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ENCUENTROS EN VERINES 1993
Casona de Verines. Pendueles (Asturias)
TESTIMONIO PERSONAL
Carlos Casares
Cuando, hace ya muchos años, mi abuela me contaba las largas conversaciones
que mantenía con un pariente muerto, con el que se citaba por las tardes bajo la sombra
de un cerezo, y con el que siempre acababa discutiendo porque en la infancia él le había
derramado un tintero de tinta china sobre un hermoso vestido blanco, jamás me pasó por
la cabeza la duda de que todo aquello no fuera verdad, aunque no recuerdo que tales
historias me llamaran la atención especialmente. No sólo no dudaba que todo aquello
fuera cierto, sino que sabía que si a mí me interesara, algún día la abuela podría
invitarme a acompañarla para conocer yo también a aquel pariente fantástico, algo
alocado, desaparecido en Cuba en un barco que un día salió en Vigo y del que tampoco
se sabe que naufragara o se perdiera. No es a este tipo de credulidad infantil al que
quiero referirme aquí, sino al hecho de que nunca se me haya ocurrido utilizar esta
experiencia en alguno de mis relatos. Cuando he tenido que recurrir a la infancia para
extraer de la memoria hechos o historias capaces de ser convertidos en fábula, siempre
se me impusieron de forma espontánea otros acontecimientos de naturaleza diferente,
más concretos y menos gaseosos. Pienso, por ejemplo, en una cabalgada de mi abuelo
por la llanura sin fin de las tierras pantanosas de La Limia, allá en Orense, que terminó
en un enfrentamiento a tiros, con un muerto y la rotundidad épica de una frase que
siempre me sedujo por su carácter epigramático y solemne: “ El que tenga buen caballo,
que pique espuelas”,
En un plano menos dramático, pienso también ahora en un personaje femenino y
secundario que utilicé en una de mis novelas y que es un trasunto bastante fiel de una
señora real, pintoresca y disparatada, que en todas las fiestas en las que intervenía,
después de organizar con espíritu casi militar el “Pasimisí, pasimisá por la puerta de
Alcalá” y “La conga de Jalisco”, una vez que el alcohol miserable de la época le había
desatado todos los resortes de la inhibición y la vergüenza, de por sí ya bastante escasos
en aquella mujer, terminaba siempre haciendo el pino sin otra protección de su pudor
que un pequeño imperdible con el que trataba de asegurar la falda a la altura de una
decencia que jamás conseguía mantener. Lo que había de irrelevancia humana en el
personaje acentuaba la importancia de algunos datos aparentemente insignificantes, pero
muy útiles para la literatura, a los que me referiré después.
En el caso de la cabalgada sangrienta de mi abuelo, siempre se la oí contar de la
misma manera. El relato, cargado de datos y narrado con un ritmo lento, casi
parsimonioso, en el que resultaba evidente el placer que le producía el propio acto de
narrar los hechos, comenzaba en la mañana del 21 de septiembre del año 1915. Cuando
aquel día mi abuelo bajó de su cuarto, ya el caballo estaba en el patio convenientemente
ensillado y dispuesto para salir. Sobre las nueve llegó su amigo Benigno, a quien
esperaba desde había unos minutos. Ambos partieron luego, a través de la vega, hacia la
aldea del Picouto, en donde participaron en la tradicional exhibición de caballos del día
de San Mateo. La tragedia ocurrió por la noche, cuando regresaban a casa. Fue un
suceso rápido y simple: un encuentro desafortunado, unas palabras fuertes, un desafío y
finalmente un par de disparos.
Por lo que respecta al personaje femenino del que hablé antes, estoy viendo a
una mujer estrafalaria entrando en la casa de cualquiera de sus numerosos amigos, la
observo después siguiendo un itinerario perfectamente ordenado que empieza en el
vestíbulo y termina en el salón, en donde se desarrolla acto seguido el resto de la
comedia: bebe una copa y habla mucho, bebe otra copa y habla mucha más, hasta que al
fin, convertida ya en un torbellino, se pone a organizar el disparate del que en adelante
va a ser la protagonista principal. Empieza bailando sola, imita después a Louis
Armstrong, pone a continuación en movimiento a toda la concurrencia y termina
haciendo la extravagancia que ya mencioné antes: con la cabeza hacia abajo y los pies
para arriba, más un raquítico imperdible tratando de aminorar el escándalo.
Tal vez fue la ingenuidad a la que me he referido antes la que me llevó a narrar
mis primeros cuentos de la misma forma que mi abuelo me contaba los episodios más
destacados de su larga vida, es decir, manteniendo el orden que había seguido en su
desarrollo real. No recuerdo, en las muchas veces que le oí contar la historia de aquel
desafío, que hubiese anticipado lo que ambos sabíamos desde antes de comenzar el
relato: que su amigo Benigno le había atravesado el corazón de un disparo a un tal
Manuel Grande y de qué manera había ocurrido. El interés de la historia estaba, en
primer lugar, en la minuciosidad de los detalles: las palabras agoreras o premonitorias
de Enrique, el criado que al ensillar el caballo exponía de forma enigmática un temor
inconcreto; la descripción del calor pegajoso de finales de septiembre que hacía muy
lento el caminar de los caballos al atravesar los prados y los bosques o la frase solemne
referida a los caballos y las espuelas.
Al final, lo de menos era que Manuel Grande quedase tirado de noche sobre el
campo, lo que ya se sabía cuando se escuchaba el relato por segunda vez, sino que
rechazase la ayuda de mi abuelo con unas palabras dignas de un héroe: “Estoy muerto.
Seguid vuestro camino que ya vendrán los míos a recogerme.” Quiero decir que lo
importante no era el escenario ni el orden cronológico de los hechos ni siquiera la
circunstancia de la muerte de uno de los protagonistas, sino la exposición minuciosa y
gradual de los detalles. Que Manuel Grande llevara un excelente caballo de color pardo,
de buena alzada, un poco grueso y ricamente ensillado, tenía más interés que el mismo
drama en el que concluyó aquel aciago día 21 de septiembre del año 1915.
Lo mismo podría decirse de las fiestas alocadas de la señora que acababa sus
juergas haciendo el pino. Lo que llamaba la atención de sus amigos era el imperdible,
no por la dudosa función pública que le estaba asignada, sino por su propia existencia.
Que cada vez que Chicha se metía en farra sacara aquel cachivache inútil y minúsculo
para sujetarse la falda producía en la concurrencia una sorpresa y un interés bastante
mayor que el espectáculo grotesco de verla en aquella posición estúpida, una ridiculez
que ni siquiera conseguía rebajar la hermosura de unas piernas, intuyo que muy
observadas en aquellas fiestas, que por otra parte actuaban en aquel contexto como un
elemento totalmente secundario, externo al núcleo y al interés de la historia.
Quiero decir que mi experiencia de niño que escucha relatos o de adolescente
que presencia determinados sucesos insólitos está marcada fundamentalmente, como
sucedía con muchos de los amigos de Chicha, por la sorpresa de los detalles y por su
dosificación gradual. Esta ordenación escalonada de sorpresas fue siempre una
condición necesaria para captar la atención de los oyentes.
Personalmente, a mí no me importaba que en los cuentos o las historias que me
contaban hubiera acontecimientos llamativos, es decir, muertes, fugas, peleas, robos,
sino que éstos fueran acompañados siempre de pequeñas pinceladas descriptivas, de
breves datos ambientales o de observaciones personales del narrador capaces de hacer
creer que lo que ocurría en los cuentos era tan cierto como la vida misma.
A estas alturas está claro que las maneras de narrar de mi abuelo y de mi abuela
diferían de forma radical. El primero disponía de una capacidad de percepción casi nula
para todo cuanto tuviera algún tipo de relación con el misterio, incluidas las creencias
religiosas, que le dejaban completamente indiferente. Cuando contaba algo, tenía
siempre que ver con hechos presenciados o vividos por él, generalmente lances fuertes,
de una bravura rural altiva, entre los que ocupaban un lugar preferente los episodios más
duros del enfrentamiento político entre los caciques, el grupo al que pertenecía y
defendía con orgullo, y los agraristas revolucionarios, a los que odiaba y despreciaba
con una soberbia señorial de propietario que consideraba a sus enemigos como vagos y
mangantes, justos merecedores del infortunio que les deparaba la condición de ser unos
pobres desheredados carcomidos por el odio y la envidia de los ricos.
Mi abuela, en cambio, prefría las historias con misterio, especialmente las que
incluían un trato sencillo y doméstico con los muertos. Sus relatos tenían el interés del
mido, nunca el sabor minucioso del detalle. Contaba de un modo difuso, en el que los
hechos no ocurrían jamás en ningún lugar concreto, a ninguna hora determinada,
perdidos casi siempre en la nebulosa intemporal de la expresión obligada con la que
solía iniciar sus recuerdos: “Me acuerdo una vez...” A continuación, un torrente de
palabras como de gasa, sin carne, exactamente iguales a la transparencia luminosa de
los cuerpos resucitados que poblaban sus cuentos. Si me retenía a su lado no era tanto
por el interés de lo que me contaba, como por el temor que me contaba, como por el
temor que me producía la posibilidad de separarme de ella y sentirme abandonado entre
fantasmas.
Cada vez que me hablaba de su pariente desaparecido, lo único que me
interesaba de aquella historia, el tintero de tinta china derramado sobre su hermoso
vestido blanco, jamás conseguí que me dijera cómo era el tintero ni que me describiera
las características y la forma del vestido. Ambos hechos no formaban parte del
ambiente, sino que eran sucesos en sí, finalidades puramente anodinas, piedras sin
sentido en la demarcación de un camino que no terminaba en ningún sitio, pues estaba
claro que su pariente no moría, sino que desaparecía en el mar, pero no en un naufragio
del que quedan los restos de un madero flotando en las aguas o de un cuerpo devorado
por los peces, sino esfumado como un espíritu del que no se sabrá nunca jamás otra cosa
que de vez en cuando acude a la sombra de un cerezo para hablar de nimiedades con su
prima.
Entre estas dos formas de contar, confieso que siempre me sedujo la primera, tal
vez porque mi curiosidad infantil se sentía más atraída por la concreción de lo real que
por la vaguedad de lo fantástico. Estoy convencido de que fueron esas primeras
vivencias las que determinaron de un modo absolutamente inconsciente mi manera de
narrar el día que descubrí el placer de observar el mundo y de contarlo. Desde el primer
momento, sin reflexión previa de ningún tipo, con una inocencia que me hubiera
gustado conservar hasta el día de hoy, entendí que la sustancia del relato no estaba ni en
la originalidad de la historia ni en el carácter insólito del final, sino en las pequeñas
menudencias descriptivas y en su jerarquización gradual y ordenada. Una concepción de
esta naturaleza exige quizá una disposición similar del espacio y del tiempo, ya que una
alteración de éstos podría actuar como un elemento no deseado, capaz de perturbar la
función estética asignada a la importancia creciente de los detalles.
Es ésa la razón de que para determinados escritores el tiempo carezca de
sorpresas y no se complique jamás, dado que la función que le corresponde es siempre
subsidiaria de otros elementos que sí tienen la categoría de hechos principales. En
términos técnicos ésa es la característica de lo que se llama la narración lineal, lo cual
no debía tener otro significado que el puramente descriptivo, nunca el de un valor
estético relacionado con la estructura o la construcción del relato. Que una historia se
cuente de forma deliberadamente caótica o desordenada, o que por el contrario sea
expuesta de un modo similar a como suelen ocurrir los acontecimientos en el mundo
real, regidos por el orden convencional del reloj, de las estaciones naturales o de los
ciclos biológicos, debiera carecer de relevancia desde el punto de vista artístico.
Uno se inventa el tiempo narrativo de la misma manera que los seres humanos
han inventado esa condición de la mente que es el tiempo cósmico. Fuera de esa
condición del pensamiento, nada tiene sentido, por eso los físicos encuentran tantas
dificultades para traspasar la barrera del instante inicial en el que se formó el universo.
Más allá de ese momento, no hay espacio ni tiempo, lo cual quiere decir que no existe
nada, lo que no deja de ser absurdo e incomprensible, ya que las cosas sólo se entienden
dentro de un espacio y dentro de un tiempo. Igualmente, la narración, como la vida, no
es comprensible si previamente no se sitúa dentro de un ordenamiento semejante.
En la novela o el cuento, el tiempo como el espacio o el territorio, son condición,
no protagonistas. Aunque en un cuento titulado”El judío Jacobo”, incluido en mi libro
Los oscuros sueños de Clio, publicado por Alfaguara, el tiempo adquiere una dimensión
total, pues trata del mito del judío errante, aquel pobre desgraciado que por haber dado
una bofetada a Cristo en el momento en que éste sube al Calvario queda condenado a
vivir hasta el fin del mundo; sin embargo, no deja de tener un carácter puramente
instrumental. Lo importante en ese cuento no es que un fraile portugués racionalista y
despiadado quiera comprobar si es cierto el célebre mito, para lo cual contrata los
servicios de un bárbaro que una noche entra en el cuarto del judío para acuchillarlo, a
pesar de lo cual no consigue causarle la muerte, como no lo consigue al día siguiente
causarle la muerte, como no lo consigue al día siguiente machacándole la cabeza a
pedradas, ni al otro tratando de ahogarlo con la almohada. Cada mañana, cuando el
maldito fraile va a observar el resultado, inevitablemente se encuentra al viejecito
profundamente triste sentado en un banco a la puerta de su casa.
El tiempo cobra su sentido al final, cuando Dios se apiada del judío Jacobo y le
ofrece precipitar los astros sobre la tierra para dar fin a tanto sufrimiento. Lo que ignora
el fraile portugués cuando derrotado pasa por delante de la casa de su víctima es que si
todavía puede seguir a caballo camino de Portugal es porque aquel judío bondadoso no
acepta de Dios tan terrible ofrecimiento. Estoy seguro que éste sería el final que le daría
mi abuelo a este cuento. Para mi abuela, en cambio, el judío no dejaría de ser un amable
fantasma, irreal y descarnado, perdido en un espacio transparente, espíritu puro sin
cuerpo y sin sufrimiento. Debo agradecerle a mi abuelo que desde niño me enseñara
Que los cuentos, como la vida, no son más que detalles y que el tiempo
simplemente no existe.
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