EL TUNEL, de Ernesto Sábato Juan Pablo Castel era un pintor reconocido y respetado en su Buenos Aires natal. Cuando empieza esta historia estamos en una galería de arte donde se expone sus últimas obras. El autor sentía predilección por un lienzo llamado Maternidad, del que los críticos habían dicho se trataba de una pieza sólida y bien estructurada, pero Castel estaba irritado porque nadie destacaba la pequeña ventanita que se abría en el ángulo superior derecho y que representaba una mujer contemplando una playa solitaria. Por fin una muchacha estuvo mucho tiempo delante del cuadro prendida por la pequeña escena. Cuando se marchó, Castel se sintió abandonado, con un angustioso deseo de seguirla y pensando que la espectadora era la única persona en el mundo que podría comprenderle. Pasaron varios meses y Juan Pablo no fue capaz de quitarse de la cabeza la imagen de aquella joven. Por fin, una tarde, la vio por la calle. Inmediatamente comenzó a seguirla, preguntándose qué haría para entablar una conversación. La vio cruzar el portal de un gran edificio y entró tras ella. Solos los dos ante el ascensor, se atrevió a formularle una pregunta absurda. Al mirarle, la mujer se sonrojo y él comprendió que le había reconocido. Se presentó como el pintor de aquella lejana exposición y cuál no sería su sorpresa cuando la chica reconoció que seguía pensando constantemente en el cuadro que le había impresionado de tan viva manera. A partir de aquel momento sus encuentros se hicieron cotidianos. Juan Pablo, de natural tímido, introvertido y muy obsesivo, acosaba a la muchacha diciéndole que no le abandonara nunca, que necesitaba su presencia para seguir viviendo. Ella hablaba muy poco y solo repetía que tenía miedo a la relación que estaba iniciando, ya que pensaba que hacía mal a todas las personas que se le acercaban. Una noche no podía dormir pensando en ella, se atrevió a telefonearla. Preguntó por la señorita María Iribarne. La persona que había atendido la llamada titubeó un poco, pero pronto le pasó la comunicación a la interesada. María le dijo que no podía hablar en esos momentos y que sería mejor que la llamara a la mañana siguiente. Así lo hizo y recibió como respuesta que la señora se había ido al campo y que le había dejado una carta. Corrió a la casa y allí se encontró con algo inesperado. Fue recibido por un hombre alto y flaco que, a pesar de tener los ojos abiertos, era ciego. Le alargó la mano y se presentó como marido de María. Le dió la carta y le dijo que su esposa se había ido a pasar unos días a la finca de su primo Hunter. Insistió para que leyera la misiva allí mismo. La abrió y se encontró con cinco palabras: “yo también pienso en ti”. A Juan Pablo le parecía estar viviendo una terrible comedia y de inmediato se despidió saliendo de aquella comprometedora casa. A Hunter le conocía de oídas. Tenía fama de cínico y mujeriego y sabía su dirección de la casa de campo. Sin pensarlo dos veces escribió a María, rogándola que volviera a la ciudad lo antes posible. Pasaron varios días sin respuesta y al fin un telefonazo le anunció su regreso a Buenos Aires, citándole en el parque de sus otros encuentros. Su entrevista se convirtió casi en un monólogo, ya que la mujer no contestó a ninguna de sus preguntas y se negó a hablar de sí misma. Durante más de un mes se vieron casi a diario y todo parecía ir bien hasta que de nuevo María desapareció sin previo aviso. Castel enloqueció de dolor hasta que recibió unas letras invitándole a la finca de Hunter. Aquella misma noche emprendió el viaje. Durante todo el día siguiente no dejó de observar el comportamiento de la mujer y su primo y cuando por fin estuvo a solas con María no pudo reprimir sus enfermizos celos atacándola verbalmente e insultándola hasta el extremo de tacharla de prostituta por engañar a su marido con él mismo, al tiempo que era amante de Hunter. Después de esta escena partió hacia la ciudad y durante varios días vivió en estado de alcoholismo, atormentado por el mal que había infligido a la muchacha y deseando que le perdonara por su execrable comportamiento. Encontrándose en un estado de seminconsciencia destruyó el cuadro que había sido origen de todas sus desdichas y se lanzó a la carretera camino del refugio de su amada. Al llegar espió por las ventanas como María y Hunter se encontraban en el comedor. Esperó hasta que poco después cada uno se dirigió a su habitación. Trepó por la reja de una ventana y entró en el dormitorio de la joven. Esta le miró con ojos alucinados y Juan Pablo acercándose a la cama gritó: “tengo que matarte porque me has dejado solo”. Sin más preámbulo le clavó un cuchillo en el pecho. Volvió a la ciudad poseído por el diablo y se dirigió a casa del marido de María para informarle de lo que había hecho y decirle a la cara que su esposa le engañaba con él, con Hunter y seguramente con muchos otros. El ciego intentó agarrarle, pero tropezó cayéndose al suelo mientras gritaba: insensato ¿qué has hecho?” Al amanecer de aquel nefasto día, el afamado pintor Juan Pablo Castel se entregó en la comisaria y pasó a un calabozo donde intentó comprender lo que había sucedido en su vida. Era como si hubiese estado siempre dentro de un túnel con paredes de vidrio por las que podía ver a los demás, pero con los que no podía comunicarse no alcanzando nunca su deseo de abandonar la insalvable soledad. LAS BABAS DEL DIABLO, de Julio Cortázar Roberto Michel es un traductor y fotógrafo que vive y trabaja en París, desde que vino de su Chile natal. Aquélla mañana de noviembre brillaba el sol y decidió salir con su cámara a fotografiar la Conserjería y la Sainte Chapelle. Así lo hizo y después se acercó a los muelles del Sena. Se sentó en el parapeto del río. A su alrededor no había más que una pareja a la que comenzó a estudiar con atención. Estaba formada por un joven de unos quince años y una mujer que al pronto podría ser su madre, pero que lo desmentía con su actitud. Le hablaba con vehemencia e intentaba acariciarle los cabellos. El muchachito estaba nervioso, sacaba y metía las manos en los bolsillos, cambiaba la postura constantemente. Se adivinaba que tenía vergüenza y miedo, como si estuviera al borde de la huida. Roberto se imaginó lo que vendría a continuación. La mujer tomaría del brazo al chico y poco a poco lo arrastraría hasta su casa, donde quizás se consumara la iniciación del adolescente. No lo pensó más. Preparo su cámara y encuadrando el pretil, los árboles y a la pareja, disparó una fotografía. De inmediato se abrió la puerta de un coche, que hasta el momento había pasado desapercibido, y bajó un hombre que junto con la mujer se dirigieron airados al fotógrafo. Le exigieron de malos modos que les entregara la película. Roberto observó que el muchacho había aprovechado el momento de confusión para salir corriendo por lo que él mismo dió la vuelta y diciendo que las fotografías no estaban prohibidas en los lugares públicos, echó a andar hacia su casa. Pasados unos días, reveló el carrete. La instantánea de la pareja le fascinó y procedió a ampliarla fijándola en la pared de su habitación. Estaba contemplándola cuando las hojas de árbol empezaron a temblar y la escena tomó vida. Con la foto se había detenido la acción, pero ahora continuaba. La mujer había convencido al joven y le acariciaba la mejilla mientras hacía señas al hombre del coche. Roberto se dio cuenta de que la situación era peor de lo que había imaginado. La mujer era una enviada, había ido en vanguardia del hombre del coche. Entonces nuestro protagonista gritó terriblemente. El hombre y la mujer se giraron hacia él sorprendidos y por segunda vez el niño, casi un ángel, volvió a escaparse perdiéndose en la inmensidad de la ciudad. Roberto se tapó la cara con las manos y rompió a llorar. Cuando abrió los ojos la foto estaba vacía de personajes, solamente unas nubes cubrían el cielo y la lluvia restallaba sobre la imagen. EL BESO DE LA MUJER ARAÑA, de Manuel Puig La acción de esta novela transcurre en la prisión estatal de Buenos Aires. En una de sus celdas nos encontramos con Luis Molina, un homosexual que quiere ser mujer, y Valentín, un revolucionario detenido por sus actividades marxistas. La monotonía de sus días y noches se rompe de vez en cuando porque Molina le narra con todo detalle a Valentín películas que a él le han marcado y que van consiguiendo que su compañero salga de la abstracción política y entre en un mundo de fantasía e ilusión. Una mañana Molina es requerido al despacho del director de la cárcel y así nos enteramos de que las autoridades le están utilizando para sacar información sobre el grupo al que pertenece el militante de izquierdas. Como pasa el tiempo sin resultados positivos, a pesar de ciertas artimañas como el intoxicarle con los alimentos para minar su salud y su voluntad, llegan al acuerdo de decirle a Valentín que los van a separar poniéndoles en calabozos individuales, como paso previo a la puesta en libertad de Molina. En las largas horas de aburrimiento los amigos se hacen confidencias. Luis le cuenta como se enamoró de un joven camarero y fue la etapa más feliz de su vida, pero Valentín no termina de sincerarse diciendo que los movimientos al que pertenece han jurado no hablar nunca de su vida privada. Como va pasando el tiempo sin conseguir averiguar lo que querían, la policía toma la determinación de conceder la libertad condicional a Molina y después someterle a vigilancia por si entra en contacto con alguien del grupo subversivo. Cuando los dos compañeros de celda se despiden, Valentín le facilita un número de teléfono para que se cite con un conocido suyo y le dé un mensaje en su nombre. Después de varias semanas en las que Molina retomó su vida normal, con su familia, sus amigos y su trabajo, cumplió con el encargo de Valentín. Se dirigió al lugar de la cita sin sospechar que era seguido por la policía. Cuando los funcionarios se acercaron para interrogarle, desde un coche en movimiento se produjeron unos disparos y cayeron heridos un agente y el sospechoso. El vehículo de los extremistas se dio a la fuga y Molina expiró antes de la llegada de la ambulancia. En la cárcel, Valentín fue torturado brutalmente, pero no dijo nada de los miembros de su partido. Su único pensamiento se dirigía hacia el amigo muerto. Aquel amigo que como una mujer araña le atrapo en su tela llevándole a un mundo en el que existía la libertad de los sentidos, que le sedujo con sus historias cinematográficas y que le atrapó en un acto de amor físico del que nunca se hubiera sentido capaz.