La soledad - AMORC - Biblioteca Virtual

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La soledad
Por Cecil A. Poole, F.R.C.
Revista El Rosacruz A.M.O.R.C.
Hubo un tiempo cuando se consideró que la soledad es un factor esencial para el desarrollo
espiritual del hombre. Hace algunos cientos de años se generalizó la idea fanática de que
aquellos cuya mente había adquirido gran poder y estaban muy avanzados espiritualmente,
lo habían logrado porque se habían apartado a vivir solos. A los ermitaños se les consideraba hombres santos, y se creía que la vida monástica era ideal sólo si transcurría en
absoluta soledad y se negaba al cuerpo toda comodidad y placer físico.
La creencia ciega en esas ideas llegó a tales extremos que no faltó quien viviera en lo alto de
una columna, separado enteramente de los demás: en lugares que hoy en día pertenecen a
la Iglesia Oriental, los ascetas se sentaban arriba de columnas quedando expuestos a todos
los elementos. Durante cierto periodo de la historia de la Iglesia Cristiana primitiva llegó a
ser una obsesión, entre los que querían practicar las formas extremas de la vida monástica,
retirarse a las montañas a vivir en cavernas o se aislaban de sus semejantes en otras
muchas formas. Fue así como se desarrolló la idea errónea de que el aislamiento en sí era la
clave para lograr desarrollo mental y espiritual.
Por supuesto, esa idea estaba basada en una premisa errónea. La naturaleza del hombre no
le impone que debe vivir aislado de los demás, ni nada sugiere que sólo aquel que renuncia
a asociarse con sus semejantes encuentra gracia ante Dios. Así pues, la idea de vivir en
soledad como medio para lograr desarrollo espiritual fue haciéndose poco a poco menos
aceptable, hasta que en años recientes se llegó a la conclusión de que el individuo que se
aparta por completo de la sociedad es extravagante o errático, en vez de tenérsele por una
persona más espiritual.
La manera como el hombre vive hoy en día (exceptuando a quienes tienen que estar
aislados por alguna necesidad o condición física) ha ido eliminando cada vez más el
concepto que se tenía de la vida solitaria. El hombre no puede vivir solo. En las ciudades y
las áreas suburbanas se crean grupos sociales. Sí un individuo tiene que vivir a cierta
distancia de una área poblada puede establecer contacto con otros seres humanos por
medio del teléfono, la radio y la televisión.
Aun cuando ese contacto con los demás seres que componen la sociedad no sea físico, por lo
menos puede disfrutar de las mismas recreaciones que ellos y estar al tanto de todos los
sucesos. En la actualidad nos enteramos en unos cuantos minutos de lo que ocurre hasta en
el más alejado rincón del mundo y podemos ponernos en contacto directo con cualquier
persona por los medios de comunicación de larga distancia. En otras palabras, la soledad ha
dejado de ser una necesidad física: hoy por hoy es más bien una condición inusual causada
por circunstancias especiales.
Gradualmente se fue reconociendo que muchos hombres de carácter virtuoso no siguen
necesariamente una norma de conducta excepcional. Dicho de otro modo, el hecho de que
un hombre viva aislado en una cueva no lo hace más santo de lo que puede hacerlo el que
viva en la sección más congestionada de una gran ciudad: ninguno de los dos ambientes
aumentará ni disminuirá los atributos de santidad que un individuo posea. El hombre ha
aprendido a asumir cierta responsabilidad para con otros individuos y a que ellos, a su vez,
la asuman ante él; a esto se debe la compleja dependencia mutua que existe entre quienes
componemos la sociedad. Unos necesitamos los servicios de otros a fin de poder vivir con
un grado razonable de bienestar.
Sin embargo, el hecho de que aquellos que se aislaban por completo de la sociedad humana
no fueran, según pudo comprobarse, los únicos que lograron desarrollo espiritual, tampoco
es prueba concluyente de que la soledad no tenga ciertas ventajas. El antiquísimo precepto
"hombre, conócete a ti mismo", conlleva la necesidad de que ocasionalmente él haga un alto
en el diario torbellino de la vida para estar a solas consigo mismo, a fin de que pueda
percibir en su interior los potenciales que posee para lograr felicidad y desarrollo
espiritual.
En la actualidad algunas personas ponen en práctica, en cierta medida, la costumbre de los
ermitaños del pasado. Sin embargo, hay quienes tienen miedo de sí mismos: no se arriesgan
a estar a solas. Parece que anhelan envolverse en una vida de continua agitación para evitar
la soledad. No dejan ni un minuto libre para entrar en íntima comunión consigo mismos.
Fuera de las diarias horas de trabajo tratan de estar constantemente en compañía de algún
grupo, ya sea en una reunión social o participando en alguna actividad que las entretenga o
les ocupe por completo la mente objetiva.
La soledad, por otra parte, es solaz para el Ser Interno o para la mente subjetiva. La soledad
nos brinda la oportunidad de razonar a fin de aquilatar los nuevos conceptos que llegan a
nuestra mente, aquellas cosas que hemos percibido y a las que debemos dar justa
consideración. Únicamente en la soledad podemos mirar con claridad hasta el fondo de la
conciencia y extraer de ella los aspectos que necesitan ser examinados. Sería aconsejable
que cada persona se diera tiempo para estar a solas, ya sea dando un corto paseo a pie por
la mañana o por la tarde, o simplemente permitiéndose un descanso del ajetreo diario para
contemplar las circunstancias de su vida y de su ambiente.
Muchos desconocen si poseen o no la habilidad para hacer frente a las complejidades y
demandas de la vida cotidiana: la soledad puede despertar las facultades de su mente para
percibir las más sutiles impresiones y les permitirá relacionarlas con las condiciones
circundantes.
Vivimos en una época en la cual, según se nos dice, disfrutamos de más ventajas y
privilegios que jamás antes. Pero, ¿qué beneficio pueden reportamos esas ventajas, a menos
que se graben en la conciencia de nuestro ser objetivo y se consoliden en nuestro interior?
Para ello necesitamos aislarnos durante algunos minutos cada día, del mismo modo como
se aísla el ermitaño; en otras palabras, es necesario que podamos cerrar la puerta de
nuestra habitación durante unos momentos o que salgamos a caminar un poco por donde
nadie nos vea o nos interrumpa.
Solamente con permitir que cada impresión se grabe en la conciencia, con concentrar
nuestra atención en aquellos pensamientos que nos inspiran o que parecen encerrar la
posibilidad de solucionar algún problema, puede que resulte ser la llave que necesitamos
para abrir la puerta de la maestría de la vida.
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