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ENCUENTROS EN VERINES 1993
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
ESPACIO DE LA LETRA Y TERRITORIO DE LAS LETRAS. UN EJEMPLO
Jaume Pont
I.
Querría empezar con una vieja argucia práctica, o, si se quiere, por un modus
operandi de orden metodológico consustancial a todo mi discursos posterior. Me
refiero a la distinción terminológica entre espacio de la letra y territorio de las
letras, una forma, como otra, de discriminar el lado de la creación individual de ese
otro lado que toca a la literatura como sistema. Por espacio de la letra entiendo,
pues, el trazo escritural que conmina la relación autor-obra, el lugar en soledad, la
mirada propia, el idiolecto. Algo distinto, pero interdependiente, en relaciones de
convergencia y de divergencia, de identidad y de exilio, con el territorio de las
letras, aquí adscrito a la noción de literatura como sistema generador de un vasto
conjunto de referencias compartidas en el orden histórico, lingüístico, estético,
sociológico y cultural. O como ha puesto en evidencia Darío Villanueva haciéndose
eco de la tesis de Siegfried J. Smichdt (Fundamentos de la ciencia empírica de la
literatura, 1990): todos aquellos problemas derivados de: a) la “producción de
textos” como signo literario; b) la “mediación “ a que estos textos son sometidos
para su difusión; c) el fenómeno de la “recepción” y su públicos; y d) la “recreación
“, entendida como la forma transformadora de un texto en forma de adaptación,
parodia, crítica, resumen, etc.
Mi propuesta de reflexión se encamina hacia el supuesto de que esta relación
espacio y territorio preside toda la literatura de la modernidad y sus característicos
periodos de crisis. Lo específicamente moderno es connatural a la conciencia del
propio espacio y al reconocimiento del peso del sistema. Este último tiende sus
propios anzuelos epistemológicos, de carácter histórico o crítico –en nombre de la
misma historia, de los géneros literarios, del estilo y de las tendencias, de los
movimientos y generaciones-, como una llamada al orden. El espacio, en abstracto,
y el lugar, en lo que tiene de singular, se roturan, se distribuyen y fiscalizan en
beneficio de los universales. El sistema, pues, marca de alguna manera el tránsito
que va del espacio y del lugar al territorio como geografía, como vedado, como
ámbito que neutraliza lo diverso en la convención cultural.
Desde la segunda mitad del siglo XVIII preferentemente hasta nuestros días,
una especie de ley del péndulo, de movimiento atracción-repulsión, ha presidido las
contradictorias relaciones entre espacio y territorio. En realidad, como es bien
sabido –de Paz a Steiner, de Blanchot a Valente, entre otras voces críticas-, uno de
los puntos de inflexión y de crisis constante en la tradición literaria moderna se sitúa
en el vértice en que el creador toma conciencia del espacio propio –véase Mallarméy, al mismo tiempo, toma conciencia también de la distancia ( y de la proximidad
como conflicto) existente entre su lugar y la literatura como sistema. A partir de este
momento todo se relativiza, porque
no hay una carta de identidad, de
correspondencia inmediata, entre el creador, la obra de arte y la jerarquía de valor
del territorio. O para decirlo de otro modo: se pone de manifiesto que la confianza
helenística en el lenguaje y la correspondiente ecuación humanística (lengua =
garantía de civilización) esconde –George Steiner alude a ello en su Extraterritorioáreas de silencio, tabús y omisiones flagrantes. De ahí esa era moderna del
desasosiego; de ahí también ese síndrome esquizoide tan afín al contrapunto entre la
“razón de ser” y el “querer ser”. La Ley del péndulo crea escritores
disfemísticamente llamados “raros”, “marginales” o “heterodoxos” con la misma
rapidez que atesora la escritura del vasallaje, la acomodaticia escritura del reflejo,
del movimiento o de la tendencia:”éste es un escritor a la manera de –que pertenece
a- que responde a las características de ...”. Un viaje de ida y vuelta que acaba
desembocando en uno de los más sanos ejercicios del escritor moderno: la
conciencia de descreimiento ante el dictado del territorio de las letras como sistema
y, por supuesto, ante la misma realidad de los límites de la literatura.
A este descreimiento, en parte de raíz romántica, habría que atribuirle, ente
otras muchas cosas, la siembra de una nueva visión asentada en lo sublime vuelto al
revés, en el humor como desrealización, en el guiño cómplice del juego
metaliterario y, sobre todo, en algo tan decisivo como la focalización de la ironía,
que no es sino “el despego (y despliegue) respecto a la propia expresión usada”. Se
trata, en definitiva, de otras tantas metáforas de tensión entre el espacio del creador
y el territorio en el que éste se encuentra inmerso.
II.
Al romántico Antonio Ros de Olano (1808-1876), general del ejército
español, marqués de Guad-Al-Jelú y conde de Almina, liberal amigo de Espronceda
y corifeo de pronunciamientos políticos de distinto signo, se le deben algunas de las
páginas más extrañas e inclasificables de los dos últimos siglos. De ahí proviene su
fama historiográfica de “raro”. Lo corroboran, a la par con sus cuentos fantásticos y
“estrambóticos”, la misteriosa novela El doctor Lañuela, sus Episodios militares y
unas memorias sui generis que tituló Jornadas de retorno escritas por un aparecido.
Si lo he traído aquí es porque pocos escritores remedan mejor que él ese
descreimiento irónico, quiebra, fractura o hiato problemático entre especio y
territorio. Ros entendió con tanta nitidez ese contrapunto disociativo de la creación
literaria, distancia y cercanía en suma entre sujeto y objeto de contemplación, que
no encontró mejor apuesta que el género fantástico de ascendente hoffmaniano, una
forma que, estando inscrita en su territorio de las letras, era despectivamente
valorada en la jerarquía de valores de esa época. En plena conformación del estatuto
de la prosa realista él apostó por una andadura a contracorriente: arbitrariedades
estructurales, transiciones de asunto y estilo, reiterada ironía ante la indefinición del
género, mezcla azarosa de formas que no reconocen otro perfil que la invitación a la
sorpresa, actitud desrealizadora, deformación humorística e hiperbólica factura
barroca. Le avalaba la romántica indefinición del género, por supuesto. Y, por
encima de todo, en nombre del sentimiento subjetivo, se preservaba la libertad sin
medida del autor:
Oh, cuántas veces algunos lectores –dice en Jornadas de retorno escritas por un
aparecido- habrán desterrado mis escritos, porque no encontraron argumento. Ahora ya
saben que el solitario tiende sus cartas a la casualidad, de modo que si dan a leer, tercos,
y a la vuelta de una hoja aguardan un rey y encuentran que sale una sota no tendrán de
qué quejarse.
Y en la página final de El doctor Lañuela leemos:
¿Esto es una novela? No -¿Es acaso un poema? Tampoco.-¿Pues qué clase de
libro es éste tan sin género reconocido? Yo lo diré. Es la historia del corazón donde el
dolor se adultera con la risa; y del consorcio nace un libro híbrido.
Y aún añade:
En mi actual oficio de escritor, según me tienen advertido lectores apreciables,
soy desparramado. Desparramador entiendo que me dijeran con más tino, por lo de
arrojar en el papel sobre una misma página todos mis afectos en revuelto; ideas que se
chocan, gérmenes de llanto y golpes de risa, como si sentimientos y conceptos fuesen
semillas para dar frutos diferentes, vertidas a manta por cultivador inexperto sobre un
mismo campo. A los que tal me arguyen respondo que, si les atropello el propio
discurso, doblen la hoja; pero si me acompañan en el retruque de sensaciones, para ellos
escribo.
Lo arbitrario se suma a lo diverso, mientras la individualización deviene una
cuestión de estilo. Tanto es así que el lector afecto a un marco fijado en las formas
convencionales del código cultural o, lo que es lo mismo, en las fuerzas de
convergencia que rigen su territorio de las letras, queda ahí bastante desencantado.
“Esos lectores –dice Ros irónicamente- quéjanse de que fui robándoles el tiempo, y al
final les dejé a oscuras.” El mismísimo Alarcón, en el prólogo que escribió para las
Poesías (1886) de Ros, ponía énfasis en ese carácter irresoluble de la literatura de
nuestro autor: “todavía no se sabe si el autor quiere o no quiere que el lector las
entienda. Lo que nosotros tenemos averiguado es que desprecia al que no las entiende,
y que se enoja con los que se dan por entendidos”.
En ese terreno de nadie se situó Ros de Olano, entre el realismo y la literatura
fantástica, “desparramando” en nombre de su ideal del “libro híbrido” márgenes y
fronteras del género, ofreciendo viejas formas fragmentadas y prefigurando otras
nuevas, mezclando verso y prosa, filosofía y sentimiento, dolor y risa, hasta el
extremo –muestra suma de su factura ecléctica y de su escepticismo- de quedarnos
siempre la sensación, sea cual fuere el camino tomado, de no saber si la opción
narrativa va en serio o en broma. En última instancia, su lenguaje, hipertenso y
barroco, acaba verbalizando el conflicto en la extravagancia o el disparate, en una
pirueta irónica que viene a ser la constatación de su desconfianza respecto a la
realidad: “No hay más mundo –sentencia en Jornadas de retorno escritas por un
aparecido- que aquel que ve cada uno por sí solo dentro de sí mismo, ya que en el
mundo externo todo son fantasmagorías, mascaradas, mojigangas, astucias sutiles y
ficciones visibles salidas del ingenio ajeno.”
Si, como decía Balzac, no basta ser un hombre, hay que ser un sistema, no
cabe duda que el de Ros de Olano fue siempre el de la alternativa literaria del “pensar
dudando”. Esta alternativa, no por desleída en los tiempos que corren, sigue vigente.
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