedio que jugar con lo que va más allá de sí misma. Esta exposición demuestra hasta qué punto Joan Verdú lo ha entendido, y bien entendido. Puesto que no se trata sólo de pintura, sino de arte. 10